OMVIR

A veces, por cómo se estaba pudriendo su interior, olvidaba que las torres Maple eran un edificio de clase alta. Los ascensores gemían, las paredes perdían trozos de pintura y las tolvas para deshacerse de la basura arrojaban pañales sucios al borde de los pasillos. La escalera, la que Omvir usaba cuando tenía las manos ocupadas con montones de ropa arrugada o planchada, olía a ratas muertas. Mientras bajaba las escaleras corriendo, Omvir alcanzó a ver cómo la calina le hacía muecas a través de los ventanales. Tras aquel oscuro manto, a Omvir le costaba reconocer si el mundo estaba vivo o muerto.

En la puerta, un guardia de seguridad lo cacheó sin muchas ganas para asegurarse de que no había robado nada. Un ritual que se llevaba a cabo desde que las torres Maple se establecieron como el primer rascacielos del vecindario, embriagado de pintura fresca y promesas de riqueza. Ahora, sus inquilinos eran jóvenes amargados con puestos administrativos que les parecerían seguramente mal remunerados y jubilados cuyos hijos trabajaban fuera y pagaban a una agencia para que una enfermera los visitase cada semana.

Omvir había podido ver las casas de los jóvenes y de los viejos. Y, aunque no fueran ricos, tampoco es que fueran pobres. Podían ser delgados o entrados en carnes, y sus dedos podían chasquear de impaciencia o agarrar un bastón, o tener los ojos nublados por las cataratas o azules por el uso de lentillas, pero la mayoría de ellos lo despachaban en cuanto recogía el fardo de ropas destinado a la plancha o les devolvía sus prendas, que todavía conservaban el calor de la mesa de planchado al carbón de su padre. Las pocas veces que le pedían que esperase a la puerta era sólo para inspeccionar sus pantalones, camisas y blusas, su ropa interior y sus chalecos, prendas que algunos querían también planchar por razones que Omvir confiaba en no tener que descubrir nunca. En cuanto comprobaban que no había marcas de incienso o manchas de ceniza en sus ropas, le dejaban marchar.

A su padre le preocupaba que los planchadores pasaran de moda igual que lo habían hecho los teléfonos fijos, el Doordarshan1 y las grabadoras de casete, y le pedía a Omvir que hiciera caso omiso a las excentricidades de esa gente. Desde su destartalado establecimiento expuesto a los elementos, el padre de Omvir competía con la pulcritud de las lavanderías situadas convenientemente en el interior de los centros comerciales, con sus cines, sus tiendas y sus restaurantes, y con aquellos negocios anunciados con gran misterio en internet que ofrecían servicios de lavandería y planchado las veinticuatro horas del día, además de una pulcra presentación.

Para que estuvieran bien protegidas, el padre de Omvir envolvía las ropas planchadas en sábanas gastadas, aunque limpias, como la que Omvir se había atado ahora a los hombros para hacerse una capa. A veces, su padre prometía a sus clientes perchas y fundas de plástico biodegradable, promesas que Omvir sabía que no iba a poder cumplir. Eterno melancólico, su padre, que vivía ahogado hasta el cuello de deudas, aguardaba una ruina segura con la paciencia de esas garzas que se plantan sobre aguas turbias.

De quedarse a vivir allí, Omvir imaginaba que también él se pasaría la vida a la sombra de aquellos edificios para gente rica como eran las torres Maple. A sus diez años sentía el peso de las esperanzas frustradas de su padre en sus magros y débiles hombros. Podía comprender por qué Bahadur había huido, si es que era eso lo que en realidad había sucedido.

Metiéndose la capa por la espalda, Omvir pensó en aquellos que consideraban la tartamudez de Bahadur una flaqueza, algo de lo que había que mofarse sin piedad, señal de los pecados cometidos en vidas pasadas. Pero Omvir, en cambio, lo veía como un venero de fuerza, un poco a la manera de esos dos pulgares que Hrithik Roshan tenía en la mano derecha. Creía que el sentido del ritmo del actor, la destreza con la que podía manipular sus piernas, el torso y las manos al compás de una canción —como si no tuviera huesos ni columna vertebral—, procedía de ese apéndice extra que otros consideraban una monstruosidad. Lo que Dios te daba no podía considerarse una mera imperfección: era un don. Omvir quería creer que había una razón para todo. Si no, ¿qué sentido tenían las cosas?

Una manada de perros callejeros pasó por su lado a la carrera hasta detenerse gruñendo bajo una de las margosas que flanqueaban el camino. Omvir volvió la cara brillante del anillo que llevaba en el índice de la mano izquierda hacia la palma, temeroso de que el brillo que despedía se pudiera sentir como una provocación. Unas aves alzaron el vuelo, internándose entre graznidos en la calina y dejando un rastro de hojas secas que caían suavemente en el suelo. Un mono lo miraba embobado a través del follaje. Omvir se asustó, y entonces el mono desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

No perdía de vista a los perros mientras trataba de sopesar si sus dientes tenían el filo adecuado para perforar la tela de sus vaqueros. Pasó un coche. Los perros persiguieron sus ruedas y, por suerte para Omvir, no regresaron para despedazarlo.

Los pájaros volaron de regreso a sus nidos. Omvir no sabía qué hora era, pero el día parecía haberse desvanecido tan rápida y silenciosamente como Bahadur. Durante meses habían bromeado acerca de escapar a alguna ciudad en la que sus padres no pudieran encontrarlos. Comenzar de nuevo en Bombay, una ciudad en la que otro par de chicos en las calles no causarían ningún cambio en la multitud, en la que el aire tenía el sabor a sal del mar y donde los niños que vendían matamoscas eléctricos en los cruces podían apretar la nariz contra las ventanillas de los coches e incluso ver actores en su interior. Quién sabía si algún día tal vez hasta al mismísimo Hrithik. ¿Por qué no le había pedido Bahadur que se uniese a él?

Tenía que haber pasado algo terrible en casa de Bahadur. Omvir reconocía que su propio padre —por más que tendiese al abatimiento y al llanto nocturno y despertase a su hermano pequeño y, con ello, provocase la extenuación de su madre— carecía de los vicios de Laloo el Borracho. Su padre nunca les había puesto la mano encima ni se había gastado su sueldo en alcohol. Estaba en pie desde el amanecer hasta la noche y jamás había protestado por las quemaduras que dejaban en sus brazos las varillas de incienso, o por la ceniza que le irritaba el ceño, o por la calina, el frío y las tormentas de arena que lanceaban su nariz, su garganta y sus oídos mil veces al día.

Pero su padre también le animaba a saltarse las clases para que su negocio como planchador no se resintiese, adoptando un agudo tono suplicante cada vez que Omvir decía que le preocupaban sus exámenes o que lo tachasen del registro de la escuela. Lo hago por ti, solía decir su padre mientras señalaba la tienda que, al igual que su propietario, parecía estar al borde del colapso. Omvir era demasiado sensible como para decirle a su padre que no tenía el menor interés en ser un planchador. Se dedicaría al baile y sería tan famoso que la gente lo reconocería por la calle.

Omvir extendió los brazos al aire. Quería imitar los pasos que había visto en las canciones emitidas por televisión —Hrithik saltando en el aire con las piernas y los brazos abiertos o girando en el suelo boca abajo apoyado solamente sobre su cabeza—, pero todavía estaba lejos de poder dominarlos. De momento, se movía al ritmo de una canción que sólo él podía escuchar, dejando que su ritmo burbujeara por todo su cuerpo. Sus brazos se tensaban y se relajaban como si tirasen de ellos unas invisibles cuerdas de guiñol. Movía el pecho hacia delante y hacia atrás, apuntalaba los talones y sacaba hacia delante las rodillas para que las piernas ondularan como la ropa recién tendida. La sensación de que era alguien distinto, alguien más ligero, más libre y más feliz, se apoderó de él.

—¿Te ha dado un ataque? —le gritó un vigilante desde detrás de una puerta interrumpiendo su baile. Omvir hizo un gesto con la mano, desdeñando responder.

Estaba en un vecindario de lujo. Unos pasos elevados conducían a rascacielos todavía más altos y brillantes que las torres Maple, de nombres además mucho más dignos, como Sunset Boulevard, Palm Springs y Golden Gate. Algo más lejos, camino abajo, su padre ya debía de estar esperándolo, calentándose las manos en el resplandor anaranjado del carbón de su plancha mientras se preguntaba qué diablos estaría haciendo Omvir para retrasarse tanto.

En la calle principal no había farolas. La gente rica no las necesitaba; conducían sus coches arriba y abajo con los faros y los antinieblas encendidos. No caminaban salvo para hacer ejercicio y sólo en los jardines bien iluminados de sus urbanizaciones, que se encontraban cerradas a cal y canto.

Al mantener la vista levantada hacia los edificios de la gente adinerada, imaginando aquellas vidas fáciles que discurrían entre semejante luminosidad, Omvir tardó en darse cuenta de que los perros lo observaban con las bocas abiertas de par en par, asomando la lengua y resollando con una respiración rápida y audible. Uno le ladró y los otros no tardaron en unirse a él. Omvir se lanzó a la carrera.

Aunque aporreaba el suelo con sus zapatillas, las piedras le hacían cortes en los pies. Su capita casera le pesaba en el cuello y le hacía moverse más despacio. Los perros rechinaban los dientes. Corría en la dirección equivocada, lejos de la tienda de su padre. La capa se le hacía más y más pesada. Quería soltarla, dejar que se arremolinase en el suelo, provocar con ella el tropiezo de uno o dos perros. Pero su padre se pondría como un basilisco porque llegaba tarde, por haber sido tan insensato de perder una sábana y por necesitar de esas carísimas vacunas contra la rabia.

Los perros se le estaban echando encima. Sintió que uno de ellos le lanzaba una dentellada, rasgando el aire y salpicándole la nuca con su baba. De haber sido un superhéroe, como Hrithik en la saga Krrish, habría dado un salto hacia el cielo y agarrado el ala de un avión, y su lacia y brillante capa negra habría planeado en el aire tras él. Pero sus pies seguían pegados a la tierra, le faltaba el aire en los pulmones y tenía los ojos llenos de lágrimas.

Cortaron la calina unos faros amarillos. Un deportivo plateado se detuvo frente a él y el conductor tocó el claxon. Los perros ladraron furiosos ante aquella inesperada interrupción. La puerta de atrás del vehículo se abrió de golpe y permaneció abierta como un brazo extendido que aguardase arrancar a Omvir del suelo y de un peligro seguro. Omvir sentía su corazón palpitar como si fuera a explotarle del esfuerzo y tenía la boca tan seca que parecía que le estaban saliendo espinas en la lengua, pero como él no era su padre en aquel momento también sintió esperanza.