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POR QUÉ SON IMPORTANTES LAS POLÍTICAS GUBERNAMENTALES
E
n 1943, en el punto álgido de la Segunda Guerra Mundial, una densa nube de humo descendió sobre Los Ángeles. Era tan tóxica que a la gente le escocían los ojos y le moqueaba la nariz. Los conductores no veían tres manzanas más allá. Algunos vecinos creyeron que el ejército japonés había lanzado un ataque con armas químicas contra la ciudad.
Lo cierto era que nadie estaba atacando Los Ángeles..., al menos no un ejército extranjero. El auténtico culpable era el esmog, creado por la desafortunada coincidencia de la contaminación ambiental con determinadas condiciones meteorológicas.
Casi una década después, en diciembre de 1952, Londres pasó cinco días paralizado por el esmog. Los autobuses y las ambulancias dejaron de circular. La visibilidad era tan baja, incluso en el interior de los edificios, que los cines cerraron. Los saqueadores campaban a sus anchas, porque los policías no alcanzaban a ver más que a unos metros de distancia en cualquier dirección. (Los aficionados a la serie de Netflix The Crown
, como yo, recordarán un emocionante episodio de la primera temporada que se desarrolla durante estos terribles sucesos.) Como resultado del incidente, conocido en la actualidad como la Gran Niebla de Londres, murieron al menos 4.000 personas.
Debido a sucesos de este tipo, en los años cincuenta y sesenta, la contaminación del aire se convirtió en uno de los principales motivos de preocupación pública en Estados Unidos y Europa, y los legisladores reaccionaron con presteza. En 1955, el Congreso estadounidense comenzó a asignar fondos a la investigación del problema y sus posibles remedios. Al año siguiente, el gobierno británico promulgó la Ley de Aire Limpio, que establecía por todo el país zonas de control del humo, en las que solo se permitía el uso de carburantes de combustión más limpia. Siete años después, la Ley de Aire Limpio de Estados Unidos instauró en el país el sistema moderno de regulación de la contaminación atmosférica; continúa siendo la ley más exhaustiva —y una de las más influyentes— sobre la polución del aire, que puede poner en peligro la salud pública. En 1970, el presidente Nixon fundó la Agencia de Protección Ambiental para ayudar a aplicarla.
La Ley de Aire Limpio estadounidense logró su objetivo —limpiar el aire de gases venenosos—, y desde 1990 el nivel de dióxido de nitrógeno de las emisiones en Estados Unidos ha descendido en un 56 por ciento, el monóxido de carbono en un 77 por ciento, y el dióxido de azufre en un 88 por ciento. El plomo prácticamente ha desaparecido de las emisiones de nuestro país. Pese a que aún queda trabajo por hacer, logramos todo esto cuando tanto la economía como la población se hallaban en pleno crecimiento.
Este agente de policía tuvo que utilizar una bengala para dirigir el tráfico durante la Gran Niebla de Londres, en 1952.
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Pero no hace falta remontarse en el tiempo para encontrar ejemplos de políticas lúcidas que ayudan a resolver problemas como el de la contaminación atmosférica. En 2014, China puso en marcha varios programas en respuesta al grave aumento del esmog en núcleos urbanos y al rápido ascenso de los niveles de contaminantes peligrosos en el aire. El gobierno fijó nuevos objetivos de reducción de la polución atmosférica, prohibió la construcción de centrales de carbón cerca de las ciudades más contaminadas y estableció límites a la circulación de vehículos no eléctricos en las grandes urbes. Al cabo de unos años, Beijing anunciaba una disminución del 36 por ciento en ciertos tipos de contaminantes, y Baoding, una localidad de 11 millones de habitantes, informaba de un descenso del 38 por ciento.
Aunque la contaminación del aire no ha dejado de ser una de las principales causas de enfermedad y decesos —con toda probabilidad mata a más de 7 millones de personas al año—, no cabe duda de que las medidas que hemos tomado han evitado que la cifra sea aún más alta.
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(También han ayudado a reducir un poco los gases de efecto invernadero, si bien no era su propósito inicial.) En la actualidad, ejemplifican mejor que nada el papel destacado que deben desempeñar las políticas gubernamentales en los esfuerzos por evitar un desastre climático.
Reconozco que el término «política» resulta vago y anodino. Un gran logro como un tipo de batería es más glamuroso que las políticas que han permitido que algún químico lo inventara. Con todo, el logro ni siquiera se habría producido sin un gobierno que invirtiera el dinero de los impuestos en investigación, políticas diseñadas para llevar esa investigación del laboratorio a los mercados y normativas que hubieran creado mercados y facilitado su implementación a gran escala.
En este libro he hecho hincapié en los inventos que necesitamos para alcanzar la meta del cero —nuevas maneras de almacenar electricidad y fabricar acero, entre otras cosas—, pero la innovación no es solo cuestión de desarrollar dispositivos nuevos, sino también de elaborar políticas nuevas para demostrar la utilidad de esos inventos y colocarlos en el mercado lo antes posible.
Por suerte, para formular dichas políticas, no partimos de una página en blanco. Tenemos mucha
experiencia en lo que atañe a la regulación de la energía. De hecho, se trata de uno de los sectores más regulados de la economía, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Además de un aire más limpio, las políticas energéticas inteligentes nos han brindado lo siguiente:
Electrificación.
En 1910, solo el 12 por ciento de los estadounidenses contaban con luz eléctrica en sus casas. En 1950, esta cifra había aumentado a más del 90 por ciento gracias a iniciativas como los fondos federales para la construcción de presas, la creación de agencias federales de regulación de la energía y un gigantesco proyecto gubernamental para llevar la electricidad a las zonas rurales.
Seguridad energética.
A raíz de las crisis del petróleo de los setenta, Estados Unidos se propuso incrementar la producción nacional mediante diversas fuentes de energía. El gobierno federal presentó sus primeros proyectos de investigación y desarrollo en 1974. Al año siguiente se aprobó una legislación importante relativa a la conservación de la energía, que incluía normas de uso eficiente del combustible para los vehículos. Dos años después se creó el Departamento de Energía. Luego, en los ochenta, el precio del petróleo se desplomó y aparcamos muchos de estos planes..., hasta que el precio comenzó a subir de nuevo en la primera década del siglo
XXI
, lo que desató una nueva oleada de inversiones y regulaciones. Gracias a estos y otros esfuerzos, en 2019, por primera vez en setenta años, Estados Unidos exportó más energía de la que importó.
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Recuperación económica
. Después de la Gran Recesión de 2008, los gobiernos, para crear empleo e impulsar la inversión, destinaron fondos a la energía renovable, la eficiencia energética, las infraestructuras eléctricas y las redes ferroviarias. En 2018, China lanzó un paquete de estímulos de 584.000 millones de dólares que, en gran parte, se destinó a proyectos verdes. La Ley de Reinversión y Recuperación de Estados Unidos de 2009 establecía deducciones fiscales, subvenciones federales, garantías de crédito y fondos para investigación y desarrollo con el propósito de apuntalar la economía y disminuir las emisiones. Si bien se trata de la mayor inversión en energía limpia y eficiencia energética realizada en la historia de Estados Unidos, fue una inyección puntual, no un cambio duradero en las políticas públicas.
Ha llegado el momento de volcar nuestra experiencia como responsables de políticas en el desafío al que nos enfrentamos: reducir a cero las emisiones de gases de efecto invernadero.
Los dirigentes de todos los países habrán de articular un plan sobre la transición de la economía global a la neutralidad en carbono. Dicho plan, a su vez, puede guiar las acciones de particulares y empresas del mundo entero. Los funcionarios del gobierno pueden redactar normas sobre la cantidad de carbono que las centrales eléctricas, los vehículos y las fábricas tienen permitido emitir. Pueden adoptar normativas que den forma a los mercados financieros y aclarar los riesgos del cambio climático a los sectores públicos y privados. Pueden seguir cumpliendo con la función de principales inversores en investigación científica que ya realizan y elaborar las reglas que determinan la rapidez con que los productos nuevos acceden al mercado. Y pueden ayudar a arreglar algunos problemas que el mercado no está capacitado para solucionar, como los costes ocultos que los productos emisores de carbono conllevan para el medio ambiente y las personas.
Aunque muchas de estas decisiones se toman dentro del ámbito nacional, los gobiernos estatales y municipales también desempeñan un papel importante. En numerosos países, los gobiernos subnacionales regulan los mercados de la electricidad y dictan normas sobre el uso energético en los edificios. Trazan proyectos de grandes obras —presas, redes de transporte, puentes y carreteras— y determinan dónde realizarlas y con qué materiales. Compran vehículos policiales y camiones de bomberos, almuerzos escolares y bombillas. A cada paso, alguien tendrá que decidir si se opta por la alternativa verde o no.
Quizá parezca una ironía que yo esté propugnando una mayor intervención del gobierno. Cuando estaba construyendo Microsoft, guardaba las distancias respecto a los responsables de las políticas de Washington y el mundo, pues creía que obstaculizarían nuestra mejor labor.
En parte, el juicio antimonopolio entablado por el gobierno estadounidense contra Microsoft a finales de los noventa me llevó a comprender que deberíamos haber tratado con los responsables de las políticas desde el principio. También sé que, cuando llega el momento de acometer iniciativas de envergadura —ya sea construir una red de carreteras nacional, vacunar a los niños del mundo o descarbonizar la economía global—, necesitamos que el gobierno asuma un papel destacado en la creación de los incentivos adecuados y se asegure de que el sistema en conjunto beneficie a todos.
Las empresas y los particulares también tendrán que poner su grano de arena, por supuesto. En los capítulos 11 y 12 propondré un plan para llegar al cero, con pasos concretos que tanto los gobiernos como las compañías y los individuos podemos seguir. Sin embargo, como los gobiernos desempeñarán un papel tan importante, antes quiero sugerir siete metas de alto nivel a las que deberían aspirar.
1. Cuidado con el déficit de inversión
El primer horno de microondas salió al mercado en 1955. Costaba casi 12.000 dólares, al valor actual. En la actualidad se puede comprar uno que funcione perfectamente por 50 dólares.
¿Por qué se abarataron tanto los microondas? Porque los consumidores comprendieron de inmediato las ventajas de un aparato capaz de calentar la comida en una fracción de lo que tarda un horno convencional. Las ventas de microondas se dispararon enseguida, lo cual impulsó la competencia en el mercado, que a su vez fomentó una producción cada vez más barata de estos electrodomésticos.
Ojalá el mercado energético funcionara así también, y el producto con las mejores características triunfara sobre sus competidores. Pero un electrón sucio ilumina igual de bien que uno limpio. Por consiguiente, sin la intervención gubernamental —para imponer un precio al carbono o normas que exijan un mínimo de electrones verdes en el mercado—, no habrá garantías de que la empresa que invierta en electricidad limpia obtenga beneficios. Y ese es un riesgo considerable, porque la energía es un sector muy regulado que requiere mucho capital.
Así pues, no cuesta entender por qué el sector privado invierte demasiado poco en I+D en energía. Las compañías energéticas gastan en ello el 0,3 por ciento de sus ingresos, en promedio. Las industrias electrónica y farmacéutica, en cambio, destinan casi el 10 y el 13 por ciento, respectivamente.
Necesitaremos políticas y financiación públicas para reducir estas diferencias y centrarnos sobre todo en los ámbitos en los que se requieren adelantos en tecnología neutra en carbono. Cuando una idea está en una fase inicial —es decir, cuando no estamos seguros de si dará resultado, y el éxito puede tardar más de lo que los bancos o los inversores de capital de riesgo están dispuestos a esperar—, podemos asegurarnos de que se explore a fondo por medio de unas políticas y una financiación adecuadas. Es posible que conduzca a un avance extraordinario, pero también a un descalabro, así que debemos tolerar algunos fracasos rotundos.
En general, es responsabilidad del gobierno invertir en I+D cuando el sector privado no lo hace porque considera que no le reportará beneficios. Una vez que queda claro que una empresa puede obtener ganancias, el sector privado toma las riendas. De hecho, fue justo así como se consolidaron productos que muchos usamos a diario, como internet, los medicamentos que salvan vidas y el Sistema de Posicionamiento Global que utiliza nuestro teléfono móvil para ayudarnos a orientarnos por la ciudad. El negocio de la informática personal —del que participa Microsoft— jamás habría alcanzado el éxito del que goza en la actualidad si el gobierno de Estados Unidos no hubiera financiado la investigación que dio lugar a microprocesadores más pequeños y veloces.
En algunos sectores, como el de la tecnología digital, el gobierno pasa el testigo a las empresas con bastante rapidez. En el caso de la energía limpia, el proceso es mucho más lento y requiere un compromiso financiero del gobierno aún más firme, pues la labor de científicos e ingenieros consume una gran cantidad de tiempo y recursos.
La inversión en investigación presenta otra ventaja: a menudo ayuda a fundar negocios en un país que exporta sus productos a otros. Por ejemplo, supongamos que el país 1 podría desarrollar un electrocombustible barato y venderlo no solo entre su propia población, sino también al país 2. Aunque el país 2 no tuviera un empeño especial en recortar sus emisiones, acabaría haciéndolo de todos modos, sencillamente porque otros han inventado un combustible mejor y más económico.
Por último, aunque la I+D rinde beneficios por sí misma, resulta más eficaz cuando se complementa con estímulos a la demanda. Ninguna empresa convertirá en producto una idea expuesta en una publicación científica si no confía en que encontrará compradores bien dispuestos, sobre todo en las fases iniciales, cuando el producto será caro.
2. Igualar el terreno de juego
Como he defendido ad infinitum
(tal vez incluso ad nauseam
), tenemos que reducir las primas verdes a cero. Esto cabe lograrlo en parte con las innovaciones descritas entre los capítulos 4 y 8, abaratando la fabricación del acero neutro en carbono, por ejemplo. Pero también podemos elevar el precio de los combustibles fósiles sumándole el coste de los perjuicios que generan.
En la actualidad, los productos elaborados por las empresas o adquiridos por los consumidores no llevan ningún sobrecoste por el carbono emitido durante su fabricación, a pesar de que la sociedad paga un precio muy real por él. Es lo que los economistas llaman «externalidades»: un gasto que recae sobre la sociedad en lugar de sobre la persona o la empresa responsables. Existen varios instrumentos para garantizar que al menos una parte de esos costes externos los pague quien los ha ocasionado, como el impuesto sobre el carbono o los programas de comercio de derechos de emisión.
En resumidas cuentas, para reducir las primas verdes podemos hacer que las cosas sin huella de carbono sean más baratas (lo que requiere innovación técnica), hacer que las cosas con una elevada huella de carbono resulten más caras (lo que requiere innovación en las políticas), o hacer una mezcla de ambas cosas. No se trata de castigar por las emisiones de gases de efecto invernadero, sino de crear incentivos para que los inventores ideen alternativas verdes. Al incrementar de forma progresiva el precio del carbono hasta que refleje su coste real, los gobiernos pueden alentar a productores y consumidores a tomar decisiones más eficientes y estimular innovaciones que reduzcan las primas verdes. Es mucho más probable que alguien se lance a desarrollar una nueva clase de electrocombustible si sabe que no tendrá que competir con gasolina abaratada de manera artificial.
3. Superar las barreras no relacionadas con el mercado
¿Por qué se resisten los propietarios de viviendas a sustituir las calderas de combustibles fósiles por las eléctricas, que producen menos emisiones? Porque desconocen las alternativas, no hay suficientes vendedores e instaladores cualificados, y de hecho estas calderas son ilegales en algunos lugares. ¿Por qué los arrendadores no renuevan los edificios con equipos más modernos? Porque pasan las facturas de energía a sus inquilinos, que a menudo no tienen permiso para hacer reformas y que es probable que no residan el tiempo suficiente en el edificio para cosechar los beneficios a largo plazo.
Como ya habrás advertido, ninguna de estas barreras tiene mucho que ver con el coste. Se deben sobre todo a la falta de información, personal cualificado o incentivos, factores todos en los que unas políticas públicas adecuadas podrían influir en gran medida.
4. Mantenerse al día
En ocasiones, el mayor obstáculo para la descarbonización no está en la falta de concienciación del consumidor ni en los mercados descontrolados, sino en las propias políticas gubernamentales.
Si, por ejemplo, queremos utilizar hormigón en una construcción, el código de edificación establece con pelos y señales las características que debe poseer: su resistencia, el peso que debe soportar, etcétera. También es posible que describa la composición química exacta del hormigón que podemos usar. Estas normativas suelen rechazar algunos tipos de cemento con baja huella de carbono, incluso aunque cumplan todos los criterios de calidad.
Nadie quiere que los edificios o puentes se derrumben a causa de un hormigón defectuoso. Sin embargo, podemos asegurarnos de que las normativas recojan los últimos avances en tecnología y la necesidad de alcanzar el cero cuanto antes.
5. Planear una transición justa
Es probable que un cambio a gran escala hacia una economía neutra en carbono tenga sus ganadores y sus perdedores. En Estados Unidos, los estados cuya economía depende en gran medida de la extracción de combustibles fósiles —como Texas y Dakota del Norte, por ejemplo— habrán de crear empleos tan bien pagados como los que se perderán, además de compensar la disminución de los ingresos fiscales con los que en la actualidad se financian escuelas, carreteras y otros servicios esenciales. Y lo mismo vale para los estados ganaderos, como Nebraska, si la carne artificial gana terreno a la convencional. Y las personas con escasos recursos, que ya gastan una porción significativa de sus ingresos en energía, son quienes acusarán más los efectos de las primas verdes.
Ojalá hubiera respuestas fáciles a estos problemas. Hay comunidades donde los empleos bien remunerados en la industria del petróleo y el gas sin duda cederán el paso a puestos de trabajo en la industria de la energía solar, por ejemplo. Sin embargo, muchos otros tendrán que emprender una transición difícil hacia medios de vida que no consistan en extraer combustibles fósiles. Como las soluciones variarán de una zona a otra, las autoridades locales serán las que deberán concretarlas. Con todo, el gobierno federal puede contribuir —como parte de un plan nacional para llegar al cero— aportando fondos y asesoramiento técnico, así como conectando comunidades de todo el país que experimenten problemas similares para que compartan información sobre las medidas que estén dando resultado.
Por último, en las comunidades donde la extracción de carbón o gas natural constituye una parte importante de la economía, a la gente le preocupará, comprensiblemente, que la transición le dificulte llegar a fin de mes. El hecho de que expresen esta preocupación no los convierte en negacionistas del cambio climático. No hace falta ser experto en ciencias políticas para pensar que los líderes nacionales que propugnan la necesidad de llegar al cero obtendrán un mayor apoyo si comprenden las inquietudes de las familias y comunidades cuyo sustento se verá gravemente afectado y se las toman en serio.
6. Abordar también las tareas difíciles
Una parte considerable de la lucha contra el cambio climático se centra en las maneras relativamente fáciles de reducir las emisiones, como conducir coches eléctricos y obtener más energía del sol y el viento. Esto tiene su lógica, pues realizar progresos visibles y exhibir los logros a corto plazo alienta a más gente a subirse al carro. Es importante: no estamos haciendo ni una pequeña fracción de las cosas fáciles que deberíamos, lo que nos brinda la enorme oportunidad de empezar a llevar a cabo avances gigantescos desde este momento.
Pero no podemos conformarnos con los objetivos sencillos. Ahora que el movimiento a favor del clima está poniéndose serio, necesitamos asumir también los retos difíciles: el almacenamiento de la electricidad, los combustibles limpios, el cemento, el acero y el fertilizante, entre otras cosas. Y eso requerirá adoptar un enfoque distinto al trazar las nuevas políticas. Además de implementar los instrumentos de los que ya disponemos, habrá que invertir más en I+D orientados a posibilitar los objetivos difíciles y —como buena parte de ellos son vitales para elementos de nuestra infraestructura física, como edificios y carreteras— poner en marcha políticas diseñadas expresamente para realizar esos avances y trasladarlos al mercado.
7. Aunar la tecnología y las políticas con los mercados
Además de la tecnología y las políticas, debemos tener en cuenta un tercer aspecto: las empresas que desarrollarán nuevos inventos e intentarán comercializarlos a escala global, así como los inversores y mercados financieros que las avalarán. A falta de una palabra mejor, agruparé estos agentes bajo el término «mercados».
Los mercados, la tecnología y las políticas conforman los tres niveles que debemos impulsar para desvincularnos de los combustibles fósiles. Tenemos que impulsar los tres a un tiempo y en la misma dirección.
Limitarnos a adoptar una política —una normativa de cero emisiones para los vehículos, por ejemplo— no servirá de mucho si carecemos de la tecnología para eliminar las emisiones o si no hay empresas dispuestas a fabricar y vender coches que cumplan con los requisitos. Por otro lado, contar con una tecnología de bajas emisiones —por ejemplo, un dispositivo que capture el carbono de los gases de escape de una central de carbón— tampoco servirá de mucho si no contamos con el estímulo financiero para que las compañías energéticas la instalen. Y pocas empresas apostarían por el desarrollo de inventos de cero emisiones si la competencia vende productos más baratos derivados de los combustibles fósiles.
Por eso los mercados, las políticas y la tecnología deben complementarse. Medidas como la inversión en I+D pueden contribuir a la creación de tecnologías nuevas y a la configuración de sistemas de mercado que permitan que estas lleguen a millones de personas. Pero esto funciona también a la inversa: las tecnologías que desarrollamos deben configurar a su vez las políticas. Si, pongamos por caso, descubriéramos un combustible líquido revolucionario, nuestras políticas se centrarían en crear las estrategias de inversión y financiación para distribuirlo a escala mundial, y no tendríamos que preocuparnos tanto por encontrar nuevas maneras de almacenar energía, entre otras cosas.
A continuación, ofrezco algunos ejemplos de lo que ocurre cuando los tres factores concurren y cuando no.
Para ver el efecto de las políticas que quedan rezagadas respecto a la tecnología, basta con fijarse en la industria de la energía nuclear. Se trata de la única fuente de energía neutra en carbono que podemos utilizar casi en cualquier lugar, las veinticuatro horas, todos los días de la semana. Un puñado de compañías, entre ellas TerraPower, están trabajando en reactores avanzados que solventarán los problemas que entraña el diseño de hace cincuenta años en el que se basan los actuales; serán más seguros, baratos y generarán muchos menos residuos. Sin embargo, sin las políticas adecuadas y una aproximación correcta a los mercados, los esfuerzos de científicos e ingenieros por desarrollar estos reactores avanzados caerán en saco roto.
Jamás se construirá ninguna central nuclear avanzada a menos que se valide el diseño, se establezcan las cadenas de suministro y se construya un proyecto piloto para demostrar la eficacia del nuevo sistema. Por desgracia, esto no resulta viable para la mayoría de los países, con pocas excepciones, como China y Rusia, los cuales invierten directamente en compañías de energía nuclear avanzada que cuentan con el apoyo del estado. Sería deseable que algunos gobiernos estuvieran dispuestos a coinvertir en ellas para construir y poner en operación reactores piloto, como ha hecho recientemente el gobierno estadounidense. Soy consciente de que esto quizá parezca una propuesta interesada, ya que soy propietario de una empresa de tecnología nuclear avanzada, pero es la única manera de que esta energía nos ayude a combatir el cambio climático.
El ejemplo de los biocarburantes ilustra un reto diferente: tener muy claro el problema que intentamos resolver y afinar las políticas en función de ello.
En 2005, a raíz de la subida del precio del petróleo y con el propósito de disminuir las importaciones, el Congreso estadounidense aprobó la Normativa de Combustibles Renovables, que fijaba metas respecto a la cantidad de biocarburantes que el país debía utilizar en los años siguientes. La aprobación por sí sola enviaba un mensaje contundente al sector del transporte, que invirtió mucho dinero en el tipo de biocombustible que existía entonces: el etanol derivado del maíz. Este producto se había convertido ya en un serio competidor de la gasolina, pues esta no dejaba de encarecerse y los productores de etanol disfrutaban de deducciones fiscales establecidas décadas atrás.
La medida dio resultado. La producción de etanol no tardó en superar los objetivos fijados por el Congreso; en la actualidad, un litro de gasolina vendido en Estados Unidos puede contener hasta un 10 por ciento de etanol.
Luego, en 2007, el Congreso recurrió a los biocarburantes para resolver otro problema. Su objeto de preocupación ya no era solo el aumento de los precios del petróleo, sino también el cambio climático. Además de fijar metas más ambiciosas respecto a los biocombustibles, el gobierno estableció la exigencia de que cerca del 60 por ciento de todos los que se vendieran en Estados Unidos estuvieran elaborados a partir de almidones que no procedieran del maíz (pues esta clase de biocarburantes comporta una reducción de emisiones tres veces mayor que los convencionales). Si bien las refinerías cumplieron enseguida con los objetivos fijados para los biocombustibles convencionales derivados del maíz, las alternativas avanzadas quedaron muy atrás.
¿Por qué? En parte porque la ciencia en la que se basan los biocombustibles avanzados es de lo más complicada. Además, los precios del petróleo se han mantenido relativamente bajos, lo que hace que resulte difícil justificar un incremento de las inversiones en una alternativa que saldría más cara. Pero otra razón de peso es que ni las empresas que podrían fabricar estos biocarburantes ni los inversores que podrían apostar por ellas las tenían todas consigo respecto al mercado.
Como la rama ejecutiva espera un déficit en la oferta de biocombustibles avanzados, no ha dejado de rebajar los objetivos. En 2017, estos pasaron de 20.800 millones a solo 1.180 millones de litros. Además, hay ocasiones en que los objetivos se anuncian tan entrado el año que los productores no pueden hacer previsiones de cuánto venderán. Es un círculo vicioso: el gobierno rebaja la cuota porque teme un déficit, y los déficits se suceden porque el gobierno no cesa de rebajar la cuota.
La moraleja es que los responsables de las políticas deben explicar con claridad la meta que intentan alcanzar y conocer bien la tecnología que quieren promover. Plantearse una meta con los biocarburantes fue una buena manera de reducir las importaciones de petróleo por parte de Estados Unidos, porque ya existía una tecnología —el etanol de maíz— que permitía ajustarse a ese objetivo. La medida favoreció la innovación, desarrolló el mercado y logró ampliarlo. Pero establecer una meta con los biocombustibles no ha resultado muy eficaz para reducir las emisiones, pues los responsables de las políticas no han tenido en cuenta que la tecnología adecuada —los biocarburantes avanzados— sigue en una etapa temprana y no han generado la certeza que el mercado necesita para impulsarla hacia fases más avanzadas.
Echemos ahora un vistazo a una historia de éxito en la que las políticas, la tecnología y los mercados se coordinaron de manera mucho más eficaz. Ya en la década de los setenta, Japón, Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea empezaron a financiar la investigación sobre las diversas formas de obtener electricidad a partir de la luz del sol. A principios de los noventa, la tecnología solar había mejorado tanto que más empresas comenzaron a fabricar placas, pero el uso de esta energía aún no se había generalizado.
Alemania dio un impulso al mercado concediendo préstamos a bajo interés a quienes instalaran placas solares y pagando una tarifa regulada —una cantidad fijada por el gobierno por unidad de electricidad procedente de fuentes renovables— a todo aquel que aportara energía solar a la red.
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Más tarde, en 2011, Estados Unidos utilizó garantías de crédito para costear los cinco campos solares más grandes del país.
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China se ha erigido como una pieza clave en la búsqueda de sistemas ingeniosos para abaratar los paneles solares. Gracias a todas estas innovaciones, el precio de la electricidad de origen solar ha descendido un 90 por ciento desde 2009.
La energía eólica constituye otro buen ejemplo. En la última década, la capacidad eólica instalada ha crecido en promedio un 20 por ciento al año, y las turbinas de viento generan en la actualidad cerca del 5 por ciento de la electricidad mundial. La eólica va en aumento por una sencilla razón: cada vez es más barata. China, que produce una parte considerable y creciente de la energía eólica del mundo, ha anunciado que pronto dejará de subvencionar los proyectos eólicos terrestres, porque la electricidad que producen será tan barata como la procedente de fuentes convencionales.
Para entender cómo hemos llegado a esto, pensemos en Dinamarca. En medio de las crisis del petróleo de los setenta, el gobierno danés promulgó una serie de medidas con vistas a fomentar la energía eólica y disminuir las importaciones de petróleo. Entre otras cosas, el estado invirtió mucho dinero en I+D de energías renovables. No fueron los únicos (por aquel entonces Estados Unidos comenzaba a desarrollar turbinas eólicas a escala de servicios públicos en Ohio), pero los daneses hicieron algo especial. Combinaron el apoyo a I+D con una tarifa regulada y, más tarde, un impuesto sobre el carbono.
A medida que países como España abrazaban también esta tecnología, el sector eólico empezó a descender en la curva de experiencia. Las empresas contaban ya con incentivos para desarrollar rotores más grandes y máquinas de mayor capacidad que permitían que cada turbina produjera más energía, y comenzaron a vender más unidades. Con el tiempo, el coste de las turbinas cayó en picado, y también el de la electricidad de origen eólico: en Dinamarca, se redujo a la mitad entre 1987 y 2001. Hoy en día, el país obtiene cerca del 50 por ciento de su electricidad de parques eólicos tanto marinos como terrestres, y es el principal exportador de turbinas de viento del mundo.
Quiero dejar clara una cosa: no he citado estos ejemplos como prueba de que las energías solar y eólica son la solución a todas nuestras necesidades en materia de electricidad (en realidad, no son más que dos de las soluciones a algunas de estas necesidades). Mi intención es demostrar que, cuando nos centramos en los tres factores a un tiempo —la tecnología, las políticas y los mercados—, podemos promover la innovación, la creación de nuevas empresas y la comercialización rápida de nuevos productos.
Dinamarca ayudó a allanar el camino para que la energía eólica fuera más asequible. Estas turbinas están en la isla de Samsø.
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Todo plan relativo al cambio climático debe tener presente que estos tres elementos han de ir coordinados. En el próximo capítulo propondré un plan que cumple con esta condición.