CAPÍTULO
II

El dueño de casa aguardaba el arribo del Gobernador. No era cualquier estanciero. Era Juan Manuel de Rosas quien esperaba que Manuel Dorrego y una ajustada escolta franquearan la tranquera de la estancia San Martín (1). Le había llegado la solicitud de que Dorrego quería verlo, quería hablar con él en privado. Por eso no lo recibía en el Fuerte.

Juan Manuel se había levantado temprano. Estaba de un humor de perros, se lo llevaba el diablo. No le gustaba madrugar, tardaba sus buenas horas hasta que se calzaba las botas y empezaba el día. Prefería quedarse en la cama hasta que el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Ni a Encarnación le permitía quitarse las cobijas de encima. Su querida esposa, la menor de las Ezcurra, acataba la palabra poco santa de Juan Manuel y lo acompañaba siempre. Formaban una pareja particular, se querían y se escuchaban con un respeto que metía miedo.

El madrugón había sido para esperar vestido al Gobernador. No era apropiado recibirlo en ropa de cama o desnudo, como le gustaba dormir a Juan Manuel. Hiciera un frío de témpano o un calor de incendio, Rosas prefería la desnudez. La de él y la de Encarnación, que bien estaba él para calentarle el cuerpo si la helada azotaba allí afuera. Era un hombre caliente y le gustaba que se notara, aunque incomodara al resto. Prefería provocar. Siempre.

Pero el Gobernador de Buenos Aires se demoró y llegó entrada la tarde. Dorrego lideraba acompañado por dos oficiales que lo seguían detrás. Desconocían el motivo de la misión, tampoco preguntaban; sabían que, cuando el jefe ordenaba, había que acatar y hacerse a silencio. Atravesaron el largo camino flanqueado por los magníficos ombúes que había hecho plantar Rosas, junto a más de setenta mil acacias blancas, cincuenta mil paraísos, cientos de nogales, olivos y frutales. Llegaron hasta el caserón pero nadie los esperaba. Dorrego miró a un lado y al otro, pero no vio señales de vida humana. Desmontó y tras él lo hizo la escolta. Caminaron hasta la entrada. De pronto, las puertas se abrieron y apareció la figura del mayordomo.

—Buenas tardes, señor Gobernador. El Comandante General de Campaña los aguarda en su despacho —anunció y los hizo pasar.

Dorrego frenó a sus oficiales: él entraría solo. Les ordenó que se ocuparan de los animales mientras él estuviera en reunión. El criado le señaló el camino con la mano. Manuel asintió: conocía la estancia, había estado allí más de una vez. Su hermano Luis era socio de Rosas, junto con Juan Nepomuceno Terrero, en el negocio del saladero. La sociedad los había convertido en hombres ricos, si no en los más poderosos de la provincia. Manuel golpeó la puerta, que abrieron desde adentro. Sentado detrás de una mesa inmensa estaba Rosas. Su figura fue lo primero que Dorrego detectó al entrar; después reparó en el resto de los hombres que ocupaban el despacho. El estanciero no estaba solo; como siempre, lo acompañaba su séquito.

—Pase, Gobernador. Le pido disculpas por el desorden, estamos trabajando desde muy temprano —lo saludó Juan Manuel con una pizca de ironía solapada por la demora. —A ver, señores, si me permiten, que tengo reunión importante. Lo nuestro puede esperar.

La comitiva apuró el paso y se retiró del aposento. Dorrego había nombrado a Rosas comandante general de la campaña, como una manera de obtener algún acuerdo ante los numerosos frentes que se le habían abierto. Juan Manuel estaba acostumbrado a esos menesteres. Bernardino Rivadavia, durante su presidencia, lo había nombrado en el mismo puesto para que ayudara a mantener pacificada la frontera de la Pampa con los indios. Juan Manuel conocía bien los poblados del Salado y más allá; él se había criado entre indios, en el campo de la familia. Su madre, doña Agustina, había permitido que su principito potreara entre caciques y capitanejos desde su más tierna infancia. Ese querubín de enmarañado pelo rubio había liado amistades con caciques y sus descendencias. Dorrego también había convocado a Tomás Guido y a Vicente López y Planes para que ocuparan cargos en su gabinete, a ver si de este modo lograba la pacificación con los unitarios, que andaban respirándole en la nuca.

El anfitrión le ofreció algo para beber pero el invitado declinó la invitación. Dorrego estaba preocupado.

—Escucho rumores que no me gustan nada, Comandante —empezó Manuel con mirada torva.

—¿Y cuáles son esas murmuraciones, Gobernador? —Rosas se hacía el ingenuo pese a que sabía de memoria lo que se cocinaba en Buenos Aires.

—Me gustaría saber su opinión acerca del Tratado de Paz que hemos firmado —dijo Dorrego sin más rodeos.

Balcarce y Guido, los enviados al Janeiro, ya habían regresado y la ciudad los había recibido con iluminaciones, fuegos artificiales, danzas y salvas. Al arribar, un sinnúmero de personas los había acompañado hasta la residencia del Gobernador, entre vivas y aclamaciones.

—El acuerdo será tan ventajoso como usted dice, Gobernador; pero no es menos cierto que usted ha contribuido a formar una grande estancia con el nombre de Estado Oriental (2). Y esto no se lo perdonarán a usted. Quiera Dios que no sea el pato de la boda —le advirtió el estanciero mientras achinaba sus ojos azules como el cielo.

El primer artículo del convenio decía que Su Majestad el Emperador del Brasil declaraba «a la provincia de Montevideo, llamada Cisplatina, separada del territorio del Imperio brasileño, para que pudiera constituirse en Estado libre e independiente de toda y cualquier nación, bajo la forma de gobierno que juzgare conveniente a sus intereses, necesidades y recursos». Todos entendían que, cuando los oficiales del ejército de este lado del río empezaran a emprender la vuelta desde la Banda Oriental, la cosa se pondría áspera.

Rosas no le quitaba los ojos de encima al Gobernador. La relación entre ambos líderes del federalismo era tensa. Los adversarios de Dorrego no estaban solo en las filas enemigas; uno de sus principales contrincantes era ese estanciero arisco que dominaba el sur de la provincia y con el que le resultaba complicado entenderse. Lo había nombrado comandante como una forma de acercar pareceres, pero a veces aquello parecía imposible.

—Vuelvo con lo mismo, Gobernador, y me agobio de solo escucharme, pero me parece que anda haciéndose el sordo y el ciego con el evidente accionar conspirativo de los unitarios. Muy poco cuidado, don Manuel —largó Rosas con los restos de paciencia que le quedaban. Ya le resultaba imposible callar lo que pensaba.

—Señor don Juan Manuel, que usted me quiera dar lecciones de política es tan atrevido como si yo me propusiese enseñarle a usted cómo se gobierna una estancia —se arrebató Dorrego.

Rosas cambió de posición y resopló. Quería hacer tiempo para apaciguar la furia. Desconfiaba del carácter del Gobernador. Él era un hombre ordenado, intentaba seguir las normas, y que Dorrego anduviera envuelto en desprolijidades sin sentido lo enfurecía. Para colmo, algunos de sus más estrechos colaboradores le habían comentado la frase favorita del hombre fuerte de la provincia cuando se refería a su persona: «¡El gaucho pícaro! ¡Que siga enredando y el día menos pensado lo fusilo!». ¿Ah, sí? ¿Querrás deshacerte de mí, anárquico y desorganizado? Ya verás la que te espera…, mascullaba Juan Manuel para sus adentros. Le había enviado una carta al general Juan Antonio Lavalleja donde le decía: «Dorrego es un loco indigno de presidir la provincia de Buenos Aires y la obra más meritoria del Ejército Nacional, después que hubiese terminado la campaña sería echarlo a patadas».

Sin embargo, pese a los constantes desencuentros entre ambos, a veces los dos hombres bajaban la guardia y podían escucharse sin tirria. Esa vez Dor≠rego se había llegado hasta el campo de Rosas porque precisaba su opinión, la consideraba; y el estanciero, cuando aplacaba el bufido, era sincero y le regalaba su agudo análisis de la situación. Rosas estaba preocupado, muy preocupado por el avance unitario.

—Ojo, Manuel, que cuando el Ejército Nacional vuelva, llegará desmoralizado por esa logia que desde hace mucho tiempo nos tiene vendidos. Logia que, en distintas épocas, ha avasallado a Buenos Aires y ha tratado de estancar en su pequeño círculo a la opinión de los pueblos. Logia ominosa y funesta, contra la cual está alarmada toda la nación —advirtió Rosas, con esos ojos que parecían ver más allá de todo.

Dorrego asintió pero se lo notaba lejos de allí. Trataba de encontrar soluciones a la infinidad de problemas que tenía en Buenos Aires. Escuchaba a Rosas pero su voz interna hablaba más fuerte. Le costaba confiar en lo que le decían. Como si hubiera recordado algo, se incorporó de pronto y dijo que tenía que partir. Se fundieron en un abrazo y se separaron. Cada uno por su cuenta siguió murmurando pensamientos.

***

Hacía días que Carlitos volaba de fiebre. El niño guardaba cama, sin fuerzas para levantarse siquiera. Tal era el mal que lo aquejaba que el cuerpecito del niño parecía un estropajo. Doña Joaquina había ordenado que lo separaran del resto y lo acomodaran en las habitaciones del fondo, alejado de sus hermanos, para que estos no se contagiaran y para que el convaleciente estuviera tranquilo.

Al tercer día y con la temperatura de su hijo aún por las nubes, Joaquina no abandonaba el costado del lecho. Allí se apostó como centinela a cuidar a su Carlitos. Afuera, el tiempo había empezado a templarse y en la alcoba hacía un calor que habría desmayado a un habitante del trópico.

El niño dormitaba y Joaquina lo escrutaba. No sabía si quitarle las cobijas o abrigarlo aún más. Con un liencillo húmedo en agua y alcanfor, le enjuagaba la frente. Carlitos suspiraba, aunque más que suspiro lo suyo parecía un quejido constante.

Se abrió la puerta y como una tromba entró Tomasa, la criada. El niño era su favorito; había sido el primero de los O’Gorman, el que había traído la alegría al hogar, o por lo menos a la servidumbre, siempre solícita a sus reclamos.

—Doña Joaquina, el niño no está bien —dijo Tomasa y revoleó los ojos como si buscara algo. —Yo sé lo que le pasa.

—Pero qué novedad, mujer, pues claro que mi hijo está malo. ¿No lo ves? —y bajó la voz, no quería alterar al niño. —Vete a buscarme agua fresca y linimentos, que esto ya está sancochado.

—Amita, anduve por El Tambor (3) los otros días y me encontré por ahí con la Toña; no me pida que le cuente de su vida porque se va a asustar —empezó Tomasa con pocas ganas de cumplir la orden de su patrona. —En esta casa, doña, hay una bruja que le anda chupando la sangre al Carlitos para hacerle un hechizo por el cual se hace invisible y tiene un pacto con el demonio…

—¡Pero qué dices, loca! En esta casa no se habla del diablo, acá solo entra Dios. No hagas que te despida, y agradece que no le comente nada de esto a mi marido porque de inmediato te saca a patadas de aquí.

Tomasa bajó la cabeza. Amagó a seguir, las palabras se le amontonaban en la garganta. Quería explicarle a su querida patroncita todo lo que había aprendido en El Tambor: que había que poner agua bendita donde estaba el niño, disponer de algún crucifijo y rezar el evangelio de San Juan; no había que maldecir al pobre de Carlitos; era necesario esparcir mucha ruda y muchos ajos a su alrededor, o ponérselos en el cuello a la criaturita porque tenían el poder de espantar a las brujas… Pero pensó que era mejor llamarse a silencio.

—Pero, ¿y cómo hacemos para salvar al niño Carlos? —atinó a preguntar Tomasa en un hilo de voz.

Doña Joaquina levantó la vista y la posó en su criada. Pero no la miró, sus ojos se habían perdido en el laberinto de sus pensamientos. ¡Qué desgracia que el tío abuelo de Adolfo ya no estuviera entre ellos! El difunto Miguel O’Gorman y su sabiduría bien podrían haberla ayudado con el mal de su niño querido, su primogénito. Seguro se lo habría curado en el acto y no como los médicos que habían tomado su lugar. No confiaba en nadie, solo en ella misma y sus cuidados maternales. Joaquina pensaba y sufría.

—¿Qué hora es, Tomasa? Estoy algo perdida, ya no sé ni en qué día vivo —preguntó, y volvió su atención a Carlitos, que respiraba con dificultad. —A última hora viene el doctor Argerich a verlo.

—Era hora de que viniera alguien. El niño no se va a curar solo.

Joaquina volvió a alzar la mirada, ya no tenía fuerzas para discutirle a Tomasa. La energía de la mulata era arrolladora, no se cansaba nunca, y ella estaba agotada. Hacía tres días que no se movía del lado de la cama de su hijo. Se había olvidado de que tenía una familia, ya nada le interesaba salvo la salud de Carlitos. Que se recuperara de una buena vez, que no pasara por lo mismo que con la enfermedad de la hija de los primos del marido de su hermana, que había terminado en muerte. Joaquina no estaba preparada para algo así, era demasiado para ella. Prefería quitarse la vida antes de que su hijo… Ni siquiera podía pensar en esa palabra, le faltaba el aire, venía el mareo, el horror. Su Carlitos saldría adelante, el médico lo rescataría del mal y volvería a correr alegre por aquí y por allá como siempre.

—Amita, perdón que le insista, pero acuérdese de que tenemos una recién nacida en esta casa —intervino Tomasa otra vez. —Diga que es un angelito…

—Pero ¿qué me dices? Si la he parido yo, Tomasa. Y Josefa se encargó del ama de leche. Camila está bien atendida, por pequeña que sea ella sabrá comprender por el momento que estamos pasando —refutó doña Joaquina, sobreactuando un énfasis que el temblor de la voz contradecía.

Pensó en Camila, su bebita de ojos grandes y mirada profunda a pesar de su corta existencia. Más que angelito parecía un ser milenario… Pero no podía ocuparse de Camila en este momento, el cuerpo enfermo de Carlitos clamaba por ella. Camila entendería, Camila no lloraba, Camila era una niña feliz y tenía toda la vida por delante.

***

Las conspiraciones estaban a la orden del día. Noviembre había sido un mes de acaloramientos. No solo de soles rajantes sino también de planes hilados al vaivén ardiente de la clandestinidad y la violencia.

El partido unitario se había cansado. Los detractores de Manuel Dorrego habían llegado al límite. Jornadas enteras de planes y estrategias, además del pregón, sordo o a los gritos, habían logrado que Buenos Aires se volviera contra su Gobernador.

Eran las diez de la noche del domingo 30 de noviembre de 1828. La ciudad estaba en silencio, las calles vacías. Sus habitantes se habían sentado a la mesa y comían en familia, como una noche más. Sin embargo, en la calle Parque (4) había otro movimiento. Unas siluetas cubiertas por capotes negros avanzaban, intentando escapar de la luz de la luna y de algún que otro farol callejero. Algunos venían por De la Paz (5), otros por Catedral (6), y de a uno fueron tocando la puerta de roble francés con tallas barrocas. Había que disimular, si llegaban al mismo tiempo podían levantar sospechas.

Fueron entrando de a uno. El dueño de casa los recibió sin servidumbre a la vista. Don Valentín Gómez había despachado a sus criados, no quería testigos. El hombre, un unitario enfervorizado, era sacerdote pero participaba en política desde hacía mucho tiempo. Había sido diputado en el Congreso General de 1824 y había apoyado férreamente el nombramiento de Bernardino Rivadavia como presidente.

Los pesados cortinados cubrían las ventanas de la sala que daban a la calle. Recién ahí, con la ratificación de que la confidencialidad se mantendría a rajatabla, los presentes fueron quitándose la capucha que cubría sus caras. Los generales Martín Rodríguez e Ignacio Álvarez Thomas, los hermanos Juan Cruz y Florencio Varela, Salvador María del Carril, el ex ministro de Rivadavia Julián Segundo Agüero, el coronel Federico Rauch, el sacerdote Bernardo Ocampo, Valentín Alsina, José Miguel Díaz Vélez, Ramón Larrea —el hermano de Juan, quien había sido vocal de la Primera Junta, en 1810, y cónsul en Burdeos, nombrado por Dorrego—, los abogados Manuel Gallardo y Francisco Pico, el almirante Guillermo Brown, el hermano del dueño de casa, el cura Gregorio Gómez, el francés Filiberto Varaigne, emisario de Rivadavia, y Juan Galo de Lavalle, que había llegado a Buenos Aires el día anterior, se saludaron unos a otros con un discreto cabeceo.

Se sentaron a la mesa, en la cabecera el ex realista devenido republicano Julián Segundo Agüero, y a su derecha el francés Varaigne, y tras la ejecución de los rituales propios de la masonería, se dispusieron a llevar adelante la tenida.

—Caballeros, les expongo el plan que algunos hemos venido pensando: apresar a Manuel Dorrego, a Juan Manuel de Rosas y a los principales jefes federales. Es hora de escarmentar a esa turba —dijo el sacerdote Gómez, tomando la palabra ante el silencio del resto. —También hay que desmantelar a los caudillos del Interior. El general Paz deberá hacerse cargo de Córdoba y el general Cruz será el jefe de la revolución.

—Hay que fusilar a Dorrego y a Rosas. Que cunda el pánico entre la chusma para que nunca más intente tomar el poder destinado, por gracia de Dios, a los vecinos respetables —intervino Agüero con voz pausada.

Los murmullos empezaron a crecer. Lavalle, que había sido elegido como el brazo ejecutor de los designios de los conspiradores, pidió la palabra y se puso de pie.

—Fusilar a Rosas y a Dorrego me parece una canallada —sentenció.

El resto lo miró con cara de nada, esa nada que dice mucho, que mete miedo, que augura tempestades. No se miraron entre ellos, no les hacía falta.

—¿Y cuál sería el motivo para deshacerse de Rosas? —Lavalle insistió con sus razones. —Si Juan Manuel, mi hermano de leche, es asesinado, yo no formaré parte de ese hecho. Conmigo no cuenten.

Rosas y Lavalle habían compartido nodriza al nacer, pero al resto de los convidados les importaba bien poco. Resoplaban, rechinaban los dientes, otros sostenían un silencio cargado de intención.

—Puedo entender la situación de Rosas, pero, general, Dorrego es el culpable de haber perdido la guerra que ustedes habían ganado en el campo de batalla. No queda otra alternativa que acabar con él.

Lavalle se cruzó de brazos, perdido en el laberinto de sus pensamientos. Detestaba a Dorrego. Habían sido compañeros de armas, tiempo atrás, bajo el mando de José de San Martín, pero había corrido demasiada agua bajo el puente. Manuel se había convertido, se había transformado en un monstruo, ya no era el que había sido… Todo eso pensaba Lavalle. Entonces aceptó pero con una condición: él sería el único jefe de la rebelión. No quería adláteres. Él y solo él. Los conjurados consintieron de inmediato, que no se dijera más.

Sonaron las campanadas de la medianoche y se levantó la sesión masónica. Juan Galo de Lavalle se dirigió al cuartel de la Recoleta, donde se había alojado apenas llegado a Buenos Aires. Formó sus tropas y a la madrugada se dirigió a la Plaza de la Victoria (7).

Mientras tanto, el Gobernador permanecía en el Fuerte. Su entorno, con Rosas a la cabeza, había abandonado la ciudad para ponerse a salvo. La revolución era un secreto a gritos. A las tres de la mañana, un oficial le entregó una esquela anónima en la que se le advertía de la conjura. Dorrego no creyó una palabra. Reunió a unos pocos colaboradores en el húmedo despacho y les dijo:

—Ya verán ustedes, Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero dentro de dos horas será mi mejor amigo.

Le ordenó a su edecán, el coronel Bernardo Castañón, que convocara al conjurado a deliberar en el Fuerte. El edecán galopó hasta donde se encontraba Lavalle y le repitió los dichos del Gobernador.

—Dígale usted al coronel Dorrego que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es este general. Dígale también que, como él ha derrocado las autoridades nacionales para colocarse en un puesto que no merece, yo lo haré descender, porque tal es la voluntad del pueblo al que tiene oprimido. Por último, dígale que dentro de dos horas iré a la cabeza de mis lanceros a echarlo a patadas de un lugar que no merece ocupar —respondió Lavalle con ojos de hielo y desprecio en la voz.

—Y a levantarle el mate, si se resiste —agregó el coronel Rauch con una risotada.

El coronel Castañón intentó advertirles lo que podría pasar si insistían con el golpe.

—Vaya y dígale a Dorrego lo que vio y escuchó —lo cortó Lavalle y dio vuelta la cara.

El edecán corrió con la noticia y Dorrego intentó algunos movimientos: convocó a Rosas para que reuniera a sus tropas y llamó a sus amigos Manuel Olazábal y Enrique Martínez para que se llegaran hasta el Fuerte para defenderlo. Solo unos pocos colaboradores permanecían junto a él: Tomás Guido —que le palmeaba el hombro y le aseguraba que exageraban, que no pasaba nada, que tranquilo—, Balcarce y los generales leales, Rolón e Iriarte.

Con la claridad del alba de aquel lunes, Dorrego subió hasta una de las torres y miró por la ventana. Allí, en la Plaza de la Victoria, estaba desplegado el ejército, con Lavalle a la cabeza. Descendió a la velocidad del rayo, asumiendo que lo que le habían advertido era real. Pidió que le prepararan su caballo y cuando todo estuvo listo le abrieron la puerta del Socorro, que daba al río, y galopó tierra adentro.

Mientras tanto, en el Fuerte habían quedado unos pocos hombres. A las siete de la mañana abrieron el portón principal y entró Lavalle, con la frente en alto. Guido lo instó a que no hubiera derramamiento de sangre entre hermanos, y horas después, en el convento de San Francisco se organizó una asamblea para elegir quién continuaría en el cargo. Agüero nombró a Juan Galo de Lavalle como Gobernador de Buenos Aires, y los presentes gritaron a su favor, con una ventolina de sombreros al aire.

***

Manuel Dorrego atravesó matorrales, juncos y barriales. A media mañana llegó a Cañuelas y se alojó en la finca de Cayetano Sotelo. Debía pensar antes de actuar. Quería reunir a sus hombres para recuperar el Gobierno. Le envió una misiva a Estanislao López solicitándole ayuda militar. El caudillo santafesino se puso en movimiento para organizar la defensa del gobernador depuesto. Con el paso de las horas, la finca se convirtió en un cuartel. En todos lados se sumaban hombres dispuestos a defender a Dorrego. Juan Manuel de Rosas también ofreció su lealtad.

Los bandos se armaron. Ambos partidos se preparaban para enfrentarse en la que sería —según los rumores que aturdían a la ciudad— la batalla de todas las batallas. El 8 de diciembre, Lavalle envió a Lamadrid hacia las cercanías de la laguna de Lobos, a deliberar con Dorrego. Los unía un parentesco: Manuel era el padrino de la hija de don Gregorio. La misiva de Lavalle decía:

El Gobernador Provisorio de la Provincia, elevado a este destino por el voto público de la capital, deseando terminar sin efusión de sangre la obra empezada el día primero, envía al campo del señor coronel don Manuel Dorrego al de igual clase don Gregorio Aráoz de Lamadrid, quien va autorizado para conceder las garantías personales que puedan solicitar los señores jefes y demás individuos de esa reunión.

Lavalle le ofrecía garantías, quería resguardar a su camarada de armas de otros tiempos, sabía que el resto de los conspiradores se la tenían jurada. Pero Lamadrid no encontró a Dorrego en Lobos. Rosas, en cambio, fue quien lo recibió. Enfurecido, le dijo:

—Es Lavalle quien debe pedir garantías por haberse levantado contra la autoridad legítima —y lo envió al campamento enemigo.

En la mañana del 9 de diciembre, Rosas le reclamó a Dorrego que no se prestara al combate, que la cosa estaba difícil, que su vida corría peligro y era mejor guardarse que ir a una muerte segura. El Gobernador depuesto no le hizo caso, quería seguir adelante, costara lo que costase.

La contienda se organizó en los campos de Navarro. Los unitarios embistieron a las tropas federales y las diezmaron como si fueran hormigas. Dorrego y Rosas abandonaron el campo de batalla sobre el que yacían cien cadáveres federales y cuatro unitarios. Rosas le insistió con que se fugaran juntos rumbo a Santa Fe, pero el vencido se negó. Entonces se dirigieron a la estancia El Triunfo, de su hermano Luis, a unas leguas de Salto. Comieron un asado y Rosas se despidió. Horas más tarde, los oficiales Acha y Escribano irrumpieron en el lugar con una orden de arresto. Manuel Dorrego no entendía de qué se trataba pero acató, ingenuo. El tiempo pasó y llegó el coronel Rauch con una partida de hombres reclamando al prisionero. Debían llevarlo de vuelta a Navarro.

—¡Luis, estoy perdido! —le dijo Manuel a su hermano, ahora sí dominado por la angustia.

El Loco, como se lo conocía, pasó la noche acompañado por su hermano mayor. Se dijeron todo, recuperando algo del tiempo perdido. Manuel intuía lo que se le venía y Luis lo cobijaba lo mejor que podía.

Las órdenes y las contraórdenes fueron y volvieron: que había que matarlo, que fusilen a ese mierda, que la espada era un método de persuasión muy enérgico, que quitaran las cuitas del corazón de en medio… Lavalle era quien debía dar la orden y la dio: fusilen a Dorrego.

A las dos y diez de la tarde del 13 de diciembre, Manuel Dorrego pidió papel y lápiz para escribir sus últimas cartas. Después de poner en orden las cuestiones políticas, apuntó unas palabras para su amada esposa, doña Ángela Baudrix:

Mi querida Angelita,

En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; mas la Providencia Divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.

Mi vida: Educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía de tu desgraciado Manuel Dorrego.

Mi vida: Mándame hacer funerales y que sean sin fausto. Otra prueba de que he muerto en la religión de mis padres.

Tomó aire y continuó con sus hijas:

Mi querida Angelita,

Te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre…

Y:

Mi querida Isabel,

Te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre…

El capitán Páez dio la orden de fuego. Detonaron los disparos fatales. Dorrego gimió y se derrumbó de rodillas sobre el piso. Un soldado se le acercó y con un machete le cortó el cuello. Ese cuerpo, sin vida y sin cabeza, empapado en sangre, marcaba el fin de una era. Lavalle, a unos pasos de allí, apretaba los dientes pero asumió toda la responsabilidad.

1- Actual Museo Histórico de La Matanza «Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas», a la altura del km 40 de la ruta 3, al sur del partido de La Matanza.

2- La actual República Oriental del Uruguay.

3- Actual barrio de Monserrat; se llamaba así por la gran cantidad de esclavos negros que allí vivían.

4- Lavalle en la actualidad.

5- Reconquista en la actualidad.

6- San Martín en la actualidad.

7- De 1808 a 1880 se llamó así; hoy Plaza de Mayo.