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ADAPTARNOS A UN MUNDO MÁS CALUROSO
H
e estado argumentando que debemos alcanzar las cero emisiones y que para ello necesitaremos dedicar un gran esfuerzo a la innovación. No obstante, esto no rendirá fruto de un día para otro; los productos sostenibles de los que he venido hablando tardarán décadas en extenderse a escala suficiente para marcar una diferencia significativa.
Entretanto el cambio climático ya está afectando a personas de todo el mundo y de todos los poderes adquisitivos. Casi todos los que estamos vivos en este momento tendremos que adaptarnos a un mundo más caluroso. A medida que los niveles del mar y los terrenos inundables cambien, tendremos que replantearnos la ubicación de viviendas y oficinas. Tendremos que reforzar redes eléctricas, puertos marítimos y puentes. Tendremos que plantar más bosques de manglar (si no sabes a qué me refiero, permanece atento) y mejorar los sistemas de alerta temprana de tormentas.
Analizaremos estos proyectos más adelante, en este mismo capítulo. Sin embargo, ahora quiero hablar de las primeras personas que me vienen a la mente cuando pienso en aquellos que sufrirán más los efectos de un desastre climático y que merecen más ayuda para adaptarse a él. No cuentan con muchas redes eléctricas, puertos marítimos o puentes de los que preocuparse. Son las personas de bajos ingresos, a las que he conocido debido a mi trabajo en pro de la salud y el desarrollo globales, las que se llevarán la peor parte. Sus historias reflejan la complejidad de la lucha contra la pobreza y contra el cambio climático a un tiempo.
En 2009, por ejemplo, conocí a la familia Talam —Laban, Miriam y sus tres hijos— cuando estaba en Kenia para aprender acerca de cómo vivían los agricultores con menos de una hectárea y media de tierras (o, como se los conoce en la jerga de la ayuda al desarrollo, pequeños agricultores). Visité su granja tras recorrer varios kilómetros por un camino de tierra a las afueras de Eldoret, una de las ciudades de Kenia que más rápido están creciendo. Los Talam no tenían mucho, solo un puñado de cabañas circulares de barro con techumbre de paja y un corral, y la granja ocupaba cerca de una hectárea, menos que un campo de béisbol. Con todo, lo que ocurría en aquel pequeño terreno había provocado que acudieran cientos de agricultores de kilómetros a la redonda para averiguar qué estaban haciendo los propietarios y cómo hacerlo ellos mismos.
En 2009 visité la granja de Miriam y Laban Talam en Kabiyet, Kenia. Son protagonistas de una asombrosa historia de éxito, pero el cambio climático podría malograr todo el progreso que han conseguido.
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Laban y Miriam me recibieron en la puerta principal y comenzaron a relatarme su historia. Dos años antes, eran pequeños agricultores que practicaban una agricultura de subsistencia. Como casi todos sus vecinos, vivían en la pobreza más absoluta. Entre otras cosas, cultivaban maíz (en Kenia, como en muchos otros lugares del mundo, lo llaman maize
), en parte para autoconsumo y en parte para venderlo en el mercado. Laban hacía chapuzas para llegar a fin de mes. Con el fin de aumentar sus ingresos, había comprado una vaca que la pareja ordeñaba dos veces al día. Vendían la leche de la mañana a un comerciante local por muy poco dinero, y guardaban la de la tarde para ellos y sus hijos. En total, la vaca producía tres litros al día, cantidad que debía bastar para vender una parte y repartir el resto entre los cinco miembros de la familia.
Cuando conocí a los Talam, su vida había mejorado de un modo espectacular. Contaban ya con cuatro vacas, que producían 26 litros de leche al día. Vendían 20 litros y se quedaban seis. Ganaban casi cuatro dólares diarios, con lo que en aquella región de Kenia les alcanzaba para reconstruir su casa, cultivar piñas para la exportación y mandar a los niños a la escuela.
Según me contaron, su punto de inflexión llegó con la apertura de una planta de refrigeración de leche cercana. Los Talam y otros agricultores de la zona llevaban la leche cruda a esas instalaciones, donde se mantenía fría hasta el momento de su transporte a todos los rincones del país, para venderla a precios más altos de los que se pagaban a nivel local. La planta también hacía las veces de centro de formación. Los ganaderos de vacuno lechero de la zona acudían a aprender cómo criar animales más sanos y productivos, adquirir vacunas para las vacas e incluso llevar a analizar la leche para asegurarse de que estuviera libre de contaminantes y pudiera venderse a buen precio. Si no cumplía con los requisitos de calidad, les aconsejaban sobre cómo mejorarla.
En Kenia, donde residen los Talam, cerca de una tercera parte de la población se dedica a la agricultura. En el mundo, hay 500 millones de granjas pequeñas, y aproximadamente las dos terceras partes de las personas que viven en la pobreza trabajan en el sector agrícola.
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A pesar del elevado número, no obstante, los pequeños agricultores son responsables de una cantidad sorprendentemente baja de emisiones de gases de efecto invernadero, porque no pueden permitirse utilizar muchos productos y servicios que requieren el uso de combustibles fósiles. El keniano medio produce cincuenta y cinco veces menos dióxido de carbono que un estadounidense, y los agricultores rurales como los Talam generan todavía menos.
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Sin embargo, si recuerdas los problemas ocasionados por el ganado que mencionábamos en el capítulo 6, reconocerás el dilema de inmediato: los Talam han comprado más vacas, animales que contribuyen al cambio climático más que otras especies domésticas.
En este sentido, los Talam no son excepcionales. Para muchos agricultores pobres, ganar más dinero supone la oportunidad de invertir en activos de gran valor, como gallinas, cabras y vacas, animales que ofrecen buenas fuentes de proteínas y permiten a sus propietarios obtener un dinero extra con la venta de leche y huevos. Se trata de una decisión sensata, y cualquiera que esté interesado en reducir la pobreza se lo pensaría dos veces antes de recomendarles que no la tomaran. La clave del problema reside en que, a medida que la gente asciende en la escala económica, realiza más actividades que generan emisiones. De ahí que necesitemos más innovaciones, para que las personas de pocos recursos puedan mejorar su estilo de vida sin empeorar aún más el cambio climático.
Es una cruel injusticia que, pese a que los pobres del mundo no están haciendo prácticamente nada para causar el cambio climático, son quienes más padecerán sus efectos. Las alteraciones del clima ocasionarán problemas a los agricultores relativamente privilegiados de Estados Unidos y Europa, pero pueden tener consecuencias mortales para los desfavorecidos de África y Asia.
A medida que el clima se vuelve más caluroso, las sequías y las inundaciones se vuelven más frecuentes y arruinan las cosechas más a menudo. Hay menos alimento para el ganado, que produce menos carne y leche. El aire y la tierra pierden humedad, de manera que las plantas disponen de menos agua; en el sur de Asia y el África subsahariana, millones de hectáreas de tierras de cultivo se tornarán considerablemente más áridas. Las plagas devoradoras de cosechas están infestando una superficie cada vez mayor de los campos, en los que encuentran un medio más acogedor para instalarse. La temporada de cultivo se acortará; si las temperaturas suben cuatro grados, esta se limitará en al menos un 20 por ciento en casi toda el África subsahariana.
Para quienes ya viven al límite, cualquiera de estos cambios puede resultar desastroso. Si a alguien que carece de ahorros se le malogra la cosecha, no tiene la posibilidad de ir a comprar más semillas; simplemente queda fuera de juego. Para colmo, todos estos problemas encarecerán los alimentos para aquellos que menos pueden permitírselos. Debido al cambio climático, los precios se dispararán para cientos de millones de personas que ya gastan más de la mitad de sus ingresos en comida.
A medida que escaseen los alimentos, la enorme desigualdad entre ricos y pobres se agravará todavía más. Hoy en día, una niña que nace en Chad tiene cincuenta veces más probabilidades de morir antes de cumplir cinco años que una nacida en Finlandia. A causa de la creciente escasez alimentaria, menos niños obtendrán todos los nutrientes que necesitan, lo que debilitará las defensas naturales de su organismo e incrementará las probabilidades de que sucumban a la diarrea, la malaria o la neumonía. Según un estudio, el número de fallecimientos relacionados con el calor podría rayar en los 10 millones anuales antes de fin de siglo (una cifra de muertes similar a la que causan las enfermedades infecciosas en la actualidad), y casi todos se registrarán en países en desarrollo. Por otro lado, la probabilidad de que los niños que no mueran vean afectado su desarrollo físico e intelectual será mucho mayor.
A la larga, el peor impacto del cambio climático sobre los países pobres será el deterioro de la salud debido al incremento de los índices de desnutrición y mortalidad. Por tanto, debemos ayudar a los más desfavorecidos a mejorar su salud. Creo que existen dos vías para ello.
En primer lugar, es preciso aumentar las posibilidades de supervivencia de los niños desnutridos. Esto implica reforzar los sistemas de atención primaria, redoblar los esfuerzos para la prevención de la malaria y continuar suministrando vacunas para enfermedades como la neumonía y las causantes de diarrea. Aunque la pandemia de COVID-19 sin duda dificulta todas estas cosas, en el mundo sobran conocimientos y experiencia para llevarlas a cabo; el programa de vacunación conocido como GAVI, que ha evitado 13 millones de muertes desde el año 2000, figura entre los principales logros de la humanidad.
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(La contribución de la Fundación Gates a esta iniciativa global constituye uno de nuestros mayores motivos de orgullo.) No podemos permitir que el cambio climático mine este progreso. De hecho, debemos acelerarlo, desarrollar vacunas para otras enfermedades, como el VIH, la malaria y la tuberculosis, y hacerlas llegar a todos aquellos que las necesiten.
Luego —además de salvar la vida a los niños malnutridos—, tenemos que procurar que menos niños padezcan malnutrición de entrada. Dado el crecimiento poblacional, la demanda de alimentos seguramente se duplicará o triplicará en regiones donde viven la mayoría de los pobres del mundo. Por consiguiente, debemos ayudar a los agricultores con pocos recursos a cultivar más, incluso cuando sobrevengan sequías o inundaciones. Profundizaré en ello en el siguiente apartado.
Paso mucho tiempo con personas que supervisan los presupuestos de ayuda exterior en países ricos. Incluso algunos de los mejor intencionados me han comentado: «Antes costeábamos las vacunas. Ahora tenemos que procurar que nuestros fondos de ayuda se asignen a proyectos respetuosos con el clima», lo que significa contribuir a que África reduzca sus emisiones de gases de efecto invernadero.
Yo les respondo: «Por favor, no desviéis el dinero destinado a vacunas para financiar coches eléctricos. África solo es responsable de alrededor del 2 por ciento de las emisiones mundiales. Lo que de verdad deberíais sufragar allí es el proceso de adaptación
. Lo mejor que podemos hacer para ayudar a las personas de bajos ingresos a adaptarse al cambio climático es asegurarnos de que estén lo bastante sanas para sobrevivir a él y prosperar a pesar de él».
Es probable que nunca hayas oído hablar del CGIAR.
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Yo tampoco lo conocía hasta hace cerca de una década, cuando empecé a estudiar los problemas a los que se enfrentaban los agricultores en países de rentas bajas. Por lo que he visto, ninguna otra organización ha hecho más que el CGIAR para garantizar que las familias —sobre todo las más humildes— dispongan de alimentos nutritivos. Y ninguna otra organización se encuentra en una posición más ventajosa para llevar a cabo las innovaciones que ayudarán a los agricultores pobres a adaptarse al cambio climático en los próximos años.
El CGIAR es el grupo de investigación en agricultura más importante del mundo; en pocas palabras, ayuda a crear variedades de plantas más resistentes y productivas, así como a provocar modificaciones genéticas beneficiosas en animales. Fue en un laboratorio del CGIAR en México donde Norman Borlaug —a quien recordarás del capítulo 6— llevó a cabo el trabajo innovador con el trigo que dio origen a la Revolución Verde. Otros investigadores del CGIAR, inspirados por el ejemplo de Borlaug, desarrollaron un arroz de alta productividad y resistente a las enfermedades, y en los años siguientes la labor del grupo sobre el ganado, la patata y el maíz ha ayudado a disminuir la pobreza y mejorar la nutrición.
Es una pena que tan poca gente sepa de la existencia del CGIAR, pero resulta comprensible. Para empezar, su nombre suele confundirse con cigar
(«cigarro» en inglés), lo que parece sugerir una conexión con la industria tabaquera (no la hay). Tampoco ayuda que CGIAR no sea una única organización, sino una red formada por quince centros de investigación independientes, casi todos conocidos por sus enrevesados acrónimos. En la lista figuran CIFOR, ICARDA, CIAT, ICRISAT, IFPRI, IITA, ILRI, CIMMYT, CIP, IRRI, IWMI e ICRAF.
A pesar de su inclinación por la sopa de letras, el CGIAR será indispensable para crear cultivos y ganado climáticamente inteligentes para los agricultores pobres del mundo. Uno de mis ejemplos favoritos es su trabajo con el maíz tolerante a la sequía.
Aunque las cosechas de maíz en el África subsahariana son más bajas que en cualquier otro lugar del mundo, más de 200 millones de familias de la zona todavía dependen de esta planta para su subsistencia. Como las pautas meteorológicas se han vuelto más imprevisibles, se ha incrementado el riesgo de que estos agricultores obtengan cosechas de maíz aún más exiguas, o incluso de que estas se malogren por completo.
Por ello, los expertos del CGIAR han desarrollado decenas de variedades nuevas de maíz capaces de soportar condiciones de sequía, cada una adaptada a regiones específicas de África. Al principio, muchos pequeños agricultores no se atrevían a probar estas nuevas variedades. Y con razón: cuando el sustento de alguien está en juego, es normal que no quiera arriesgarse a plantar semillas que no ha utilizado nunca, porque, si estas mueren, lo pierden todo. Sin embargo, los expertos emprendieron la tarea de explicar a los agricultores y comerciantes de semillas locales las ventajas de las variedades nuevas, y cada vez más personas comenzaron a adoptarlas.
Los resultados han transformado la vida de numerosas familias. En Zimbabue, por ejemplo, agricultores de zonas castigadas por la falta de lluvias que plantaron maíz tolerante a la sequía cosecharon hasta seiscientos kilogramos más por hectárea (cantidad suficiente para alimentar a seis personas durante nueve meses) que los que se ciñeron a las variedades tradicionales. Los que optaron por vender las cosechas obtuvieron suficiente dinero extra para mandar a sus hijos a la escuela y cubrir otras necesidades del hogar. Expertos asociados al CGIAR se han propuesto desarrollar variedades de maíz que crezcan bien en suelos pobres en nutrientes; que sean resistentes a enfermedades, plagas o hierbas; que aumenten el rendimiento hasta en un 30 por ciento, y que ayuden a combatir la desnutrición.
Y no se trata solo del maíz. Gracias a los esfuerzos del CGIAR, el uso de nuevos tipos de arroz tolerantes a la sequía se está extendiendo por India, donde el cambio climático está provocando más períodos secos durante la temporada de lluvias. También están desarrollando una clase de arroz —ingeniosamente apodada «arroz submarinista»— capaz de sobrevivir bajo el agua durante dos semanas. Por lo general, las plantas de arroz reaccionan a las inundaciones estirando las hojas para que salgan del agua; si permanecen sumergidas demasiado tiempo, gastan toda la energía intentando escapar y, en esencia, acaban muriendo de cansancio. El arroz submarinista no presenta ese problema: cuenta con un gen denominado SUB1 que se activa durante la inundación y hace que la planta entre en estado latente, de modo que deja de alargarse hasta que las aguas se retiran.
El CGIAR no se centra solo en las semillas nuevas. Sus científicos han creado una aplicación para teléfonos inteligentes que permite a los agricultores utilizar la cámara del móvil para identificar plagas y enfermedades concretas que afectan a la yuca, un importante cultivo comercial de África. Asimismo, han diseñado programas para drones y sensores de suelo con el fin de ayudar a los agricultores a determinar la cantidad de agua y fertilizante que requieren sus plantas.
Campo de arroz submarinista, capaz de sobrevivir sumergido dos semanas seguidas, una ventaja que cobrará aún mayor importancia a medida que las inundaciones se vuelvan más frecuentes.
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Los agricultores de pocos recursos necesitan más avances como estos, pero para proporcionárselos hay que facilitar más dinero al CGIAR y a otros investigadores agrícolas. La investigación en agricultura siempre ha recibido menos fondos de los que requiere. De hecho, duplicar la financiación del CGIAR para que pueda ayudar a más agricultores es una de las principales recomendaciones de la Comisión Global de Adaptación, que dirijo junto con Ban Ki-moon, exsecretario general de la ONU, y Kristalina Georgieva, exdirectora general del Banco Mundial.
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No me cabe la menor duda de que se trata de un dinero bien empleado: cada dólar invertido en la investigación del CGIAR genera unos seis dólares de beneficio. Warren Buffet daría el brazo derecho por una inversión con un retorno de seis a uno que además salvara vidas.
Aparte de ayudar a los pequeños agricultores a incrementar el rendimiento de sus cultivos, nuestra comisión sobre la adaptación recomienda otras tres medidas relacionadas con la agricultura:
Facilitar a los agricultores la gestión de los riesgos derivados de un clima más caótico.
Por ejemplo, los gobiernos pueden ayudarlos a cultivar y criar una mayor diversidad de plantas y animales para que no se vean arruinados por un revés. Los gobiernos deberían estudiar el fortalecimiento de los sistemas de seguridad social y la implantación de un seguro agrícola basado en el clima que ayude a los agricultores a recuperarse de las pérdidas.
Centrarse en las personas más vulnerables.
Aunque las mujeres no constituyen el único grupo de personas vulnerables, sí conforman el más numeroso. Por toda clase de motivos —culturales, políticos, económicos—, las mujeres que viven de la agricultura lo tienen aún más difícil que los hombres. Algunas no tienen garantizados los derechos sobre sus tierras, por ejemplo, un acceso igualitario al agua, la posibilidad de conseguir financiación para la compra de fertilizantes o ni siquiera de un parte meteorológico. Así que debemos defender los derechos de propiedad de las mujeres y ofrecer asesoramiento técnico dirigido específicamente a ellas, entre otras cosas. Los beneficios podrían ser espectaculares: según un estudio de una agencia de la ONU, si las mujeres contaran con el mismo acceso a los recursos que los hombres, podrían cultivar entre un 20 y un 30 por ciento más de alimentos en sus campos y reducir el número de personas que pasan hambre en el mundo en una cifra de entre el 12 y el 17 por ciento.
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Contemplar el cambio climático en las políticas públicas.
Se destina muy poco dinero a ayudas para la adaptación de los agricultores; solo una pequeña parte de los 500.000 millones que los gobiernos gastaron en agricultura entre 2014 y 2016 se asignó a actividades concebidas para suavizar el golpe que supondrá el cambio climático para los más desfavorecidos. Los gobiernos deberían diseñar políticas e incentivos para ayudar a los agricultores a reducir sus emisiones y, al mismo tiempo, producir más alimentos.
En resumen: las personas de rentas altas y medias son responsables de gran parte del cambio climático. Los más pobres son quienes menos han contribuido a causar el problema, y en cambio los que probablemente sufrirán más sus efectos. Merecen la ayuda del mundo y necesitan más de la que están recibiendo.
En las dos últimas décadas, he aprendido mucho acerca de la grave situación de los agricultores de bajos ingresos —así como del impacto que el cambio climático tendrá en ellos— a través de mi trabajo contra la pobreza mundial. De hecho, se ha convertido en una pasión, pues me permite pasmarme ante la fascinante ciencia que hay detrás de la mejora de los cultivos.
Hasta hace poco, no había reflexionado mucho acerca de otras piezas del puzle de la adaptación, como las medidas que deberían tomar las ciudades para prepararse o el modo en que el cambio climático afectará a los ecosistemas. Sin embargo, he tenido la oportunidad de profundizar en estas cuestiones gracias a mi participación en la comisión sobre adaptación que acabo de mencionar. A continuación, expongo algunas cosas que he aprendido de la labor que desarrolla la entidad —asesorada por decenas de expertos en ciencias, políticas públicas, industria y otros ámbitos—, para que te formes una idea de otros elementos que harán falta para adaptarse a un clima más caluroso.
A grandes rasgos, podemos dividir la adaptación en tres etapas.
La primera consiste en minimizar los riesgos que implica el cambio climático con medidas como adaptar los edificios y otras infraestructuras, proteger los humedales como baluarte contra las inundaciones y —en caso necesario— alentar a la gente a evacuar de forma permanente las zonas que dejen de ser habitables.
El paso siguiente es prepararse para reaccionar a las emergencias. Tenemos que seguir mejorando las predicciones meteorológicas y los sistemas de alerta temprana para difundir información sobre tormentas. Y, para cuando se produzca un desastre, se precisan equipos de primera intervención bien equipados y formados, así como un sistema para coordinar las evacuaciones temporales.
Por último, después de una catástrofe, viene el período de recuperación. Necesitaremos un plan para suministrar servicios a los desplazados, como sanidad y educación, además de un seguro que ayude a personas de todos los niveles adquisitivos a reconstruir sus hogares y normativas que garanticen que los edificios reconstruidos estén mejor adaptados al cambio climático que los anteriores.
Propongo estos cuatro grandes titulares sobre la adaptación:
Las ciudades deben cambiar su forma de crecimiento.
Las zonas urbanas albergan a más de la mitad de la población de la tierra —proporción que aumentará en los años venideros— y son responsables de más de las tres cuartas partes de la economía mundial. A medida que muchas ciudades de crecimiento más rápido se expanden, se acaba edificando en terrenos inundables, bosques y humedales que podrían absorber las crecidas durante una tormenta o retener el agua durante una sequía.
Si bien el cambio climático afectará a todas las urbes, los problemas más graves afectarán a las que se encuentran en la costa. Cientos de millones de personas podrían verse obligadas a abandonar sus hogares cuando los niveles del mar asciendan y las marejadas ciclónicas se intensifiquen. A mediados de este siglo, el cambio climático podría costar a las poblaciones litorales más de un billón de dólares... al año. Afirmar que esto exacerbará las dificultades a las que ya se enfrentan casi todas las ciudades —la pobreza, el incremento de personas sin hogar, la falta de acceso a la sanidad o la educación— sería quedarse corto.
¿En qué consistiría la adaptación de una ciudad al cambio climático? Para empezar, los urbanistas necesitan los últimos datos sobre los riesgos climáticos, así como proyecciones derivadas de los modelos informáticos que predicen el impacto del calentamiento global. (En la actualidad, muchas autoridades urbanas de países en desarrollo carecen hasta de mapas básicos que indiquen las zonas de la ciudad más propensas a inundaciones.) Armados con la información más actualizada, podrán tomar mejores decisiones sobre el trazado de los barrios y polígonos industriales, construir o ampliar diques marinos, protegerse de las tormentas, cada vez más violentas, reforzar los sistemas de drenaje de aguas pluviales y elevar los muelles para que permanezcan por encima del creciente nivel del mar.
Para ser realmente concretos: si queremos construir un puente sobre el río local, ¿debería tener una altura de cuatro o de seis metros? El más alto tendrá un coste mayor a corto plazo, pero si sabemos que las probabilidades de que se produzca una fuerte crecida en la próxima década son considerables, será la decisión más inteligente. Más vale construir un puente caro una vez que un puente barato dos.
Y no se trata solo de renovar la infraestructura con la que ya cuentan las ciudades: el cambio climático también nos obligará a plantearnos necesidades del todo nuevas. Por ejemplo, las ciudades con días de calor extremo y muchos habitantes que no pueden permitirse aire acondicionado tendrán que crear centros climatizados (instalaciones a las que pueda acudir la gente para huir de las altas temperaturas). Por desgracia, el aumento del uso de aire acondicionado implica también un incremento de las emisiones, una razón más por la que son importantes los avances en refrigeración de los que hablaba en el capítulo 8.
Debemos reforzar nuestras defensas naturales.
Los bosques almacenan y regulan el agua. Los humedales impiden las inundaciones y proveen de agua a agricultores y ciudades. Los arrecifes de coral sirven de hogar a los peces de los que se alimentan las comunidades costeras. Pero estas y otras defensas naturales contra el cambio climático están desapareciendo a ojos vistas. Solo en 2018, se destruyeron cerca de 3,5 millones de hectáreas de bosque primario, y cuando el calentamiento alcance los dos grados centígrados —como cabe esperar que ocurra—, desaparecerán casi todos los arrecifes de coral del mundo.
Por otro lado, restablecer los ecosistemas resultaría de lo más beneficioso. Los servicios de agua de las ciudades más grandes ahorrarían hasta 890 millones de dólares al año si restauraran los bosques y las cuencas hidrográficas. Muchos países ya están abriendo camino: en Níger, una campaña de reforestación encabezada por agricultores ha disparado el rendimiento de los cultivos, ha aumentado la cubierta forestal y ha reducido el tiempo que dedican las mujeres a recoger leña de tres horas al día a media. China ha calificado cerca de una cuarta parte de su territorio como bienes naturales esenciales, y priorizará en ellos la conservación y protección del ecosistema. México ha declarado protegida una tercera parte de sus cuencas fluviales para preservar el suministro de agua a 45 millones de personas.
Si añadimos más ejemplos, sensibilizamos a la gente acerca de la importancia de los ecosistemas y ayudamos a otros países a seguir el mismo camino, disfrutaremos de los beneficios de una defensa natural contra el cambio climático.
Hay otra solución al alcance de la mano, por así decirlo: los manglares. Los mangles son árboles de baja altura que crecen en la costa, pues están adaptados a la vida en agua salada; atenúan las marejadas ciclónicas, evitan inundaciones costeras y protegen los hábitats de los peces. En total, los manglares ayudan a evitar unos 80.000 millones de dólares en pérdidas por inundaciones en todo el mundo y ahorran miles de millones más de otras maneras. Plantarlos es mucho más barato que construir rompeolas, y además los árboles mejoran la calidad del agua. Constituyen una excelente inversión.
Necesitaremos más agua potable de la que podemos suministrar.
Debido al descenso del nivel de lagos y acuíferos y a su contaminación, cada vez resulta más difícil proveer de agua potable a todos los que la necesitan. La mayor parte de las megalópolis del mundo ya padecen escaseces severas y, si no se pone remedio, antes de mediados de siglo el número de personas que no dispondrá de agua razonablemente limpia al menos una vez al mes aumentará en más de un tercio, hasta los más de 5.000 millones de personas.
Plantar manglares es una gran inversión. Ayudan a evitar pérdidas de unos 80.000 millones de dólares anuales por inundaciones.
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La tecnología puede aportar parte de la solución. Ya sabemos cómo desalinizar el agua de mar para hacerla potable, pero el proceso requiere mucha energía, al igual que el transporte del agua desde el mar hasta la planta desalinizadora y el sistema para hacerla llegar a quienes la necesitan. (Esto significa que el problema del agua, como tantos otros, se reduce, en esencia, a un problema energético: si dispusiéramos de suficiente energía limpia y barata, podríamos potabilizar toda el agua que hiciera falta.)
Estoy siguiendo con atención una ingeniosa idea que consiste en extraer agua del aire. Se trata fundamentalmente de un deshumidificador que funciona con energía solar y está equipado con un sistema avanzado que filtra los contaminantes del aire. Esta tecnología ya existe en la actualidad, pero cuesta miles de dólares, demasiado para los pobres del mundo, que son quienes más sufrirán a causa de la escasez de agua.
Hasta que no se desarrolle una versión asequible de este sistema, debemos tomar medidas prácticas, incentivar la disminución de la demanda de agua y esforzarnos por incrementar su suministro. Esto incluye desde el tratamiento de las aguas residuales hasta el método de riego «justo a tiempo», que reduce el gasto de agua y al mismo tiempo aumenta el rendimiento de los cultivos.
Por último, para financiar los proyectos, debemos desbloquear nuevas inversiones.
No me refiero a la ayuda exterior a países en desarrollo —aunque también será necesaria—, sino a la manera en que el dinero público puede animar a inversores privados a apoyar los proyectos de adaptación.
El problema que tenemos que superar es que, si bien los costes de la adaptación se pagan a tocateja, los beneficios económicos quizá tarden años en llegar. Es posible, por ejemplo, que protejas tu negocio contra inundaciones hoy, pero este no se vea azotado por una inundación hasta dentro de diez o veinte años. Además, la protección contra inundaciones no generará liquidez; los clientes no pagarán más por tus productos solo porque te hayas asegurado de que las aguas negras no te anegarán el sótano. Por lo tanto, los bancos se mostrarán reacios a prestarte el dinero para el proyecto o te cobrarán un tipo de interés más elevado. Sea como sea, tendrás que asumir parte de los gastos, en cuyo caso tal vez decidas abstenerte sin más de llevar a cabo la reforma.
Si extrapolamos este ejemplo a una ciudad, estado o país entero, comprenderemos por qué debe el sector público desempeñar un papel tanto en la financiación de los proyectos de adaptación como en la captación del sector privado. Tenemos que conseguir que la adaptación sea una inversión atractiva.
Para ello, hay que empezar por encontrar maneras de que los mercados financieros públicos y privados contemplen los riesgos del cambio climático y los evalúen de forma adecuada. Ya hay gobiernos y empresas que valoran los riesgos climáticos como criterio de selección de los proyectos; todos deberían hacerlo. Además, los gobiernos podrían asignar más fondos a la adaptación, fijar objetivos de inversión en el tiempo y adoptar políticas que mitiguen el riesgo para los inversores privados. Cuando los proyectos de adaptación comiencen a rendir frutos visibles, la inversión privada sin duda crecerá.
Quizá te estés preguntando cuánto costaría todo esto. No existe un método para determinar el precio de todo lo que tiene que hacer el mundo para adaptarse al cambio climático, pero la comisión de la que formo parte ha calculado los gastos en cinco campos clave (el desarrollo de sistemas de alerta temprana, la construcción de infraestructuras resistentes al clima, el aumento del rendimiento agrícola, la gestión del agua y la protección de los manglares) y ha llegado a la conclusión de que una inversión de 1,8 billones de dólares entre 2020 y 2030 tendría un retorno de más de 7 billones. Para comprender la magnitud de esta cifra, pensemos que, repartida a lo largo de una década, equivaldría a alrededor del 0,2 por ciento del PIB mundial, y que el retorno prácticamente cuadruplicaría el valor de lo invertido.
Los beneficios pueden medirse en función de las cosas malas que no suceden: guerras civiles que no estallan por los derechos sobre el agua, agricultores que no acaban en la ruina por una sequía o inundación, ciudades que no quedan arrasadas por un huracán, miles de personas que no se desplazan por los desastres climáticos. También pueden medirse en función de las cosas buenas que sí
ocurren: niños que reciben los nutrientes que necesitan, familias que dejan atrás la pobreza y se incorporan a la clase media mundial, negocios, ciudades y países que prosperan a pesar de que el clima se calienta.
Al margen de nuestra opinión al respecto, los argumentos económicos están claros, y también los morales. La pobreza extrema ha caído en picado en el último cuarto de siglo, del 36 por ciento de la población mundial en 1990 al 10 por ciento en 2015,
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aunque la COVID-19 ha supuesto un enorme revés para los progresos. El cambio climático podría dar al traste con aún más avances e incrementar hasta en un 13 por ciento el número de personas que viven en la pobreza extrema.
Quienes más hemos contribuido a este problema tenemos la obligación de ayudar al resto del planeta a sobrevivir a él. Se lo debemos.
Hay otro aspecto de la adaptación que merece mucha más atención de la que le estamos prestando: deberíamos prepararnos para el peor de los casos.
Los climatólogos han identificado muchos puntos de inflexión que podrían acelerar de forma dramática el cambio climático. Es el caso de las estructuras cristalinas semejantes al hielo que se encuentran en el fondo del océano y contienen grandes cantidades de metano; podrían volverse inestables y expulsar el gas de golpe. En un lapso relativamente corto, cabe la posibilidad de que sobrevengan desastres en diferentes partes del mundo, lo que echaría a perder nuestros intentos de prepararnos y actuar contra el cambio climático. Cuanto más suban las temperaturas, más probable será que alcancemos uno de estos puntos de inflexión.
Si en algún momento parecemos abocados hacia uno de ellos, empezaremos a oír hablar más de una serie de ideas audaces —o disparatadas, según algunos— que se engloban bajo la denominación general de «geoingeniería». Sus postulados no se han demostrado y suscitan cuestiones éticas espinosas. Con todo, vale la pena estudiarlos y debatirlos mientras aún podamos permitirnos el lujo de estudiar y debatir.
La geoingeniería es una herramienta innovadora, del tipo «romper el cristal en caso de emergencia». La idea fundamental consiste en operar cambios temporales en los océanos o la atmósfera terrestre con el fin de bajar la temperatura del planeta. El objetivo de estos cambios no sería eximirnos de la responsabilidad de reducir las emisiones, sino solo ganar tiempo para ponernos las pilas.
Llevo varios años financiando algunos estudios de geoingeniería (una financiación ínfima en comparación con los trabajos sobre atenuación que patrocino). Casi todas las propuestas de la geoingeniería se basan en la idea de que, para contrarrestar todo el calentamiento causado por los gases de efecto invernadero que hemos vertido en la atmósfera, debemos limitar en aproximadamente un 1 por ciento la cantidad de luz solar que recibe la tierra.
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Esto puede conseguirse de varias maneras. Una consiste en esparcir partículas extremadamente pequeñas —de apenas unas millonésimas de centímetro de diámetro— en las capas superiores de la atmósfera. Los científicos saben que estas partículas dispersarían la luz, lo que ocasionaría un enfriamiento del planeta, porque ya han observado el fenómeno: cuando un volcán especialmente poderoso entra en erupción, arroja a la atmósfera unas partículas similares que provocan un descenso mensurable de la temperatura global.
Otra idea de la geoingeniería se basa en generar nubes más brillantes. Como la parte superior de las nubes dispersa la luz del sol, podríamos enfriar la tierra haciéndolas más reflectantes por medio de un aerosol salino que incrementa esta dispersión. Además, no sería necesario un gran incremento; obtener la reducción del 1 por ciento solo requeriría aumentar en un 10 por ciento el brillo de las nubes que cubren el 10 por ciento de la superficie terrestre.
Hay otras estrategias de geoingeniería; todas comparten tres características. En primer lugar, son relativamente baratas en comparación con la magnitud del problema, ya que los costes de capital iniciales serían inferiores a los 10.000 millones de dólares, y los gastos de funcionamiento, mínimos. En segundo lugar, el efecto sobre las nubes duraría cerca de una semana, así que podríamos utilizar este método durante el tiempo necesario y luego pararlo, sin que se produjera un impacto a largo plazo. Y, en tercer lugar, las dificultades técnicas con que quizá toparían estas ideas serían insignificantes en comparación con los obstáculos políticos con los que sin duda toparían.
Algunos detractores de la geoingeniería afirman que es un experimento a gran escala con el planeta, aunque, como señalan sus defensores, ya estamos experimentando a gran escala con el planeta al emitir cantidades ingentes de gases de efecto invernadero.
Para ser justos, hay que reconocer que necesitamos comprender mejor el posible impacto de la geoingeniería a nivel local. Esta preocupación legítima requiere un estudio mucho más exhaustivo antes de que nos planteemos siquiera probar la geoingeniería a gran escala en el mundo real. Además, como la atmósfera es literalmente un asunto de interés global, ningún país debería intentar aplicar la geoingeniería por su cuenta. Se requiere consenso.
En estos momentos cuesta imaginar que los diferentes países puedan ponerse de acuerdo en regular de forma artificial la temperatura del planeta. Sin embargo, la geoingeniería es nuestra única esperanza de enfriar la tierra en cuestión de años o incluso décadas sin arruinar la economía. Quizá llegue el día en que no nos quede alternativa. Más vale que nos preparemos ya para ese día.