PROSIGUIENDO CON EL APASIONANTE
MUNDO DEL SÍMBOLO y de los conceptos que de él se derivan, el
laberinto es de cita obligada.
Que el hombre prehistórico haya
utilizado la cueva como habitáculo, es indiscutible. Que algunas de
estas cuevas fueron reservadas exclusivamente para otros menesteres
que los de su cotidianidad, parece más que probado. Su utilización
supuso un salto cualitativo en la evolución y desarrollo del ser
humano. En ellas comenzaron los ritos funerarios, ceremonias y
otras prácticas mágico-sagradas. De la simple materialidad se pasó
a una toma de conciencia de trascendencia y la caverna representó
ese punto de encuentro en el que el brujo, chamán o sacerdote ponía
en práctica los rituales.
Así fue como estos lugares
considerados sagrados por el hombre, cubiertos y cerrados, pronto
tomaron características similares entre culturas y civilizaciones
que empezaban a despertar y a desarrollarse. Allí donde la
Naturaleza no proveía de grandes oquedades, el ser humano comenzó a
crearlas artificialmente en la medida de sus necesidades.
Construcciones calificadas de ciclópeas fueron apareciendo por la
cuenca mediterránea, la denominada fachada atlántica y el norte de
África.
Algunos especialistas son de la
opinión de que la construcción del primer laberinto, versión
artificial de las cuevas que se comunicaban entre sí a través de
pasadizos y corredores, fue atribuido a Ammenemés II, faraón de la
XII dinastía según el historiador Herodoto
[4]
, quién mandó edificarlo en Haouara, en la
depresión de El Fayoum, cerca del lago Moeris, (el actual
Birket-Karoun). Se trataba de un inmenso y complejo palacio
compuesto por centenares de salas y corredores distribuidos en
distintos niveles.
Después de ser abandonado por la
administración egipcia, se convirtió en centro religioso dando
nacimiento a la leyenda de que en dicho lugar Anubis, el dios con
cabeza de perro, tomaba el alma de los difuntos faraones y los
conducía con la ayuda de un hilo en presencia de Osiris quien debía
juzgarlos.
Según autores de la Antigüedad como
Herodoto y Estrabón
[5]
, el palacio de Ammenemés inspiró al
arquitecto ateniense Dédalo para la construcción de la prisión del
Minotauro, encargo del rey cretense Minos. Esta leyenda cretense,
transmitida por la literatura grecolatina, se convirtió en la
fuente más citada por la cultura occidental y tomada como referente
indiscutible de la psicología moderna, en el estudio del complejo
universo del inconsciente del ser humano.
No cabe duda de que la leyenda
griega toma elementos y aspectos de los misterios egipcios. Su
relación con la muerte, la posibilidad de que el alma del fallecido
no encuentre el camino hacia la trascendencia y la necesidad de un
hilo físico que le permita alcanzar dicho objetivo. Estas analogías
que constituían sus bases e interpretaciones alegóricas, vieron con
el paso del tiempo como otras venían a superponerse a la leyenda
original.
Teseo
mata al Minotauro.
Laberinto y muerte son sinónimos.
Resulta fácil perderse tanto en el egipcio como en el griego.
Incluso el propio Anubis se encuentra impotente sin la ayuda del
hilo que pueda indicarle el camino estrecho y tortuoso que conduce
a la salvación. El alma del difunto no debía perder de vista a su
guía y Anubis no podía soltar dicho hilo bajo ningún pretexto, pues
entonces ambos se verían condenados a una penumbra eterna entre la
muerte de los hombres y la vida de los dioses. Tanto Anubis como
Teseo precisaban de este hilo para llegar a su objetivo. Sin él,
Anubis se extraviaría y, perdiéndose, perdería también el alma que
le había sido confiada. Teseo por su parte, sin este hilo, prueba
del amor de Ariadna, no podría salir del laberinto. Para ambos, sea
para que el alma del egipcio alcanzase la paz del centro, o que el
cuerpo de Teseo llegase a reencontrarse con la luz del exterior, el
hilo era absolutamente necesario.
A pesar de que para los griegos, la
imagen del laberinto no era básica ni necesaria para los conceptos
filosóficos o metafísicos que poseían, y no tenían necesidad de
tomar prestado un laberinto egipcio al que añadir a su mitología
sobre la muerte, pues ya tenían el símbolo del Styx, río que se
enroscaba en nueve anillos alrededor del Hades
[6]
, ello no impedía que los autores griegos
tomaran la idea de procedencia egipcia como un jalón que
relacionase estrechamente ambas culturas. Sean legendarios, míticos
o alegóricos, no cabe duda de que los laberintos de Ammenemés y de
Minos han llegado hasta nuestros días con toda su carga de
simbolismo.
Con la llegada del cristianismo,
cuyo comienzo fue difícil, precario y lleno de dificultades tanto
externas, como las persecuciones a las que se vio sometido, o las
que se añadieron con las escisiones internas de las llamadas
primeras herejías como el gnosticismo o el arrianismo, pongamos por
caso, el laberinto y sus interpretaciones desapareció y se ausentó
de la realidad de los primeros cristianos. Este signo profano y en
consecuencia pagano no tenía cabida en las directrices que se
estaban estableciendo en aquel momento. No olvidemos que el
judaísmo estuvo durante largo tiempo en contra de las ideas
helenísticas y que los primeros cristianos, herederos en cierta
medida de una ortodoxia judaica, siguieron sus mismos pasos.
El laberinto no aparece en la
iconografía cristiana hasta después del Edicto de Milán del año
313, y precisamente en los confines del área de influencia
helénica, en África del Norte. Es el más antiguo laberinto
cristiano conocido y fue encontrado en El Asnam, en la localidad de
Orleansville en Argelia, en la basílica de San Reparatus que data
del año 324. La misma edificación proclama la más pura tradición de
los templos romanos y sus mosaicos son los típicos suelos que
construyeron por todas partes durante siglos y que son una de sus
características principales.
Anubis.
Este laberinto ofrece un motivo
central en el que figuran las palabras SANCTA ECLESIA, en una
especie de palabras cruzadas o crucigrama, dispuesto como si se
tratara de una especie de «juego de la oca», pero también bajo el
aspecto de un cuadrado mágico. En San Reparatus, el objetivo a
alcanzar recorriendo dicho laberinto es la salvación que ofrece la
Santa Madre Iglesia, aunque su forma e intencionalidad recuerde
mucho más a aquella felicidad eterna que era buscada por los
faraones al penetrar en el laberinto de Ammenemés que a la muerte
segura que esperaba a las víctimas de Cnossos. Efectivamente,
podemos encontrar un paralelismo entre la victoria de Teseo y el
triunfo del hombre sobre la muerte que le ofrece la Iglesia, pero
no es menos cierto que la finalidad de Teseo era la de «salir» del
laberinto y no solamente la de llegar a su centro.
Reconstrucción
ideal del laberinto de San Reparatus.
Cuando se contempla el laberinto de
San Reparatus se ve claramente su juego de letras, la repetición
constante del lema siempre incompleto si exceptuamos que, solamente
partiendo de su centro, podremos leer las dos palabras que lo
forman. Ello puede llevarse a cabo en cuatro ocasiones: Partiendo
de la letra S del centro hacia la derecha y hacia abajo, del centro
hacia abajo y a la izquierda, del centro hacia la izquierda y hacia
arriba y finalmente, del centro hacia arriba y a la derecha.
Solamente efectuando este orden en su lectura, es cuando aparece
SANCTA ECLESIA en toda su extensión. Únicamente entonces es cuando
la disposición de esas cuatro lecturas forman, sorprendentemente,
la imagen de una svástica, uno de los símbolos más antiguos de la
humanidad y que no resulta precisamente sospechoso de pertenecer a
la simbología cristiana, sino todo lo contrario.
Además, cabe resaltar que la
palabra ECLESIA está escrita con una sola C, cuando normalmente se
escribía con dos. Esta aparente falta ortográfica tal vez fuese
intencionada a fin de transformar un simple juego de letras en un
cuadrado mágico basado en el número 13 considerado místico. El
laberinto cuyas medidas no permiten recorrerlo físicamente, (2,40m
x 3m), tenía que efectuarse con la observación, posiblemente
meditando su mensaje.
Aunque soy consciente de que puedan
tratarse de simples conjeturas, creo que a partir de ese momento la
imagen del laberinto empezó a tomar un cariz mucho más profundo y
simbólico, que poco a poco fue adquiriendo interpretaciones varias
y que solo unos pocos sabían desentrañar. Espirales y laberintos
han sido representados desde la prehistoria, los petroglifos de las
lajas graníticas de todo el mundo son prueba de ello. En contramos
su imagen a un lado y al otro del Atlántico, en África y en Asia,
entre culturas distantes entre sí por miles de kilómetros. Tal vez
este símbolo pertenezca al inconsciente colectivo desde la noche de
los tiempos, allí donde se pierde la memoria.
La forma espiro-helicoidal en el
espacio y tomando una dirección horizontal determinada tomará el
aspecto de un muelle que simbolizará el proceso evolutivo humano.
Este movimiento de hélice codifica el desarrollo y la continuidad
de los distintos estados de la existencia. Estos se repiten, pero
siempre en planos diferentes. Algunos estudiosos ven en cenefas y
lacerías la representación simbólica de dicho proceso.
Los grados de la Iniciación también
siguen el mismo modelo. Por eso suelen expresarse gráficamente bajo
la forma de una escalera de caracol ascendente: «el Dragón del
conocimiento» o «la Serpiente de la Sabiduría». Dichas formas
aparecen con frecuencia enroscadas en las columnas de algunos
templos partiendo de su base, que es la representación de lo físico
y material, para ir subiendo en una lenta ascensión hacia lo
superior y lo trascendente. Su aspecto serpentiforme es aprovechado
para darle una explicación eclesiástica claramente ortodoxa como
representación de la serpiente, es decir, del pecado.
Según la tradición de los gremios
medievales, los compañeros constructores, cuando celebraban sus
rituales iniciáticos, efectuaban una vuelta alrededor del templo y
por su interior, siguiendo el movimiento del sol y se detenían en
los símbolos que iban apareciendo en el recorrido, mientras
recitaban las fórmulas del gremio correspondiente al que
pertenecían y proseguían esta ronda hasta terminar la
circunvalación del edificio.
El recorrido del rito comenzaba en
el centro de la iglesia, allí donde se unen las energías del Cielo
y de la Tierra. Era entonces cuando comenzaba una andadura circular
o, mejor dicho, un camino en forma de espiral en el que el iniciado
recorría el interior del templo de izquierda a derecha, según las
manecillas del reloj;
seguía por el muro norte, el muro
del este y el del sur, hasta llegar a la puerta, en el oeste,
saliendo al exterior. Con ello simbolizaba el paso de las tinieblas
a la luz, de la ignorancia al conocimiento.
Un cambio a otro estado de
conciencia y una nueva realidad.
Una vez en el exterior, proseguía
su ronda iniciática por el lado norte de la construcción, allí
donde el sol no luce, oculto por la noche, y sigue su curso por el
espacio para nacer por el este, donde se cruzaba en el camino del
iniciado, que seguía su andar hacia el sur, donde se encontraría
con el astro rey en toda su fuerza y plenitud, recibiendo sus rayos
benefactores, símbolo del conocimiento representado en numerosas
ocasiones por el oro o el disco solar, para más tarde reencontrarse
con él, en el oeste, en el pórtico de entrada al templo y ya en el
proceso de declive. Esta muerte-resurrección del iniciado era a
imitación del ciclo vital y sin fin del ocaso y nacimiento del rey
de los astros.
Tengamos presente que nos hallamos
en plena Edad Media, época en la que la Astrología regía los
destinos del ser humano y ello marcaba las pautas de conducta en
esa búsqueda de trascendencia y en el comportamiento a seguir para
acceder a ella.
El
laberinto de Amiens, un juego de iniciación de los artesanos que
trabajaban para los gremios medievales.
Desde tiempos inmemoriales, el
hombre ha ritualizado sus creencias manifestándolas en cánticos y
bailes. Danzas circulares alrededor de las hogueras en la noche de
San Juan celebrando los solsticios, círculos de piedras de época
prehistórica, trilitos en Stonehenge configurando una forma
circular, megalitos que parecen estar indicando la salida y la
puesta del sol o los equinoccios, y todo ello separado por el
espacio y el tiempo y pertenecientes a culturas y civilizaciones
muy diferentes y además distantes entre sí.
Tradiciones ancestrales que pasaron
de generación en generación y que en la actualidad perviven bajo el
aspecto de fiestas populares que, lamentablemente, han perdido su
significado original que habría que buscar por los recovecos de la
memoria. El significado simbólico y todo aquello que representaba
se ha convertido en un folclore colorista. Las llamadas danzas
tradicionales son po siblemente los residuos de aquellas otras que
se llevaban a cabo en honor del sol. De ese culto al astro rey, que
surgió desde la más remota antigüedad, procede el apelativo de
Culturas Solares.
No es de extrañar pues que los
caminos de iniciación de los canteros medievales recordasen el
movimiento del sol, su forma circular y que además, conociendo la
existencia de los llamados petroglifos prehistóricos en los que
aparecen espirales y laberintos, tomasen dichas formas como base
para la adquisición simbólica de ciertos conocimientos.
A su vez, el laberinto con el paso
del tiempo, se convierte así mismo en mucho más abstracto y sus
contenidos menos evidentes. Como tantas veces, la Iglesia ante la
imposibilidad de negar la leyenda original, le da un sentido
relacionado innegablemente con el concepto original, pero con
nuevos valores, asociados lógicamente con sus dogmas y creencias.
El combate de Teseo con el Minotauro pasa a ser representativo de
la lucha del Bien contra el Mal, la victoria de San Miguel sobre el
diablo, o San Jorge sobre el dragón, en definitiva, el triunfo del
creyente, una vez efectuada su andadura por el tortuoso camino de
su vida mortal, sobre la muerte.
El florecimiento del laberinto
viene a producirse durante los siglos XII y XII, principalmente en
las grandes catedrales góticas. Su imagen aparecerá en Poitiers,
Amiens, Auxerre, Reims, Mirepoix, Saint-Omer, Saint-Quen tin o en
Tolouse en forma octogonal, cuadrada o circular, incrustado en el
enlosado de la nave o bien mucho más discretamente en una sala
capitular como el caso de la catedral de Bayeux, o inmenso como el
conocido por todos de Chartres. Nos hallamos frente a una expresión
formal que impregna el psiquismo humano más universal.
El huso alargado en el que está el
hilo que ofrece Ariadna a Teseo servirá para desenvolverlo en el
interior del laberinto. Una vez cumplida su misión, Teseo regresa
enrollándolo de nuevo, tomando perfectamente una forma circular. El
huso alargado representa las imperfecciones de su ser interior, que
precisa desenvolverse y superar una serie de pruebas. La esfera que
construye al recuperar el hilo simboliza la perfección lograda, una
vez completado el proceso y saliendo al exterior. En algunos vasos
encontrados en el Ática vemos la figura de Teseo portando un hacha
de doble filo que recibe el nombre de Labris y que, según la
tradición, fue el arma del dios Ares-Dionisos, quien recorrió el
primer laberinto.
El más
famoso laberinto místico, el de la catedral de Chartres.
El hacha o la espada han sido
siempre emblemas de la voluntad. Para abrirnos paso dentro de
nuestro propio laberinto interior es necesario ante todo esta
fuerza rectora. El hilo que sirve para encontrar el camino de
regreso es la memoria, que nos evitará caer en los mismos errores
cometidos en el pasado. En realidad Ariadna entrega una clave, una
solución personal. El Minotauro es la materia, lo físico y mundano
que nos atrapa como una cárcel, igual que a Teseo.
No cabe duda de que estamos ante un
arquetipo de nuestra psique más profunda: el inconsciente colectivo
de C.G. Jung
[7]
.
Podemos imaginarnos el descenso de
esta forma espiro-helicoidal desde el espacio, representando así el
recorrido que efectúa la energía universal para que, atravesando
distintos planos, niveles y estadios del Cosmos, en su descenso se
convierta en energía cada vez más densa, hasta alcanzar el estado
de la materia, tal y como la conocemos. Si el recorrido es
efectuado en un sentido inverso, es decir, ascendente, representará
entonces la evolución.
Como las espirales, tampoco los
laberintos son patrimonio exclusivo de una u otra filosofía,
religión o cultura. Ya desde la noche de los tiempos aparecen
petroglifos esparcidos por todo el mundo con este motivo. Con el
tiempo, dichas formas geométricas abandonaron las lajas pétreas
para incorporarse al hábitat del ser humano, apareciendo en puertas
y ventanas, y convirtiéndose en motivos ornamentales recurrentes de
la orfebrería y la cerámica. Así fue como pronto llegaron a formar
parte de la arquitectura. Palacios, ermitas, iglesias y catedrales
poseen espirales y laberintos de todo tipo.
En todo caso, no siempre implican
alusiones iniciáticas. En numerosas ocasiones, fueron escogidos
simplemente como elementos decorativos para embellecer un volumen
arquitectónico, un muro o el capitel de una columna. Pero incluso
en estos casos su selección nos revela que estamos ante una
expresión formal que impregna el psiquismo humano más
universal.
Sin embargo, cuando las espirales y
los laberintos poseen un significado esotérico, generalmente
aparecen junto con otros elementos indicadores de que nos
encontramos ante un lugar trascendente y frente a símbolos que nos
desvelarán su contenido, ayudándonos a proseguir nuestra
experiencia de adquisición de nuevos conocimientos.
Estas espirales, y sus múltiples
variantes que pueden observarse a través del ancho mundo, han sido
también utilizadas como esquema del laberinto, símbolo que nos
permitirá abrir otras puertas y alcanzar otros horizontes. El
laberinto de Abydos, en Egipto, era conocido como «el caracol». De
forma circular, en sus pasillos se celebraban las ceremonias
iniciáticas de los antiguos Misterios, al igual que sucedía en
Newgrange, Irlanda, en cuya entrada se erigía una piedra con el
símbolo de la espiral.
Estamos ante el sentido último de
la aventura del Yo que, una vez alcanzado el objetivo, pasa de las
tinieblas a la luz y de la ignorancia al conocimiento. En este
sentido, el símbolo representa la victoria de lo espiritual sobre
lo material, de la inteligencia sobre el instinto y de lo eterno
sobre lo perecedero. Este recorrido iniciático formaría parte de
uno de los muchos secretos que se atribuyen al rey Salomón y, en
consecuencia, dichas representaciones tan recurrentes en las
catedrales europeas recibieron el nombre de «Laberintos de
Salomón».
El centro de éstos es un punto
arquetípico en el cual reside el Principio Supremo que es necesario
buscar. Dicho punto se encuentra en el espacio sagrado y ordenado
del templo. Constituye el lugar secreto y oculto al profano al cual
solo se puede acceder atravesando el mítico laberinto que va del
atrio al altar, de la periferia al centro del templo, en un periplo
que evoca al del psiquismo humano durante el proceso iniciático de
búsqueda.
Estos conceptos profanos, al
cristianizarse, no perdieron su esencia a pesar de recibir
calificaciones y denominaciones propias de la ortodoxia imperante.
Los laberintos de las catedrales eran conocidos en la Edad Media
con el nombre de «Camino de Jerusalén». Pero no se trataba de
evocar la imagen de la ciudad histórica, sino de la «Jerusalén
Celeste», citada en los Evangelios. Los maestros
constructores pertenecientes a los gremios herméticos medievales,
como los llamados «Hijos de Salomón», sobre quienes planeaba la
sombra alargada de la Orden del Temple, conocían perfectamente el
significado del laberinto y su representación simbólica. Durante
años en sus construcciones dejaron la impronta de sus conocimientos
bajo un leve barniz cristianizante, evitando de esta manera
confrontaciones con el poder establecido que, en definitiva, era
quién contrataba sus servicios. Su mensaje y su legado están ahí,
en la mudez de la piedra, esperando a que el buscador de verdades
trascendentes descubra los saberes y conocimientos que se
encuentran en el alma de la piedra.
Los
petroglifos en forma espiral son una de las primeras
manifestaciones de la espiritualidad humana. En la foto, Newgrange,
Irlanda.
Recorrerlo es una renovación
interna. Lo importante no es llegar, sino hacer camino. Estar en
él, vencer las pruebas que se presentan y decidir en cada de sus
encrucijadas. Se trata de la propia vida en la que hay que elegir
en cada instante. Hay que dirigirse hacia Occidente, a lo
desconocido, donde se pone el Sol, allí donde el cuerpo perece y
los iniciados regresan a su patria celeste.
Todo buscador posee ese hilo de
Ariadna que puede permitirle recorrer su propio laberinto y
destruir ese Minotauro interior, que le impide alcanzar otros
niveles superiores de conciencia. Portaladas, canecillos, metopas y
capiteles, son el testimonio de ese parpadeo cósmico que es el
hombre y de su esfuerzo espiritual para trascender su condición y
eternizarse.
El
castillo de Ponferrada fue uno de los principales de la Orden del
Temple.