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Dónde surgieron los mitos de las calorías

Una buena manera de acabar con toda la confusión que rodea a las calorías es empezar por el principio y estudiar la historia de la alimentación utilizando una escala de un día. Digamos que nuestros antepasados aparecieron a la medianoche y que ahora sólo falta un segundo para que vuelva a ser medianoche otra vez. Hasta las 23.57 horas, nuestros antepasados se mantuvieron sanos y en forma, y comían únicamente lo que podía encontrarse directamente en la naturaleza: verdura, pescado, carne, huevos, fruta, frutos secos y semillas. A las 23.57, la humanidad empezó a cultivar, se «civilizó», y empezó a comer almidones y una pequeña cantidad de azúcares. Hace dos segundos, la humanidad empezó a comer almidones y azúcares procesados. Y justo ahora, cuando falta un segundo para la medianoche, las personas han empezado a obtener sus calorías de productos comestibles modificados genéticamente y muy ricos en almidones y azúcares refinados.

Esto significa que durante el 99,8 % de nuestra historia hubiera sido imposible seguir la dieta que recomiendan las Dietary Guidelines del Gobierno. Y ya no entramos en cuestiones de salud o de pérdida de peso. Nuestros antepasados no cazaban ni recolectaban pasta, arroz, cereales ni pan. No comían cereales integrales. No restringían la ingesta de azúcares añadidos. No sabían lo que eran los azúcares añadidos. S. Boyd Eaton —doctor en medicina y antropólogo de la Universidad Emory— explica que «durante el Paleolítico [que supone la mayor parte de la historia de la humanidad], la mayoría de los hidratos de carbono se obtenían de verduras y de frutas, muy pocos se obtenían de cereales en grano y ninguno en absoluto de harinas refinadas».1

Es una idea muy interesante sobre la que reflexionar cuando hablamos de nuestra salud.

La obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares se conocen como «enfermedades de la civilización». No supusieron un problema hasta que la agricultura permitió la producción de almidones y de azúcares hace unos 12.000 años. Y no se convirtieron en una epidemia hasta que éstos empezaron a refinarse mucho, se modificaron genéticamente y pasaron a componer la mayoría de nuestra dieta. Investigadores de la Universidad de Colorado concluyeron que un asombroso 72 % de lo que comemos ahora no se había comido durante, como mínimo, un 99,8 % de nuestra historia evolutiva.*2

QUÉ PROPORCIÓN DE LA DIETA ESTÁNDAR ACTUAL NO ES NATURAL

Evolucionamos para seguir una dieta que ahora está patas arriba. Por lo tanto, no debería sorprendernos que nuestra salud y nuestra forma física estén patas arriba también. Más del 70 % de nuestra dieta se compone de alimentos no naturales. Más del 70 % de nosotros tiene cinturas de poco saludables a hinchadas. ¿Coincidencia o consecuencia lógica?

Por supuesto, hay personas que pueden objetar que «entonces, la gente no vivía tanto como ahora». Y, sí, es una puntualización excelente. Yo pensaba lo mismo hasta que descubrí estudios de investigación que revelan tres datos acerca de los cazadores recolectores:

1. Aunque son muy pocas, aún quedan tribus de cazadores recolectores y los científicos las han estudiado intensamente. Los estudios demuestran que no padecen obesidad, ni diabetes ni enfermedades cardiovasculares.

2. Aunque la esperanza media de vida es inferior a la nuestra, muchos caza­ dores recolectores de la Antigüedad vivieron pasados los 60 años de edad. De nuevo, el doctor S. Boyd Eaton nos explica que «a veces, oímos que todas las personas primitivas morían demasiado jóvenes como para desarrollar enfermedades degenerativas. Es una afirmación totalmente falsa: muchas vivieron hasta bien pasada la edad de vulnerabilidad para estos trastornos, pero no los contrajeron».3

3. Eliminemos de la ecuación el factor del envejecimiento. Tenemos niños «civilizados» obesos y con diabetes de tipo 2 en nuestras calles. Los niños de los cazadores recolectores no padecían ni obesidad ni diabetes.

No es casual que el declive en la calidad de la dieta coincida con el declive en la calidad de la salud. No estamos diseñados para digerir la mayoría de los alimentos que nos dicen que comamos. Walter Willett, catedrático de la Facultad de Salud Pública de Harvard, afirma contundentemente que «la pirámide del USDA está equivocada. Se construyó sobre bases científicas no consolidadas [...] [y] la nueva investigación que se ha llevado a cabo en todo el mundo la ha ido erosionando sin cesar [...]. En el mejor de los casos, ofrece consejos incoherentes y sin base científica».4 El Journal of the American College of Cardiovascular Exerciselogy establece esta conexión: «La dieta pobre en grasas y rica en hidratos de carbono que promulga tan vigorosamente la [...] pirámide de la alimentación puede haber desempeñado un papel inesperado en la epidemia actual de obesidad [...], diabetes y síndromes metabólicos».5 Michael F. Jacobson, cofundador del Centro para la Ciencia de Interés Público, ofrece una valoración sin ambages: «Los buenos consejos sobre nutrición entran en conflicto con los intereses de muchas grandes industrias y cada una de ellas por separado tiene más poder de presión que todos los grupos de interés público juntos».6

EL ORIGEN DE LOS PROBLEMAS DE PESO

Décadas de investigación dietética avanzada han acompañado al aumento de las tasas de obesidad y de enfermedad. Y esta investigación recomienda una dieta muy distinta a cualquiera de las versiones de las Dietary Guidelines del Gobierno. Por ejemplo, Marion Nestle, doctora en medicina y profesora de nutrición, estudios de alimentación y salud pública en la Universidad de Nueva York, explica que hace ya mucho que la comunidad científica critica que la pirámide de la guía de alimentación del USDA no reconozca que el azúcar y el almidón son bioquímicamente equivalentes una vez en el organismo. El almidón ejerce el mismo impacto sobre el cuerpo que el azúcar, afirma Donald Layman, profesor de nutrición en la Universidad de Illinois. «Todos los almidones procedentes de cereales no son más que una larga cadena de azúcares simples conectados entre sí. La expresión hidrato de carbono complejo no denota otra cosa que una cadena de azúcares larga. En cuanto el organismo digiere y absorbe el alimento, no diferencia entre un azúcar sencillo y un cereal integral.»7

¿Por qué las directrices del Gobierno no reflejan esta investigación? ¿Por qué se recomienda ingerir grandes cantidades de alimentos «bioquímicamente equivalentes» al azúcar?8

Esta confusión nutricional mueve muchísimo dinero. La historia de las directrices y las gráficas del USDA resulta, como poco, chocante.

POLÍTICOS QUE JUEGAN A SER MÉDICOS

Se necesitaría todo un libro para detallar la perturbadora historia del papel que ha desempeñado el Gobierno en nuestra dieta. Si tiene curiosidad por conocerla, puede leer el excelente libro Good Calories, Bad Calories, de Gary Taubes, del que a continuación encontrará una versión abreviada.

La primera edición de las Dietary Guidelines for Americans del Gobierno y de los gráficos subsiguientes (la pirámide nutricional y MyPlate) se debió a que un grupo de políticos decidieron jugar a ser médicos. Walter Willett, doctor en medicina, máster en salud pública y profesor en la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Harvard, explica que «algunas de las recomendaciones sobre dieta y nutrición son erróneas, porque se basan en información incorrecta o incompleta. Es lo que sucede con las pirámides nutricionales del USDA. Están equivocadas, porque no tienen en cuenta las evidencias sobre alimentación sana que se han ido acumulando durante los últimos 40 años».9 En el Journal of American Physicians and Surgeons, Alice Ottoboni, investigadora sobre salud pública, añade que «en la actualidad, existe una gran preocupación, porque la dieta que ilustra la pirámide nutricional es responsable de la epidemia actual de enfermedades cardiovasculares. Las epidemias concurrentes de obesidad y de diabetes de tipo 2 también son consecuencias no previstas atribuibles a esta dieta».10

¿De dónde sacó el Gobierno estas directrices dietéticas? En 1980, cuando se publicaron por primera vez, los científicos no sabían lo que sucedería si la mayoría de las personas adoptaban esas directrices, que, al igual que las gráficas, no habían sido confeccionadas por nutricionistas. Se derivaron de un documento político publicado en 1976 y titulado Dietary Goals for the United States.* El Comité del Senado sobre nutrición y necesidades humanas diseñó los Dietary Goals con dos objetivos. El primero era aumentar el consumo de hidratos de carbono hasta que supusieran entre un 55 y un 60 % de la ingesta calórica. El segundo era reducir el consumo de grasa total desde un 40 % a aproximadamente un 30 % de la ingesta calórica.

Estos objetivos y el resto del documento son más especulativos que científicos. El doctor Stewart Truswell, profesor de la Facultad de Biociencia Molecular de la Universidad de Sidney, afirma que «la primera edición de los Dietary Goals [...] cogió a los nutricionistas por sorpresa [...]. Los habían redactado un grupo de activistas con intereses políticos y escasos conocimientos sobre nutrición [...]. Presentaron objeciones que pueden resumirse muy brevemente: [es] demasiado pronto, hay que investigar más, no se demuestran las relaciones que se establecen, [hay] motivaciones políticas».11 Incluso la Asociación Americana de Medicina se preocupó tras la publicación de los Dietary Goals y lamentó los efectos posiblemente perjudiciales de semejante cambio dietético a largo plazo. Los científicos de la Universidad de Wisconsin-Madison declararon que el informe sobre objetivos nutricionales «no tenía base científica» y lo calificaron de «documento político y moralista».12

Es posible que la objeción más reveladora fuera la que planteó el presidente de la Academia Nacional de Ciencias en su declaración ante el Senado sobre los Dietary Goals: «¿Qué derecho tiene el Gobierno federal a proponer que la población estadounidense participe en un experimento nutricional gigantesco, con los habitantes como sujetos, sobre una base de pruebas tan escasas que en absoluto el cambio vaya a resultar beneficioso?».13

Sin embargo, aunque la comunidad científica no aprobó los Dietary Goals y a pesar de la controversia generada, el Gobierno declaró que eran «la verdad» y lo argumentó así: «Nosotros [el Gobierno] vivimos en el presente y no podemos permitirnos el lujo de esperar hasta haber reunido todas las pruebas antes de corregir tendencias que consideramos perjudiciales».14 Y así, sin la información suficiente, se declaró que una dieta baja en grasas, baja en proteínas y rica en almidones era «saludable». Por desgracia, los resultados han demostrado justo lo contrario.

Para entender por qué el Comité sobre Nutrición del Senado propuso estos objetivos debemos retroceder unas décadas más. Un solo hombre consiguió convencer a todo el país de que los alimentos naturales son letales.

PORCENTAJE DE ESTADOUNIDENSES QUE TIENEN,

COMO MÍNIMO, SOBREPESO

MILLONES DE ESTADOUNIDENSES CON DIABETES

MILLONES DE ALTAS HOSPITALARIAS

POR ENFERMEDAD CARDIOVASCULAR EN ESTADOS UNIDOS

MILLONES DE INCIDENTES CARDIOVASCULARES

NO FATALES EN ESTADOS UNIDOS

CIENCIA FICCIÓN

En la década de 1950, Ancel Keys estudió las tendencias relativas a la dieta y a las enfermedades cardiovasculares en 22 países. Al parecer, le interesaban más los titulares que la ciencia, porque el estudio que publicó sólo incluía datos de los 6 países que demostraban una relación alarmante entre la grasa alimentaria y las enfermedades cardiovasculares. Keys consiguió que la prensa difundiera sus conclusiones y salió de gira armado con el mensaje de que comer grasa es letal.

FALLECIMIENTOS POR ENFERMEDAD CARDIOVASCULAR

POR 1.000 VARONES

Éstos son los datos. Si se tienen en cuenta las cifras obtenidas en los 22 países del estudio de Keys, se demuestra que no hay relación entre la ingesta de grasa dietética y los fallecimientos por enfermedades cardiovasculares. En palabras de un compañero de investigación, «Keys no aporta información sobre cómo o por qué eligió esos 6 países».15 Y, para evidenciar aún más la aleatoriedad de los métodos de Keys, esos mismos investigadores revelaron que si elegían selectivamente otros 6 países del mismo estudio, podían crear un gráfico que sugiere que comer más grasa reduce el riesgo de fallecer como consecuencia de una enfermedad cardiovascular.

Finalmente, volvieron a analizar los datos de Keys unos años después y concluyeron que «el análisis de todos los datos básicos disponibles [...] demuestra que la asociación [entre grasa y enfermedad cardiovascular] carece de validez».16 También descubrieron una potente asociación negativa «entre la proteína de origen animal y la grasa en relación con la mortalidad como consecuencia de enfermedades no cardiovasculares». Incluso la Asociación Americana de Medicina manifestó su desacuerdo: «La moda antigrasa y anticolesterol no sólo es absurda y fútil [...], sino que entraña cierto riesgo». Todo en vano. El mito de la «grasa diabólica» lanzó una campaña nacional para sustituir alimentos naturales con contenido en grasa por productos sin grasa, campaña que alcanzó su punto álgido con la publicación de las directrices dietéticas, la pirámide nutricional, MyPyramid y MyPlate. Estas dietas son ricas en almidones, porque los almidones son bajos en grasa. Por desgracia, estudios científicos que han costado más de 1.000 millones de dólares no han conseguido demostrar que las directrices gubernamentales ofrezcan beneficios, más allá de los económicos.

La postura de la Facultad de Medicina de Harvard sobre las directrices nutricionales del Gobierno es muy clara. «Hay pocos mensajes de salud pública tan potentes y persistentes como éste: la grasa es mala [...]. A lo largo de las tres últimas décadas, el estadounidense medio ha reducido significativamente el porcentaje de calorías que obtiene de la grasa. Sin embargo, todo este esfuerzo no nos ha llevado a estar más sanos. De hecho, nos encontramos peor.»17 Múltiples estudios no han conseguido encontrar la relación entre grasa alimentaria y enfermedad cardiovascular.

FALLECIMIENTOS POR ENFERMEDAD CARDIOVASCULAR

POR 1.000 VARONES

Cuando Patty W. Siri-Tarino, del hospital infantil y de investigación de Oakland, examinó 21 estudios hechos sobre un total de 347.737 personas, concluyó que «no hay pruebas significativas de que exista una asociación entre la grasa saturada alimentaria y un mayor riesgo de enfermedad coronaria o de enfermedades cardiovasculares».18 El Instituto Nacional del Corazón, el Pulmón y la Sangre financió un ensayo gigantesco diseñado para encontrar la relación entre el consumo de alimentos con contenido en grasa y la enfermedad cardiovascular. El ensayo sobre intervención en factores de riesgo múltiples costó 115 millones de dólares y se llevó a cabo sobre 12.866 varones con hipercolesterolemia, a los que se dividió en dos grupos. Un grupo siguió la dieta de las directrices gubernamentales durante siete años, con la esperanza de reducir la incidencia de las enfermedades cardiovasculares. La dieta gubernamental tuvo como consecuencia un aumento del 7,1 % de los fallecimientos por enfermedad cardiovascular.19

Women’s Health Initiative, de los institutos nacionales de salud, llevó a cabo un estudio de 700 millones de dólares para poner a prueba la hipótesis de la grasa. Una colosal muestra de 48.835 mujeres siguieron o bien su dieta habitual, o bien la dieta promovida por el Gobierno durante unos ocho años. Al final del estudio, las mujeres de ambos grupos pesaban aproximadamente lo mismo y no se observaron diferencias de salud entre unas y otras. Los investigadores concluyeron que «la intervención dietética que redujo la ingesta de grasa total no redujo significativamente el riesgo de padecer enfermedad coronaria, ictus o enfermedades cardiovasculares».20 Tal y como se informa en el estudio: «Hasta donde sabemos, éste es el mayor ensayo aleatorizado a largo plazo que se haya llevado a cabo en relación con la intervención dietética y logró una reducción del 8,2 % [...] en la ingesta total de grasa [...]. No se hallaron efectos significativos sobre la incidencia de la enfermedad coronaria o ictus». El 8 de febrero de 2006, The New York Times publicó el titular: «Un estudio concluye que la dieta baja en grasa no reduce los riesgos para la salud».

Ciento trece grupos de científicos y de médicos de 27 países participaron en un estudio de grandes dimensiones llamado Monica, que analizó todo lo que se creía que podía contribuir a las enfermedades cardiovasculares. El estudio demostró que la asociación entre el nivel de colesterol promedio y la mortalidad por enfermedad cardiovascular era escasa, si no nula. Los investigadores del Western Electric, considerado en los círculos académicos como uno de «los estudios prospectivos más informativos hasta la fecha», concluyeron que «aunque las recomendaciones dietéticas suelen centrarse en la reducción de la ingesta de grasas saturadas [en la investigación], no se ha observado una relación entre la ingesta de grasas saturadas y el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares».21

La intención del Gobierno cuando redactó las directrices era ayudar, pero, por desgracia, ha fracasado estrepitosamente. Frank Hu, doctor en medicina, máster en salud pública y profesor en la Facultad de Medicina de Harvard, explica que «cada vez se acepta más que la campaña en pro de la reducción de la ingesta de grasas carece de bases científicas y que puede haber tenido consecuencias inesperadas para la salud».22 Y, lo que aún es peor, las consecuencias perjudiciales para la salud no acaban aquí. Los investigadores lo saben y los datos lo demuestran. En el capítulo siguiente analizaremos la confusión que subyace en los mitos del bajo en grasa y bajo en colesterol.

Lo importante son los resultados:

introducción al pragmatismo

Las personas pragmáticas están orientadas a los resultados: creen que algo está bien o no en función de los efectos obtenidos. Ponen a prueba lo que sea, para que los resultados revelen su verdadero valor. Si funciona, está bien. Si no funciona, está mal.

Cuando se trata de perder peso, la evaluación pragmática se basaría en la pregunta: «¿Este programa de pérdida de peso consigue que elimine grasa corporal y no vuelva a recuperarla nunca más, sin interferir con el resto de mi vida?». Si la respuesta es que sí, está bien. Si la respuesta es que no, está mal. Por desgracia, esta estrategia tan de sentido común no es la habitual. A pesar de las décadas de datos y de las decenas de millones de personas con sobrepeso que demuestran que los programas de pérdida de peso tradicionales no funcionan, nos han lavado el cerebro para que pensemos que somos nosotros quienes hemos fallado, porque no hemos perdido kilos. Sin embargo, son los programas de adelgazamiento los que nos han fallado a nosotros. Tal y como afirma la doctora Hilde Bruch, de la Universidad Baylor, «la eficacia de cualquier tratamiento contra la obesidad sólo puede evaluarse a partir de la permanencia del resultado».23 Y, si aplicamos este criterio, no hay demasiados programas que funcionen bien.