En la refinada Atenas de
Pericles, Aspasia de Mileto hubo de responder ante el tribunal del
Pritaneo acusada de haber afirmado que los fenómenos celestes se
producían sin intervención de los dioses. Junto a ella, el mismo
Pericles se postró ante el tribunal, llorando y suplicando
clemencia para su mujer. Muchos siglos después, científicos como
Giordano Bruno o Miguel Servet pagaron con su vida la osadía de
desvincular el pensamiento de la religión y de mezclar la ciencia
con la Teología. Ya dijo Albert Einstein que la principal fuente de
los conflictos entre la religión y la ciencia yace en el concepto
de un dios personal. Y vemos que el dios personal no fue un invento
de la Inquisición. Ya lo habían inventado los griegos.
El pensamiento científico surgió
como un intento por describir los fenómenos naturales sin ayuda de
la revelación. Platón había llegado a admitir dos tipos de
religión, la propia del vulgo inculto, repleta de mitos y
supersticiones, y la propia del hombre culto, refinada y
conceptual. Epicuro se rebeló contra tal elitismo y proclamó su
revolución intelectual encaminada a liberar de mitos y
supersticiones no solamente a la clase cultivada, sino a todo el
mundo, a todas las clases sociales.
Pero no fue un iluso. Epicuro fue
también consciente de que la investigación científica, que es la
observación no casual, sino habitual, de los fenómenos de la
Naturaleza, solamente se podría dar cuando existieran las
necesarias condiciones políticas y culturales. Condiciones que no
se dieron en el mundo medieval. Por mucho que Averroes, el filósofo
musulmán más famoso de la Edad Media, proclamase la armonía entre
la ciencia y la religión, lo cierto es que siempre se produjo un
conflicto entre ambas y solamente se llegó a conciliarlas a
expensas de la primera. De hecho, no obstante todos los avances
científicos de los médicos andalusíes medievales, que desarrollaron
técnicas e inventaron instrumentos quirúrgicos avanzadísimos para
su tiempo, mientras el mundo cristiano curaba con salmodias y
escapularios, la disección de cadáveres estaba prohibida y
solamente se podía estudiar en animales.
Sin embargo, en el siglo III antes
de nuestra Era, en la Alejandría del helenismo, la escuela de
Herófilo y Erasístrato diseccionaba cadáveres de criminales para
estudiar la anatomía humana, aunque dice Galeno que esta práctica
se abandonó posteriormente por razones humanitarias, dado el
profundo respeto que los griegos sentían por los muertos. El mismo
Galeno nunca llegó a diseccionar un cuerpo humano muerto
recientemente, sino animales o cadáveres humanos ya momificados, lo
que le llevó a los numerosos errores y confusiones que Andrés
Vesalio puso de relieve en el Renacimiento, pero que ya detectaron
algunos estudiosos medievales.
Siguiendo las críticas de Tertuliano
y Agustín de Hipona a los métodos de los griegos, a los que
acusaron de diseccionar hombres vivos, también la Iglesia medieval
prohibió autopsias y disecciones, aunque se autorizaron de nuevo a
partir del siglo XIII, cuando Mondino de Luzzi desarrolló una
técnica disectiva en la Universidad de Bolonia, que se utilizaría
en autopsias públicas durante el siglo XVI. Mientras tanto, la
Escuela de Salerno, la más importante universidad medieval de
Medicina, se tuvo que conformar con estudiar cadáveres de monos y
cerdos, habida cuenta que el hombre se parece al mono y al oso por
fuera y al cerdo por dentro.
Las
distintas religiones y costumbres impidieron el estudio de
cadáveres humanos durante siglos. Solamente en la época helenística
se realizaron autopsias en la escuela de Alejandría. En la Edad
Media, las disecciones estuvieron prohibidas hasta el siglo XIII,
lo que obligó a analizar cuerpos de animales, con los consiguientes
errores anatómicos.
En el siglo XIII escuchamos la
voz de un dominico escolástico sabio y progresista, Alberto Magno,
que, al menos hasta cierto punto, se atrevió a delimitar el campo
de la Teología frente a la Medicina y las Ciencias Naturales,
asegurando que, ante una duda religiosa, hay que seguir a San
Agustín antes que a los filósofos; pero, si la duda es científica,
entonces más fiables que cualquier experto son Hipócrates y Galeno
para la Medicina y Aristóteles para las Ciencias Naturales.
Pero la primera voz que se
escuchó en la Edad Media y que tuvo repercusiones para iniciar la
liberación del pensamiento y del conocimiento científico de las
cadenas teológicas que lo aprisionaron durante tantos siglos fue la
de un fraile franciscano inglés, escolástico y teólogo, cuya
doctrina señaló el declive de la Escolástica y el camino hacia la
experimentación y la razón. En el siglo XIV, Guillermo de Ockham
propuso utilizar el raciocinio para desvelar los misterios del
mundo sensible. Ante todo, proclamó la separación estricta de lo
profano y de lo sagrado, es decir, el corazón debía permanecer bajo
el control de la Santa Madre Iglesia que sabría velar por él, pero
la inteligencia debía quedar libre de todo control.
Tras él, los filósofos
animaron a los científicos a la observación directa de cada uno de
los fenómenos, pero a una observación crítica y libre de todo
sistema preconcebido. Es decir, el pensamiento científico no
solamente debería liberarse de la Teología, sino también de la
cerrazón que encorsetaba los conocimientos antiguos y los
entronizaba como si fuesen dogmas de fe.
En el siglo XIII se
autorizaron finalmente las autopsias pero la investigación siguió
estando vedada, ante la prohibición de observar o interpretar
cualquier tema que se apartara de la doctrina escolástica. La
ciencia apenas avanzó hasta la Revolución Científica del siglo XVII
y a medicina medieval regresó a la Antigüedad manteniéndose como
síntesis de los estudios anteriores. Galeno, Hipócrates y
Aristóteles presidieron todas las cátedras médicas y su ciencia,
antigua, desfasada y plagada de errores, se siguió estudiando hasta
el siglo XIX.
Como ejemplo de la influencia
inamovible de Aristóteles en la ciencia moderna, Galileo cuenta en
sus Diálogos sobre los Sistemas Máximos del Mundo Tolemaico y
Copernicano la anécdota de un médico que, tras practicar una
disección, observó que los nervios salían del cerebro para llegar a
la espina dorsal a través del cuello. Al explicarlo a otro, este
señaló que lo creería si no fuese porque tal observación se oponía
a la autoridad de Aristóteles (Carlos Fisas, Historias de la
Historia).
Los musulmanes también
adoptaron a Aristóteles, cuya obra fue traducida, adaptada e
interpretada, aunque antes de decidirse por la ciencia, sufrieron
asimismo los embates del fanatismo religioso, como narra la
historia siguiente que, aunque lo más probable es que se trate de
una leyenda, ilustra el conflicto que se produjo entre la religión
y la ciencia en el mundo islámico.
Cuando las tropas del califa
Omar tomaron Egipto, la Biblioteca de Alejandría conservaba aún
numerosos libros que llamaron la atención del general que mandaba
las tropas, Amru.
Habiendo este trabado amistad
con el gramático griego Juan Philoponos, le pidió que le cediese
los libros que quedaban en la famosa biblioteca. Previamente, Amru
escribió al califa para rogarle le permitiera guardar los
libros.
Pero el califa Omar no había
recibido la llamada de la ciencia y su curiosidad estaba
petrificada por la religión. Por tanto, su respuesta fue un ejemplo
de fanatismo: si los libros estaban conformes con el
Corán, que es la palabra de Dios, no eran necesarios y, si
no lo estaban, eran perniciosos. La orden fue, pues, destruirlos. Y
dicen que durante seis largos meses ardieron los libros en los
baños de Alejandría, utilizados como combustible para la
calefacción.
De todas formas, aunque no se
tratase de una leyenda, los libros quemados no hubieran sido, ni
mucho menos, los de la famosa Biblioteca de los Tolomeos que fuera
gloria de Cleopatra y orgullo de Eratóstenes. Ya los romanos,
durante las guerras intestinas del triunvirato, quemaron más de la
mitad. Más tarde, en otro alarde de intolerancia, Teófilo, obispo
de Alejandría, pidió al emperador Teodosio I un edicto que ordenara
la quema de los libros, por considerar sus contenidos paganos y
peligrosos para la fe. Parece ser que este mismo obispo fanático
fue el destructor del Serapeum, el famoso templo que Tolomeo
erigiera para Serapis, un dios tan similar al cristiano, que el
emperador Adriano confundió a sus adoradores con los adoradores de
Cristo.
Afortunadamente, los árabes
cultos como Amru dejaron crecer el interés por estudiar y aprender,
aunque los musulmanes de clase baja mantuvieron su fanatismo y
fomentaron el odio contra la instrucción. El califa al-Mamún, por
ejemplo, recibió el calificativo de "el Califa Malvado" porque hizo
traducir los escritos de Aristóteles y otros griegos paganos
(recordemos el sura del Corán que se inicia con la frase
"Los griegos han sido vencidos."). Se le acusó de haber atacado la
existencia del cielo y del infierno, al asegurar que la Tierra era
redonda y al pretender medir su tamaño.
Hubo un momento, como vemos,
en que el pensamiento científico tuvo que retirarse de la escena,
acorralado por la religión, por la superstición y por el
inmovilismo.
El saber medieval fue, por
tanto, una prolongación del saber clásico con algunas aportaciones
casi siempre condicionadas por la religión, aunque también hubo
avances técnicos, como el reloj de ruedas, el aprovechamiento de la
fuerza hidráulica o el empleo de la fuerza eólica, aportado por los
musulmanes. En el siglo XIII había molinos de viento en Europa, con
tecnología importada de Irán. Alberto Magno, que fue médico y santo
también en el siglo XIII, nos dejó la receta de la pólvora.
La ciencia y la religión entraron en conflicto desde el momento en
que los hombres comprobaron que la observación de la naturaleza
arrojaba resultados diferentes a las enseñanzas religiosas. En un
eclipse lunar, por ejemplo, se puede comprobar que la sombra de la
Tierra es redonda y no plana como señalan los libros sagrados.
(Fotografía tomada por Alberto Martos Rubio, publicada en la página
Web del Observatorio Astronómico de La Hita
http://www.lahita.arrakis.es/ecilpsetotalluna332007.htm.)
El conocimiento se fosilizó en
los libros, porque, una vez aceptadas, se tomaron por definitivas
las enseñanzas de los griegos o de los maestros consagrados. Claro
está que no se aceptaron los descubrimientos de todos los griegos,
sino únicamente los de aquellos que se ajustaron, tras los
mencionados retoques, a las Sagradas Escrituras, el Corán
o el Talmud, según la religión de los estudiosos.
Por ejemplo, Aristarco de
Samos había formulado un sistema heliocéntrico en el siglo III
antes de nuestra Era, pero la Iglesia insistió en el geocentrismo,
porque consideró imprescindible que la Tierra y con ella, el
hombre, fueran el centro del Universo, es decir, de la Creación.
Hubo que esperar al siglo XV para que Copérnico retomara la idea
del heliocentrismo y ya sabemos lo que costó imponerla.
Otra de las cuestiones que
también costó dilucidar fue la de la forma de la Tierra. Los jonios
creyeron que era como un disco flotando sobre el mar, pero ya los
pitagóricos supieron que tiene forma esférica. Mucho más avanzados
fueron los conocimientos en la época del helenismo. Eratóstenes,
por ejemplo, no se conformó con conocer la redondez de la Tierra,
algo que puede apreciarse sobradamente en un eclipse de luna, sino
que llegó a medirla por grados, como a una esfera cualquiera. Y no
se equivocó mucho más que los científicos de los siglos XVII y
XVIII. Sin embargo, la Iglesia cristiana decidió dar por buena la
teoría de Tolomeo e impuso la forma plana. En el siglo VII, Isidoro
de Sevilla señaló que, si la Tierra fuera redonda, no podría haber
habitantes en Libia
[4]
debido a la inclinación del terreno.
En este aspecto, hay que hacer
notar que la Iglesia cristiana fue no solamente heredera del
Imperio Romano como dijimos anteriormente, sino también de la
sabiduría griega y de ella aprendió cierta inmovilidad del
conocimiento. Muchos de los sabios griegos que fundaron escuelas,
se rodearon de numerosos adeptos y predicaron enseñanzas de todo
tipo que sus seguidores recogieron sin retocarlas un ápice. Lo
veremos a lo largo del libro.
El mapa de Tolomeo muestra la superficie plana de la Tierra. La
Iglesia admitió la teoría de Tolomeo frente a las de Pitágoras,
Aristarco o Eratóstenes, que conocían sobradamente la forma
esférica de la Tierra.
Sin embargo, en el siglo X, en
pleno Medievo constreñido por la Teología y la fosilización del
conocimiento, sabemos de la audacia del médico persa más famoso de
Bagdad, Rhazes, que aseveró que todo lo que contienen los libros
vale mucho menos que la experiencia de un médico que piensa y
razona.
No es fácil comprender con
nuestra mentalidad lógica y técnica las dificultades que se
presentaron a los estudiosos medievales cuando se dieron cuenta de
que las realidades observadas contravenían las enseñanzas
religiosas o tradicionales.
Por ejemplo, la mayoría de las
culturas antiguas adoptaron el concepto de que la Tierra es una
superficie plana que sustenta una cúpula celeste en la que se
mueven el Sol, la Luna y las estrellas y que contiene una región de
luz y felicidad eternas que es el Cielo, mientras que la región de
tinieblas y desdicha se encuentra bajo la Tierra, donde se suele
ubicar el Infierno.
Hay que suponer el
desconcierto que produciría descubrir, durante un eclipse de Luna,
que la sombra que proyecta la Tierra es siempre circular y no
plana. Esta observación, separada de la anterior idea religiosa,
hace comprender que hay un error derivado de la contemplación a
simple vista. Pero, si no se separa de dicha idea, pone en peligro
las moradas de dioses, ángeles y demonios.
Por eso, los estudiosos
medievales recurrieron a explicaciones que hoy nos parecen ilógicas
y absurdas. En pleno Renacimiento, el anatomista Jacobo Silvio,
cuando Andrés Vesalio le hizo ver los errores que Galeno cometiera
en su descripción del cuerpo humano, respondió que no había tales
errores, sino que era la naturaleza humana la que se había
modificado desde los tiempos antiguos.
Otro ejemplo de inmovilismo
es el de la representación de la anatomía femenina. La escuela de
Galeno explicó el útero de la mujer a partir del útero de una
coneja, representándolo con dos cuernos y siete cavidades internas.
Y cuando, ya en el siglo XVII, un anatomista y zoólogo de la
Universidad de Leiden, Jan Swammerdam, inyectó cera en un útero de
mujer disecado y obtuvo la forma auténtica, muchos médicos
continuaron interpretándolo según la doctrina de Galeno.
Hay que tener también en
cuenta un factor importante que inhibió cualquier avance científico
en la Edad Media. Occidente fue, como hemos dicho, poblado por
tribus bárbaras que tuvieron como objetivo, salvo excepciones,
integrarse en el Imperio Romano y formar parte del mundo
civilizado.
Esa admiración supone un
sentimiento de inferioridad, una conciencia de la propia incultura,
que llevó a aquellas gentes a fijar la perfección en el mundo
clásico, el que Grecia y Roma habían creado y habían
disfrutado.
Por tanto, si la perfección
se hallaba en los clásicos, los científicos y los artistas
medievales no podían por menos que considerarse discípulos de
aquellos sabios y de aquellos artistas de la Antigüedad y así
aceptaron plenamente sus principios filosóficos, sus teorías
científicas y trataron de emular su arte y su literatura.
La cerrazón en torno a una
doctrina religiosa o a una teoría científica tuvo las mismas
consecuencias que la obstrucción religiosa: la detención del
progreso y la ausencia de crítica. En este plano, la
Biblia, el Talmud o el Corán contenían
la suma de todo el saber y no había verdad alguna que se les
opusiese. En el plano científico, Aristóteles o Tolomeo habían
dejado un legado de ciencia inamovible y no podía haber tampoco
verdad alguna que les llevase la contraria. Téngase en cuenta que
fueron traducidos y adaptados por científicos religiosos, lo que
asoció sus doctrinas a la revelación. Si Dios había dictado una
doctrina en la Biblia o en el Corán o bien la
había mostrado a los traductores escolásticos, ningún sabio humano
podía refutarla.
Otro problema surgió al
discutir la edad de la Tierra. Según la Biblia, tenía por
entonces seis mil años y había sido creada en siete días. Pero, por
fortuna para los científicos, cuando se planteó esta cuestión ya se
había aceptado formalmente el sistema heliocéntrico de Copérnico y
la Tierra había sido destronada de su posición en el centro del
Universo, aunque, eso sí, tras larguísimos debates, amenazas de
muerte y persecuciones.
Como el asunto solar resultó
a favor de la ciencia, la Iglesia se lo pensó dos veces antes de
oponerse ciegamente al planteamiento de la edad de la Tierra. Al
fin y al cabo, la controversia no atacaba tan a fondo la verdad
revelada como lo hizo en su momento la cuestión del heliocentrismo.
Finalmente, se llegó a la solución de contar los años transcurridos
antes y después de la muerte de Cristo, contabilizándose los
anteriores según la vida de los patriarcas bíblicos. Recordemos la
enorme longevidad que se ha atribuido a estos venerables personajes
debida a la teoría de que, antes del diluvio universal, hubo un
equinoccio perpetuo que no estaba sometido a los embates y
variaciones de la Naturaleza, pero, más tarde, el diluvió desplazó
el eje terrestre y el resultado fue que la Tierra se convirtió en
un pantano que dio lugar a la fermentación de la sangre y a la
debilidad de las fibras (A. Arcimis, Historia de los conflictos
entre la religión y la ciencia).
Como aquello no era
suficiente para aclarar la longevidad de los patriarcas, se dispuso
que los años contados en el Antiguo Testamento no eran
años solares, sino años lunares, por tanto, mucho más cortos. Aún
así, el cómputo del tiempo dio lugar a sorpresas, como la aparición
de hijos de patriarcas cuando estos apenas alcanzaban los 4 ó 5
años de edad.
Ya en tiempos de los griegos,
cuando la razón y el pensamiento científico luchaban ardorosamente
contra el pensamiento mágico y el inmovilismo, Anaxágoras había
expresado el desconcierto de la mente al comprobar que nada de lo
hasta entonces aceptado como cierto seguía siéndolo una vez
sometido a un análisis lógico: "Nada se puede saber, nada se puede
aprender, nada puede ser cierto. El sentido es limitado, la
inteligencia es débil y la vida es corta."
Pero el saber medieval no
solamente se compuso de errores. Mientras la barbarie se adueñaba
de Europa y el panorama cultural se hacía desolador, los
monasterios guardaban las obras de la Antigüedad, el legado
cultural de las llamadas Siete Artes Liberales formadas por el
Trivium, que incluía la Gramática, la Retórica y la
Dialéctica, y el Quadrivium, que incluía la Aritmética, la
Geometría, la Música y la Astronomía.
Las Siete Artes Liberales se
conservaron, pues, en monasterios como los que fundaron en Irlanda
Patricio, Columbano, Bonifacio o Beda el Venerable, entre los
siglos V y VII, porque Irlanda fue el único país que se libró de
las invasiones bárbaras y de las razias destructoras de los pueblos
del Norte.
Más tarde, todos los
monasterios tuvieron su biblioteca, su escritorio y su escuela,
donde se daba formación a los aspirantes a clérigos. Hasta el siglo
VIII, la ignorancia se había extendido incluso a los religiosos,
muchos de los cuales ni siquiera eran capaces de decir Misa sin
tropezar con el latín, pero un día Carlomagno propició la
reconstrucción intelectual de Europa, rodeándose de aquellos
clérigos que se habían dedicado a conservar los antiguos
conocimientos, como Alcuino de York o Eginardo.
Cuentan que Alcuino manejaba
tan bien la docencia como la flauta y que ambas daban los mejores
resultados cuando su ejercicio iba precedido de una jarra de vino.
Con vino o sin vino, fue él precisamente quien hizo llegar el
Trivium y el Quadrivium desde las Islas
Británicas a las escuelas episcopales y palatinas que Carlomagno
hizo crear durante el periodo que se conoce como Renacimiento
Carolingio. Un renacimiento, por cierto, que murió con su impulsor,
porque el hijo y sucesor de Carlomagno, Luis el Piadoso, conocido
como Ludovico Pío, fue la antítesis de su padre, débil, servicial y
pobre de espíritu y, lejos de rodearse de sabios y literatos, dejó
la ciencia a un lado y permitió, indolente y depresivo, que la
sociedad cayera de nuevo en la oscuridad anterior.
Los monasterios multiplicaron
su labor difusora del conocimiento en ese tiempo en el que
surgieron figuras como Rábano Mauro (Rábano el Negro) o Isidoro de
Sevilla, herederos de Boecio, Casiodoro o Beda. Esta labor difusora
consistió, como sabemos, en copiar, traducir e ilustrar aunque
también, como asimismo sabemos, en depurar para adecuar los
escritos de los antiguos paganos a la doctrina de la Iglesia,
eliminando lo inadaptable o interpolando lo necesario. Por eso
encontramos anotaciones piadosas o incluso referencias a temas
cristianos en autores escépticos, paganos o totalmente ajenos al
cristianismo, como Flavio Josefo. Y por eso no encontramos textos
originales de autores contrarios a las enseñanzas cristianas, como
Juliano el Apóstata o Marción del Ponto.
Las escuelas monacales
extendieron sus aulas al exterior, creando escuelas externas para
los hijos de los señores que acudían a formarse en ellas. De esta
manera, la educación de los jóvenes en casa de un señor de mayor
rango, se amplió con los conocimientos que impartían los
monasterios.
De las escuelas monacales,
episcopales y palatinas surgieron, ya en el siglo XII, las escuelas
catedralicias y, en el XIII, las universidades, bajo la influencia
de los árabes y con el visto bueno de la Escolástica.
El mundo árabe y la
Escolástica marcaron precisamente los dos despertares a la
curiosidad, a la observación y a la investigación. Pero siempre, en
ambos casos, se buscó la huella de Dios en el Universo y el influjo
de la Providencia en la historia de la Humanidad.
Las primeras universidades que
se fundaron en Europa fueron las de Bolonia y Salerno. En España,
la de Palencia, en el siglo XIII, seguida de las de Salamanca y
Sevilla. En ellas, como en las restantes universidades y antes en
las escuelas monásticas, se estudiaban libros religiosos y textos
de los maestros aprobados, como Aristóteles, Pedro Hispano o Tomás
de Aquino. En Jurisprudencia, se estudiaba el código de Justiniano
y, en Medicina, los textos de Avicena, Hipócrates y Galeno.
Naturalmente, se partía del hecho irrefutable de que la doctrina
sagrada era la ciencia de la sabiduría por excelencia.
Junto con las escuelas
monacales, las madrasas musulmanas iluminaron también las tinieblas
medievales. Los árabes se lanzaron a difundir su nueva fe, el
Islam, que significa sometimiento a Dios, como siglos antes se
lanzaran los cristianos a difundir su Evangelio, que significa
buena nueva.
Desde Arabia se encaminaron a
Siria y luego a Egipto, Libia, Túnez, Argelia, Marruecos y a la
Península Ibérica. En Egipto y en Siria, los árabes cultos como
aquel Amru del que hablamos anteriormente se dejaron influir por
las corrientes culturales de dos minorías: los judíos de la
diáspora y los cristianos nestorianos.
Los judíos de la diáspora eran
descendientes de todos aquellos que fueron expulsados de Jerusalén
tras la destrucción de Tito, en el año 70, y la de Adriano, en el
año 130, ambas provocadas por revueltas militares judías contra
Roma, encabezadas por distintos mesías. Adriano no se limitó a
arrasar Jerusalén y a construir sobre ella una ciudad romana
dedicada a Júpiter Capitolino, sino que prohibió el regreso de los
judíos hasta el fin de los tiempos, llegando, según dicen, a
colocar un cerdo de mármol sobre la puerta que mira a Oriente, para
que no volvieran a sentir deseos de entrar en ella.
En cuanto a los nestorianos,
formaban una secta declarada herética en el siglo V, porque su
líder, Nestorio, negó que María pudiera ser madre de la naturaleza
divina de Jesús y aseguró que únicamente podía ser madre de la
naturaleza humana. Afirmó esto, una vez proclamado en un concilio
que en Cristo coexistían ambas naturalezas, lo que costó más de un
siglo de disputas, persecuciones, escaramuzas y matanzas.
El concilio de Éfeso declaró
hereje a Nestorio y le condenó al exilio. Él y sus seguidores, los
nestorianos, se refugiaron en Siria, lejos de Constantinopla. Allí,
en la ciudad de Edesa, fundaron un hospital, llevaron consigo la
Escuela de Medicina Metódica, que alcanzó gran prestigio, y un
núcleo cultural que se encargó de traducir al sirio los textos de
los clásicos que los exiliados se llevaron al destierro.
Pero como Siria seguía siendo
tierra bizantina, el largo brazo de la Iglesia llegó hasta allí con
nuevas persecuciones, obligando a los herejes a salir del dominio
cristiano y refugiarse en Persia, donde la dinastía Sasánida, mucho
más tolerante, les permitió no solamente instalarse, sino recrear
la escuela Metódica y retomar la traducción de escritos antiguos,
cediéndoles tierras y recursos para fundar su escuela de filosofía
y medicina hipocrática en la ciudad de Djondishbur (Jundisapur o
Gondisaphur), una ciudad que había sido fundada hacia el año 350
por el rey sirio Saphur.
El lema de los nestorianos era
"lejos de nosotros una reina del cielo," algo que coincidió con los
judíos, quienes no admiten que Dios pueda tener un hijo y mucho
menos de una mujer, y también les acercó a los musulmanes, para
quienes Jesús fue un profeta pero nunca hijo de Dios.
Los nestorianos fueron, pues,
bien acogidos por los musulmanes cuando estos difundieron el
Corán en Asia y encontraron tanta sabiduría en la escuela
de Gondisaphur. Allí precisamente nació la medicina árabe que tanta
importancia adquirió a partir del siglo X y de la que hablaremos
más adelante. Harún al-Rashid, el califa de las Mil y una
noches, puso a un nestoriano, Juan Marue, al frente de las
escuelas públicas de Bagdad.
En cuanto a los judíos de
Siria y Egipto, muchos de ellos médicos, se asociaron a la escuela
de los nestorianos tras refugiarse en tierras persas huyendo de las
persecuciones de que eran víctimas en Europa. Los persas fueron
tolerantes, como vemos, con todas las religiones.
Por tanto, los musulmanes
decidieron un día dejar a un lado el fanatismo y aceptar la
influencia de las verdades científicas que recogieron de manos de
los judíos y de los cristianos nestorianos. Antes de que hubiera
transcurrido un siglo desde la muerte de Mahoma, la filosofía y la
literatura grecorromanas se habían traducido al árabe.
En el siglo VIII, el califa
al-Mansur había trasladado la capital de Damasco a Bagdad, ciudad
que fundó en 762, y había erigido escuelas de Medicina, Astronomía
y Jurisprudencia, pero fue su nieto, el citado califa de las
Mil y una Noches, quien mandó agregar una escuela a cada
mezquita. Así nacieron las madrasas, adosadas a las mezquitas como
las escuelas cristianas nacieron adosadas a la catedral o al
monasterio. Y al igual que las bibliotecas cristianas contaron con
su escritorio destinado a copiar y traducir, las bibliotecas
musulmanas fueron dotadas de una sala para este propósito.
En sus invasiones, los
musulmanes no pretendieron implantar una revolución islámica, sino
que mantuvieron la estructura de tradiciones y técnicas de los
países invadidos, respetando además las religiones cristiana y
judía, puesto que ambas proceden de la misma fuente en que bebió
Mahoma, la Biblia o, como ellos la llaman, El
Libro.
Igual que los cristianos, los
musulmanes adoptaron el método inductivo de Aristóteles y tuvieron
una etapa escolástica de adecuación del mundo clásico a la doctrina
del Corán, para que nada se opusiese a la palabra de
Dios.
Si hubo en la historia antigua
una mujer que conociera a fondo el arte de argumentar, fue, sin
duda, Aspasia de Mileto. Nos ha llegado noticia de su belleza y su
talento, ya que fue una de las pocas mujeres sabias que aparecen en
la historia antigua.
Aspasia fue hetaira, es decir,
cortesana, pero no prostituta ni propietaria de un prostíbulo, como
la han acusado escritores ignorantes o maliciosos, sino una mujer
sabia, culta y rica que tuvo en Atenas una escuela de Retórica
frecuentada por filósofos tan notables como Sócrates o Anaxágoras,
que llevaban a sus esposas a escuchar las lecciones de oratoria de
la ilustre milesia.
En aquellos tiempos, las
esposas eran flores de estufa confinadas en el gineceo, respetadas
como madres y dedicadas a mantener el hogar y la lámpara que
iluminaba a los difuntos de la familia. No es creíble que ningún
hombre hubiera llevado a su mujer a casa de Aspasia de haber tenido
esta un prostíbulo disfrazado de escuela, como señalan los
acusadores.
La Retórica nació en Atenas,
en el siglo V antes de nuestra Era, como arte de argumentar y de
convencer. De ella nacieron los retóricos y los sofistas, que
consideraron que el talento de discurrir era en sí mismo un fin y
un medio, es decir, que se dedicaron a desarrollar su capacidad de
discusión y de bien decir, sin tener en cuenta el contenido del
discurso.
Los jóvenes atenienses
asistían a las clases que impartían aquellos maestros, para
aprender argumentos y sutilezas con los que ganar un pleito o
conseguir un empleo. Un típico ejemplo del quehacer de los sofistas
es la siguiente demanda de los discípulos:
"Maestro, demuéstranos que
Dios existe."
"Maestro, demuéstranos que
Dios no existe."
A ambas peticiones accedía el
maestro imperturbable, con verbo aparatoso y argumentos opuestos
pero que siempre desembocaban en el resultado apetecido.
Platón y Aristóteles
consideraron este arte como un ejercicio de sabiduría aparente,
pero no real, llamando a los sofistas "artistas en discursos".
Cuentan que Demóstenes y sus seguidores tuvieron una facilidad
asombrosa para mentir, pero que únicamente pueden detectarse sus
mentiras analizando las contradicciones de sus disertaciones.
Sin embargo, Roma, que
conquistó el mundo griego, se dejó cautivar por su cultura y
absorbió sus conocimientos, artes y técnicas de tal forma que los
jóvenes romanos estudiaban griego antes que latín (el griego era
una lengua mucho más rica y evolucionada que el latín) y nadie se
consideraba instruido si no era capaz de mantener una discusión en
griego, ya que la Retórica fue muy apreciada y considerada el arte
por excelencia de la persuasión por personajes como Cicerón o
Quintiliano. Séneca, filósofo cordobés del siglo I, fue conocido
como Séneca el Retórico.
La Retórica y la Sofística surgieron en Atenas como artes de
argumentar y convencer con la palabra. Como todas las artes y las
ciencias, se trasladaron a Roma y más tarde a la Edad Media.
Séneca, el filósofo cordobés del siglo I, fue conocido como Séneca
el Retórico.
Los jóvenes pertenecientes a
las capas altas de la sociedad romana debían completar su
instrucción en Atenas o Rodas, para aprender directamente de los
maestros griegos el arte de argumentar, imprescindible para
dedicarse a la abogacía o a la política.
Y dicen que era tan complejo
y exigente su estudio, que algunos ejercicios se basaban en
argumentar hasta convencer al interlocutor para que se
suicidase.
La Edad Media adoptó el
método del debate como parte de la enseñanza, entendiendo que,
hasta que apareció la Retórica, la Filosofía no fue más que
especulación en solitario, pero con la exposición y la
argumentación, se socializó y se popularizó. Ya Agustín de Hipona
en el siglo V había aconsejado utilizar la retórica de Cicerón en
la Iglesia para mejor transmitir su mensaje, y, siguiendo su
recomendación, junto con las de Boecio y Casiodoro, las escuelas
monacales introdujeron la disputatio para ampliar el
aprendizaje, después de la lectura, la meditación y la
cuestión.
Claro está que estas técnicas
llevadas al terreno religioso produjeron un sinnúmero de
especulaciones y sofismas como el antes mencionado de Anselmo de
Canterbury o los que abundan en la Suma Teológica de Tomás
de Aquino. Especulaciones y sofismas que dieron asimismo lugar a no
pocas herejías.
Probablemente, el mejor alumno
cristiano que tuvieron en aquellos días los matemáticos musulmanes
fue Leonardo de Pisa, más conocido por Fibonacci por ser hijo de
Bonaccio, un comerciante italiano del siglo XII. Los comerciantes
eran entonces personas muy dinámicas, que viajaban constantemente
para colocar sus mercancías en otros países o bien para adquirir
novedades exóticas que se venderían después en el país de origen.
Bonaccio acostumbraba a viajar por los países musulmanes y siempre
llevaba consigo a su hijo Leonardo, que adquirió grandes
conocimientos de matemáticas de los maestros egipcios o
sirios.
El Scriptorium de los monasterios reunía a los estudiosos
para copiar, traducir o adaptar los escritos antiguos. Siguiendo
las técnicas griegas, las escuelas monacales incluyeron la disputa
para aumentar el aprendizaje.
Cuando el joven Leonardo
conoció el sistema decimal y la numeración que empleaban los
árabes, que son los mismos que utilizamos hoy, los quiso adoptar
inmediatamente, desechando el sistema duodecimal y la numeración
romana utilizados hasta entonces, que eran los únicos que se
conocían en Europa. No hay más que probar a operar con números
romanos para comprender el entusiasmo del joven.
Y para dar a conocer a todo el
mundo las bondades del nuevo sistema, Fibonacci escribió un libro
titulado El libro del ábaco, en el que explicaba la
facilidad que supone operar con los guarismos árabes frente a la
dificultad de hacerlo con los números romanos, aun cuando se
utilizara para ello un ábaco a base de bolas que se desplazaban a
uno u otro lado para contar unidades, docenas, etc., porque además
se empleaba el sistema duodecimal.
Naturalmente, lo que Fibonacci
esperaba era una reacción favorable y entusiasta de los matemáticos
europeos y la adopción inmediata de la numeración árabe en todas
las escuelas, pero no fue así, sino que inmediatamente surgieron
científicos y usuarios del ábaco que defendieron a ultranza el
sistema romano, alegando que el ábaco facilitaba de tal manera las
operaciones que resultaba innecesario cambiar de método y era
absurdo aprender un nuevo sistema con las complicaciones que eso
suponía.
Frente a estos partidarios del
inmovilismo, que se declararon abacistas, se alzó un grupo de
matemáticos dispuestos a modificar el sistema, a adoptar
inmediatamente las cifras árabes y a dejar a un lado para siempre
la numeración romana, que empleaba letras en vez de números y que,
además, carecía del cero, lo que dificultaba enormemente las
operaciones complejas.
Por desgracia para el joven
pisano, el Gremio de Comerciantes de Pisa se adhirió al grupo de
los abacistas, por lo que la presentación de su libro en su ciudad
natal resultó un fracaso rotundo. Los gritos, silbidos y abucheos
de sus paisanos, acompañados de algún que otro lanzamiento de
productos hortícolas, le impidieron describir la utilidad del nuevo
método, hasta que decidió ofrecer una explicación gráfica.
Se dirigió a la pizarra
colocada al efecto y escribió la fecha del día con las dos
numeraciones: 28-11-1202 y XXVIII-XI-MCCII. La sorpresa de los
asistentes le brindó el silencio oportuno para iniciar su
explicación, acompañada de juegos matemáticos en los que colaboró
el propio alcalde de Pisa. Lo que más sorprendió a todos fue el 0,
una cifra inventada en la India y que hasta entonces no se conocía
en Europa. Hubo preguntas, cálculos, planteamiento de problemas,
gritos en pro y en contra del nuevo sistema y, sobre todo,
ejercicios prácticos, ya que los presentes eran todos usuarios del
ábaco que empleaban en su quehacer diario de compra o venta.
(Joaquín Collantes, El cero de Fibonacci, Centro Virtual
de Divulgación de las Matemáticas.)
Mucho debatieron y muchas
explicaciones se dieron en aquella ocasión, pero los grupos
enfrentados no llegaron a ponerse de acuerdo y continuaron
discutiendo con mayor o menor acritud durante trescientos años, ya
que solamente en el siglo XVI se introdujeron las cifras arábigas
en las universidades latinas.
Los debates científicos fueron
numerosos, largos y, sin duda, enriquecedores. Una de las querellas
más interesantes fue la que nos ocupa entre los abacistas y los
algoritmistas, partidarios los unos de contar por medio del ábaco
y, los otros, por medio de algoritmos.
Boecio y Pitágoras eran
entonces el prototipo de sabios matemáticos. En la Margarita
Philosophica, un tratado de 1503, encontramos un grabado que
muestra a Pitágoras manejando un ábaco de bolas extendido sobre una
mesa y a su lado a Boecio, manejando la pluma y el tintero y
trazando cifras sobre otra mesa.
LA NUMERACIÓN
INDOÁRABE
Hasta la mitad del siglo IX, la única numeración que se conocía en
Europa era la romana que, además de ser compleja porque utiliza
letras en lugar de cifras, carece de algo tan importante como el
cero. Entonces, el matemático persa al-Khowarizmi (que latinizó su
nombre, siguiendo la costumbre de la época, convirtiéndolo en
Algoritmus) publicó un libro cuyo título árabe se comprimió para el
mundo cristiano convirtiéndose en al-Jabr y que, al igual que el
nombre de su autor, se latinizó y terminó transformándose en
Álgebra.
Este libro dio a conocer al mundo occidental los números que
utilizaban los indios desde tiempo atrás y que además contenía el
0, un número al que estos llamaban sunga, el vacío. Los árabes
aprendieron no solamente los números de los indios, sino también el
álgebra y la astronomía a partir del año 762, cuando, siendo califa
Harún-al-Rashid (de nuevo el de las
Mil y una Noches), un
astrónomo indio fue a Bagdad para ayudar a los sabios mahometanos a
traducir al árabe algunas tablas matemáticas indias em - plea das
en cálculos algebraicos y obras de ingeniería y por primera vez se
introdujo en el mundo musulmán la simbología de los números y se
escribió en la corte de los abbasidas con los signos que hoy
utilizamos.
El tratado de Al Khowarizmi fue traducido al latín por Gerardo de
Cremona y en él aparecieron por primera vez en Occidente términos
árabes que hoy empleamos, como álgebra, algoritmo o guarismo. Este
tratado expone, además, el sistema decimal indio que se introdujo
entonces en Europa, ya que la obra del matemático persa se incluyó
en los estudios universitarios en el siglo XVI, tras finalizar la
querella entre abacistas y algoritmistas, y se adoptó
definitivamente la numeración india aportada por los árabes que hoy
llamamos numeración arábiga.
Una de las mayores
preocupaciones medievales fue averiguar qué era del alma humana
después de la muerte, durante el tiempo que habría de transcurrir
hasta el Juicio Final, mientras el cuerpo aguardaba sepultado en
terreno sagrado. Entonces ya se sabía que los buenos irían al cielo
y los malos al infierno, pero, ¿y mientras?
Había quien aseguraba que las
almas de los difuntos vagaban en torno a las tumbas de los
cementerios. Otros sostenían teorías semejantes a la de la Santa
Compaña, según la cual, los espíritus vagan por los aires en
fúnebre comitiva. Todo el problema derivaba de la arbitrariedad de
San Pedro, que podía abrir o cerrar las puertas del cielo a una o a
otra alma, sin que nadie terminase de esclarecer qué criterio
seguía.
Finalmente, el papa Gregorio
Magno decidió que debería arbitrarse un lugar intermedio donde las
ánimas de los difuntos esperasen la consumación de los tiempos y,
de paso, hicieran penitencia por sus pecados y por ello instituyó
el Purgatorio. Y ya tuvieron las almas un lugar de espera adecuado,
excepto algunas que, por distintas razones, continuaron vagando por
el mundo de los vivos.
Sin embargo, en Asia, este
asunto se había resuelto desde tiempos muy antiguos porque la
teología de los Veda, los libros sagrados de la revelación
india, presentan un espíritu universal que llena todas las cosas,
llamado el Espíritu Supremo, del que emanan las almas de los
hombres y al que han de regresar cuando se cumpla su tiempo. Es
decir, el alma es emanada y después absorbida. Y en la absorción se
produce una deificación junto con la pérdida de los recuerdos de
experiencias pasadas, con lo que el alma vuelve siempre a su estado
primitivo, dispuesta para ser de nuevo emanada y dar vida a otro
ser.
Ni en India ni en China, pues,
existía la preocupación que tuvo en jaque a toda Europa hasta que
se arbitró el Purgatorio.
Sabios griegos como Pitágoras
y Aristóteles introdujeron esta doctrina oriental de la emanación y
la absorción y, cuando Alejandría se convirtió en el centro
cultural del mundo occidental, un siglo antes de nuestra Era,
filósofos judíos como Filón, en el siglo I, la aceptaron y después
también la admitieron filósofos cristianos, como Juan Escoto
Erigena que vivió en el siglo IX.
Erigena intentó conciliar esta
filosofía con la doctrina cristiana pero se le adelantó la censura
eclesiástica y hubo de renunciar a tan elevado objetivo, objetivo
que compartieron numerosos filósofos cristianos, judíos y
musulmanes, porque todos ellos intentaron conciliar la filosofía
con el dogma.
Pero ya dijimos anteriormente
que conciliar la filosofía con la religión ha de hacerse a expensas
de la primera, porque la segunda no cede. La religión, sea cual
sea, se entiende revelada por la deidad y la deidad no yerra ni
rectifica. Y, tanto para los cristianos como para los musulmanes o
muchas sectas judías, toda esta trama de transmigración de almas y
panteísmo ocultaba al menos un punto de herejía.
Durante la ocupación árabe de
Egipto, los musulmanes encontraron en Alejandría numerosas
oportunidades de conocer la filosofía de boca de los judíos y allí
fue donde trabaron conocimiento con la doctrina de la emanación y
la absorción. Se tradujo, se transmitió y se difundió y un día
encontró en Averroes, el filósofo musulmán más eminente, su
receptor por excelencia.
Ibn Rusd o Averroes, como el
mundo cristiano le conoce, era cordobés, vivió entre 1126 y 1198 y
fue, además de filósofo y médico, juez en Córdoba y en Sevilla. Él
también intentó, como tantos otros, conciliar la filosofía con el
dogma, pero no lo consiguió en su totalidad porque el pensamiento
musulmán estaba tan ligado a la idea de Dios como lo estaba
entonces el cristiano.
Dejó a un lado a Platón y
escribió numerosos libros comentando el pensamiento de Aristóteles
sobre la doctrina de la emanación y la absorción que da al Espíritu
Supremo el nombre de Inteligencia Activa, una inteligencia
universal que abarca el Universo, de la que emana la inteligencia
individual que constituye el alma humana y que después vuelve a ser
absorbida por ese alma universal.
Además, dice el escritor sirio
Ikram Antaki que Averroes decidió dejar a un lado la fe y buscar el
saber humano utilizando la razón, al contrario de lo que hizo
Avicena, que no se atrevió a arreglar cuentas con la religión y que
la acató a expensas de su propio pensamiento, mientras que Averroes
no cayó en tal hipocresía y se expresó, en aquellos tiempos
oscuros, como librepensador, porque para él la felicidad suprema
fue siempre el saber.
Aunque Averroes insistió en
que, dijera lo que dijera Aristóteles, no había más que una verdad
y era la Verdad con mayúsculas contenida en el Corán, lo
cierto es que su pensamiento dio alas a la imaginación para
saltarse las normas de la religión.
La Europa cristiana se
impregnó de lo que, desde entonces, se llamó averroísmo y en él
bebieron eminentes doctores judíos, como Maimónides, y notables
filósofos, como Roger Bacon o Miguel Escoto. Llegó a ponerse de
moda entre los laicos instruidos italianos del siglo XIII, entre
otras cosas porque descubrió al mundo cristiano que, entre los
musulmanes, aquellos enemigos de Dios, existían sultanes piadosos,
como Harún-al-Rashid que devolvió a Carlomagno las llaves del Santo
Sepulcro, y filósofos excelentes como Avicena o Averroes.
La idea que invadió Occidente,
ya que apenas tuvo influencia en Oriente, fue que existían dos
verdades, la verdad de la religión y la verdad de la Naturaleza y,
por si fuera poco, que la verdad de la Naturaleza era tan grande o
más que la verdad de la religión. Eso fue, al menos, lo que
interpretó el mundo cristiano, quizá necesitado realmente de un
impulso que le permitiera salir de las cadenas místicas sin
responsabilidad personal, ya que el responsable era otro, aquel
filósofo andalusí que escribía tales cosas.
Pero la censura religiosa
alcanzó pronto a la filosofía liberal averroísta; empezó por
discutir sus premisas y terminó por prohibirla en los tres frentes:
musulmán, judío y cristiano.
El primero en oponerse al
averroísmo fue Almanzor, pero no el califa que fundó Bagdad, sino
el militar andalusí que durante el califato de Córdoba fue conocido
con el nombre de al-Mansur, que significa "el Victorioso", nombre
que se convirtió con el uso en Almanzor. El mismo que, según las
leyendas cristianas, perdió el tambor en Calatañazor
[5]
.
Almanzor usurpó el califato al
hijo de al-Hakem II y, temeroso de revueltas, buscó apoyo entre los
musulmanes ortodoxos, para lograr cuyo favor, hubo de destruir
todos los vestigios de filosofías paganas, sobre todo la griega,
por aquello que ya dijimos que señala el sura XXX del
Corán. Naturalmente, en aquella criba perecieron los
escritos de Averroes y el propio filósofo fue expulsado de Córdoba
por traidor a la religión.
El médico, abogado y filósofo
judío cordobés Maimónides había también admitido la filosofía de
Averroes, propagando su doctrina en numerosos escritos, pero
también los judíos ortodoxos le acusaron de negar la Creación y de
privar a Dios de sus atributos. Quemaron sus libros en las
sinagogas de Toledo, Barcelona y Montpellier y vilipendiaron a
Maimónides que, de ser considerado el Águila de los Doctores, pasó
a ser acusado de apostatar de Abraham.
Otro tanto sucedió en tierras
cristianas, porque fueron los franciscanos quienes adoptaron el
averroísmo, con Roger Bacon a la cabeza, pero sus sempiternos
enemigos, los dominicos, no tardaron en reaccionar y en acusar a
esta filosofía de impulsar el fatalismo y de negar la
individualidad y a su autor, Averroes, de blasfemo, ya que, entre
otras cosas, equiparaba a las almas en cuanto a su destino y eso
significaba que el alma de Judas había tenido el mismo destino que
el de Jesús. Además, sus obras daban a entender que el hombre y la
Naturaleza eran tan importantes como Dios, lo que había sido,
naturalmente, acogido con júbilo por los jóvenes estudiantes de
París, provocando la revolución consiguiente. Todo porque había
asegurado que "la religión no es una sabiduría de última clase para
ignorantes".
Los comentarios de Averroes
sobre la doctrina aristotélica llegaron a enfrentarla con el dogma
cristiano por diversas razones, una de las cuales y quizá la más
importante, es que parece atribuir a Dios un papel inferior al del
Cosmos, que se le impone y al que no puede dominar.
En 1255, el papa Alejandro IV
encargó a Alberto Magno que elaborase los textos necesarios para
refutar esta doctrina. Después de numerosos debates, luchas e
intercambio de acusaciones, los libros de Averroes se llegaron a
prohibir y la Inquisición se ocupó de hacer desaparecer su
filosofía en el siglo XV.
Fue el último recurso que se
lanzó contra el averroísmo. El Santo Oficio se había creado para
luchar contra los cátaros y, una vez extirpada esa herejía y
aniquilados quienes la profesaban, su largo brazo se dirigió al
nuevo enemigo, el sabio musulmán que comentaba a Aristóteles en
contra de la doctrina cristiana y que, además, reclutaba cada vez
más adeptos apasionados entre los jóvenes estudiantes europeos,
encantados con la libre interpretación del averroísmo que les
liberaba del control divino. Si Dios no puede con la Naturaleza, si
no hay castigo ultraterreno, si no existe el infierno,
entreguémonos a la lujuria.
Aun así, de su fama de sabio
nos ha quedado la historia de la que fue testigo ibn Arabi de
Murcia. Expulsado, como dijimos, de Córdoba, Averroes murió en
Marraquech el 10 de diciembre de 1198 y allí fue enterrado, pero
solo temporalmente, porque tres meses más tarde sus restos mortales
fueron enviados a Córdoba para su enterramiento definitivo.
No fue un envío oscuro, sino
luminoso, porque el féretro, a lomos de una bestia de carga,
necesitaba un contrapeso para no balancearse y el contrapeso fue
todo un símbolo de reconocimiento de su sabiduría y toda una
valoración del importantísimo legado que nos dejó. Ibn Arabi cuenta
que vio pasar el ataúd de Averroes, cargado a un lado de la acémila
y, al otro, como contrapeso, todos sus libros. "Mas, dime," pensó,
"¿se cumplieron al fin sus anhelos?"