Parecían una formación dispar, pero así se había dispuesto. Había sido imposible dejar a Camila en casa, y eso había obligado a sumar a Eduardo al grupo. Joaquina se había aprestado a salir de compras con Clarita, que necesitaba renovar algunas prendas que ya no le iban; faltaba poco para que cumpliera catorce años y debía desembarazarse del vestuario infantil. La jovencita estaba entusiasmada, el paseo con su madre a solas siempre era bienvenido. Pero la algarabía se derrumbó al notar que el dueto, en un periquete, se transformaba en grupo ampliado.
Camila y Eduardo iban detrás, de la mano de Tomasa, que había sido agregada al grupo como apoyo para Joaquina. La caminata tranquila que había imaginado Clara devino en murga vocinglera. Eduardo, con sus cinco años, era un terremoto ambulante. Cada dos segundos, Tomasa debía reclamarle que volviera a su mano, ya que salía a las corridas en busca de vaya uno a saber qué. Le encantaba pasear por la calle, algo que no sucedía muy a menudo, y cuando tocaba parecía un potrillo descabritado. Tomasa le gritaba, su madre lo llamaba al orden, y Eduardito les regalaba una sonrisa zalamera. Camila, en cambio, iba callada, sabía que debía portarse bien, no fuera que un paso en falso confirmara al resto que no debían sumarla en el futuro. A los siete años cumplidos, ya se sentía grande. Esto era suficiente como para que insistiera en que la dejaran formar parte del mundo de los adultos. Así pensaba ella, apoyada en las consideraciones que le hacía su abuela. Su querida grandmaman le ofrecía un tratamiento privilegiado cada vez que viajaban a Matanza.
—¿Puedo elegir la peineta que quiera, mamita? —preguntó Clara, que ya no aguantaba más a sus hermanitos.
—Pero qué impaciente, m’hijita, todavía tenemos que cruzar la plaza y detenernos en algunos puestos de la Recova. Después de ahí nos vamos a lo de Masculino —respondió doña Joaquina con una sonrisa cómplice. —¿Es que no disfrutas del paseo, Clarita?
La niña se ruborizó y le copió la sonrisa a la madre. Eduardito volvió a hacer una de las suyas, Tomasa rezongó y corrió detrás del bólido. Camila aprovechó la desorganización y en pocos pasos se arrimó a Joaquina y la tomó de la mano. Levantó la vista, la miró con ojos redondos, pestañeó un par de veces y, alegre, su rostro se convirtió en una pura sonrisa.
—¿Y yo, mamita? Tú eliges la mía —afirmó Camila, contenta de participar en la charla de mujeres.
—Tú nada, niña, que no tienes edad —la enfrentó la hermana, echando chispas por los ojos. —¡Mamá, no es justo!
Joaquina quiso interceder pero Clara largó su perorata sobre las inequidades familiares: que la compra era para ella, que Camila era una intrusa, que no le tocaba, que era su turno, que la niña era mala, que la tenía harta, que ella necesitaba su soledad, que la otra era chiquita y caprichosa, y así siguió una infinita lista de acusaciones rimbombantes.
Entre la discusión de las niñas y las escapadas del niño, sin darse cuenta llegaron a la Recova Vieja (1), con sus incontables puestos de venta. Estaba repleta de personas, era el horario de la mañana, en el que se daba el mayor movimiento. Cuando caía la tarde se poblaba de otro tipo de gente en busca de otras actividades más cercanas a lo marginal. Pero los O’Gorman eran una familia decente.
Se detuvieron en una tienda que vendía mantillas de todos los tamaños y colores. Las niñas ahogaron un suspiro y fueron de lleno a las que estaban en exposición. A Camila se le iban las manos, quería tocar esas sedas, esas tramas, pero sabía que podía ligar un grito de su madre, o lo que era peor, del dependiente al cuidado de la mercadería.
—¿Cuál les gusta?
—Mamita, quiero esta.
—¿No será mejor la de encaje?
—¡Mamita, quiero todas!
El dependiente era un afilado encantador de serpientes. Iba directo a las niñas, más fáciles de convencer que la madre. Doña Joaquina revoleaba los ojos.
—Patroncita, me voy a la plaza, Eduardito está terrible. —Sin más, Tomasa arrancó al niño del conciliábulo femenino y se alejaron de la mano.
La oferta a destajo continuaba. Las niñas imploraban a su madre y Joaquina desembolsó lo que hizo falta. Abandonaron la tienda y se encaminaron a la Plaza de la Victoria, donde debían reencontrarse con Tomasa y el niño. Joaquina recorrió el espacio abierto mirando a un lado y al otro pero nada, ni señales de ninguno de los dos. La plaza era un bullicio.
—Se quedan a mi lado, no se muevan de aquí —ordenó Joaquina y las tomó con fuerza de la mano.
Camila y Clara no entendían nada. De pronto su madre estaba inquieta y no sabían por qué. Luego de unos minutos que parecieron horas, se asomó Tomasa detrás de un grupo de muchachos de gesto avieso, y por delante, Eduardito.
—Mujer, casi me infartas, ¿dónde te habías metido? —la increpó Joaquina, descargando los nervios.
—Pero, doña Joaquina, si andaba por aquí mismo. Las vengo viendo a las tres desde hace un rato largo.
—No digas sandeces, Tomasa. Sabes que me asusta que los niños puedan perderse en estas calles.
—¡Si no se iba a perder, que para eso estoy yo, señora! —dijo la criada y lanzó una risotada.
—Mamita, ¿qué pasa? —consultó Camila, preocupada. No le gustaba ver a su madre en ese estado.
Joaquina miró a su pequeña hija. Tan chiquita y tan despierta, de dónde habría sacado ese ímpetu, se preguntaba. Pero no eran asuntos que debía contarle a su niña, para qué contarle lo que sucedía en Buenos Aires, en las calles, entre esa muchachada amenazante que avanzaban desde la nada, hombres de ojos filosos y ansia asesina. Eso había escuchado por ahí, en casa de su madre, de boca de sus hermanos. La Mazorca le decían. Y si bien eran de familia federal, no se sabía hasta dónde estarían protegidos.
—¿Vamos a ver las peinetas, mis queridas? —ensayó Joaquina, con voz templada, intentando retomar la calma.
El grupo se dirigió hacia la calle Universidad (2) atravesando la plaza, donde el señor Manuel Masculino tenía uno de sus talleres. El caballero castellano había aprendido de muy joven la técnica que años más tarde, en el Río de la Plata, lo haría famoso. A raíz de las explosiones que hacían estallar los cristales de los tragaluces de los barcos de guerra, se había recurrido a otros materiales que resistieran el embate y pudieran filtrar la luz. Las astas de vaca, adelgazadas, estiradas y pulidas, habían sido las indicadas. Masculino había aprendido y dominado esa técnica, y la había combinado con su habilidad para el dibujo. Con suma destreza produjo cajas, peines, petacas y una buena cantidad de objetos que comercializó. Se estableció primero en Montevideo y luego en Buenos Aires, donde sus productos eran cada vez más requeridos.
Cruzaron a la calle Victoria (3), conminados por Joaquina, que prefería evitar los tumultos. Irían más tranquilos por allí. Las niñas estaban ansiosas, ya casi no faltaba nada para llegar, apenas unas pocas cuadras; Eduardo y Tomasa intentaban un paso redoblado con copla incluida, para darle velocidad a la marcha, y Joaquina respiraba profundo. Esas salidas la agotaban. En la esquina con Reconquista (4) se habían amontonado tres o cuatro hombres de cara a un paredón. Los O’Gorman y Tomasa se acercaron y vieron que observaban una papeleta allí sujeta. La hoja estaba encabezada con una imagen de espiga de maíz. Destacaba el título, que decía:
¡Viva la Mazorca!
Al unitario que se detenga a mirarla
Y continuaba:
Aqueste marlo que miras
de rubia chala vestido
en los infiernos ha hundido
a la unitaria facción.
Y así con gran devoción
dirás para tu coleto:
¡Sálvame de aqueste aprieto,
oh, Santa Federación!
Y tendrás cuidado
al tiempo de andar
de ver si este santo
te va por detrás.
A Joaquina casi le da un soponcio. Se puso pálida y perdió el pie. Tomasa, como un rayo, la atajó con un brazo.
—Ay, Tomasa, ¿y ahora qué hacemos? —susurró Joaquina mientras las niñas miraban el panfleto y a su madre sin comprender.
—Nada, mamita —intervino Camila—. Nosotras no somos unitarias, así que no nos pasará nada. ¿No lees ahí lo que dice?
—¡Qué hablas, m’hijita! —respondió Joaquina en un hilo de voz y se agachó para seguir, tomándola del bracito. —¿Qué sabes tú lo que dice en ese papel, si ni siquiera sabes leer todavía?
—Dice que la unitaria facción…
—¡Calla a esta niña, Tomasa, por favor!
Con el gesto, la criada le reclamó a Camila que mejor hiciera silencio. Joaquina se recompuso y con paso vacilante lideró la marcha hacia la tienda de Masculino. Hicieron unos pasos y Camila volvió sobre el tema.
—Mamita, yo sí sé leer. Grandmaman me enseñó —se plantó en plena calle y desde allí volvió a sonreírle a su madre.
Joaquina se paralizó. Ya era demasiado, la salida tranquila se había convertido en una pesadilla sin fin. Miró a Tomasa, que levantó los hombros y abrió los ojos como monedas.
—Entremos a la tienda y terminemos con todo esto, se los ruego.
Joaquina abrió la puerta y esperó a que entrara el último. En un movimiento, se acercó a Camila y le dijo en voz baja:
—Y esto no termina aquí, señorita. En casa hablaremos tú y yo.
La niña asintió e hizo fuerza para evitar las lágrimas. No entendía qué pasaba, si ella se portaba bien, no hacía rabiar a su mamita, no lanzaba berrinches como Eduardito, no le discutía como Clara o Carmen, ella era buena y le gustaba cuando su querida grandmaman sacaba uno de sus libros de la biblioteca y le pedía que se lo leyera en voz alta. En voz muy alta. ¿Qué tenía de malo eso?
Celedonio estaba en su casa por casualidad. Se quedaba pocos días para volver a salir en seguida de recorrida por la provincia. Era uno de los más estrechos comandantes del Gobernador, y se esmeraba en cumplir sus órdenes. Don Alejandro Heredia, apenas asumido, había organizado un equipo de comandantes para que desplegara unas redes de control de los sectores más reacios a sus políticas. El Peludo Gutiérrez era el encargado de Río Chico y más allá.
Habían terminado de almorzar. La mesa larga había convocado a la familia: los abuelos, Celedonio y su esposa, y Ladislao y Zoila. Los jovencitos habían comido en silencio, no así los mayores, que habían mantenido una conversación acalorada. Comentaban que gracias a los cielos se habían sacado a los unitarios de encima, pero que debían tener cuidado porque andaban agazapados como chancho del monte.
—Cuidado, mi querido, no vayas a ligar una bala perdida de esos guanacos.
—Nada de qué preocuparse, Heredia tiene todo controlado y anda en buenas migas con la provincia de Buenos Aires.
—Somos todos aliados, todos federales y a mucha honra.
—¡Viva la Santa Federación!
—¿Podemos retirarnos, tatita? —Zoila pidió permiso, la sobremesa se hacía demasiado larga y ella y su primo habían organizado una cabalgata.
—Usted puede irse, m’hija, pero no sé por qué habla en plural —respondió Celedonio, que sabía bien lo que quería decir la niña. —Ladislao se viene a mi despacho, que tengo un asunto que conversar con él.
Zoila estuvo a punto de abrir la boca para quejarse pero entendió que era mejor guardar silencio. La mirada renegrida de su padre hablaba por sí misma. No era momento de reclamar nada, mejor correr la silla con cuidado, levantarse y volar de allí. Al rato, Celedonio se levantó, rodeó la mesa y llegó al sitio de su sobrino. Le palmeó la espalda y lo invitó a que lo siguiera a su despacho. Ladislao acató sin chistar.
—A ver, jovencito, acomódese pero no tanto, tenemos que hablar de cosas serias —dijo Gutiérrez y le señaló el asiento.
Ladislao se acercó a la silla con paso lento, se sentó y allí quedó, erguido como estaca, con miedo de moverse, no fuera que su tío lo atravesara con una de sus miradas temibles. El hombre ocupó su sitio detrás del escritorio, se apoltronó y se tomó un tiempo en silencio, mientras observaba al joven con detenimiento, como si buscara infundirle temor o encontrar la hendija por donde entrarle.
—Bueno, veamos, ¿en qué anda, Ladislao?
El joven se quedó de una pieza. La pregunta era directa y él no tenía respuesta. ¿De qué hablaba su tío? ¿Andar por dónde? ¿Qué era ese interrogatorio?
—Estábamos por salir a pasear con Zoila. Una linda cabalgata, como nos gusta a nosotros —intentó.
—Sí, claro, pero no ha sucedido. Ya es tiempo de que deje de suceder. Pronto la niña comenzará con los preparativos para convertirla en casadera y esos juegos de niños ya no tienen lugar. Veamos qué hacemos con usted, m’hijo —anunció Celedonio, como quien practica tiro al blanco.
Ladislao pestañeó. Buscaba tiempo para idear alguna respuesta. Pero lo único que encontraba en su cabeza era una especie de bruma que le impedía pensar con claridad.
—Puedo colaborar en la enseñanza de Zoi, tío. Leo y escribo a la perfección, creo que puedo ayudar —intentó Ladislao con escasa ilusión.
—Pero, ¿me está cargando, muchachito? ¿Enseñar qué? La niña se prepara para otra cosa. A mí se me ha ocurrido que usted puede acompañarnos en las recorridas para ver cómo se arma un país, cómo se administra el territorio y cómo se defiende. Fuera de esta casa podrá aprender a ser hombre, porque lo que es aquí, por lo visto, colabora bien poco —sentenció Gutiérrez y lo observó con detenimiento.
—Es que a mí me gusta quedarme en casa —Ladislao se retorció en la silla, inquieto.
—A mí me parece que su abuela, mi madre, no coopera demasiado. Lo tiene mal acostumbrado y me lo está sacando consentido. Eso no está bien, m’hijo. Para hacerse hombre hay que ir a la guerra.
Ladislao tragó con dificultad. Tan solo de pensar en tener que matar a alguien sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Todavía no sabía bien lo que quería, pero eso seguro no estaba entre sus deseos.
—Prefiero trabajar acá, tío Celedonio. A mí me gusta Tucumán, me gusta la casa, Río Chico…
Gutiérrez resopló. Su sobrino le parecía un buen chico, tal vez de naturaleza demasiado bondadosa. Tanto se había esmerado la abuela en que no sufriera la orfandad que lo había convertido en una mascota de la casa. Un hombre debía ser salvaje como un animal que muestra los dientes, siempre en estado de alerta, y no un perro faldero. No quería que el joven sufriera y temía por su futuro, incluso por su presente, que parecía a la deriva. La bonhomía era pésima consejera, y en un hombre, tantísimo peor. Si no, que se fijaran su porte, que por algo le decían el Peludo, y no era solo por lo que llevaba en la cabeza sino por la enjundia que le salía de dentro.
—Jovencito, aquí el que decide soy yo, como usted sabe. Por esta vez puede quedarse en la casa. Pero a mi regreso hablamos —sentenció Celedonio y acomodó un poco los papeles y libros que tenía sobre la mesa. —¿Entiende que todo esto es por su bien, no es cierto?
Ladislao asintió con énfasis y detuvo la vista en un libro pequeño que lideraba una de las pilas. Le llamó la atención la portada con letras doradas.
—¿Qué mira? ¿La Memoria del Alberdi? Pues aquí la tengo, el Gobernador se la encargó pero no la he leído —Celedonio tomó el librito Memoria descriptiva de Tucumán, de Juan Bautista Alberdi, y lo dio vuelta de un lado y del otro.
—¿Lo puedo tomar prestado, tío? Después se lo traigo, nomás —pidió Ladislao, que era amante ferviente de la lectura.
—En realidad, unos colegas me han marcado algo que no les cayó del todo bien y quería fijarme, pero bueno, si quiere, llévelo. Cualquier cosa que no entienda, me consulta.
—¿Qué parte cayó mal?
—No a todos, Ladislao, a algunos. Me parece que no lo han sabido leer, pero qué sé yo de todo eso —y, como al paso, le señaló la página.
Ladislao tomó el libro escrito por Alberdi durante los meses en que había estado de vuelta en su provincia. Pero ya había regresado a Buenos Aires y andaba en otras cosas, empezaba a relacionarse con otros caballeros.
El joven leyó en voz alta lo que le había marcado su tío:
El plebeyo tucumano tiene por lo regular fisonomía atrevida y declarada, ojos relumbrantes, rostro seco y amarillo, pelo negro crespo a veces, osamenta fuerte sin gordura, músculos vigorosos pero de apariencia cenceña, cuerpo flaco, en fin, y huesos muy sólidos. Sin embargo, bajo este aspecto insignificante abriga frecuentemente un alma impetuosa y elevada, un espíritu inquieto y apasionado, propenso siempre a las grandes virtudes o grandes crímenes: rara vez vulgar, o es hombre sublime o peligroso.
—Lo estudio y le digo, tío. Pero me parece que usted anda en lo cierto, tal vez no lo han sabido leer al señor Alberdi —apuró Ladislao.
—Bueno, vaya nomás, m’hijo. No lea tanto y haga más —Celedonio movió los brazos con ímpetu. —Que para lecturas están otros. Aquí ejecutamos, ya le dije.
Y lo despidió impaciente. Lo preocupaba su sobrino, debía mantenerlo bajo su ala si no quería que le saliera quebrado. Ladislao le reclamó la bendición, bajó la vista y escondió la alegría de llevaba de la mano del libro.
—Al fin me has hecho caso, ¡y por primera vez! Me asombras, Encarna —le dijo Rosas a su esposa y acercó un taburete a la cama para estar más cerca.
Encarnación había tenido otro episodio, de los tantos que aquejaban su salud. Su cuerpo se había ido deteriorando de a poco; a veces se cansaba demasiado, perdía la conciencia, ya no era aquella dama rozagante y vital que acompañaba en todo al Gobernador de Buenos Aires. Desde el regreso de Juan Manuel de la campaña al desierto, Encarnación había empezado a perder sus fuerzas. Pero en cuanto le recomendaron que viera a un médico, la señora puso el grito en el cielo. De ninguna manera. ¡Pero quiénes se han creído que son, meterse en mi cuerpo! No han podido inmiscuirse en mi alma, tanto menos podrán con el cuerpo, que solo es mío y de mi Juan Manuel, había aullado. Pero, en la soledad de su despacho, Rosas se afligía, temía que su esposa se le estuviera yendo de a poco. Eso sí, no sería en silencio. Encarnación lo detestaba; decía y hacía siempre de frente y con la cabeza en alto.
—Que esté un poco cansada no significa que esté enferma, Juan Manuel. Reposaré un rato pero, en cuanto me recupere, me tendrás de pie. La cabeza la tengo radiante, y las ganas, otro tanto. Una pizca de somnolencia la tiene cualquiera, ¿no es cierto? —dijo Encarnación haciendo un esfuerzo por sonar alegre y despreocupada. Se le notaba el cansancio, muy a pesar de ella.
—Pero claro que sí, querida. Entonces, te dejo dormir. Corro las cortinas para que no entre la luz —Juan Manuel amagó a levantarse.
—De ninguna manera, te quedas aquí conmigo. Cuéntame tus cosas, mi amor. Has estado demasiado ocupado y no me has llevado el apunte —Encarnación lo reprendió con una sonrisa tenue y le ofreció su mano lánguida.
Rosas la tomó, se la llevó a los labios y la besó una y otra vez. La guardó entre sus manos grandes y le devolvió una sonrisa.
—¿Qué quieres que te cuente? ¿Para qué te voy a traer problemas? Hablemos de nosotros, cuéntame de ti —Juan Manuel quería calmar las batallas internas de su esposa, la conocía bien.
—Prefiero escucharte, tu voz es música para mis oídos. Y tus dichos son alimento para mi alma —murmuró Encarnación, que necesitaba que las palabras de su marido silenciaran sus pensamientos.
—A ver, preciso que te calmes, Encarnación. No debes preocuparte por nada ya. Tenemos a la provincia bien encaminada, el enemigo anda quieto y, si se ofusca, tenemos a la Mazorca, que busca, encuentra y coloca en su lugar a los sediciosos. Has organizado todo a la perfección, mi querida, puedes quedarte tranquila.
—¿Y qué más?
—¿Te parece poco?
—Nada es suficiente.
Juan Manuel sabía bien que su mujer tenía razón, que no podía dormirse en los laureles, que debía andar más alerta que felino en la selva, pero se ocupaba. Y en algunos pocos confiaba. Sin embargo, su confidente, su aliada, su cómplice era y siempre lo sería Encarnación. Ella veía más allá, escuchaba los silencios, encontraba a los traidores sin proponérselo, a pura intuición. Lo había cuidado hasta ese momento más que su propia madre. Lo quería como nadie lo había querido. ¿Se merecía la incondicionalidad de su mujer? A veces se lo preguntaba.
—Como sabes, di la orden para que los jesuitas regresaran al país —Juan Manuel aguardó unos segundos y continuó. —Hace unos meses llegó el primer grupo.
La Compañía de Jesús había sido expulsada de sus dominios por los reyes católicos y disuelta por Clemente XIV, para luego ser restaurada por Pío VII. En 1815, había sido restablecida por Fernando VII pero en 1820 había sido suprimida por las Cortes liberales. Tres años después nuevamente había sido autorizada pero, tras las matanzas de algunos religiosos en 1834, fue disuelta al año siguiente, acusada de complicidad con el carlismo. Alentados por varios, los jesuitas españoles se embarcaron rumbo a América, primero a Buenos Aires. La situación parecía prometedora allí, el gobernador de la provincia les abría las puertas.
—Cuidado, Juan Manuel.
—¿De qué quieres que me cuide?
—No te confíes, me tienen agobiada las deslealtades. Los jesuitas, todo aquel que ostente la religiosidad… Estate atento, Juan Manuel, la Iglesia debe estar controlada, vigilada por nosotros, bajo tu dominio. Manda a los nuestros, que ingresen sin aviso —Encarnación se incorporó un poco, Rosas se le acercó. En un hilo de voz, insistió. —Aplica el terror, querido. Que no te vean venir…
—Pero si la mayoría del clero está con nosotros, tenemos el apoyo de monseñor Medrano…
—Hay que apretar, mi vida. Látigo, Juan Manuel, que te teman. Siempre. Que sientan la subordinación, y para eso debes ostentar firmeza y disciplina. Si no, se te levantan en un santiamén. Si los conoceré, se persignan y en cuanto te descuidas, meten mano donde no les corresponde. Lacras —susurró la señora, pero tomó ínfulas y prosiguió. —Si me permites, me repetiré hasta el cansancio, Juan Manuel mío. A mi ver, y ya te lo he dicho pero vuelvo a lo mismo, te debes retraer de los magnates que no hacen otra cosa que explotarte, para vivir ellos con más comodidad, y solo te muestran amistad porque eres el «Don Preciso». No los necesitas, no los necesitamos.
Rosas se levantó del taburete y, sin siquiera quitarse las botas, se tendió al lado de su mujer. Le importó nada que las mantas se interpusieran entre ambos, pasó su brazo por debajo de la espalda de Encarnación y la cobijó en su pecho. No se dijeron palabra, se apretaron uno contra el otro. La emoción los embargó pero escondieron las lágrimas. Juan Manuel imploraba en silencio que su mujer no lo dejara nunca, que ocurriera un milagro, que la enfermedad se fugara de su cuerpo maltrecho, ese cuerpo que él había venerado, que había visitado hasta hacía un tiempo, el cuerpo del que se había enamorado; su Encarna tan amada, tan bestial y caliente, tan salvaje pero dulce. Con él, solo para él.
Encarnación apretaba la mandíbula, no quería que la congoja le ganara. Si aflojaba los dientes lloraría para siempre, morirían sepultados bajo sus lágrimas, que eran tantas, infinitas. Pero ella había aprendido a no llorar, a guardar las penas, a esconder su debilidad. Los débiles pierden y yo no estoy dispuesta a perder. Juan Manuel, eres la razón de mi vida, mi todo. Nadie merece tanto como tú. Es por eso que he agazapado mis reclamos, las iras y también las tristezas. Nada se le pide al varón, y a mi rey, menos, pensaba Encarnación. Ella sabía que le quedaba poco, que la vida empezaba a esfumársele entre los dedos, a pesar de sus ganas por retenerla. El cuerpo no la acompañaba, aunque ella le gritara como loca que aguantara.
Loca, me señalan, pero nadie más en sus cabales que yo, Encarnación Ezcurra, que si por mí no fuera este país hubiera estallado en mil pedazos… Mi marido y yo, agradezcan, mierdas… Sé todo antes de que pase, entiendo más que nadie, y te perdono multitudes, mi Juan Manuel… Aquella idiotez con la india del cacique, que no fue otra cosa que un desliz, y bien que callé. Y ahora también callo lo que me esconden pero encuentro igual, porque te lo veo en los ojos, mi querido. Nada diré, nada pediré pero oigo sin escuchar los jadeos de mi querida Eugenia Castro, mi criada, mi aprendiz. No expondré mi desesperación, la calmaré sola, como siempre, como debo.
Día y noche, los pensamientos azotaban a Encarnación. Rosas había traído a la casa a la joven María Eugenia Castro, hija de un oficial amigo, que había muerto dejándola huérfana. Se había convertido en su tutor y, de buenas a primeras, la había puesto a cuidar de su esposa. Encarnación la había tomado bajo su ala, le había enseñado a leer y a escribir, y a callar lo que había notado desde el minuto uno. Su marido se había llevado a la cama a la jovencita de trece años. Encarnación no iba a decir nada, iba a callar su desesperación, abrazaría a su marido hasta la muerte.
Sin darse cuenta, perdida en elucubraciones, la señora se quedó dormida en brazos de su marido. Juan Manuel escuchaba la respiración inquieta de Encarnación. Tenía cosas que hacer, el deber lo llamaba. Pero allí se quedó, cuidando a su mujer de la muerte. Se convirtió en el vigía de la vida de su amor.