CAPÍTULO 8

Cuando la puerta del cuarto de Shelby se cerró, Clark Coles puso su pie descalzo sobre la arena de la playa de Oak Bluffs para iniciar su paseo matutino por el pueblo. Tenía el embarcadero del ferri a sus espaldas y pudo distinguir a lo lejos un barco en el que viajaba un nuevo grupo de turistas desde Cape Cod. Se encorvó para protegerse de la brisa gélida que soplaba desde el mar y se detuvo a remangarse un poco más las perneras de los pantalones. Le encantaban esos paseos, que últimamente eran su única oportunidad para escapar del alboroto de la boda. Se paró junto a un poste que se había inclinado, lo enderezó y echó un poco de arena con los pies en la base para que se quedase recto. Era curiosa la manera en que esos postes dividían la playa: Corinne siempre se encontraba con sus amigos en el número doce; Shelby solía reunirse con su pandilla en el diecinueve, y los matrimonios jóvenes acostumbraban a colocar sus toallas más lejos incluso. Clark supuso que Shelby y Meade irían a esa zona el próximo verano; siempre y cuando, claro, decidiesen pasar las vacaciones en la isla.

Negó con la cabeza. Él nunca habría escogido a Meade como el compañero ideal para su hija, pero teniendo en cuenta el poco éxito que parecía haber tenido eligiendo novia para sí mismo, tampoco estaba para dar lecciones a nadie. Vio un trozo de madera y lo sorteó. Shelby por lo menos parecía feliz. ¿Estaba él igual de contento la víspera de su boda con Corinne? La verdad es que no se acordaba. Se llevó las manos a los bolsillos y empezó a chocar los dedos. La pregunta no era del todo justa, se dijo. Ahora la gente se casaba por puro capricho, por un simple impulso, sin tener en cuenta ni las consecuencias ni todas esas consideraciones prácticas que en tiempos de Clark lo eran todo. Las razones que habían llevado a su hija a decidirse por Meade eran tan diferentes de las suyas y de las de Corinne que la propia palabra matrimonio no valía para describir los dos acontecimientos, no parecía tener la versatilidad suficiente para englobar esos dos extremos.

Clark volvió a negar con la cabeza. Había sucedido todo demasiado rápido. Él y otros colegas que también habían estudiado en el norte y eran lo bastante jóvenes todavía para conservar cierto idealismo habían decidido asistir a un congreso de un mes sobre nuevas técnicas quirúrgicas en la facultad de la que era rector Hannibal —el padre de Corinne— y donde ella ejercía como reina del campus.

A Clark se le había otorgado acceso automático a los círculos más exclusivos de la sociedad en la que se encontraba. Pertenecía a una larga estirpe de médicos, todos los cuales —incluido su padre— se habían formado en Harvard y, por lo tanto, contaba con el pedigrí adecuado. Al ser el más joven de tres hermanos, todos ellos médicos de prestigio que vivían prósperamente en Striver’s Row2 (una calle de Harlem que debía su nombre precisamente al grupo de profesionales reputados que residía allí con sus preciosas mujeres), Clark estaba decidido a sobresalir en cualquier especialidad que supusiese un reto para él. Fue el primer miembro de su familia que consiguió hacerse, gracias en buena medida a las maniobras de uno de sus compañeros en Harvard, con un despacho en un consultorio para blancos del centro e iba camino de convertirse en uno de los expertos en diagnóstico más reputados de la ciudad. Empezaba a ganarse el reconocimiento de las figuras más prominentes de ese campo y tenía una creciente cartera de clientes dispuestos a ignorar el color de su piel para beneficiarse de su pericia. Quienes desconocían que era negro, no se sorprendían demasiado al descubrirlo: el conocimiento que tenían del hombre negro y de sus genes se limitaba a la prole de sus cocineros, y muchos habían llegado a la conclusión —como era costumbre entre los blancos— de que Clark era una excepción a su raza, una anomalía, un portento que no volvería a repetirse en muchas generaciones.

Los hermanos de Clark habían contraído matrimonio con unas mujeres atractivas y educadas que les habían dado unos hijos destinados también a entrar en Harvard, como atestiguaban los emblemas de color carmesí que llevaban bordados en sus diminutos jerséis. Clark se había propuesto casarse con alguien todavía mejor y tener al menos un hijo más que sus hermanos. Ellos habían elegido novias del norte, pero Clark abrigaba la teoría —en absoluto original— de que las mujeres negras del sur no tenían parangón. Todo el mundo estaba de acuerdo en que el lugar idóneo para empezar la búsqueda era Washington. La belleza y el encanto que tenían las mujeres de esa ciudad solía atribuirse a la sangre de los senadores, unos hombres que —pese a no ser particularmente agraciados ni atractivos— se las habían arreglado con la ayuda de sus amantes negras para dotar a sus hijas y a sus nietas de unas cualidades excepcionales. Sí, el carácter singular de las mujeres de Washington era una leyenda entre los círculos más elegantes de la sociedad negra.

Cuando Clark y Corinne se conocieron tuvo lugar, pues, un encuentro entre dos criaturas perfectas. Ella era la hija de un rector y él no podía aspirar a casarse con un partido mejor. Sin embargo, ninguno de los dos parecía estar interesado. Clark creyó haber descubierto en Sabina, la compañera de clase mestiza de Corinne, a la compañera ideal, y se propuso casarse con ella. Nunca había tenido tiempo para el amor y, hasta que conoció a Sabina, tampoco había experimentado nunca ese tipo de pasión que es ciega a las distinciones de color, a las barreras raciales, a las diferencias de clase, a los prejuicios religiosos y a todas las otras normas que tan poco tienen que ver con el amor y tan relacionadas están, sin embargo, con el matrimonio.

Durante diez días de ensueño, Clark vio a Sabina siempre que se le presentaba la ocasión, y cada cita era una oportunidad nueva para descubrir su dulzura. Nunca se paraba a pensar en el color de su piel salvo para admirarlo, y el hecho de que disfrutase de una beca —con todo lo que eso significaba acerca de sus orígenes humildes— lo impulsaba a cubrirla de atenciones. Estaba convencido de que por fin había encontrado a su media naranja y estaba casi igual seguro de haber dado también con su mujer. Quería declararse justo antes de volver a Nueva York para cogerla por sorpresa y necesitaba todo el tiempo que quedaba hasta entonces para rogarle al Señor que no le diesen calabazas.

Clark no podía saber que se había orquestado una campaña a sus espaldas para separarlo de aquella humilde becaria y emparejarlo con una candidata más apta. Y, desde luego, no había nadie mejor para él que Corinne, a quien podía considerar una igual en lo que de verdad importaba: todas esas cuestiones insoslayables del origen social frente a las que el amor siempre resulta secundario. Se ejercieron presiones sobre todas las anfitrionas de sangre azul para que ofreciesen una fiesta en honor de los médicos visitantes. Como se decía en el retorcido idioma del refinamiento, a Sabina no se la esperaba en ninguna fiesta. Ella jamás se sintió menospreciada, y nunca se quejó de que le dieran la espalda, aunque tampoco tenía ningún motivo para protestar. Era, sencillamente, una de las muchas estudiantes que no conocían a quienes manejaban el cotarro. No había ahí ningún conflicto y crear uno habría resultado inconcebible.

Como visitante del norte, con la obligación de representar la sección, la clase y la cultura de su lugar de procedencia, Clark no tenía manera de rechazar con elegancia la hospitalidad legendaria y en apariencia bienintencionada de sus anfitriones. Y, fruto de ese mismo espíritu de generosidad, a los médicos visitantes se les ofreció la oportunidad de conocer a un grupo de las debutantes más populares del año para que los acompañasen a lo largo de la estancia. Y era inevitable, porque así estaba dispuesto, que Clark terminase sacando el nombre de Corinne de aquel sombrero imaginario: menos ellos dos, todo el mundo pensaba que su unión contaba con la bendición del cielo.

Y, aunque nadie estaba más de acuerdo que Nana con esa creencia, la anciana pensó que lo más sabio sería dar un pequeño empujoncito a la providencia. Corinne se licenciaría en junio y, en cuanto eso ocurriera, las prohibiciones que le había impuesto para que no descuidase los estudios dejarían de tener efecto. Cumpliría los veintiún años y alcanzaría la madurez en pleno verano sureño, que hacía hervir la sangre mucho más que el verano tibio del norte. Nana tenía ya más de setenta años y no quería seguir montando guardia por las noches. Estaba dispuesta a hacer cuanto estuviese en su mano para que Corinne se casara con ese médico distinguido con el color de piel apropiado antes de que cometiera algún desliz en un bosque con algún hombre negro al que no le importase dejarla luego en la estacada. En el largo y tortuoso verano del sur, una mujer complaciente podía, si no se andaba con ojo, terminar albergando en sus entrañas al hijo de muchos padres. Nana quería que Corinne sentase la cabeza en el norte, donde la ambición gobernaba el mundo de las pasiones, donde los hombres perseguían con más ahínco las mieles del éxito que los favores del amor y donde a la riqueza, con su enorme prole de oro, se la consideraba una diosa más fecunda que a la más exuberante de las mujeres.

Nana diseñó su plan a la medida de la vanidad de Corinne. Nunca se explayó demasiado en los méritos de estar casado. De hecho, en su limitada relación con el tétrico viaje hacia el Nirvana de Augustus y Josephine, nunca había visto nada de lo que se pudiera concluir que el matrimonio fuese un unión dos almas gemelas en la que se diesen o se recibiesen demasiadas cosas. Durante la infancia de Corinne, en la época de las muñecas y de los placeres sencillos, Nana nunca quiso adelantarse al momento en que su nieta tomara conciencia de que era una mujer, cuyo compañero natural es el hombre. Ella se había pasado toda la vida sin un marido con quien dormir y Josephine también. Hannibal siempre había estado demasiado abstraído en la historia de los demás para prestar atención al futuro de su familia. Pero a Nana sí que le importaba y, aunque sabía que su nieta jamás se casaría con un blanco, conservaba la esperanza de que no contrajera tampoco matrimonio con un negro. Pero, cuando Corinne alcanzó la adolescencia y los únicos temas que le preocupaban eran los chicos, la ropa y el despertar de su propia belleza, Nana reparó en algo que Hannibal —incapaz de ver otra cosa que no fuera el fantasma de la señorita Caroline en la figura de un anciana ajada y marchita— estaba demasiado ocupado para comprender: que toda la pasión marchita y estancada que había en su yerno, en Josephine y en ella misma, cuya vida amorosa había sido breve e infructuosa, y había estado consagrada por entero a un hombre demasiado amargado para satisfacer a una mujer, se había filtrado de alguna manera en la sangre de la joven y estaba esperando su momento para explotar.

Incluso en los primeros años de la adolescencia de Corinne —cuando las personas, a pesar de estar en la niñez, aún pueden soportar a otros niños—, Nana había tenido que desempeñar el papel de carabina cascarrabias y ejercer, muy a su pesar, de señorona en los corrillos de madres que se formaban durante las fiestas. Nunca se llegó a fiar de que Corinne volviese a casa si la dejaba con algún criado al que no sería difícil sobornar o engatusar para que hiciese la vista gorda. En aras de la prudencia, animó a su nieta a celebrar las fiestas en casa, donde ella podía supervisarlo todo desde una habitación cercana y llamarla al orden si la veía salir de casa con un joven de piel oscura (y más dispuesto a pasar un buen rato que a asumir las consecuencias) jadeando detrás de ella. Que Corinne llegase al matrimonio sin haber sido deshonrada se debió en buena medida a la vigilancia implacable de su abuela y al miedo a quedarse embarazada que esa vigilancia inspiró en la joven.

Puede que Corinne conservase la virtud, pero todo en ella —su manera de andar, su voz, sus ojos— constituía una promesa de placer. Formaba parte de la flor y nata de la sociedad; era una mujer con mucho que ofrecer y muy poco dispuesta a regalarlo, y había sido educada desde la cuna para llegar intacta al altar. Su belleza y su encanto adornarían el hogar del hombre con quien se casara, en la cama lo haría feliz y ningún otro hombre podría mancillar el honor de la familia con el recuerdo de algún desliz pasado. Y así aguardó la llegada del momento adecuado, con la esperanza de que el matrimonio la liberase de la jaula de ignorancia dentro de la cual vivía y le otorgase el derecho a dar rienda suelta a su curiosidad. Entonces quedaría por fin suelto su segundo yo: la depredadora negra, la criatura primitiva que habitaba detrás de su piel pálida.

Nana no podía imaginarse siquiera las dimensiones del monstruo que acechaba a Corinne ni las múltiples formas que adoptaría. Todo lo que aquella anciana sabía de las chicas que no tenían paciencia era lo que había visto con sus propios ojos cuando expulsaron a una estudiante del campus para que su vientre hinchado no desacreditase a la institución. La lección que Nana extrajo de aquello fue que algunas chicas tienen que casarse jóvenes o, de lo contrario, sufrirán lo indecible como madres solteras. Cuando la engorrosa cuestión del sexo hacía acto de presencia, el único lugar apropiado para resolverla era el lecho conyugal. La voluntad de hierro de su abuela había hecho posible que Corinne no se desmadrase y también que Clark cayese dentro de su órbita. Una nueva generación de vástagos de color llevaría en sus venas la sangre de Nana, pero en esta ocasión con su beneplácito; era preferible ver esa sangre en el rostro de un niño bendecido por el Señor, y con el tono de piel adecuado, a dejar que se corrompiera dentro de una criatura tan negra como el demonio de cuya semilla había nacido.

Es probable que la última fiesta del frenético torbellino social en el que se había visto envuelto Clark hubiese sido diseñada de acuerdo con los objetivos de Nana. La desquiciada anfitriona había hecho pasar a sus invitados por todas las torturas habituales en una fiesta nocturna, y había puesto el colofón a la velada sirviendo unos huevos revueltos a las siete de la mañana. Cuando Clark llevó a Corinne hasta su casa, visiblemente cansada y con claros síntomas de estar también aburrida de Clark, Nana llegó a la inmediata conclusión de que no había pasado nada malo, desde luego, pero tampoco nada bueno. Tenían un aspecto mortecino que en nada se parecía al aura que suele rodear a los enamorados. Sus pies estaban demasiado cansados para volar, y sus cabezas, demasiado pesadas para alcanzar las nubes.

Nana se deshizo de Corinne y la mandó al despacho de Hannibal para que este pudiese comprobar que su única hija volvía al nido sin haber sufrido ningún abuso o agresión. A Hannibal, que había dormido durante toda la noche a pierna suelta y no había llegado a reparar en que la cama de su hija estaba vacía, ni siquiera se le habían pasado por la cabeza esos extremos. Cuando Corinne se coló en su universo privado, estaba desayunando y tenía un libro de historia delante. La escuchó educada y distraídamente, elogió su vestido y no pareció extrañarle que lo llevase puesto a semejante hora. La voz de Corinne era para él como el eco lejano de una escaramuza, y la visión de la página impresa que tenía enfrente distorsionaba su imagen.

Nana se quedó a solas con Clark, le señaló una silla con la cabeza y tomaron asiento en el vestíbulo. Los dos se acomodaron con la espalda muy erguida, Nana para evitar que su cuerpo decrépito se desmoronase y Clark para que el sueño no lo venciese después del ajetreo nocturno. Se colocaron frente a frente, observándose desde sus respectivos universos, y el puente que los separaba por fin bajó cuando Nana dejó que el joven se sentase en su presencia. Clark no alcanzaba a comprender el significado de esa concesión, pero ella entendía muy bien las razones que lo habían llevado a él a aceptarla. Con los ojos clavados en los del muchacho, Nana se negó a dejar que su mente sucumbiera al cansancio hasta que el futuro de Corinne estuviese resuelto.

Clark se preparó para un rapapolvo; no cabía duda de que aquella señora había atado cabos y había llegado a la conclusión errónea que suele resultar de las conjeturas aventuradas y venenosas. Era verdad que había muchos entrometidos intentando convertir sus citas con Corinne en un romance, aunque todos ellos ignoraban u olvidaban que se habían conocido por simple casualidad. La anciana seguramente había oído los rumores, que siempre resultan más alarmantes cuando nos llegan de tercera o cuarta mano. Y como él no había dado muestras de tener intenciones honestas —no se había puesto en contacto con el padre de Corinne y tampoco la había invitado a que conociera a su familia— resultaba comprensible que una abuela preocupada por el bienestar de su familia sospechase, al verlo vestido de etiqueta en plena mañana, que bajo esas ropas elegantes acechaba un lobo.

Esa mujer no conocía a su nieta, se dijo. Corinne sabía arreglárselas muy bien sola. Aún no se había liado con ella, ni siquiera lo había intentado. Pero los dos eran jóvenes, la luna brillaba y los labios de Corinne apenas habían respondido al beso que, según creía él, debía de estar esperando cuando la trajo a casa de la fiesta. Parecía, de hecho, que tenía cierta fijación con los hombres de piel oscura y siempre dejaba que la sacaran a bailar. Clark tenía suerte de que le hubiese concedido a él el primer y el último baile. No le importaba reconocer que mover el esqueleto no era su fuerte: le daba casi tanta vergüenza como copular en público. No obstante, estaba seguro de que Corinne no esperaba abrirse paso en la vida bailando. ¿Acaso no sabía que los cirujanos son tan habilidosos con las manos como los bailarines con los pies? No necesitaba que lo admirase, pero no dejaba de resultar humillante que se hubiese fijado tan poco en él. Era una mujer deslumbrante, un reto para cualquier pretendiente, y él se consideraba lo bastante hombre para fanfarronear delante de sus amigos por tener comiendo de la mano a la hija de un rector. Aunque en realidad su primera opción no era ella, sino una chica llamada Sabina.

Ah, Sabina… Se había pasado de la cuenta pidiéndole comprensión. Pero se había enamorado de ella precisamente por la empatía que sentían el uno por el otro, por esa forma que tenían de comunicarse que ni el silencio ni la separación podrían alterar. Ella no tendría inconveniente en perdonarle esa traición sin importancia. Y él, que tanto había abusado de su paciencia, ahora estaba impaciente por oírle decir que tampoco había sido para tanto. Pero, por el propio bien de Sabina, Clark decidió quedarse allí hasta que los ojos incrédulos de la anciana que tenía delante por fin vieran la sencilla verdad: que entre su nieta y él no se había establecido ningún vínculo al que no fuese posible poner fin para siempre en ese mismo instante. Intentó encontrar las palabras adecuadas para expresar esa falta de interés sin resultar grosero o descortés. Cuando las pronunciase y su interlocutora las aceptara, podría abandonar las vidas de esas personas con la certeza de que todas ellas lo habrían olvidado antes de que llegase el otoño.

—¿Está usted enamorado de mi hija, joven? —preguntó Nana.

Todas las ideas que Clark había conseguido ordenar en su cabeza se desvanecieron de pronto y él se sonrojó como un colegial.

—Sean cuales sean mis sentimientos —contestó con cajas destempladas—, lo cierto es que su hija no está enamorada de mí.

—Y ¿cómo sabe usted eso? ¿Acaso se lo ha preguntado?

—Por supuesto que no, señora. Jamás me atrevería a hacer una pregunta tan impertinente.

—¡Qué tontería! Si todo el mundo fuese tan retraído como usted, la humanidad no llegaría muy lejos.

Eso lo molestó.

—Mire, señora. No soy ningún niño: tengo veintiocho años y un título de doctor en Medicina. No creo que pueda decirse de mí que soy retraído con las mujeres. Pero también me considero un caballero. Respeto el derecho de su nieta a elegir por sí misma lo que más le conviene.

—Y ¿si lo elige a usted?

A Clark no se le ocurrió nada que añadir, y no le quedó otro remedio que murmurar a desgana:

—Sería un honor para mí.

Nana se puso en pie.

—Espero que me disculpe, joven, pero estoy destrozada. Soy una persona mayor, tengo más de setenta años. No me queda mucho tiempo y me gustaría ver a mi hija huérfana casada antes de morir.

Intentó recordar el nombre del joven. No sabía si era Carl o Clark, aunque estaba segura de que empezaba por c. Gracias a Dios, daba igual: a él también podía llamarlo doctor.

El joven médico se declaró a Corinne dos semanas después de acompañarla a su casa. A las cuatro semanas se fijó una fecha para el enlace, se enviaron las invitaciones oportunas, se eligió el vestido de la novia y se hicieron todos los preparativos para una celebración por todo lo alto. La boda se llevó a cabo sin el menor contratiempo.

Clark apartó de su mente esos recuerdos y miró el reloj. Llegaba tarde y tenía que hacer algunos recados para Corinne. Lo hecho, hecho estaba. Había cumplido ya los cincuenta y dos. Tener que apechugar con un error durante veinticuatro años era más que suficiente. Se volvió y se encaminó hacia su casa satisfecho: sabía que, si todo iba según lo previsto, su tiempo de penitencia estaba próximo a acabar.

 

 

 

 

 

 

 

 

2 Término que podría traducirse como «el barrio de los emprendedores».