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UN PLAN PARA LLEGAR AL CERO
E n 2015, cuando asistí en París a la cumbre sobre el clima, no podía evitar preguntarme «¿De verdad podemos conseguirlo?».
Resultaba inspirador ver a líderes de todo el mundo unidos para asumir metas en torno al clima al tiempo que casi todos los países se comprometían a recortar las emisiones. Sin embargo, una encuesta tras otra demostraba que el cambio climático seguía siendo una cuestión política marginal (en el mejor de los casos), de modo que me preocupaba que nunca tuviéramos la suficiente fuerza de voluntad para acometer esta difícil tarea.
Me alegra constatar que el interés público en el cambio climático ha crecido mucho más de lo que me esperaba. Durante los últimos años, el debate mundial sobre el tema ha dado un giro tan sorprendente como positivo. La voluntad política está cobrando fuerza a todos los niveles, los votantes del mundo entero exigen medidas, y los estados y municipios se comprometen a realizar reducciones radicales en apoyo (o, en el caso de Estados Unidos, en sustitución) de sus objetivos nacionales.
Ahora hace falta que conjuguemos estas metas con planes concretos para cumplirlas, como cuando, en los primeros días de Microsoft, Paul Allen y yo teníamos un objetivo («un ordenador en cada escritorio y en cada hogar») y dedicamos la década siguiente a trazar y ejecutar un plan para alcanzarlo. La gente nos tomaba por locos por aspirar a tanto, pero ese desafío era una minucia en comparación con el que supone la lucha contra el cambio climático, una empresa de dimensiones colosales en la que habrán de implicarse personas e instituciones de todo el mundo.
El capítulo 10 giraba en torno al papel que deben representar los gobiernos para lograr ese objetivo. En este capítulo esbozaré una hoja de ruta para evitar un desastre climático, centrándome en las medidas concretas que pueden tomar los gobernantes y responsables políticos (si deseas información más detallada acerca de cada elemento, visita breakthroughenergy.org). En el capítulo siguiente expondré lo que cada uno de nosotros puede hacer a título individual en apoyo de este plan.
¿Con qué rapidez debemos llegar al cero? La ciencia nos indica que, para evitar una catástrofe climática, los países ricos habrán de lograr unas emisiones netas nulas antes de 2050. Quizá hayas oído a gente que afirma que podemos llevar a cabo una descarbonización a fondo incluso antes, para 2030.
Por desgracia, debido a todas las razones que he explicado en este libro, el plazo de 2030 no es realista. Los combustibles fósiles desempeñan un papel tan fundamental en nuestra vida que resulta inconcebible que dejemos de usarlos de forma generalizada en el plazo de una década.
Lo que podemos —y debemos — hacer en los próximos diez años es adoptar medidas que encaucen nuestros esfuerzos hacia la meta de una descarbonización profunda antes de 2050.
Esta distinción, aunque no muy evidente a primera vista, es esencial. De hecho, podría parecer que «reducir las emisiones antes de 2030» y «llegar al cero antes de 2050» son objetivos complementarios. ¿Acaso 2030 no es una escala en el camino hacia 2050?
No necesariamente. Reducir las emisiones antes de 2030 del modo equivocado podría incluso impedirnos llegar al cero algún día.
¿Por qué? Porque las medidas que adoptaríamos para realizar reducciones pequeñas antes de 2030 serían radicalmente distintas de las que tomaríamos para alcanzar el cero antes de 2050. En realidad, se trata de dos vías diferentes, con indicadores de éxito distintos, y tenemos que elegir entre ellos. Es genial tener objetivos para 2030 siempre que sean hitos en el camino al cero emisiones para 2050.
He aquí el porqué. Si nos fijamos el propósito de disminuir las emisiones solo en parte antes de 2030, nos centraremos en los esfuerzos para conseguirlo, incluso si esos esfuerzos nos dificultan o imposibilitan alcanzar la meta definitiva del cero.
Por ejemplo, si el único indicador de éxito es «reducir antes de 2030», resultará tentador intentar sustituir las centrales eléctricas de carbón por otras de gas; al fin y al cabo, eso reduciría las emisiones de dióxido de carbono. Sin embargo, todas las centrales de gas construidas de aquí a 2030 continuarían operativas en 2050 —tendrán que funcionar durante décadas para recuperar el coste de su construcción—, y las centrales de gas natural también emiten gases de efecto invernadero. Lograríamos el objetivo de «reducir antes de 2030», pero tendríamos pocas posibilidades de llegar al cero.
Por otro lado, si el objetivo de «reducir antes de 2030» es un hito hacia el «cero antes de 2050», no tiene mucho sentido emplear mucho tiempo o dinero en pasarnos del carbón al gas. En cambio, nos convendrá más seguir dos estrategias simultáneamente: en primer lugar, dejarnos la piel en conseguir un suministro de electricidad neutra en carbono barato y fiable; en segundo lugar, electrificar todo lo que se pueda, desde los vehículos hasta los procesos industriales y las bombas de calor, incluso en zonas que en la actualidad dependen de la electricidad producida a partir de combustibles fósiles.
Si pensáramos que lo único que importa es reducir las emisiones antes de 2030, este enfoque sería un fracaso, pues es posible que no comportase más que reducciones mínimas a lo largo de una década. Con todo, estaríamos allanando el terreno para el éxito a largo plazo. Cada avance en la generación, el almacenamiento y el suministro de electricidad verde nos acercaría un poco más al objetivo del cero.
Si queremos un baremo para determinar qué países están haciendo progresos contra el cambio climático y qué países no, no basta con fijarnos en los que están disminuyendo las emisiones. Debemos buscar aquellos que estén preparándose para llegar al cero. Aunque tal vez sus emisiones no varíen mucho ahora mismo, hay que reconocerles el mérito de haber tomado la senda correcta.
En una cosa estoy de acuerdo con los defensores de la meta de 2030: se trata de una labor urgente. Hoy en día nos encontramos en el mismo punto respecto al cambio climático que hace años respecto a las pandemias. Los expertos en salud nos avisaban de que un brote masivo era prácticamente inevitable. A pesar de sus advertencias, no hicimos todo lo necesario para prepararnos..., hasta que de pronto tuvimos que apresurarnos y recuperar el tiempo perdido. No debemos cometer el mismo error con el cambio climático. Puesto que precisamos esos avances antes de 2050, y dado lo que sabemos acerca de lo que se tarda en desarrollar y sacar al mercado nuevas fuentes de energía, tenemos que empezar ya. Si nos ponemos a ello, aprovechando al máximo el poder de la ciencia y la innovación, y asegurándonos de que las soluciones beneficien a los más desfavorecidos, quizá en el caso del cambio climático evitemos caer en la misma la falta de previsión que tuvimos con la pandemia. Esta hoja de ruta nos encamina en esa dirección.
La innovación y la ley de la oferta y la demanda
Como sostenía al principio —y espero haber dejado claro en los capítulos intermedios—, cualquier plan exhaustivo referente al clima tiene que beber de muchas disciplinas distintas. La climatología nos explica por qué debemos abordar este problema, pero no cómo . Para ello, necesitamos recurrir a la biología, la química, la física, las ciencias políticas y la ingeniería, entre otras disciplinas. No quiero dar a entender que todo el mundo deba estar versado en todos los temas: por ejemplo, cuando Paul y yo estábamos empezando, ninguno de los dos era experto en marketing, la asociación con empresas o la colaboración con gobiernos. Lo que precisaba Microsoft —y lo que precisamos ahora para enfrentarnos al cambio climático— era una estrategia que permitiera que diversas disciplinas nos encarrilaran en la vía correcta.
En terrenos como la energía, el desarrollo de software o casi cualquier otra actividad, es un error concebir la innovación únicamente en su sentido más estricto y tecnológico. La innovación no consiste en inventar máquinas o procesos nuevos sin más, sino también en idear nuevos enfoques sobre modelos de negocio, cadenas de suministro, mercados y políticas que contribuyan a que los inventos cobren vida y se difundan a escala global. La innovación se basa tanto en aparatos nuevos como en maneras nuevas de hacer las cosas.
Con estas condiciones en mente, he dividido los cinco elementos de mi hoja de ruta en dos categorías; si has asistido a un curso introductorio de economía te resultarán familiares. Una se fundamenta en ampliar la oferta de innovaciones —el número de ideas nuevas que se ponen a prueba—, y la otra en acelerar la demanda de innovaciones. Las dos van de la mano, en un continuo tira y afloja. Sin demanda de innovación, los inventores y responsables políticos carecerán de alicientes para elaborar ideas nuevas; sin una oferta constante de innovaciones, los productos verdes que el mundo necesita para lograr el objetivo del cero no llegarán a manos de los compradores.
Soy consciente de que suena a teoría de facultad de empresariales, pero en realidad se trata de un concepto bastante práctico. El planteamiento para salvar vidas de la Fundación Gates se basa en la idea de que hay que impulsar la innovación en favor de las personas de bajos recursos y al mismo tiempo incrementar su demanda. Por otra parte, en Microsoft creamos un grupo numeroso que se dedicaba a tiempo completo a la investigación, algo de lo que todavía me enorgullezco. En esencia, su trabajo consiste en aumentar la oferta de innovaciones. También pasábamos mucho tiempo escuchando a los clientes, que nos explicaban lo que esperaban de nuestro software; así funciona el lado de la demanda de innovación, algo que nos proporcionaba una información crucial que daba forma a nuestros esfuerzos de investigación.
Ampliar la oferta de innovación
En esta primera fase, el trabajo se centra en la investigación y el desarrollo clásicos, y científicos e ingenieros eminentes idean las tecnologías que necesitamos. Si bien en la actualidad contamos con varias soluciones competitivas en cuanto a costes y bajas en carbono, aún no disponemos de todas las tecnologías que se precisan para alcanzar las cero emisiones en todo el mundo. Las más importantes que seguimos necesitando aparecen explicadas entre los capítulos 4 y 9. Veamos de nuevo la lista como referencia rápida (puedes añadir las palabras «lo bastante barato para que puedan comprarlo los países de rentas medias» a todos los elementos).
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Si los gobiernos quieren que estas tecnologías estén listas a tiempo para cambiar las cosas de verdad, deberán hacer lo siguiente:
1. Quintuplicar la energía limpia y la I+D relacionada con el clima durante la próxima década. La inversión pública directa en investigación y desarrollo es una de las herramientas más importantes en la lucha contra el cambio climático, pero los fondos que destinan los gobiernos son de todo punto insuficientes. En total, las subvenciones estatales para I+D en energía limpia ascienden a unos 22.000 millones de dólares anuales, lo que equivale a apenas un 0,02 por ciento de la economía mundial, aproximadamente. Los estadounidenses gastan más en gasolina en solo un mes. Estados Unidos, el mayor inversor en investigación sobre energías limpias con diferencia, destina únicamente 7.000 millones de dólares al año.
¿Cuánto deberíamos invertir? Creo que la comparación con los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) es ilustrativa. Los NIH, con un presupuesto de unos 37.000 millones de dólares anuales, han desarrollado fármacos y tratamientos que salvan vidas y que muchas personas —tanto de Estados Unidos como del resto del mundo— necesitan a diario. Se trata de un gran modelo y un ejemplo de la ambición con que debemos afrontar el cambio climático. Además, aunque una partida para I+D cinco veces mayor puede parecer mucho dinero, es una minucia en comparación con la magnitud del reto, así como un indicador potente del grado de seriedad con la que un gobierno afronta el problema.
2. Apostar más por proyectos de I+D de alto riesgo y alta rentabilidad. Lo importante no es solo cuánto dinero gasta el estado, sino también en qué lo gasta.
Algunos gobiernos han sido víctimas de estafas al invertir en energías limpias (si necesitas un ejemplo, busca información sobre el «escándalo Solyndra»), y, como es lógico, los responsables políticos no quieren causar la impresión de estar malgastando el dinero de los contribuyentes. Sin embargo, este miedo al fracaso da lugar a carteras de proyectos de I+D con escasa visión de futuro. Se tiende a optar por inversiones más seguras que podrían y deberían estar financiadas por el sector privado. La principal ventaja de que el estado lidere la financiación de la I+D radica en que puede correr el riesgo de apostar por ideas audaces que tal vez fracasen o tarden mucho tiempo en rendir frutos. Esto es especialmente cierto en el caso de iniciativas científicas demasiado arriesgadas para que las asuma el sector privado por los motivos expuestos en el capítulo 10.
Para ver lo que ocurre cuando el sector público apuesta a lo grande con buen criterio, analicemos el ejemplo del Proyecto Genoma Humano (PGH). Diseñado para trazar el mapa genético humano completo y poner los resultados a disposición del público, fue un proyecto de investigación de referencia encabezado por el Departamento de Energía de Estados Unidos y los Institutos Nacionales de Salud, en colaboración con organismos de Reino Unido, Francia, Alemania, Japón y China. El proyecto requirió trece años de trabajo y miles de millones de dólares, pero abrió las puertas al desarrollo de análisis y tratamientos para decenas de afecciones genéticas, entre ellas el cáncer de colon hereditario, el alzhéimer y el cáncer de mama familiar. [1] Un estudio independiente del PGH concluyó que por cada dólar invertido por el gobierno federal en el proyecto se generó un retorno de 141 dólares para la economía estadounidense. [2]
Del mismo modo, necesitamos que los gobiernos se comprometan a costear proyectos a gran escala (de cientos o incluso miles de millones de dólares) que hagan avanzar la ciencia de las energías limpias, sobre todo en los campos enumerados en la tabla anterior. Además, deben comprometerse a mantener esa financiación a largo plazo para que los investigadores sepan que contarán con un apoyo constante durante años.
3. Adaptar la I+D a nuestras mayores necesidades. Existe una diferencia de orden práctico entre la investigación creativa de conceptos científicos novedosos (también denominada «investigación básica») y los esfuerzos por dar una utilidad a los descubrimientos científicos (lo que se conoce como «investigación aplicada o traslacional»). Aunque se trata de cosas distintas, es un error pensar —como algunos puristas— que no hay que degradar la ciencia básica pensando en cómo puede contribuir a la creación de un producto comercial útil. Algunos de los mejores inventos surgen cuando los científicos inician su investigación con una finalidad concreta en mente; el trabajo de Louis Pasteur en el campo de la microbiología, por ejemplo, dio pie al desarrollo de las vacunas y la pasteurización. Se precisan más programas gubernamentales que integren la investigación básica y aplicada en los terrenos en los que necesitamos que se produzcan más avances.
La Iniciativa SunShot del Departamento de Energía estadounidense es un buen ejemplo de cómo puede funcionar este enfoque. En 2011, los responsables del programa se fijaron el objetivo de reducir el coste de la energía solar a 0,06 dólares por kilovatio-hora antes del final de la década. Aunque se centraron en la I+D preliminar, también alentaron a empresas privadas, universidades y laboratorios nacionales a dedicar esfuerzos a metas como disminuir el coste de los sistemas de energía solar, eliminar las barreras burocráticas y abaratar la financiación de los equipos. Gracias a esta estrategia integrada, SunShot alcanzó su objetivo en 2017, tres años antes de lo previsto.
4. Colaborar con la industria desde el principio. Otra distinción artificial con la que he topado es la idea de que las primeras fases de la innovación corresponden a los gobiernos, y las últimas, a la industria. En la vida real, las cosas simplemente no funcionan así, sobre todo en el caso de los complicados retos técnicos que plantea la energía, cuyo indicador de éxito más importante es la capacidad de extenderse a escala nacional o incluso global. Las colaboraciones en una etapa temprana favorecen la implicación de personas que saben cómo conseguirlo. Los gobiernos y la industria tendrán que trabajar juntos para superar los obstáculos y acelerar el ciclo de la innovación. Las empresas pueden ayudar a desarrollar prototipos de nuevas tecnologías, aportar conocimientos sobre el mercado y coinvertir en los proyectos. Además, son las que comercializarán las innovaciones, por supuesto, así que lo más sensato es incorporarlas desde un principio.
Estimular la demanda de innovación
El lado de la demanda es un poco más complicado que el de la oferta. De hecho, se compone de dos fases: la de prueba y la de expansión.
Después de probar una propuesta en el laboratorio, hay que probarla en el mercado. En el ámbito de la tecnología, esta fase es rápida y barata; no requiere mucho tiempo comprobar si un nuevo modelo de teléfono inteligente funciona y atraerá a los clientes. En el caso de la energía, en cambio, es mucho más complicado y caro.
Hay que averiguar si la idea que ha dado buen resultado en el laboratorio sigue funcionando en condiciones reales (puede que los residuos agrícolas que queremos convertir en biocarburante estén mucho más húmedos que las sustancias utilizadas en el laboratorio y por tanto produzcan menos energía de la esperada). Además, hay que reducir los costes y riesgos de la adopción temprana, desarrollar cadenas de suministro, poner a prueba el modelo de negocio y ayudar a los consumidores a acomodarse a la nueva tecnología. Entre las ideas que hoy en día se encuentran en fase de prueba figuran el cemento con baja huella de carbono, la fisión nuclear de próxima generación, la captura y retención de carbono, la energía eólica marina, el etanol celulósico (un tipo de biocombustible avanzado) y las alternativas a la carne.
La fase de prueba es como un valle de la muerte al que acuden las buenas ideas para exhalar el último suspiro. A menudo, los riesgos que entrañan los ensayos de nuevos productos y su introducción en el mercado son simplemente tan grandes que ahuyentan a los inversores. Esto sucede sobre todo con las tecnologías bajas en carbono, que con frecuencia requieren mucho capital para ponerlas en marcha y un cambio de conducta sustancial por parte de los consumidores.
Los gobiernos (y las grandes empresas) pueden ayudar a las empresas energéticas emergentes a salir con vida del valle, pues son grandes consumidores. Si priorizan la compra de productos verdes, ayudarán a lanzar muchos más al mercado al generar certidumbre y reducir costes.
Aprovechar el poder de la contratación pública. Las administraciones de todos los niveles —nacional, estatal y municipal— adquieren grandes cantidades de combustible, cemento y acero. Además de construir y utilizar aviones, camiones y coches, consumen gigavatios de electricidad. Esto las coloca en una posición ideal para introducir tecnologías emergentes en el mercado a un coste relativamente bajo, sobre todo si se tienen en cuenta los beneficios sociales que conlleva generalizar su uso. Los departamentos de defensa pueden comprometerse a comprar combustibles líquidos bajos en carbono para barcos y aviones. Los gobiernos de los estados pueden utilizar cemento bajo en emisiones en los proyectos de construcción. Las empresas de servicios pueden invertir en almacenamiento de larga duración.
Todos los funcionarios que tomen decisiones sobre compras deberían tener alicientes para preferir los productos verdes, así como nociones de cómo incluir en los cálculos los costes de las externalidades explicadas en el capítulo 10.
Por cierto, no se trata de una idea particularmente nueva. Así fue como despegó internet: contaba con financiación pública de I+D, por supuesto, pero también con un comprador comprometido —el gobierno estadounidense— que aguardaba los resultados.
Crear incentivos para reducir costes y riesgos. Aparte de adquirir los productos en sí, los gobiernos pueden ofrecer varios alicientes al sector privado para que opten por las alternativas neutras en carbono. Las deducciones fiscales, las garantías de crédito y otros instrumentos pueden ayudar a reducir las primas verdes e incrementar la demanda de nuevas tecnologías. Como muchos de estos productos serán demasiado caros durante un tiempo, los compradores potenciales necesitarán acceso a una financiación a largo plazo, así como la confianza que deriva de unas políticas públicas coherentes y predecibles.
Los gobiernos pueden desempeñar un papel muy importante si adoptan políticas de bajas emisiones y determinan la manera en que los mercados captan dinero para estos proyectos. He aquí algunos principios: las políticas gubernamentales deben ser tecnológicamente neutras (es decir, apoyar todas las soluciones que reduzcan las emisiones, en vez de mostrar favoritismo hacia solo unas pocas), predecibles (en lugar de tener una vigencia que expira y se prorroga de forma continua, como sucede con frecuencia en la actualidad) y flexibles (para que beneficien no solo a quienes pagan muchos impuestos, sino también a numerosas empresas e inversores de todo tipo).
Construir la infraestructura que incorpore las nuevas tecnologías al mercado. Ni siquiera las tecnologías bajas en carbono más competitivas lograrán alcanzar una cuota de mercado si para empezar no cuentan con una infraestructura adecuada que ayude a lanzarlas al mercado. Las administraciones de todos los niveles deben colaborar para construir esa infraestructura. Esto incluye líneas de transmisión para energía eólica y solar, estaciones de carga para vehículos eléctricos, y gasoductos para el dióxido de carbono capturado y el hidrógeno.
Cambiar las reglas para que las nuevas tecnologías puedan competir. Una vez construida la infraestructura, necesitaremos nuevas reglas de mercado que permitan que las nuevas tecnologías sean competitivas. Los mercados eléctricos, diseñados en torno a tecnologías del siglo XX , a menudo sitúan las del siglo XXI en desventaja. En casi todos los mercados, por ejemplo, las compañías de servicios que invierten en almacenamiento de larga duración no reciben una compensación apropiada por el valor que aportan a la red. Las normativas dificultan el incremento en el uso de biocombustibles avanzados en coches y camiones. Asimismo, como se menciona en el capítulo 10, las nuevas clases de hormigón con baja huella de carbono no pueden competir debido a reglas gubernamentales anticuadas.
Examinemos ahora la fase de expansión: una implementación rápida y a gran escala. Solo se puede pasar a esta fase cuando se han minimizado los costes, las cadenas de suministro y los modelos de negocio están bien desarrollados y los consumidores han demostrado que adquirirán el producto. La energía eólica terrestre, la solar y los vehículos eléctricos se encuentran todos en la fase de expansión.
Pero expandirlos no será fácil. En apenas unas décadas, necesitaremos generar más del triple de la electricidad que producimos ahora, y deberá proceder en su mayor parte de energías limpias como la eólica y la solar. Tenemos que adoptar vehículos eléctricos con la misma rapidez con que compramos secadoras de ropa y televisores en color cuando salieron al mercado. Necesitamos transformar la manera en que fabricamos y cultivamos sin dejar de proveer al mundo de carreteras, puentes y los alimentos de los que dependemos.
Por suerte, tal como decía en el capítulo 10, no somos novatos en la tarea de expandir las tecnologías energéticas. Impulsamos la electrificación rural y potenciamos la producción nacional de combustibles fósiles al conjugar las políticas con la innovación. Aunque algunas de estas políticas —como diversas ventajas fiscales para las compañías petroleras— podrían parecer formas de subvencionar los combustibles fósiles, en realidad no son más que una herramienta para desplegar una tecnología que considerábamos valiosa. No olvidemos que hasta finales de los setenta —cuando el concepto de cambio climático pasó a formar parte del debate público— existía la creencia generalizada de que la mejor manera de elevar la calidad de vida y extender el desarrollo económico era fomentar el uso de los combustibles fósiles. Ahora podemos aprovechar las lecciones que aprendimos del impulso al crecimiento de los combustibles fósiles para aplicarlas a las energías limpias.
¿Qué implica esto en la práctica?
Fijar el precio del carbono. Ya se trate de un impuesto sobre el carbono o de un sistema de comercio de derechos de emisión que permita a las empresas comprar o vender el privilegio de emitirlo, esta es una de las medidas más importantes que cabe tomar para eliminar las primas verdes.
A corto plazo, el precio del carbono servirá para aumentar el coste de los combustibles fósiles, lo que avisará al mercado de que habrá gastos adicionales relacionados con los productos que emitan gases de efecto invernadero. El destino que se dé a los ingresos obtenidos con esta recaudación no es tan importante como el mensaje que lanzará a los mercados la tasa en sí. Muchos economistas proponen que se devuelva el dinero a los consumidores o las empresas para compensar la consiguiente subida de precios de la energía, aunque también hay argumentos poderosos a favor de que se destine a I+D y a otros incentivos para ayudar a resolver el problema del cambio climático.
A más largo plazo, a medida que nos aproximemos a las emisiones netas nulas, el precio del carbono podría establecerse en función del coste de la captura directa de aire, y los beneficios utilizarse para financiar la absorción de carbono de la atmósfera.
Si bien supondría un cambio fundamental en nuestra forma de calcular el importe de las cosas, el concepto de fijar un precio para el carbono goza de amplia aceptación entre economistas de diversas escuelas y de todo el espectro político. Hacerlo bien resultará difícil desde el punto de vista técnico y político, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. ¿Estará dispuesta la gente a abonar ese precio suplementario por la gasolina y cualquier otro producto habitual en su vida cotidiana que dé lugar a emisiones de gases de efecto invernadero, es decir, casi todos? No detallaré aquí la solución, pero el objetivo esencial es asegurarnos de que todo el mundo pague el coste real de sus emisiones.
Estándares de electricidad limpia. Veintinueve estados de EE. UU. y la Unión Europea han adoptado una serie de normas de valoración denominadas «estándares de cartera renovable». La idea consiste en exigir a las compañías eléctricas que obtengan cierto porcentaje de electricidad de fuentes renovables. Se trata de mecanismos de mercado flexibles; por ejemplo, las compañías de servicios con acceso a más fuentes renovables pueden vender créditos a las que tienen menos. Sin embargo, hay un problema con la manera en que se aplica este sistema en la actualidad: solo permite a las compañías utilizar ciertas energías bajas en carbono (eólica, solar, geotérmica y, en ocasiones, hidráulica) y excluye opciones como la energía nuclear y la captura de carbono. Lo que se consigue con esto, de hecho, es incrementar el coste total de la reducción de emisiones.
Los estándares de electricidad limpia, que cada vez más estados estudian adoptar, constituyen una mejor estrategia. En lugar de promover las fuentes renovables en particular, consideran que cualquier tecnología energética limpia —incluidas la nuclear y la captura de carbono— cumple con los criterios exigidos. Se trata de un enfoque flexible y rentable.
Estándares de combustibles verdes. Esta idea de establecer normas de valoración menos restrictivas puede extrapolarse a otros sectores, para así reducir las emisiones procedentes de las centrales eléctricas y también de los vehículos y edificios. Por ejemplo, una normativa de combustibles verdes aplicada al sector del transporte aceleraría la difusión del vehículo eléctrico, los biocarburantes avanzados, los electrocombustibles y otras soluciones bajas en carbono. Al igual que los estándares de electricidad limpia, sería tecnológicamente neutra, y las entidades reguladas podrían estar autorizadas para comerciar con créditos, dos factores que reducirían el coste para el consumidor. A tal efecto, California ha creado un modelo con su Estándar de Combustibles Bajos en Carbono. Estados Unidos ha sentado las bases para una política de este estilo con el Estándar de Combustible Renovable, que puede reformarse para afrontar las limitaciones expuestas en el capítulo 10 y ampliarse para abarcar otras soluciones bajas en carbono (como la electricidad y los electrocombustibles). Esto lo convertiría en un arma poderosa en la lucha contra el cambio climático. La Directiva de Energías Renovables de la Unión Europea representa una oportunidad similar en el viejo continente.
Estándares de productos verdes. Las normas de valoración también pueden contribuir a fomentar el uso de cemento, acero y plástico bajos en emisiones, así como de otros productos con baja huella de carbono. Los gobiernos pueden iniciar el proceso estableciendo requisitos en sus programas de contratación pública e implantando normativas de etiquetado que proporcionen a todos los compradores información sobre cómo de «verdes» son los diferentes proveedores. Luego cabe ampliar estos estándares hasta abarcar todos los artículos con un alto índice de carbono disponibles en el mercado, no solo los que compran los gobiernos. Las importaciones también tendrían que cumplir los requisitos, lo que aplacaría el temor de los países a que la reducción de emisiones de sus sectores industriales encarezca los productos y suponga una desventaja competitiva.
Adiós a lo viejo. Además de lanzar nuevas tecnologías lo más rápido posible, los gobiernos habrán de retirar los equipos ineficientes alimentados por combustibles fósiles —desde automóviles hasta centrales eléctricas— a un ritmo más acelerado de lo que lo harían en otras circunstancias. Cuesta mucho construir las plantas generadoras, y la energía que producen solo resulta económica si el coste de construcción se distribuye a lo largo de su vida útil. En consecuencia, las compañías de servicios y sus agencias reguladoras se muestran renuentes a cerrar una central en perfecto estado de funcionamiento y que aún podría durar décadas. Los incentivos basados en políticas, ya sea a través del código tributario o la reglamentación de las empresas de servicios, pueden agilizar este proceso.
¿Quién va primero?
No hay un solo gobierno capaz de implementar en su totalidad una hoja de ruta como la que propongo; la autoridad para la toma de decisiones está demasiado repartida. Necesitaremos que intervengan todos los niveles de la administración, desde los planificadores de transporte locales hasta los parlamentos nacionales y los reguladores del medio ambiente.
El grado exacto de intervención de cada administración variará de un país a otro, pero he aquí algunas características comunes que suelen darse en casi todas partes.
Los gobiernos municipales desempeñan un papel importante en determinar cómo se construyen los edificios y qué clases de energía utilizan, si los autobuses y vehículos policiales funcionan o no con electricidad, si existe una infraestructura de carga para los automóviles eléctricos y cómo se gestionan los residuos.
La mayor parte de los gobiernos estatales o provinciales desempeñan una función relevante en la regulación de la electricidad, la planificación de infraestructuras como carreteras y puentes, y la selección de los materiales que se emplean en estos proyectos.
Por lo general, los gobiernos nacionales tienen autoridad sobre las actividades que atraviesan las fronteras regionales o internacionales, por lo que dictan las reglas que configuran los mercados de la electricidad, adoptan normativas sobre la contaminación y fijan los criterios en torno a vehículos y combustibles. Por otro lado, ejercen un poder enorme en las contrataciones públicas, son la principal fuente de estímulos fiscales y habitualmente destinan más fondos a la I+D pública que las demás administraciones.
En resumen, hay tres medidas que todos los gobiernos nacionales deben tomar.
En primer lugar, plantearse el objetivo de llegar al cero, los países ricos antes de 2050, y los de rentas medias lo antes posible después de ese año.
En segundo lugar, desarrollar planes concretos para alcanzar esas metas. Si queremos alcanzar el cero antes de 2050, las políticas y las estructuras de mercado deberán implementarse antes de 2030.
Y, en tercer lugar, todos los países en condiciones de financiar la investigación tienen que asegurarse de que esté bien encauzada para producir una energía tan barata —y reducir las primas verdes hasta tal punto— que permita a los países de rentas medias llegar al cero.
Para mostrar cómo podrían llevarse a la práctica estas medidas, he aquí un esbozo de un posible plan integral para acelerar la innovación en Estados Unidos.
Gobierno federal
El gobierno estadounidense dedica más esfuerzos que nadie a impulsar la innovación en el suministro de energía. Es el mayor financiador y ejecutor de investigación y desarrollo en energías, con la participación de doce agencias federales (la mayor parte pertenecientes al Departamento de Energía). Cuenta con toda clase de instrumentos para gestionar la dirección y el ritmo de la I+D en energía: becas de investigación, programas de préstamos, incentivos fiscales, laboratorios, programas piloto y colaboraciones del sector público y privado, entre otras cosas.
El gobierno federal también desempeña un rol central en el impulso de la demanda de productos y políticas verdes. Además de contribuir a financiar carreteras y puentes, regula las infraestructuras interestatales como las líneas de transmisión, los gasoductos y oleoductos, y las autopistas, ayuda a establecer las normas de los mercados multiestatales de la electricidad y los combustibles. Por otro lado, recauda casi todos los impuestos, lo que significa que los incentivos económicos federales serán los más eficaces para impulsar el cambio.
En lo que se refiere a expandir las nuevas tecnologías, el gobierno federal es el que desempeña un papel más importante. Regula el comercio interestatal y ejerce la máxima autoridad en materia de comercio internacional y políticas de inversión, lo que implica que necesitaremos reglamentos federales para disminuir todas las fuentes de emisiones que crucen las fronteras estatales o internacionales. (Según The Economist —una de mis revistas favoritas—, las emisiones en Estados Unidos aumentarían en un 8 por ciento si se incluyeran todos los productos consumidos por los estadounidenses pero fabricados en otros países. Las de Reino Unido serían aproximadamente un 40 por ciento más altas.) Aunque el precio del carbono y los estándares de electricidad, combustibles y productos verdes deberían adoptarse en cada estado, resultarán más eficaces si se implementan en todo el país.
En la práctica, esto significa que el Congreso tiene que aportar fondos para la I+D, las contrataciones públicas y el desarrollo de infraestructuras, así como crear, modificar o ampliar los incentivos económicos para las políticas y los productos verdes.
Entretanto, en la rama ejecutiva, el Departamento de Energía lleva a cabo investigación propia, además de financiar otras actividades; su intervención en la implementación de los estándares federales de electricidad limpia sería clave. La Agencia de Protección Ambiental sería la encargada de diseñar y aplicar los estándares ampliados de combustibles verdes. La Comisión Federal Reguladora de Energía, que supervisa los mercados eléctricos al por mayor, así como los proyectos de líneas de transmisión y tuberías interestatales, tendría que regular los aspectos del plan relacionados con la infraestructura y el mercado.
La lista sigue: el Departamento de Agricultura realiza una labor esencial en lo que se refiere al uso del territorio y las emisiones agrícolas; el Departamento de Defensa compra combustibles avanzados y materiales bajos en emisiones; la Fundación Nacional para la Ciencia financia investigación; el Departamento de Transporte contribuye a costear carreteras y puentes; etcétera.
Por último, está la cuestión de cómo sufragaremos el trabajo necesario para llegar al cero. No sabemos con precisión cuánto costará a la larga —dependerá del grado de éxito y la velocidad de la innovación, así como de la eficacia del despliegue—, pero sabemos que requerirá inversiones cuantiosas.
Estados Unidos tiene la suerte de contar con mercados de capitales maduros y creativos capaces de abrazar grandes ideas y conseguir que se desarrollen y se implementen con rapidez; he sugerido algunas maneras en que el gobierno federal puede ayudar a encaminar esos mercados en la buena dirección y entablar nuevas formas de colaboración con el sector privado. Otros países —China, India y muchos estados europeos, por ejemplo—, si bien no tienen mercados privados tan fuertes, pueden realizar inversiones públicas considerables para combatir el cambio climático. Por otra parte, hay bancos multilaterales, como el Banco Mundial y algunos bancos de desarrollo en Asia, África y Europa, que también estudian implicarse más a fondo.
Hay dos cosas claras: en primer lugar, la suma de dinero que invertimos en las medidas para llegar al cero y adaptarnos a los daños que sabemos que se avecinan habrá de incrementarse de forma drástica y sostenerse durante mucho tiempo. A mi juicio, esto significa que los gobiernos y los bancos multilaterales tendrán que encontrar estrategias mucho mejores para aprovechar el capital privado. Sus arcas no son lo bastante grandes para que lo consigan por sí mismos.
En segundo lugar, los plazos de las inversiones en el clima son largos, y los riesgos, elevados. Por consiguiente, el sector público debería utilizar su potencia financiera para ampliar el horizonte de inversiones —de manera que refleje el hecho de que los retornos pueden tardar muchos años en llegar— y minimizar los riesgos de dichas inversiones. Combinar el dinero público con el privado a una escala tan grande no resultará fácil, pero es imprescindible. Necesitamos que nuestras mentes financieras más brillantes trabajen en este problema.
Gobiernos estatales
Muchos estados de mi país están dando ejemplo. Veinticuatro de ellos y Puerto Rico se han unido a la bipartidista Alianza por el Clima de Estados Unidos, con la que se comprometen a cumplir el objetivo del Acuerdo de París de disminuir las emisiones en al menos un 26 por ciento antes de 2025. Aunque queda muy lejos de las reducciones que necesitamos en el ámbito nacional, tampoco es un combate contra molinos de viento. Los estados pueden desempeñar un papel fundamental en demostrar la eficacia de tecnologías y políticas innovadoras, como el aprovechamiento de sus empresas de servicios y proyectos de construcción de carreteras para introducir en el mercado tecnologías como el almacenamiento de larga duración y el cemento de bajas emisiones.
Asimismo, los estados pueden poner a prueba medidas como el precio del carbono y los estándares de electricidad y combustibles verdes antes de que se implementen a lo largo y ancho del país. También pueden formar alianzas regionales, como es el caso de California y otros estados del oeste, que están planteándose la posibilidad de unir sus redes eléctricas, o como algunos estados del nordeste, que han puesto en marcha un programa de comercio de derechos de emisión para reducir los gases de efecto invernadero. La Alianza por el Clima de Estados Unidos y las ciudades que se han adherido a ella representan más del 60 por ciento de la economía estadounidense, lo que les confiere una magnífica capacidad para crear mercados y demostrar que pueden aplicarse ideas nuevas a gran escala.
Las asambleas legislativas de los estados serían responsables de adoptar sistemas de fijación de precios del carbono y estándares de energías y combustibles verdes dentro de cada estado. Además, se encargarían de que las agencias estatales y las comisiones de servicios públicos cambiaran sus políticas de adquisiciones para priorizar las tecnologías avanzadas bajas en emisiones.
Las agencias estatales son responsables del cumplimiento de los objetivos establecidos por la asamblea legislativa y el gobernador. Supervisan la eficiencia energética y las ordenanzas de edificación, gestionan las políticas relacionadas con el transporte y las inversiones, aplican las normativas sobre contaminación y regulan la agricultura y otros usos del territorio.
En el caso improbable de que alguien te abordara y te preguntara cuál es la agencia más críptica y con un impacto infravalorado en el cambio climático, no irías muy desencaminado si contestaras: «La comisión de servicios públicos de mi estado». Aunque la mayoría de la gente nunca ha oído hablar de estos organismos, en realidad son responsables de muchas de las normativas relacionadas con la electricidad en Estados Unidos. Por ejemplo, son las encargadas de aprobar las propuestas de proyectos de inversión de las compañías eléctricas y determinan el precio que deben pagar los consumidores por kilovatio-hora. Su importancia irá en aumento a medida que cubramos cada vez más nuestras necesidades energéticas con electricidad.
Gobiernos municipales
Alcaldes de Estados Unidos y del resto del mundo se están comprometiendo a disminuir las emisiones. Doce de las principales ciudades estadounidenses se han propuesto la meta de lograr la neutralidad de carbono antes de 2050, y trescientas poblaciones más han asumido el compromiso de cumplir los objetivos del Acuerdo de París.
Los gobiernos municipales no gozan de tanta autoridad para influir en las emisiones como los estatales y el federal, pero no tienen las manos atadas, ni mucho menos. Si bien carecen de competencias para establecer normativas sobre las emisiones de nuestro vehículo, por ejemplo, pueden comprar autobuses eléctricos, financiar más estaciones de carga para vehículos eléctricos, aprovechar la legislación urbanística para aumentar la densidad a fin de reducir los trayectos de casa al trabajo y, en caso necesario, restringir el acceso de vehículos de combustibles fósiles a las calles del municipio. También poseen la capacidad de dictar políticas de edificación verde, electrificar sus flotas de vehículos y establecer directrices de contratación pública, así como requisitos mínimos de eficiencia para los edificios de propiedad municipal.
Además, algunas ciudades —como Seattle, Nashville y Austin— son propietarias de la compañía de servicios local, lo que les permite determinar si la electricidad que suministran procede de fuentes verdes. Estos gobiernos municipales también pueden autorizar la construcción de proyectos de energías limpias en terrenos municipales.
Los ayuntamientos pueden asumir disposiciones similares a las de las asambleas legislativas de los estados y el Congreso de Estados Unidos para fijar las prioridades de financiación con arreglo a las políticas sobre el cambio climático y exigir a las agencias del gobierno municipal que tomen medidas.
Las agencias locales , al igual que sus equivalentes estatales y federales, determinan distintas prioridades de actuación. Los departamentos de obras velan por el cumplimiento de los requisitos de eficiencia; las agencias de tráfico pueden electrificarse e influir en los materiales que se utilizan en la construcción de carreteras y puentes; las agencias de gestión de residuos operan grandes flotas de vehículos y tienen poder de decisión sobre las emisiones procedentes de los vertederos.
Quisiera volver al ámbito federal para abordar un último punto: cómo pueden ayudar los países ricos a eliminar el problema de los beneficiarios parásitos.
Es imposible endulzar el hecho de que llegar al cero no nos saldrá gratis. Tenemos que invertir más en investigación, así como adoptar políticas que orienten los mercados hacia productos basados en energías limpias que, hoy por hoy, son más caros que sus equivalentes con altas huellas de carbono.
Sin embargo, no es fácil imponer costes más altos ahora a cambio de un mejor clima en el futuro. Las primas verdes son una razón poderosa por la que los países, sobre todo los de rentas medias y bajas, se resisten a recortar sus emisiones. Ya hemos visto numerosos ejemplos en el mundo —Canadá, Filipinas, Brasil, Australia y Francia, entre otros lugares— cuya población ha dejado claro con su voz y voto que no quieren pagar más por la gasolina, el gasóleo de calefacción y otros bienes esenciales.
El problema no es que la gente de esos países quiera que el clima sea más caluroso, sino que les preocupa lo que puedan costarles las soluciones.
Así pues, ¿cómo resolvemos el problema de los beneficiarios parásitos?
Resulta útil fijarse metas ambiciosas y comprometerse a alcanzarlas, como hicieron muchos países del mundo con el Acuerdo de París de 2015. Mofarse de los convenios internacionales es muy fácil, pero desempeñan una función en el progreso: quienes se alegren de que siga habiendo una capa de ozono deben agradecérselo a un acuerdo internacional denominado Protocolo de Montreal.
Una vez establecidos los objetivos, los países se reúnen en foros como la COP21 para informar de sus progresos y compartir las medidas que dan resultado. Estos actos funcionan también como un mecanismo para presionar a los gobiernos nacionales para que cumplan con su parte. Cuando los gobiernos del mundo están de acuerdo en que la reducción de emisiones vale la pena, es más difícil —aunque en modo alguno imposible— autoexcluirse y responder: «Me da igual, yo seguiré emitiendo gases de efecto invernadero».
¿Y aquellos que se nieguen a arrimar el hombro? Resulta de lo más complicado pedir cuentas a un país por algo como sus emisiones de carbono. Sin embargo, no es irrealizable. Por ejemplo, los gobiernos que fijen un precio sobre el carbono pueden introducir los llamados «ajustes en frontera», es decir, exigir el pago del precio del carbono correspondiente a un producto tanto si es de fabricación nacional como importado. (Hay que hacer excepciones en el caso de productos de países de rentas bajas donde la prioridad es impulsar el crecimiento económico, no reducir sus ya muy bajas emisiones de carbono.)
Incluso los países que no cuentan con un impuesto sobre el carbono pueden dejar claro que no cerrarán acuerdos comerciales ni establecerán asociaciones multilaterales con quienes no tengan como prioridad la reducción de gases de efecto invernadero ni hayan tomado medidas para conseguirla (con concesiones a los países con menos recursos, como ya hemos señalado). En esencia, sería como si los gobiernos se dijeran unos a otros: «Si quieres hacer negocios con nosotros, tendrás que tomarte en serio el cambio climático».
Por último, aunque desde mi punto de vista es lo más importante, debemos rebajar las primas verdes. Es la única manera de propiciar que los países de rentas medias y bajas reduzcan poco a poco las emisiones hasta llegar al cero, y eso solo ocurrirá si las naciones ricas —en especial Estados Unidos, Japón y algunos países de Europa— toman la iniciativa. Al fin y al cabo, es donde se desarrolla gran parte de la innovación en el mundo.
Hay que recalcar algo esencial: rebajar las primas verdes que se pagan en el mundo no es un acto de caridad. Países como Estados Unidos no deberían ver las inversiones en I+D sobre energías limpias únicamente como un favor al resto del mundo. También deberían considerarlas una oportunidad para realizar avances científicos que darán lugar a sectores nuevos conformados por grandes empresas nuevas que crearán puestos de trabajo al tiempo que disminuyen las emisiones.
Pensemos en todos los efectos positivos de la investigación médica financiada por los Institutos Nacionales de Salud (NIH). Estos publican sus resultados para que científicos de todo el mundo se beneficien de su trabajo, pero su financiación refuerza las capacidades de las universidades estadounidenses que, a su vez, están vinculadas tanto a empresas emergentes como a multinacionales. El resultado es una exportación estadounidense —conocimientos médicos avanzados— que crea muchos empleos bien remunerados en el país y salva vidas en todo el mundo.
Algo similar ocurrió con la tecnología: las primeras inversiones por parte del Departamento de Defensa dieron lugar a la creación de internet y los microchips que impulsaron la revolución de los ordenadores personales.
Y lo mismo puede ocurrir con las energías limpias. Hay mercados de miles de millones de dólares esperando a que alguien invente el cemento o el acero neutros en carbono de bajo coste o un combustible líquido con emisiones netas nulas. Como ya he argumentado, llevar a cabo estos avances e implementarlos a gran escala no resultará fácil, pero las oportunidades son tan grandes que vale la pena ponerse al frente del resto del mundo. Alguien inventará estas tecnologías. La cuestión es quién y cuándo.
Son muchas las cosas que podemos hacer como individuos, desde el ámbito local hasta el nacional, para acercarnos más rápido a nuestro objetivo. Eso es lo que trataremos en el siguiente y último capítulo.