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CÓMO CALENTAMOS Y ENFRIAMOS
El 7 por ciento de 51.000 millones de toneladas al año
J amás me habría imaginado que la malaria pudiese tener algo que me gustase. Mata a 400.000 personas al año, la mayoría niños, y la Fundación Gates participa en una campaña global para erradicarla. De ahí que me sorprendiera enterarme hace un tiempo de que, de hecho, cabe destacar una cosa positiva acerca de la malaria: contribuyó a la invención del aire acondicionado.
El ser humano lleva miles de años intentando vencer el calor. Los edificios de la Persia antigua estaban equipados con captadores de viento o badgirs , que ayudaban a mantener el aire en circulación y la temperatura fresca. [1] Sin embargo, la primera máquina conocida que enfriaba el aire la creó en la década de 1840 John Gorrie, un médico de Florida convencido de que temperaturas más frías ayudarían a sus pacientes a recuperarse de la malaria. [2]
En aquel entonces existía la creencia generalizada de que la causa de la malaria no era un parásito, como sabemos ahora, sino un mal aire (de ahí el nombre, mala aria ). Gorrie instaló un aparato que refrescaba el pabellón de los enfermos moviendo el aire sobre un gran bloque de hielo colgado del techo. La máquina, no obstante, se quedaba enseguida sin hielo, que salía muy caro porque había que traerlo desde el norte, así que Gorrie diseñó un artilugio para fabricarlo. Con el tiempo, consiguió la patente para su máquina de hielo y dejó la medicina para intentar comercializar su invento. Por desgracia, sus planes de negocio no salieron como esperaba. Tras una serie de infortunios, Gorrie murió sin un centavo en 1855.
A pesar de todo, la idea había calado, y el siguiente gran avance en el desarrollo del aire acondicionado lo llevó a cabo un ingeniero llamado Willis Carrier en 1902, cuando su jefe lo mandó a una imprenta de Nueva York para que buscara una manera de evitar que las páginas de las revistas se arrugaran al salir de la prensa. Al comprender que las arrugas se debían a altos niveles de humedad, Carrier concibió una máquina que los reducía y al mismo tiempo hacía descender la temperatura del ambiente. Si bien no lo sabía todavía, gracias a él había nacido la industria del aire acondicionado.
Poco más de un siglo después de que se instalara el primer equipo de aire acondicionado en un domicilio particular, el 90 por ciento de los hogares estadounidenses cuenta con algún tipo de acondicionador de aire. [3] Quien haya disfrutado de un partido o un concierto en un pabellón cerrado, puede dar las gracias al aire acondicionado. Y cuesta imaginar que lugares como Florida o Arizona resultasen tan atractivos como destino para los jubilados sin dicha tecnología.
El aire acondicionado ya no es un mero lujo agradable que hace que los días de verano resulten soportables; la economía moderna depende de él. Veamos solo un ejemplo: las granjas de servidores, que contienen miles de ordenadores que posibilitan los avances actuales en informática (incluidos los que proveen los servicios de nube donde almacenamos música y fotografías), generan cantidades ingentes de calor. Sin un sistema de enfriamiento, los servidores se fundirían.
Para aquellos que residen en un hogar estadounidense típico, el aire acondicionado es el electrodoméstico que más energía consume; más que las luces, el frigorífico y el ordenador juntos. (17) Aunque en el capítulo 4 he hablado de las emisiones relacionadas con la electricidad, las menciono de nuevo aquí porque la refrigeración de espacios es y seguirá siendo una actividad emisora clave. Además, si bien los acondicionadores de aire son los aparatos que gastan más electricidad , no son los mayores consumidores de energía en los hogares y oficinas estadounidenses. Este honor corresponde a las calderas y calentadores de agua (lo mismo sucede en Europa y muchas otras regiones). Trataremos ese tema en el siguiente apartado.
Los estadounidenses no somos los únicos que queremos —y necesitamos— un ambiente fresco. En todo el mundo hay 1.600 millones de aparatos de aire acondicionado en funcionamiento, pero no están repartidos de forma equitativa. [4] En países ricos como Estados Unidos, el 90 por ciento o más de los hogares disponen de aire acondicionado, mientras que en los países más calurosos del planeta esta cifra se reduce a solo el 10 por ciento.
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La refrigeración está en camino. En algunos países, la mayor parte de las viviendas cuentan con aire acondicionado, pero en otros es mucho menos común. En las próximas décadas, los países de la parte inferior de este gráfico serán más calurosos y ricos, lo que significa que comprarán y utilizarán más acondicionadores de aire. [5]
Esto quiere decir que se instalarán muchos más equipos de aire acondicionado a medida que crezca la población, su poder adquisitivo aumente y las olas de calor se tornen más severas y frecuentes. China, que estrenó 350 millones de aparatos entre 2007 y 2017, se ha convertido en el mayor mercado de acondicionadores de aire del mundo. Solo en 2018, las ventas se acrecentaron en un 15 por ciento a nivel internacional, y gran parte de dicho incremento procede de cuatro países cuyas temperaturas llegan a subir mucho: Brasil, India, Indonesia y México. [6] Para 2050, habrá más de 5.000 millones de equipos de aire acondicionado funcionando en todo el mundo.
Irónicamente, justo aquello que vamos a utilizar para sobrevivir en un clima más caluroso —el aire acondicionado— podría agravar el cambio climático. Después de todo, los aparatos se alimentan de energía eléctrica, así que, cuantos más instalemos, más electricidad necesitaremos para usarlos. De hecho, la Agencia Internacional de Energía prevé que la demanda de corriente para refrigeración de espacios se triplicará antes de 2050. Para entonces, los aires acondicionados consumirán tanta electricidad como la totalidad de China e India hoy en día.
Esto será positivo para las personas que más sufren durante las olas de calor, pero negativo para el clima, porque en numerosos lugares del mundo la producción de electricidad aún genera muchas emisiones de carbono. Por eso toda la corriente que consumen los edificios —tanto para el aire acondicionado como para la iluminación, los ordenadores y demás— es responsable de casi el 14 por ciento de todos los gases de efecto invernadero.
El hecho de que la refrigeración de espacios dependa tanto de la electricidad facilita el cálculo de la prima verde correspondiente al aire acondicionado. Para descarbonizarlo, habremos de descarbonizar las redes. Este es otro de los motivos por los que se precisan avances importantes en la generación y el almacenamiento de electricidad como los que se describen en el capítulo 4; de lo contrario, las emisiones continuarán aumentando y quedaremos atrapados en un círculo vicioso, refrescando cada vez más nuestros hogares y oficinas mientras calentamos cada vez más el clima.
Por suerte, no tenemos que esperar de brazos cruzados a que dichos avances se produzcan. Podemos tomar medidas ahora mismo para disminuir la cantidad de electricidad que requieren los acondicionadores de aire y, de ese modo, disminuir las emisiones que producimos para estar frescos. Además, no existe una barrera técnica para conseguirlo. Lo que ocurre es que la mayoría de la gente no compra los equipos de refrigeración de más bajo consumo del mercado. Según la AIE, el tipo de acondicionador de aire que más se vende en la actualidad es la mitad de eficiente que otros ampliamente disponibles, y solo la tercera parte de eficiente que los mejores modelos.
Esto se debe sobre todo a que los consumidores no reciben toda la información que necesitan antes de elegir un aparato. Por ejemplo, uno de baja eficiencia puede tener un precio de venta más barato pero resultar más caro a la larga porque gasta más electricidad. Sin embargo, si los equipos no llevan un etiquetado claro, es posible que el cliente no sepa eso cuando compare precios. (Dicho etiquetado es obligatorio en Estados Unidos, pero no en todo el mundo.) [7] Además, muchos países carecen de una normativa mínima sobre la eficiencia de los acondicionadores de aire. La AIE ha llegado a la conclusión de que bastaría con dictar medidas respecto a problemas como este para duplicar la eficiencia media de los aparatos de aire acondicionado en el planeta y reducir en un 45 por ciento el crecimiento de la demanda energética para refrigeración de espacios a mediados de siglo.
Por desgracia, el consumo de electricidad no es el único aspecto problemático del aire acondicionado. Utiliza refrigerantes —también llamados «gases fluorados», por su contenido en flúor— que escapan poco a poco a medida que los aparatos se deterioran con el tiempo, como sin duda ya sabrás si has tenido que cambiar el refrigerante del aire acondicionado del coche alguna vez. Los gases fluorados son agentes potentes del cambio climático: a lo largo de un siglo pueden provocar un calentamiento mil veces mayor que una cantidad equivalente de dióxido de carbono. Si no se habla mucho de ellos, es porque no representan un porcentaje significativo de los gases de efecto invernadero; en Estados Unidos suponen cerca de un 3 por ciento de las emisiones.
Aun así, los gases fluorados no han pasado inadvertidos. En 2016, representantes de 197 países se comprometieron a reducir la producción y el uso de algunos gases fluorados en más de un 80 por ciento antes de 2045, un compromiso al que lograron llegar porque varias empresas están desarrollando nuevos sistemas para el aire acondicionado en los que los gases fluorados se sustituyen por refrigerantes menos perjudiciales. Como estas ideas están en sus primeras fases de desarrollo, es demasiado pronto para calcular el precio, pero constituyen un buen ejemplo de la clase de innovación que necesitaremos para estar frescos sin calentar más el mundo.
En un libro sobre el calentamiento global, puede parecer extraño hablar sobre las maneras de mantenernos calientes. ¿Para qué subir el termostato, si ya hace calor fuera? En primer lugar, cuando hablamos de calor, no nos referimos solo al aumento de la temperatura del aire; también tenemos que calentar agua para todo tipo de usos, desde las duchas y los lavavajillas hasta varios procesos industriales. Y, lo que es más importante, el invierno no va a desaparecer. Aunque las temperaturas aumenten en general, seguirá helando y nevando en muchos lugares del mundo. Los inviernos son especialmente duros para quienes dependen de las renovables. Alemania, por ejemplo, recibe hasta nueve veces menos energía solar durante esta estación, en la que también hay períodos sin viento. Continuamos necesitando electricidad; sin ella, la gente moriría congelada en su propio hogar.
Las calderas y los calentadores de agua suman una tercera parte de las emisiones procedentes de los edificios. A diferencia de las luces y los equipos de aire acondicionado, funcionan en su mayoría con combustibles fósiles (que se trate de gas natural, gasóleo de calefacción o propano depende en gran parte de dónde viva cada uno). Esto significa que no basta con conseguir una red eléctrica limpia para descarbonizar el agua caliente y la calefacción. Necesitamos calentarnos con algo que no sea el petróleo y el gas.
El camino hacia las cero emisiones para la calefacción se asemeja mucho al que hemos trazado para los vehículos particulares: (1) electrificar todo lo posible, eliminando calentadores y calderas de gas natural, y (2) desarrollar combustibles verdes para todo lo demás.
La buena noticia es que el paso 1 podría conllevar una prima verde negativa. A diferencia de los coches eléctricos, cuyo uso y mantenimiento resultan más caros que los de sus equivalentes de gasolina, todos los sistemas eléctricos de calefacción y refrigeración permiten ahorrar dinero. Esto no solo se cumple cuando se instalan en edificios de obra nueva, sino también como parte de la reforma de construcciones más antiguas. En casi todas las poblaciones, los gastos totales de los usuarios disminuyen cuando sustituyen su acondicionador de aire eléctrico y su caldera de gas (o gasóleo) por una bomba de calor eléctrica.
La idea de una bomba de calor puede resultar extraña la primera vez que la oyes. No cuesta imaginar el bombeo de agua o aire, pero ¿cómo diablos se bombea el calor?
Estos dispositivos aprovechan la cualidad que poseen gases y líquidos de cambiar de temperatura cuando se expanden y se contraen. Las bombas impulsan un fluido refrigerante a través de un circuito de tuberías, y la presión se va modificando por medio de un compresor y unas válvulas especiales, de modo que el refrigerante absorbe calor en una zona y lo libera en otra. En invierno, se desplaza el calor del exterior al interior (algo que funciona en todos los climas salvo los más fríos); en verano, se realiza el proceso inverso, es decir, se bombea calor desde el interior de la vivienda hacia el exterior.
El sistema no es tan misterioso como parece. Ya tienes una bomba de calor en tu hogar, que seguramente está funcionando en este instante: se llama frigorífico. El aire caliente que sale de la parte inferior es el que se lleva el calor que rodea los alimentos y los mantiene frescos.
¿Cuánto podemos economizar gracias a una bomba de calor? Depende de la localidad, de lo crudos que sean los inviernos y del precio de la electricidad y el gas natural, entre otros factores. He aquí unos ejemplos de lo que se ahorra en distintas ciudades de Estados Unidos, tomando como base el coste de la instalación de una bomba de calor en obra nueva y su uso durante quince años:
Prima verde para la instalación de una bomba de calor aerotérmica en ciudades de EE. UU. [8]
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Aunque al reemplazar una instalación ya existente no se ahorra tanto, cambiar a una bomba de calor sigue siendo una opción menos cara en casi todas las ciudades. En Houston, por ejemplo, permite ahorrar un 17 por ciento. En Chicago, en cambio, los costes aumentan un 6 por ciento, porque allí el gas natural es excepcionalmente barato. Por otro lado, hay viviendas antiguas en las que sencillamente no resulta práctico buscar un espacio donde instalar el equipo nuevo, así que la renovación no siempre es posible.
A pesar de todo, estas primas verdes suscitan una pregunta evidente: si tan estupendas son las bombas de calor, ¿por qué solo se encuentran en el 11 por ciento de los hogares estadounidenses? [9]
En parte porque solo cambiamos las calderas cada diez años, más o menos, y a la mayoría de la gente no le sobra dinero para sustituir un aparato que funciona bien por una bomba de calor.
Pero existe otra explicación: las normativas oficiales obsoletas. Desde la crisis energética de los setenta, se ha intentado limitar el consumo de energía, por lo que los gobiernos estatales introdujeron incentivos para promover la compra de calderas y calentadores de gas natural en lugar de alternativas eléctricas menos eficientes. Algunos modificaron sus códigos de edificación para dificultar a los propietarios el cambio de los aparatos de gas por alternativas eléctricas. Muchas de estas medidas que premian la eficiencia por encima de las bajas emisiones aún constan en las ordenanzas, lo que limita nuestras posibilidades de reemplazar una caldera con quemador de gas por una bomba de calor eléctrica con una menor huella de carbono, incluso en los casos en que nos saldría más económico.
Esta situación resulta frustrante, como en tantas otras ocasiones en que las normas nos parecen absurdas. Pero, desde un punto de vista distinto, es una buena noticia. Implica que no precisamos otro adelanto tecnológico para disminuir las emisiones en este ámbito, más allá de descarbonizar la red eléctrica. La opción basada en la electricidad ya existe, está al alcance de todo el mundo y no solo es competitiva en cuanto a precio, sino que, de hecho, sale más barata. Únicamente debemos procurar que las normativas oficiales se adapten a los nuevos tiempos.
Por desgracia, si bien desde una perspectiva técnica es posible reducir a cero las emisiones relacionadas con la calefacción y el calentamiento de agua abrazando las alternativas eléctricas, no será un proceso rápido. Incluso si logramos echar abajo las normativas contraproducentes que he mencionado, no es realista pensar que todos arrancaremos nuestras calderas y calentadores de gas y los sustituiremos por otros eléctricos de la noche a la mañana, del mismo modo que el parque mundial de vehículos particulares tampoco pasará a ser eléctrico de golpe. Dada la duración de las calderas actuales, si nuestro objetivo fuera eliminar todas las de gas para mediados de siglo, tendrían que dejar de estar disponibles al público antes de 2035. Hoy en día, cerca de la mitad de las calderas que se venden en Estados Unidos funcionan con gas; en el mundo, los combustibles fósiles proporcionan seis veces más energía para calefacción y calentamiento de agua que la electricidad.
Para mí, esto constituye un argumento más en favor de los electrocombustibles y biocarburantes avanzados como los que mencionaba en el capítulo 7, capaces de alimentar las calderas y los calentadores de que disponemos en la actualidad, sin necesidad de modificarlos y sin añadir más carbono a la atmósfera. Sin embargo, hoy por hoy, ambas opciones acarrean una prima verde considerable:
Primas verdes para la sustitución de combustibles para calefacción actuales por alternativas neutras en carbono [10]
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Veamos qué supondrían estas primas para una familia estadounidense media. Las que caldean su hogar con gasóleo de calefacción tendrán que pagar 1.300 dólares más si utilizan biocombustibles avanzados, y más de 3.200 dólares adicionales si se inclinan por los electrocombustibles. Las que caldeen su hogar con gas natural habrán de sumar 840 dólares a su factura cada invierno si eligen los biocarburantes avanzados, y casi 2.600 si se pasan a los electrocombustibles. [11]
Salta a la vista que tenemos que abaratar esos combustibles alternativos, como se argumenta en el capítulo 7. Hay otros pasos que debemos tomar para descarbonizar nuestros sistemas de calentamiento:
Electrificar al máximo, sustituyendo las calderas y calentadores de gas por bombas de calor eléctricas. En algunas regiones, los gobiernos tendrán que poner al día las normativas para permitir —y fomentar— estas renovaciones.
Descarbonizar la red eléctrica desplegando los recursos verdes actuales allí donde resulten más útiles e invirtiendo en innovaciones relacionadas con la generación, el almacenamiento y la transmisión de energía.
Utilizar la energía de manera más eficiente. Podría parecer contradictorio, teniendo en cuenta que unos párrafos antes me quejaba de las políticas que priman la eficiencia por encima de las bajas emisiones. Lo cierto es que necesitamos ambas cosas.
El mundo está experimentando un boom de la construcción. Para albergar una población urbana creciente, edificaremos 230.000 millones de metros cuadrados antes de 2060, el equivalente, como mencionaba en el capítulo 2, a construir una Nueva York al mes durante cuarenta años. Con toda seguridad, muchos de estos edificios no tendrán un diseño orientado a la conservación energética y permanecerán habitados durante décadas, empleando la energía de forma ineficiente.
La buena noticia es que sabemos cómo construir edificios con baja huella de carbono..., siempre y cuando estemos dispuestos a pagar una prima verde. Un ejemplo extremo es el Bullitt Center de Seattle, proclamado por algunos como uno de los edificios de oficinas más verdes del mundo. [12] Está diseñado para mantenerse caliente en invierno y fresco en verano de manera natural, lo que reduce la necesidad de utilizar aire acondicionado y calefacción, y cuenta con otras tecnologías de bajo consumo energético, como un ascensor supereficiente. Hay momentos en que genera un 60 por ciento más de energía de la que consume, gracias a los paneles solares de la cubierta, aunque continúa conectado a la red eléctrica de la ciudad, de la que se alimenta por las noches y durante períodos especialmente nubosos. Algo que aquí, en Seattle, se da con mucha frecuencia.
Si bien muchas de las técnicas aplicadas en el Bullitt Center todavía resultan demasiado caras para generalizar su uso (razón por la que sigue siendo uno de los edificios más verdes del mundo siete años después de su inauguración), ya es posible aumentar la eficiencia energética de viviendas y oficinas a un precio más económico. Pueden diseñarse con lo que los constructores denominan una envolvente estanca (una superficie exterior que no deja entrar ni salir mucho aire), un buen aislamiento, ventanas con acristalamiento triple y puertas térmicas. También me tiene fascinado el denominado «cristal inteligente» para ventanas, que se oscurece de manera automática para refrescar la habitación y se aclara para calentarla. Las normativas nuevas sobre construcción pueden ayudar a promover estas ideas de ahorro energético, lo que expandiría el mercado y reduciría los costes. Podemos incrementar la eficiencia energética de muchos edificios, aunque no todos podrán ser tan eficientes como el Bullitt Center.
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El Bullitt Center, en Seattle, es uno de los edificios de oficinas más sostenibles del mundo. [13]
Hemos cubierto las cinco principales fuentes de gases de efecto invernadero: cómo nos conectamos, cómo fabricamos cosas, cómo cultivamos y criamos, cómo nos desplazamos y cómo enfriamos y calentamos. Espero que a estas alturas hayan quedado claras tres cosas:
  1. El problema es de una complejidad extrema, pues afecta a casi todas las actividades humanas.
  2. Ya disponemos de herramientas que deberíamos utilizar para disminuir las emisiones.
  3. Pero aún no disponemos de todas las herramientas que necesitamos. Tenemos que rebajar las primas verdes en todos los sectores, lo que significa que nos queda mucho por inventar.
Entre los capítulos 10 y 12 expondré los pasos concretos que creo que nos brindarán la mejor oportunidad de desarrollar e implementar las herramientas que nos harán falta. Pero antes quiero abordar una pregunta que me mantiene en vela por la noche. Hasta aquí, el libro ha tratado exclusivamente sobre cómo reducir las emisiones y evitar que las temperaturas se vuelvan insoportables. ¿Qué podemos hacer respecto a los cambios que ya se están produciendo en el clima? Y, sobre todo, ¿cómo podemos ayudar a los más desfavorecidos, los que tienen más que perder pese a que son los que menos han contribuido al problema?