Cuenta Gaston Paris que,
hace muchos años, viajó un caballero desde Alemania al monte de la
Sibila, por ver de cerca las maravillas que de allí se contaban. Al
trasponer la puerta de cristal que daba acceso a aquel mundo
admirable, recorrió bellísimos jardines y salones incomparables en
los que elegantes y nobles damas y caballeros conversaban y
disfrutaban de la hospitalidad de la reina.
Era aquel un paraíso en la tierra
cuyos habitantes desconocían el dolor, no envejecían y se
deleitaban continuamente con los amables placeres que las delicias
mundanas procuran. A cambio, los viernes por la noche tenía lugar
una aberrante ceremonia en la que todas las damas, incluida la
reina, se encerraban fuera de la vista de los caballeros y se
transformaban en terribles serpientes, para reconvertirse a la
mañana siguiente en mujeres aún más bellas de lo que lo fueran la
noche anterior.
Habiendo conocido nuestro caballero
tal asunto, no le cupo duda alguna de que se encontraba en los
dominios satánicos y que todos los goces que aquel lugar le venía
deparando no eran más que la hermosa envoltura de los más
espantosos pecados.
Decidió, pues, partir de allí y
peregrinar a Roma, donde el Papa podría absolverle de tan tremenda
culpa tras someterse a un ritual de arrepentimiento y
penitencia.
La historia termina con una
enseñanza moral, porque el papa se mostró remiso a perdonar al
caballero y este, desesperado, regresó a aquel lugar abominable
para la fe cristiana pero que tan bien le había recibido. Y cuentan
que el papa decidió finalmente darle la absolución, pero que cuando
quiso llamarle de nuevo a su presencia, ya el caballero había
partido para siempre y que Dios hubo de pedirle cuentas de la
pérdida de aquel alma, pues ningún papa puede negar el perdón a
quien el Señor siempre perdona.
El relato anterior contiene los
ingredientes que configuran lo que nos han contado, hemos leído y
hemos soñado acerca de la Edad Media. Fantasía, sensualidad y
religión. Es, sin duda, una etapa de la historia de la Humanidad
que a nadie deja indiferente, por cuanto tiene de controvertida, de
atrayente, de curiosa y de mágica.
Pensar en la Edad Media sugiere dos
imágenes totalmente opuestas, pero de alguna manera ligadas en
nuestro ideario: una dama blanca y luminosa, vistiendo alta toca y
túnica de mangas flotantes, lánguida y gentil, sonriente y etérea,
casi mística. Una dama objeto del amor cortés medieval.
Al otro lado, surge una imagen
aterradora, dolorosa, oscura y maléfica. Es un cuadro visto mil
veces que representa una escena de la Inquisición, una reunión de
nigromantes bajo presidencia demoníaca o una procesión de
flagelantes que despedazan sus carnes tumefactas en un acto de
contrición por sus, quién sabe a juicio de quién, innumerables
pecados. Una escena desgarrada de oscurantismo apocalíptico.
Estas y muchas otras situaciones
fueron propias de la Edad Media. Algunas nos resultan más o menos
familiares, pero otras son inesperadas. Unas y otras forman un
mosaico variopinto que apenas alcanza a reflejar una parte de lo
que debió ser aquella etapa de la historia de la Humanidad.
De la Edad Media, sabemos con
certeza que se inició tras el desmembramiento del Imperio Romano de
Occidente, invadido y devastado por innumerables hordas de pueblos
bárbaros que se lo repartieron para configurar nuevas fronteras y
nuevos estados. Sabemos también que esta etapa terminó con el
despertar de la Humanidad a la individualidad, a la crítica y a la
alegría de vivir que trajeron el Humanismo y el Renacimiento.
La Iglesia cristiana resultó
heredera del Imperio, porque consiguió aglutinar bajo su fe a todos
los pueblos de Europa, al igual que al Oriente bizantino, aunque se
desgajó en múltiples ramas encabezadas por diferentes doctrinas,
cada una de las cuales consideró heréticas a las demás.
Como resultado, el mundo
conocido se dividió en dos grandes bloques, Oriente y Occidente,
separados por un profundo abismo cultural, económico, social y
religioso. Más tarde, tras la invasión musulmana, ese mundo
conocido se dividió de nuevo en otros dos bloques gigantescos, el
cristianismo y el Islam, fragmentados a su vez en numerosas sectas
y facciones.
Respecto al mundo "no
conocido," no vamos a ocuparnos de él en esta obra, excepto en lo
que atañe a sus aportaciones a la cultura y al conocimiento
científico. Solamente a ese respecto hablaremos en su momento de
China o de la India. El mundo circundante de nuestra historia
abarca únicamente Europa y la zona de Asia más próxima a ella,
donde se instalaron numerosos pueblos divididos cultural y
socialmente en las tres grandes religiones monoteístas: el
cristianismo, el judaísmo y el Islam.
Todos aquellos pueblos
bárbaros que un día llegaron a Europa, empujados desde sus
anteriores asentamientos por otros pueblos en expansión, impelidos
por la necesidad de nuevos pastos para sus ganados o en busca de
tierras más cálidas que sus heladas rocas del Norte, tuvieron en
común la idea casi religiosa del Imperio Romano siempre presente en
sus creencias y en sus objetivos.
El Imperio Romano fue para
aquellos pueblos un referente a introyectar, a imitar o a absorber.
Y la mejor forma de introyectarlo fue devorarlo, como dice Sigmund
Freud que los miembros de las tribus ancestrales devoraron una vez
el cadáver del patriarca para introyectar sus virtudes, su magia y
su poder.
Igual que los pueblos
primitivos devoraron el Tótem estableciendo la ceremonia de la
comunión, los pueblos bárbaros devoraron el Imperio Romano que fue
su tótem, su objeto bueno y su objeto malo.
Lo devoraron y se lo
repartieron, pero no pudieron aprehender sus valores, es decir, no
consiguieron resucitarlo, por más que gobernantes de la envergadura
de Carlomagno o los Otones lo intentaran en numerosas ocasiones.
Roma se había refugiado en Oriente y allí permaneció hasta que, de
nuevo, las hordas de los bárbaros volvieron a invadirla, a
devorarla y a repartírsela con la excusa de las Cruzadas.
La historia del abismo
cultural, económico, religioso y social que separó a Oriente de
Occidente se refleja en la crónica que un poeta del siglo VI nos
dejó acerca de la audiencia que el emperador Justiniano concedió a
los embajadores ávaros, llegados a Constantinopla en el año 558
para solicitar ayuda contra los turcos (resumido, Gran Historia
Universal, tomo V):
"Cuando el príncipe benévolo
hubo subido a su elevado trono y se hubo envuelto en sus vestiduras
de púrpura, el chambelán de la corte divina anunció que los legados
de los ávaros solicitaban el favor de ver los pies sagrados del
clemente soberano. Los bárbaros, poseídos de admiración,
contemplaban el vestíbulo y las inmensas salas y los guardias de
talla gigantesca, veían los escudos de oro y levantaban los ojos
hacia las jabalinas doradas cuyas puntas resplandecían y les
parecía que los palacios romanos eran otro cielo. Cuando se
abrieron las puertas que daban a los departamentos interiores y los
techos de oro brillaron con todo su esplendor, el ávaro Targites
levantó su mirada hacia el César. Su cabeza estaba ceñida por una
sagrada diadema resplandeciente."
Y cuenta el cronista que los
legados ávaros se prosternaron aterrados ante el emperador,
postrándose cara al suelo para adorarle. También dice que el pueblo
de Constantinopla se echó a la calle para ver pasar a los ávaros y
se sorprendió al ver el largo cabello trenzado y atado con cintas
que lucían, aunque, respecto a su vestimenta, los equipararon con
los restantes hunos, pues hunos eran para los romanos todas las
hordas de ojos achinados que llegaron a Europa procedentes de las
estepas asiáticas. Los otros bárbaros, los que tenían barbas rubias
o rojizas y piel clara recibieron el nombre genérico de germanos,
un nombre que Julio César dio a todas las tribus situadas al otro
lado del Danubio, para distinguirlas de las que se habían
establecido anteriormente en las Galias.
Como heredero de Roma, el
Imperio Bizantino atrajo la admiración, el deseo y la envidia de
otros pueblos bárbaros. Los búlgaros, por ejemplo, soñaron con
construir un imperio búlgaro-bizantino y los rusos, tras numerosos
ataques e intentos fallidos de invasión, se aliaron con Bizancio
para siempre y se hicieron bautizar masivamente a cambio de un
título de duque y la mano de una princesa para su caudillo.
Claro está que el bautismo no
implicaba la adopción de la fe cristiana, pues tanto en la órbita
de la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, los pueblos
bárbaros bautizados continuaron creyendo en sus dioses ancestrales
y practicando sus ceremonias paganas perfectamente compaginadas con
los ritos cristianos. Los francos, por ejemplo, tanto en la época
merovingia como en la carolingia, comulgaban en la misa cristiana
por la mañana y por la tarde ofrecían a sus dioses la cena del
caldo de caballo, que era su ceremonia de comunión ancestral. En
realidad, fue prácticamente en el siglo XIV cuando el cristianismo
consiguió pronfundizar en las gentes y convertirse en religión
popular.
Los bárbaros más
evolucionados que ocuparon el Imperio Romano fueron los godos, pues
ya tenían un sistema monárquico estable, al menos todo lo estable
que podía ser en aquellos tiempos de luchas y traiciones. Ellos
también admiraron a Roma y la imitaron en todo lo que les fue
posible. Teodorico, que fue el primer rey godo de Italia, vistió
con orgullo la toga romana por sugerencia del emperador bizantino
Zenón y tuvo por consejeros a dos romanos tan ilustres como Boecio
y Casiodoro.
En tierras españolas se
produjo un caso ejemplar de este interés por emular al Imperio. La
viuda de don Rodrigo, Egilona, se casó con el hijo del moro Muza,
Abd-el-Aziz, virrey de al-Ándalus, y le intentó convencer para que
adoptase la ceremonia bizantina de adoración al emperador que hemos
leído anteriormente. Sin embargo, no era posible adorar a un rey en
tierras musulmanas, ya que el Corán dice bien claro que
solamente hay que adorar a Dios.
Pero ya se sabe que cuando
una mujer tiene claro su objetivo, no renuncia a él fácilmente y
Egilona estaba firmemente decidida a implantar en su corte
musulmana de Sevilla el ceremonial de prosternación ante el rey que
Leovigildo había instaurado en la corte goda de Toledo, como parte
del proceso de romanización.
En Bizancio, el emperador era
representante de Dios en la Tierra y todo cuanto le rodeaba se
consideraba sagrado, tan sagrado como los objetos de un templo, y
su sacrosanta persona se mostraba velada y mayestática ante sus
súbditos, como hemos visto en la crónica anterior de Justiniano.
Los godos no habían llegado a tanto, pero sí mostraban sumisión y
adoración ante sus reyes.
Y comoquiera que el recto
virrey se negara espantado a emular a los emperadores bizantinos, a
los que sin duda tenía por paganos e idólatras, la señora Egilona
ideó una ingeniosa estratagema para conseguir su propósito. Si los
visitantes no se postraban cara al suelo a adorar a su esposo, al
menos se inclinarían profundamente al acceder a su presencia.
El invento de la reina goda
consistió, grosso modo, en una puerta de acceso al
aposento del príncipe, más baja que la estatura normal de una
persona, lo que obligaba al visitante a entrar encorvado y con la
cabeza inclinada. Lógicamente, una vez dentro del recinto, el
visitante enderezaría totalmente su postura, pero ella se hacía la
ilusión de que habían rendido a su esposo el homenaje romano de
adoratio.
La viuda de don Rodrigo, Egilona, se casó con el virrey de España,
Abd-el-Aziz. Su interés por emular el protocolo bizantino le costó
a su marido la vida y, a ella, el trono.
También consiguió Egilona
convencer a Abd-el-Aziz para que luciera una corona real, cosa a la
que él, en principio, se negó por no contravenir la ley coránica,
pero al menos aceptó, ante los ruegos persistentes de ella, en
tocarse con una diadema en la intimidad. Y aquello les costó a él
la vida y a ella el trono, porque una aristócrata visigoda casada
asimismo con un jefe musulmán quiso que su esposo emulase a
Abd-el-Aziz y declaró haberle visto lucir la diadema a pesar de la
prohibición del Corán. El asunto de la corona junto con el
de la inclinación obligada por la puerta baja llevó a los restantes
jefes a creer que el príncipe se había convertido al cristianismo,
se lo hicieron saber al califa y este envió un sicario encargado de
acabar con su vida en el momento más propicio, que se presentó
aquel mismo año 716, mientras Abd-el-Aziz oraba en la
mezquita.
No sabemos en realidad si
hubo un objetivo secreto tras la insistencia de Egilona que costó
la vida a su esposo, aunque las leyendas cristianas aseguran que
realmente se convirtió al cristianismo. Solo sabemos que él murió y
que ella desapareció de la escena. También sabemos que un romance
describe el puñal ensangrentado en la mano de Habib, íntimo amigo
de Abd-el-Aziz, obligado por el califa a ejecutar al que, por un
capricho de su esposa cristiana, creyeron traidor a la fe y a la
ley.
En el siglo VII, igual que el
cristianismo había hecho de aglutinante para reunir bajo su fe a
todos aquellos pueblos llegados a Europa, un mercader de Arabia
llamado Mahoma había conseguido reunir las hordas y tribus de aquel
país pobre y sin unidad política bajo la bandera de una nueva fe,
el Islam, que predicó en nombre de Dios y por revelación del
arcángel Gabriel.
Unidos por la doctrina de
Mahoma, que se declaró descendiente directo de Ismael, los
musulmanes se expandieron por el Mediterráneo en busca de lugares
similares geográfica y climatológicamente a los de su punto de
origen, estableciéndose principalmente en ciudades donde
desarrollaron su arte, su cultura, su literatura y su
ciencia.
En su camino hacia Europa, los
musulmanes recogieron la herencia de los clásicos, toda la ciencia,
la filosofía, la medicina, la literatura que el mundo clásico legó
a la Humanidad y que se había refugiado en Oriente a salvo de la
barbarie occidental, la tradujeron al árabe y la llevaron consigo
para devolverla a Europa, donde los traductores políglotas la
tradujeron de nuevo al latín, previa revisión eclesiástica
encaminada a realizar las necesarias reformas para cribar posibles
herejías contenidas en tanto escrito antiguo y pagano. Conviene
saber que también los musulmanes habían revisado previamente la
obra de los clásicos con la misma finalidad, antes de traducirla
definitivamente al árabe.
También sabemos cómo era la
sociedad en la Edad Media, porque quien más y quien menos ha leído
u oído acerca del sistema feudal. En el siglo IX no había más que
dos clases sociales, libres y esclavos, pero ya en el siglo XI la
sociedad se había jerarquizado y existía una clase noble formada
por caballeros que disfrutaban de determinados privilegios y otra
clase plebeya de campesinos, divididos en libres y esclavos. Hemos
visto en las películas a los caballeros viviendo en castillos y a
los campesinos viviendo en chozas. Más adelante, en las ciudades,
surgiría una nueva clase, la de los artesanos que se llegaron a
organizar en gremios, dando origen a los primeros sindicatos.
Los castillos eran conjuntos
de fortificaciones con territorios en los que habitaban varias
familias. Los caballeros se educaban para la guerra, que había de
hacerse a sangre y fuego pues no se comprendía otra manera de
luchar, y también se preparaban para la caza, aprendiendo además
ideas morales y religiosas. De niños, los caballeros se trasladaban
al castillo del señor de nivel social superior al suyo, donde se
educaban compartiendo juegos, educación e incluso cama con los
hijos del señor, a lo que contribuían con pequeños servicios como
limpiar las armas o llevar el escudo, de donde nació el concepto de
escudero. En cuanto a la educación de las niñas, la comentaremos
próximamente siguiendo los textos de Felipe de Novara.
En la Edad Media la sociedad estaba jerarquizada con clases
sociales bien diferenciadas. El caballero vivía en el castillo, el
artesano en la ciudad y el campesino en el campo.
Aparte de la guerra y la caza,
el entretenimiento más deseado era el combate en torneos, que
congregaba a ricos y pobres, a señores y a escuderos, a caballeros
y a damas, a negociantes y buhoneros en lugares al aire libre,
donde se llevaban a cabo los torneos que eran, más que un deporte,
una forma de prepararse para la guerra.
La Edad Media fue una época
teocrática cuyo pensamiento estuvo impregnado de Dios, del dios de
las tres religiones monoteístas del mundo que hemos llamado
conocido: el cristianismo, el judaísmo y el mahometismo.
Entonces, las dos luminarias
del mundo cristiano eran la Iglesia y el Imperio, sin los cuales no
era posible la subsistencia del mundo. Ambas instituciones fueron
los pilares de la vida medieval, como la madre y el padre son los
pilares de la vida infantil. Por tanto, hay que entender el
desgarro de la sociedad ante las interminables y sangrientas luchas
que mantuvieron el papado y el Imperio a partir del siglo XI,
siempre en pugna por el poder místico y por el poder político,
siempre enfrentados y siempre esperando cada uno el momento de
mermar el poder del otro.
En la Edad Media todo era obra
de Dios, desde la elección de un papa o de un gobernante hasta el
resultado de cualquier discusión o pelea. Por eso, los asuntos se
dirimían en el llamado juicio de Dios, pues era Dios quien señalaba
al vencedor. Recordemos que el grito de guerra de los cruzados,
cuando se reunieron en Clermont-Ferrand y acordaron partir a
rescatar los Santos Lugares fue "¡Dios lo quiere!"
Rebasada la etapa de barbarie
en que el derecho se basaba en la ley del Talión, es decir, en la
venganza privada o desquite, le Edad Media alcanzó la etapa
teocrática, en la que la justicia procedía de las ordalías o
pruebas divinas. Para comprobar la inocencia de un acusado, por
ejemplo, se le sometía a una situación cuyo resultado dependía de
Dios. Así, para comprobar si un acusado mentía, se le hacía tocar
con la lengua una espada al rojo vivo. Si se quemaba, era
mentiroso. Si no se quemaba, Dios ponía de manifiesto su inocencia.
Y no era raro que dos oponentes entrasen en una hoguera y que aquel
que resultase ileso fuera considerado poseedor de la razón.
En la Edad Media, todo sucedía
porque Dios quería. Un señalado moralista del siglo XIII, Felipe de
Novara, afirmó que las mujeres tenían gran ventaja sobre los
hombres, puesto que Dios quería que el hombre fuera al mismo tiempo
liberal, cortés, atrevido y sensato, mientras que la mujer
solamente tenía que ser honesta, entendiéndose por honestidad la
salvaguarda de su cuerpo, que había de mantener a buen recaudo por
encima de todo. Evidentemente, era Dios quien quería que la mujer
se comportara de tal suerte. Asimismo era Dios quien determinaba
que las mujeres fueran sumisas y obedientes, que aprendiesen a
hilar y coser y todo lo necesario para la economía doméstica, pero
no debía enseñarse a leer ni a escribir a las niñas a menos que se
las destinase al convento. Es evidente que la Iglesia había sabido
convencer al mundo occidental de que era sobradamente capaz de
interpretar en cada momento la voluntad de Dios.
Leer y escribir era entonces
cosa de religión, porque solamente los clérigos debían saber
escribir para escribir latines, mientras que los laicos, si tenían
un elevado nivel social, debían aprender a leer para poder leer por
ellos mismos las Sagradas Escrituras. Pero únicamente los varones,
ya que las mujeres, si aprendían a leer, era muy probable que
dieran en leer cosas dañinas para la salud de su alma, como cartas
de enamorados o textos pícaros de los que entonces
proliferaban.
Eso no significa que no
hubiera mujeres letradas, como María de Francia, Roswita de
Gradesheim o Hildegarde von Bingen. Pero eran excepciones que se
saltaban alegremente las prohibiciones divinas, siempre apoyadas
por algún varón generoso y condescendiente. Esto sucedía en
Occidente, porque en Oriente, las mujeres bizantinas (las nobles,
claro está, no el pueblo) recibían una refinada educación, hablaban
idiomas, aprendían Filosofía y Retórica y adquirían una gran
cultura.
La llegada del año 1000 señaló
una época apocalíptica de profecías del fin del mundo y
catastrofismo generalizado que confirmaron la doctrina del
Milenarismo, según la cual Cristo vendrá a reinar a la Tierra mil
años antes de su último combate contra Satanás. Los precursores de
su llegada serán la desaparición del Imperio, el Anticristo y el
fin del mundo. Recordemos que también se dieron algunos movimientos
milenaristas a la llegada del año 2000.
La alta Edad Media conoció de
cerca el espanto de contemplar a los cuatro jinetes del Apocalipsis
cabalgando libremente por Europa con hambrunas generalizadas,
epidemias mortales y guerras continuas. Una situación que empezó a
mejorar a partir del siglo XI.
En la baja Edad Media, cuando
ya todo parecía superado, se produjo el derrumbamiento de la
economía agraria, que, unido a un incremento de población y a una
situación climática desfavorable, abatieron el hambre sobre el
campesinado. Y la población, mal alimentada, no opuso gran
resistencia al segundo jinete apocalíptico, la peste negra, que se
extendió por Europa desde Crimea, adonde llegó a bordo de un barco
genovés.
Por otro lado, Francia e
Inglaterra mantuvieron una larga guerra, llamada la Guerra de los
Cien Años, que no fue precisamente una guerra situada en la costa o
en el mar, sino una sucesión desordenada e intermitente de
guerrillas de desgaste, emboscadas y golpes de mano, pillaje,
saqueo y cabalgadas destructoras, que dieron al traste con el
espíritu caballeresco.
La muerte, el cuarto jinete,
llegó cabalgando de la mano de la Inquisición, que patrocinaba
matanzas de musulmanes, judíos, luciferinos, cátaros y albigenses.
A diferencia de otras masacres, estas se denominaban "cruzadas" y
se veían premiadas por la condonación de cientos y miles de años de
penas en el Purgatorio, pues quienes en ellas intervenían, no como
víctimas, sino como verdugos, eran merecedores de participar del
inmenso tesoro legado por la sangre de Cristo y de los mártires y
que hábilmente administraba la Iglesia: las indulgencias.
En la Edad Media, los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgaron
sobre el mundo occidental. El cristianismo, que se había
desprendido siglos atrás de su etapa apocalíptica, la retomó para
aumentar el poder místico de la Iglesia sobre los laicos.
"Los griegos han sido
vencidos". Así empieza el sura XXX del Corán, que llama
griegos indistintamente a los macedonios de Alejandro Magno, al
Imperio Romano de Occidente y de Oriente y a los griegos del Bajo
Imperio. No obstante, en ciudades tan importantes como Bagdad,
Damasco y Córdoba, pronto surgieron intelectuales que se dedicaron
a copiar los textos griegos y empezaron a considerar la idea de
traducirlos al árabe, aunque para ello tuvieran que agregar
numerosos vocablos nuevos a su lengua que era entonces muy concisa
y primitiva.
El pensamiento científico que
surgió en Grecia y se propagó al periodo helenístico, de donde fue
absorbido por Roma, empezó a decaer con el derrumbamiento del
Imperio Romano de Occidente y arrastró su declive a lo largo de
toda la Edad Media, para iniciar su recuperación a partir del
Renacimiento y resurgir victorioso con la Revolución Científica y
la Ilustración.
La filosofía medieval estuvo
al servicio de la Teología, inundada de sofismas como el argumento
ontológico de Anselmo de Canterbury, que pretende demostrar la
existencia de Dios a partir de la comprensión de la idea de Dios,
ya que esta implica su existencia. Es decir, la comprensión
intelectual de la idea de Dios, que es su esencia, presupone su
existencia. Y este argumento solamente es aplicable a Dios porque
es el único cuyo ser es el existir, es decir, cuya esencia se
identifica con su existencia.
La especulación y el sofisma
se adueñaron del pensamiento medieval, eliminando los caminos
científicos que se basan en la experiencia, en la observación y en
la razón, caminos estos que quedaron totalmente desvalorizados
frente a la fe. Esto se debió a que la fe se irguió como la única
vía de salvación frente a las catástrofes naturales y a las
circunstancias desastrosas que las ciencias anteriores a la Edad
Media no habían sido capaces de controlar.
El hombre medieval percibió la
realidad como un conflicto irresoluble entre el bien y el mal y lo
percibió irresoluble porque él mismo lo llevaba dentro y sabía que
no existía solución alguna. El hombre se ha debatido siempre entre
el principio del placer y el principio de la realidad, entre sus
impulsos instintivos y las cortapisas que la sociedad le impone,
entre sus deseos y los sentimientos de culpa o el temor al castigo
a que tales deseos le enfrentan. Esto, agudizado por una filosofía
restrictiva y catastrofista, se convirtió en angustia existencial
que solamente podía paliarse con la esperanza de una vida mejor
tras la muerte, es decir, con la fe.
Y este pensamiento teológico,
especulativo e irracional se extendió asimismo a la ciencia y a
todos los terrenos del conocimiento, sustituyendo el razonamiento
lógico de la investigación por la atribución de características
mágicas, poderes sobrenaturales o situaciones inamovibles
determinadas por seres escatológicos.
El pensamiento mágico
teocrático convirtió los procesos lógicos científicos de los
antiguos filósofos como Pitágoras o Aristóteles en procesos mágicos
oscurecidos por la sinrazón. Dado que no había nada que investigar,
era necesario aceptar los resultados de las especulaciones de
quienes se erguían como maestros inapelables. El pensamiento
científico quedó, pues, arrinconado en espera de un despertar que
no había de llegar hasta unos siglos más tarde.
Por fortuna, hemos visto cómo
el mundo musulmán realizaba recorridos similares a los del mundo
cristiano y eso salvó a la ciencia de su liquidación definitiva.
Mientras que el Occidente cristiano anulaba toda posibilidad de
investigación o de experimentación científica para aceptar
ciegamente las propuestas de la Teología, los musulmanes, que
previamente habían rechazado la ciencia de los griegos, se
volvieron un buen día hacia ella con curiosidad e interés.
Los dibujos y mapamundis medievales dibujan la Creación, pero no el
mundo, y muestran el océano periférico que supuso Herodoto, con los
tres continentes a un lado y un mar interno en forma de T, porque
los antiguos supusieron que el mar es el límite natural de la
tierra.
La brujería, tal como la
conocemos, fue un invento medieval porque el cristianismo convirtió
a los paganos y a los herejes en brujos, equiparando las prácticas
paganas a las prácticas diabólicas, toda vez que los dioses,
aquellos dioses antiguos que una vez significaron la paz y el
bienestar de Roma, fueron transformados en demonios y no
precisamente en daemones griegos, sino en verdaderos demonios
cristianos.
El cristianismo surgió del
paganismo y del judaísmo, tomando creencias de uno y otro y
adecuándolas a la nueva fe
[1]
y por ello, mantuvo durante siglos una lucha
encarnizada contra los que podían recordarle que sus creencias
habían sido heredadas o simplemente arrebatadas a los paganos o a
los judíos. Y es posible que de ahí surgiera la necesidad imperante
de la Iglesia cristiana de eliminar todo rastro de paganismo que,
una vez convertido en brujería, fue, con el judaísmo, el principal
objetivo de las persecuciones y de la Inquisición.
El primer objeto del Santo
Oficio fueron los cátaros y otras sectas religiosas derivadas de
los gnósticos y maniqueos, que venían disputando la verdad
teológica desde los siglos III y IV a la Iglesia de Roma. La
Inquisición cumplió un doble cometido, al silenciar todas las ideas
disidentes y eliminar a cuantos pusiesen en peligro la unidad
religiosa y política del Estado, que en aquellos tiempos era una
sola.
Era imprescindible que todos
actuasen y pensasen como había que actuar y como había que pensar
para evitar rupturas y revueltas.
Los brujos fueron el chivo
expiatorio de todas las desigualdades sociales, de todas las
desgracias acumuladas por las clases bajas en la Edad Media. Frente
al "Dios lo quiere" surgió el "la culpa es de una bruja" y tanto la
Iglesia como el Estado se apresuraron a volcar la culpa de todos
los males sobre demonios con forma humana o personas captadas por
los demonios. De esta forma, las injusticias sociales y las
calamidades derivadas de la política cayeron sobre la cabeza de los
acusados de brujería.
Malleus Maleficarum o Martillo de los brujos. Una obra
escrita por dos inquisidores alemanes que tuvo una enorme difusión
en el siglo XV, en el que se vendieron más de diecinueve ediciones
en un tiempo en el que poca gente sabía leer.
El fanatismo religioso retardó y enmascaró considerablemente la
entrada del Renacimiento en España. En el siglo XV, mientras países
como Italia se iluminaban y abrían al resurgimiento del
individualismo y la cultura, España se sumía en un mar de horrores,
de sangre y de persecuciones religiosas.
También fue una forma de
descargar a Dios de culpas, cuando los rezos eran insuficientes
para curar una enfermedad o para levantar una cosecha arruinada. La
culpa era de las brujas. Así surgieron acusaciones, sospechas,
persecuciones y juicios temerarios que llevaron a la tortura y a la
hoguera a miles de personas.
El siglo XV convirtió la
brujería en una epidemia, en una tremenda plaga que azotó Europa
hasta el siglo XVIII. Todo su siniestro saber está contenido en
Martillo de los Brujos, un libro escrito por dos
inquisidores alemanes, Institoris y Spenger, que gozaron de patente
de corso eclesiástica para perseguir, torturar, castigar y matar a
quienes rozaran, aunque fuera sutilmente, el mundo de la brujería.
Señala esta obra las siete formas de brujería que, naturalmente y
por venir de quienes vienen, se relacionan siempre con la
sexualidad:
Entregarse a la fornicación y
al adulterio; satisfacer el deseo sexual sin intención de procrear;
volver impotentes a los hombres; castrar y esterilizar; practicar
la sodomía y la homosexualidad; recurrir a la contracepción;
abortar o hacer abortar; sacrificar niños.
Pero la Edad Media fue algo
más que apocalipsis y oscurantismo. Los trovadores medievales
inventaron situaciones sociales tan relevantes como el amor cortés
y el erotismo creó el amor incendiario, la locura de amor y el amor
heroico. La Edad Media no se quedó con el amor a secas ni con el
amor maternal o con el amor conyugal, sino que comprendió y aceptó
la grandeza del amor místico y del amor carnal, con frecuencia,
todo en uno.
Conoció también un momento de
eclosión de las ciencias, de las artes y de las letras, impulsada
por la fusión de tres culturas, musulmana, judía y cristiana,
sublimadas en la ciudad más grande del mundo occidental, la más
importante, la más rica y la más culta: Córdoba.
La Torre de la Calahorra en Córdoba ofrece al visitante un
testimonio vivo de la que fue la ciudad más grande, más rica y más
culta del mundo medieval.
La Edad Media no solamente se
representa por leyendas como la del monte de la Sibila que inicia
este capítulo, con sus ingredientes de fantasía, sensualidad y
religión, sino por historias, discursos y poemas tan reales, tan
laicos y tan llenos de picardía como de ingenio e incluso de
obscenidad, como el que veremos a continuación y el que inicia el
capítulo VII.
Como ejemplo, veamos el
llamado Pleito del manto, conocido también como Pleito
del que lo tiene dentro, un poema del siglo XV contenido en el
Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, que se
incluyó en 1511 en la Sección de burlas del Cancionero
general, compilado por Hernando del Castillo, aunque el poema
fue expurgado más tarde por su procacidad y se suprimió en la
segunda edición de 1514, parece que por orden del Inquisidor.
Finalmente, el cancionero burlesco completo terminó por desgajarse
de la compilación de Hernando del Castillo y el poema del
Pleito pasó a formar parte de algunas antologías como el
Cancionero de amor y de risa recogido por Joaquín López
Barbadillo.
En un tiempo, se le atribuyó
a Antón de Montoro, un judío converso conocido como el Ropero de
Córdoba por su profesión de sastre, que fue autor de varias obras
burlescas y picarescas del siglo XV.
Hay que hacer constar que
este poema es español y que, aunque en el siglo XV Italia tenía ya
abiertas de par en par sus puertas al Renacimiento merced al
interés cultural de los papas y de los príncipes, España todavía se
hallaba encenagada en las orgías sangrientas que promovían la
superstición y el fanatismo religioso y que dirigía con mano
inmisericorde el Tribunal del Santo Oficio, un derroche de sadismo
que llevó al papa Sixto IV a dirigir una carta a los Reyes
Católicos protestando contra la injusticia y la arbitrariedad de
los inquisidores españoles
[2]
. Resulta, por tanto, más sorprendente
encontrar textos de esta índole en tierras españolas, algo que, de
haber sucedido en Italia, hubiera resultado completamente
normal.
Este poema relata el litigio
que mantuvieron un caballero y una dama por la posesión de un manto
de terciopelo que cubrió sus desnudeces en un momento de ardor
pasional. Ardor que, una vez satisfecho, se trocó en pugna por
poseer el citado manto.
Quien los cubrió con él fue
un tercero que pasaba por la huerta en la que ambos se entregaban a
su pasión y que, al extender sobre ellos el manto, les hizo saber
que la preciosa prenda debía pasar a pertenecer a "quien lo tuviera
dentro" en aquellos momentos. La ambigüedad de tal declaración hizo
que ambos considerasen merecer la propiedad de la prenda y que su
querella diese lugar a un proceso con juez, fiscal, abogados,
sentencia y apelaciones.
Curiosa sentencia, por
cierto, que castiga al carajo, es decir, al caballero, a pagar las
costas del pleito y manda entregar al coño, es decir, a la dama, el
manto objeto de la querella. Curiosa porque el lenguaje judicial no
menciona dama ni caballero alguno, sino que se refiere
exclusivamente a sus órganos sexuales
[3]
, determinando que "en el coño se consuma
pleito, costas y trabajo, hasta que salte la espuma por la punta
del carajo".
EL PLEITO DEL
MANTO
El poema llamado Pleito del manto es un anónimo del siglo XV
incluido en el Cancionero de amor y de risa, que compiló Joaquín
López Barbadillo y publicó la Editorial Fénix de Barcelona hacia
1900. Fue reproducido en 1977 en facsímil por la Editorial Akal.
Dice así (resumido):
Como ventura concierta,
los que son enamorados
estaban en una huerta,
una dama descubierta
y un gentilhombre abrazados,
Y puestos en su agonía,
sin pensar de conoscellos,
por allí do se hacía
acaesció que venía
un hombre que pudo vellos,
y volviendo por consuelo
las espaldas sin temores,
alanzó como por velo
un manto de terciopelo
encima d'estos señores.
Y dijo sin más pasión:
- Pues que hobe tal encuentro,
y lo sufre así razón,
do este manto en conclusión
para quien lo tiene dentro.
La señora no defunta
y él con todo su quebranto
están en porfía junta:
es questión que se pregunta
a quién pertenece el manto.
RESPUESTA de un caballero procurador del
coño:
Al bulto de la pregunta
acuerdo de responder:
si la batalla está junta
sin la joya merescer,
y aunque desee el poder
d'este que nunca perdió,
no le quitaré el poder
que la natura le dio.
Pues este muy hondo mar
tal grandeza en sí contiene,
debe tener y anegar
cuanto a su potencia viene,
y así digo que conviene,
por razón muy conoscida,
toda cosa que se tiene
d'otra mayor ser tenida.
Y si vos pensáis, señor,
que por ser miembro estendido
paresce más tenedor
en la verdad ser tenido,
pues mandad dar al hodido
este manto que le ofrecen,
que otros han merescido
tres clavos que le fallescen.
REPLICA el que preguntó:
Toda cosa que ha de entrar
y tenerse en otra dentro,
ha de ser que pueda estar,
para meter y sacar,
y que de gentil encuentro,
y de aqueste tal poder
no goza quien no se alza,
pues consiste en el meter
el poder para tener
como la pierna en la calza.
Y digo que no conviene
ser razón muy conoscida,
por do el hombre se condene,
toda cosa que se tiene
de otra mayor ser tenida,
pues que puede lo menor,
en materia de fornicio,
estar dentro en lo mayor
y el mayor sería error
que tomase ajeno oficio.
Y otra razón famosa
con que la verdad se sella
necesaria, no envidiosa:
aquel es dentro en la cosa
que entra con fuerza en ella,
de donde, señor, se va;
concluyendo en el debate,
que aquel manto como está
que se lieve y se le da
al cuitado que combate.
Tras preguntas y respuestas, argumentos y
contraargumentos, veamos el FALLO JUDICIAL:
E por las leyes que entiendo
conformes a la potencia
entiendo de dar sentencia
por tribunal e sentencio,
en la cual a no mandar
e por derecho fundado
al carajo condenar
y al coño dar e donar
lo pedido e alegado
Y en el coño se consuma
pleito, costas y trabajo
hasta que salte la espuma
por la punta del carajo.
Hubo APELACIÓN del carajo condenado al
juez, con argumentos que culminaron como sigue:
Aunque pese a San Hilario
o al procurado del coño,
vos, como fiel notario
me lo dad por testimonio
e al juez que sin trabajo
pronuncie tales razones
que le den por galardones
que se cague en el carajo
pues le quita los cojones
Rechazó el juez esta apelación, a la que
siguieron otras y diversos escritos a favor del carajo agraviado.
El COMENTARIO con que finaliza el poema dice así:
Ansí que por la sentencia
d'este manto que se dio
vos, carajo, habed paciencia
que el coño lo meresció
cuanto a razón y conciencia,
pues los cojones cuitados
cuya parte disimulo
no aleguen por esforzados
porque la marea del culo
los tiene desbaratados.