Liz subió las escaleras del vestíbulo con Laurie en brazos. Recién bañada y perfumada, la niña estaba ansiosa por jugar y, como si fueran las de un hábil raterillo, sus manos se afanaban por coger cualquier cosa que quedase a su alcance: un botón, un mechón de pelo, un trozo de piel. De su boca no paraban de salir gorjeos de felicidad envueltos en pequeñas burbujas.
Liz se dirigía a la habitación de Shelby, adonde cada mañana llevaba a Laurie para meterla en la cama con su hermana y que esta pudiese sentir el calor de su cuerpo diminuto al despertar. Si alguien preguntaba, la respuesta siempre era la misma: dejaba a Laurie allí porque así podía disfrutar de un tiempo para sus cosas y para adecentar la casa antes de que Corinne despertase. Pero lo cierto era que se trataba de un acto premeditado de amor por su parte, de una artimaña inocente para reforzar el lazo de sangre que unía a la criatura con su hermana y para que se acostumbrasen a estar juntas. Si —Dios no lo quisiera— alguna vez le ocurría una desgracia, a Liz le gustaría que Shelby se hiciese cargo de la pequeña. Ese era el acuerdo al que habían llegado, no hacía mucho tiempo, con sus muñecas. Cuando una de las dos se ponía enferma y tenía que guardar cama todo el día, lo cual siempre las llevaba a pensar que se estaban muriendo, la otra se comprometía solemnemente a cuidar de sus muñecas, a amarlas como si fueran suyas y a criarlas como si formasen parte de una misma familia.
No había duda de que Laurie era mucho más encantadora que una muñeca. Si Linc volvía a casarse, Shelby tendría que adoptar a la pequeña, y a la buscona robamaridos que se acostase con él no le quedaría otro remedio que zurrar a sus propios mocosos. Y, si el marido blanco de Shelby no era capaz de convivir con la hija de un negro, tampoco tendría a Shelby mucho tiempo a su lado. La sangre negra que corría por sus venas la obligaría a quedarse con la niña. Y más le valía que fuera así.
Dejó a Laurie acurrucada entre los brazos de Shelby y salió de puntillas para la rápida ducha que tendría que darse en lugar del largo baño caliente que su cuerpo pedía a gritos. Entre las exigencias inocentes de la criatura y la angustia que parecían causarle a su madre todos los pequeños contratiempos de la boda, no sabía si llegaría viva al Día del Trabajo.1 Hizo la colada de la pequeña, deseando que esa parte tan engorrosa de la maternidad no le resultara tan desagradable, y luego se tomó un respiro para fumar un cigarro y beber a toda velocidad una taza de café instantáneo, de ese que le quita a uno automáticamente las ganas de tomarse una segunda taza.
No era el desayuno que más ilusión le hacía, pero tomar algo caliente al menos le daba fuerzas para llevar a la niña a dar una vuelta por el Óvalo una hora después, mientras los miembros de la familia degustaban un plato de beicon crujiente sin que los molestase el llanto de un bebé. Cuando estaba en casa, Liz no prestaba la menor atención a los gimoteos de Laurie hasta que se convertían en verdaderos alaridos de dolor, pero allí todo el mundo salía corriendo en cuanto la pequeña abría la boca para cogerla en brazos y hacerle arrumacos. Todos menos Nana, que no era capaz de correr y, de haberlo sido, tampoco habría querido.
Liz colocó la sillita al lado de la puerta de la cocina y cogió en brazos a Laurie. Aún era temprano. Entró en la cocina a hurtadillas y subió por las escaleras de servicio. Cuando casi estaba en el rellano, pudo oír los golpes vacilantes que daba Nana en el suelo del vestíbulo con su bastón, como si tratara de abrirse paso entre un nido de trampas. Sus pies enfundados en unas zapatillas avanzaban a trompicones con un propósito turbio. ¿Qué demonios hacía allí a esa hora, una mujer que a duras penas podría recordar la última vez que se levantó antes de las once? ¿Acaso pretendía complicar más las cosas a una semana de la boda, cuando todos los preparativos que se habían hecho en los últimos meses pendían de un hilo?
—Nana, por Dios… —le recriminó Liz en voz baja—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no has tocado el timbre si querías algo? Que esta casa se haya convertido en un manicomio por culpa de la boda no significa que nos hayamos olvidado de ti. Quédate quietecita, hazme el favor. Dime adónde ibas y yo me encargo.
—No puedes —respondió Nana—. Llevas en brazos a la niña esa.
—Nana, por favor —dijo Liz por enésima vez aquel verano—. Se llama Laurie. Se te tuerce el gesto cada vez que dices «la niña esa». Si tanto te cuesta ser desagradable con un bebé, ¿por qué insistes?
Nana dio un golpe con el bastón.
—No te atrevas a faltarme al respeto. Te crees muy mayor, pero yo aún recuerdo la de veces que te he cambiado los pañales. Lo que tú llamas ser desagradable para mí no es más que estar ciega. Mi vista está tan cansada como el resto de mi cuerpo y tengo que entornar los ojos para poder distinguir a una niña con la piel tan negra.
—Pronuncias la palabra «negra» como si fuese un insulto. Tú no estás ciega, lo que te pasa es que no quieres ver ciertas cosas. Fíjate en la piel de Laurie. A su lado parezco blanca. Puede que en el pasado tuvieseis prejuicios raciales, pero los de mi generación hemos aprendido a superarlos.
Liz le acercó la niña a Nana y cuando esta vio la mano diminuta que se extendía hacia ella, reculó hasta la pared en busca de apoyo, de auxilio.
—Tócala, Nana. En todos estos años no la has tocado ni una sola vez. Ya verás cómo algo cambia cuando la toques. A mí me cambió. Amaba con locura a Linc, pero la idea de tener hijos no me hacía ninguna gracia. Todo el asunto del embarazo me pareció espantoso. Fue horrible que mi marido me rehuyera por estar gorda. El parto me pareció un engorro insufrible y me daba pánico tener que pasar por todo aquello otra vez si a Linc se le metía en la cabeza tener también un niño. Pero al cabo de un rato me trajeron a Laurie y la acaricié. Igual que tú acariciaste a mi abuela Josephine, a mi madre, a Shelby y a mí. En ese momento es cuando se produce el milagro: la primera vez que tocas carne de tu propia carne. Y Laurie es carne de tu carne, la cuarta generación de tu familia. Tócala, Nana. Te juro que todo cambiará.
Pero en ese momento Nana era de verdad incapaz de ver a la niña. Las palabras de Liz, aquel torrente de intimidades e indecencias, la habían dejado aturdida. Apoyada en la pared, parecía un ser sin sustancia, igual de fino y quebradizo que el papel, como hubiese tomado prestado un poco de tiempo de la pequeña y ahora se viera obligada a devolvérselo.
—La niña no tiene la culpa de que te casaras con su padre. ¿Por qué diste una familia a Lincoln? ¿Por qué no dejaste que la sangre negra muriese con él? Al final me ha tocado recoger lo que sembró Josephine.
La cabeza de Nana quedó hundida bajo el peso de su propia impotencia. Sus lágrimas estaban tan secas como el polvo que había levantado su dolor. Parecía tan vieja, tan desamparada, que Liz tuvo que contener su arrebato de furia hasta que se le hizo un nudo en el estómago.
—Basta ya, Nana. Basta ya. Me revuelves las tripas. Por muy blancos que parezcamos, somos tan negros como Laurie. Eso es lo que dicen los de tu raza. Laurie no es diferente de mí, solo tiene la piel más oscura. Tu vida sería mucho más sencilla si dejases de hurgar en las heridas.
La cabeza de Nana empezó a temblar como si fuese a desprenderse de su cuerpo agarrotado. Su voz estaba cargada de todas las lágrimas derramadas en la inmensidad del tiempo.
—No pretendas patearme la cabeza hasta que la veas rodando a los pies de esa niña. Esta no es la mañana indicada para destruirme. La muerte acecha en el Óvalo. Su hedor me ha despertado esta mañana. Siempre lo reconozco. Tal vez sea yo la señalada o tal vez no. Igual es la amiga de tu madre, esa que no para de hablar de lo mal que está del corazón.
—¿Por qué le deseas el mal a Addie Bannister? Nunca se olvida de preguntar por ti cuando viene a casa. Le caes bien. Eres la única persona a la que no desprecia por sus orígenes. Para nosotros es casi una más de la familia. Mamá ya tiene bastante con la boda, ¿quieres que tenga que asistir también a un funeral?
—Yo no deseo ningún mal a Addie —respondió Nana con cajas destempladas—. No creo en esas cosas. Lo único que he dicho es que la parca está aquí para llevarse a alguien. La que ha señalado a Addie es tu madre. Es ella la que va diciendo por ahí que está en las últimas y que su corazón no aguantará el ajetreo de otro viaje. Pero escúchame bien: si el Señor decide que esta no es mi hora, quiero que me llevéis a casa a morir. Si tú y tu hija preferís desentenderos, me parece muy bien: se lo pediré a Shelby.
Liz dio un paso protector al frente, en parte para defender a Nana de su propia senilidad y en parte para ahorrar a Shelby un despertar deprimente. Nana era inmortal, ¿no lo había demostrado ya con creces?
—Mira, Nana. No tiene sentido que te vayas ahora a Nueva York. Shelby se casa mañana y tenéis que estar las dos aquí. Espera un poco y podrás volver con mamá. Ya casi se ha terminado el verano. En dos semanas estaremos todos haciendo las maletas. Venga, deja que te lleve a tu cuarto y pido que te suban el desayuno. Has tenido una pesadilla, nada más. Se te olvidará en cuanto comas algo caliente.
Se cambió al bebé de brazo y cogió a Nana para llevársela en la dirección contraria.
Pero la anciana consiguió zafarse. Se volvió como si fuese un muñeco de cuerda estropeado, moviéndose a trompicones, con una lentitud pasmosa, dando furiosos bastonazos en el suelo, y con el poco resuello que le quedaba, dijo entre dientes:
—Agarra bien a esa criatura, no se te vaya a caer y digas después que ha sido culpa mía. Quiero volver a Xanadu y tú no eres quién para impedírmelo.
En vista de que su escapada estaba abortada y de que los pasos que tanto esfuerzo le había costado dar solo la habían llevado hasta la niña negra de Liz, Nana se apoyó con el codo en la pared y se llevó la mano al pecho para impedir que siguiera insuflándole esperanzas.
1 En Estados Unidos, el Día del Trabajo o Día Internacional de los Trabajadores se celebra el primer lunes de septiembre desde el año 1882. (Todas las notas son del traductor)