Como todos los años, desde los primeros días de enero, Camila, su madre, sus hermanos y algunos criados viajaban al campo. Casi como una mudanza, se instalaban en Matanza para pasar el verano. También eran de la partida los tíos y los primos. Era el momento más esperado por todos, en especial por Camila, que en el campo podía hacer lo que le viniera en gana; era tal el gentío que podía pasar desapercibida y ser libre.
La mesa larga, dispuesta en la galería, había quedado casi vacía. Solo permanecían en sus lugares grandmaman, que lideraba el almuerzo, sus hijos y sus nueras. La juventud en pleno se había levantado, como era de prever. Comenzaban los carnavales y aunque no estaban en Buenos Aires, disfrutaban de celebrarlos. En la ciudad, el juego del carnaval se había transformado en un desmadre y el Gobernador había dispuesto que los festejos se realizaran dentro de las casas, a puertas cerradas, para evitar los asaltos y las luchas en las calles. El juego del agua era el favorito de niños y jóvenes, pero con el tiempo se había salido de su cauce: abusaban de las mujeres, se cometían robos menores y otros desatinos propios de salvajes más que de personas civilizadas.
Pero en el campo podían hacer lo que querían. Allí no había nadie que los llamara al orden o los persiguiera a los gritos. Camila y sus cinco hermanos más los tres primos corrían a pierna suelta por el parque. Cada uno se había organizado desde tempranas horas de la mañana para hacerse de su ración de agua. Camila había conminado a Tomasa para que le separara todos los tazones del desayuno, guay de que alguno se los robara, eran solo para ella, además de los cubos con agua, que debían ser escondidos por la madrugada. El operativo empape estaba organizado con antelación y Camila quería ser la primera.
—¿Dónde están mis recipientes? —reclamaba Carlos como un enajenado. En unos meses cumpliría veintidós años pero parecía un crío a la hora de jugar.
Carmen y Clarita se topeteaban durante la corrida, Enrique las perseguía y Camila y Eduardo parecían flechas lanzadas al aire. La niña se levantaba la falda y dejaba los calzones a la vista de todos para tomar velocidad, sin importarle el pudor. Debía escapar de los chicotazos de agua, corría y reía, y nadie la alcanzaba. Tomasa la esperó en la puerta de la cocina, en los fondos, con una enorme vasija desbordante de agua sucia. Habían lavado los cacharros y Camila le había pedido que no la tirara, ella la usaría para el juego.
—¡Dame, dame, Tomasa, rápido! —la urgió Camila; detrás llegó Eduardo, siempre cómplices, ahogando unos gritos. —Ni se te ocurra hacer aspavientos, niño.
Pero en un abrir y cerrar de ojos, Carlos y Enrique aparecieron salidos de no se sabe dónde, y munidos con sus armas aguateras empaparon de pies a cabeza a Camila. Y no contentos con la hazaña, le quitaron la vasija a Tomasa y la dieron vuelta sobre el cuerpecito de la niña, que ya empezaba a tiritar. No era una tarde de frío pero el imprevisto y la mojadura hicieron que Camila temblara como una hoja al viento. Y el llanto no tardó en llegar.
En la galería, la sobremesa se extendía entre charlas y algunas delicias dulces, como budín del cielo y ambrosía, platos maestros de Madame Périchon. Joaquina recordaba aquellos tiempos en los que la celebración del carnaval en los barrios de extramuros se había convertido en una jauría de salvajes a caballo, en la que los jinetes se lanzaban a la carrera unos contra otros, ocasionándose heridas y golpes de temer. Siempre temerosa, agradecía no haber presenciado semejante turba, pero sus hermanos le habían contado; por suerte aquellas cosas ya no sucedían. Tomás, por su parte, trajo a cuento las proezas de la juventud cuando, durante las horas de la siesta, después de las dos de la tarde, él y Adolfito subían a la azotea de la casa y, si alguien aparecía en la calle, además del agua de rigor, le arrojaban huevos de gallina o de avestruz, y si estaban podridos, tanto mejor.
Las carcajadas retumbaron en el campo y Adolfo refrescó la memoria de todos con el recuerdo de las advertencias policiales reclamando moderación, porque algunos arrojadores de huevos los lanzaban cocidos, causando unos chichones brutales, dolores de cabeza y quejas en los pobres alcanzados por los huevazos. Las risas de las señoras musicalizaban la charla familiar.
Pronto volvieron las anécdotas, en especial una que había protagonizado el difunto don Manuel Dorrego, Dios lo tenga en la Gloria, que cuando vivía era un activo partícipe de los carnavales. Se había convertido en centro de versos agresivos en su contra, gritoneados por el loco glotón Tartaz. Pero el Loco auténtico y sus amigos habían organizado una comida a la que habían invitado al juglar avieso para juzgarlo, en la sobremesa, por los versos pronunciados y sentenciarlo a fusilamiento sin concesiones. La chanza continuó y colocaron al pobre hombre en el banquillo, para luego dispararle balas de fogueo. Entre risotadas, aplaudieron la caída de Tartaz, que entre gritos buscaba la sangre de las heridas que creía haber sufrido. Los O’Gorman se desternillaban de risa con la seguidilla de cuentos de carnaval pero aprobaban, a pies juntillas, la decisión que había tomado el Gobernador de Buenos Aires, cinco años atrás, de que el juego se llevara adelante en la intimidad del hogar. Por algo ellos estaban en el campo, lejos de la ciudad, alejados de los estruendos.
Un lloriqueo desconsolado hizo su avanzada desde atrás, interrumpiendo las risas. Una Camila ensopada de arriba abajo y a los gritos llegaba desde los fondos, con Tomasa persiguiéndola por detrás.
—¡Pero, m’hijita, qué es esta mugre! —la imprecó Joaquina y empujó la silla hacia atrás, espantada.
—¡Mamita, Carlos y Enrique me lastimaron! —sollozó Camila y se dirigió hacia su madre con los brazos extendidos, en busca de su consuelo.
—A ver, deja de gritar, niña. ¿Para qué juegan de manos? Estoy harta de decir siempre lo mismo —bufó Joaquina.
Camila persistía en el llanto desconsolado, Tomasa daba explicaciones y los perpetradores de la escaramuza, a varios pasos de allí, se mofaban de la víctima. Alfonso escrutaba a su esposa para que pusiera orden de una vez, mientras su cuñada negaba con la cabeza y volvía a llenar su vaso con vino carlón. La batahola insistía como tormenta de verano.
—Yo me encargo, déjenme a mí. Tomasa, ve a la cocina y trae más dulces para mis hijos y sus mujeres —Madame Périchon se levantó y le indicó a su nieta que la siguiera. En pocos segundos volvió a reinar la calma en la galería.
Abuela y nieta entraron a la casa, que parecía un páramo. Todos estaban afuera, los O’Gorman comían o jugaban y los criados estaban en sus aposentos. Solo se escuchaba el siseo de la falda de Madame.
—Vamos a mi recámara, petite —dijo, y Camila obedeció sin chistar.
Entraron allí, el lugar favorito de la casa para la niña, al que le permitían pasar mucho menos de lo que hubiera querido. Pero la confusión había ayudado y su padre no se había opuesto esta vez. Madame la miró, frunció el ceño primero, largó una risotada después.
—Pero mírate, Camille, eres un estropajo. Quítate todas las ropas, que están empapadas. Además de ensuciar todo, de seguro te pescarás cualquier peste.
Camila pasó sus manos por las trenzas mojadas y tuvo un escalofrío. Se sentó en el alzapiés de seda carmín, desabrochó sus botinetas y se las quitó junto con las medias de algodón, totalmente anegadas. Su abuela le ofreció un lienzo para que se secara los pies. La niña se paró, amagó a desanudar el lazo del vestido y miró, pudorosa, a Madame.
—Ahora qué esperas, ¡vamos! —la apuró su abuela. —Tengo algo para darte, chèrie. Has pegado un estirón, ¿cuántos años tienes ya?
—En julio cumplo los trece, grandmaman —dijo Camila y se dispuso a sacarse toda la ropa.
—Ah, pero ya te has convertido en una señorita —Anita miró de arriba abajo a su nieta, comprobando que el cuerpo de niña había empezado a quedar atrás.
Camila se ruborizó. Hacía un año que no se desvestía delante de nadie, le daba mucha vergüenza que la vieran con sus nuevas formas redondeadas, que notaran que ya no era la de antes. Ni a Tomasa se lo permitía cuando le preparaba el baño. La sacaba a los gritos, no quería testigos. Su abuela era la primera que la veía en su desnudez. Se puso la camisa que le había separado y suspiró aliviada. Frente a ella se sintió protegida en su intimidad, aunque no era fácil domesticar la marejada de sensaciones extrañas que la dominaban de un tiempo a esta parte.
—¿Cómo me queda, grandmaman? —giró hacia un lado, hacia el otro y le hizo una reverencia.
—Eres una muñequita, Camille —se rio Madame. —Pero ven conmigo, me parece que ya es hora.
Madame Périchon tomó a la niña de la mano y la llevó a la otra punta de la alcoba. Pasaron detrás del biombo y allí, medio escondida, había una pequeña puerta. La señora se quitó un collar que tenía debajo del cuello del vestido, del que pendía una llave, y la insertó en la cerradura. Giró, abrió y del otro lado había una habitación de dimensiones ajustadas, pero perfecta para su cometido. Allí, Madame Périchon tenía su biblioteca confidencial, a la que nadie tenía permitido el ingreso. Camila entró después que su abuela y ahogó un grito. La pared, del piso al techo, estaba cubierta de libros.
—Grandmaman, ¿cómo es que nunca me trajiste aquí? —preguntó y no le daban los ojos para abarcarlo todo.
—Si te vieras, petite, me causas gracia —respondió Madame y le señaló un butacón para que se sentara. —Estos libros son mi tesoro más secreto, no los presto ni los cedo. Pero contigo haré una excepción. Ni siquiera creo que mis hijos estén al tanto de mi biblioteca. Se han ocupado de otros asuntos. Tampoco creo que gusten de leer lo que yo guardo.
Se acercó y con el monóculo en el ojo comenzó a rastrear lo que estaba buscando. Le contó a Camila que una gran cantidad de libros los había heredado de su padre, que habían viajado con ellos desde la isla de Reunión, donde había nacido. «Papan era un gran lector, ma petite». Después la genealogía literaria continuó su curso y ella empezó a agregar volúmenes a la colección. Le contó que su querido Liniers le había regalado varios libros, que algunos eran interesantes y otros para qué recordarlos, Jacques era un poco mojigato, demasiado religioso para mi gusto, y algunas prácticas lo aterraban bastante, pero bien que leía conmigo la colección de cartas de la Marquesa de Sévigné. También había intentado ofrecerle Conducta, de Madame de Genlis, pero se la tiré por la cabeza, esa señora tan aburrida, promotora de una moral que…, en fin, figúrate, chu chu, atacaba el libertinaje; por favor, no era para mí, con sus dichos a otras moradas que en esta entran mejor las ideas provocadoras, los pensamientos inquietantes, ¿no crees, querida?
Camila le prestaba una atención arrobada a su abuela, como si estuviera donándole el secreto de la eternidad. No quería perder palabra de lo que decía, no fuera a ser que no se transformara en una digna heredera de esa espléndida señora.
—Cuando yo muera, Camille, todos mis libros serán tuyos.
—No quiero escuchar eso, grandmaman, usted no morirá nunca.
—Tienes razón, no hablemos de muertos, hablemos de vida, de pasiones, de erotismo.
Madame Périchon levantó los brazos al grito de «eureka». Le brillaron los ojos como si hubiera encontrado un tesoro oculto. Quitó el libro de la estantería y se sentó al lado de su nieta.
—Pues aquí está lo que te quería enseñar. Mira, Camille —y le enseñó el volumen con jactancia. —Podrás leerlo cada vez que vengas al campo, acá encerrada, porque temo las represalias de tu padre.
Y le mostró su edición de Les Liasons Dangereuses (1), de Choderlos de Laclos, que había desembarcado en Buenos Aires con ella, aquella tarde de fines del siglo XVIII.
—Y de paso practicas tu francés, que, por lo visto, ya no lo hablan en tu casa. Una mujer de la sociedad que se precie debe dominar la lengua francesa, chérie —y se lo entregó con cuidado.
Camila tomó el libro con el mismo esmero de su abuela y se lo apoyó en el pecho como si fuera una alhaja. Lo olió y exhaló con entusiasmo. Lo abrió al azar y leyó:
«Señora —le dijo a mi madre al saludarme—, es una joven encantadora; ahora comprendo mejor que nunca el valor de vuestra benevolencia». Al oír esta frase tan expresiva, he sentido un temblor, que no podía sostenerme; encontré un sillón y me senté muy sonrojada y llena de rubor. Apenas me senté, el caballero se puso de rodillas ante mí…
Camila levantó la vista y miró a su abuela, sin poder evitar que los colores tiñeran sus mejillas.
—Hasta que regresen a Buenos Aires, todos los días, a la hora de la siesta, cuando todos duerman, vendrás sigilosa a mi recámara, buscarás la llave en el cajón secreto de mi dressoir, y te encerrarás aquí a practicar tu lectura —dijo Madame a Camila, con la ceja alzada. Notaba que su nieta querida se inquietaba pero le parecía que ya era hora de que iniciase su educación sentimental. Así había comenzado ella, allá lejos y hacía tiempo. Era la hora de Camila.
La niña asintió sin pensar demasiado. Sabía que arriesgaba el pellejo si sus padres la descubrían junto a su abuela, en esas experiencias non sanctas. Había leído unas pocas líneas de ese libro, pero intuía que no era para jovencitas como ella. Estaba asustada, sin embargo el peligro la atraía, quería seguir leyendo aunque le daba miedo todo: que su padre le gritara y su madre se indignara. Le gustaba leer y en la casa le prestaban poca atención. Sus hermanas estaban en otra cosa, los varones, más todavía. La única que la miraba y la tomaba en serio, como si ya fuera una adulta, era su amada grandmaman.
La violencia había llegado a Tucumán y dejaba presentir lo que sucedería de norte a sur del territorio. El 12 de noviembre de 1838, el gobernador de la provincia, general Alejandro Heredia, se dirigía a su casa de campo en Arcadia, acompañado por su hijo. A tres leguas de Tucumán por el camino de San Pablo, en Los Lules, fue asaltado por una partida armada, encabezada por el comandante Gabino Robles, Vicente Neroit, Lucio Casas y Gregorio Uriarte. El Gobernador, que en cierta ocasión había mantenido un intercambio de pareceres encolerizados con el comandante, intuyó al instante qué era lo que pasaba.
—Robles, le doy lo que quiera. Estoy con mi hijo —imploró Heredia.
—Solo quiero su vida —respondió el comandante y le descerrajó un pistoletazo en la cabeza.
Los asesinos se apropiaron del carruaje y dejaron el cuerpo ensangrentado de Heredia, que aún respiraba, junto a su hijo, desesperado. El Gobernador de Tucumán quedó allí tirado durante dos días, mientras las aves de rapiña daban cuenta de su presa, mutilándolo horrendamente. Luego fue trasladado a la capital y enterrado con gran pompa. Heredia había creído, con cierto voluntarismo, en la idea de fusionar a los partidos unitario y federal en su provincia, pero había fracasado. Fue víctima de la conjura unitaria que instaba a la liquidación de seis de las cabezas del federalismo. Todos señalaron a Marco Avellaneda, protegido de Heredia, como su principal instigador. Esta muerte embraveció la furia unitaria contra la dominación de Rosas en el Interior.
La Sala de Representantes nombró al hacendado Bernabé Piedrabuena gobernador de la provincia, en reemplazo del general José María Valladares, que había asumido cinco días antes, sustituyendo a Juan Bautista Bergeire. A poco más de un año, la Sala de Representantes, presidida por don Marco Avellaneda, decidió retirarle a Rosas la representación de las relaciones exteriores de la Confederación y desconocerlo como gobernador de la provincia de Buenos Aires. A los pocos días se pronunció Salta, e inmediatamente replicaron Jujuy, La Rioja y Catamarca.
El 24 de agosto de 1840, los representantes de las provincias del noroeste argentino firmaron en Tucumán el pacto de la Coalición del Norte contra Juan Manuel de Rosas. El general Aráoz de Lamadrid fue designado jefe de las operaciones militares de la Coalición, aunque su verdadero líder era Avellaneda, que había asumido como ministro de Piedrabuena. Pero al tranquilo hacendado devenido en político, la gresca constante no le sentó nada bien y enfermó de gravedad, lo que lo obligó a presentar la renuncia. Fue reemplazado por don Pedro Garmendia, pero su gestión fue breve, y la posta la tomó el general Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Eran tiempos de confusión y contiendas constantes en el norte del país. Quien no quedó afuera de estas sinuosidades fue el tío de Ladislao, don Celedonio Gutiérrez, quien había permanecido como militar tanto bajo los gobiernos unitarios como los federales. Al estallar la guerra entre la Coalición del Norte y los aliados de Juan Manuel de Rosas, se puso al servicio de Marco Avellaneda y bajo el mando de Lamadrid. Pero en julio de 1840, enviado a pelear contra el federal santiagueño Juan Felipe Ibarra, decidió cambiar de bando, con tan buen ojo que fue jefe de la caballería del ala derecha federal en Faimallá, que significó la derrota completa de los unitarios en septiembre de 1841. Celedonio, el Peludo, avanzaba en su carrera política. A los dos meses, un Gutiérrez más federal y apostólico que nadie fue nombrado gobernador de Tucumán.
Con el nombramiento fresco, Ladislao, que ya había cumplido los diecisiete años, le pidió a su tío que lo recibiera en su despacho. Tenía pendiente una conversación ineludible con él.
—Adelante, Ladislao, no sea tímido, m’hijo, y entre de una vez. Como sabrá, ahora las obligaciones me tienen a mal traer, así que tengo poco tiempo —lo invitó don Celedonio. —No crea que estoy a disgusto en este puesto; al revés, me siento honrado con la elección.
—Se merece todo esto y mucho más, tío. Usted es un hombre dedicado y así lo han entendido sus camaradas —dijo Ladislao, y se sentó.
Sobrino y tío se contemplaron durante un buen rato. Uno, mozo con toda la vida por delante; el otro, confiado y con el aplomo de quien entiende que está en el lugar que le correspondía, por ascendencia y trabajo de zapa. Los dos con la mirada renegrida, el santo y seña de los Gutiérrez.
—Espero que ahora sí trabajará a mi lado. La guerra quedó atrás, podrá colaborar en mis funciones. Es un chango muy instruido y todo el estudio que le ha dedicado a la teología me vendrá muy bien por aquí. Necesitamos gente pensante. ¿Qué le parece? —don Celedonio se cruzó de brazos y lo sedujo con la sonrisa.
Ladislao se removió en su asiento, intranquilo. No era eso lo que hubiera querido escuchar; venía a decirle precisamente lo contrario.
—Le agradezco la oferta, tío. Me siento premiado pero creo que no lo amerito. En realidad, venía con otro pedido. Quiero buscar carrera en Buenos Aires, hacerme solo. Acá eso sería imposible y no quiero que lo señalen a usted como el promotor de privilegios hacia mi persona —dijo Ladislao, con la seriedad y la circunspección de un anciano.
Don Celedonio se levantó de su asiento y caminó por el despacho. Cruzó sus manos por detrás de la espalda y recorrió la habitación en silencio. El flamante gobernador pensaba y Ladislao lo seguía con la vista, rogando a los cielos que no se crispara y estallara.
—No me gusta que me contradiga, pero valoro sus ganas de desafiar a su destino. Hubiera sido natural que continuara nuestro linaje por aquí, pero aplaudo su audacia, Ladislao. De algún modo, replica el torrente brioso de nuestra sangre. Bien por usted, muchacho; al coraje, en esta familia, se lo alienta. Permítame, solamente, que le prepare unas cartas de recomendación, que bien le vendrán en esa ciudad —don Celedonio se le acercó y lo palmeó con aprobación.
Ladislao se paró y, arrebatado por la solemnidad del caso, le extendió su mano al tío y las estrecharon. Para el joven era como la confirmación del pasaje a la adultez. Con alegría pero con una pizca de miedo, se retiró a sus aposentos. Persistía la ansiedad ante lo desconocido, el abismo de la novedad, la rara sensación de cumplir el sueño que lo desvelaba, así como la inquietud ante la perspectiva de su soledad en el pago grande.
Rosas había mandado a llamar a su ministro de Relaciones Exteriores, don Felipe Arana. Había un asunto que lo tenía a mal traer: se había hartado de los jesuitas. El ministro había cumplido y había llegado a Palermo a la hora señalada, ni un minuto antes ni uno después, como le gustaba al Gobernador.
—Felipe, no estoy dispuesto a soportar otro desplante de esa congregación con la que he sido más que generoso —Rosas fue al grano, echaba fuego por los ojos.
—Excelencia, entiendo su enojo pero desconozco qué ha pasado ahora —respondió Arana, preocupado.
—Abandona los protocolos, Felipe, y vayamos a lo importante. Estamos solos —resopló el Gobernador.
Los jesuitas habían desembarcado seis años atrás pero, tiempo después, los objetivos de unos y de otros —en este caso, el de Rosas— habían demostrado su incompatibilidad. Rosas fustigaba a la Iglesia para que se sometiera a la primacía del Estado, o sea, la suya. Pero los treinta y nueve sacerdotes de la congregación de San Ignacio de Loyola habían dejado en claro que no se plegarían a sus pretensiones.
El retrato del Restaurador de las Leyes era exhibido en las parroquias de la ciudad y los fieles debían asistir a las ceremonias litúrgicas luciendo —grande y a la vista— el cintillo punzó. Quienes se negaban a la norma, recibían su merecido. La Mazorca se encargaba de aterrar a los rebeldes. Señora que no lucía la divisa, señora a la que se la colocaban sobre el peinado, pegada con alquitrán.
—Los hemos autorizado a abrir aulas públicas para que enseñen gramática latina, han puesto escuelas de primeras letras para varones, han establecido cátedras de filosofía, teología y no sé cuántas otras cosas más. ¿Y ahora se retoban por mi retrato? Pero no son otra cosa que personas enloquecidas, Felipe.
—Algo supe, Juan Manuel, aunque estoy sumergido en otros asuntos. Me preocupa el avance inglés. Además del francés, claro está —Arana tomó aire como si fuera el último día de su vida.
—¿Pero para qué eres el ministro? Que me lleve Ceuta, Felipe. Están contra nosotros los que no están del todo con nosotros. Es así de simple —despotricó Juan Manuel.
Rosas ya había puesto sobre aviso a la Mazorca y los representantes de la Compañía de Jesús habían entrado en la lista de enemigos. Por la ciudad corría el grito desatado de «¡Mueran los jesuitas salvajes unitarios ingratos!». Las familias que habían enviado a sus hijos al colegio empezaron a retirarlos. Y el que inició el desbande fue el hijo de Tomás de Anchorena, leal a los amores u odios de su primo Juan Manuel. El rector Mariano Berdugo, inquieto ante la disparada furibunda, había sacado a algunos sacerdotes del colegio y los había resguardado en casas amigas, para así evitar que fueran blanco de desmanes. También él se mantenía entre las sombras en la ciudad.
—Tatita, disculpen mi intromisión, pero le traigo la correspondencia del día —se anunció Manuelita desde la puerta.
—Pase, m’hija, que usted nunca se entromete —Rosas la llamó con la mano.
—Buenas tardes, don Felipe. ¿Cómo se encuentra doña Pascuala? ¿Y Merceditas? Aprovecho y las convido mañana a tomar el té, ¿me haría el favor de avisarles? —dijo la joven y colocó el fajo de cartas sobre la mesa de su padre.
—Cómo no, Manuelita, será un gusto para mi esposa y mi hija, como de costumbre —respondió Arana.
—¿Recibe mañana, entonces, m’hija?
—Sí, Tata, ¿algún problema?
—Repleto de problemas, pero para eso estoy, para poner orden. La tengo sobre aviso, por cualquier cosa. He ordenado que echen, a patadas si es necesario, a los jesuitas. Demasiada rebelión la de esos curas. Que vuelvan al averno, de donde no deberían haber salido nunca.
—Ay, no hable así, Tatita. No busque represalias, se lo ruego —dijo Manuela, y se persignó.
—¿Pero qué dice? Mi palabra es casi santa, ¿o no es así, Felipe? —Rosas lanzó una risotada. —Mi fiel obispo Medrano les exigió a los párrocos que impidieran el ingreso a los templos a la chusma que osara no ostentar nuestra divisa. Y estos otros andaban haciendo la vista gorda con los feligreses y tampoco prohibían el uso de los colores unitarios en los alumnos. ¿A mí con esa afrenta? Agradezcan que no los baleo yo mismo.
—Estos sacerdotes, que le deben todo a nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, han creído poder cubrir con el ropaje de la hipocresía la ingratitud de su conducta y la perversidad de sus acciones. Pero se han precipitado en un funesto error. Los federales ya los conocemos. Son unos salvajes unitarios, tanto más alevosos cuanto que profanan la religión y la virtud, haciéndolas servir a su deslealtad y asquerosa codicia. —El ministro dijo lo suyo con gesto adusto.
—¡Bravo, Felipe! Al fin un discurso como se debe. Mi fiel amigo, siempre estás de mi lado —replicó Rosas con una sonrisa franca. —Pero debo decir una cosa, ojalá no corra demasiada sangre.
—Permítame, Tatita. A la Mazorca se le está yendo la mano —le confió Manuelita, que sentía palpitaciones cuando le venían con los cuentos de la guadaña. —Seguramente está al tanto de todo, no le vengo con nada nuevo.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven. No le gustaba lo que escuchaba detrás de las puertas, cuando llegaban los chismes de la ciudad: que rodaban cabezas, que la sangre unitaria bañaba las calles, que la Mazorca y su filo asolaban, que eran unos negros asesinos. Ella elegía no creer, pero prefirió alertar a su padre. La violencia no era buena consejera.
—También algunos sacerdotes cometen abusos, m’hija. Tenemos que quedarnos con los virtuosos, porque, si no, se resiente la obra de la moral santa del Evangelio. Es forzoso que hagamos una limpieza. Ya nos hemos quitado de encima a Albarracín, a Olavarrieta y al enemigo expreso, Julián Segundo de Agüero, del curato de la Merced. Una pena que monseñor Escalada haya alejado sus simpatías de nuestro gobierno. —Rosas miraba a su ministro mientras hablaba.
—Una desgracia, así es, Gobernador. Todos debemos colaborar con la política federal, con su política, Juan Manuel. Es inaudito que se cuestionen los preceptos del gobierno, y eso incluye a los sacerdotes, que son empleados suyos —remarcó Arana.
—Vuelvo a interrumpir, Tata, don Felipe. Insisto con los riesgos de abusar de la Mazorca. Ya sé que no soy nadie para intervenir en sus asuntos, pero las criadas me vienen con los cuentos, de un lado y del otro. Vengo con los nombres desleales, pero también le traigo lo que se dice de Ciriaco y sus huestes, Tatita. Se comenta que andan a los gritos por las calles, a la voz de «¡Brindo porque nuestros puñales se hundan sin asco en el corazón de todos los gringos!». Han perdido el control. ¿Y nuestros amigos ingleses? ¿Y sus relaciones francesas? —Envalentonada, Manuelita no parecía tener ni la más mínima intención de detenerse.
Rosas se cruzó de brazos y miró a su hija, pensativo. Estaba al tanto de los desmanes de Ciriaco; empezaba a cansarse de esos desaforados, que lo único que le traían, últimamente, eran disgustos.
—Manuela tiene razón, Gobernador. La Mazorca se le ha ido de las manos y ya no creo que sus servicios sean necesarios —opinó el ministro.
Se hizo un silencio inquietante en el despacho de Rosas. Nadie dijo más nada, parecía que había llegado el momento en que ya no hacían falta las palabras. El Gobernador se rascó la barbilla con un gesto automático y se perdió en sus pensamientos. En esos momentos le hacía falta Encarnación, a veces sentía que no tenía en quién confiar. Su hija era lo único que le quedaba, la única que lo quería en serio, pero no tenía la enjundia y la experiencia de su mujer. A su hijo varón, Juan Bautista, era mejor perderlo que encontrarlo. Y su mancebita, la Castro, ocupaba el camastro detrás del biombo de su recámara y no mucho más. No tenía a quién confiarle sus dudas…
1- Las relaciones peligrosas.