CAPÍTULO 15

Shelby atravesó el pasillo como una flecha mientras el eco de sus pasos resonaba en la atmósfera viciada. Dejó atrás el dormitorio de sus padres, que tenía la puerta abierta, y el dormitorio de Nana, que siempre estaba cerrado, y se detuvo frente al cuarto de su hermana. Entró sigilosamente, echó el pestillo y dejó escapar un suspiro de alivio al ver que Liz y Laurie seguían fuera. Se quedó escuchando por si oía los pasos de su padre, pero después de varios minutos de silencio, se dio la vuelta y se acurrucó en la cama de su hermana. Solo entonces dejó que fluyera el torrente de lágrimas que el orgullo le había impedido derramar delante de su padre. Extenuada y deshecha por el violento torbellino de emociones que Clark había desencadenado, no tardó en quedarse dormida.

El crujido del picaporte la despertó. Al principio no consiguió identificar el origen del ruido, pero cuando por fin supo de dónde venía, se preparó para otro enfrentamiento con su padre.

—¡Demonios! —farfulló una voz claramente femenina al otro lado de la puerta—. ¿Por qué está echado el pestillo?

—¿Liz? —preguntó Shelby en voz baja.

—¿Eres tú, Shelby? Anda, tontaina, abre la puerta.

Shelby se vio invadida por una ola de alivio y vergüenza. Se levantó de la cama y abrió la puerta. Su hermana entró y volvió a cerrarla.

—Te he estado buscando por todas partes y resulta que estabas aquí escondida. ¿Te pasa algo? Creía que te habías ido a la playa. Emmaline me ha contado que mamá se llevó a los primos a dar una vuelta por la isla, pero al parecer ya ha vuelto.

Emmaline era la cocinera de los Coles, una mujer gigantesca de color ébano, famosa en toda la isla por ser una monumental cotilla.

—Alguien debió de pedir que les enseñasen la zona y mamá los puso a hacer turismo… —añadió Liz—. Les está bien empleado. Debía de correrles una prisa horrible. Claro, como aquí estamos todos tocándonos las narices y no nos importa nada que mamá se vaya adonde Cristo dio las tres voces a presumir de su isla… ¿A ti te parece normal? —Liz guardó silencio para recuperar el aliento y se volvió hacia la ventana—. ¿Oyes el canto de las capinas?

Shelby se asomó a la ventana, a través de la cual solo podía distinguirse, a lo lejos, la aguja del centro metodista, uno de los pocos vestigios que quedaban de la época en que aquel lugar solo era famoso por los encuentros religiosos que acogía en verano. El canto de los pájaros les llegaba desde el jardín que tenían debajo. Liz no sabía por qué llamaban capinas a esas aves típicas de Martha’s Vineyard, pero ese era el nombre que llevaba oyendo desde que tenía uso de razón.3

—Escucha, Liz. Papá y yo… —dijo Shelby.

Liz empezó a mover las manos con impaciencia.

—Espera, espera. Déjame que te cuente yo primero. —Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios—. No puedes ni imaginarte lo que tengo en el bolsillo derecho—. Se golpeó la pernera del pantalón con complicidad y levantó las cejas.

Shelby no pudo reprimir una sonrisa al ver la expresión pícara de su hermana.

—Pues no, la verdad, no tengo ni idea.

Liz movió la cabeza de un lado a otro lentamente y se pasó la lengua por los dientes.

—Pero antes una cosa. No pienso soltar prenda hasta que me perdones por la discusión que hemos tenido esta mañana. No me he portado bien contigo y llevo todo el día reconcomiéndome. —La expresión juguetona de su rostro no parecía decir lo mismo.

Shelby se llevó las manos a la cintura y puso los ojos en blanco.

—Sabes que soy incapaz de enfadarme contigo. Además, no tengo fuerzas para discutir con dos miembros de la familia a la vez, y ahora estoy peleada con papá. No sé si sabes que…

Liz volvió a interrumpir a su hermana.

—Da igual, da igual. Ya me lo cuentas luego.

Por la mirada que le echó Shelby, Liz dedujo que su estado de ánimo se debía a algo más que una simple discusión veraniega.

—Vale, venga. Cuéntame qué ha pasado.

—Papá me ha dicho hace un rato que me caso con Meade porque me dan miedo los hombres de color.

Liz echó hacia atrás la cabeza y empezó a reírse a mandíbula batiente.

—¡Jolín! ¡Eso también podría habértelo dicho yo!

—Para, Liz. No tiene gracia. Eres igual de mala que él.

Liz colocó las manos sobre los hombros estrechos de su hermana y se inclinó para mirarla a los ojos.

—Escúchame bien. El viejo está celoso porque vas a hacer lo que él siempre deseó en secreto. Mamá es tan blanca como la que más, pero aun así no es una blanca de pura cepa.

Shelby apartó las manos de Liz y se volvió hacia la pared.

—Eres odiosa. No puedes decirlo en serio.

Liz frunció el ceño ligeramente

—No, no lo digo en serio. Pero tampoco me sorprendería mucho. Tendría sentido —dijo—. Tú estabas demasiado encerrada en tu propio mundo por aquel entonces para darte cuenta de lo celosa que se puso mamá cuando me casé con Linc.

—¿Celosa? Bueno, es una manera de verlo. A mí me dio la impresión de que le pareció aberrante.

—Puede que a una parte de ella se lo pareciese, pero la otra parte no podía soportar que escuchase mi corazón y me casase con un hombre negro, algo que ella nunca se atrevió a hacer y nunca se atreverá. Se ve reflejada en mí, me considera la encarnación de esa parte de sí misma que nunca ha llegado a aceptar. Tampoco se lo echo en cara: tenía a Nana y a su madre revoloteando como aves de presa a su alrededor, tratando de convencerla de que el color de la piel es un termómetro ideal para medir la virtud.

Liz y Shelby se miraron la una a la otra. Allí estaban las dos, frente a frente en una habitación diminuta y cerrada. Liz se apoyó en una pierna, colocó el otro pie sobre el talón y empezó a moverlo con desenfado.

—Pero vamos a dejarlo. No es eso lo que venía a contarte. —Impaciente al ver la indiferencia de su hermana, Liz se llevó la mano al bolsillo derecho de sus pantalones cortos, sacó un sobre y empezó a balancearlo delante de Shelby como si fuese un trozo de queso—. GiGi le dio esto a Emmaline.

Las dos sabían que solo había una GiGi en toda la isla: la criada de Lute. Emmaline era la única criada del Óvalo que se relacionaba con ella: el esnobismo entre el servicio era casi tan pronunciado como entre los propietarios, si no más, y solo la cocinera de los Coles —cuya posición como trabajadora de la familia más respetada del Óvalo le otorgaba una confianza absoluta— estaba en condiciones de llevarse bien con la empleada de un completo forastero que, además, era un arribista sin escrúpulos. GiGi le había hablado a Emmaline de la atracción que Lute sentía por Shelby y las dos aprobaban esa relación o, cuando menos, les parecía más aceptable que un matrimonio interracial.

Shelby le arrebató el sobre a su hermana, lo abrió y leyó la carta con atención. Esbozó una ligera sonrisa al percatarse de que Lute había intentado escribir la palabra «imperativo», pero al final se había dado por vencido, la había tachado y la había sustituido por «importante». Levantó la mirada con una mueca y le devolvió el sobre a su hermana.

—Menuda ridiculez, Liz.

Lute se había pasado el verano entero persiguiéndola: se sentaba cerca de ella y de sus amigos en la playa, aparecía como de la nada y se colocaba a su lado en la tienda… Ella se limitaba a ser educada con él y, cuando sus amigos intentaban tomarle el pelo, siempre los mandaba a paseo. Tenía que reconocer, sin embargo, que la atención de Lute le resultaba halagadora, aunque la sola idea de entablar algún tipo de relación con él era absurda.

Liz se cruzó de brazos.

—Bueno, no sé —dijo arrastrando las palabras—. Se me ocurren un montón de cosas peores que recibir cartas de amor de un hombre tan atractivo.

Shelby guardó silencio; en ocasiones así, el humor de su hermana le parecía insoportable. ¿Era Lute McNeil atractivo? No estaba segura, pero lo que sí tenía claro era que sus miradas furtivas y sus comentarios descarados la incomodaban. Sus amigos llevaban mucho tiempo cuchicheando sobre lo elegante que iba siempre y sobre la arrogancia con que se paseaba por la isla como si fuese el dueño de todo. Shelby comprendía lo que querían decir, pero lo cierto era que ni Lute ni ninguna otra persona le habían inspirado jamás esos sentimientos.

El sexo era la fuente de las peores pesadillas de Shelby, de sus recelos más arraigados. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no podía dejarse llevar por la pasión, como cualquier otra mujer, y abandonarse a uno de esos escarceos veraniegos que tanto proliferaban en la playa? Los hombres le habían parecido siempre tiernos, agradables y simpáticos, pero ¿dónde estaban esos latidos desbocados, esa pasión ciega que al parecer tenía que consumirla? En los momentos de pánico, a veces llegaba incluso a dudar de que fuera una persona lo bastante sexual, de que estuviese en condiciones de satisfacer las expectativas de Meade. Estaba al tanto de los estereotipos de la gente blanca sobre la raza y el sexo. ¿Esperaría Meade de ella más de lo que estaba en condiciones de ofrecerle? Conocía bien a su prometido en todos los demás aspectos, pero en ese había una laguna: era un tema del que jamás hablaban. Se había enamorado de él en parte por esa razón, por la discreción con que había aceptado su deseo de no consumar la relación antes del matrimonio. Pero a veces no podía evitar preguntarse si estaría decepcionado y si esa decepción acabaría alejándolo de ella. Un hombre como Lute podía enseñarle muchas cosas, parecía de hecho más que dispuesto a enseñárselas; Meade, en cambio, era un trotamundos y siempre estaba rodeado de mujeres despampanantes. ¿Cómo pensaba retenerlo con lo ingenua que era?

Liz le dio en broma un pequeño empujón.

—¿Qué te pasa, hermanita? El pájaro este lleva detrás de ti todo el verano. ¿No me digas que te están empezando a entrar las dudas justo el día antes de la boda?

—Mira, tengo tal lío en la cabeza ahora mismo que no sé ni lo que quiero. Cuando conocí a Meade, al principio me enamoré de su música. Nunca había visto a un hombre crear unos sonidos tan bellos con un piano, preocuparse tanto por cómo sonaba un instrumento. Tocaba esa cosa como si estuviese dando a luz, y golpeaba las teclas con tal energía que me costaba mucho distinguir una de otra. Para mí, escucharlo era como estar en misa. Pero puede que no haya nada más que eso; puede que vaya a casarme con él porque me siento segura a su lado, porque vuelca toda su pasión en la música y, quién sabe —Shelby se detuvo un instante y volvió su rostro contrariado para mirar a Liz—, tal vez también porque es blanco.

Apartó a su hermana y se colocó en el centro del cuarto, de espaldas a ella. Liz podía ver cómo se iba acumulando la tensión en sus hombros.

—¿Será de veras cierto —murmuró Shelby tan bajo que casi no se la oía— que me da miedo acostarme con un negro… a causa de las obsesiones de mamá y de las infidelidades de papá?

Shelby hablaba cada vez más rápido —como si un dique de contención se hubiese derrumbado dentro de su alma— e iba desgranando todos sus miedos. Parpadeaba sin parar. Se veía que no estaba acostumbrada a desnudarse así delante de su hermana y, aunque experimentaba cierto alivio, también se sentía vulnerable.

Liz, por su parte, estaba encantada de poder desempeñar el papel de confidente en un área de la que, después de haber sobrevivido a la larga noche de dudas que precedió a su propia boda, podía considerarse una experta. Se acercó a su hermana para acariciarle el pelo para calmarla.

—Todo se reduce a lo bien que creas conocer a Meade. Nadie puede responder esa pregunta por ti, Shelby. Si no conoces a una persona lo bastante bien, al final acabas reaccionando a sus rasgos superficiales, a los estereotipos que se reflejan en su exterior. Y entonces Lute no es más que un negro, y Meade, solo un blanco. Pero si vas más allá de ese resplandor y tratas de llegar hasta la persona que hay detrás, lo que te encuentras es justo eso: una persona, un gigantesco batiburrillo de filias, fobias, miedos y aspiraciones. Intentar averiguar cómo va a actuar o a pensar alguien en función del color de su piel no va a servirte para conocer mejor a esa persona ni tampoco para conocerte mejor a ti misma. Fíjate en Nana, por ejemplo. Hasta que me casé con Linc y tuve a la niña, nunca la había visto como una blanca. Para mí no era más que Nana. Y sigue siéndolo, pero cuando veo cómo desprecia a la niña, no me queda más remedio que aceptar la realidad. Nunca te paras a pensar en que la gente que te rodea es blanca hasta que te lo recuerdan, igual que tampoco das ninguna importancia al hecho de que tú eres negra hasta que un blanco lo señala.

—Conozco a Meade lo bastante bien. Siempre quedan dudas, claro. Pero uno no puede casarse para probar. Y fuera del matrimonio hay cosas que no pueden saberse de la otra persona.

—Bueno, a ver. ¿Cómo han ido las cosas entre Meade y tú hasta ahora? ¿Estáis muy unidos?

El silencio de Shelby resultaba atronador.

—No mucho, ¿verdad? —volvió a preguntar Liz.

Su hermana negó con la cabeza.

—Ya veo —añadió Liz, y ella también guardó silencio mientras se rascaba la mejilla pensativamente.

—Puedes ahorrarte la condescendencia —replicó Shelby con cajas destempladas—. No todas las tradiciones son estúpidas y yo realmente creo que hay que reservar un poco de intimidad para el matrimonio. Si no, ¿qué sentido tiene casarse?

Liz puso los brazos en jarras y resopló.

—Mira, yo respeto tu decisión. Lo único que digo es que a mí no me vale. El sexo es importante y, si Linc y yo no hubiésemos experimentado un poco antes de la boda —dijo mientras soltaba una risita maliciosa—, ¿cómo podría haber estado segura de que quería casarme con él?

—Qué estas insinuando, ¿que si te hubiese decepcionado no te habrías casado con él?

—No, lo que estoy tratando de decir es que lo que a ti te funciona no tiene por qué funcionarme a mí. Si algo hemos aprendido después de veintidós años siendo hermanas es precisamente eso.

Shelby dejó escapar un suspiro. Estaba cansada de tanta duda, de tanta indecisión. Todo cuanto deseaba era que Meade estuviera junto a ella en ese momento para asegurarle que las cosas iban a salir bien, para calmarla con una mirada, con una caricia, pero no estaba allí. Se encontraba a unos pocos kilómetros carretera abajo, en el hostal donde se alojaba con su padrino, amigo y compañero de aventuras musicales, aunque para la ayuda que le estaba prestando en ese momento, bien podría haberse largado a Nepal. Echó un vistazo a la nota manuscrita que su hermana seguía teniendo en la mano. Si los consideraba por separado, los encuentros con Lute de ese verano resultaban episodios irrelevantes, como cuando uno trata de ahuyentar a un perro que suplica un poco de comida o a un mendigo que pide una limosna. Vistos en su conjunto, sin embargo, adquirían unas proporciones desconcertantes. Le había hecho gracia la ingenuidad con que parecía burlarse de su inminente boda con un hombre blanco, pero los recelos que había sembrado en su mente habían ido calando poco a poco en algún lugar oculto de su alma y habían acabado pudriéndose. Shelby no conocía a muchas parejas interraciales, pero las pocas que formaban parte de su círculo parecían igual de felices que las demás. Siempre había dado por hecho que, si dos personas eran lo bastante fuertes para superar los obstáculos con que se encontraban incluso a la hora de casarse, no tendrían ningún problema para afrontar los pequeños contratiempos cotidianos. Las palabras de Lute, que había ido escuchando aquí y allá a lo largo de todo el verano, habían provocado en ella infinidad de dudas; dudas que no quería aceptar, pero que, sin embargo, tampoco conseguía disipar. Aquel hombre era más listo que el hambre: no había parado de hablar de sus divorcios y los había achacado a la imposibilidad del matrimonio interracial. Había descrito hasta el más mínimo detalle el suplicio que él y sus mujeres se habían visto obligados a soportar día tras día mientras estuvieron casados hasta que el terrible peso de la censura social pulverizó el amor que los unía.

—Y ¿qué pasa si no soy lo bastante fuerte para enfrentarme cada día de mi vida a los prejuicios por mi propio bien y por el de mis hijos, Liz?

—¿Qué va a pasar? —respondió Liz con impaciencia—. ¿De verdad esperas que responda a esa pregunta? Si tanto te preocupa, te lo callas todo y ya está.

Shelby dio un paso atrás, como si le hubiesen propinado un puñetazo.

—Estás de broma, ¿no?

—¿Por qué? Esa opción siempre está ahí, la gente se fía de ti. ¿No me digas que nunca se te había ocurrido? Meade tiene un verdadero calvario por delante, no le obligues a cargar además con la cruz de tu color.

—Vaya tonterías dices. Y ¿qué se supone que debo hacer? ¿Vivir avergonzada y humillada, siempre con miedo a que me descubran? Ni hablar.

—Venga ya, Shelby. No seas ingenua.

—¿Cómo que venga ya? Jamás haría eso a mis hijos. Qué quieres, ¿que les mienta? ¿Que me pase el día entero de rodillas, rezando para que no averigüen la verdad? ¿O acaso prefieres que se lo cuente y los obligue a mentir también, a escuchar en silencio cómo sus compañeros se ríen de los negritos? Antes muerta. Por cierto, ¿cuántas veces crees que nos veríamos si decido callármelo?

Liz tuvo que admitir que la pregunta era complicada. Shelby podría ir a verla todas las veces que quisiera, pero si ella iba a verla sin su marido y su hija, los estaría negando. Miró a su hermana con satisfacción y también con algo de inquietud. Le caía muy bien Meade, le gustaba porque era inteligente, audaz, y también porque había demostrado que no se arredraba, que estaba dispuesto a salir con su hermana y a llevarla a sitios en los que, de no ser por él, Shelby jamás habría entrado. Hacía tan solo unos años, Liz se habría desternillado de risa con solo imaginar a Shelby esperando en la barra de un club de jazz lleno de humo a que su novio acabara de actuar, y la forma en que ese ensueño había terminado convirtiéndose en algo cotidiano, casi prosaico, resultaba poco menos que mágica. El hecho de que Meade y Shelby hubiesen podido conocerse y enamorarse condensaba todo lo que consideraba atractivo de Manhattan. Pero, si Shelby empezaba a verse arrastrada por unas dudas tan grandes en un momento así, era necesario que las afrontase cuanto antes. Liz conocía a los hombres como Lute mucho mejor que ella y sabía que, por muy cegada que estuviese su hermana, el hechizo del que era víctima explotaría como una pompa de jabón en cuanto tuviese la oportunidad de analizarlo con frialdad. Si no se enfrentaba a Lute, si no lo miraba cara a cara y lo veía tal y como realmente era, todo estaría perdido. Se casaría con Meade y una nube de dudas flotaría para siempre sobre su matrimonio. Liz echó un vistazo por las ventanas que daban al oeste.

—El tiempo se te acaba, hermanita. Tu hombre te espera.

—¿De verdad quieres que tenga una cita con Lute McNeil la noche antes de mi boda?

—¿Por qué no? Así te lo quitas de la cabeza y pasas página. Es tu última oportunidad para aclararte, para estar segura de lo que sientes.

Shelby se mordió el labio inferior y se apartó con timidez un mechón de pelo de los ojos. Su padre la había hecho flaquear. ¿Qué podía perder? Estaría bien poder mandar a Lute a paseo, poder defenderse, aunque solo fuera para quedarse tranquila de una vez por todas.

—Pues sí, ¿por qué no? —preguntó mientras se le escapaba una risita nerviosa—. ¿Por qué no?

Liz dio su aprobación con un ligero movimiento de cabeza.

—Esa es la actitud. Así podrás darle el sí a Meade con absoluta confianza. —Se echó a un lado y dejó pasar a su hermana con una reverencia—. Pero procura que no te vea nadie.

—Gracias por el consejo. —Shelby salió del cuarto de su hermana con paso vacilante, atravesó el pasillo y, una vez en el rellano de las escaleras, agarró el pasamanos y negó con la cabeza—. Menuda locura —murmuró.



Corinne Coles introdujo distraídamente el meñique en su vaso de vodka y lo removió. Había sido una semana agotadora y estaba contemplando el atardecer con la mente en blanco. Llevaba un buen rato sin tocar la bebida, aunque de vez en cuando se llevaba el dedo a la boca y se lo chupaba pensativamente. Necesitaba más hielo; todos los cubitos se habían derretido. Cuando la mosquitera de la cocina se cerró de golpe, Corinne se volvió bruscamente y pudo ver a Shelby atravesando el jardín a toda velocidad con las sandalias en la mano. ¿Adónde iría esa muchacha? Quedaba poco para que se sirviese la cena. En cierta manera se alegraba de que los padres de Meade no hubiesen venido y no fuera necesario hacer un ensayo de la cena. Una cosa menos de la que preocuparse.

¿Dónde se habría metido Clark? Había estado tan ocupada ultimando todos los detalles de la boda que apenas había tenido ocasión de intercambiar una sola palabra con él en todo el día. La última semana había estado de un ánimo extrañamente apacible y se había prestado incluso a servir de chófer para los invitados, pero debía de habérsele agotado ya la paciencia porque le había contestado mal un par de veces. Le traía sin cuidado. Seguro que estaba impaciente por reencontrarse con Rachel. Se lo pasaba en grande presenciando los altibajos que sufría cada verano, las rocambolescas mentiras que urdía para explicar dónde iba a pasar las dos últimas semanas de agosto. Lo cierto era —se dijo Corinne— que le gustaba pasar un poco de tiempo sola. Allá él si quería echar una canita al aire con esa ramera. A fin de cuentas, Clark seguía siendo su marido. Hubo un tiempo en que Corinne odiaba a Rachel con todo su corazón, pero ya no le daba más que lástima. Le habría gustado, eso sí, manejar sus propios escarceos con más discreción: llegado el momento, jugar la baza de la decencia podía resultar muy ventajoso. Bien sabía Dios, además, que últimamente no le había costado mucho ser discreta. Su debilidad eran los hombres jóvenes y, a medida que envejecía, cada vez le resultaba más complicado encontrar compañeros de cama aceptables.

Y, por si no tuviese ya lo bastante presente su edad, ahí estaba ahora la boda de su hija, que se celebraría en menos de veinticuatro horas. Con los preparativos ya casi terminados, Corinne por fin tuvo ocasión de reflexionar sobre lo que ese acontecimiento podía significar. Se inclinó hacia delante y metió la mano en la cubitera. Echó unos cuantos cubitos en el vaso y se lo llevó a los labios. Mientras que Clark, en su opinión, se había limitado a actuar como si la inminente ceremonia no fuese del todo real, ella había decidido aceptar, mucho tiempo atrás, la elección de Shelby. Corinne dejó escapar una sonrisa forzada. Al final iban a tener que reconocerle cierto mérito como casamentera: había puesto tantas pegas a los novios de Liz que el hecho de que Shelby fuese a casarse con un hombre blanco le parecía un mal menor.

Corinne no tenía en realidad nada en contra de Meade, pero no le cabía en la cabeza que un hombre adulto hubiese decidido ganarse la vida tocando un piano. Shelby había intentado enseñarle muchas veces a apreciar el jazz, pero ella seguía sin poder tomárselo en serio. En su opinión, esa música no era más que un entretenimiento para analfabetos de baja estofa que se pasaban el día entero enseñando los dientes con los ojos fuera de las órbitas. Si Meade no era capaz de encontrar una profesión seria, ¿cómo iba a tomarse en serio el matrimonio? La atracción que Corinne sentía por los hombres de color cuando caía la noche solo era equivalente a la aversión que le producían de día, y puede que el coqueteo indisimulado, casi intelectual, del mundo del jazz con la cultura negra, su predisposición a improvisar tanto con la mente como con el cuerpo —dos realidades que para Corinne siempre habían estado separadas por un abismo insalvable—, explicase el rechazo que le provocaban esos ritmos. O puede también que la señora Coles fuese, simple y llanamente, un producto de su clase. Fuera cual fuera la razón, se negaba a admitir que hubiese la menor pizca de dignidad en aporrear el piano como un mono mientras una pandilla de pordioseros borrachos o drogados se revolcaban en algún tugurio de Harlem, sudando unos encima de los otros y aullando como si hubiesen perdido la razón. Corinne dio otro sorbo a su vodka-tonic y se reclinó en la butaca. No, la verdad era que no lo entendía.

 

 

 

 

 

 

 

 

3 Las pinkletinks, término que aquí hemos traducido por «capinas», son unas ranas típicas de la zona de Martha’s Vineyard cuya principal característica es que emiten un canto muy similar al de los pájaros.