Capítulo 3
El hombre envuelto en el Cosmos

Cuenta Lola Ferré que,en el año 765, al-Mansur, segundo califa de la dinastía abbasí, enfermó gravemente en Bagdad, la nueva ciudad que había fundado y a la que había trasladado la capital del califato que sus antecesores, los derrotados omeyas, habían mantenido en Damasco.
Los médicos se afanaron por mejorar su salud, pero fracasaron uno tras otro, irremediablemente. Si el califa hubiera participado de otro tipo de filosofía tendente a la libertad, quizá los hubiera mandado crucificar en vista de su ineptitud, pero la filosofía musulmana afirma que es Dios quien dispone las cosas y que nada sucede sin su deseo. Era, por tanto, deseo de Dios que los médicos no fueran capaces de curar a su califa y no era oportuno castigarlos.
Si la historia es cierta, queda claro que fue el destino quien decidió que los médicos musulmanes no consiguieran sanarle, porque, habiendo conocido el califa la existencia de un hospital en la ciudad persa de Gondisaphur, aquel que fundaran los nestorianos en el siglo VI, hizo llamar a su director, Yiryis ibn Gibril, pidiéndole ayuda y este aplicó los muchos recursos de que disponía hasta conseguir curarle.
Ni que decir tiene que el califa abrumó a Yiryis con honores y que, en su agradecimiento, llegó a nombrarle su médico personal. También se interesó vivamente por aquellos conocimientos médicos de que los musulmanes no disfrutaban y, habiéndole explicado Yiryis que procedían de tiempos remotos, los mandó traducir al árabe y los dio a conocer a todos los médicos, dando origen a la nueva medicina musulmana que transformó la medicina del Profeta en la medicina islámica.

FOLKLORE MÉDICO Y RELIGIOSO

Claudio Eliano, escritor romano del siglo II, recreó una historia que a su vez parece que contó Hipys de Reggio, un cronista griego de tiempos de Darío y Jerjes, que escribió sobre Italia y Sicilia. Dice este autor que, en los tiempos en que la medicina griega se hallaba en manos de los sacerdotes y se ejercía en el interior de los templos de Asclepios, llegó al templo de Epidauro una mujer en cuyo vientre se había desarrollado una solitaria que ningún médico había conseguido hacer salir.
Los sacerdotes, convencidos de su papel de vicarios del dios, la hicieron tenderse en el lugar en el que Asclepios había de sanarla. A continuación, suponiendo que la única forma de extraer la lombriz era introducir la mano en el cuerpo de la mujer, tuvieron la gran idea de cortarle la cabeza. Acto seguido, uno de los sanadores introdujo el brazo hasta el interior de la mujer y sacó la solitaria, que era, al parecer, enormemente larga.
El problema vino a la hora de volverle a colocar la cabeza, porque por mucho que lo intentaron, no consiguieron el resultado apetecido. Afortunadamente, cuando ya desesperaban de recolocar la cabeza cortada, llegó el dios que regresaba a su templo y, viendo el desaguisado, reprendió severamente a los atrevidos sacerdotes. Después, él mismo repuso la cabeza a su dueña, que se despertó curada de su mal.
Antes que la ciencia, existió la magia. Antes que la medicina racional, existió la medicina teúrgica. No es posible encontrar textos médicos antiguos que no tengan implicaciones demonológicas o teológicas, porque la Antigüedad imputó la enfermedad a la cólera de los dioses o a la malquerencia de los demonios. Existen numerosos testimonios en forma de fetiches protectores para detener la acción diabólica o propiciar la acción curativa de la divinidad.

Las culturas antiguas imputaron la causa de la enfermedad a demonios malintencionados y procuraron su curación con oraciones y fetiches protectores, como esta figura que repele los diablos de la enfermedad.
La Medicina tuvo necesariamente que ser obra de los dioses. Dado que una de las primeras necesidades del ser vivo es evitar el sufrimiento, los hombres primitivos debieron de ver como algo sobrenatural la capacidad de curar que desarrollaron los primeros curanderos y chamanes, porque, gracias a la Paleontología, sabemos que, antes de que existiera la cirugía, ya había quien curaba y cerraba las heridas. Antes de que existiera la medicina razonada, hubo, por tanto, una medicina natural.
El hecho de atribuir la enfermedad a una acción sobrenatural supuso la creación de genios y demonios malignos o de dioses iracundos. De la misma manera, para neutralizar tal acción o mitigar la cólera de la deidad, hubo que inventar amuletos, encantamientos, plegarias, exvotos y sacrificios, así como ceremonias y prácticas totalmente irracionales. Además, los sacerdotes, que en todas las religiones se han erigido como intermediarios entre los dioses y los hombres, monopolizaron la capacidad de sanación y, con ello, consiguieron mayor poder sobre las gentes.
Nuestra cultura absorbió las ideas mágicas en forma de santos abogados de diferentes males, capaces de remediarlos o de evitarlos. En Bizancio, los santos abogados de la salud eran Cosme y Damián que, de alguna manera, ocupaban en Oriente el puesto del tándem occidental formado por Pedro y Pablo. Cuenta Álvaro Cunqueiro que, para curar las dolencias reumáticas, solían quemar en un braserillo sapos y ranas y, después, utilizando como pizarra la pared ahumada, escribían en ella el nombre de los dos santos.
Otro de los santos cristianos más antiguos es San Blas, médico armenio que, en el siglo IV, fue capaz de salvar la vida de un niño que estaba a punto de asfixiarse por una espina clavada en la garganta.
Comoquiera que Blas repitiera en otros pacientes la misma operación de extracción de huesos o espinas con éxito semejante, se convirtió en el santo patrón de este tipo de accidentes. Parece ser que quien difundió su virtud fue un médico griego cristiano, llamado Aecio, que extraía la espina o hueso atravesada en la garganta murmurando la oración siguiente: Blas, mártir de Cristo, te manda que subas o bajes.
Cuenta Antonio Castillo que esta tradición llegó a tierras hispanas con la siguiente historia que convirtió a Blas en patrón de los males de la garganta, no ya tan específicos, sino más generalizados.
Yendo de viaje en una noche fría y lluviosa, llegó el santo a una posada cuya propietaria no quiso admitirle, pero él insistió y el posadero, compadecido, le dejó entrar, por lo que la mujer, a disgusto, le dio una habitación con un serón roto por cama y la albarda mojada de un burro en la que había acarreado una carga de leña aquella misma tarde.
No sabemos si en castigo a sus males o para dar lugar al santo a demostrar sus poderes, el caso es que aquella noche la posadera enfermó de la garganta y padeció de tal manera que el huésped, al oírla quejarse, se levantó a curarla. Mojó el dedo pulgar en el aceite de la lámpara y trazó tres cruces sobre la garganta enferma que, como ya se supondrá, sanó inmediatamente.
Desde entonces, un canto popular andaluz describe la receta para curar males de garganta: Hombre bueno, mujer mala, serón roto, albarda mojá, cúrame la garganta, señó San Blas (Antonio Castillo, Folklore médico-religioso).
Quizá resulte más conocida la oración que se utiliza en casi todo el país cuando un niño se atraganta; una plegaria que se recita mientras se le dan golpes en la espalda: San Blas bendito, que se ahoga este angelito.

REMEDIOS MIXTOS

En los albores del pensamiento científico, en muchas culturas antiguas se llegaron a mezclar la magia y la ciencia, dando lugar a curiosas mixturas. En Sumer, por ejemplo, la causa de las enfermedades se atribuyó a los demonios, pero también existe un testimonio que demuestra que la curación no solamente estuvo en manos de sacerdotes y chamanes, sino de médicos que aplicaron tratamientos farmacológicos. Se trata de una tablilla extraída en las excavaciones de Nippur que contiene las recetas médicas recopiladas por un médico sumerio del tercer milenio antes de nuestra Era. Y en esa tablilla se mencionan exclusivamente remedios farmacéuticos, sin citar oraciones, encantamientos ni exorcismos. Además, son remedios que suponen buenos conocimientos de química, a base de sustancias minerales, vegetales y animales con las que preparar pócimas y ungüentos.
La farmacopea es, por tanto, una ciencia muy antigua. En el siglo IV antes de nuestra Era, surgió en Grecia una generación de médicos recolectores de hierbas medicinales que dejaron un importante legado, transmitido posteriormente a los romanos y más tarde a Bizancio. El más conocido fue Dioscórides Pedáneo, griego, naturalista y médico del siglo I, a quien debemos la descripción de 600 plantas y sus usos terapéuticos, todo ello contenido en su libro De materia medica. Cada cultura fue añadiendo sus descubrimientos, descripciones y experiencias, ampliando el tratado original con otros estudios sobre diferentes tipos de medicamentos no solamente vegetales, sino animales. Finalmente, la obra llegó a la Edad Media en forma de un manuscrito de medicina antigua que se conoce como Codex Vindobonensis.
Este manuscrito se inicia con una plegaria a la Santa Madre Tierra, solicitando su poder curativo. Después hay un texto en forma de carta de Hipócrates a Mecenas, donde le explica los principios de la salud y le ofrece consejos para mantenerla o recuperarla. Hay otra carta similar atribuida a Diocles y dirigida a Antígono (Diego Gracia Guillén, Medicina Antigua. Cuatro libros de medicina. Codex Vindobonensis).

La recopilación de herborismo de Dioscórides, De materia medica, sirvió de base para la confección de numerosos tratados de farmacología, muchos de los cuales todavía están vigentes.
Más adelante aparece otra plegaria a todas las poderosas hierbas medicinales, pidiendo que su virtud curativa garantice una buena medicina y, a continuación, encontramos un extracto de libros médicos antiguos sobre plantas y remedios.
Cada planta descrita va acompañada por la lista de virtudes que posee y las enfermedades que puede curar, utilizándola en cocimientos o ungüentos. A algunas atribuye tales poderes curativos, que asegura son capaces de unir nervios cortados, como la Vettónica. Claro es que hay que saber que esta planta, la Vettónica, fue descubierta por el propio Asclepios, dios griego de la Medicina que también se conoce por Esculapio.
Hay recetas mixtas, como el jugo de Polígono que se debe mezclar con pimienta para detener las hemorragias de la menstruación, pero es imprescindible rogar previamente a la planta que contenga el flujo y, además, es preciso recolectarla en jueves y con luna menguante.

LA HERENCIA GRECORROMANA

Las ciencias más antiguas proceden de China o de la India. Hemos visto que fueron los indios quienes solucionaron el problema del 0 y el de las operaciones con números. También sabemos que fueron los chinos quienes inventaron la imprenta, que utilizaban desde el siglo XI, así como la brújula, invento que recogieron más tarde los árabes.
Sin embargo, igual que en Europa la religión detuvo el progreso durante la Edad Media, en China fue la burocracia la que aplastó la iniciativa, de modo que su saber se estancó en un nivel similar al del Renacimiento europeo. Ya sabemos que, por ejemplo, la imprenta se reinventó en Europa en el siglo XV, cuando los chinos la empleaban desde cuatro siglos antes.
Por su parte, tampoco el saber evolucionó en la India, porque los indios no aceptaron recibir información del mundo exterior, aunque entregaron generosamente todo su saber a los de fuera.
EL HOMBRE-PERRO
Asclepios o Esculapio no es un dios originalmente griego ni mucho menos romano, sino egipcio. Su nombre procede de dos palabras egipcias, aish, que significa hombre, y caleph, que significa perro. Aishcaleph era el hombre-perro egipcio encargado de ladrar y avisar de la aparición de la estrella Sirio, el astro-perro que anunciaba la canícula y, con ella, el hecho más importante para la vida de Egipto, el desbordamiento del Nilo que inundaba las tierras de sus márgenes y convertía el yermo desierto en una vega fértil y lujuriosa.
Por ello, los sacerdotes sacaban del templo la imagen de Anubis en esos días y le colocaban una pluma en la mano como símbolo del recuento de metros que había de ascender el nivel del río. Con el tiempo, el pueblo asoció a Anubis con los dones más esperados, como el bienestar y la salud, y terminó convirtiéndose en dios de la Medicina.
En el siglo VII antes de nuestra Era, los griegos, que tendieron un puente social, comercial, cultural y artístico entre Egipto y Grecia, aprehendieron los secretos médicos egipcios y babilónicos, junto con el conocimiento de las demás ciencias, y adoptaron también al dios médico al que llamaron Apio, hasta que este dios llegó a sanar a Esclen, tirano de Epidauro, quien le agregó su propio nombre, convirtiéndole en Asclepios o Esculapio.
Galeno asegura que el inventor de la Medicina fue el dios Apolo y que Esculapio no hizo más que aprenderla y perfeccionarla. De ello se hizo eco Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, en las que añade que, al morir Esculapio, estuvo prohibido medicar hasta que nació Hipócrates, engendrado por el dios en la isla de Cos.
Algunos autores, como Tertuliano, señalan al centauro Quirón, el centauro sabio tutor de Aquiles, como inventor de la Medicina, pero hay que tener en cuenta que Quirón, con toda su sabiduría de semidiós, murió a causa de una herida que no fue capaz de curarse, si bien es cierto que, en compensación, los dioses le ascendieron al cielo para formar la constelación de Sagitario (I. Rodríguez y Fernández, Historia crítica de la Medicina).
Estos pueblos comunicaron su cultura sin aceptar las de los demás. Así, en China siguieron creyendo que el mundo funciona mediante la armonía de todos los elementos, mientras que en Occidente se adoptaba el concepto del átomo. Sin embargo, su visión de un Universo sometido a las fuerzas opuestas y complementarias (el Yin y el Yang) fue aceptada en la Edad Media, a la que legaron su filosofía y su concepto de la medicina.
La medicina medieval, como casi todas las ciencias, fue un trasunto de la medicina grecorromana. La medicina griega empezó en los templos, como hemos visto, hasta que los filósofos se decidieron a rescatarla, incluyendo su estudio en el campo de sus especulaciones, lo que produjo los primeros conocimientos teóricos, erróneos o acertados, pero propios. Por eso, los primeros médicos fueron filósofos, como sucedería siglos después entre los médicos musulmanes y muchos médicos cristianos y judíos. Demócrito y Epicuro, entre otros, sostuvieron que la Filosofía es hermana de la Medicina, porque la primera libera el alma de las pasiones y la segunda expulsa las enfermedades del cuerpo.
Parece que el primer filósofo griego que decidió incorporar el campo de la Medicina a sus estudios fue Tales de Mileto, fundador de la Escuela Jónica, que vivió entre los años 624 y 546 antes de nuestra Era y del que se dice que, como Sócrates, nada escribió, pero nos dejó un rico legado de conocimiento filosófico, matemático y cosmológico.
Fue tan grande su interés por la Astronomía, que viajó, como todos los científicos griegos de su tiempo, a Egipto y a Babilonia, con el fin de obtener la mayor cantidad posible de conocimientos en esa materia. Pero cuentan que, cuando volvió a su ciudad natal, su vieja criada le recriminó dedicar tanto esfuerzo a aprender lo que pasaba en los astros, sin siquiera pararse a averiguar lo que sucedía en su calle a sus propios pies. Y dicen que eso le decidió a iniciar el estudio de la Física, que es materia de la medicina racional.
Tras él, otros filósofos como Heráclito, Parménides o Pitágoras contribuyeron a convertir la Medicina en una ciencia, dejando a un lado la influencia de dioses y demonios para dedicarse a investigar la Naturaleza y a avanzar en la especulación.

La teoría de Empédocles de Agrigento señaló los cuatro elementos básicos raíces de todo: fuego, tierra, aire y agua. Esta teoría se mantuvo al frente de las ciencias durante muchos siglos y constituyó el fundamento de la medicina medieval.
Un siglo más tarde, Empédocles de Agrigento señaló los cuatro elementos básicos que son las raíces de todo: fuego, tierra, aire y agua. Apuntó, además, las cualidades fundamentales de esos elementos: sequedad, frío, calor y humedad.
En aquella época, todavía las gentes se curaban en el templo o aprovechaban los consejos útiles de la experiencia popular. Cuenta Heródoto que tanto los caldeos, como los egipcios y los habitantes de Hispania y Lusitania, empleaban un método curativo que consistía en sacar los enfermos a la calle, de manera que las gentes que pasaban ante ellos se detuvieran, movidas por la compasión, a interesarse por su dolencia y que casi siempre se daba el caso de que un transeúnte reconociera los síntomas por haberlos sufrido en sus propias carnes, por lo cual, inmediatamente aportaba ideas terapéuticas, narrando cómo había él conseguido curarse de aquel mismo mal. Fue el primer método de automedicación de la historia de la Medicina y el inicio de una costumbre que perdura en nuestros días.

HIPÓCRATES DE COS

Hacia el siglo V antes de nuestra Era, se inició en Jonia una revolución tecnológica que puso a los griegos a la cabeza científica, técnica e industrial del Mediterráneo, ya que fueron capaces de arrancar a babilonios, persas y egipcios los secretos de su ciencia, recubierta de misterios y al servicio de la religión, para analizarla, desmenuzarla y completarla y, finalmente, democratizarla, es decir, ponerla al servicio de las gentes.
Hipócrates de Cos, que vivió entre los años 460 y 370 antes de nuestra Era, cumplió su parte de ese cometido, que consistió en sacar la Medicina de los templos, someterla al método científico de observación y especulación, y hacerla entrar en casa del médico.
Naturalmente, se produjo un enfrentamiento no solamente entre la clase sacerdotal que se veía así privada de numerosos privilegios y la nueva clase de filósofos médicos, sino también con los médicos domésticos que venían atendiendo a los enfermos con conocimientos adquiridos mediante la práctica diaria en la curación.
Pero lo cierto es que la historia de la Medicina tiene un antes y un después de Hipócrates y que, a pesar de oposiciones y querellas, terminó por imponerse el método científico de aplicar los cinco sentidos para explorar al paciente, agotar los datos sensibles y enfrentarse al enfermo de forma racional y humana, con el propósito expreso de curarle. Este propósito, por cierto, se recoge en el Juramento Hipocrático, una guía ética de la profesión médica que hoy mantiene sus principios tal y como el maestro los dictara.
Hipócrates comprendió al hombre como una unidad psicosomática y entendió la enfermedad como un desequilibrio humoral, cuyo curso dependía de la forma en que se restableciera el equilibrio. Aseguró que la enfermedad afecta a una zona geográfica específica, lo que dio lugar a la primera patología del hombre en relación con su entorno, con factores que se podían medir y predecir mediante recursos técnicos y científicos. Esto supone que la medicina hipocrática consiguió no solamente el diagnóstico de la enfermedad, sino su pronóstico y su prevención.
Aquello fue un paso de gigante hacia la racionalización de la ciencia médica, aunque, como veremos, tuvo sus fallos y sus errores condicionados, como no podía ser menos, por las trabas de la religión.

LOS FLUIDOS DE LA VIDA

Lo que más nos interesa de toda esta historia es conocer la teoría de los temperamentos, en relación con los humores y los cuatro elementos que anteriormente determinó Empédocles, porque fue esta teoría la que se trasladó en el tiempo, propagándose al Imperio Romano y a Bizancio, de donde fue posteriormente recogida por los musulmanes y devuelta a Europa, y la que constituyó la propia medicina medieval.
De Persia trajeron los griegos el concepto de que el hombre es una parte del Cosmos y que está envuelto en él. Puede que los persas lo aprendieran de los indios y estos de los chinos. El cuerpo del hombre es una copia del Universo, en miniatura. No estaban muy lejos de lo que hoy podemos comprobar enfrentando la estructura de los átomos que componen la materia a la estructura del Universo, es decir, el microcosmos frente al macrocosmos. Pero para los antiguos, esto significaba que el cuerpo humano imita al todo y establece una relación entre lo que sucede en el Universo y lo que sucede en el organismo.
La tipología temperamental de Hipócrates, basada en las teorías de los filósofos griegos anteriores y en los conceptos médico-filosóficos de los persas, egipcios y babilonios, constituyó un fundamento para la ciencia médica que permite diagnosticar, pronosticar y, lo que es más importante, prever, porque al establecer una relación estrecha entre los ciclos de la naturaleza, las estaciones de año y la dinámica de los humores que circulan por el cuerpo humano, se pudo conocer el origen y, por tanto, como hemos dicho, prevenir las enfermedades, aunque unas con acierto y otras con error.
En el estudio de la composición del cuerpo humano en sus distintas partes no influyó la disección, porque los griegos no practicaron autopsias ni disecciones hasta el periodo helenístico, una etapa cultural que se inició tras la muerte de Alejandro Magno y que tuvo su capital en Alejandría. Ni Hipócrates ni Aristóteles ni Galeno se atrevieron a disecar cuerpos humanos debido al profundo respeto de las tradiciones y la religión griega hacia los muertos. Solamente Galeno disecó cuerpos ya momificados. Ya dijimos que esta cortapisa fue la causa de los numerosos errores que inundan las descripciones anatómicas de los grandes sabios, aunque, en realidad, no se trata de descripciones, porque ni los médicos antiguos ni los medievales realizaron descripciones de la anatomía, sino que se limitaron a explicar el cometido de los órganos corporales.

Los cuatro elementos asociados a los cuatro humores y a sus cuatro cualidades. Este concepto, compendio de las medicinas más antiguas, fundamentó la tipología temperamental y fue precursor de nuestra moderna endocrinología. Fue la base de la medicina medieval y perduró mucho tiempo después.
 A modo de ejemplo de tales errores, los textos hipocráticos describen fibras que conectan el estómago con los riñones, atribuyen al hígado el origen de la sangre, señalan conexiones entre la tráquea, a menudo confundida con el esófago, y la vejiga de la orina y sufren numerosas confusiones entre los vasos sanguíneos, los nervios y los tendones.
Para Aristóteles, las sensaciones tienen su centro en el corazón y de ahí pasan al cerebro. Y, lógicamente, también los nervios parten del corazón, que es el origen de la sangre. Un error que ha dejado su huella en la literatura de nuestro tiempo, que aún señala el corazón como la sede fisiológica del afecto y lo considera el centro del amor.
Veamos a continuación la teoría humoral que, como hemos dicho, fundamentó la medicina grecorromana, bizantina, medieval, tanto musulmana como cristiana y judía, y que forma parte de las teorías sobre la producción y funcionamiento del semen en el organismo humano, lo que describiremos en el capítulo dedicado a la procreación.
Esta teoría procede, como todos los saberes, de Oriente. Parece ser que ya se utilizaba en la India hacia el año 2000 antes de nuestra Era y que de allí pasó a Persia. Desde Persia, la teoría humoral llegó a Jonia.
Los hipocráticos [6] emplearon el concepto de humor, que es un elemento del cuerpo caracterizado por su fluidez, lo que le permite circular en el interior del organismo y dar lugar a mezclarse unos humores con otros. Estos humores son cuatro: sangre; flema o pituita, también llamada linfa; bilis amarilla o cólera; y bilis negra. Es probable que los humores se hayan descrito a partir del análisis del vómito de los enfermos que contendría esas sustancias.
Cada uno de estos cuatro humores se corresponde con uno de los elementos cósmicos del que recibe, por tanto, las cualidades esenciales, calor, frío, humedad y sequedad. De esta manera, la sangre es caliente y húmeda; la flema es fría y húmeda; la bilis amarilla es caliente y seca; y la bilis negra es fría y seca.
En la carta que Hipócrates dirige a Mecenas como texto inicial del Codex Vindobonensis, anteriormente descrito, menciona estas cuatro cualidades del cuerpo indicando que las vísceras están envueltas por el frío, por el cual respiramos; el alma (que es una parte del cuerpo) está envuelta por el calor, por el cual vivimos; los huesos son secos; la sangre es húmeda.
El resultado óptimo de la mezcla dinámica de estos humores es que sus proporciones sean adecuadas, pero como no todos somos iguales, hay personas en las que predomina uno de estos humores sobre los otros y eso es lo que configura su temperamento, lo que, con el tiempo, se denominó temperamento sanguíneo, colérico, melancólico y flemático o linfático.
En sus Etimologías, Isidoro de Sevilla explica los temperamentos señalando que cada humor imita al elemento al que corresponde y que, de esa manera, la sangre (que predomina en el temperamento sanguíneo) imita al aire; la bilis amarilla (que predomina en el temperamento colérico) imita al fuego; la bilis negra (que predomina en el temperamento melancólico) imita a la tierra; y la flema (que predomina en el temperamento flemático o linfático) imita al agua.
La armonía de la mezcla de humores se consigue mediante el calor natural, que procede del interior del cuerpo y tiene su sede en el corazón, concretamente, en el ventrículo izquierdo, y mediante el alimento que procede del exterior y que puede ser sólido, líquido o gaseoso.
El alimento gaseoso es el aire, que entra por diversos puntos del cuerpo (aunque no va a los pulmones) y cuya función es vivificar y refrigerar el organismo.
Los alimentos sólidos y líquidos se introducen en el organismo mediante el mecanismo de deglución y pasan de la boca al vientre, donde se someten a un proceso de cocción.
Hay alimentos semejantes a la naturaleza de cada persona y hay alimentos que le son contrarios. Por ejemplo, si la persona es caliente y húmeda (el temperamento sanguíneo), los alimentos cálidos y húmedos tendrán un proceso de cocción más rápido y más fácil, mientras que los alimentos fríos y secos requerirán un esfuerzo para lograr la cocción completa.
En el siglo XIII, Ramón Llull, el sabio mallorquín al que la historia ha llamado Doctor Iluminado, escribió que los musulmanes, entonces llamados sarracenos, no envejecían tanto como los cristianos porque comían dulces, que eran alimentos cálidos y húmedos y bebían mucha agua, lo que multiplicaba su humedad, mientras que los cristianos bebían mucho vino, que es cálido y seco, lo cual multiplicaba su calor y disminuía su humedad natural. Además, los cristianos consumían carne en exceso, lo cual perjudicaba al cerebro, que es frío y húmedo y precisa agua que lo atempere y alimento frío, es decir, alimentos semejantes a su naturaleza intrínseca. Por eso, el rey Alfonso X el Sabio recomienda en sus Partidas echar agua al vino que ya hemos dicho que es seco y hace perder humedad. Así es como lo bebían los griegos habitualmente.
Esto quiere decir que cada humor va a parar a su fuente después de circular por el cuerpo. La flema va al cerebro, la sangre al corazón, la bilis amarilla al hígado y la bilis negra al bazo. Al finalizar el proceso de la nutrición, se realiza la expulsión de residuos. Unos residuos que, como veremos más tarde, tampoco son desdeñables.

EN LA SALUD Y EN LA ENFERMEDAD

La salud es, como hemos dicho, la mezcla armónica de estos humores, pero no en proporción constante, sino en función de las condiciones climatológicas y geográficas, porque ya vimos que el hombre forma parte del Cosmos y participa de él. En todos los tratados que conforman el Corpus Hippocraticum prevalece la idea de la dependencia del organismo, persona o animal, de su entorno natural.
Ya Demócrito advirtió en los vientos cálidos que soplan en las ciudades griegas del sur dan lugar a numerosos abortos. El tratado hipocrático sobre los lugares y los climas, llamado Sobre los aires, aguas y lugares, señala que el médico debe conocer la situación de las zonas geográficas en que habitan sus pacientes y saber su posición respecto a las lluvias, los vientos, así como temperaturas, calidad del suelo, etc., para evitar cometer errores de diagnóstico y sufrir confusiones en cuanto a la salud o enfermedad de los habitantes de cada ciudad.
Así, los habitantes de las ciudades del Norte, sometidas a vientos fríos, son biliosos, mientras que los de las ciudades del Sur, sometidas a vientos cálidos, son más bien flemáticos, lo que les acarrea trastornos intestinales. Por su parte, los que habitan en ciudades del Este son personas fuertes y sanas, mientras que los del Oeste son débiles y enfermizos.
Las condiciones meteorológicas, como vemos, modifican la naturaleza humana y la hacen proclive a distintas alteraciones humorales, lo que facilita el tratamiento y el pronóstico, ya que cambiar de aires y de clima puede sanar totalmente a una persona. Incluso hay mujeres que son estériles o, como dijo Demócrito, que corren alto riesgo de abortar en un clima, lo que puede corregirse cambiando de lugar. Claro está que este tratamiento es exclusivo de los ricos, pues no todo el mundo puede trasladarse cuando su salud lo requiera.
Naturalmente, las estaciones del año también afectan a la salud y a la enfermedad, porque modifican las condiciones ambientales y eso permite determinar si el año va a ser saludable o malsano. Las estaciones húmedas son siempre perjudiciales para los flemáticos, mientras que las estaciones secas sientan mal a los biliosos, porque la bilis negra, con el tiempo seco, pierde su humedad y queda solamente la parte más densa y agria, lo que genera enfermedades melancólicas. Así pues, para estar sano, sería preciso trasladar la vivienda pero no indefinidamente según la tipología de cada uno, sino según la estación del año y las condiciones que se den.
También el sexo determina la predisposición a ciertas enfermedades. Por ejemplo, los hombres sufren de piedras en la vejiga o hemorroides, pero no así las mujeres, debido, respectivamente, a la diferencia anatómica de sus uretras y a la emisión de sangre periódica de la mujer.
La enfermedad es un desajuste cósmico. Respecto al interior del organismo, hay enfermedad cuando un humor escasea, falta, se halla en exceso o no se mezcla y esto se debe a una causa que desajusta el orden regular de la naturaleza, ya sea fuerza o azar.
El exceso de sangre, producido por excesos en la comida o bebida, perjudica la salud porque se corrompe como sucede con las heridas y da lugar a bilis fuerte y amarga que es la madre de las enfermedades. El exceso de sangre genera exceso de calor que daña el alma y produce agotamiento.
Existen cuatro zonas del cuerpo en las que se puede originar la enfermedad: cabeza, tórax, estómago y vejiga. El mejor elemento diagnóstico es la orina, ya que es fácil distinguir en ella las cualidades de salud o de enfermedad. Por ejemplo, por la mañana, con el cuerpo descansado y antes de desayunar, ha de ser blanca, mientras que con el ajetreo del día se torna rojiza. Si ese color aparece ya por la mañana, es un síntoma de enfermedad.
En el Canon de la Medicina de Avicena impreso en la Universidad de Bolonia en el siglo XV, encontramos una ilustración con una escena de uroscopia. El médico toma el recipiente con la orina del enfermo y puede establecer el diagnóstico sin necesidad de verle en persona. En la Edad Media, la matula, el recipiente de la orina, llegó a ser el atributo más conocido de los médicos, como hoy lo son el fonendo y la bata.
Junto con el análisis de la orina, el análisis de la expectoración es el método que permite al médico comprobar el estado interno del paciente, porque refleja si la cocción de los alimentos es rápida o lenta, completa o incompleta.
Recordemos que la exploración ha de realizarse con los cinco sentidos: el médico ha de ver, oír, oler, gustar y tocar el cuerpo del enfermo y reconocer, a través de estos datos sensoriales, su estado de salud o enfermedad. Junto a esta técnica, no hay que olvidar el coloquio, sin el cual no es comprensible la actitud de un griego. El médico ha de establecer un diálogo con el enfermo y plantearle una serie de preguntas que le lleven a completar la anamnesis.

La uroscopia fue el primer método de análisis diagnóstico, hasta el punto de que el recipiente de la orina, la matula, identificó a los médicos medievales como en nuestro tiempo los identifica el fonendo o la bata.
En cuanto a los tratamientos, es importante la dieta como régimen de vida, para que cada organismo reciba lo necesario del entorno para restablecer el equilibrio humoral. Comidas, bebidas, ejercicio, baños, música, aires, clima, etc. A esto hay que sumar la farmacopea y la psicoterapia, puesto que ya Platón habló del discurso eficaz terapéutico y no hay que olvidar que el organismo es un todo que interactúa y que no es posible sanar el cuerpo sin sanar el alma ni sanar el alma sin sanar el cuerpo. La cirugía, que existe desde hace miles de años, es otro método de curación en la medicina griega.
Los tratamientos hipocráticos son individualizados y oportunos, es decir, para cada paciente y para cada momento. Incluyen la educación del paciente para que aprenda a prevenir la enfermedad, como hemos mencionado en las cartas de Hipócrates al rey Mecenas y de Diocles a Antígono que aparecen en el Codex Vindobonensis.
Los tratamientos humorales se basan en los semejantes o en los contrarios, como la homeopatía y la alopatía. Los tratamientos semejantes producen en el organismo un efecto semejante al que se quiere lograr, mientras que los contrarios producen un efecto contrario al que se quiere combatir, para que el organismo se defienda. Un ejemplo es la preparación de medicamentos con soga de ahorcado, polvo de momia o raspadura de calavera. Si estos objetos correspondían a un ajusticiado, es decir, a un hombre sin virtud, el enfermo sanaría de enfermedades relacionadas con males demoníacos, como el mal de ojo, o las convulsiones histéricas o epilépticas.

ARISTÓTELES

Aristóteles, que fue hijo del médico Nicómaco de Estagira pero que no se dedicó a la Medicina hasta entender que resultaba útil para la Ética, escribió bastantes obras de Física y Metafísica, influido por la doctrina del médico siciliano Filistión de Locris. Admitió la doctrina de los cuatro elementos y de sus cuatro cualidades, apuntando que son dos los factores que determinan la salud y la enfermedad: el calor innato, cuya mengua genera enfermedad y cuya pérdida supone la muerte, y la naturaleza, que es la condición congénita de la persona.
Hubo en su doctrina anatómica discrepancias importantes con las doctrinas hipocrática y galénica, sobre todo en lo que concierne al tema principal de este libro, el proceso de la generación, que veremos con detalle en los capítulos que de ella tratan.

GALENO DIXIT

La Medicina evolucionó todavía en Grecia en el periodo helenístico, con las aportaciones de la escuela de Alejandría, donde ya dijimos que Erasístrato practicó las primeras disecciones en cadáveres humanos y señaló una división del cerebro en anterior, medio y posterior, explicando que los nervios son el origen de todos los movimientos y de los sentimientos. Herófilo de Calcedonia, otro sabio alejandrino, advirtió que el cerebro es el asiento de la inteligencia.
Por su parte, la Escuela Metódica que fundó Asclepíades de Bitinia ya en el siglo I antes de nuestra Era, se atrevió a llevar la contra ria a la teoría humoral, postulando la existencia de átomos en el organismo y señalando como causa de enfermedad la laxitud o tensión anormal de dichos átomos. Ya Demócrito y Leucipo habían averiguado el vacío entre las partículas elementales que forman la materia y lo habían calificado de "nada". [7]
El esquema de la circulación sanguínea de Galeno contiene numerosos errores; no obstante, se dio por bueno hasta el siglo XVII.
Sin embargo, estos y otros descubrimientos cayeron en el olvido cuando tanto la Escolástica cristiana como la musulmana decidieron elegir a Aristóteles como modelo científico. Ya vimos la anécdota de Galileo a propósito de una autopsia en que se descubrió que los nervios partían de la cabeza. El hecho de que en el siglo XVII todavía se sorprendieran de ver partir los nervios de la cabeza hacia el cuello indica hasta qué punto estaba la ciencia arrinconada y cómo se valían los científicos de conocimientos obsoletos y erróneos.
Hay que resaltar que el hecho de que se autorizaran las autopsias o, incluso, que ciertos médicos se atrevieran a diseccionar algún cadáver, no supuso avance alguno en el campo de la anatomía. En primer lugar, porque una disección requiere una metodología y una técnica y una técnica requiere un conocimiento previo. Si los conocimientos anatómicos eran tan imperfectos como hemos visto, suponemos que las primeras autopsias no arrojaron resultados precisamente satisfactorios. Después de las primeras disecciones que se llevaron a cabo en la Universidad de Bolonia ya en el siglo XIII, hubo que esperar a que los anatomistas desarrollaran técnicas apropiadas y que estas después se incorporasen a las escuelas médicas, para que los científicos llegasen a realizar estudios anatómicos provechosos.
A pesar de que ya en el siglo XIII aparecieron algunos tratados anatómicos verdaderos, las disecciones que se llevaron a cabo no tuvieron carácter de estudio, sino más bien jurídico o forense y se llevaron a cabo generalmente en público, como exhibiciones, sin profundizar ni sistematizar la anatomía humana e incluirla en los estudios médicos hasta entrado el siglo XVI. Heinrich Schipperges señala que todavía en el siglo XV las disecciones eran puras demostraciones que no profundizaban ni partían de investigaciones exhaustivas (Heinrich Schipperges en Historia Universal de la Medicina).
Lo cierto es que los científicos continuaron localizando las potencias del alma en el corazón, el hígado o el bazo hasta que el siglo XVII recuperó lo que ya se sabía en Alejandría veinte siglos antes y siempre con disidencias y aferramientos a errores viejos, como comentamos anteriormente en el caso del útero femenino.
La ciencia médica (a la que Aristóteles, por cierto, llamó tecnología y no ciencia) viajó al Imperio Romano, cuyo exponente más importante fue Galeno de Pérgamo, que siguió las tesis hipocráticas con sus propias aportaciones, aunque, como vimos, también con numerosos errores que nadie se ocupó o se atrevió a corregir, al menos en voz alta, hasta Andrés Vesalio en el siglo XVII, porque la Revolución Científica comprendió la revolución contra el aristotelismo y el galenismo, no como un todo, sino contra aspectos parciales no investigados, que fueron sometidos a la crítica y a la comprobación y que arrojaron los errores que ya conocemos y otros de los que hablaremos oportunamente.
En Roma y Bizancio, la ciencia médica se enriqueció con las aportaciones de sabios griegos traducidos al latín o romanos, como Celio Aureliano, Sorano de Éfeso, Pablo de Egina, Areteo de Capadocia, Plinio el Viejo, Celso, Oribasio, Dioscórides, llamado Padre del Herborismo, Gargilio Marcial y muchos otros, siendo el más importante y el que se ha considerado padre de la Medicina, Galeno. Tal fue su importancia que, cuando los médicos discutían y uno de ellos quería dar a su argumento un marchamo irrefutable de calidad, cortaba la discusión con la expresión Galeno dixit.
Esta expresión es, sin duda, el mejor exponente del letargo que sufrió la Medicina al igual que la mayoría de las ciencias y del que solamente se recuperaron cuando el Humanismo, que surgió en el siglo XIV como una anticipación filosófica y literaria del Renacimiento, empezó a poner en entredicho asertos hasta entonces no solamente incontestables, sino considerados dogmas de fe.
De hecho, los enciclopedistas medievales se limitaron casi exclusivamente a compilar los conocimientos antiguos, a ordenarlos y, en muchas ocasiones, a sumar las teorías de unos y otros. Por ejemplo, Vincent de Beauvais, un sabio dominico del siglo XIII que fue pedagogo y bibliotecario en la corte de Luis IX, lo que le permitió acercarse a toda la literatura científica de la época, confesó en su Speculum majus que solamente había recopilado el saber de su tiempo y que poco había añadido de su propia cosecha.

CAPAS LARGAS CONTRA CAPAS CORTAS

El letargo científico no surgió inmediatamente con el cristianismo, porque existe un fresco del año 350, en la catacumba romana de la Vía Latina, en el que aparece Aristóteles rodeado de doce discípulos a los que explica la anatomía humana de un cadáver con el vientre abierto y las vísceras expuestas, a las que el maestro señala con una larga vara. Esta catacumba es la que más tarde se descubrió (en 1955) y la que mejor conserva la decoración policromada que cubre parte de sus paredes. Se dice que el tema de este fresco es la salvación, pero lo cierto es que se ve claramente que se trata de una lección de anatomía.
Sin embargo, la profesión médica no fue una profesión demasiado honorable, debido precisamente a la escasez de conocimientos de una gran parte de los que la ejercían. En 1272 por ejemplo y según cuenta Gabriel Maura, en toda una ciudad tan importante como París no había más que cinco licenciados en Medicina. Los restantes eran sangradores, barberos, dentistas o cirujanos menores, a los que se conocía como médicos de capa corta, por ser así su vestimenta. Eran similares a aquellos médicos domésticos que vimos en Grecia, cuyos conocimientos profesionales se debían exclusivamente a la práctica.
Junto a ellos y siempre en pugna por demostrar la nobleza de su profesión, los médicos de capa larga habían realizado estudios previos en una escuela o universidad y entre sus funciones se hallaba la cirugía propiamente dicha, así como el diagnóstico y pronóstico de enfermedades con arreglo a las normas médicas.

Aristóteles con sus discípulos. Este fresco del siglo IV se encuentra en la catacumba de Vía Latina y muestra una lección de anatomía con un cadáver humano abierto.
De esta forma continuaban mezclándose los tratamientos de tipo galénico o hipocrático con las recetas imposibles, como las cataplasmas de estiércol de lobo para los cólicos, y variados remedios para enfermedades causadas por el mal de ojo.
En el siglo XIII, el ejercicio de la Medicina correspondía a una élite de médicos, muchos de los cuales eran hebreos que con frecuencia encontraban oposición a su trabajo por parte de fanáticos cristianos que no consentían ponerse en manos de un judío. De hecho, en el siglo XIV dejaron de admitirlos en la corte pontificia, de la que fueron excluidos hasta que el papa Borgia, Alejandro VI, volvió a aceptar a aquellos que expulsaron de España los Reyes Católicos.
Antes, en 1246, el concilio de Béziers había lanzado pena de excomunión para aquellos cristianos que se hicieran visitar por médicos judíos. La mayoría de los reyes europeos se rodeaba entonces de médicos cristianos, excepto la corte de Castilla, menos remilgada, que continuaba aprovechando los excelentes conocimientos de los profesionales hebreos. El mismo Fernando el Católico contó con ellos hasta que el antisemitismo y el fanatismo se impusieron sobre la cordura, causando en España una pérdida irremediable.
Lo mismo sucedió siglos más tarde con la expulsión de los moriscos, entre los cuales se contaban los mejores médicos de aquel tiempo. Hubieron de abandonar el país dejando la salud española en manos de charlatanes, curanderos y practicantes de toda suerte de artes mágicas, que curaban con escapularios, detentes, sellos [8] o rituales supersticiosos. De nuevo, la religión le ganó la partida a la ciencia.
El mal de ojo
La fascinación o aojamiento surgió en la Edad Media, como un efecto de la posesión diabólica, con matices aristotélicos. En 1411 apareció el famoso Tratado de fascinación o de aojamiento, de Enrique de Aragón, Marqués de Villena, que cita la existencia de numerosos escritos de sabios y letrados sobre el aojamiento o fascinación, declarando que ninguno de ellos describió su prevención o cura.
El aojamiento procede, según este tratado, de individuos de complexión venenosa, capaces de emponzoñar el aire con la mirada, ponzoña que es absorbida por quienes aspiran ese aire. El mal de ojo se produce debido al aire infecto que existe entre el que mira y el que es mirado y del que ambos participan, uno activamente y el otro pasivamente. De su mal no se libran cristianos, ni musulmanes ni judíos, por lo que cada una de estas culturas ha previsto remedios para prevenir el aojamiento, compuestos de amuletos y oraciones.
Describe los síntomas que permiten diagnosticar este padecimiento, que coinciden con muchos de los síntomas que hoy presenta lo que llamamos depresión o duelo, como tristeza, abatimiento, falta de apetito, malestar sin que haya una dolencia específica, aspecto cabizbajo, etc. Además, el sabor de las lágrimas del afectado es, con frecuencia, otro indicio, al igual que el color que toma su esputo sobre un cuchillo calentado al rojo.
Señala que las enfermedades derivadas del aojamiento o fascinación no se curan con medicinas generales, sino con las que le son específicas. Un método para evitar el mal de ojo, por ejemplo, es atarse los pulgares, juntar los pies y saltar tres veces antes de salir de casa. Y uno de los remedios para sanar consiste en lavarse el pie derecho y dar a beber el agua a una gallina que no haya puesto huevos aún. Todo ello acompañado siempre de oraciones y jaculatorias.
Esta doctrina prevaleció en el Renacimiento, aunque un fraile científico, Fray Martín de Castañega, atribuyó la causa del mal de ojo a suciedad e impurezas que expulsan por los ojos las personas enfermas o viejas, es decir, a causas aparentemente naturales, no demoníacas.
LA SIMPATÍA UNIVERSAL
La doctrina de la simpatía universal señala que, al participar todos los cuerpos de los cuatro elementos, agua, tierra, aire y fuego, y al ser el hombre un reflejo exacto del macrocosmos, cada miembro del cuerpo humano tiene una innegable correspondencia con un planeta o signo zodiacal. Así, Saturno preside el oído derecho, la vejiga, el bazo, las mucosidades y los huesos; Júpiter rige el tacto, el pulmón y el esperma; Marte gobierna el oído izquierdo, los riñones, las venas y los testículos; el Sol se corresponde con la vista, el cerebro, el corazón, los tendones y el costado derecho;Venus manda en el olfato, el hígado y la carne; Mercurio en la lengua, la bilis y las posaderas; la Luna en la parte izquierda del cuerpo, el gusto, el vientre y la matriz (Pilar Cabanes, La Medicina en la historia medieval cristiana).
En cuanto a los médicos clérigos, el concilio de Letrán de 1215 les prohibió ejercer la cirugía, por no ser la sangre del gusto de la Iglesia, lo que se amplió a todas las especialidades médicas, llegándose a prohibir incluso la lectura de libros médicos, puesto que a la clerecía correspondía el cuidado de las almas y a los legos el de los cuerpos.
Esta disposición, junto con la prohibición de Bernardo de Claraval del ejercicio de la Medicina a sus monjes, acabó con la medicina monacal, pero dio lugar a la medicina escolástica, porque los monjes empezaron a asistir a escuelas médicas para aprender como auténticos profesionales. Así, el siglo XIII contó con médicos religiosos tan importantes como Alberto Magno o Guillaume de Conches, de los que hablaremos después.

LA CIVITAS HIPOCRÁTICA

Camino de Tierra Santa, cuentan que el duque de Normandía, Roberto, hijo segundo de Guillermo el Conquistador que fue rey de Inglaterra, pasó por el Golfo de Salerno, que entonces se encontraba en la vía que los cruzados seguían hacia Jerusalén.
Y dicen que se maravilló contemplando sobre la colina la antiquísima ciudad de Salerno en la que se erguía, orgullosa de su saber, la Civitas Hipocrática, una escuela de medicina que fundaran tiempo atrás cuatro maestros médicos, un griego, Pontus, un musulmán, Abdella, un judío, Helinus, y un latino cristiano, Latino Salernus.
Dos años más tarde, en 1098, regresaba Roberto de la guerra contra el turco y hubo de pasar de nuevo por Salerno, marcado por los caminos de regreso a su hogar. Pero su paso de vuelta no fue igual a su paso a la ida. Ya no era el cruzado entusiasta, desbordante de fervor religioso, de odio cristiano al turco y de energía guerrera. Volvía herido de muerte, con una flecha envenenada clavada en su cuerpo, que le había sido arrancada en el campo de batalla, pero de la que había quedado una esquirla que había generado una bolsa de veneno y pus. Tampoco era ya el inexperto duque que iba en busca de honores y glorias para su nombre. Su hermano mayor, Guillermo, había fallecido y ahora él quien debía ceñir la corona de Normandía. Volvía, pues, como rey, pero con la vida agostada por la guerra.
Habiendo reconocido la Civitas Hipocrática, se dirigió a ella en busca de curación y allí le recibieron los médicos salernitanos con honores de rey, no de duque. Tras reconocer su herida, llegó el terrible diagnóstico. No tenía salvación. Estaba abocado a una muerte lenta pero inequívoca. La única posibilidad de curarle era extraerle el veneno succionando la herida, pero con la total seguridad de que quien lo succionase moriría sin remedio.
En aquellos tiempos, los nobles no viajaban solos, sino que lo hacían acompañados de un nutrido séquito de familiares, criados, esclavos y siervos y, naturalmente, entre sus acompañantes estaba su esposa Sibila, hija del duque de Conversano.

Se dice que fue Roberto de Normandía quien difundió la doctrina salernitana, como agradecimiento por haberle curado la herida de una flecha envenenada que había recibido en la primera Cruzada. También se dice que la curación costó la vida a su esposa Sibila.
Cuando conoció el destino de su marido, Sibila decidió cambiar su vida por la de él, porque, al fin y al cabo, era más necesaria la vida de un rey que la de una reina. Pero silenció su decisión para evitar oposiciones y, aquella noche, mientras el enfermo dormía febril y agitado, ella acercó sus labios a la herida y succionó fuertemente, tan fuerte como pudo, procediendo inmediatamente a escupir el veneno.
La historia no tiene un final feliz, porque en el terreno de la medicina racional no se producen milagros. El resto de veneno que quedó impregnando la saliva de la abnegada esposa le causó la muerte.
Tiempo más tarde, con ánimo triste pero con la vida asegurada, partió Roberto de Salerno camino de su Normandía, llevando consigo dos objetos importantes: el cadáver de su esposa y un libro, un poema didáctico titulado Regimen sanitatis salerni de conservanda bona valetudine o Libro de la Escuela de Salerno, las reglas de salud de la que después se llamó Escuela de Salerno.
Agradecido a los médicos de Salerno, suponemos que aunque no tanto como a su esposa, Roberto de Normandía dio a conocer el poema, para que a todas partes alcanzase la fama de aquella escuela.
Pero quien más contribuyó a difundirla fue un médico español a quien la Universidad de Montpellier denominó "la perla de todos los médicos de su tiempo", Arnau de Vilanova, quien, ya en el siglo XIII, comentó 380 versos del extenso poema. [9]
Los elementos de higiene de la Civitas Hipocrática recomiendan todos los métodos hipocráticos y galénicos para prevenir la enfermedad, lo que incluye respirar aire puro, una dieta adecuada según la época del año y una actividad sexual proporcionada a la tipología y al entorno. Por ejemplo, el coito es recomendable en primavera, pasable en invierno y saludable en otoño, aunque el exceso en esa estación daña mucho la vista. La vista, por cierto, se beneficia lavándose las manos con frecuencia. Además, es importante no escribir después del coito ni después del baño.
Otro consejo interesante es no retener la orina durante mucho tiempo ni las ventosidades con mucha fuerza. Y algo importante: la eliminación de orina no se debe interrumpir "aunque pase un monarca."

ANATOMÍA DEL CERDO

La Universidad de Montpellier fue, sin duda, una de las más importantes en la enseñanza de la medicina medieval, pero estaba adscrita al obispado. Sin embargo, la Escuela de Salerno, aquella Civitas Hipocrática que conoció el duque de Normandía, fue la primera escuela médica laica y pluricultural que dio la Edad Media en un tiempo tan alejado aún del Renacimiento como el siglo X.
De la escuela salernitana nos han llegado interesantísimos textos llamados Demostraciones anatómicas, algunas de las cuales incluyen un nombre o han sido atribuidas a un autor. La primera de ellas está atribuida a Cofín o Copho (Anatomía de Copho) y es una anatomía del cerdo, que ya dijimos que es el animal cuyos órganos se asemejan más a los del hombre, que sigue paso a paso las enseñanzas de Galeno, al igual que las demostraciones segunda y tercera, conocida también esta última como Anatomía de Mauro, por llamarse Mauro su autor.

La escuela de Salerno tomó como modelo a Galeno. Aquí le vemos diseccionando un cerdo ante sus discípulos. Los estudios anatómicos de esta escuela se basaron principalmente en el cerdo, por ser el animal que más se parece interiormente al hombre.
Pero la cuarta demostración anatómica muestra claras diferencias con las tres anteriores y en ella se puede apreciar la influencia de la ciencia médica musulmana, concretamente de la obra Pantegni publicada por Constantino el Africano.
La diferencia entre estas demostraciones estriba en que las tres primeras se limitan a explicar los órganos, mientras que la cuarta indica, además, su función. Por ejemplo, en las primeras se señala que el útero se parece al estómago, mientras que en la cuarta, se describe el estómago como redondo y se explica que es así para que tenga mayor capacidad.
Además, la demostración de Mauro no se ajusta al modelo de Galeno como las otras tres, sino al de Aristóteles, pues presenta uno de los típicos errores del sabio estagirita, al señalar que la tráquea es el origen de todas las arterias. Por último, hay que decir que aunque todas las anatomías proceden del cerdo, el autor de la última trata de referirse al ser humano y, más que demostración, es una verdadera técnica anatómica (Alonso Biarge, J., La anatomía en la escuela de Salerno).
Tras estas cuatro demostraciones, hay dos más, la atribuida a Roger o Ricardo, y la atribuida a Nicolás, ambas siguiendo el modelo galénico.
En realidad, los modelos y enseñanzas de Galeno y de Aristóteles, aunque ambos estaban en franca discordancia en numerosas cuestiones, aparecen mezclados con frecuencia en los textos médicos medievales. Esto se debe a que Galeno nunca fue bien recibido por los religiosos cristianos ni musulmanes, debido a su escepticismo en cuanto a la eternidad del alma humana y en cuanto a la omnipotencia divina. Y, por no ser bien recibido, sus enseñanzas encontraron cerradas las puertas del Occidente medieval. No obstante, los científicos escribieron textos médicos tanto de Aristóteles como de Galeno, mezclando ambas escuelas hasta el punto que resultó a veces difícil distinguir a cuál de los dos maestros seguía el autor de un escrito.

CONSTANTINO EL AFRICANO

Por muy laica que fuese la Escuela de Salerno, es bien cierto que contó entre sus miembros con más de un eclesiástico. El más importante fue, sin duda, Alfano, arzobispo de Salerno, que estableció fuertes lazos de amistad entre la escuela médica y la vecina abadía de Montecassino que seguía, por cierto, el lema de Benito de Nursia, fundador de la orden, "Ora et labora". Con ello, aquellos textos clásicos que judíos y nestorianos tradujeran en su día al sirio y que a la sazón se encontraban en la biblioteca de la abadía, pasaron a disposición de los médicos salernitanos, lo que facilitó a Alfano la publicación de libros de medicina basados en tradiciones sirias, como un estudio de la naturaleza humana original de Nemesio de Emesa, otro obispo médico del siglo IV.

La escuela de Salerno fue la más importante escuela de Medicina de la alta Edad Media, donde se realizaron numerosos estudios anatómicos siguiendo las técnicas de Aristóteles y Galeno. Estos estudios se hicieron sobre los órganos internos de cerdos, machos y hembras, ya que el estudio de cadáveres humanos estaba entonces prohibido.
Pero Alfano hizo algo más que escribir y traducir textos médicos. Cuenta Heinrich Schipperges que, en el año 1075, llegó a Salerno un droguero norteafricano que conocía sobradamente la medicina árabe por haber viajado mucho por Oriente.
En principio, todo lo que pretendía el droguero era llevar a cabo alguna transacción comercial con los de Salerno, pero se encontró con Alfano, con quien estableció una relación cordial después de que ambos conversaran largamente acerca de los escritos médicos que se producían en la escuela y acerca de los que el droguero había encontrado en sus viajes por tierras árabes. Después de aquellas conversaciones, se dio cuenta de que la escuela médica estaba necesitando imperiosamente nuevos conocimientos, ya que basaba todo su trabajo en Aristóteles y Galeno. Por tanto, decidió emprender un nuevo viaje a los lugares que ya conocía, para proveerse de textos médicos musulmanes y aportarlos a los médicos salernitanos.
Agradecido, Alfano le recomendó a su amigo el abad de Montecassino, que era entonces Desiderio el que más tarde se convertiría en 1080 en el papa Víctor III, quien le recibió y hospedó con todos los honores. Finalmente, nuestro droguero norteafricano terminó convirtiéndose al cristianismo y tomando el nombre por el que la historia de la Medicina le conoce, Constantino el Africano.
Durante diez años, se dedicó a traducir textos médicos árabes al latín, con lo que la Civitas Hipocrática, como se llamaba todavía la Escuela de Salerno, recibió la nueva influencia que hemos visto en la Cuarta demostración anatómica y que veremos en uno de los libros de anatomía más importantes y que manejaremos en capítulos posteriores, el Liber Pantegni, dedicado al abad Desiderio.
Durante mucho tiempo, se atribuyó a Constantino el Africano la autoría de este libro, pero más tarde se halló la traducción de una obra del médico árabe Ali ibn Abbas, muerto en Bagdad en 994, publicada por Esteban de Antioquía con el título de Liber Regalis y cuyo contenido resultó idéntico al de Pantegni. Era, asimismo, una traducción.

UN MÉDICO QUE NUNCA EJERCIÓ

Sin duda, el médico más conocido de la Edad Media fue Avicena. Sus escritos se estudiaron en las universidades junto a los de Hipócrates, Galeno o Aristóteles y, sin embargo, es bastante probable que nunca llegase a ejercer la Medicina.
Avicena es la forma latina del nombre del científico persa ibn Sina, que vivió entre los años 980 y 1037 y dejó un importantísimo legado de más de 250 libros, la mayoría de los cuales escritos en árabe y varios tratados en persa, su lengua natal. Vivió en diferentes cortes persas como astrónomo, médico, escritor y filósofo y murió en una de ellas, en Hamadan, dicen que de cólico.
El Poema de la Medicina se compone de 1326 versos que facilitan, como dijimos, el estudio y, al igual que el poema de Salerno, se enriqueció con los comentarios de científicos ilustres como Averroes.
Pero la obra más importante de Avicena es el Canon de la Medicina, que la Universidad de Bolonia imprimió en el siglo XV con ilustraciones bellísimas, algunas reales como la que comentamos del recipiente de la orina, y otras ideales, como la disección de un cuerpo humano, algo impensable en el siglo XI.

Canon de la Medicina de Avicena fue uno de los textos médicos más conocidos y estudiados en la Edad Media. En el códice que la Universidad de Bolonia publicó en el siglo XV aparece esta escena de disección humana, algo totalmente impensable en la época en la que vivió el célebre médico persa. Para hacerlo aún más imposible si cabe, se trata de un cadáver femenino.
Su obra se hizo tan célebre y su autoridad llegó a ser tan contundente en los siglos XIII y XIV, que Arnau de Vilanova se quejó irónicamente de aquellos de sus colegas que se limitaban a la obra de "su dios Avicena". Dice Lluis Cifuentes que fue el núcleo de la actividad intelectual médica de la Universidad de Salamanca, en el siglo XV. Su influencia en autores hebreos y musulmanes se aprecia en las numerosas citas que se encuentran y hubo un tiempo en que su autoridad fue única e incontrastable.
El Canon de Avicena es la primera sistematización de la medicina medieval grecoárabe que permitió acceder a los numerosos escritos de Galeno. Es una explicación completa y detallada de los procesos morbosos, como la meningitis o la epilepsia, que se contempla desde la perspectiva de influencia recíproca entre el cuerpo y el psiquismo.
Sin embargo, hay autores que opinan que Avicena no debió ejercer como médico, o que tal ejercicio fue para él una actividad secundaria, y que todos los conocimientos que plasmó en sus obras fueron únicamente teóricos, ya que en ellas apenas aparecen historias clínicas propias.
De hecho, comenzó a escribirlo cuando apenas contaba 21 años de edad. El prólogo indica su deseo de ofrecer una exposición exhaustiva de conocimientos teóricos y prácticos imprescindibles para quien deseara emprender estudios médicos.
El libro se inicia con el párrafo siguiente: "Digo que la Medicina es el comienzo por el cual se aprende a reconocer las disposiciones del cuerpo humano que lo inducen a sanar o a enfermar, para conseguir que conserve la salud actual y recupere la perdida."
Vemos, pues, que el concepto hipocrático de medicina preventiva continúa en la obra del médico persa.
Su primer traductor fue Gerardo de Cremona, que vivió entre 1114 y 1187 y que desempeñó una importantísima misión en la Escuela de Traductores de Toledo, porque conocía las tres lenguas más importantes en aquellos días, el árabe, el latín y el griego.
Un siglo después fue traducido al hebreo en Roma.
ESCUELA DE TRADUCTORES DE TOLEDO
La Escuela de Traductores de Toledo se creó hacia 1086, cuando Alfonso VI recuperó la ciudad de manos musulmanas. Estaba formada por eruditos de las tres culturas, cristiana, musulmana y judía, que traducían los libros para ponerlos a disposición de escuelas y universidades. Los árabes traducían del árabe y los cristianos del castellano, al latín, que era el idioma culto que permitía el intercambio de conocimientos que hasta entonces había permitido el árabe. Su principal valedor fue el rey Alfonso X el Sabio.
En la obra de Avicena encontramos claramente expuesta la teoría de los temperamentos. Por ejemplo, indica que en el temperamento del hombre predominan el calor y la sequedad, mientras que en el de la mujer predominan el frío y la humedad. Estas características resultaron de suma importancia a la hora de debatir el tema principal de este libro, por ello, conviene recordarlas.
Los tratamientos recomendados son tan curiosos como los que hemos visto anteriormente. Es necesario evacuar el cerebro y los órganos del cuerpo mediante sangrías en primavera o mediante vomitivos en verano. Es recomendable expulsar la orina para no padecer hidropesía, expulsar la menstruación para no padecer corrupción y conviene utilizar purgantes para no sufrir cólicos. Cohabitar después de comer produce gota y el abuso del coito debilita el cuerpo.

ESPÍRITUS Y VAPORES

La medicina medieval intentó localizar las conexiones entre el cuerpo y el alma, habida cuenta que todos creían en su influencia recíproca. Si el cuerpo podía enfermar o sanar al alma y el alma era capaz de enfermar o sanar al cuerpo, era importante localizar en qué punto ambos se encontraban.
Ya en el siglo XVII, Descartes señaló que ese lugar es la glándula pineal, pero en el Medioevo nadie había oído hablar de semejante cosa. La medicina medieval situó las potencias del alma en tres celdas o ventrículos cerebrales: la fantasía o potencia imaginativa, en el ventrículo anterior; el entendimiento o potencia cogitativa, en el ventrículo medio; la memoria, en el ventrículo posterior.
La obra de Avicena menciona "los espíritus" como el quinto componente natural del temperamento. Distingue el espíritu natural, formado por un vapor perfecto y puro, el espíritu animal, que se encuentra en el corazón y mantiene la vida, y el espíritu vital, que tiene por sustrato al cerebro. Cada uno de estos espíritus posee facultades propias y se encuentran en las circunvoluciones cerebrales, que es donde radica el centro de las sensaciones y de la reflexión. Estos espíritus transitan entre los ventrículos cerebrales y su obstrucción, debida a un humor que impide la comunicación, produce enfermedades, como epilepsia o apoplejía.
Tiempo después, algunos autores se preguntaron sobre la naturaleza de los espíritus, considerados instrumentos del alma y sobre cuáles de ellos, como el neuma cuya circulación asegura el temperamento, hacen de intermediarios entre el alma y el cuerpo. El dominico Vincent de Beauvais llegó a señalar tres: el espíritu natural que nace de la fe y se expande por el cuerpo y las venas; el espíritu vital que nace en el corazón y se difunde a los miembros a través de las arterias; y el espíritu animal, que es engendrado en los ventrículos del cerebro y distribuido al cuerpo a través de los nervios.
En cuanto a los vapores, es un concepto de patología, causa de enfermedades como la histeria, que se producen en el organismo y que hay que evacuar. Avicena recomendó, por ejemplo, el coito para evacuar los vapores espermáticos que acumula el cerebro de los melancólicos, lo cual, traducido al lenguaje de nuestro tiempo, viene a decir que las relaciones sexuales satisfactorias solucionan muchos casos de depresión.

ISMAEL E ISRAEL

Cuando Abraham desesperó de tener hijos con su esposa Sara, recurrió a su esclava egipcia, Agar, de la que concibió un hijo varón. Para reconocer al niño como heredero, Agar hubo de dar a luz sobre el regazo de Sara, la esposa, que recibió al hijo con toda la satisfacción que cabe suponer. Le llamaron Ismael.
Pero las cosas cambiaron cuando, al cabo del tiempo, la propia Sara, aparentemente en plena menopausia, quedó encinta y dio a luz a un hijo también varón. Como la leyenda asegura que fue un ángel quien anunció el embarazo y que Sara se echó a reír porque ya no estaba en edad fértil, dicen que le llamaron Isaac que significa risa.
Pero Isaac era hijo de la esposa, mientras que Ismael, por muy primogénito que fuese, era hijo de la esclava y Sara no se mostró dispuesta a compartir la herencia de su hijo, por lo que Agar e Ismael hubieron de recoger sus pertenencias y partir al desierto con el beneplácito, según la Biblia, del propio Dios quien, afortunadamente, también se apiadó del niño exiliado y le preservó la vida a pesar de las duras condiciones del terreno que hubo de habitar.
Isaac estaba llamado a ser padre de Jacob o Israel, quien, con el tiempo, fue padre de doce hijos que encabezaron las doce tribus descendientes de Abraham. Por su parte, Ismael estaba también llamado a encabezar un pueblo grande y poderoso, el pueblo ismaelita que mantuvo y mantiene desde entonces severos litigios con su oponente, el pueblo israelita.
Pero veinte siglos más tarde de aquella expulsión injusta al desierto, en la Edad Media, sucedió algo importante sobre lo que ya hemos hablado. Los musulmanes encontraron a los científicos judíos de la diáspora, aquellos que partieron tiempo atrás de su Palestina natal y que se habían establecido en Siria, en Egipto, en Persia y, sobre todo, en Mesopotamia. De ellos obtuvieron traducciones de textos clásicos y, además, aprendieron mucho de su ciencia y de su medicina. La ciencia al servicio de la curiosidad humana detuvo el litigio secular durante largo tiempo.
Al principio de la expansión musulmana, las ciencias continuaron en manos de los persas, los griegos o los judíos, por lo que no fue preciso traducir los textos al árabe, un idioma que, por entonces, era muy concreto y limitado como ya dijimos. Fue a partir del califato abbasí, en el siglo VIII, cuando se empezaron a traducir, con lo que la lengua árabe evolucionó y se enriqueció para convertirse en vehículo de intercambio intelectual que permitió expandir la literatura, la poesía, el teatro y, por fin, la ciencia y la filosofía clásicas.
A partir del siglo IX, continuaron las traducciones pero ya empezaron a surgir autores musulmanes, primero filósofos y después, filósofos y médicos, como Rhazes, Avicena y más tarde Abulcasis, Averroes y Arib ibn Said.
En cuanto a los judíos, todas aquellas comunidades que se habían establecido en Europa y Asia, con la expansión musulmana, empezaron a utilizar la lengua árabe para uso social y dejaron la hebrea para uso religioso, lo cual facilitó aún más la transmisión de conocimientos entre ambas culturas, dejando de lado, por fortuna, el pleito bíblico entre Ismael e Israel.

ORACIÓN DEL MÉDICO HEBREO

"Hazme ver siempre en el paciente un ser humano y nada más, Dios infinitamente bondadoso." La oración matinal del médico hebreo tiene en común con el juramento de Hipócrates el ser una guía ética profesional. Los musulmanes ya habían traducido el juramento hipocrático incluyendo el nombre de Dios junto al de Asclepios.
Se atribuye esta oración al médico judío más importante de la Edad Media, Moshe ben Maimon, un cordobés conocido por Maimónides, de quien ya hablamos anteriormente acerca de su alineamiento filosófico junto a su ilustre paisano musulmán, Averroes.
Como en las restantes culturas, la medicina hebrea se inició con la religión, apareciendo los primeros preceptos sanitarios en el Talmud, como la primera medicina cristiana aparece en los Evange lios y la primera medicina musulmana está contenida en el Corán y en los Hadices, los hechos del Profeta.

La medicina hebrea tradicional se halla en el Talmud, en forma de explicaciones anatómicas y preceptos sanitarios.
La anatomía del Talmud es casi un poema. Dice que los riñones dan consejo, que el corazón comprende, que el esófago recibe y rechaza alimentos, que los pulmones absorben todos los líquidos. El hígado es el lugar de la cólera, pero la vesícula lo calma derramando bilis sobre él. El bazo es el lugar de la risa.
Ya en tiempos de Alejandro Magno, muchos judíos fueron a vivir a Alejandría donde recibieron las enseñanzas de aquella escuela de Erasístrato y Herófilo, que ellos supieron asimilar, transmitir y enriquecer con sus propias aportaciones, puesto que se entregaron en cuerpo y alma no solamente al estudio teórico, sino a investigaciones prácticas. Sabemos, por ejemplo, de uno que hirvió un cadáver para retrasar la descomposición y poderlo así estudiar, algo que llegó a prohibirse dentro del cristianismo.
Los médicos judíos fueron, pues, cirujanos y farmacéuticos y, al igual que Aristóteles, consideraban que el corazón era la sede del alma. Al principio, utilizaron la lengua hebrea para el estudio de textos científicos, pero pronto resultó insuficiente para absorber nuevos conocimientos técnicos y terminaron por emplear el idioma del país en que residían, hasta que, con la expansión musulmana, empezaron a utilizar el árabe como dijimos anteriormente. Maimónides, por ejemplo, no se expresó en hebreo en sus escritos, sino en árabe, ya que su vida se desarrolló en Córdoba, que era entonces la capital de alÁndalus. Por eso, fue preciso traducir sus obras al latín para que el mundo cristiano contara con sus conocimientos que, por cierto, influyeron bastante en escolásticos como Alberto Magno o Tomás de Aquino.
Sin embargo, hubo numerosos científicos judíos que escribieron sus obras en hebreo, trasladando y modernizando la medicina talmúdica con nuevas técnicas y aportaciones. El resultado fue que, en el siglo XIII, el filósofo franciscano Roger Bacon recriminó a los médicos cristianos desconocer la mayoría de las técnicas médicas, ya que estaban escritas en griego, árabe o hebreo.
Constantino el Africano inició la traducción del árabe al latín, pero para entonces, los textos musulmanes y judíos llevaban gran ventaja a los latinos. Por eso, en los países en que se llevaron a cabo expulsiones de judíos y moriscos, tristemente encabezados por España, la Medicina dejó de ser ciencia para convertirse de nuevo en superchería y los instrumentos médicos fueron reemplazados por sahumerios, fetiches y ritos extravagantes.
Además, los cristianos no conocieron las versiones originales griegas hasta casi el siglo XV. Hasta entonces, los textos que llegaban a manos latinas procedían de traducciones del hebreo o del árabe, en el caso de la ciencia, o de adaptaciones escolásticas en el caso de la filosofía o la religión o, incluso, de la ciencia comprometedora que postulaba verdades diferentes a las que postulaban las Sagradas Escrituras. La Edad Media fue, como hemos dicho, un tiempo de anatema para todo lo que se refiriese a investigación, en que todo lo que significara cultura y progreso se ocultó entre los gruesos muros de los conventos, porque el cristianismo tuvo a gala el presentar el mundo actual, incluido el ser humano, como la antítesis del reino de los cielos.

CUANDO LA LUNA CRUZA EL SIGNO DE PISCIS

Se cuenta en los Anales de Aragón que el rey Juan II sufría de cataratas en ambos ojos. En septiembre de 1468, estuvo a punto de quedar ciego, pero se salvó gracias a dos circunstancias. La primera, lógica, fue contar con uno de los mejores médicos judíos de la época, un rabino de Lérida llamado Cresquas Abnar, que le operó el ojo izquierdo con gran éxito. La segunda, ilógica en nuestro tiempo pero totalmente lógica para el pensamiento de la época, fue contar con la plataforma cósmica oportuna para el éxito de la operación.
Un mes después, habiendo el Rey recuperado toralmente la visión del ojo izquierdo, decidió hacerse operar el derecho y mandó llamar al médico hebreo que tan bien había sabido curarle. Mas he aquí que la respuesta, que le llegó en forma de carta, no fue tan alentadora como el monarca esperaba. Cresquas le felicitaba por haber vuelto a ver con claridad, pero le advertía que no sería posible repetir la operación en el otro ojo antes de, al menos, dos años.
Con nuestra mentalidad actual, podemos pensar que era preciso un largo periodo de espera, una especie de parada biológica, antes de operar de nuevo. O cabría suponer que el médico judío no disponía de tiempo o material adecuado y que por ello requería dos años de plazo.
Pues no fue así. Si leemos un texto médico de Hipócrates, Galeno o Avicena, podemos encontrar recomendaciones que supeditan el éxito o fracaso de un tratamiento no solamente a factores internos como la circulación de humores o espíritus en el interior del paciente, sino también a factores externos, como las condiciones ambientales o cósmicas. No olvidemos que el hombre forma parte del Universo y que su naturaleza lo imita. Entre las recomendaciones de higiene del poema salernitano que citamos anteriormente, por ejemplo, podemos leer: "Cuando Virgo ve pasar la Luna, no te cases; durante el reinado de Libra, deja en reposo tus órganos genésicos. Cuando la Luna cruza el signo de Piscis, no te mediques la gota y sabe que, si concibes un embrión, nacerá epiléptico".
La carta de Cresquas a Juan II de Aragón afirma que el éxito de la operación del ojo izquierdo se debió al menguante de Luna de aquel 11 de septiembre, totalmente propicio para la operación oftalmológica, una situación singular que no volvería a darse hasta transcurridos al menos dos años. Por ello, los médicos, además de conocer la Geografía como aconsejó Hipócrates, más la Física, la Farmacología y otras ciencias inherentes a su profesión, tenían que conocer a fondo la Astrología. Ya dijimos que la ciencia retrocedió y se fosilizó durante la Edad Media.
En Sefarad, la España de los judíos, se produjo el proceso inverso que se había dado en Siria y Egipto. En lugar de ser los musulmanes quie nes recibieran la ciencia de los judíos y cristianos, fueron estos quienes heredaron la ciencia musulmana, que ya venía incrementándose desde tiempo atrás.

Maimónides fue un médico, juez y teólogo cordobés, progresista y sabio, que trató de separar la superstición de la religión y de la ciencia, en una época teocrática como fue la Edad Media.
Hijo de un juez cordobés, nació Maimónides en Córdoba en 1135, donde pudo estudiar con maestros árabes. La llegada de los almohades, rígidos y puritanos, a España, impulsó a su familia a trasladarse a Fez, en Marruecos, ciudad gobernada por al-Mumín, que era mucho más tolerante que los que gobernaban al-Ándalus, que obligaban a todo el mundo a convertirse al Islam mediante una fórmula en la que debían reconocer que Alá es Dios y Mahoma es su profeta.
Maimónides fue eminentemente científico y, como tal, práctico. Por ello criticó a los mártires que se entregaban voluntariamente a la muerte con tal de no pronunciar aquellas palabras tan sencillas. Su recomendación, expresada en forma de carta, es un dechado de lógica, pues aconseja no hacerse matar sino pronunciar aquellas palabras para preservar la vida que es un don precioso de Dios y salir lo antes posible de los dominios de quien obliga a convertirse a otra religión, con el fin de recuperar la libertad y practicar la religión judía.
En Fez pudo completar sus estudios de Medicina, bebiendo en las fuentes clásicas de Galeno e Hipócrates, más las numerosas fuentes musulmanas disponibles como los persas Avicena y Rhazes o los árabes al-Farabi y Avenzoar. Además, no solamente fue médico sino, como era habitual, acumuló estudios y ejerció de juez y de teólogo.
Su sentido práctico le ayudó a describir y tratar enfermedades hasta entonces casi desconocidas, como la diabetes, bastante extendida en Egipto por aquella época. Así, Maimónides escribió que, puesto que en sus muchos viajes no se había tropezado con ese mal, deducía que era propio de Egipto y que probablemente las aguas del Nilo tuvieran algo que ver.
Entre sus muchas obras, destacan la Guía de los perplejos, una de cuyas divisiones está dedicada a la Medicina y los Comentarios a los aforismos de Hipócrates. Estos comentarios aclaran los dichos del sabio griego, ponen los puntos sobre las íes cuando es necesario o, directamente, ponen de manifiesto errores antiguos, lo que resulta una labor muy importante en una época en la que se seguían al pie de la letra las enseñanzas de los clásicos.
Por ejemplo, al aforismo de Hipócrates que asevera que la apoplejía y la hemiplejía se producen entre los cuarenta y los sesenta años, a lo que Galeno añadió que se producen por el humor melancólico que predomina a esa edad, Maimónides declara que no es el humor melancólico el causante, sino el flemático y que no es a partir de los cuarenta, sino de los sesenta años cuando hay peligro de que se produzca.
También se permitió enmendar la plana al propio Hipócrates cuando asegura que, en la locura, es bueno el caso que se manifiesta con risas y malo el que se manifiesta con tristeza. Maimónides aduce que no hay nada en la locura que sea "bueno". Pero, contrario a lo que hemos comentado sobre Avicena, en el caso de Maimónides todo es resultado de la práctica, porque sus comentarios sobre los aforismos se producen después de haberlos comprobado por sí mismo.
Probablemente, el mayor mérito de Maimónides haya sido el mantener el pensamiento científico en una época de oscuridad e ignorancia dominada, como hemos visto, por la superchería y el fanatismo religioso.
No solamente aplicó su sentido práctico y su pensamiento lógico a la ciencia, sino también a la religión, porque sus escritos tratan de purificar la fe judía y limpiarla de prejuicios y supersticiones. En cuanto a la Medicina, sus obras trataron de eliminar las creencias de la época en espíritus causantes de la enfermedad, ridiculizó los amuletos y los exorcismos y tuvo como lema: "los ojos están delante y no detrás."
En su Guía de los perplejos, Maimónides advierte: "no se te ocurra prestar atención a las locuras de los astrólogos y los exorcistas" y afirma que el intelecto es un don de Dios y que quien no sabe valorarlo, tiene reminiscencias animales. Frente a lo acaecido con el oftalmólogo del rey de Aragón, esta actitud se ajusta no ya al Renacimiento, sino a la Ilustración, diríase propia del mismo Voltaire.

PERO ALÁ ES EL MÁS SABIO

"Cuentan, pero Alá es el más sabio, que hubo una vez...", así empieza Sherezade muchas de las narraciones que mantuvieron durante mil y una noches al sultán despierto y a ella con vida.
Los cuentos de Sherezade tienen por sede Bagdad, la Bagdad del siglo VIII que albergó la cultura, el lujo y las artes durante la dinastía abbasida. De Bagdad, precisamente, se contaba entonces una historia acaecida a un médico que la visitó procedente de Gondisaphur y que no se cansaba de repetir a su vuelta.
Allí tuvo acceso al palacio del califa al-Mutawakill. Era un día muy caluroso, como suelen darse en aquellas tierras y que los árabes han aprendido a soportar con diversas técnicas y recursos, como la planificación urbanística que vemos en sus ciudades, de callejuelas retorcidas que siempre ofrecen fresca sombra.
La sala en la que el califa le recibió tenía el techo cubierto de alfombras de mimbre, pero lo que desconcertó a nuestro médico fue que el califa, lejos de vestir una fresca túnica blanca de tela, llevaba un caftán de seda gruesa y, sobre él, un abrigo.
El asombro del visitante no tuvo límites cuando se acomodó en la estancia y, en lugar de sentir calor, sintió fresco que se convirtió al poco en frío, hasta el punto que el califa se echó a reír al verle estremecerse y mandó que le trajesen un abrigo. Después, le mostró lo que ocultaba un tapiz que cubría la pared, donde descubrió un hueco lleno de nieve que un criado empujaba hacia delante, mientras otro abanicaba para impulsar a la sala el aire frío. Como vemos, hace más de doce siglos que existe el aire acondicionado.
El lujo, el refinamiento y la sabiduría habían llegado a Bagdad, tiempo atrás, bañados en sangre, en sangre de la dinastía Omeya que reinó anteriormente y cuyos miembros fueron exterminados por los de la dinastía reinante. Entonces, la capital era Damasco y los omeyas, que antes de que existiera el Imperio Musulmán no eran más que jefes o caudillos de tribus árabes, se debieron ver sobrepasados por las circunstancias y, probablemente por no saber cómo comportarse, imitaron a los bizantinos que era el modelo de gobierno más próximo que conocían, como ya dijimos que habían hecho los bárbaros siglos antes.
El Museo de las Tres Culturas se exhibe en la Torre de la Calahorra, en Córdoba, donde pueden admirarse las aportaciones que musulmanes, judíos y cristianos hicieron a la cultura y a la ciencia, en el momento más trascendental de la vida andalusí. Allí es posible escuchar, en pleno siglo XXI y en el idioma del visitante, las palabras de Maimónides, Averroes, ibn al-Arabi y Alfonso X el Sabio, un monarca culto y tolerante que hizo traducir al latín la Torá y el Corán.
Durante su gobierno, se alzaron distintos grupos de oposición hasta que, en el año 749, Abul Abbas, descendiente de Abbas, tío del Profeta, se hizo con el poder, iniciando la dinastía abbasida que, después de asesinar a los omeyas en un banquete traidor y matar al último de sus representantes, al que alcanzaron en Egipto, trasladó la capital a Bagdad, como mencionamos anteriormente.
Pero no toda la familia Omeya pereció en aquella matanza. Uno de sus descendientes consiguió salvar la vida y huyó en una carrera desesperada perseguido por sus enemigos, hasta llegar al Magreb, donde los beréberes familiares de su madre, que de allí era oriunda, le dieron cobijo. Desde Marruecos, el joven Omeya no tuvo demasiados problemas para alcanzar las costas españolas. Se llamaba Abderramán.
En España, se le unieron tropas partidarias de los omeyas que se enfrentaron a los abbasíes que gobernaban al-Ándalus en nombre de Damasco. Al frente de su nuevo ejército, Abderramán se dirigió a la capital andalusí que era entonces Córdoba y, según cuenta Manuel Monsell, al tiempo que ellos entraban por la Puerta de Alcántara, los abbasíes huían por la Puerta de la Axarquía. Corría el año 756.
Años más tarde, el lujo, el refinamiento, la cultura y la sabiduría que admiró en Bagdad aquel médico sirio, se habían desplazado a Córdoba, donde un descendiente del intrépido Omeya, Abderramán III, rompió los lazos que aún quedaban con Oriente y estableció un califato independiente. Ya no sería un emir sometido a Damasco o a Bagdad, sino un auténtico califa, el califa de Córdoba, capital de alÁndalus y la ciudad más grande del mundo occidental.
El esplendor de Córdoba durante su reinado fue tal que, según los cronistas, llegó a eclipsar al de Bizancio. La riqueza del palacio de Medina Azahara que hizo construir para su favorita Azahara deslumbraba al visitante por la magnificencia de los juegos de luces que provocaba el sol jugando con las piedras y los metales preciosos.
Pero la Córdoba califal no fue solamente lujo y poderío. Cuentan que el propio emperador bizantino Constantino VII, que fue historiador y científico, envió al nuevo califa un regalo inestimable, el texto original de Materia médica de Dioscórides, para que enriqueciese su espléndida biblioteca. Y dice la crónica califal de Ajbar Machmúa que Abderramán III reunió "una corte de hombres eminentes y de ilustres literatos como no habían reunido jamás otros reyes, siendo a la vez personas de purísima conducta y vida ejemplar".

Si Las mil y una noches se hubiera escrito en Córdoba, se hubiera escrito en el palacio de Medina Azahara, donde cuentan que Abderramán III recibió de manos de un monje cristiano el libro de botánica de Dioscórides, regalo del emperador de Bizancio. Dionisio Baixeras pintó en 1885 la escena que puede también admirarse en el Museo de la Torre de la Calahorra de Córdoba.
Fue un médico y botánico judío, Hasday ibn Shaput, quien tradujo al árabe el libro de Dioscórides, con el que se inició la farmacopea de al-Ándalus. Además, fue médico personal del califa y fundó la escuela talmúdica española. Cuando murió, en el año 970, Córdoba contaba con una de las juderías más cultas y ricas de la diáspora.

LA MEDICINA EN AL-ÁNDALUS

La medicina del Profeta, la medicina básica de los musulmanes fundamentada en los textos religiosos, dio paso a la medicina musulmana tan pronto se realizó la traducción de textos que, como ya dijimos, fueron enriquecidos con comentarios y anotaciones de la experiencia clínica de cada autor.
Nos han llegado los nombres de numerosos médicos musulmanes, muchos de los cuales vivieron en España donde ejercieron la medicina de forma científica y profesional, frente a los numerosos curanderos, ensalmadores, exorcistas o sanadores que poblaron nuestra tierra y que volvieron a tomarla cuando los reyes cristianos, impregnados por el fanatismo religioso e impulsados por la superstición y la ignorancia de los predicadores y por las amenazas de excomunión que se cernían sobre quienes se dejaran curar por musulmanes o judíos, los expulsaron, tirando por la borda un legado que difícilmente se podría ya recuperar, porque los intolerantes monarcas no se limitaron a desterrar a todos aquellos científicos, sino que hicieron quemar sus obras.
Cuenta Luis García Ballester que, entre los siglos XIII y XVII, la tasa de médicos en España por habitante era idéntica a la de países tan deprimidos como Abisinia, la gente no distinguía a los cirujanos de los sanadores y los curanderos tenían tanto o más prestigio que los profesionales de la medicina científica, hasta el punto de que eran ellos quienes se ocupaban de tratar a las personas reales. Daza Chacón, cirujano español del Renacimiento, denunció los tratamientos que aplicaba un tal Pinterete, que había sido llamado a la corte para atender al príncipe Carlos, hijo de Felipe II.
Hubo, sin embargo, un tiempo en que España fue el modelo de la ciencia y la cultura y en que fue el punto de difusión del saber a toda Europa. Entre los siglos IX y XIII, al-Ándalus brilló con luz propia, con una luz que llegó a eclipsar a Bagdad y, como dijimos, al mismísimo Bizancio, mientras en la España cristiana surgían reyes tolerantes, cultos y científicos, como Alfonso X el Sabio.
Incluso en el siglo XI, con la llegada de los almorávides y la división del califato en reinos de taifas, los nuevos reyes africanos mantuvieron la tradición científica emulando a los omeyas, como ya dijimos que los godos y los rusos quisieron emular al Imperio Romano. Gracias a ello, no se perdió el fuerte impulso que Córdoba dio a la ciencia en el siglo X, cuando Abulcasis inventaba instrumentos quirúrgicos avanzadísimos [10] , cuando ibn Saprut, ibn Yulyul y Arib ibn Said escribían tratados médicos y cuando la farmacia de Medina Azahara, que se nutría principalmente de plantas de sus propios jardines-huertos, disponía de un centro de atención médica para los habitantes de la corte y, también, para la población necesitada de Córdoba.

Una famosa farmacia cordobesa recuerda los tiempos luminosos en que la botica de Medina Azahara se nutría de sus propias plantas y ofrecía atención médica a ricos y a pobres cordobeses.
Y, como no se perdió, surgió en Córdoba la sabiduría de Averroes, la corte almorávide de Sevilla albergó la ciencia de médicos tan importantes como Aboali y su hijo Avenzoar, la de Almería contó con ibn Jatima y, la de Granada, ya en tiempos de Bocaccio, con ibn alJatib, cuyo Tratado de patología incluye un poema fatalista que reza así: "Somos de condición deleznable y tenemos que morir".

NO SOLO COMADRONAS

Cuentan que Agnodice de Atenas se desnudó en el Areópago para demostrar a los jueces que era una mujer y no un hombre, consiguiendo su absolución. También Friné se desnudó ante el tribunal de los Heliastes y fue asimismo absuelta de la acusación de profanar sagrados misterios.
Pero la absolución de Agnodice no modificó su destino. Era tal su interés por la Medicina, que se había disfrazado de hombre para ejercerla y, siendo muchos sus logros en el campo de la Ginecología y la Obstetricia, algunos colegas envidiosos la acusaron de seducir a sus pacientes. Agnodice se libró de tal acusación al demostrar su sexo femenino, pero se le prohibió continuar ejerciendo la profesión médica, que estaba vedada a las mujeres.
Y dicen que fue tal el clamor de las damas atenienses, que llegó a modificarse la ley de manera que desde entonces fueron las mujeres quienes ejercieron de comadronas y no los hombres. Comadrona fue la madre de Sócrates, que se proclamó a sí mismo "partera" del conocimiento. Partera en femenino y no comadrón en masculino.
En la baja Edad Media encontramos una comadrona famosa, Trótula de Ruggero, de la que hablaremos en el capítulo VI. Pero también encontramos a otra mujer que no fue comadrona, sino médica, escritora, filósofa, compositora y profetisa, la Sibila del Rin, Hildegarde von Bingen.
Vivió en el siglo XII, perteneciente a una familia noble alemana y fue abadesa a los 28 años de edad del convento benedictino de Disibodenberg. Más tarde fundó el suyo propio, Rupertsburg. Compuso cantos místicos, obras de canto gregoriano y un drama litúrgico, Ordo Virtutum. Nos dejó nueve libros de Ética y Teología pero, en lo que a este libro interesa, dejó tratados de Botánica y un tratado de la ciencia de curar desde el punto de vista holístico, el hombre encuadrado en un todo que es el Universo, cuyas propiedades no son, en ningún momento, la suma de las propiedades de sus componentes.

El Cosmos de Hildegarde von Bingen. Antes que Leonardo da Vinci, la Sibila del Rin situó al hombre en el Universo, con el que interactúa, del que participa y con el que forma un todo.
Sabia y polémica, Hildegarde von Bingen se atrevió a atacar las costumbres corruptas de la Iglesia y, en un acto de rebeldía, accedió a dar sepultura a un excomulgado revolucionario que se había arrepentido antes de morir y a quien el obispo negaba la tierra sagrada. Polémica también porque escribió que las mujeres estériles eran más dichosas viviendo sin marido, ya que no sufrían debilidad tras acostarse con ellos sin conseguir el fruto deseado. Entonces era impensable que una mujer se acostase con su marido para algo que no fuera procrear.
Visionaria, mística, quizá, como apuntan algunos, fuese epiléptica, como lo fueron Alejandro Magno, Julio César o Napoleón. Otros autores hablan de migrañas y delirios. Ella misma asegura que percibía una gran luz que la dejaba temporalmente ciega y que tenía visiones que le dictaban la música y los textos que después escribía en alemán o que, como La ciencia natural y El arte de curar, dictó a dos monjes que los tradujeron directamente al latín: " Y proclamé y escribí estas cosas no según la fantasía de mi corazón o el de cualquier otro hombre, sino tal como las vi, oí y percibí en los cielos, por los secretos misterios de Dios".
Pero los conocimientos de Hildegarde no fueron puramente teóricos ni recopilación de textos antiguos, sino que ella misma cuidó de la salud de sus monjas, organizó la farmacopea de su convento, atendió a damas ilustres y, en el plano técnico, hizo llegar el agua caliente a las celdas de las religiosas.
Finalizada la Edad Media, ya en el siglo XVI encontramos el rastro de otra mujer que escribió textos médicos, doña Oliva Sabuco de Nantes que nos dejó la Nueva filosofía de la Naturaleza, escrita en forma de diálogos didácticos que explican temas tan interesantes como el conocimiento de uno mismo o un debate sobre los motivos que hacen que las fiebres periódicas (tercianas, cuartanas) aparezcan y desaparezcan.
Sin embargo, un día apareció el nombre de Miguel Sabuco, padre de doña Oliva, declarando que era él y no ella el autor de la obra, que había puesto en ella el nombre de su señora hija para honrarla, pero que era llegado el momento de advertir que los derechos de autor no correspondían a ella sino a él.

Las mujeres medievales estuvieron en su mayoría apartadas de la cultura y de la ciencia, pero algunas consiguieron sobresalir en terrenos tan complejos como la Medicina.
Ya en el siglo XVIII, otra dama alemana, Dorotea Christiane Leporin obtuvo de manos del propio Federico el Grande el diploma de doctora en Medicina. Parece que fue la primera en conseguirlo. Fue breve, pero la brecha que estas mujeres abrieron en las cerradas puertas de la ciencia daría su fruto mucho tiempo después.