CAPÍTULO
I

Eran los tiempos del gobernador Manuel Dorrego. Corría 1828 en una Buenos Aires dominada por ese hombre apenas moreno, de mirada alegre y poca mesura en sus formas exteriores, ubicuo y locuaz cuando actuaba en la Legislatura, en las calles, en los lugares públicos. Dorrego no era ni agresivo ni agrio, más bien era cordial y generoso con sus amigos y también con sus adversarios. Pero era inclemente y mordaz para devolver injuria por injuria. Vivía poco dentro de su casa, viajaba, se movía, era de todos y andaba entre todos.

La ciudad aparentaba estar alegre, desanudada de opresiones pasadas, libre de cadenas añejas. El pueblo así lo quería, buscaba paliar la difícil situación que lo afectaba. Pero algunos poderosos no sentían lo mismo. Los estancieros y los caudillos federales, fieles a la causa de Dorrego en un principio, habían empezado a desconfiar de él. Y ni qué hablar de los ingleses, que ocupaban una posición preponderante en el comercio de la ciudad y manejaban capitales financieros e intrigas diplomáticas en forma directa con la Corona británica.

Era 9 de julio pero casi nadie tenía ganas de celebrar la fiesta patria. Algún que otro trasnochado vivaba alguna copla celebratoria de aquella jornada épica de 1816 en Tucumán. La guerra con el Brasil tenía a maltraer a Buenos Aires. El bloqueo del puerto había traído una miseria insufrible. Ante la falta de comercio, el trabajo tierra adentro se había visto afectado por la falta de brazos. Las familias sin recursos no ganaban para comer y los ricos empezaban a inquietarse, no fuera a ser que ellos también se hundieran en la pobreza.

Sin embargo, algunos intentaban apartar las limitaciones del día a día. La vida continuaba y el jaleo se vivía puertas adentro en la casa de la calle Paz (1), número 77, en el cuartel nº 3 (2), la vivienda de los O’Gorman. Al menos de una parte de la familia, porque los dos hijos de Anita Périchon y el renegado Thomas habían organizado su vida bastante bien. Tomás, el mayor, se había casado con María Concepción Vicenta Riglos y Lezica, y Adolfo, con Joaquina Ximénez y Pinto. Los O’Gorman se habían desposado bien, con señoras de familia principal, de fortuna y linaje. Los franco-irlandeses llegaban algo rezagados al reparto de escudos y jerarquías, aunque Madame Périchon y O’Gorman había sabido guardar y multiplicar ganancias. El campo de las afueras, en Matanza, dejaba buenos dividendos, además de ser el lugar de residencia de la francesa ya anciana. También había acumulado algunas propiedades que había puesto en alquiler; era Adolfo quien se ocupaba, mayormente, de todas esas cuestiones. Anita había delegado en él, a sus años no le había quedado otra alternativa.

Los portazos en la casa de los O’Gorman retumbaban como nunca. La comadrona daba órdenes y sus asistentes cumplían sin chistar. Doña Joaquina tenía que dar a luz. Hacía horas que aullaba tendida sobre la cama que, días atrás, había sido acondicionada para el parto. Las criadas habían organizado la recámara de la señora con tiempo y provisto todo lo necesario para cuando la cosa se pusiera urgente.

—¡Ay, Josefa, creo que voy a morir! Haz algo, por el amor de Dios, siento que me desgajo por dentro —gritaba Joaquina Ximénez y O’Gorman, como si aquella fuera la primera vez que daba a luz. —Juro que esta será la última vez que paso por esto. ¡Lo juro!

La comadrona y las criadas que iban y venían se detuvieron en el acto. Se persignaron una y otra vez mientras cuchicheaban plegarias paganas. Era un reto al más allá, eso era grave, la señora provocaba la ira de Dios.

—’Ña Joaquina, no grite al cielo, no provoque, ay, mi ama, que con las conjuras no hay vuelta atrás. —Josefa no sabía hacia dónde mirar, si al gesto endemoniado por el dolor de la señora o a la barriga dura, que no trabajaba como debería.

La parturienta le echó una mirada de miedo. Se hizo un segundo para olvidar el dolor que atravesaba sus entrañas y maldijo otra vez. Se había olvidado lo que había padecido en los partos de sus otros cuatro hijos; este le parecía la peor pesadilla que le había sucedido en la vida. Los gritos eran de tal tenor que Carlos, Carmencita, Clara y Enrique, que se encontraban en la otra punta de la casa y a resguardo, empezaron a llorar desconsolados. La nana hacía lo que podía —que era poco, bien poco— para contenerlos. Un halo de ominosa incertidumbre rondaba la casa de los O’Gorman.

Los niños —de 10, 7, 6 y 5 años— extrañaban a su madre. Hacía más de una semana que no la veían. Mamita guardaba cama, mamita no estaba bien, había que esperar a que mamita se recobrara de ese mal que la tenía encerrada en su recámara. Carlos y Carmen, los mayores, sabían que estaba por nacerles un hermanito pero poco más; los menores, en cambio, reclamaban a Joaquina de la mañana a la noche sin consuelo. Y como nadie explicaba demasiado y les tenían terminantemente prohibido el traspaso de puertas, todos se desesperaban con los alaridos de su madre.

Para colmo, el padre de la criatura por nacer estaba ausente. Como siempre, don Alfonso se encontraba en Matanza, el campo de residencia de su madre, Madame Périchon. Se pasaba temporadas interminables ocupándose de los asuntos familiares, pero sobre todo escapando de la ciudad, que tenía poco para ofrecerle. A Madame la veía poco, sin embargo. Prefería adentrarse en el campo, intercambiar información con sus capataces y, cuando la tarde anunciaba el final del día, hacerle pocas preguntas a Marcelina acerca del estado de su madre, y dar el asunto por terminado.

Las aguas de doña Joaquina habían empapado las cobijas, la cama parecía un pantano fecundo, pronto a proveer lo que auguraba. Josefa buscaba los ojos de su patrona y esta le prometía en silencio que todo estaría bien, que la cabecita asomaba, que ya faltaba menos, empuje mi señora, vamos que usted es fuerte, más fuerte de lo que cree… Joaquina lloraba, tragaba el aire que se le hacía esquivo, sacrificaba la furia en pos de ayudar en el nacimiento, se entregaba a las manos de su comadrona, en ese momento vuelta en sabia ancestral, dueña de su mundo.

Las criadas secaban la cara arrasada en lágrimas de doña Joaquina, retiraban lienzos anegados y traían nuevos. Todas las mujeres cumplían una tarea, ninguna estaba impávida. Josefa gritó. Le brillaban los ojos, sonreía. El cuerpecito diminuto avanzaba como una tromba en busca de aquel paraíso nuevo, como si la madre no pujara y la fuerza fuera toda suya.

—¡Es una niña! Y qué bonita y saludable es, señora, pero cómo berrea —anunció Josefa, a los gritos para que la escucharan, mientras tajeaba la tripa.

Las criadas sonreían, se ocupaban de los desechos, acercaban la tinaja con agua para que la comadrona lavara a la recién nacida y le quitara la sangre que teñía su cuerpo de miniatura. Joaquina extendió sus brazos para que le entregaran a su hija. Lloraba y reía al mismo tiempo, se había olvidado del dolor. Colocaron a la niña, ya limpia y calma, sobre el pecho de su madre. Joaquina le hablaba en susurros, estaba feliz.

Así se quedó durante horas. No se movía, no quería incomodar a su hija; la observaba dormir, cualquier movimiento reflejo la ponía en alerta. Mientras, Josefa controlaba todo y dirigía al coro de mozas para que dejaran la recámara en perfecto orden. La lista de nodrizas posibles estaba apuntada en un papel. De pronto, Joaquina salió de su ensimismamiento y recordó que tenía una vida por fuera de su hija.

—Josefa, envía a alguno de los mozos de cuadra a Matanza para que le avise a mi marido que acaba de ser padre otra vez —ordenó.

—Sí, señora. Ahora mismo.

De inmediato Joaquina volvió a su embeleso, a su niña. Era cierto, ¡qué bonita!, había creído que tendría otro varón, ¡qué alegría que su pálpito hubiera fallado!, era perfecta, sería la niña más feliz de Buenos Aires. Será una reina, mi reina, mi hija…

***

Don Adolfo había regresado a Buenos Aires y, tras un reconocimiento veloz del estado de su esposa, se había dirigido a casa de su hermano. Los últimos sucesos políticos, y no el nacimiento de su hija, lo tenían bastante preocupado.

—Tomás, debemos hacer algo con lo que está pasando. Cada vez tenemos menos peones en Matanza, nos los han ido quitando para esa guerra absurda. Ni los capataces han podido detenerlos, ya no entiendo qué es lo que pasa.

El menor de los O’Gorman se apretaba la frente con la palma de la mano. Buscaba una solución al problema de falta de mano de obra que complicaba la producción en el campo. A él poco le importaba la política, menos aún si los litigios eran internacionales.

La guerra con el Brasil había empezado algunos años atrás. Al asumir Manuel Dorrego la Gobernación de la provincia, había sumado bríos para la continuidad de la contienda, a pesar de los problemas financieros que aquejaban a Buenos Aires. Tanto había encandilado Dorrego al resto del país que las provincias del Interior le habían otorgado la potestad del comando de las relaciones exteriores. Dorrego prometía, era un gran seductor. Sin embargo, no había contado con el bloqueo imperial al Río de la Plata. El cierre impuesto por los brasileños impedía el comercio y, con ello, trajo una crisis importante y puso fin a la bonanza económica. Lord John Ponsonby, ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica en Buenos Aires, intrigaba a diestra y siniestra.

Dos años antes, luego de unas negociaciones con el ministro de Relaciones Exteriores de Pedro I del Brasil, el diplomático británico le había propuesto a Bernardino Rivadavia —en aquel entonces jefe de Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata— que la entrada a Montevideo fuera puerto franco para los navíos que ingresaban o salían de Buenos Aires a cambio de la Banda Oriental, que pasaría a formar parte del Imperio. Pero Ponsonby había recibido un rechazo rotundo. Las negociaciones e intrigas continuaron hasta que Rivadavia se retiró del sillón de mando y Buenos Aires volvió a asumir su autonomía, y el líder de la oposición y miembro del Partido Federal porteño, don Manuel Dorrego, obtuvo la Gobernación.

Desde su inicio en funciones, Dorrego declaró que estaba dispuesto a continuar la guerra contra el Imperio del Brasil. A pesar de la situación política favorable, la economía de la provincia estaba cada vez en peores condiciones. No podía hacerse de armas suficientes y la paga de sueldos a la tropa se demoraba más de la cuenta. Entonces Dorrego encontró una solución: hacerse de milicias entre la gente de la campaña, que prácticamente no exigía sueldos.

—Ponsonby ha colaborado bastante para que seamos testigos de este hundimiento, Alfonso —le respondió Tomás a su hermano con gesto pétreo. —Ya sabes que ha venido reclamándoles a los comerciantes nuestros que no le faciliten una moneda al Gobernador.

El plenipotenciario británico se había encargado de conminar al Banco Nacional —cuyo directorio estaba conformado casi exclusivamente por comerciantes de Gran Bretaña— que no facilitara grandes sumas a Dorrego para que a este se le hiciera imposible llevar adelante la guerra. El caballero inglés de mirada cansada le había confiado a uno de sus camaradas que su propósito era «conseguir medios de impugnar al coronel Dorrego, si llegara a la temeridad de insistir sobre la continuación de la guerra». Vería su caída con placer, según les confesaba a sus aliados.

—Guerra absurda, te digo. No entiendo esa manía que tiene este hombre. ¡Que deje de convocar a la sangre, porque de seguro la va a encontrar! —exclamó Adolfo, preocupado. —Mucho más temprano que tarde.

Días atrás, el Gobernador había citado a Lord Ponsonby en su despacho. Por fin se veían las caras, después de tantas intrigas, tanto ir y venir de correspondencia reservada. Dorrego le comunicó las condiciones en las cuales las Provincias Unidas estarían dispuestas a firmar la paz: el retiro total de tropas de ambos países, sin indemnizaciones; no se negociarían límites ni la libre navegación de los ríos. ¡Ah, las aguas, el comercio, los doblones y las ofertas clandestinas, cuándo no! Dorrego defendía su puerto y cerraba filas en contra de la avanzada imperial.

—Pues me he enterado de que el Gobernador está al mandar unos emisarios a negociar la paz con el emperador del Brasil —lo interrumpió Tomás. —Zarparán en un paquete inglés el ministro de Guerra y Marina, Juan Ramón Balcarce, el mayor coronel Tomás Guido y el oficial mayor de la Secretaría de Hacienda, Pedro Feliciano Cavia. Así que parece que Ponsonby se ha salido con la suya…

—No le confío para nada, Tomás. Me asombra que tú sí lo hagas.

La intuición del menor de los O’Gorman estaba bien encaminada. La determinación de Manuel Dorrego era no hacer jamás la paz con el Emperador. Se reía de él y de Lord Ponsonby en privado, aunque las carcajadas retumbaban demasiado.

Alguien llamó a la puerta del despacho e interrumpió la conversación de los hermanos. El dueño de casa invitó a que pasaran y miró su reloj. El tiempo volaba.

—Disculpa, querido, espero no molestar. ¿Cómo estás, Adolfo? ¿Cómo están Joaquina y la recién nacida? —preguntó doña Concepción mientras entraba al despacho de su marido.

—Las dos muy bien, muchas gracias. La casa se está acomodando a la novedad, como entenderás —respondió Adolfo. Le llamó la atención, como siempre, la capacidad de su cuñada de mostrarse espléndida, como si nada le hubiera sucedido. Había perdido a sus dos primeras hijas tras la peste de 1819 pero había seguido adelante con una fuerza sobrehumana y había engendrado seis hijos más. Nunca parecía agotada, no conocía el cansancio.

—¿Te quedas a comer, Adolfo? En unos minutos servimos la mesa —lo invitó y miró a su marido en busca de aprobación.

—De ninguna manera, Concepción. Me esperan en casa —Adolfo se incorporó de inmediato y estiró su chaqueta. Saludó a su cuñada, a su hermano y se retiró. Ya era hora de volver al hogar.

***

Los O’Gorman habían cruzado a La Merced. Se había cumplido una semana del nacimiento de la niña y era el día del bautizo. Doña Joaquina había dudado acerca del nombre de su hija. A diferencia de los otros nacimientos de sus hijos, esa vez no había preparado nada, había llegado al parto con la mente en blanco. Con los anteriores había machacado con diferentes opciones durante los nueve meses de embarazo. Elegía uno, cambiaba por otro, escuchaba opciones de su marido que le parecían deslumbrantes hasta que alguien traía una mejor. Y varias semanas antes de los berreos del parto había elegido cada nombre con decisión. Carlos, Carmencita, Clarita y Enrique habían tenido gracia antes de existencia. No había sido el caso con la nueva integrante de la familia.

A los pocos días del arribo de la niña a este mundo, el deán párroco del Socorro se había llegado hasta la casa de los O’Gorman. Esa parroquia, situada en el bajo del Retiro y los cuarteles aledaños, desde la calle Paraguay hasta Juncal Segunda (3), era la elegida de la comunidad británica. Las cercanías a la Plaza de Marte (4) estaban pobladas de numerosas quintas, casas con amplio terreno donde también se llevaba adelante el cultivo de la tierra, propiedad de los ingleses. Como era de esperar por sus orígenes, la familia O’Gorman concurría los domingos a misa en el Socorro. El deán Juan Silveira era como un pariente más y doña Joaquina recurría a él para cualquier cosa: una duda existencial o un pleito con la servidumbre. Los consejos del padre Juan eran palabra santa para ella.

Sin embargo, la niña se bautizaría en La Merced, ya que ellos vivían enfrente. Pero sobre todo, los Ximénez y Pinto, la familia de Joaquina, habían intervenido para que el bautizo no fuera en la iglesia de los irlandeses. El Socorro y el Pilar estaban incluidos entre las iglesias subvencionadas por el gobierno de la provincia por ser de escasos recursos en atención a su comunidad, que no era numerosa ni de elevado nivel económico. La hija dilecta de los Ximénez y Pinto se había casado con un O’Gorman, pero en cuanto podían le refregaban la diferencia de estirpe. La niña se bautizaría en La Merced, y a otra cosa.

A poco del nacimiento, el padre Juan franqueó el umbral de la alcoba de su feligresa y la encontró acunando a su niña.

—Buenos días, doña Joaquina. Se la ve rozagante a pesar de haber dado a luz hace tan poco —la saludó el sacerdote con una reverencia discreta.

—Ay, padre Juan. Lo estaba esperando, en dos días es el bautizo y no sé cómo llamarla. Es insólito esto que me pasa —dijo la madre mientras palmeaba a su bebita. —Y mi marido me ha dejado sola en la tarea. No me he atrevido a confiar mis dudas a mis hermanos y menos a mamita, no quiero molestarlos con mis cosas.

—¿Me permite? —el deán extendió sus brazos pidiéndole a su hija. —Vamos a ver cómo se porta esta niña.

El padre tomó el envoltorio de cobijas en el cual se abría un hueco que dejaba ver una cara diminuta que se retorcía como si buscara algo perdido. Los ojos de una inmensidad inmensa miraban sin ver, y una boca de pimpollo se abría y cerraba. La niña no lloraba, la niña hablaba en su idioma.

—Qué bonita y qué buena es —dijo el padre Juan sin quitarle la mirada de encima. —Parece una camila. Su nombre será Camila, doña Joaquina.

En la Roma antigua, los camilos y las camilas eran los niños y las niñas que se encargaban de ayudar a los sacerdotes en todo lo necesario para realizar las ceremonias religiosas domésticas. Eran elegidos por su belleza.

***

Debajo del altar mayor y al lado de la fuente bautismal se encontraban los padres con la criatura en brazos, los padrinos y el sacerdote que oficiaba la ceremonia del bautizo. Adolfo estaba impaciente, quería que todo acabara de una vez. Tenía sus razones para no sentirse bien en aquella iglesia. En 1806 y desde su atrio, Santiago de Liniers había dirigido el ataque a la Plaza Mayor (5) durante la Reconquista de Buenos Aires, cuando la primera invasión de los ingleses. Él despreciaba profundamente a aquel hombre, no era demasiado racional al respecto. Para él no era el Virrey de origen francés a la orden de España, sino el hombre que había arrastrado a su madre al oprobio, al estigma de mujer corrompida, al señalamiento feroz. Y ese sujeto había caminado esas mismas lajas, había respirado de ese aire… Adolfo necesitaba quitarse ese veneno de encima y sacar de inmediato a su hija de allí. Sentía que en ese lugar el estigma de Liniers caería sobre el alma de su angelito, aunque la oscuridad de sus pensamientos poco tenía que ver con su niña.

Doña Joaquina sostenía en brazos a su hija, que lucía el mismo vestido que había usado ella al ser bautizada. La tradición de la familia se repetía con su prole.

—María Camila, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —pronunció el padre Justo Muñoz, mientras vertía agua tres veces sobre la frente de la niña.

La emoción embargó el pecho de la madre, que no pudo evitar alguna lágrima. No entendía por qué, nada parecido le había sucedido con sus otros hijos. Estaba sensible con ese nacimiento. Camila la miraba como si la viera y parecía sonreír, aunque eso fuera imposible. Entonces Joaquina lloraba aún más. El padrino, don Fernando Cordero, permanecía quieto. No así Felipa Ximénez Pinto, hermana mayor de Joaquina, que extendió su mano para contenerla.

El rito llegó a su fin. El padre Justo los acompañó hasta el atrio, los bendijo y se despidió. Joaquina cubrió a su hija con la manta, hacía un frío demencial en la calle y no quería que enfermara.

—Vamos a casa, mis amigos. Allí estaremos tanto mejor. Esta iglesia es un páramo —señaló Adolfo y condujo a su mujer con el brazo.

Joaquina lo miró con un chispazo de rencor. No quería discutir con su marido. Ella era inmensamente feliz, había bautizado a su hija, a su querida Camila.

1- Reconquista en la actualidad, frente al convento de la Merced.

2- Catedral al Norte.

3- Juncal en la actualidad.

4- Hoy Plaza San Martín.

5- Así se llamó hasta 1808; Plaza de Mayo en la actualidad.