El primero de los tres mitos de las calorías que alimentan nuestras dificultades para perder grasa y nuestros problemas de salud es que, para evitar la obesidad y la enfermedad, hay que contar calorías.
Primer mito de las calorías: pérdida de peso =
entrada de calorías — salida de calorías.
Sin embargo, no podemos reducir el cuerpo humano a una sencilla ecuación matemática. Del mismo modo que un cuerpo sano equilibra automáticamente la presión arterial y los niveles de azúcar en sangre, también equilibra automáticamente la ingesta y el consumo de calorías. Por el contrario, cuando los alimentos de mala calidad acaban con el mecanismo de equilibrio del cuerpo sano, las funciones que solían ser inconscientes se vuelven conscientes y complejas. Gestionamos la presión arterial a base de pastillas. Regulamos el azúcar en sangre con inyecciones de insulina. Contamos cuántas calorías comemos y los pasos que damos a diario. Intentamos descifrar las etiquetas de los alimentos.
Seguimos engordando y enfermando a pesar de que cada vez nos esforzamos más, porque nos han dado una receta errónea para la pérdida de peso. El problema no es que no contemos calorías, no nos tomemos las pastillas o no nos pongamos la inyección de insulina. Todo el mundo estaba mucho más sano y mucho más delgado antes de que nadie hubiera oído hablar de ninguna de esas cosas. El problema es que hay algo que desequilibra nuestra biología y que, para corregir las consecuencias, intentamos pasar hambre, estresarnos y medicarnos en lugar de solucionar el desequilibrio biológico de origen.
En junio de 2011, Barry Popkin y Kiyah Duffey, médicos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, protagonizaron un hallazgo sorprendente. Descubrieron que la cantidad de calorías ingeridas por persona y día había aumentado en unas asombrosas 570 calorías entre 1977 y 2006. A primera vista, esta conclusión parecía corroborar lo que muchos consideraban la causa de la epidemia de obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares: comemos demasiado.
Sin embargo, un análisis más profundo de los datos revela algo aún más sorprendente. Si la persona media consume a diario 570 calorías más de las que necesita y si los cálculos de calorías de los que tanto oímos hablar son acertados, la persona media debería haber engordado unos 216 kilogramos desde 2006.*
Es posible que en lugar de preguntarnos por qué estamos engordando debiéramos cuestionarnos por qué no pesamos todos 270 kilogramos. ¿Qué puede explicar la gigantesca diferencia entre la cantidad de calorías que ingerimos y la cantidad de grasa que acumulamos?
1. Comemos menos.
2. Hacemos más ejercicio.
3. Las matemáticas de las calorías son incorrectas.
Empecemos por la primera de las explicaciones posibles. ¿Hemos evitado engordar esos 216 kilogramos porque hemos reducido drásticamente la ingesta de calorías después de 2006? La obesidad y las enfermedades relacionadas con el estilo de vida han seguido con su tendencia ascendente, por lo que no parece muy probable. Y si examinamos las décadas anteriores, esta explicación se revela imposible.
Desde finales de la década de 1970, hemos ido aumentando gradualmente nuestra ingesta hasta llegar a esas 570 calorías adicionales por persona y día. Pero estimemos que durante esas décadas hemos ingerido unas más modestas 300 calorías adicionales al día. Según las matemáticas tradicionales de calorías, el estadounidense medio debería haber engordado 411 kilogramos de grasa entre 1977 y 2006.* Parece que seguimos ingiriendo más calorías de las necesarias, pero lo que fuera que impidió que el exceso de calorías nos hiciera engordar 411 kilogramos entre 1977 y 2006 también ha impedido que todos engordásemos 216 kilos entre 2006 y 2014.
Ahora analicemos la segunda de las explicaciones posibles. ¿No engordamos porque nuestro nivel de actividad física ha aumentado drásticamente entre 2006 y 2014? Esta teoría sólo se sostiene si la persona media ha corrido durante más de una hora y media cada día durante los últimos ocho años. Equivale a cruzar Estados Unidos once veces, corriendo.
Y eso no ha pasado.
Esta posibilidad adolece de los mismos fallos que la primera. La explicación del ejercicio no resuelve el misterio de cómo hemos evitado ganar 411 kilogramos porque, tal y como ya sabemos, la actividad física ha sufrido un bajón que, de hecho, se considera una de las principales causas de la epidemia de obesidad.
Esto nos deja con la tercera de las explicaciones posibles: que nos irá mejor si pensamos sobre el peso en términos de biología, no de matemáticas. Sólo hemos engordado una diminuta fracción de esos 216 kilogramos, porque nuestro cuerpo no funciona como una calculadora.
Los investigadores de la Universidad de Washington citan el papel que desempeña un complejo sistema de control en el cerebro: ajusta las calorías que ingerimos y las consume, tanto inmediatamente como a largo plazo, para lograr la homeostasis y mantener estable el «estatus energético del cuerpo» (el peso) a lo largo del tiempo. Al igual que el organismo regula automáticamente la insulina y el azúcar en sangre, hasta que se sobrecarga y se desequilibra (lo que conduce a la diabetes de tipo 2), el organismo también regula automáticamente la grasa en el cuerpo, hasta que se sobrecarga y se desequilibra (lo que conduce al sobrepeso y a la obesidad). Podemos pensar en ello de otra manera. Al igual que espiramos más cuando inhalamos más u orinamos más cuando bebemos más, también quemamos más cuando comemos más y quemamos menos cuando comemos menos; automáticamente. Las inspiraciones y las espiraciones, el agua que entra y el agua que sale, y las calorías que entran y las calorías que salen son cuestión de la biología humana consolidada, no de unas matemáticas metabólicas míticas.
La conducta de «quemar más cuando se come más» explica por qué hemos engordado muchísimo menos de lo que predecían las matemáticas de las calorías. La conducta de «quemar menos cuando se come menos» explica por qué los estudios concluyen que las estrategias de pérdida de peso basadas en el recuento de calorías fracasan en un 95,4 % de las ocasiones y, con frecuencia, provocan un aumento de peso aún mayor como efecto rebote. Cuando juntamos estas dos conductas, es fácil ver por qué todos los estudios sobre la pérdida de peso que se han llevado a cabo concluyen que, cuando las personas ingieren un exceso o un déficit de calorías, nunca engordan o adelgazan la cantidad de grasa que anticipan las matemáticas. El cuerpo no funciona así.
El mito de las matemáticas no funciona, porque asume que el organismo no hace nada para contrarrestar las consecuencias del recuento de calorías. La realidad es que los genes, el cerebro y las hormonas colaboran para mantener el equilibrio o (tal y como aprendimos en las clases de biología del instituto) la homeostasis. Cuando se trata de peso, un organismo sano «cuenta calorías» automáticamente para mantener un nivel de grasa ni excesivamente elevado ni excesivamente bajo.
«La persona promedio consume un millón [...] de calorías al año, pero el peso varía muy poco», afirma Jeffrey M. Friedman, doctor en medicina y director del Laboratorio de Genética Molecular de la Universidad Rockefeller en Nueva York. «Estos datos nos llevan a la conclusión de que el equilibrio energético se regula con una precisión superior al 99,5 %, lo que supera con creces a lo que puede controlarse de manera consciente.»1 Nadie, por meticuloso que sea con un diario de alimentación y una calculadora, podría acercarse tanto a la perfección. Perder peso (y más concretamente, perder grasa) y no recuperarlo parece complejo, porque los enfoques tradicionales de recuento de calorías van en contra de este sistema. Las estrategias tradicionales de «morir de hambre para lograr el éxito» quedan bien en televisión y ofrecen resultados a corto plazo, pero, por desgracia, son muy poco eficaces a largo plazo, porque no podemos ganarle la batalla a nuestra propia biología.
Por ejemplo, pruebe a no dormir. ¿Por qué no comer ha de ser distinto? Por supuesto, podemos recortar las horas de sueño, pero no es ni sostenible ni saludable. También podemos perder peso temporalmente si pasamos hambre, pero tampoco es sostenible ni saludable.
En cuanto aprendamos cómo funciona el cuerpo y cómo ayudarlo a repararse en lugar de ir en su contra con el recuento de calorías, la medicación y las horas de gimnasio, ya no tendremos que volver a preocuparnos por si engordamos. Lograr los objetivos de salud y de forma física nos parece complicado sólo porque nos han dado muchísima información errónea.
Reflexionemos una última vez sobre lo inculcado que está el mito de las matemáticas en nuestra cultura. Me gusta comparar nuestra falta de avances en nutrición con la falta de avances que tuvimos en el frente del tabaco hace tan sólo unas décadas. Fumar es un buen ejemplo, porque refleja el mundo real de principios del siglo XX, cuando eran el Gobierno y las tabacaleras, no la comunidad científica, quienes «educaban» al público sobre el tabaco.
¿Puede imaginar lo difícil que sería evitar el cáncer de pulmón si nos dijeran que fumar es inofensivo?* El mundo moderno de la nutrición, donde son el Gobierno y las corporaciones de la alimentación y el deporte las que educan al público sobre alimentación y ejercicio físico, en lugar de la comunidad científica, es muy parecido. Del mismo modo que evitar el cáncer de pulmón es mucho más fácil ahora que conocemos una de sus causas principales (fumar), evitar la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardíacas resulta mucho más fácil cuando conocemos la causa (tomar alimentos equivocados). Sin embargo, nada de ello es posible hasta que alguien no nos dice que respirar humo de tabaco no es lo mismo que respirar aire puro y que 500 calorías de patatas fritas lights no son lo mismo que 500 calorías de espinacas y salmón (también estaría bien que alguien reconociera que comer menos y hacer más ejercicio para evitar la obesidad es como intentar prevenir el cáncer de pulmón inhalando menos y exhalando más).
Hemos evitado acumular el 98 % del peso que «deberíamos» haber ganado según el recuento de calorías gracias a que el organismo está diseñado para equilibrarnos automáticamente.* No «quiere» engordar ni padecer diabetes, del mismo modo que no «quiere» contraer cáncer de pulmón. Y al igual que es más fácil prevenir el cáncer de pulmón si no fumamos, también lo es prevenir la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares si evitamos los alimentos de baja calidad. Cuando ingerimos muchos alimentos de alta calidad, nuestro peso de referencia se ocupa del resto automáticamente, tal y como ha hecho con todas las generaciones que nos han precedido.
En un artículo para la revista Cell Metabolism, Brent Wisse, doctor en medicina en el Centro de Excelencia de la Diabetes y la Obesidad de la Universidad de Washington, afirmó que «antes del descubrimiento de la leptina, la hormona de los adipocitos [células de grasa], se creía que la obesidad era resultado más de la falta de fuerza de voluntad que de un trastorno biológico subyacente. Ahora, 15 años después de su descubrimiento, empieza a dibujarse una imagen muy distinta de cómo se origina la obesidad».2 Por lo tanto, incluso siendo conservadores, podemos decir que los científicos ya consideraban que el enfoque del recuento de calorías estaba obsoleto en 2009. Y eso siendo generosos. De hecho, si nos remontamos a 1990, Wayne Miller, del Departamento de Kinesiología de la Universidad de Indiana, llevó a cabo un estudio clínico sobre la relación entre la grasa corporal, la ingesta energética y el ejercicio físico, y llegó a la misma conclusión: no había relación entre la ingesta energética y la adiposidad [grasa corporal].3
La cuestión es que no tenemos por qué preocuparnos de regular funciones corporales vitales. De eso se encargan el cerebro y las hormonas. El hipotálamo es el centro de control del apetito en el cerebro y regula con precisión el peso corporal equilibrando los alimentos que ingerimos, la energía que quemamos y la cantidad de grasa corporal. No hace falta que «decidamos» comer menos y hacer más ejercicio; de hecho, según Jeffrey M. Friedman, esa idea simplista va en contra de la gran cantidad de pruebas científicas que demuestran que el peso de referencia es «un sistema biológico preciso y potente que mantiene el peso corporal dentro de un rango relativamente estrecho».4
Para mejorar nuestra salud y nuestra forma física a largo plazo debemos bajar ese «rango relativamente estrecho» en el que opera nuestro «sistema biológico preciso y potente», tal y como dice Friedman. Para ello, debemos saber qué hace que el peso de referencia suba y también cómo bajarlo.