—Apúrate, Camila, el coche ya está en la puerta —la instó Clarita, ansiosa por salir.
Las tres hermanas iban de paseo. Las mayores tenían algunas cuestiones que atender, y Camila, siempre bien dispuesta para la calle, se había sumado al grupo, con la anuencia de su madre.
—Ya voy —gritó Camila desde las habitaciones, mientras se miraba al espejo y acomodaba, una y otra vez, su sombrero.
Dio por finalizada la faena y corrió hacia afuera. Como una tromba, subió al carruaje ante las miradas de hartazgo de sus hermanas.
—¿Siempre habrá que esperarte, Camila? —la reprendió Carmen, enojada, ante la cara de aquí no ha pasado nada de la menor.
—No exageres, aquí estoy —respondió, agitada por la corrida, y cuando recuperó el aire le tomó la mano. —Gracias por permitirme que las acompañe.
—Mira que eres zalamera, Camila; tan chica y tan compradora. ¿De quién lo habrás aprendido? —dijo Clarita con una sonrisa.
Rieron las tres. A pesar de que le llevaban seis y siete años a Camila, la relación entre las hermanas se había afianzado. Los catorce de la menor la habían acercado a sus hermanas, a pesar de que todavía no la consideraban del todo una señorita. Cada vez que se lo permitían, Camila escuchaba con suma atención las confidencias de Carmen y Clara.
—Cómo cambió el panorama de estas calles de cuando éramos chicas, Clarita —dijo Carmen y miró la calle del Socorro (1) por la ventanilla.
—¿Por qué, cómo era? —preguntó Camila y se le encimó para no perderse nada.
—Todavía no habías nacido; cuando había algún entierro, esto se llenaba de gente y era imposible moverse. Había que bajar del coche y continuar a pie. Una locura —señaló Carmen.
En tiempos de Rivadavia, la comunidad inglesa había comprado aquel terreno al costado de la iglesia y pegado al camposanto, para utilizarlo como cementerio protestante. Muy pronto se convirtió en un jardín muy prolijo, precedido por una capillita con pórtico. A los costados de una avenida central habían ido ordenándose las tumbas con sus cruces y lápidas, pero llegó el momento en que la cantidad de muertos superó el espacio disponible y hubo que ocupar también la avenida.
En diciembre de 1833, ya abarrotado de tumbas, debieron cerrar sus portones y empezar a poblar el segundo cementerio protestante de Victoria (2), en la calle del mismo nombre.
—Cuentan que los funerales de Eliza Brown fueron impresionantes —agregó Carmen.
—¿Y quién era esa dama? —preguntó Camila con los ojos muy abiertos por la curiosidad.
—La hija del almirante, pobrecita. Murió ahogada en el río, en Navidad. Había estado comprometida con el gallardo marino escocés Francis Drummond, oficial de la escuadra de su padre durante la guerra con el Brasil. —A Clara le gustaba describir los hechos que conocía con lujo de detalles. —El pobre caballero había muerto a bordo de la Sarandí, tras una herida en combate.
—Ay, pobre. Qué horrible lo que cuentas, Clarita —murmuró Camila y se perdió en sus pensamientos.
—Fue general el pesar. Aquel día de los funerales de Eliza, casi cuarenta carruajes siguieron al coche fúnebre que llevaba sus restos. El coche del gobernador Dorrego, el de Lord Ponsonby y el del cónsul general británico integraban el cortejo. Los funcionarios lucieron sus uniformes de gala y los deudos vestían sus atavíos de luto, era todo muy solemne y triste —informó Carmen, que tenía una memoria prodigiosa.
—¿Vamos hasta Barracas, hermanas? —propuso Camila con el entusiasmo intacto. Sabía que a sus padres no les gustaba que anduvieran por el Sur de la ciudad, donde las quintas se mezclaban con ambientes menos elegantes; pero confiaba en que podría tentar a sus hermanas.
—Si se entera mamita, nos mata —dijo Clara, inquieta. Miró a Carmen, buscando complicidad. Tenía ganas de que el cochero tomara la calle Larga (3), en una de esas se cruzaban con el caballero que la desvelaba, Juan José Iraola, joven comerciante e integrante de la Sociedad Popular Restauradora.
Con decisión, Carmen tomó la palabra para pedirle al cochero que se dirigiera hacia el sur, hacia la calle Larga. Acto seguido le guiñó el ojo a su hermana. No le dirían nada a mamita, sería un secreto entre ellas.
—Pero, señoritas, no podemos irnos para esos lados —protestó el cochero con preocupación—. ¿Es que no saben lo que ha ocurrido? El temporal de los otros días, niñas.
El conductor del carruaje trabajaba para la familia desde hacía años. Había visto nacer a toda la prole O’Gorman, y era de suma confianza para don Adolfo y doña Joaquina. Si sus hijas salían con él, para el matrimonio no había nada de qué preocuparse.
—Pero ¿qué tiene que ver el temporal si ya no llueve, Gerónimo? —dijo Clarita, desconfiando de la excusa.
—Es que todo el campo de más de dos leguas de Barracas al sur se inundó con las aguas, señoritas. —El cochero farfullaba para sus adentros que había que ver dónde tenían las cabezas esas tres, que solo pensaban en divertirse mientras la ciudad se hundía. —El temporal arrancó de cuajo los ombúes y volteó varios ranchos. El viento era tan fuerte que algunos ranchitos se inundaron, y sus habitantes tuvieron que subir a los techos para no ahogarse. Figúrese, niña Clara, que la sudestada fue tan furiosa que a un buque lo sacó del río.
Las hermanas parecían anonadadas ante los hechos que describía Gerónimo, aunque seguían un poco desconfiadas de que fuera exageración. Igual, estaba claro que sería imposible dirigirse al sur, sería mejor rumbear hacia otros lados.
—Bueno, vayamos hacia el norte entonces, Gerónimo —propuso Clara esta vez.
Se dirigieron hacia las barrancas de la Recoleta, el paraíso de los más chicos. Desde la Calle Larga de Recoleta (4) llegaban los ecos de la ciudad; por todas partes aparecían los caballos y su monta, y los árboles añosos tentaban a los más pequeños a treparse y a los más grandes, a buscar una sombra reparadora cuando el calor se tornaba insoportable. Era muy lindo todo, pero Joaquina temblaba de inquietud cuando la tarde caía y la noche hacía su anuncio, y no le gustaba que sus hijos estuvieran por allí en ese momento. Había reuniones que mejor no enterarse, rondaban las partidas de la Mazorca, y a pesar de que la familia ostentaba la divisa con orgullo, a veces las cosas se ponían peliagudas. Aquellos hombres fieros, que solían beber de más, andaban de guitarreada hasta la madrugada y, sin previo aviso, todo podía terminar mal.
—No le digamos a mamita adónde vamos —dijo Carmen y miró seria a Camila.
—No me mires con esa cara que yo soy una tumba —le devolvió esta la mirada con ojos desafiantes.
—Vamos, no se peleen —imploró Clarita mientras buscaba con ansias a su candidato por todas partes. —Bajemos aquí y caminemos un poco. Que Gerónimo nos espere en algún sitio a la vista.
El cochero se detuvo, las chicas descendieron y emprendieron la caminata del brazo, en plan de ver y ser vistas. Por la misma avenida iban y venían grupos de damas y caballeros entusiastas, que aprovechaban un rato de divertimento.
—Yo sé que Juan José a veces pasea con sus amigos alrededor de esta hora. Estén atentas, por favor —reclamó Clara y lanzó una carcajada de excitación.
Rieron todas y siguieron la caminata. Camila observaba todo con una concentración inusitada. Al costado de la avenida, unos mozos con ropas de criados habían salido de las casas para tomar un poco de aire y despotricaban a grito pelado contra el patrón, que era un salvaje asqueroso unitario, y soltaron una sarta de improperios que asustaron a la niña.
—Ven para aquí, Camila, no los mires —dijo Carmen y apuró el paso.
Continuaron por la avenida sin mirar atrás. Los gritos de alegría de unos niños las ahuyentaron de la perturbación que traían. Unos pequeños corrían con su aro a griterío pelado, mientras que unas nanas los perseguían por atrás. Camila se contagió y los alentó desde donde estaba. El aire de un incipiente otoño bañaba el lugar.
—Oh, hermanas, allí veo a los amigos de Juan José —señaló Clarita, y la respiración se le agitó. —Pero a él no lo veo, maldición.
—No maldigas, es de mala educación —la reprendió Camila.
Carmen y Clara miraron a su hermanita y lanzaron una carcajada. Siguieron con la marcha hacia el grupo de jóvenes que conversaban con animación. Las O’Gorman demoraron el paso y cuando se cruzaron con la reunión de caballeros, les dedicaron una sonrisa discreta. Los mozos se quitaron los sombreros y cabecearon en retribución. Clara moría por preguntar dónde estaba Juan José pero no se atrevió. Su corazón tronaba dentro del pecho, pero las formas predominaron.
—¿Quieres que les pregunte por don Iraola, Clarita? —le dijo Camila y amagó a regresar hacia donde estaban los muchachos.
—Más vale que te calles, niña —siseó Carmen.
—¡Silencio, Camila! —ordenó Clara y la tironeó del brazo.
—Pero si te gusta, ¿por qué no se lo dices y evitamos todo este rodeo? —insistió Camila.
—Porque las cosas no son así, niña. Ya verás cuando seas grande. Acá no se trata de quién gusta de quién.
—¿Y de qué se trata entonces?
—Tatita es quien nos elige el candidato, nuestro gusto viene después —dijo Clarita.
—¿Entonces Juan José no te gusta?
—Pues sí, pero en realidad escuché detrás de la puerta que mamá y papá estaban pensando en él como un candidato posible para mí.
—¿Y tú qué piensas?
—Yo no tengo nada que pensar. Me gusta que sea comerciante, no es un maltrecho —Clara lanzó una risotada que contagió a Carmen. —Es federal y pertenece a la Sociedad Popular Restauradora. Qué más puedo pedir.
—Pedir, se pueden pedir tantas cosas… ¿Y él gusta de ti?
—Ay, Camila, deja de hacer preguntas, por favor.
—Cuando me case, yo voy a gustar de mi marido y él gustará de mí, se los aseguro. Nadie me va a decir quién me tiene que gustar. Y todos estos juegos ridículos no sucederán —sentenció con solemnidad mientras sus hermanas mayores la miraban con una mezcla de asombro y sorna.
Bajaron la barranca hasta llegar a la playa. Faltaban todavía unos meses para que llegaran los fríos, la temperatura invitaba al disfrute. Un poco más abajo estaban las lavanderas morenas, friega que te friega el traperío, a las carcajadas, mientras coqueteaban con los peones de las carretas que llegaban del Interior. A los costados había enormes redes con la pesca fresca y, de tanto en tanto, se escuchaba el silbido de las gaviotas que llegaba del cielo. Las chicas miraron hacia las toscas, desde donde venían unas voces chillonas de nannies irlandesas, que combinaban la costura con algún vistazo de reojo hacia el torso desnudo de los criollos que andaban refrescándose por ahí. Camila notó al instante que no solo las criadas hablaban en inglés, sino que había una voz cascada de hombre que también balbuceaba en la lengua paterna.
—Me parece que deberíamos emprender la vuelta, chicas. Empieza a ponerse un poco más incómodo todo —propuso Carmen. Si su madre se enteraba de que habían circulado entre aquellos especímenes, era seguro que ligarían una reprimenda. Rogaba que el cochero no las delatara.
—Ahí hay un pescador irlandés, Carmen. Quiero escuchar qué dice. Tomasa me contó sobre él, dice que está loco o que es borracho, ya no me acuerdo —imploró Camila.
El irlandés de barba colorada era famoso por sus cuentos, pero sobre todo por su garguero sediento de carlón. Y, munido de la gorra que conservaba desde los tiempos en que había sido marinero, repetía una y otra vez el mismo relato con su fuerte acento: «Y aquel desembarco embarrado con los hombres de Beresford, oh, cuando tomamos Buenos Aires y yo era un mozo de diecisiete años, y bien recuerdo cuando el francés reconquistó la plaza y fue apresado en una quinta y, olvidado por los ingleses y los criollos, empezó a vagar por las costas hasta arraigarse en los ranchos del bajo, y desde aquí subía cada mediodía a recibir la caridad de los frailes…».
—Nos vamos ya mismo —increpó Carmen, temerosa de la ampliación del relato, y arrastró a sus hermanas de vuelta al coche.
—¡Estaba hablando de Liniers! —aulló Camila.
Las hermanas la chistaron. Camila recibió un pellizco en el brazo y, enfurecida, se soltó. No le gustaba que la callaran, mucho menos que la trataran así. Ella no era ninguna boba, si tan solo sus hermanas supieran todo lo que ella sabía de boca de grandmaman.
—Fue casi nuestro abuelo —susurró, con los brazos cruzados y gesto enfurruñado.
—Cállate, insolente —Clara se le puso enfrente y le levantó la cara. Camila intentó seguir con sus explicaciones, pero su hermana la miró con furia. —¿Te crees que no sabemos todo nosotras? Pues claro que sí, pero de eso no se habla en esta familia, Camila. Lo que no se dice, no existió. El pasado, pisado. No sirve de nada rememorar cosas que bien ocultas están. Los secretos se guardan, nos hacen mal a todos esas historias de grandmaman. Ya está, mejor olvídalo.
—Yo no puedo olvidar. Y eso sucedió. Tampoco le veo nada de malo. Aunque hagamos silencio, la verdad siempre sale a la luz —murmuró Camila, con un dejo de melancolía.
El caserón de la calle Reconquista (5) había amanecido como todos los días. Monseñor guardaba cama en sus aposentos, y no porque se sintiera indispuesto sino porque gustaba mucho de remolonear. Le costaba levantarse, hasta que llegaba el momento, ya entrada la mañana, en que Josefa, su ama de llaves y asistente para el mundo exterior, pero además su amante, abría los postigos de par en par mientras aplaudía y zapateaba para levantar a Felipe Elortondo y Palacio. Hijo del rico comerciante vasco don José Blas Elortondo y de la prestigiosa dama Manuela de Palacios (aunque Felipe prefería firmar su segundo apellido sin la s final), era cura rector y deán del Sagrario de la Catedral, secretario de la Curia Eclesiástica del Obispado, director de la Biblioteca Pública y legislador de la Sala de Representantes. Monseñor era un federal neto. Desbordaba de responsabilidades pero le complacía tener las mañanas para él. Necesitaba pensar en soledad, si le hacían el grandísimo favor. Pero ese día su necesidad no se pudo cumplir.
—Monseñor, piden urgente por usted —dijo la negra Anastasia desde el umbral.
—¿Y dónde anda Josefa, Anastasia? —preguntó Elortondo; bufó contrariado y se incorporó en la cama. —Búscame las ropas, mujer.
Monseñor mantenía una vida algo agitada para las vestiduras sagradas que ostentaba. La morena Anastasia Díaz, su barragana (6), además de ocuparse de algunas labores de la casa, había dado a luz a Federico, fruto de algunos apasionamientos con el religioso. El mocito contaba con quince años y también desempeñaba faenas domésticas, siempre con cuidado de que la escandalosa verdad no atravesara las paredes del caserón. Aquello no estaba bien visto, era pecado mortal. Pero Elortondo tenía mucho amor para dar y Josefa Gómez, su Pepa, o la canonesa, ocupaba un lugar de privilegio en el corazón del canónigo.
—Aquí tiene, monseñor —dijo Anastasia y le extendió la túnica. Elortondo levantó los brazos y se dejó vestir por ella.
—¿Y quién me busca?
—No tengo idea, monseñor. Un muchacho guapo, de pelos y ojos negros —aseguró la barragana, desafiante.
—Qué andas mirando, mulata pícara, que deberás hacer penitencia si sigues portándote mal —la retó el religioso y le palmeó las caderas.
Anastasia largó una carcajada y le pasó las manos por la túnica, para que no saliera arrugado de la alcoba. El canónigo, preso del vigor de la mañana, le apretó el cuerpo contra el suyo. La morena volvió a reír, adulona.
—Si lo ve doña Josefa lo mata, don Felipe. Porque yo salgo disparada, pero a usted lo revienta antes a escopetazos —las carcajadas de Anastasia retumbaron entre las cuatro paredes.
Monseñor Elortondo y Palacio salió de las habitaciones, cruzó pasillos, patios y puertas y llegó a la sala, donde aguardaba el recién llegado.
—Buenos días, caballero. ¿Con quién tengo el gusto? —preguntó.
—Buen día, monseñor. Me llamo Ladislao Gutiérrez, vengo desde Tucumán con una carta de recomendación de parte de mi tío, el gobernador. También traigo otra para el gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. —El joven entregó la carta y se pasó la mano por el pelo, rogando en silencio que nada estuviera fuera de lugar.
Elortondo leyó la misiva, tomó aire y miró al joven de frente. Iba a empezar con el cuestionario, pero fueron interrumpidos por Josefa, que entró a la sala sin anunciarse.
—Discúlpeme, monseñor —dijo al notar que estaba acompañado. —Buenos días, joven. Venía a ofrecerle un desayuno pero veo que debería traer dos.
—Así es, Pepa. El muchacho viene con recomendación de Tucumán. Es el sobrino del Gobernador.
La canonesa le dispensó una reverencia, lo observó de arriba abajo y salió apuradamente. Monseñor le dio una explicación vaga a Ladislao acerca de su dama de compañía y retomó los motivos de su audiencia.
—Vengo dispuesto a hacer carrera aquí, monseñor —declaró el mozo, con ojos brillosos.
—¿Y por qué prefieres Buenos Aires antes que Tucumán? En tu provincia tienes todo servido, muchacho.
—No me gustan los privilegios, monseñor. Quiero ganarme la vida por mis propios medios, sin aprovecharme de las relaciones familiares —Ladislao hablaba con la seriedad de un viejo.
—Bueno, eso será así pero vienes bien recomendado —lo pinchó Elortondo, con un guiño.
—Estoy dispuesto a empezar desde lo más bajo. Jamás hice uso de ninguna prebenda —retrucó Ladislao.
—¿Y cómo quieres que te ayude, joven Gutiérrez? —insistió el canónigo; Ladislao le había caído bien pero quería ahondar en su carácter.
—Quiero seguir el camino de Dios, padre.
—¿Sabes que es un camino tortuoso, repleto de obstáculos, de tentaciones, de lucha constante? ¿Tienes idea de lo que sucede en Buenos Aires?
—He aprendido a escuchar mis silencios, a abrazar mi soledad aun rodeado de muchedumbre ruidosa.
—Demasiada posesividad, hijo mío. El silencio y la soledad no son de tu propiedad, son la gracia de Dios. Debes aprender a vivir en gracia, de eso se trata.
—Me siento preparado para eso, padre.
—¿Cómo ha sido el viaje hasta aquí, hijo?
—En compañía de Dios, padre. Fue larga la travesía pero si hay algo que tengo es paciencia. En San Fernando del Valle de Catamarca mudamos caballos para continuar viaje, lo mismo en Jesús María, hasta San Nicolás de los Arroyos, donde hicimos posta durante unos días.
—Bien, pues el camino de Dios es más largo, menos liviano, porque es eterno, hijo —señaló Elortondo y Palacio con voz solemne.
Ladislao asintió. Estaba convencido de sus dichos; el viaje le había servido para reflexionar sobre la decisión de su vida. Quería ser cura, quería entregarse a la palabra de Dios. Las dudas habían desaparecido, cada vez que se hacía una pregunta, encontraba la respuesta en la fe en el Señor.
—Comenzarás el Seminario entonces, hijo. Mañana mismo. Y te hospedarás aquí, en esta casa, que es la casa de Dios. Supongo que no nos traerás problemas. Las cosas han cambiado un poco, debo decírtelo. Su Excelencia el Gobernador ha echado a los jesuitas de la ciudad, y aquí se cumplen sus órdenes a rajatabla, como debe ser. La disciplina ante todo, Ladislao. Todos nos colocamos la divisa punzó y su retrato encabeza todos los altares de la ciudad. Aquí se hace lo que Rosas dice.
Ladislao escuchaba con atención y asentía a todo lo que el canónigo decía. Estaba al tanto de lo que sucedía en Buenos Aires; a Tucumán llegaban las noticias y su tío era un federal de pura cepa. De cualquier manera, a él la política le interesaba poco y nada. Que los otros se pelearan, él no estaba para esas cosas, su mundo era el celeste del cielo y no el azul unitario. Esas reyertas terrenales estaban para quienes las elegían, y él prefería el silencio exterior para poder escuchar la voz de su alma.
—Voy a decirte algo en voz baja, Ladislao. Aquí no se confronta con la ley porque el Restaurador es el dueño de las leyes. Si no haces alharaca podrás hacer lo que te plazca. Pero esto que te digo lo negaré ante el mundo, si fuera necesario. Sé inteligente, percibo que lo eres, hijo. No busques, que seguro encontrarás sin necesidad de hacerlo.
—Tengo una carta de recomendación para el Gobernador, monseñor —y se la mostró.
—Muy bien, hijo. Tienes todo a tu favor. La anuencia del hombre más fuerte de la ciudad y el beneplácito del representante más importante de Dios en la Tierra —Elortondo se señaló y le brindó una sonrisa presuntuosa.
Luego se incorporó y lo invitó a que lo siguiera. Le indicaría el camino hacia sus aposentos, al fondo de la casa. Ladislao se dejó llevar. La ansiedad no le entraba en el cuerpo. Una vida nueva se avecinaba y esperaba estar apto para lo que vislumbraba al final de camino.
Corría una agradable brisa en aquella noche de verano de 1843. Manuelita celebraba una de sus tan célebres tertulias, con su corte de amigas y algunos mozos invitados. Varios cortejaban a la hija del Gobernador, pero la cosa se ponía difícil cuando Rosas se enteraba del avance de alguno en particular. Manuela quedaría soltera, su Niña lo acompañaría hasta el fin de sus días. Y a cualquiera que le preguntara por el destino de la luz de sus ojos, él le respondía: «En Manuela, mi querida hija, tiene usted a una heroína. ¡Qué valor! Sí, el mismo de la madre. ¿Qué otra cosa podría esperarse de la hija de una señora, la esencia de la virtud y del saber adornados de un valor sin ejemplo? Y Juan, el varón, está en el mismo caso, son dos dignos hijos de mi amante Encarnación; y si yo faltare por disposición de Dios, en ellos encontrarán quienes puedan sucederme».
En el inmenso salón departían parientes y amigos: los Costa Arguibel y las Fuentes Arguibel, las hijas del ministro Arana, Antonino Reyes, edecán de Rosas, Máximo Terrero, hijo de uno de los socios del Gobernador en el saladero, sus íntimas Juanita Sosa, Telésfora Sánchez y Dolores Marcet, y Juana Capdevila Pinto y su prometido, Enrique O’Gorman.
Manuelita conversaba alegremente con sus invitados, cuando una de las criadas se le arrimó y al oído le anunció el nombre de una visita.
—¡Que entre! —dijo la Niña, jugando a la disimulada.
En la puerta del salón apareció la fina silueta de un joven de cuerpo delgado y sonrisa ancha, que ofreció a todos una reverencia grandiosa, para luego dirigirse hacia la dueña de casa.
—Buenas noches, doña Manuela. Le estoy muy agradecido por recibirme en su salón —y le besó la mano.
—Bienvenido, caballero. Siéntase como en su casa —dijo la joven y le dedicó una sonrisa seductora.
—Esta «Canción Federal», que es mi primera armonía literaria, se la ofrezco a usted —le dijo en tono dulce y bastante conmovido, y le entregó un álbum de tapas de terciopelo carmín con bordados de relieve, en los que resaltaba un Cupido dibujado con hilos de oro y plata.
Manuelita le agradeció y desplegó la portada. En la primera página, el joven poeta había escrito una dedicatoria.
—Silencio, por favor. El artista me ha dedicado unas palabras, que ahora mismo voy a leer en voz alta —informó la joven a la concurrencia. Y luego leyó: —«A usted, Manuelita, debía yo por diferentes motivos ofrecer en mi primer ensayo literario, una prueba de mi estimación y respeto. Esta “Canción Federal” es mi primera armonía, y hoy me tomo la libertad de colocarla a sus pies. Ella no tiene otro mérito que su asunto, y llevar a su frente inscripto el nombre de usted. Genios más felices que el mío tiene sin duda la patria, Señorita, y ellos se apresurarán a transmitir en armoniosos cantos, a los siglos, los triunfos de la Confederación Argentina y las glorias del ilustre General Rosas, en el que reside una poesía inmortal. Besa sus pies a usted, Manuelita, Bernardo de Irigoyen».
Los invitados aplaudieron con fervor, las damas contemplaron la estampa del poeta como si le miraran las entrañas; algunas asentían sin disimulo, otras hacían cuentas y pensaban si podía ser un buen candidato, mejor para unas, peor para las otras.
—Béseme la mano, Bernardo, en vez. Que la tiene más cerca —Manuelita lanzó una risa y pestañeó con coquetería.
Siguió llegando gente al baile. La algarabía se desparramaba por la sala del caserón. Alguno de los presentes se sentó al piano e intentó unos giros suaves de minué y vals, y todos corearon la canción de Irigoyen. El poeta aplaudía, los jóvenes se cruzaban miradas encendidas, al son del coro que así decía:
Guerra, guerra al rebelde de Oriente
Guerra ¡oh, Rosas! si osa revivir
Guerra grita viviendo tu gente
Guerrera jura clamar al morir.
—Las chicas tienen que venir a la próxima tertulia, Enrique —dijo Juana al oído de Enrique O’Gorman, su novio. —Aquí hay muy buenos partidos para Carmen y Clara.
—Creo que Clarita anda en algo, pero de cualquier modo nada les gustaría más que venir a Palermo de San Benito.
—Permíteme que le hable a alguna de las Arguibel para sumarlas a la lista —y siguió con el abanico, dale que te dale.
Sonaron los acordes del maestro Gioachino Rossini, en El barbero de Sevilla. Manuelita zarandeó la falda y con una afinación precisa entonó el aria «Una voce poco fa».
Mientras tanto, Rosas trabajaba en sus aposentos. La noche no lo amedrentaba, es más, podía seguir hasta las ocho o nueve de la mañana con sus ocupaciones, sin descanso. Los que no se entusiasmaban tanto con los horarios del Gobernador eran sus colaboradores, quienes, a veces, debían seguirle el tren hasta altas horas de la madrugada.
—¿Cómo se encuentra su padre, Manuelita? —le preguntó Irigoyen.
—Bien, pero siempre tan atareado, usted sabe. Tatita no conoce el descanso —y miró a Reyes, su confidente.
—Tal vez sea un buen momento, Máximo, para que vayamos a la otra ala, a ver si nos precisa —apuntó Antonino mientras se incorporaba.
—¿Les parece? Qué pena que tengan que retirarse. Nosotros nos quedaremos varias horas más así que, si terminan, siempre pueden regresar —les dijo Manuela y sin saber por qué, sintió un escalofrío por la espalda. Recordó aquella tarde de unos meses atrás, cuando le había llevado la correspondencia a su padre. Entre tanto papel le había entregado un precioso cofre que terminó siendo una máquina infernal, la bomba usada para el atentado mortal organizado por Rivera Indarte y un grupo de forajidos unitarios en el exilio oriental, que por suerte había fracasado. Ella y su querida Telésfora habían sido testigos de la explosión fallida. La vida de su padre corría peligro constante. Él lo sabía pero mostraba bravura, lo que no evitaba que Manuela intentara protegerlo. La Niña adoraba a su padre más que a nadie en el mundo.
Máximo se le acercó y rieron con complicidad. Se conocían de pequeños, habían compartido muchos días de infancia. Era su amigo querido, la joven le confiaba casi todo. Se abrazaron, las manos de ambos tocaban el cuerpo del otro. Parecían unidos por lazos invisibles, se sentían cómodos uno con el otro. Manuelita le acarició la cara y lo dejó ir.
—A ver, amigos míos, bailemos un poco, que los cuerpos nos lo piden —y ordenó que la música tronara.
Comenzó la fiesta en Palermo de San Benito. Los compases invitaban al baile, los criados entraban y salían con más vino y dulces. El vestido colorado de Manuelita era como una llamarada en medio de la noche.