... y ya ha oscurecido, pero Papa y Ma aún no han llegado a casa. Estoy sentado junto a nuestra puerta y sigo con la mirada un globo con forma de oso que un niño lleva entre la calina. Seguro que lo ha cogido de las decoraciones de Año Nuevo que hay en Bhoot Bazaar.
Ma se retrasa porque su señora va a celebrar una fiesta que comenzará por la noche y se prolongará hasta la mañana. En nuestro basti nunca hacemos fiestas de Año Nuevo, aunque hay gente que tira petardos. Pero no creo que este año vayan a hacerlo. Todo nuestro basti está con el ánimo muy decaído por las cosas tan malas que han ocurrido. Los desaparecidos siguen desaparecidos, Tariq-Bhai está en la cárcel y Faiz vende rosas en la autopista para sacarse un dinero extra.
Runu-Didi sale con una olla de arroz hervido para escurrir el agua usando una de las camisas viejas de Papa enrollada alrededor del borde para evitar que el vapor le queme los dedos. Me levanto para que el agua no me salpique las piernas. Durante estos días, Didi se está encargando de cocinar y comprar, a veces lo hace con sus amigas del basti y otras veces con las chachis del vecindario. Se ve obligada a recorrer arriba y abajo las mismas calles entre diez y veinte veces al día para recoger agua, acudir al complejo de baños, comprar verdura, comprar arroz... Didi dice que no ayudo en nada, pero sí que lo hago.
Algo altera el humeante aire que nos rodea: un revuelo de ruidos, pisadas afirmándose en el suelo. Se me pone la carne de gallina y se me seca la boca. Un grupo de hombres recorre la calle en zigzag, deteniéndose para hablar con los adultos.
Shanti-Chachi sale de su casa:
—Vosotros dos, no os mováis de ahí —ordena.
Didi mete la olla en casa pero luego vuelve junto a mí sosteniendo todavía la vieja camisa de Papa en las manos. La retuerce con ganas entre los dedos. Los hombres se dirigen a las mujeres del callejón, que cogen en volandas a sus hijos y corren a las casas. Cierran las puertas y las ventanas a cal y canto. Shanti-Chachi escucha a los hombres y se lleva las manos a las mejillas. El globo del oso, ahora sin su dueño, se roza contra el borde de un techo de latón y estalla. Suena como los disparos de la tele.
Shanti-Chachi se lleva una mano al corazón.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta.
Ve el oso moribundo, pero no parece que eso la alivie. Se acerca hasta donde Didi y yo estamos, nos pone las manos en los hombros y nos hace volver adentro. Cierra la puerta a pesar de que el humo del fuego de la cocina sigue anegando la casa.
—¿Qué has hecho para cenar, Runu? —pregunta.
—Sólo arroz. Lo tomaremos con lentejas.
—¿Qué querían esos hombres? —pregunto.
—Me quedaré con vosotros hasta que vuestra madre llegue a casa —dice Shanti-Chachi—. Ya ha pasado la hora de la cena y esa señora a la que sirve la tiene aún trabajando. Esa mujer no tiene corazón.
Runu-Didi cambia el canal de la tele. Los que dan las noticias están tristes porque la gente no puede celebrar en la calle el Año Nuevo a causa de la calina del invierno, que les reserva otros planes.
El marido de Shanti-Chachi llama a la puerta para darle a la chachi su móvil.
—No deja de sonar —le dice. Nos saluda con la cabeza y se va.
La chachi se pasea por la casa con el teléfono pegado a la oreja sin decir otra cosa que sí, sí y cierto. Abre algunas latas y asoma para ver qué hay dentro. Hasta examina el interior del envase de Parachute. Si Ma le ha dicho que el envase tiene nuestros ahorros de por si las moscas, la chachi se dará cuenta de que falta un poco de dinero, porque ella es así de lista.
—¿Ha desaparecido alguien? —interroga Runu-Didi cuando la chachi termina de hacer otra llamada.
—Tenéis que decirle a vuestra ma que ponga un poco de clavo en esta lata de chili en polvo —dice la chachi—. Eso impedirá que el polvo se ponga malo.
La puerta se abre. Es Papa. Ha llegado pronto a casa y huele un poco como Laloo el Borracho. Papa nunca huele así; o una o dos veces al año solamente. Saluda a Shanti-Chachi con la cabeza y comenta:
—He venido en cuanto me he enterado. Tu marido ha tenido el detalle de llamarnos a Madhu y a mí para decirnos —nos mira a Didi y a mí— que están bien.
—Es horrible lo que está sucediendo —dice la chachi—. No sé cómo podéis soportarlo.
—¿Soportar qué? —pregunto.
—Han desaparecido otros dos niños —cuenta Papa—. Son niños musulmanes. Hermano y hermana. Salieron a comprar leche a primera hora de la tarde y todavía no han vuelto. Son casi de vuestra edad.
Farzana-Baji es mucho mayor que Faiz, así que a él no lo han secuestrado.
—Jai, esto significa que el secuestrador sigue rondando por ahí —dice Papa—. ¿Sabes por qué te digo esto?
Odio cuando los adultos me hablan así.
—¿Liberarán ahora a Tariq-Bhai? —pregunto—. Desde la cárcel no puede secuestrar a nadie.
—Ya nadie está seguro de nada —dice Shanti-Chachi.
—¿Los niños musulmanes desaparecieron cerca del transformador? —pregunto—. Es también un templo y está cerca de la casa de Chandni.
—¿Cómo sabes tú dónde está su casa? —quiere saber Papa.
—Vimos el transformador cuando fuimos a la superceremonia del baba que da palmadas en la espalda. Ese lugar es como una boca de alcantarilla donde los niños no dejan de caer, tak-tak-tak. Allí viven djinns shaitan. Lo llamamos el lugar del Shaitani.
—¿Tú y quién más? —pregunta Runu-Didi.
—Pari, Faiz y yo.
—Jai —dice Papa—, esto no es ningún juego. ¿Cuándo lo vas a entender?
Por la noche sueño con piernas y manos de niño que salen de bocas llenas de sangre y oigo voces acaloradas. Creo que forman parte de mi pesadilla, pero cuando abro los ojos ya ha amanecido y Ma y Papa están afuera discutiendo sobre quién debería quedarse en casa para cuidarnos.
Runu-Didi está sentada en la cama con la barbilla apoyada en las manos y la cara refregada. Ma y ella ya han debido de ir a recoger agua.
—Mira cómo están educándose —dice Papa—. Una niña que anda por ahí corriendo como si fuera un chico y un chico que se pasea por el bazar como si fuera un mendigo. Es increíble que aún no los hayan secuestrado.
—¡¿Qué estás diciendo?! —chilla Ma—. ¿Eso es lo que deseas que les ocurra a tus propios hijos?
—No he querido decir eso —dice Papa.
Oímos un arrastrar de pies y me tumbo rápidamente y me tapo con la manta hasta la cabeza.
—Sé que estás despierto, Jai —dice Ma—. Levántate, vamos. Hoy te llevo yo al complejo de baños. Runu, enrolla la alfombrilla, pon agua a hervir para beber y corta unas cebollas.
Didi me lanza una mirada furibunda, como si fuera yo quien la obligase a hacer sus tareas.
Ma ni siquiera deja que me lave los dientes como es debido. En la cola de los baños veo a Pari con su ma y a Faiz con Wajid-Bhai. Ma me arrastra hacia la ma de Pari; quiere saber si la ma de Pari tiene intención de quedarse hoy en casa.
—¿Estás intentando colarlos en nuestra fila? —pregunta la mujer que espera detrás de Pari señalándonos con sus dedos retorcidos.
—No necesitamos su sitio —digo.
—La policía ha arrestado a Tariq-Bhai y al chacha de las teles por nada —me dice Pari.
—No hay que fiarse de los musulmanes —dice la metomentodo de atrás.
—¿Acaso no sabe que también han desaparecido niños musulmanes? —le pregunta Pari con la mano derecha sobre la cadera derecha. Luego se vuelve hacia mí y susurra—: ¿Has oído? El hermano y la hermana que han desaparecido vivían también cerca del lugar del Shaitani.
—Faiz tiene razón. Se los ha llevado un djinn malvado —digo.
—Qué bobada —suelta Pari.
Faiz nos observa desde su cola. Ya apenas lo veo porque trabaja todo el tiempo para ayudar a su ammi a pagar las facturas que Tariq-Bhai se encargaba de pagar. Le disparo imitando una pistola con los dedos.
—Sí, la verdad es que tendrían que pegarles un tiro —opina la mujer de atrás—. Todo esto es culpa suya. —Señala a la ammi de Faiz, que está delante en la cola de mujeres con Farzana-Baji. Ambas llevan túnicas negras—. Este basti se ha convertido en una guarida de criminales. Cualquier día el gobierno nos sacará de aquí a patadas.
—¡Es culpa vuestra! —le grita alguien a ella—. Dos de los nuestros han desaparecido. ¿Crees que mi hermano lo hizo desde la cárcel?
Es Wajid-Bhai.
—A saber de lo que vuestra gente es capaz —contesta la mujer. Los monos parlotean sobre el techo de latón—. A lo mejor habéis secuestrado a los vuestros para que dejemos de echaros la culpa.
Suena el teléfono de Ma:
—Sí, señora —dice—. Sí, tiene razón. No, señora. Sí, señora. Sólo por esta vez...
—¿Por qué tu hermano no le dice de una vez a la policía dónde ha ocultado a nuestros niños? —estalla un hombre dirigiéndose a Wajid-Bhai.
—No hables con esos musulmanes —dice la mujer que ha empezado la discusión, y se sube el extremo del sari un poco más al cuello. Puedo verle el ombligo. Lo tiene hacia abajo como una boca triste—. No hacen más que gritar Alá, Alá por los altavoces día y noche, y ninguno podemos pegar ojo.
—En el nombre del dios Krishna, por favor, ya basta. Está asustando a los niños —le pide la ma de Pari a la mujer.
—Si tu hija desaparece ya verás como no dices lo mismo —replica la mujer apuntando con una uña larga y negra hacia el rostro de Pari, lo que hace que la niña eche bruscamente la cabeza hacia atrás.
—Puedo encontrar cien personas que hagan tu trabajo sólo con chasquear los dedos. —La señora para la que trabaja Ma grita tan fuerte por teléfono que todos podemos oírla. La señora se ha pasado al inglés, que según Ma es lo que suele hacer cuando ya no puede contener su rabia.
Sobre el techo de latón, los monos gruñen. La ammi de Faiz aferra el hombro de Farzana-Baji como si sus piernas se hubieran vuelto de goma y estuviera a punto de desmayarse.
—¡Ammi, Ammi! —grita Farzana-Baji con los ojos muy abiertos de puro pánico; los pliegues sueltos de la túnica de su ammi giran y dan vueltas como lo hace ella cada vez que se mueve.
—No olvido que le debo dinero —le dice Ma a su señora—. Fue muy amable por su parte que no lo recortase de la paga del mes.
Los hombres, con sus bufandas atadas alrededor de la cara, arremeten contra Faiz y sus hermanos. Chocan tazas y cubos y se rompen en pedazos. Faiz grita y cierra los ojos y se tapa los oídos con las manos.
—Salgamos de aquí, cariño —dice la ma de Pari.
La ira de la señora sigue manando a borbotones del teléfono de Ma. Pari corre hacia Faiz, y Wajid-Bhai golpea al hombre que lo está provocando. Estalla una pelea y Faiz se agarra a Pari. Alguien grita que hay que aplastar contra el suelo a todos y cada uno de los musulmanes como si de cucarachas se tratase. La ammi de Faiz y Farzana-Baji avanza renqueando hacia Wajid-Bhai y Faiz.
—Son niños —dice la ammi de Faiz a quienes se ven arrastrados por la cólera—. Dejadlos en paz.
—Parad ya —lloriquea la ma de Pari—. No queremos que haya disturbios en nuestro basti.
Los más listos aprovechan la escaramuza para saltar sobre los demás y así poder entrar en los aseos sin pagar su precio. El vigilante corre tras ellos. La mujer que tenemos detrás sonríe y su rostro se ilumina como si hubiera conseguido soltar una enorme caca después de mucho tiempo. Faiz, su ammi, sus hermanos y su hermana huyen del complejo de baños, Pari cogida de la mano de Faiz, y la ma de Pari gritando: Pari, espera, espera.
—Si es así como empieza el nuevo año, imagina cómo acabará —dice alguien.
Yo hasta me había olvidado de que era Año Nuevo.
Ma comprende que tiene que irse a trabajar después de la llamada telefónica de su señora.
—Toda esa tele que ves —me dice— no sale gratis.
Le tiene miedo a su señora; no lo va a reconocer, así que en su lugar intenta hacerme sentir culpable.
Tras su marcha, Runu-Didi se pone a lavar los platos. Para ayudarla señalo las manchas que se está olvidando de quitar.
—Mira, se acabó —dice salpicándome con agua jabonosa.
Didi cuelga la ropa lavada para que se seque y después deja de lado sus demás tareas para irse a cotillear con sus amigas del basti. Hoy no tiene que entrenar porque es Año Nuevo, día en que hasta ese estricto entrenador que tiene les afloja la tenaza a sus atletas.
Calculo cuántos domingos más tengo que trabajar para conseguir las doscientas rupias que me llevé del envase de Parachute de Ma:
Esto es tan complicado como un auténtico problema de matemáticas. Sumo, multiplico y resto y así obtengo la respuesta. El domingo que viene, aunque Duttaram me pague solamente veinte rupias, habré reunido doscientas rupias en total.
Oigo el rumor de una disputa y levanto la mirada. En la calle, una hindú con sindoor en la frente agita un cucharón agujereado ante un vendedor musulmán tocado con un casquete.
—¿Qué te crees que es la entrada de mi casa? ¿Un garaje? —chilla.
El vendedor empuja a toda prisa su carro lleno de hermosas y brillantes naranjas y se aleja de la puerta.
—¡Asesino de niños! —grita un chico mientras el carro del vendedor rechina por el callejón.
Runu-Didi hace un gesto para indicarme que debo entrar en casa.
—Va a ocurrir algo horrible, lo presiento —anuncia.
No parece asustada; nunca lo parece. Incluso ahora habla con aplomo, como si sólo me estuviera avisando de que puede llover y debería coger un paraguas.
No tengo ganas de reunir pruebas acerca de los niños musulmanes que han desaparecido. Por más que consiga saber de ellos, seguiré sin encontrarlos. Lo sé.
Hago como que estudio, pienso en Pari y Faiz, me pregunto si la ammi de Faiz estará en la comisaría pidiendo que liberen a Tariq-Bhai. Después llega la hora de comer. Didi me deja ver la tele de la tarde. Juego al críquet en nuestra calle con unos chicos del vecindario mayores que yo. Me quedo dormido un rato y enseguida llega la noche y Ma y Papa regresan a casa. Papa y yo vemos un partido de Twenty20, que a Papa le gusta más que los que se alargan un día entero y que los Test cricket1 porque duran poco.
Hoy las cosas han ido como solían ir antes de que Bahadur y los otros desaparecieran, cuando yo no era detective ni el chico de la tetería. Es un buen día, el mejor de todos. Ser detective es de lo más duro. Quizá en realidad no quiera serlo. Quizá Jasoos Jai pueda retirarse sin heridas que lamentar, adiós. No sé lo que seré cuando sea mayor. A veces, cuando Ma ve las notas que saco, dice que Pari será funcionaria del Estado, recaudadora de impuestos o cualquier otra cosa, y que yo seré su peón.
Ya entrada la noche me despierto al oír que alguien golpea las puertas y ulula y aúlla. Papa se levanta de la cama y tantea en la oscuridad hasta que da con el interruptor de la luz. La bombilla amarilla está molesta por que la hayamos despertado y sisea y crepita.
—¿Han llegado las excavadoras? —pregunto.
—¿Es un terremoto? —pregunta Runu-Didi.
—¡Salid! —grita Papa.
Ma coge el envase de Parachute y se lo ata al extremo de su sari. Se agacha y mira nuestro fardo de objetos preciados que está junto a la puerta. Ha estado aguardando ahí hasta este preciso instante desde hace casi dos meses, pero Ma no lo saca afuera.
Salimos rápidamente a la calle. Nuestros vecinos también salen a la carrera de sus casas, algunos con linternas. Las luces iluminan los asustados ojos de cabras y perros.
—No os mováis de aquí —dice Ma echándome casi encima de Runu-Didi.
—Quizá tu djinn haya vuelto a secuestrar —profiere Didi.
Miro la calle arriba y abajo imaginando que un djinn pasa como un rayo por el aire hacia nosotros y más o menos confío, dado que estoy al lado de Runu-Didi y ella es más grande y más alta que yo, en que se la lleve a ella y no a mí. Por favor, por favor, por favor.