Los humanos somos magníficos contadores de cuentos. Gracias a las narraciones solemos comunicar nuestra sabiduría y nuestros conocimientos. Nos gusta que nuestras narraciones tengan diferentes estructuras, con comienzos y finales claros, y nos suele gustar que las cosas ocurran por razones concretas que podamos disponer en una secuencia. Estas consideraciones también serían válidas para una historia sobre nosotros mismos. Si seguimos la historia de la humanidad, nos solemos preguntar de forma natural cuándo comenzó y qué nos hace únicos. A menudo buscamos respuestas que nos definan cualidades como el lenguaje, la imitación, la capacidad para planificar, el alma humana o la creatividad. Pero a lo largo de este libro, cuando hemos estudiado el origen de las transformaciones de lo viviente, no hemos encontrado puntos de partida claros ni esencias que lo definan. No hay ningún inicio obvio ni cualidades únicas que expliquen la evolución ni el desarrollo ni el aprendizaje, sino que surgen mediante una colección de ingredientes que se reúnen e interaccionan entre sí. En vez de puntos de partida claros, hemos encontrado bucles e interacciones.
Lo mismo le ocurre al cambio cultural: nuestro panorama actual no se puede rastrear para llegar a una causa última, sino que depende de una receta con muchos ingredientes en constante interacción. En vez de una fecha concreta de inicio o de una esencia que lo defina, el origen de la cultura humana se encuentra en la manera en que surgen y se reúnen sus distintos componentes. Echemos un vistazo a la procedencia de cada uno de los principios que hay detrás de las transformaciones culturales.
La variabilidad de los humanos surge de las diferencias al nacer y al educarnos. El cerebro con el que nacemos está influido por los genes que heredamos y por la manera en que modifican nuestro desarrollo en el útero. Después de nacer se adquieren más características individuales a medida que nos encontramos en distintas situaciones y aprendemos de ellas. Mediante estos encuentros, nuestro cerebro se va construyendo sobre expectativas y discrepancias, lo que nos convierte en individuos con una determinada manera de ver y hacer las cosas. La variabilidad que permite el cambio cultural en las poblaciones humanas se puede seguir hasta la naturaleza del cerebro y de sus interacciones, lo que a su vez es reflejo de la interacción entre la evolución, el desarrollo y el aprendizaje.
Lo mismo vale para la persistencia cultural. La transmisión del conocimiento y la experiencia de una persona a otra depende de nuestra capacidad para comunicarnos. Esta habilidad, a su vez, se fundamenta en el desarrollo y el aprendizaje de cada uno de nosotros. El cerebro nos permite aprender idiomas, ademanes y acciones, y de esta forma establecer una comunicación eficaz con los demás. También podemos aprender a fabricar herramientas u otros utensilios duraderos, y ayudar a transmitir el conocimiento entre las personas. La persistencia cultural está anclada en el modo en el que nuestro cerebro evolucionó, se desarrolla y aprende, lo que nos permite comunicarnos satisfactoriamente y con consecuencias duraderas.
Nuestra capacidad de comunicación también desempeña una función esencial en el refuerzo cultural. Gracias a ella, determinadas ideas y logros se diseminan por una población. Pero lo que se disemina también depende de lo que valoramos: nacemos con unos valores determinados, impregnados en las conexiones neurales de nuestro cerebro, que están enraizados en nuestro pasado evolutivo. Nuestros deseos básicos de comodidad, de comida y de pareja surgen porque tienden a promover la supervivencia y la reproducción. Gracias al aprendizaje, estos y otros valores innatos se elaboran y amplifican de distintas maneras. Podemos llegar a valorar el dinero, la fama, el conocimiento o un cuadro bonito, pero cualesquiera que sean los valores que adquiramos, están enraizados en nuestra herencia biológica y luego modificados mediante el aprendizaje. Al igual que con los principios anteriores, el refuerzo cultural está asentado en la evolución, en el desarrollo y en el aprendizaje.
Los principios de la competencia y la cooperación culturales tienen raíces biológicas similares. Al haber evolucionado como animales sociales, los humanos están dotados de un equilibrio sutil entre impulsos competitivos y cooperativos. Nuestra naturaleza competitiva es el resultado de la necesidad de favorecer nuestra propia supervivencia y reproducción. Al competir por la comida, por la comodidad o por la atención, incrementaremos la probabilidad de sobrevivir y de dejar descendencia. La cooperación dentro de un grupo social también es importante, por lo que nos podemos beneficiar de la asistencia mutua: si cooperamos con nuestro compañero, veremos incrementadas las opciones de supervivencia y de prosperidad de nuestros hijos. La competencia y la cooperación interaccionan de todas las maneras posibles durante el cambio cultural, pero siempre estarán enraizadas en nuestro pasado biológico.
Lo mismo vale para el principio de la riqueza combinatoria: el cerebro está estructurado para operar de un modo combinatorio para integrar la información que llega de muchos impulsos. En el caso de los humanos, estos impulsos incluirían información procedente de otras personas, de lo que dicen y de lo que hacen. Como nuestras redes neurales se pasan información unas a otras, estos impulsos sociales refuerzan algunas conexiones neurales mientras debilitan a otras. Gracias a este proceso, el cerebro se modifica, lo que nos permite beneficiarnos de los logros de los demás y llegar a nuevas combinaciones en forma de lenguaje, utensilios o ideas. El inmenso espacio cultural por el que transita la especie humana está arraigado en el modo combinatorio con el que nuestro cerebro se desarrolla, funciona e interacciona.
Finalmente, el principio de la recurrencia también está asentado en nuestras características biológicas. Desde un punto de vista evolutivo, no es rentable estar satisfecho, sino que sería mejor buscar continuamente acciones que incrementen la probabilidad de supervivencia y reproducción. Como en muchos otros animales, nuestro cerebro está estructurado para buscar la mejor manera de actuar entre las opciones disponibles. Aunque mejoren las condiciones, la complacencia nunca conviene: se podrían desaprovechar oportunidades y correr el riesgo de que a otros les vaya mejor que a nosotros. En un conjunto determinado de opciones, tendemos a buscar la que concuerda mejor con nuestros valores: la mejor comida, la mejor pareja, el mejor utensilio, la mejor manera de comunicarse, el mejor modo de sortear problemas o la mejor explicación.1 Las opciones disponibles y lo que valoramos pueden cambiar con el tiempo, pero no nuestra búsqueda de lo mejor. Incluso un monje de clausura puede buscar el mejor lugar para meditar o el mejor modo de vida. Una falta de interés por buscar lo mejor, sin preocuparse de lo que suceda, se considera una enfermedad, un signo de desconexión o de depresión.
Tal y como vimos con el aprendizaje DT (capítulo 7), aprendemos de una manera relacional, siempre ajustando nuestras expectativas al aprender de las discrepancias, por lo que a medida que algunas opciones o valores se fortalecen y afianzan, aparecen otros nuevos que conducen a nuevas rondas de refuerzo y competencia. Este desplazamiento continuo de las expectativas y de los valores es lo que mantiene la cultura en constante movimiento. Si alcanzásemos un punto en el que todo el mundo estuviera completamente satisfecho, entonces sería probable que se detuviera la cultura. Pero esto es muy poco probable porque tenemos una tendencia natural a estar cada vez más insatisfechos con algunos aspectos de la vida: nuestro cerebro busca continuamente discrepancias y las acciones que ayudarán a resolverlas. Además, si apareciese un reducto estancado de cultura humana, sería vulnerable a una invasión de un grupo competidor de personas menos satisfechas que buscan nuevos territorios o recursos. El principio de recurrencia, el contexto siempre cambiante del espacio cultural, está fundamentado en nuestra biología, en ese impulso continuo que nos lleva a encontrar la mejor manera de actuar entre las opciones disponibles.
Todos los ingredientes para el cambio cultural están fundamentados en nuestro pasado biológico y nos los encontraremos en otros animales sociales, desde las termitas a los perros. Pero con la evolución del Homo sapiens, los ingredientes se juntaron e interaccionaron con una fuerza particular. Nuestra capacidad para aprender, comunicarnos e interaccionar es mucho mayor que la de cualquier otro ser vivo. Un termitero constituye un esfuerzo colectivo magnífico, pero su forma básica solo cambiaría a escala evolutiva mediante las alteraciones en las reacciones instintivas de sus constructores. En cambio, nuestras casas y ciudades son muy diferentes de las moradas de nuestros ancestros, hace 10.000 años. No se debe a que haya cambiado algún gen, sino a las transformaciones culturales que surgen de nuestra capacidad para aprender, comunicarnos e interaccionar. A medida que avanza nuestro periplo cultural, nuestros progresos también han servido de realimentación para mejorar los diferentes ingredientes en los que se basan. El desarrollo de medios de comunicación y de transporte más eficaces, por ejemplo, impulsó la variabilidad de la población, la persistencia, el refuerzo, la competencia, la cooperación y la riqueza combinatoria, además de catalizar nuestro movimiento recurrente por el espacio cultural.
Hemos visto que la evolución, el desarrollo y el aprendizaje son tres ejemplos de la receta creativa para la vida que se enmarcan unos a otros. Los tres procesos tienen una forma parecida y también están conectados por la historia, de manera que el desarrollo se engasta en la evolución y el aprendizaje en ambos procesos. Ahora podemos ver el cambio cultural como un cuarto ejemplo de la receta enmarcado por sus predecesores. No solo se parece a las otras transformaciones al tener una receta creativa común, sino que está engastado en ellas.
Pero démosle una vuelta de tuerca más a la historia. Nuestros conocimientos sobre evolución, desarrollo y aprendizaje son producto de la cultura. Las teorías de Darwin o de Turing son resultado de nuestra herencia cultural durante siglos. Nuestro cuarto ejemplo de la receta es especial por algo muy concreto: la cultura humana no solo está enmarcada por los otros tres procesos, sino que gracias a ella conseguimos verlos a todos. Enmarca y está enmarcado por todos ellos. Sería como si Simbad, al contar su historia a los invitados, comenzase a leer en voz alta el libro Las mil y una noches que contiene su propia historia.
La cultura como sistema de encuadre no solo se aplica a la biología, sino a toda la ciencia. Las teorías de Newton y de Einstein son también un producto cultural, como las de Darwin o Turing. ¿Cómo podemos compaginar este doble aspecto de la cultura? ¿Qué debemos considerar que es más importante, el marco de la cultura para la ciencia, o el marco de la ciencia para la cultura? Para responder esta pregunta, quiero estudiar de dónde vienen algunas de nuestras ideas más básicas sobre el mundo.
Solemos decir que el espacio tiene tres dimensiones, que contiene objetos materiales con longitud, anchura y profundidad. Podemos imaginar objetos que tengan menos dimensiones, pero no tendrían una existencia material: un objeto bidimensional sería infinitamente delgado y, por lo tanto, insustancial. Pero no es tan fácil pensar en objetos que tengan más de tres dimensiones. No nos resulta fácil imaginar objetos cuatridimensionales.2 ¿Esta limitación es una característica de nuestra perspectiva o del mundo físico que nos rodea?
Miremos en primer lugar las diferentes maneras que usamos para evaluar los objetos. Cuando tenemos una manzana en la mano, podemos apreciar muchos de sus aspectos, como el color, el olor y la forma. Si se apaga la luz, dejaremos de verla, pero su aroma y la forma seguirían resultando evidentes a los sentidos del olfato y del tacto. Diríamos que la manzana todavía está ahí, pero que no podemos verla. De igual forma, si ya no pudiéramos oler la manzana por alguna razón, no diríamos que la manzana se esfumó porque seguiríamos viéndola y sintiéndola. Sin embargo, la situación es muy diferente si imaginamos que la manzana ya no resiste la prensión: si viéramos que los dedos la atraviesan cuando intentamos agarrarla, entonces concluiríamos que se habría convertido en un fantasma y que en realidad ya no existe. El modo en el que entramos en contacto con una manzana y la sentimos parece ser algo intrínseco a ella, mientras que los atributos como el aspecto visual y el olor son más circunstanciales.
Desde un punto de vista biológico, que atribuyamos más importancia a unos aspectos de los objetos que a otros está relacionado con lo que más importa para nuestra supervivencia y reproducción. Lo más importante para nosotros es el tipo de contactos que establecemos con los objetos que nos rodean. Comemos en contacto con la comida, nos reproducimos en contacto con otros humanos semejantes, y prolongamos nuestra vida al evitar el contacto con las cosas que podrían matarnos. El sentido del tacto nos proporciona el acceso más inmediato al contacto. Cuando tocamos algo, sentimos que es real porque el contacto nos causará un daño real o será bueno. Los sentidos como la vista son más indirectos, ya que no podemos comer ni reproducirnos con la vista; esta es solo importante en la medida en que nos ayuda a favorecer o evitar determinados contactos. La vista nos ayudará a entrar en contacto con la comida o con la pareja, y a evitarlo si se trata depredador. Tendemos a pensar que el tacto es el arbitro principal de la realidad, un juez de lo realmente importante, mientras la vista tiene una importancia secundaria. Si viviéramos como las plantas sería de otro modo, porque la exposición a la luz tendría consecuencias muy directas para la supervivencia, ya que dependeríamos de ella directamente para alimentarnos mediante la fotosíntesis; las cualidades visuales parecerían por tanto más fundamentales.
Algunos aspectos de la vista, como la forma de un objeto, están muy correlacionados con el tacto: podemos ver y sentir que una manzana es esférica. Estos aspectos compartidos contribuyen a nuestra visión tridimensional de los objetos. La vista y el tacto colaboran diciéndonos que no necesitamos más que tres dimensiones para describir la extensión de un objeto. Los aspectos visuales que no se correlacionan con el tacto no forman parte de esta descripción. El color de una manzana no es directamente relevante para lo que se siente, por lo que nuestras tres dimensiones son incoloras (y son inodoras y silenciosas por motivos parecidos).
Una buena manera de transmitir cuatro dimensiones es incorporar una cualidad adicional en el modo en el que experimentamos los contactos. Voy a utilizar el color como ejemplo. Empezaré por presentar el mundo del arcoíris. Se trata de un mundo como el nuestro, salvo que cada objeto tiene un único color (estrictamente hablando, un intervalo de color), que se encuentra en algún tramo del espectro visible. Algunos objetos son rojos, otros amarillos, etc. La peculiaridad más extraña del mundo del arcoíris es que los objetos solo chocan entre sí cuando tienen el mismo color. Por lo tanto, una persona roja puede chocarse con una mesa roja, pero puede atravesar una de color naranja. Mediante el tacto, la persona roja siente solo cosas rojas, aun cuando pueda ver objetos de otros colores. Esto ocurrirá tanto si la luz está encendida como apagada: una persona roja seguirá chocándose con una mesa roja en la oscuridad aunque no sea capaz de ver que era roja. Una característica más del mundo del arcoíris es que los humanos y otros animales pueden cambiar de color. Si una persona roja quiere dejar de tropezar con una mesa roja, pueden decidir que la rodeará o que la atravesará cambiando su propio color a naranja.
Si hubiésemos evolucionado en el mundo del arcoíris, podríamos pensar de forma natural que los objetos tienen cuatro dimensiones: las tres dimensiones espaciales y la cuarta del color. Estaríamos acostumbrados a los desplazamientos por el espacio y por los colores para encontrar comida y pareja. Para comer una manzana, no solo necesitaríamos movernos hacia ella, sino también cambiar nuestro color para que coincidiéramos, y si quisiésemos evitar a un depredador, tendríamos las opciones de cambiar de color o salir corriendo. Por supuesto, el depredador podría a su vez cambiar de color para coincidir con el nuestro, con lo que nos perseguiría en la dimensión del color igual que nos podría perseguir por el espacio. El cerebro sería un experto pensador cuatridimensional.
Podríamos pensar que el color actúa aquí más bien como el tiempo, al igual que algunas veces tratamos el tiempo como una dimensión más. Pero el tiempo es diferente porque no podemos alterarlo con nuestros propios esfuerzos y sentir las consecuencias. Por supuesto, podemos retroceder en el tiempo con los recuerdos, pero cuando lo hacemos, no chocamos con los objetos que recordamos: si sabemos que alguien se sentó en donde estamos sentados ahora, el recuerdo de ese suceso no nos hace chocar con dicha persona. En cambio, el mundo del arcoíris es genuinamente cuatridimensional porque podemos cambiar el color y sentir las consecuencias, tal y como podemos cambiar nuestra posición espacial para provocar o evitar un contacto.
Ejemplos como el mundo del arcoíris indican que la incapacidad para pensar en cuatro dimensiones no se debe a una limitación intrínseca del cerebro, sino al modo en el que interaccionamos con el mundo que nos rodea. Si nuestro mundo funcionase de acuerdo a las reglas del mundo del arcoíris, entonces habríamos evolucionado, desarrollado y aprendido a pensar en cuatro dimensiones en vez de en tres. Por supuesto, no vivimos en el mundo del arcoíris porque los objetos con colores diferentes no tienen la costumbre de atravesarse unos a otros. Vivimos en un mundo en el que nuestro patrón de contactos puede ser explicado con tres dimensiones. El origen de nuestro punto de vista no se encuentra simplemente en nuestro cerebro ni en el mundo que nos rodea, sino en el mundo con el que interaccionamos.
Vamos a llegar a la misma conclusión de otra manera. La teoría de la gravedad de Newton tiene algunas limitaciones. Como advirtió Einstein, la teoría comienza a fallar cuando los cuerpos se acercan a la velocidad de la luz y no consigue explicar correctamente el efecto de la gravedad sobre la propia luz.3 Einstein trató estos problemas con sus teorías especial y general de la relatividad, que desafían algunas de nuestras suposiciones más preciadas sobre el espacio y el tiempo. Lo normal es que pensemos que el espacio y el tiempo son independientes entre sí, de manera que el tiempo pasa del mismo modo con independencia de lo rápido que nos movamos por el espacio. De acuerdo con la relatividad especial, el tiempo y el espacio están íntimamente conectados por lo que el tiempo transcurrirá de un modo distinto en los objetos que se están moviendo unos respecto a otros. Esto solo se consigue percibir cuando los objetos se acercan a la velocidad de la luz, por lo que en nuestra escala normal de existencia podemos ignorar dichos efectos relativistas. De igual forma, los efectos de la gravedad sobre la luz, como se describe mediante la relatividad general, se hacen más evidentes cuando las masas son muy grandes, como en un agujero negro donde la gravedad es tan fuerte que la luz no se puede escapar.
La relatividad y su concepto de espacio y tiempo nos resultan más abstractos y difíciles de entender que la teoría de Newton, lo que se debe a la manera en la que interaccionamos con el mundo y no a ninguna capacidad de abstracción inherente. Nuestro cerebro está organizado para hacer frente a los objetos que nos rodean, que no suelen acercarse a la velocidad de la luz cuando se mueven respecto a nosotros (la luz viaja a aproximadamente mil millones de kilómetros por hora) y, por lo tanto, los percibimos en una muy buena aproximación como si el espacio y el tiempo fueran independientes. Pero esto no funcionaría si trabajáramos de forma habitual a una escala diferente. Como escribe el astrónomo Martin Rees, «una inteligencia que pudiera transitar rápidamente por el universo —constreñida por las leyes físicas básicas, pero no por la tecnología actual— ampliaría sus intuiciones sobre el espacio y el tiempo para que incorporasen las consecuencias peculiares y aparentemente extravagantes de la relatividad».4 A esa inteligencia que habitaría en una escala muy superior a la nuestra, la teoría de la relatividad le resultaría más sencilla que nuestra percepción de independencia del espacio y del tiempo.
Necesitaremos una gimnasia imaginativa similar para el mundo de lo minúsculo. La materia está compuesta por muchísimos átomos. Solemos pensar que los átomos son como los objetos cotidianos, salvo que son extremadamente pequeños, como pelotas de ping-pong pequeñísimas. Sin embargo, esta visión fue derrocada por los descubrimientos de la mecánica cuántica: a escala atómica y de las partículas que la forman, como los electrones, ya no valen las suposiciones sobre los objetos cotidianos. No podemos, por ejemplo, saber exactamente dónde está un electrón si también queremos saber lo rápido que se mueve, simplemente porque resulta imposible detener un electrón en su camino y decir «aquí está». Cuanto más seguros estemos de la posición del electrón, más inseguros estaremos de lo rápido que se mueve. Comenzaremos a hablar en términos de probabilidad en vez de certeza, y la materia adquiere un aspecto entre difuso y borroso. La borrosidad disminuye a medida que se incrementa la masa del objeto, por lo que en el momento en que obtenemos objetos visibles, como las manzanas, compuestos por una cantidad ingente de átomos, el grado de incertidumbre se vuelve insignificante. Podemos apuntar a una manzana que reposa en un lugar concreto de una mesa porque el nivel de incertidumbre para algo con la masa de una manzana es tan diminuto que resulta imperceptible. Los efectos cuánticos siguen existiendo en la manzana, pero serán despreciables a menos que ampliemos la escala hasta la de los átomos que la forman. Al igual que nuestros conceptos de espacio y tiempo se desmontaban debido a los efectos relativistas cuando la velocidad o la masa se vuelven enormes, nuestro concepto habitual de los objetos y de la materia se desmorona por los efectos cuánticos cuando nos adentramos en la escala atómica.
Esto no significa que haya tres tipos fundamentales de realidad física, cada uno para las escalas pequeña, mediana y grande, sino que es una consecuencia del modo en el que normalmente interaccionamos con el mundo. Como humanos, adquirimos conceptos que nos permiten ocuparnos de los objetos que podemos ver y tocar con facilidad, como las manzanas o las montañas. Nuestro concepto de objetos con una posición definida en el espacio y en el tiempo es un marco de referencia extremadamente eficaz para hacer frente al mundo a esta escala. Sin embargo, los conceptos cotidianos empiezan a resultarnos menos apropiados cuando nos movemos a escalas muy alejadas de nuestra norma, tanto por grande como por pequeña. Para manejarnos con estas escalas, necesitaremos expandir nuestros conceptos de siempre, a menudo de un modo que nos resultará incómodo o desconcertante. Como nuestras ideas se basan en las interacciones con el mundo a una escala concreta, nos veremos forzados a pensar de un modo que parece más abstracto a medida que intentamos abarcar escalas más amplias.
Los ejemplos como el mundo del arcoíris, la relatividad y la mecánica cuántica resaltan lo que muchos filósofos ya habían apuntado:5 no podemos acceder directamente a nuestro mundo, sino que siempre nos veremos forzados a mirarlo a través de marcos de referencia concretos que no son arbitrarios, sino que proceden del mundo y de nuestra interacción con él. La idea de espacio tridimensional tiene que ver con el modo en que interaccionamos con el mundo concreto en el que nos encontramos, de manera que si fuera diferente, también lo contemplaríamos de un modo distinto. Las teorías de la relatividad y de la mecánica cuántica también constituyen marcos de referencia para estudiar el mundo, y nos revelan que no es tan sencillo como nuestras interacciones cotidianas con él podrían hacernos pensar. No obstante, estos marcos de referencia se basan en nuestra interacción con el mundo, porque los científicos idearon estas teorías mediante la experimentación y la observación. No podemos separar con nitidez nuestra visión del mundo físico y el modo en el que interaccionamos con él.
Lo mismo valdrá para nuestras explicaciones científicas de la evolución, del desarrollo y del aprendizaje. No podemos describir estos procesos si no es mediante los marcos de referencia culturales que se basan en ellos. Esto no significa que nuestros puntos de vista científicos sean arbitrarios, sino que son el reflejo de la estructura del mundo y de nuestras interacciones con él. La relación entre nuestros cuatro ejemplos de la receta creativa para la vida no es una simple cadena unidireccional desde la ciencia a la cultura, o desde la cultura a la ciencia, sino que implica una interacción bidireccional entre nuestros puntos de vista y los procesos que los originaron.
Cézanne era un hombre obsesionado, y algunas de sus obsesiones eran más bien desafortunadas. Le aterrorizaba que lo tocaran, como comprobó Émile Bernard cuando un día cometió el error de intentar ayudarlo después de que se cayera.6 Pero su obsesión con las manzanas es algo a lo que le estaremos eternamente agradecidos: pintó más de 30 bodegones con manzanas (véase la figura 83, lámina 14, por ejemplo). De acuerdo con el crítico Gustave Geffroy, Cézanne proclamó «Asombraré a París con una manzana».7 Su objetivo no era simplemente copiar manzanas, sino utilizar estos humildes objetos para explorar las relaciones con el color, la tonalidad y la forma. «Pintar la naturaleza», se le atribuye que dijo, «es dejar libre la esencia del modelo. La pintura no significa la copia sumisa de un objeto. El artista debe percibir y capturar la armonía existente en medio de otras muchas relaciones.»8 Cada artista capturará estas armonías y relaciones a su modo. Basta con comparar la pintura de Cézanne con la manera en la que Renoir trató un objeto parecido (figura 84, lámina 15), hecha más o menos en la misma época. Las manzanas de Renoir parecen más suaves que las de Cézanne y carecen de su intensa calidad escultural, porque las vio y las pintó a su manera.
FIGURA 83. Bodegón con membrillo, manzanas y peras, Paul Cézanne, hacia 1885-1887. Véase la lámina 14.
Los científicos también retratan las manzanas de varias maneras. Las manzanas de la física se presentan en diferentes variedades. Está la manzana de Newton, que cae de acuerdo con la ley de la gravedad, y la versión relativista de Einstein impregnada del espacio-tiempo. También está la manzana de la mecánica cuántica, que comprende muchas partículas que se comportan de una manera extravagante y difusa cuando las miramos de cerca. Luego están las distintas manzanas que surgen de la receta creativa para la vida: la manzana que se ha perfeccionado durante muchas generaciones de selección natural, el manzano que se desarrolla a partir de una pequeña pepita, y la manzana que aprendemos a apreciar a través de nuestros marcos de referencia neurales.
FIGURA 84. Manzanas y peras, Pierre-Auguste Renoir, hacia 1885-1887. Véase la lámina 15.
Todas estas manzanas están conectadas entre sí. La manzana evolutiva se fundamenta en la física: los organismos y su entorno están hechos de materia sujeta a la leyes físicas. La manzana en desarrollo está arraigada en la evolución porque, gracias a la historia del éxito reproductor diferencial, las pepitas consiguen desarrollarse en manzanos. La manzana que vemos se basa también en todos estos predecesores al igual que nuestra interpretación surge del modo en que nuestro cerebro evolucionó, se desarrolla y aprende. Finalmente, tenemos la manzana de Cézanne, un producto de la cultura impregnada de las otras.
Pero las conexiones también se establecen en la dirección opuesta, desde la manzana cultural hacia las otras. Nuestra cultura, que incluye nuestra perspectiva científica, proporciona el marco de referencia a través del cual vemos el mundo. Esto significa que no podemos fundamentar nuestra visión del mundo simplemente en la física, porque tan pronto como describimos el mundo físico, lo estaremos haciendo a través de un marco de referencia cultural concreto. Ni tampoco podemos cimentar nuestra visión del mundo meramente en la cultura, porque nuestros puntos de vista no flotan aislados, sino que están impregnados del modo en el que evolucionamos, nos desarrollamos y aprendemos. En vez de un argumento lineal con un comienzo simple, tenemos una interacción bidireccional cuyos marcos de referencia enmarcan y se enmarcan mutuamente. Puede parecer poco satisfactorio el que no seamos capaces de identificar un punto de partida absoluto, pero quizá se deba a la otra peculiaridad de nuestra herencia cultural: nos gusta que las historias tengan un comienzo, un nudo y un desenlace. Pero este no es el modo en que se estructura el mundo ni nuestro lugar dentro de él.
La interdependencia entre los marcos de referencia y lo que enmarcan no comenzó con los humanos: hemos de pensar que cada microorganismo constituye un marco de referencia que captura las relaciones con su entorno. El alga unicelular Chlamydomonas tiene proteínas Rubisco que encajan con la forma de las moléculas de dióxido de carbono, lo que les permite fijar carbono. También tiene flagelos de tipo látigo y una capacidad de respuesta que le permite nadar hacia la luz. Estas adaptaciones permiten que el microorganismo esté preparado para determinados aspectos de su mundo. Esta preparación se produjo gracias a una interacción bidireccional continua entre el organismo y el entorno. Los organismos enmarcan su entorno de maneras concretas, y el entorno entonces sirve de realimentación para seleccionar los marcos de referencia que se verán favorecidos por la selección natural. El periplo de las poblaciones por el espacio genético está íntimamente conectado con el entorno que las rodea. Gracias a este proceso, cada especie ha evolucionado con su propio y profuso grupo de peculiaridades, que constituye un modo peculiar de capturar las relaciones con su entorno, del mismo modo que cada artista tiene su propia perspectiva del mundo. Este emparejamiento entre el organismo y el entorno, entre el marco de referencia y lo enmarcado, surge gracias a la evolución, que fue nuestro primer ejemplo de la receta creativa para la vida.
Los otros marcos de referencia aparecen cuando la evolución da vida al desarrollo, la segunda versión de la receta creativa para la vida. A medida que los organismos pluricelulares evolucionaron, consiguieron capturar aspectos de su entorno cada vez más complejos. El sargazo vejigoso captura el movimiento del mar, la gravedad y el modo en el que incide la luz al crecer de una forma particular con distintos tipos celulares: ordena el mundo ordenándose a sí mismo. Los organismos capturan las relaciones espaciales del mismo modo que capturan los patrones temporales. La maleza florece según la duración del día, la hoja de la Venus atrapamoscas se cierra cuando un insecto deambula por ella, y una babosa de mar acaba por ignorar que se le está tocando continuamente. Los periplos de los embriones por el espacio del desarrollo, engendrado por la evolución, están conectados íntimamente con su entorno. Cada planta y animal pluricelulares proporcionan un retrato determinado del mundo que ha surgido mediante la evolución y el desarrollo.
Las respuestas al entorno se han vuelto particularmente elaboradas en los animales, y alteran constantemente lo que estos experimentan mediante sus propios movimientos. Muchos de estos organismos desarrollan un sistema nervioso y un cerebro que les permite aprender a través de la secuencia de acontecimientos que se van encontrando. Son capaces de predecir lo que es probable que les recompense o les castigue, y luego modificar su acción en consecuencia. Aprenden a calibrar sus acciones frente a sus efectos y a manejarse con más eficacia en el mundo que les rodea. Con la exploración y el sondeo del mundo, se anclan a sí mismos en él, enmarcándose al mismo tiempo a sí mismos y a su entorno. Como están continuamente resolviendo discrepancias y construyendo sobre las mismas, verán el mundo bajo una nueva perspectiva, y hallarán nuevos marcos de referencia que capturarán lo que les rodea. El aprendizaje representa otro modo de dividir el mundo a través de marcos de referencia neurales que se modifican según la experiencia.
La interdependencia entre el marco de referencia y lo enmarcado no es única de la cultura, sino que se encuentra en todos los casos de la receta creativa para la vida. La evolución, el desarrollo y el aprendizaje conducen a una organización de la materia, el organismo, que capta las relaciones con la materia de su entorno (incluidos otros organismos). Los organismos son materia que se enmarca a sí misma. La receta creativa para la vida proporciona los principios generales mediante los que surge tal autoenmarcación. Se trata de una receta para la autodescripción, una receta mediante la cual el mundo se retrata a sí mismo de distintas maneras. En la sociedad de los humanos, el autorretrato ha alcanzado un nuevo nivel: el modo en el que los organismos conciben su propio origen y su lugar en la naturaleza. Este autorretrato muestra algunas de nuestras propias peculiaridades como seres humanos. Pero el cuadro que aparece no es arbitrario, del mismo modo que un autorretrato de Rembrandt no es una colección arbitraria de pinceladas. Más bien la situación se parece a la litografía de M. C. Escher que muestra a un hombre que mira un cuadro del que forma parte (figura 85). Al igual que el hombre de Escher, nunca podemos salir de nuestro cuadro, pero esto no significa que no podamos contemplarlo e intentar comprender el mundo fascinante del cual somos una parte inseparable.
FIGURA 85. Galería de grabados, M. C. Escher, 1956.