EN LA OBRA DE MIGUEL DE CERVANTES nos encontramos varios saltos notables, unos divertidos pero creíbles, otros también divertidos pero inverosímiles. Entre los primeros, los saltos de Melisendra y el de la falsa Dulcinea, que son casi idénticos, como nos recuerda el cervantista George Haley: la moza lugareña, derribada de su montura, toma vuelo y salta a lomos de su asno, sobre el cual “quedó a horcajadas, como un hombre”.1 Más adelante, se repite la misma fórmula, y vemos que, en el cap. XXVI de la segunda parte, Melisendra salta de igual manera a la grupa del caballo de Gaiferos. Entre los segundos, nos encontramos varios ejemplos en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ya que, aparte de la mujer que arrojada desde lo alto de una torre se ganó el título de la primera paracaidista de la historia, pues le sirvieron sus mismos vestidos “de campana y de alas”, el autor nos describe la singular hazaña de Cratilo, el cual, desde la punta de una peña, hace volar a su caballo por el aire para caer ambos, jinete y montura, sanos y salvos en las congeladas aguas del mar del Norte. Y desde luego, en el Viaje del Parnaso, además del salto a tierra que desde la alta proa de una nave da Don Diego Jiménez y de Anciso, y del brinco colosal de otro personaje del poema —al parecer Apolo: los versos son confusos— el cual “desde las altas cumbres del Parnaso / de un salto se puso en Guadarrama”, además, decíamos, caen del cielo, llueven, numerosos poetas, tras haber sido paridos, con toda felicidad, por las nubes.

Ningún salto, sin embargo, tan extraordinario, tan descomunal, como el que dio Don Álvaro Tarfe al brincar desde El Quijote de Avellaneda, para caer, tan campante, en el capítulo LXXII de la segunda parte de El Quijote de Cervantes. Ninguno, tampoco, de tal posible trascendencia literaria, y que diera pie para tanta sabrosa especulación, como la que ha habido y de seguro habrá.

Vencido ya por el Caballero de la Blanca Luna, atropellado por los toros, pisoteado por los cerdos, vejado de manera asaz soez y bárbara por Altisidora, nuestro hidalgo se encamina con Sancho a su aldea cuando, recordemos, se le aparece en el mesón en el que se aloja un caminante a caballo, acompañado de varios criados, el cual declara llamarse Don Álvaro Tarfe. De inmediato, Don Quijote le dice a Sancho que le parece haber topado con ese nombre cuando hojeó el libro de la segunda parte de su historia. Se refiere, desde luego, al Quijote apócrifo de Avellaneda. Don Quijote entabla conversación con el personaje, y le pregunta si él es “aquel Don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la historia de Don Quijote, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno”, y el caballero responde: “El mismo soy […] y el tal Don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba…”

Don Álvaro Tarfe acaba de dar un salto inmortal, y, con él, en la literatura ha sucedido un acontecimiento de una importancia inconmensurable, que tiene mucho que ver con la verdad y la mentira, pero no con la verdad y la mentira de la literatura en su relación con la vida real, sino en su relación consigo misma.

Esta aparición, que me hace imaginar la de un fantasma que al entrar en una habitación se incorpora a la realidad tangible y se transforma ante nuestros propios ojos en un ser de verdad, de carne y hueso, esta aparición, junto con las palabras del hidalgo manchego en la imprenta de Barcelona sobre la publicación del Quijote apócrifo, merece, por lo pronto, algunos comentarios impostergables.

Como se sabe, después de que Cervantes, en el prólogo a la segunda parte de su libro, le dice al lector respecto al falsario: “Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido; pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma, y allá se lo haya”, es en el capítulo LIX de la misma segunda parte que Don Quijote se refiere por primera vez al libro de Avellaneda, cuando oye hablar de él a un tal Don Juan, y se llena “de ira y de despecho” al saber que en él se le califica de “desamorado caballero”, si bien antes ha tenido el bondadoso gesto —gesto, en realidad, de Cervantes y no de Don Quijote— de decir por boca del mismo Don Juan, que “no hay libro tan malo que no tenga una cosa buena”. Tres capítulos más tarde, Don Quijote entra a una imprenta de Barcelona donde están corrigiendo el libro, a punto a ser publicado, y se sorprende de que no haya sido antes quemado y hecho polvos “por impertinente”, y añade: “pero su San Martín se le llegará, como a cada puerco”. Por último, en el capítulo LXX, dos antes de aquel que cuenta el encuentro con Álvaro Tarfe, El Quijote apócrifo aparece en la falsa visión de Altisidora, la cual, en el palacio de los duques, narra cómo, semiviva y por lo tanto semimuerta, llegó a las puertas del infierno ante las que vio a una docena de diablos que jugaban a la pelota, admirándose Altisidora de que les servían, en lugar de pelotas, libros, al parecer, “llenos de viento y borra”. Uno de estos libros, como es de suponerse, es el escrito no por Cide Hamete Benengeli, sino “por un aragonés que él dice ser natural de Tordesillas”. Arrepentido, tal vez, de su previa generosidad, Cervantes hace que uno de los diablos diga que el libro es tan malo “que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertaría…” Esta enfática manifestación de desprecio debió haber bastado para que abandonaran su teoría, pienso yo, aquellos pocos comentaristas que se han atrevido a pensar que fue el propio Cervantes el autor de El Quijote de Avellaneda. El gran novelista ruso Vladimir Nabokov parecería ser uno de ellos, pero en realidad aventura la suposición no muy en serio, sino más bien como una propuesta de juego: “Avellaneda debió ser, bajo un disfraz de espejos, Cervantes”.2 Y en todo caso, se le puede perdonar a Nabokov, porque podemos suponer que no dominaba el español al grado de estar capacitado para apreciar la abismal diferencia de estilos que hay entre el verdadero Quijote y el apócrifo. Paradójicamente, el estilo del primero, el de Cervantes, es ameno, florido, lleno de frescura. El de Avellaneda, por su aridez y hostilidad, se parece más a ciertas partes de la tierra manchega.

Antes de continuar con Álvaro Tarfe, me permitiré hacer un breve paréntesis para recordar —no resisto la tentación— que apenas un año antes de la aparición, en 1615, de la segunda parte del Quijote, la de Cervantes desde luego, nuestro autor publicó el Viaje del Parnaso, donde nuevamente los libros —y aun parte de ellos, por ejemplo los poemas— aparecen como objetos a los que se les da un uso material muy distinto de aquel para el que fueron creados. En esta ocasión, se les emplea como proyectiles, en una batalla campal entre novelistas y poetas —todos contra todos, al parecer—. Así, el soneto de un bardo deshace catorce hileras del escuadrón enemigo, mata a dos criollos y hiere a un mestizo. Un grito de alarma es: “¡Todos abajen la cabeza / que dispara el contrario otra novela!”

Vuelvo, pues, con Don Álvaro. La primera parte del Quijote de Cervantes apareció en 1605. La segunda, en 1615. Lo que no quiere decir, desde luego, que Don Quijote haya permanecido diez años en su aldea antes de volver a salir: no existe solución de continuidad entre una y otra de las dos partes. Y por supuesto que así debió entenderlo no sólo la mayoría de aquellos lectores que sin conocer el apócrifo tuvieron que aguardar diez años para leer la esperada y a la vez inesperada segunda parte, sino en particular, pienso, todos aquellos que por primera vez leyeron —leímos— El Quijote completo sin que mediara a veces ni un día, sino acaso horas o minutos, entre la lectura del fin de la primera y el comienzo de la segunda. El caso, sin embargo, de los lectores que conocían la primera parte de El Quijote, y que leyeron el apócrifo antes de leer la segunda parte del auténtico, debió ser muy distinto.

Por una parte, el apócrifo se publicó en 1614 —lo que ha dado lugar a que muchos críticos piensen que Cervantes escribía, en esa fecha, el mencionado capítulo LIX, donde se refiere a él por vez primera—. A sabiendas, por parte de los lectores, además, de que tanto Don Quijote como Sancho estaban conscientes de figurar desde hacía tiempo en páginas impresas como personajes históricos de la ya publicada primera parte de El Quijote —y que ese tiempo era nada menos que una decena de años—, debieron extrañar mucho a esos lectores, debieron confundirlos, varios hechos insólitos.

Uno de ellos es que en la segunda parte —donde, a diferencia de la primera, los personajes se saben ya “escritos”, aunque en la primera lo estaban, es evidente, nos lo está diciendo el autor— la historia del héroe y de quienes lo rodean se cumple, se hace verdad, se hace y se escribe a sí misma, a medida en que es, está siendo y llega a ser. Es decir, en la medida en que sucede, en que pasa en el presente para así pasar al pasado y suceder en él. Por otro lado, todas las aventuras de Don Quijote, incluidas las dos partes del libro, suceden en el lapso de unos cuantos meses que, como lo señala el investigador Luis A. Murillo, son julio y agosto, en la primera parte, y, en la segunda, un periodo que oscila entre la primavera y el verano, sin que ni el otoño ni el invierno se aparezcan por lugar alguno como puente entre ambas partes, para unirlas y separarlas al mismo tiempo. En otras palabras, Murillo nos hace ver que el “tiempo poético” del caballero no tiene nada que ver con las estaciones del año, sino únicamente con un largo verano, el “verano mitológico” que da título a su estudio.3

Para aumentar la confusión del lector, resulta que, a pesar de los diez años que transcurren entre la publicación de la primera y la segunda parte del Quijote, el “tiempo novelístico” entre el final de una y el principio de la otra, no pasa de treinta y tantos días: Cervantes nos dice, en efecto, que al final de la primera parte, el barbero y el cura dejaron de ver a Don Quijote un mes, al cabo del cual corroboraron, compungidos, que su locura no había menguado. Siguen varias y largas conversaciones entre ellos y el hidalgo, o entre el hidalgo —que pronto sería caballero— y Sansón Carrasco, o entre el hidalgo y su ama y su sobrina, o entre Sancho y su mujer, conversaciones que pudieron haber ocurrido en unos cuantos días, y a ellas sigue la tercera salida de Don Quijote, y con ella comienzan las aventuras de la segunda parte. En otras palabras, en el lapso literario de apenas un poco más de treinta días, mientras Don Quijote se repone y planea su excursión al Toboso, surge de la nada otro Don Quijote —el de Avellaneda— al que le sobra el tiempo para pasearse y pasear su insania y su tozudez no sólo por varios cientos de atiborradas páginas, sino al mismo tiempo, por Ateca, Zaragoza, Sigüenza, Alcalá, Madrid y Toledo, ciudad esta última donde lo encierra Álvaro Tarfe en un manicomio, del cual sale poco después para encaminarse a Salamanca, Ávila y Valladolid. Sin embargo, no parecieron los lectores inmutarse por estos absurdos, como no lo hicieron ninguna de las otras veces en que Cervantes trastocó el orden de las horas y los días. Clemencín nos señala abundantes ejemplos de estos descuidos frecuentes, y nos recuerda el fracaso de Vicente de los Ríos cuando intentó hacer un plan cronológico “de una obra llena de anacronismos”.4 Tan llena está, que Martínez Bonati nos señala que Don Quijote sale por primera vez un día “de los calurosos del mes de julio” y, hacia el final de su tercera salida, llega a la playa de Barcelona “la víspera de san Juan en la noche”. Dice Martínez Bonati: “Como parece contrasentido salir en julio, y luego de varias semanas de idas y vueltas, encontrarse de viaje en el mes anterior a la salida, don Francisco Rodríguez Marín, siguiendo a Hartzenbusch, entiende que la fiesta de san Juan a la que se hace referencia es la de la decapitación, del 29 de agosto, y no la del 24 de junio. Esto salvaría del absurdo cronológico, pero no de la incongruencia cronológica, pues entre comienzos de julio y fines de agosto no caben todas las semanas presentadas en la narración”.5

Por supuesto, no faltó un cervantista, cuyo nombre se me escapa por ahora, que señaló que una decapitación no se festeja, sino que se conmemora, sin bombo y sin platillos.

Pero, como decíamos, no parece que al común de los lectores le afecte estas cosas, quizá porque no se da cuenta de ellas.

Otro hecho insólito es, en realidad, múltiple, ya que está formado por más de una sorpresa. Si en la imprenta de Barcelona se corrigen las pruebas de un libro que ya había sido publicado, eso no quiere decir sino una sola cosa: se trata de una reimpresión, y por lo tanto del reconocimiento tácito —y del todo innecesario—, por parte de Cervantes, de la popularidad de un libro que requería de una segunda edición apenas un año después —o menos— de ser publicado. Extraño destino de ese libro, el de Avellaneda, único en la historia de la literatura. Don Quijote dice también de él: “Yo no me he alterado en oír que ando como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia se trata. Si ella fuere buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no será muy largo el camino…”

Este vaticinio de Don Quijote, como sabemos, no se cumplió: pese a todo, pese a sí mismo, El Quijote de Avellaneda ha sido reeditado una y otra vez, y lo será mientras haya cervantistas en el mundo. Es un libro del que no se puede prescindir cuando se estudia a Cervantes, independientemente de que la historia que cuenta, lejos de ser infiel y mentirosa, es fiel y verdadera, y de ello, de su fidelidad y de su verdad, tienen la culpa tanto Cervantes, el autor, como Don Quijote, el personaje. Y la prueba fehaciente —así la llamaría yo— es la súbita aparición de Don Álvaro Tarfe en las páginas del auténtico Quijote. Don Álvaro Tarfe, quien con su salto no sólo cambia de libro y de autor, sino que parece también cambiar de nacionalidad: se exilia del oscuro país del Quijote de Avellaneda, y se naturaliza en la luminosa patria de Cervantes.

Pero Álvaro Tarfe pagó un precio por esa audacia, puesto que él sí que de verdad se convirtió en una especie de judío errante, en cuerpo fantástico que navega por las tinieblas y las claridades de la literatura, destinado, al parecer, a no morir o al menos a resucitar un número indefinido de veces. Revive, en efecto, Don Álvaro, en el capítulo “Al margen del Quijote” en el bello libro Con Cervantes, de Azorín,6 en el que éste recrea el episodio del encuentro de Don Álvaro Tarfe y nuestro caballero. Después de rubricar, ante “el alcalde del lugar” el solemne documento en el que afirma que la persona que tiene enfrente, y no otra, es el verdadero, auténtico, Don Quijote de La Mancha, Álvaro Tarfe se separa del ingenioso caballero para seguir su propio camino. Cuenta entonces Azorín, como siempre en su delicioso estilo, cómo el caballero granadino adquiere un ejemplar de la primera parte de El Quijote —el verdadero, claro está— y cómo “prendóse” de la “honda y humana filosofía” del libro, hasta el punto que su lectura le inspiró una obsesión por la caridad que lo llevó a la ruina. Otra vez, la locura provocada por un libro. Pero en esta ocasión la víctima fue un personaje que suele despertar simpatía por el solo hecho —pero hecho de importancia fundamental— de haber adoptado, si bien forzado por las circunstancias, la nacionalidad cervantina. Lo que hizo de él una especie de doble converso. Primero, porque, siendo cristiano, descendía del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes, los Abencerrajes. Y converso, también, porque dejó de creer en Avellaneda, para creer en Cervantes, y se convirtió así al quijotismo, de modo que, si era o no cristiano viejo, hoy nos tiene sin cuidado. Lo que nos importa es que tiene varios siglos de haberse incorporado al mundo de El Quijote y, con él, al universo de la literatura.

En La Cervantiada, el libro coordinado por Julio Ortega alrededor de la vida, obra y milagros de Cervantes, el español Carlos Rojas revive una vez más a Don Álvaro Tarfe, le agrega los Gomeles, Muzas y Zegríes a los Abencerrajes de su ascendencia, y de paso le otorga una longevidad quizá no tan larga como la del judío errante, pero que recuerda al menos la de Matusalén: nacido en el siglo XVI enterró a los reyes de la Casa de Austria, fue testigo de la caída de la reina Isabel en 1868 y de la restauración borbónica, y llega a nuestro siglo XX para fenecer en tiempos de la dictadura, en España, de Primo de Rivera, y resucitar el 30 de septiembre de 1934. El ensayo está escrito en primera persona: es Álvaro Tarfe el que habla y cuenta cómo conoció al Don Quijote apócrifo y cómo éste se cubrió “de odio, oprobio y ridículo” en Zaragoza, a lo que agrega otras peripecias que le ocurrieron al caballeroide y su despedida final. Luego, cuenta cómo disfrutó después la segunda parte de El Quijote de Cervantes, si bien su lectura le despertó serias dudas que podríamos llamar existenciales. Cito textualmente del ensayo de Rojas: “Si los verdaderos Don Quijote y Sancho fueron recogidos en el libro de Cervantes, mientras quedaban como simuladores y farsantes aquellos hombres con sus nombres en el de Avellaneda, ¿quién sería entonces el inequívoco Don Álvaro Tarfe? ¿Era yo mi llana y patente imagen en la novela del maestro, o era mi sombra mentida en la fábula del plagiario?”7 A continuación, Tarfe visita el manicomio conocido como la Casa del Nuncio, donde había dejado a Don Quijote, y más tarde el mesón donde lo había conocido: en ninguna de las dos partes se acuerdan ni de él ni de Don Quijote. “Era —nos dice— como si el Quijote de Avellaneda nunca hubiera existido”.8 Sin embargo, parece contradecirse unos renglones adelante, cuando nos habla de la razón de su longevidad, que implica el seguir existiendo en el libro de Avellaneda: “Supuse comprender muy bien la razón de mi aparente eternidad. Si mi legítima vida se encerraba entre las guardas de dos libros, mi sombra en el mundo duraría tanto como perdurasen aquellas novelas y, en sus páginas, el nombre de Don Álvaro Tarfe”.9

En la misma Cervantiada, el también español Miguel Ángel Lama revive asimismo a Tarfe, quien se queja amargamente con su amigo Carlos: “no atino, en la cortedad de mi sentido, a comprender tanto deseo con trajinar con mi persona de libro en libro y de caballero en caballero”, y más adelante: “¿por qué el tal Cervantes no me dejó tranquilo en las páginas de aquel libro?”, para preguntarse después: “¿Pero quién me dice a mí que decía verdad aquel hombre, a quien sólo vi un rato en compañía del que se hacía llamar Sancho?”10

Duda gigantesca que no es difícil compartir, ya que es necesario admitir la posibilidad de que Don Álvaro Tarfe haya pensado que el loco, el imitador, era el segundo Quijote que conoció y que, habiéndose enloquecido con la lectura de El Quijote de Avellaneda, se lanzó a la aventura, tras haber convencido a un paisano, probablemente también trastornado, a seguirlo, después de rebautizarlo con el nombre de Sancho. Bien podemos suponer que Don Álvaro se imaginó que, si contradecía al segundo Don Quijote —segundo para él—, podía el hombre montar en cólera y asestarle un lanzazo en la mollera. Aprensivo, quizá, de su integridad física, Don Álvaro decidió firmar el documento que, por otra parte, era una grave muestra de la falta de confianza de Don Quijote en sí mismo y en la palabra de Tarfe. Podemos así suponer, si echamos a volar la imaginación, que más tarde Don Álvaro se encontró de nuevo con Don Quijote apócrifo y le contó que había conocido a un loco al que le había dado por imitarlo. Después de todo Don Álvaro Tarfe no tenía motivos para creer lo que Don Quijote le decía, y podía reservarse el derecho a tener todas las dudas que quisiera. Dudas estas también en alto grado compartibles, si somos capaces de situarnos dentro del personaje, en el corazón de su verdad novelística.

Pero aparte de participar en estas y otras dudas, quisiera decir algo sobre El Quijote de Avellaneda y sobre el personaje al que nos hemos estado refiriendo, el morisco Álvaro Tarfe. No es éste el momento apropiado para analizar El Quijote apócrifo, de modo que mis comentarios serán breves. Al lector curioso lo remito al estudio del profesor Stephen Gilman, Cervantes y Avellaneda,11 y me limitaré a citar algunas de las opiniones que considero hay que tomar en cuenta cuando se habla de Álvaro Tarfe, el personaje creado por Avellaneda. Gilman, quien nos dice que a ese libro debería llamársele “El Antiquijote”12 —y de hecho llama “antihéroes” al Quijote y al Sancho apócrifos— se agrega a aquellos que piensan que Alonso Fernández de Avellaneda fue el pseudónimo de un dominico aragonés, y nos advierte, como lo han hecho otros autores, que en esa época la imitación no era necesariamente deshonrosa, pero que, sin duda alguna, lo que resultó intolerable fue la forma en que Avellaneda insultó a Cervantes en su prólogo. Respecto a las intenciones de Avellaneda —supongo que Gilman se refiere a las subconscientes—, nos asegura el destacado cervantista que a Avellaneda, “más que revivir o reformar El Quijote, le importaba embalsamarlo”.13 Imitar, pues, no era insólito. Incluso algunos autores retomaban temas o personajes de escritores anteriores para continuarlos. Un ejemplo clásico es el de la Diana de Montemayor, publicada en 1559 y continuada por su amigo Alonso Pérez, en lo que ha sido considerado como un largo y pedantesco relato hecho con retazos de Sannazaro y Ovidio. Casi al mismo tiempo, se dio a luz la Diana enamorada de Gaspar Gil Polo, que en El Quijote se salvó de la hoguera, ya que “debía guardarse como si fuera el mismo Apolo”. Manuel Durán, en su ensayo “El Quijote de Avellaneda”, aparecido en Summa cervantina, nos señala que el caso de Mateo Alemán fue muy similar al de Cervantes: el gran éxito de su Guzmán de Alfarache le hizo apresurarse a escribir una segunda parte, pero su plagiario, bajo el pseudónimo de Mateo Luján de Saavedra, se le adelantó, y en 1602 publicó una falsa segunda parte de la novela. Algo más extraordinario nos recuerda Durán: el propio Don Quijote de Avellaneda fue continuado por el novelista y dramaturgo Alain-René Lesage, quien adaptó y tradujo al francés la obra de Avellaneda, y le inventó un final: “Don Quijote se prepara a escapar con Burlerina, la hija del Archipámpano”, nos indica Durán, “pero una embajadora de Dulcinea le recuerda su viejo amor, renace su fidelidad y, para huir de tan penoso dilema, se retira a un desierto. Allí van a buscarlo sus amigos de Argamesilla: le cuentan que las tierras de Dulcinea están sitiadas por un poderoso ejército, para que así vuelva el caballero a su propio lugar. Don Quijote regresa, soñando con una gran victoria, pero muere bajo las flechas de un arquero de la Santa Hermandad”.14 Sin duda, a Lesage no le agradó un Don Quijote desamorado, y decidió enamorarlo de nuevo, y de su amor de siempre, antes de darle muerte.

Como cualquier lector puede imaginar, el libro de Avellaneda ha tenido numerosos detractores, algunos de ellos rabiosos. Sin embargo, Gilman nos recuerda que “los anónimos comentaristas franceses de la traducción de Lesage y los neoclasicistas españoles Blas Nasarre y Montiano, percibieron la unidad de la obra. Opinaban que la continuación era más ‘natural’ y estaba más de acuerdo con la regla de ‘verosimilitud’ que el original”.15 A lo que Gilman añade: “De hecho el Quijote apócrifo es fiel a sus propios principios; jamás sale de las categorías narrativas impuestas desde el principio”. Nos recuerda también Gilman que la traducción de Lesage le dio fama, breve si se quiere, pero fama al fin, al Quijote de Avellaneda en el siglo XVII, y que “Menéndez y Pelayo y ciertos otros críticos del siglo de la novela (Anatole France entre ellos), no lo condenaron del todo”.16

A continuación, Gilman se refiere a la opinión de Menéndez Pidal, a la que califica como acusación de peso, en el sentido de que, si Avellaneda imitó a Cervantes, Cervantes también imitó a Avellaneda. Dice Gilman, después de hablar de ciertos paralelismos literarios reunidos por Martin Wolf: “las semejanzas entre ciertos sucesos presentan un problema mucho más grave”. Estos sucesos son: el combate de los caballeros (la lucha que sostiene el Sancho de Cervantes con Tomé Cecial se asemeja mucho a la lucha del Sancho de Avellaneda con el caballero negro del gigante Tajayunque); el engaño que sufre Don Quijote al presenciar una representación teatral (la comedia de títeres de Ginés de Pasamonte en un caso y El testimonio vengado de Lope de Vega en el otro), y, por último, el recibimiento que se hace a uno de los Quijotes en el palacio de los duques y al otro en la residencia del “Archipámpano”. Todo el ambiente de complicadas burlas y trucos que los ociosos y aburridos aristócratas hacen a Don Quijote y Sancho está en las dos obras y presenta un gran número de sorprendentes paralelos. En ambas, por ejemplo, escribe Sancho una carta a su mujer, contándole su buena suerte, y en ambas hay divertidas escenas de banquete construidas con base en el contraste entre los ilustres comensales y la extraña pareja. Es interesante observar, sin embargo —concluye Gilman—, que “en ninguno de los sucesos paralelos se ven semejanzas literales”.17

Pero volvamos con Don Álvaro Tarfe. La tradición en el sentido de que un personaje brinque de la novela de un autor a la de otro ha continuado hasta nuestros días, pero estas apariciones suelen ser anodinas, inofensivas, homenaje al autor del que se ha tomado prestado el personaje, saludo si todavía está vivo, guiño al lector. El caso de Tarfe es único, porque el resultado de la acción de Cervantes al haber tomado a este personaje prestado de Avellaneda —después de que éste tomó prestados, o después de que robó o secuestró, como se quiera, a sus dos personajes principales, a su Don Quijote y a su Sancho Panza— fue que El Quijote de Avellaneda, lejos de ser descalificado como un libro falso, quedó reconocido como un libro auténtico que narra una historia falsa… o no precisamente falsa, porque se ocupa, en todo caso, según el Don Quijote de Cervantes, de la historia verdadera de un Don Quijote falso.

A la orilla del meollo del tema de esta plática, permítaseme hacer hincapié en la importancia que, dentro del propio Quijote de Avellaneda, tiene Don Álvaro Tarfe. Este morisco descendiente de los parientes de los Abencerrajes es, nada menos, que el tercer personaje en importancia en el libro de Avellaneda, después del Quijote y el Sancho apócrifos. Es verdad que hay otros personajes relevantes, como su amigo Don Carlos o Mosén Valentín, que es un amable sacerdote aragonés, y por supuesto la inmunda Bárbara, “la mondonguera”, a la que el Don Quijote apócrifo confunde con la Reina Cenobia. Pero Cervantes, a falta de atreverse a obligar al Quijote o al Sancho apócrifos a aparecerse en su libro —como quizás lo desearon muchos lectores, además de Vladimir Nabokov— no se conformó con personajes secundarios y eligió, para descalificar a su rival, al más fuerte de todos. Tarfe aparece desde los comienzos del libro de Avellaneda: es uno de varios caballeros granadinos que se dirigen a las justas de Zaragoza y que pasan por Argamasilla, o mejor dicho “Argamesilla” de La Mancha, como la llama siempre Avellaneda. Los alcaldes les ofrecen posada en diversas casas. Una de ellas es la de Don Quijote, donde se hospeda Tarfe. Don Quijote le da de cenar, conversa con él y, al día siguiente, lo despide cuando los alcaldes llegan a buscarlo. Al partir, Tarfe le deja encomendada a Don Quijote una fina y bella armadura hecha en Milán, armadura cuya importancia es capital en este libro, ya que sirve como detonador de las nuevas locuras de Don Quijote: éste no resiste la tentación de probársela y, al hacerlo, nos dice Avellaneda, sufre “un accidente de la fantasía” y ataca a Sancho, llamándolo dragón maldito, si bien momentos después confiesa que todo es fingido. Animado por el morisco, Don Quijote se lanza camino a Zaragoza, tras darse el nombre de “el caballero desamorado” y mentirle a Sancho al asegurarle que las armas que portaba se las había dado su grande amigo el sabio Alquife, y que habían sido forjadas por Vulcano. Después de la aventura —o mejor, desventura— del melonar, en la que recibe una gran paliza, y de la estancia en la casa del clérigo Mosén Valentín, llega a Zaragoza. Las justas están por terminar. Al entrar en la ciudad, Don Quijote arremete contra los guardianes que azotan a un hombre. De nuevo sometido a la fuerza, es hecho prisionero y Álvaro Tarfe es quien lo saca de la cárcel, ya que resulta pariente del Justicia mayor.

Es también Tarfe quien en el último evento de las justas, la carrera de los anillos, le ayuda subrepticiamente a obtener un premio ridículo: unas agujetas. Tarfe es, por lo tanto, el mejor amigo que tiene Don Quijote, y a la vez, paradójicamente, uno de sus principales burladores. Así, en las justas —y como quedó señalado—, Tarfe porta un escudo en el que se había pintado a Don Quijote en su aventura del azotado, con la leyenda:

Aquí traigo al que ha de ser,

según son sus disparates,

príncipe de los orates.

Allí, también, en Zaragoza, cenan todos en casa del juez, Don Carlos, donde éste, Tarfe y el secretario habían convenido llevar a uno de los muñecos gigantes, de más de tres varas de alto, que se fabricaban para el Día de Corpus en esa ciudad, gigante que reta a Don Quijote, tras presentarse como el Rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, cuya celada —entre otras cosas— “iguala en grandeza al chapitel del campanario del gran templo de Santa Sofía de Constantinopla”, mentira, por cierto, que Don Quijote no tenía por qué tragarse, ya que el gigante estaba ante sus ojos. La fecha para la singular batalla se fija para cuarenta días más tarde. Prosiguen, en tanto, las crueles burlas de Don Álvaro Tarfe: en Madrid, un alcalde aloja a Don Quijote en su casa, a la que llega su cuñado Carlos, acompañado de Tarfe. Para reírse de Don Quijote, con el rostro cubierto por parte del sombrero, dice ser el sabio Frestón y amenaza con llevarse esa noche a la reina Cenobia a la cumbre de los Pirineos para “comerla allí frita en tortilla” y volver luego por el caballero y su escudero y hacer lo mismo con ellos. Más adelante, Don Álvaro y Don Carlos le ordenan a su secretario que se tizne la cara y se haga pasar por el escudero negro del rey de Chipre —Bramidán—, y por último, obedeciendo también al deseo de ambos amigos, el secretario se disfraza de gigante, se presenta a Don Quijote y, cuando saca la espada, se sacude el disfraz y queda transformado en una mujer bella y joven que dice ser la infanta Burlerina —no se nos escapa el parecido de su nombre con el de Mentironiana—, quien le dice ser hija del desdichado rey de Toledo. Don Álvaro se separa después de Don Quijote y de Sancho Panza, y Don Quijote dirige sus pasos a Toledo, donde es encerrado en el manicomio, conocido como la Casa del Nuncio. Pero Tarfe vuelve a verlo una vez más, en calidad de visitante. Como sabemos, Don Quijote parece curarse y sale del nosocomio, para volver a enloquecer, y parte rumbo a Salamanca ya sin Sancho, acompañado de una mujer disfrazada de hombre que, de pronto, a un día y medio de camino, da a luz a una criatura ante los ojos asombrados de su amo. Termina su libro Avellaneda diciéndonos que a partir de entonces Don Quijote se llamaría “El Caballero de los Trabajos”, “los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”… Esta última frase, por muy lugar común que fuese, fórmula tradicional con la que solía expresarse la modestia del autor, no dejaba, de todos modos, de ser una invitación para que otro escritor retomara al personaje y lo echara de nuevo a andar por esos mundos de Dios. Y es una frase, también, que inevitablemente nos remite a la última de la primera parte del Quijote de Cervantes, tomada del canto XXX de “Orlando furioso”: Forse altri cantera con miglior plettro, en la cual plettro, o plectio significa inspiración.

La invitación de Avellaneda la aprovecharía, como dijimos, Lesage. La invitación de Cervantes, Avellaneda. Aunque a final de cuentas fuera el propio Cervantes el que aprovechara su propia invitación para darnos la magnífica, espléndida segunda parte de su obra maestra. Ahora bien: si Cervantes se hubiera limitado, en su estancia en Barcelona, en la visión de Altisidora y en otros episodios ya citados a denostar la obra de Avellaneda como libro, como lo único que realmente es y nada más, Álvaro Tarfe se habría hundido en el olvido, y la literatura se hubiera perdido de una de las ocurrencias más maravillosas de toda su historia. Pero lo fantástico, lo estupendo, es que no fue así. No nos es difícil imaginar a Cervantes echando pestes, con sus amigos y parientes, de la obra de Avellaneda. Pero no lo hizo así en su Quijote, no lo hizo desde afuera, como autor, sino que le dio la palabra a su personaje y lo hizo desde dentro del libro, desde su realidad novelesca. En el prólogo a la segunda parte, Cervantes se lanza no tanto contra el libro, sino contra Avellaneda.

Ahora bien, desde el momento en que se aparece Tarfe en El Quijote verdadero, los ataques que éste pueda contener contra el libro en sí pierden fuerza, y se concentran, más que en Avellaneda, en el Quijote usurpador. ¿Acaso pensó Cervantes que limitarse a atacar el libro, cebar su ira con él, hubiera equivalido a atacar a la literatura como tal? Porque nos guste o no, la obra de Avellaneda es un libro, una novela, una narración que no carece de virtudes. Es una obra consecuente consigo misma, está bien escrita y tiene cierto sentido del humor. Lo que sucede es que, además de esto, y de estar llena de vulgaridades y de cierto tremendismo, padece del defecto más grande que pueda tener una obra literaria: es tediosa al extremo, y le falta alma. Su solidez es la solidez de la piedra. Como dice Stephen Gilman, Avellaneda “convirtió la corriente interior de percepciones en una fantasmagoría de ficciones muertas, inconexas e inconstantes”. Pero es libro al fin, novela, desde la primera hasta la última página. Y, pienso, fue por esto que Cervantes no quiso que Don Quijote, lector y admirador no sólo de ilustres Amadises, Tirantes y Belianises que se salvaron de la hoguera, sino también de tantos Esplandianes, Florismartes, Cifares, Solisdanes y otros bodrios que no escaparon a la obsesión inquisitorial del cura y del barbero, se limitara a criticar al libro como tal, puesto que se trataba de una obra de la imaginación, una imaginación burda, rígida, sofocante, todo lo que se quiera —producto de un “genio temporero” como llamó Unamuno a Avellaneda— pero imaginación al fin, y decidió ir más lejos, más a fondo, con lo que logró que el lector —el buen lector que forma una inmensa mayoría: el que cree, desde dentro también de la novela todo lo que en ella pasa—, se diera cuenta de que la crítica de Don Quijote no estaba dirigida en realidad contra el libro de Avellaneda, sino contra dos imitadores, dos usurpadores, que habían decidido hacerse pasar por Don Quijote y Sancho con tal de obtener fama inmortal. En este caso, el autor, Fernández de Avellaneda, no sería sino un ingenuo que se hubiera dejado engañar por dos impostores que, por engañar también a tanta otra gente, tenían por lo menos un mérito muy grande: el de ser magníficos actores. La obra de Avellaneda sería, así, la crónica de una serie de sucesos que en verdad habían sucedido: la encarnación de Don Álvaro Tarfe en El Quijote de Cervantes hace que sean verdaderas las aventuras del melonar, de Zaragoza, de Sigüenza, etc., y por lo tanto a la crónica también la vuelve verdadera.

Podemos desde luego considerar —siempre desde dentro de la novela de Cervantes— otra posibilidad: la de que Avellaneda se hubiera puesto de acuerdo con los impostores para que éstos fingieran ser los personajes cervantinos, y él fuera escribiendo su historia y aventuras a medida que fueran sucediendo. Pero esto no volvería falsa la obra del aragonés: seguiría siendo una crónica verdadera, una relación fidedigna no de las peripecias y descalabros falsos de los falsos Don Quijote y Sancho, sino de las peripecias y descalabros verdaderos, porque, aun cuando estuvieran en connivencia con el autor, de todos modos les pasaron: en su búsqueda de la inmortalidad —o, digamos, con la mira de acrecentarla y consolidarla—, encontraron las desventuras que necesitaban para lograrlo.

Don Quijote, durante la conversación que tiene con Álvaro Tarfe, le pregunta: “Y dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal Don Quijote que vuesa merced dice?” “No por cierto —respondió el huésped—: en ninguna manera”. He aquí que Don Álvaro Tarfe miente, cuando menos en parte, ya que él mismo, cuando acaba de conocer al Don Quijote apócrifo, le dice: “Admírome no poco, señor Don Quijote, que un hombre como vuesa merced, flaco y seco de cara, y que a mi parecer ya pasa de los cuarenta y cinco, ande enamorado…”

Si nos salimos un momento de las dos novelas —pido perdón por invitar, o más que eso, por empujar al lector para obligarlo a tanto entrar y salir— tenemos que considerar que Avellaneda, puesto que se propuso ser el continuador de la historia, debió pintar a sus personajes tal y cual lo había hecho Cervantes: un Don Quijote alto, flaco, y seco, cercano a la cincuentena, y un Sancho Panza bajo y gordo. Era lo menos que podía hacer Avellaneda, y lo hizo, proporcionándole desde luego a Don Quijote un Rocinante que el propio Tarfe describe como “demasiado alto y sobrado de largo, fuera de estar muy delgado”. Y lo menos que podía hacer Cervantes, por su parte, era reconocer ese parecido físico.

Si entramos de nuevo a las dos novelas, a su realidad interna, podemos desde luego estar de acuerdo en que las facciones de los dos Quijotes debían ser muy distintas, puesto que se trataba de dos personas diferentes. Quizá los ojos de uno eran castaños y los del otro, azules. Después de todo, nada sabemos del color de los ojos de Don Quijote… ¿Serían, quizá, verdes? Verde era, al parecer, el color favorito de Cervantes. Tampoco debieron parecerse sus narices, sus mentones, sus pómulos, etc., pero en algunos aspectos —en los ya señalados— sí se parecían, y en aquella época, en que no había fotografías ni periódicos que las difundieran, bien podía el segundo Quijote, el apócrifo, alto y desgarbado, vestido de armadura, jinete en un caballo famélico, pasar fácilmente por el primero.

Sin duda alguna, si yo, como escritor, quisiera continuar —de hecho ya se hizo— la vida de Scarlett O’Hara, la heroína de Lo que el viento se llevó, me veo obligado a “retomarla” como su autora la dejó, con su misma edad y sus mismos rasgos físicos. Y, como actor —en este caso actriz—, lo que uno, una, tendría que reunir para representar a Scarlett en el teatro o en el cine es un mínimo de características físicas parecidas a las del personaje. En otras palabras, una actriz de estatura y belleza medianas, puede representar lo mismo a Cristina de Suecia que a Juana de Arco o a María Estuardo. Lo que no puede hacer una actriz que pese cien kilos es el papel de Isadora Duncan.

Por otra parte, se me ocurre preguntarme si un usurpador, que de por sí ya vivía en Argamesilla de La Mancha, acreditado como Don Quijote por los vecinos, los alcaldes y otras personas respetables, entre ellas el propio Álvaro Tarfe, y que por lo mismo contaba ya con un sólido prestigio como enderezador de entuertos, tenía necesidad de mayor celebridad. ¿Por qué Don Quijote, el actor, o sea el hombre que se fingió Don Quijote, no se contentó con la fama ya ganada, y optó por sentarse —mejor que dormirse— en sus laureles, limitándose a contar su historia a cuanto peregrino o viajante pasara por Argamesilla?… Esto, sin duda, lo habría convertido en un constante lector, en voz alta, de toda la primera parte del Quijote auténtico, y en el precursor de Pierre Ménard. Aunque bien pudo aprendérsela de memoria, o casi, y recitarla con adornos y añadidos de su propia cosecha. O ir incluso más lejos y alternar las verdaderas aventuras del Don Quijote auténtico con las que se le fueran ocurriendo en el camino… Por ejemplo, hubiera podido inventar las mismas aventuras que inventó Avellaneda, u otras más morrocotudas y terroríficas, mezclándolas, intercalándolas, confundiéndolas con aquellas que Cervantes imaginó, y en todo caso aduciendo que lo nuevo era lo que había dejado Cide Hamete Benengeli en el tintero, o que acababa de salir a luz en documentos recién hallados. Aunque sólo le hubiera bastado dar su palabra de que todo aquello había, en verdad de verdad, sucedido —y sucedídole a él, por supuesto—.

Pero la sed de gloria es insaciable, y el Quijote apócrifo supo, o intuyó, que para que el mundo creyera que él de verdad era Don Quijote tenía que seguir siéndolo cada día, cada hora, cada minuto; tenía que continuar enfrentándose al mundo y a la injusticia, y, visto que la historia de Don Quijote se entendía como una serie de patéticas derrotas, tenía que ser un perdedor y resignarse a padecer toda clase de vejaciones y vituperios, zurras, mojicones, insultos, lanzazos, vapuleos, pedradas, trastazos y tundas, para ser creído: así, cada fracaso sería un triunfo para él, una confirmación de su quijotez. Y, no cabe duda, lo logró. Por algo, por mucho, Don Carlos, el amigo de Tarfe, llamó a este Quijote y a su Sancho “terreno de desgracias en Ateca, blanco de desdichas en Zaragoza, recreación de pícaros en la cárcel de Sigüenza, irrisión de Alcalá y últimamente mofa y escarnio de esta Corte…” Por supuesto, ni él ni su cronista tenían la capacidad, el olfato, para apreciar las finas, sutiles, elegantes victorias morales del verdadero Don Quijote.

De todos modos: ¿no podemos decir que del Don Quijote apócrifo lo menos que podemos admirar es su tozudez, su valor, su porfía y constancia a toda prueba?

Eso, si no era un loco. Pero… ¿y si estaba loco? ¿Y si se trataba de un caballero entrado en años, con un físico parecido al de Don Quijote que enloqueció con la lectura del Quijote auténtico a tal grado que se creyó él mismo Don Quijote, y como tal, y con un escudero al que convenció que lo siguiera de la misma manera o parecida que el primer Quijote convenció al primer Sancho Panza, llevó a cabo lo que para él era su tercera salida y se encaminó a Zaragoza, la ciudad adonde el Don Quijote de verdad había prometido ir al final de la primera parte de su verdadera historia?

Reitero una vez más que, de todas estas situaciones probables, Cervantes tuvo la culpa al tratar a Don Álvaro Tarfe no como al personaje de un libro falso, sino como al personaje verdadero de una verdadera crónica basada en la historia de un Don Quijote falso. Y continúo: si el Don Quijote apócrifo estaba loco, todo habría que perdonarle, igual que al Don Quijote auténtico, que sufría exactamente de un mal semejante: confundió la realidad con la literatura, y creyó ser un personaje de novela. No hay que olvidar que, si bien en el transcurso del libro de Cervantes Don Quijote se afirma en su personalidad y se transforma en un personaje literario por él mismo creado, a pesar de ello apenas sufre, en su primera salida, la paliza que le propina el mozo de mulas en el costillar, se cree Baldovinos y Abindarráez, y más tarde Reinaldos de Montalbán.

La cosa no termina aquí: el Don Quijote apócrifo, como hemos dicho, recupera la razón por un corto tiempo, y gracias a eso puede salir del manicomio de Toledo. Si era un loco, ¿quiere decir eso que por unas horas o por unos días volvió a ser Juan Pérez o Perico de los Palotes, quien fuera, quien haya sido antes de creerse Don Quijote? ¿O en realidad no recuperó la razón sino que pensó haberla recuperado, y, por unas horas, por unos días se creyó Alonso Quijano y convenció a todos los que lo rodeaban de que en efecto lo era?

Y si de un farsante, y no de un loco, se trataba: ¿fingió haber recuperado la razón para poder así salir del manicomio? ¿Dijo entonces ser Alonso Quijano el bueno y prometió regresar a Argamesilla? Y para esto, para ser más convincente, ¿acaso no tuvo que fingir, desde antes de que se apareciera en las primeras páginas del libro de Avellaneda que era Alonso Quijano? Y si fue así, ¿por cuánto tiempo fingió serlo antes de que fingiera su transformación en Don Quijote?

Dejo estas preguntas en el aire, para citar algunas de las más conocidas opiniones sobre este intríngulis, no sin lamentar la ausencia de comentarios por parte de por lo menos dos autores de sendos estudios sobre El Quijote que pudieron aprovechar sus motivos y enfoques —reflejados con toda claridad en los títulos respectivos—, para tratar el tema de Don Álvaro Tarfe. El primero de ellos es Manuel Durán, quien en su obra, La ambigüedad en el Quijote, pierde la preciosa oportunidad de hablar de una de las ambigüedades más sorprendentes y sugerentes de toda la historia de la literatura. Dice Durán a propósito del humor, tras afirmar que, “por obra del humor, Cervantes es el Homero de la sociedad moderna”: “El humor vuelve ambiguo lo que toca: es un implícito juicio sobre la realidad y sus valores, una suerte de suspensión provisional, que los hace oscilar entre el ser y el no ser”.18

La aparición de Álvaro Tarfe en El Quijote verdadero, ¿no constituye acaso un acto de humor supremo, de humor ambiguo y sobre todo sanguinario del cual no tanto Avellaneda, sino el propio Tarfe es víctima al quedar colocado desde entonces y para siempre entre el ser y el no ser?

Por otra parte, a Gonzalo Torrente Ballester, en su libro El Quijote como juego, se le escapa que uno de los más atrevidos y fascinantes juegos, también de toda la literatura mundial, es la aparición de Tarfe en el libro de Cervantes, a pesar, sí, a pesar de que él mismo se refiere al tema de los personajes que cambian de novela y por lo tanto de autor. En efecto, lo hace en el capítulo IV, “La conciencia del caballero”, cuando dice, bajo el subtítulo “¿Qué es el principio de congruencia?”: “Se invita al lector a llevar a cabo una divertida operación imaginativa: coja un personaje literario, cualquiera; sáquelo del mundo ‘imaginario’ en que vive, y trasládelo a ‘otro mundo imaginario’. ¿Qué sucede entonces? Dos cosas posibles, ni más ni menos: que el personaje ‘pueda’ seguir viviendo en el mundo nuevo, o que ‘no pueda’”. Un personaje de Galdós, agrega Torrente Ballester, puede trasladarse a La comedia humana sin quebranto de su figura, porque tanto en la obra de Balzac como en casi toda la obra de Galdós —excluidos los episodios nacionales— “el mundo es uno y el mismo”. No sería así, agrega Torrente Ballester, “si intentamos meter a Don Quijote en cualquiera de los mundos de Gulliver o en la Ilíada. Allí, […] el personaje ‘no es posible’. Y no lo es porque, entre mundo y personaje, no existe la relación en que el segundo se apoya para ser, porque entre personaje y mundo no existe una relación correcta. Para que el personaje pueda existir como tal, es menester que el mundo en que se le hace vivir sea adecuado a su despliegue como tal personaje”.19 Me pregunto por qué Torrente Ballester no nos dio el placer de aplicar su talento a la resolución de este solo dilema: ¿fue correcta la relación de Don Álvaro Tarfe con el mundo de El Quijote auténtico?

Las opiniones de varios cervantistas, convenientemente reunidas en un ensayo que publicó Elizabeth Wilhelmsen en los Anales cervantinos, titulado “Don Álvaro Tarfe: ¿ente fantasmal o hecho ficticio?”,20 se inclinan, casi todas, por reprobar o al menos poner en duda, la eficacia del recurso de Cervantes. Algunos de ellos llegan a expresar su preocupación por el “estatus ontológico” de Tarfe. John Jay Allen califica la aparición de Tarfe en El Quijote como “un juego atrevido con la verosimilitud” y agrega que, cuando Tarfe reniega de lo que vio y le pasó, esto “representa un repudio del valor de su propia experiencia”. Arthur Effron, en Perspectivismo y la naturaleza de la ficción: Don Quijote y Borges, compara, a propósito de este episodio, a Cervantes con el genial escritor argentino, en tanto que ambos, dice, atrapan al lector en “rompecabezas epistemológicos”, y opina que el hecho de que un personaje se salga de una novela para entrar en otra, “pone en duda todas las fronteras novelescas porque —añade— si Álvaro Tarfe puede renunciar a su identidad corporal previa, entonces también se podría dudar de su vida corporal en la novela de Cervantes”. Lo que se insinúa, dice finalmente Effron, es que “en la novela nadie es realmente nadie”.

En mi opinión, Tarfe no renuncia a una identidad corporal previa: niega haber conocido nunca antes al verdadero Don Quijote —lo cual era verdad, aunque el mismo Tarfe no estuviera convencido de ello—, y jura, también a petición expresa de Don Quijote, y esto es de vital importancia: “no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado”, lo cual no es una renuncia a una identidad corporal previa, sino, en todo caso, nada más que un perjurio, pero que da pie a una contradicción deliciosa: si Don Quijote le hace firmar a Álvaro Tarfe ese documento es, precisamente, porque sabe que sí es el Álvaro Tarfe de Avellaneda. Porque, si no lo hubiera sido, ese otro Tarfe no habría conocido al otro Quijote y entonces saldría sobrando la firma de semejante documento. En otras palabras, la sola firma de Tarfe al pie de su juramento, lo invalida. Es como si dijera: “Yo no soy Yo. Firma: Yo”.

También citada por Elizabeth Wilhelmsen, Mia I. Gerhardt, en Don Quijote: la vie et les livres, hubiera preferido que Cervantes no acudiera a tales extremos: “¿No habría sido mejor —se pregunta— reservar la realidad tan sólo a Don Quijote y dejar a Tarfe en el mundo de papel al que pertenecía, del que no merecía salir?” Pero Thomas A. Lathrop defiende la decisión: “En tanto el Quijote y el Sancho de Avellaneda permanecieran encerrados en su mundo de ficción, seguirían siendo intocables. Nadie, ni siquiera Cervantes, podía imaginarse cómo combatir a seres ficticios…” Pero es la propia ensayista Elizabeth Wilhelmsen quien, después de afirmar que este episodio no da lugar a problemas de naturaleza metafísica, pone el dedo en la llaga al decirnos que, antes de presentarse Tarfe en la posada de Don Quijote, “había al menos una posibilidad teórica de que el relato de Avellaneda fuera inventado, de que fuera, usando fraseología cervantina, ‘una historia fingida’. Después, no…” Y agrega: “Así pues, es perfectamente admisible la suposición, dentro de la narrativa, de que una pareja de impostores estaba adquiriendo fama a expensas de los genuinos Don Quijote y Sancho…”

Comparto su opinión. Y, por lo tanto, pienso que la relación de Álvaro Tarfe con el mundo del Quijote auténtico no fue correcta…

Porque, veamos: cuando Tarfe llega a Argamesilla de La Mancha, los alcaldes lo llevan a casa de Don Quijote, lo cual por supuesto quiere decir que las autoridades del pueblo sabían que allí vivía quien hasta entonces para ellas, y para los vecinos del lugar, era el único Don Quijote verdadero y posible —ya estaba, como señalamos antes, acreditado como tal—: aquel cuyas aventuras habían sido narradas por Cervantes y aquel que, antes de enloquecer, había sido Alonso Quijano el bueno. No podían sospechar que se tratase de un loco distinto, o de un impostor. Pero, para esto, era necesario que el Quijote, loco o impostor, hubiera vivido en ese lugar toda su vida…

El verdadero Don Quijote, antes de su tercera salida, habita en un pueblo de cuyo nombre Cervantes no quiso acordarse. El Don Quijote apócrifo regresa a un pueblo que sí tiene nombre, y que es el ya mencionado Argamesilla de La Mancha. La pregunta es, o mejor dicho, las preguntas que surgen de inmediato son: ¿cómo un loco, o un impostor, podía regresar al pueblo del que nunca había salido, cómo podía regresar a una casa en la que nunca había vivido, cómo vivir de nuevo con un ama y una sobrina que nunca había tenido, cómo volver a ser, aun por unos cuantos días, el Alonso Quijano el bueno que nunca había sido?

Loco o impostor, para el caso es lo mismo. Quedémonos con el impostor, ya que así lo prefirió Don Quijote. El impostor tuvo que haber fingido ser Alonso Quijano el bueno, y Alonso Quijano el viejo, antes de fingir ser Don Quijote. Y antes, tuvo que hacerse pasar por Alonso Quijano el hombre maduro, Alonso Quijano el joven, Alonso Quijano el niño… y además haberse inventado, falsificado, un ama, una sobrina, un Sancho Panza, un cura, un barbero, un Sansón Carrasco. Lo que desde luego era imposible, a menos que el pueblo entero, enloquecido por la lectura del libro de Cervantes, hubiera tramado un gran complot para hacer creer que ése era el lugar donde había nacido Don Quijote, complot con el que hubiera engañado a todo el mundo, incluido a un despistado escritor: Alonso Fernández de Avellaneda.

Vladimir Nabokov piensa que Cervantes desperdició una gran oportunidad, que fue la de incorporar, en la segunda parte de su libro, no a Don Álvaro Tarfe, sino al propio Don Quijote apócrifo, para que ambos, el verdadero y el falso, se trabaran en singular combate. Nabokov piensa que, de haber sido así, “el fraude, el símbolo de la robusta mediocridad”, o en otras palabras el hombre de Avellaneda, hubiera sido el victorioso, porque, agrega el novelista ruso, “lo gracioso es que en la vida la mediocridad tiene más suerte que el genio; en la vida es el fraude el que descabalga a la valentía de verdad”.21 Estoy de acuerdo en la generalización que hace Nabokov, pero no en este caso en particular: hace ya cuatro siglos que el Don Quijote verdadero de Cervantes triunfó sobre el Don Quijote apócrifo de Avellaneda. Triunfó entonces, triunfa en nuestros días, triunfará siempre. Aunque siempre, también, lo seguirá, de cerca, una sombra que no es la suya.