Hace muchos miles de años,
cuando la vida y la religión eran lo mismo, cuando los dioses
poblaban el mundo y los hombres no eran más que simples
espectadores de sus hazañas, dos deidades femeninas habían luchado
por la supremacía del cielo y de la tierra. Inanna, la Gran Madre,
se había batido en un singular y feroz combate con su malvada
hermana, la tenebrosa reina de los infiernos, Ereshkigal. Una
lucha, sin duda, desigual, porque tuvo lugar en los oscuros
dominios del reino de las tinieblas donde la terrible Ereshkigal
consiguió vencer y matar a Inanna.
Pero no hay historia de dioses
bondadosos que no tenga un final moral. Inanna, a los tres días de
su muerte, resucitó y se irguió poderosa y heroica sobre su
enemiga, a la que venció definitivamente y encadenó para siempre en
los infiernos, librando a los hombres de su perversa acción.
Conocemos el final porque es el que
cuentan todas las religiones. Encadenado el Mal en las
profundidades del Averno, se elevó triunfante la Gran Madre para
reinar en los cielos con justicia y con bondad.
Inanna
es una diosa sumeria que representa una época matriarcal de
predominio de la mujer en la sociedad prehistórica. Posteriormente,
en la época patriarcal, la primacía pasó a un dios varón.
Es indudable que esto señala la
existencia de un culto a la diosa, en una sociedad matriarcal que
posteriormente dejaría paso a otra sociedad patriarcal en la que el
dios principal sería del sexo masculino, pero, hasta que eso llegó,
los dioses fueron hijos de la diosa, incluso el esposo ritual fue
su vástago. "Soy la madre de mi padre y la hermana de mi marido,
que es mi vástago", declara la Pistis Sofía, la diosa egipcia Isis
para los coptos y María Magdalena para los gnósticos cristianos del
siglo III, aquellos que rezaron al Padre, al Hijo y a la Espíritu
Santa y que hubieron de esconder sus Evangelios en las
cuevas cercanas a Alejandría, para preservarlos de la destrucción
ordenada por la Iglesia cristiana, cuando declaró que la Gnosis era
herética.
En la literatura judeocristiana
encontramos dos versiones del Génesis, que narran de
manera distinta la creación de Eva, lo que determina la posición
social que el autor entendió o quiso dar a la mujer.
En la primera de ellas, Dios creó a
la vez al hombre y a la mujer a imagen suya; ambos son, por tanto,
iguales. En la segunda, formó a Adán de barro, le mostró todo lo
que había creado para él y, finalmente, decidió darle una ayuda y
una compañía y formó a la mujer a partir de su costilla, siendo
Adán el encargado de darle nombre y de decidir su destino, como
antes lo había hecho con el resto de la Creación; aquí tenemos a
Eva sometida a Adán desde el principio, aunque formada de una
materia, hueso, mucho más noble que la que dio origen al hombre, el
barro. (Pilar Iglesias, Mujer y salud, Construcción de
sexo y género desde la Antigüedad al siglo XIX).
Esto, junto con la historia de la
tentación y el fruto prohibido, dio lugar a complejísimas
especulaciones con las que los teólogos han tratado durante siglos
de demostrar la situación de inferioridad de la mujer respecto al
hombre, algo que vamos a contemplar desde la perspectiva de la
anatomía y, como venimos viendo, de la función procreadora.
La mejor manera que tuvo
Avicena de demostrar que los seres imperfectos, como moscas,
gusanos o serpientes, se generan a partir de cuerpos en
putrefacción, está recogida en esta receta: póngase un puñado de
cabellos de mujer bajo tierra, en un lugar que haya sido
estercolero durante el invierno. Cuando llegue el verano y el sol
caliente el puñado de cabellos femeninos, se engendrarán serpientes
que podrán, a su vez, generar otras serpientes.
Aquí tenemos la famosa teoría
de la generación espontánea, contra la que tanto hubieron de luchar
los científicos de los siglos XVII y XVIII. Según este error
heredado de la Antigüedad, los seres imperfectos se pueden producir
sin necesidad de coito, a lo que Alberto Magno apunta que el
proceso se lleva a cabo siempre y cuando se dé la influencia de una
constelación celeste propicia.
Si consideramos que, por un
lado, todos los científicos antiguos fueron hombres y, por otro,
observamos las restricciones que tuvieron los médicos y filósofos
para estudiar la naturaleza humana, llegaremos fácilmente a la
conclusión de que, aunque el estudio de la anatomía y funcionalidad
masculinas se pudo completar analizándose entre ellos o cada uno a
sí mismo, no sucedió igual con el estudio de la anatomía y la
funcionalidad femeninas, que continuaron siendo un misterio para
los sabios hasta bien entrado el siglo XX. No olvidemos que,
todavía en la Francia instruida del XIX, el neurólogo francés
Charcot organizaba representaciones multitudinarias en la
Salpetrière alrededor de las sobreactuaciones teatrales de sus
pacientes histéricas. Ni él ni Freud ni muchos otros consiguieron
librarse de la atracción que sobre el varón ejerce el misterio del
llamado "eterno femenino".
En la Antigüedad, ya vimos a
Hipócrates, Aristóteles y Galeno haciendo cábalas en torno a la
naturaleza de la mujer. Hasta el siglo II no apareció un primer
tratado de ginecología que mereciera tal nombre. Lo escribió Sorano
de Éfeso, lo tituló Sobre las enfermedades de las mujeres
y lo dedicó al público femenino, comadronas y ginecólogas, que
precisaba conocer la problemática de la generación, el parto, la
lactancia y todo lo que rodea el misterio de la vida, lo que
incluye los requisitos que debe cumplir la nodriza adecuada para
que el recién nacido se críe sano y robusto; requisitos que, por
otra parte, coinciden con los señalados en el Corpus
Hippocraticum y que encontraremos posteriormente en el
Canon de Avicena y en muchas otras obras de anatomía
antigua y medieval.
En el siglo VI, Mustio (otros
le llaman Moschion o Mosción) tradujo, comentó y enriqueció la obra
de Sorano, que se difundió entre los médicos con el nombre de
Gynaecia. A esto se unió la obra anteriormente citada de
Isidoro de Sevilla, Etimologías, que explica la anatomía
femenina como un conjunto de órganos bien organizados para el fin
para el que la mujer fue creada, la procreación. Después vinieron
las traducciones de Alfano de Salerno y Constantino el Africano,
más las demostraciones salernitanas realizadas, como vimos, sobre
cadáveres de cerdas.
Pero todos estos estudios
prácticos o especulativos no consiguieron desvelar los misterios
femeninos ni pusieron a los médicos en la pista de cómo y por qué
están formados de una manera específica los órganos de la mujer, de
por qué y para qué funcionan como funcionan y qué participación
real tienen en la generación y en la transmisión de caracteres al
feto.
La mujer fue, desde antiguo, el mayor enigma para los científicos,
prácticamente todos varones, quienes se esforzaron por descifrar
sus misterios, sufriendo, en ocasiones, fracasos estrepitosos y
cayendo en errores descomunales. En el siglo XIX, Charcot
organizaba verdaderos espectáculos con sus pacientes histéricas en
el hospital de la Salpetrière.
En vista de lo cual, siguió
imperando durante siglos el concepto establecido en la Antigüedad
de que la mujer no es más que un varón, pero un varón imperfecto, y
que su anatomía y su fisiología son una especie de copia en espejo
de la anatomía y la fisiología del hombre.
Grosso modo, esto
significa que los órganos reproductores de la mujer son iguales a
los del hombre, aunque puestos del revés y, con la diferencia, como
apuntó en el siglo IV el médico obispo Nemesio de Emesa, de que el
hombre los tiene fuera y la mujer, dentro. Ya en el siglo II,
después de mucha observación y mucha cavilación, Galeno había
establecido que, en realidad, la mujer es un hombre, pero carece de
esa cualidad que logra en el hombre la perfección que es el calor.
Como es fría, no consigue la cocción completa y sus resultados se
quedan a mitad de camino respecto a los del hombre. Es un varón a
medias e imperfecto.
Hoy se habla de las
diferencias genéticas y neurológicas entre el hombre y la mujer,
pero en el siglo VII Isidoro de Sevilla había establecido en sus
Etimologías una diferencia basada en el origen de las
palabras. La palabra "varón", vir, procede de "fuerza",
vis, mientras que la palabra "mujer", mulier,
procede de "blandura", mollities. Por tanto, la diferencia
sustancial entre el hombre y la mujer está, según este autor, en la
fuerza de él y la debilidad de ella. Como ya hemos dicho que
Isidoro plantea que todo cuanto existe sigue un orden funcional
perfecto señalado por Dios, el argumento que soporta el anterior
aserto no tiene tampoco desperdicio:
El hombre tiene mayor fuerza
que la mujer para que ella no tenga más remedio que someterse a él
y deba aceptar el deseo de su marido, ya que, de lo contrario, si
la mujer tuviera la misma o mayor fuerza, podría oponerse a él y
rechazarle y él, llevado por la lujuria, correría peligro de caer
en la homosexualidad.
Analizado esto a la luz
del siglo XXI, vendría a ser no solo el beneplácito, sino la
institución de la violación en el orden divino, eso sí, dentro del
matrimonio, lo que no la excluye fuera de él. Pero en la Edad
Media, cualquier argumento era aceptable con tal de que siguiera
los cánones que determinaban los roles del hombre y la mujer en
función de la procreación y de la salvaguarda de la moral
religiosa. Hoy, a pesar de los avances científicos, todavía la
Iglesia no ha aceptado que la homosexualidad sea una opción o una
forma de comportamiento sexual ni que la sexualidad pueda formar
parte de la actividad humana sin su dimensión reproductora. Si
miramos doce o trece siglos atrás, no pueden extrañarnos teorías
como la de Isidoro, que fue obispo de Sevilla, y otras que veremos
a continuación.
En el siglo X, los científicos
seguían convencidos de que ambas naturalezas, la masculina y la
femenina, tienen en común la fluidez y la humedad, aunque son
fundamentalmente contrarias. Y son contrarias porque en la semilla
de la mujer sobresale la naturaleza del agua y la tierra, mientras
que en la semilla del varón prevalecen el aire y el fuego. Esto es,
al menos, lo que podemos leer en tratados médicos antiguos y
medievales, como el mismo Canon de Avicena que, como hemos
dicho, es una recopilación estructurada de las teorías médicas de
la época.
La naturaleza del agua y la
tierra predominan no solamente en la semilla de la mujer, sino
también en la sangre menstrual. Lógicamente, estas afirmaciones
proceden de la especulación filosófica al hilo de las teorías
imperantes.
Pero lo importante en este
caso es que la teoría de las dos semillas confiere a la mujer un
papel activo en la concepción. El hombre aporta su semilla y, la
mujer, la suya, y de la unión de ambas se genera el feto que se
forma y nutre con la sangre menstrual.
Esta idea no nació en la Edad
Media, sino en la Edad Antigua. Está contenida en los textos de
Hipócrates y Galeno. Sin embargo, como los sabios nunca se pusieron
de acuerdo y, además, no contaban con más argumentos para
convencerse los unos a los otros que la pura especulación, el
sofisma o el silogismo, Aristóteles se situó en la facción
contraria y aseguró que la mujer solamente aporta a la concepción
el lugar y la materia, que son respectivamente el útero y la sangre
menstrual.
Pero como ya hemos dicho que,
a partir del siglo X, la máxima autoridad médica era Avicena y
Avicena se mostró partidario de las dos semillas, quedó establecido
que la reproducción tenía lugar mediante la coagulación de ambas
simientes, con la cualidad añadida de la humedad.
Para el disidente Aristóteles,
el semen de la hembra contiene solamente materia, mientras que el
del macho es capaz de producir movimiento y, además, el semen de la
hembra es el residuo menstrual. Esto escribió en Sobre la
generación de los animales.
Siempre contrario, Galeno
aseguró en Usu partium que la sangre menstrual no es el
material principal ni el más adecuado para la generación. Por
tanto, Constantino el Africano tradujo y escribió también que, en
la generación, el esperma es el artífice y la materia, mientras que
la sangre menstrual es solamente materia.
Recordemos que lo más
importante de la cuestión era, para todos los científicos tanto
antiguos como medievales, averiguar cuál era la materia y cuál era
la forma en el enigma de la generación, porque la materia sin la
forma es algo indeterminado.
Dado que la simiente no era
visible y no lo fue hasta el siglo XVII que inventó el microscopio,
la cuestión de la materia y la forma se resolvió de manera
especulativa. Sin embargo, las disecciones de cerdas que llevó a
cabo la Escuela de Salerno y los estudios previos de médicos
antiguos como Galeno o Sorano, sí arrojaron cierta luz sobre la
configuración de los órganos femeninos de la reproducción, los que,
según los científicos, eran el reverso de los masculinos.
El triángulo genital femenino, llamado el yoni en sánscrito, es la
puerta de entrada y de salida del útero. Ha sido objeto de
adoración, análisis y temor en todas las culturas porque para los
hombres, que son los que crean los ritos y los mitos, la sexualidad
femenina ha sido siempre un enigma.
En la Edad Media, por tanto,
el cuerpo masculino ya no ofrecía misterio alguno. Incluso las
Etimologías de Isidoro de Sevilla explican, como hemos
visto, con todo lujo de detalles, el origen de cada uno de los
órganos. Por ejemplo, el nombre de "testículo" procede de la
palabra "testigo" y por eso es imprescindible que haya dos. Uno
solo no puede ser testigo.
En cuanto a la vulva, recibe
ese nombre de su analogía con la "valva", nombre que significa algo
así como puerta de hoja doble, como las dos conchas que encierran
el cuerpo de los moluscos bivalvos como la almeja o el mejillón.
Para Isidoro, la vulva es la puerta del vientre que recibe el semen
del varón y de ella procede el feto.
La función de la vulva es
mezclar el semen y transmitir un movimiento que es el origen de la
vida, un movimiento similar al de enrollar, porque el embrión se
forma arrollando el semen. Precisamente, la palabra "vulva" viene
de volo vis o volvendo, que significa arrollar o
enrollar algo.
El Canon de Avicena
explica con toda claridad la imagen opuesta y, naturalmente,
inferior, de los genitales femeninos respecto a los masculinos.
Explica que la matriz es similar al instrumento de la generación
del varón, con la diferencia de que el instrumento masculino, es
decir, la verga y "lo que la acompaña", es perfecto y está dirigido
hacia el exterior, mientras que el instrumento femenino es de
tamaño reducido y está recluido en el interior del cuerpo, formando
el reverso del miembro viril.
La explicación, por tanto, de
la anatomía sexual femenina se lleva a cabo haciendo referencia a
la anatomía sexual masculina. No olvidemos que la mujer procede de
la costilla del hombre y está hecha a imitación de él, como su
complemento y su ayuda. Además, su naturaleza fría le ha impedido
llegar a la perfección de que goza el hombre y es, por eso, un
hombre imperfecto, frustrado y a medio cocer. Todavía en nuestros
días es fácil escuchar la frase "le falta un hervor" para referirse
a una persona joven e inmadura.
La falta de calor vital es la
que ha impedido que los órganos reproductores femeninos salgan al
exterior como los masculinos y los ha relegado al interior. Por
tanto, sus miembros generacionales deben acoplarse a los del varón
y deben servir para complementar la función que a estos les ha sido
encomendada. Si la verga del varón tiene por función verter el
esperma en la vagina de la mujer, esta ha de estar conformada de
manera conveniente para recibirlo y, dado que el último destino del
esperma del varón es la matriz, es imprescindible que esta tenga
una boca de entrada y que se cierre herméticamente tras su
recepción, de manera que ni una sola gota del precioso líquido se
derrame o se desperdicie.
Naturalmente, para que la
vagina se adapte al pene, debe contar con la musculatura necesaria
que le permita contraerse y dilatarse, como se contrae y dilata el
miembro viril. Así la explica el Colliget de Averroes,
provista de ligamentos flexibles y musculosos que le facilitan
distenderse, dilatarse y contraerse. Avicena compara la membrana
que envuelve la matriz al escroto que envuelve los testículos y
confronta el cuello de la vagina con la verga.
Según la traducción de
Constantino el Africano, la mujer tiene asimismo dos testículos más
pequeños y de forma aplanada, situados en el interior de la vulva.
Hay quien cita un error de traducción del árabe al latín, que
aplicó el mismo término a la vulva que a la matriz, pero de ser
cierta la mención de pequeños testículos aplanados en el interior
de la vulva, serían lo que hoy conocemos como glándulas de
Bartolino, las encargadas de lubricar la vagina y facilitar la
entrada del pene durante el coito
[15]
.
Sin embargo, los otros autores
mencionan los pequeños testículos de la mujer sin situarlos en el
interior de la vagina, de lo que se deduce que hablan de los
ovarios. Sabemos que en el siglo XVI todavía se llamaba testículos
a los ovarios, porque un manual los menciona con palabras
despectivas, añadiendo que era deseo del autor que las mujeres no
se volvieran arrogantes al saber que ellas también tienen
testículos.
Al haber sido creada de una costilla de Adán, la mujer fue
considerada un varón a medio cocer, es decir, un varón imperfecto
que, por falta de calor, no había logrado desarrollar sus órganos
por completo.
Afortunadamente, la
Ilustración recuperó o, como dicen algunos autores, descubrió el
sexo femenino y el mundo supo que la mujer no es un hombre
imperfecto con los órganos sexuales puestos del revés.
Las demostraciones anatómicas
de Salerno y el Pantegni de Constantino el Africano están
de acuerdo en que el útero tiene dos cuernos y dos cavidades. En
tres de estas demostraciones vemos que el útero posee dos
testículos y en cuatro de ellas, se explica que está formado por
siete celdas o cámaras.
La noción de las siete
cámaras, procede de una obra atribuida a Galeno,
Sobre el
esperma. Además, no hay que olvidar que el 7 es un número
mágico y que, en la Antigüedad y en la Edad Media, las funciones
sexuales y reproductivas estaban, como casi todo, ligadas a la
Astrología. Siete fueron los astros visibles que conocieron los
babilonios y los persas
[16]
y, de la misma forma, siete son las notas
musicales configuradas por Guido D'Arezzo, que la Edad Media asoció
a esos siete planetas; siete son los días de la semana y siete fue
el número de días que Dios invirtió en la Creación. Siete son los
pecados capitales, las virtudes y los sacramentos, siete y siete
veces siete fue el número de los demonios en Babilonia
[17]
, siete son los cuernos del cordero, los
ángeles, los sellos y las trompetas del
Apocalipsis.
Incluso en la literatura encontramos este número mágico y simbólico
que se repite en los siete enanos del cuento de
Blancanieves y en los siete velos de la danza de Salomé. 7
es también, por tanto, la cifra que rige el cuerpo humano, pues
está dividido en siete partes.
Se ha atribuido a Galeno la teoría de que la matriz femenina tiene
siete cámaras destinadas a tres varones, tres mujeres y un posible
hermafrodita.
En el útero, las tres celdas
de la derecha estaban destinadas a los hijos varones, las tres de
la izquierda a las hijas hembras y, la del centro, a un posible
hijo hermafrodita, probablemente el que hemos señalado en el
capítulo anterior que no sería ni masculino ni femenino.
Evidentemente, la Naturaleza no tenía ni tiene prevista esa
posibilidad, pero ya hemos visto que los científicos se afanaban
por justificar todos los asertos de sus maestros.
Pero la explicación anatómica
que prevalecerá durante buena parte de la Edad Media es la de
Pantegni, de Constantino el Africano, que menciona la
matriz con dos cámaras, una a la derecha y otra a la izquierda, las
mamas, los testículos, la verga y los vasos espermáticos, pero no
cita los ovarios, sino lo que parecen ser las glándulas de
Bartolino. Además, en la traducción del árabe al latín, como hemos
dicho, Constantino mezcla la matriz con la vulva al utilizar
términos latinos similares y habla de pilosidades en el interior de
la matriz, algo que el original árabe había mencionado como fibras.
Recordemos que Pantegni fue la traducción latina del
original del médico árabe Ali ibn Abbas (el original se llamó
Al Kunnas al Maliki) que explica la función de las fibras
de la matriz que Constantino tradujo por pilosidades. Define tres
tipos de fibras, las longitudinales, cuya función es atraer el
esperma; las oblicuas, cuya función es retenerlo y retener al feto
cuando se genere; las transversales, cuya función es expulsar al
feto en el momento del parto.
Sin embargo, las pilosidades
de la matriz tendrían su utilidad. Casualmente, los sabios de la
Escuela de Salerno que ya vimos que disecaban cerdas, encontraron
esas pilosidades en el interior de la matriz del animal. Guillaume
de Conches, en su Dragmaticon Philosophiae, señala que
tienen la función de retener el esperma que inunda la cavidad, lo
cual contribuye a la procreación. Como argumento insoslayable, este
autor señala que las prostitutas raramente conciben porque tienen
la matriz encenagada de esperma y las pilosidades de su matriz no
consiguen retenerlo, porque actúan "como el mármol" haciéndolo
resbalar.
Tanto la función de las fibras
como de las supuestas pilosidades de la matriz tienen un porqué
filosófico y es que Galeno ya había señalado que este órgano
femenino tiene la virtud retentiva, es decir, una facultad o
potencia que le es inherente, como hemos visto que otros órganos
tienen virtud imaginativa o las plantas poseen virtud curativa. Los
testículos son, naturalmente, la sede de la virtud
generativa.
Como vemos, unos argumentos
daban vida a los siguientes sin que nadie se tomara la molestia de
verificar su error o su acierto. Cuando, ya en el siglo XIII,
Mondino de Luzzi, profesor de la Universidad de Bolonia, realizó
disecciones humanas, descubrió obviamente la realidad interna de la
matriz pero, en lugar de desestimar el concepto de las cámaras a
derecha e izquierda, señaló que se trata de cavidades destinadas a
mezclar el esperma con la sangre menstrual y dar lugar a su
coagulación.
En cuanto a los ovarios,
Galeno conoció su conexión con el útero y dedujo que su función era
enviar el semen a través de los cuernos, lo que hoy conocemos como
trompas de Falopio. Dedujo esta tarea por su equiparación a los
conductos epidídimos que, en el hombre, envían el esperma de los
testículos a la verga.
Otros autores reducirían la
función ovárica a generar un líquido similar al que generan las
glándulas de Bartolino que hemos citado anteriormente. Por ejemplo,
Mondino de Luzzi señala en su obra Anatomía, en 1316, que
los testículos femeninos no son verdaderos testículos como los
masculinos, sino que son como los de las liebres, y su finalidad es
generar una humedad similar a la saliva que es causa del placer de
la mujer.
Claro es que tampoco podemos
fiarnos demasiado de las enseñanzas de Mondino, porque, según los
estudiosos, sus modelos son galénicos y sus disecciones se
encaminaron a mostrar a los estudiantes de la Universidad de
Bolonia la perfección de la obra de Dios y el admirable arte de la
Naturaleza en la anatomía humana, es decir, tampoco hizo una labor
crítica que descubriera los errores del maestro, como siglos
después hiciera Andrés Vesalio.
Arib ibn Saib, el médico
cordobés que citamos recientemente, esclareció la función de los
"cuernos" uterinos, los que hoy conocemos como trompas de Falopio.
Asegura que el útero tiene cuello y una boca por la que sale la
sangre menstrual, por la que entra el esperma y por la que sale el
feto. Posee además un ventrículo interior del que salen los dos
cuernos, que se mueven durante el coito y atraen el semen. Después
menciona dos testículos "más pequeños" que deben ser los
ovarios.
Señala además que el útero es
un recipiente de semen y es el lugar que acoge al embrión y donde
este reposa y crece. Esta función es perfecta a menos que la
integridad de la facultad reproductiva esté alterada, algo que
puede proceder de la debilidad o defecto del semen del varón o bien
de una enfermedad del propio útero que le impida acoger al
feto.
Para los salernitanos, el
útero no solamente tiene una función generativa, sino que también
es la cloaca del organismo, el lugar al que se envían todos los
residuos. Esta última afirmación es de gran importancia y
volveremos sobre ella en varias ocasiones, porque viene a
fundamentar un mito medieval que ha llegado prácticamente hasta
nuestros días, el mito de la Doncella Venenosa.
Como vemos, el empeño en
mostrar la anatomía sexual femenina como un reflejo de la masculina
llegó muy lejos porque, siguiendo la costumbre medieval, nadie
contradijo a nadie, sino que se añadieron unas explicaciones a
otras, sin que llegase a surgir un concepto objetivo.
Por ejemplo, en el siglo XVI,
cuando los anatomistas decidieron enmendarle la plana a Galeno y
Andrés Vesalio publicó su De humanis corporis fabrica,
confirió un toque fálico al dibujo del útero femenino, no obstante
haber tomado como modelo el de una mujer a la que había hecho la
autopsia. El mismo Gabriel Falopio, a pesar de la revolución que
significaron sus descripciones de las trompas que enlazan el útero
con los ovarios, insistió en que todo lo que tiene dentro la mujer
es copia de lo que tiene el hombre y, si no es así, es que la mujer
no es humana (Pilar Iglesias, Mujer y salud,
Construcción de sexo y género desde la Antigüedad al siglo
XIX).
Los científicos antiguos y medievales describieron el útero como
una cabeza de toro, con dos cuernos que servían para atrapar o
conducir el semen. Esta ilustración se incluyó en la
Gynaecia de Sorano de Éfeso, la primera obra que puede
llamarse tratado de ginecología. Obsérvese la forma de botella
invertida del útero, relacionada con su facultad para atraer,
recibir y retener el esperma.
La Escuela de Medicina de
Alejandría fue tan importante como todo lo que se creó en aquella
ciudad ideal, capital durante siglos del helenismo y sede de la
sabiduría, del arte y de la belleza.
El cristianismo tuvo también
allí un importante núcleo, el que generó los Evangelios
Apócrifos que tan de actualidad se encuentran hoy día y el que
desarrolló la escuela filosófica gnóstica que atrajo a la élite
grecorromana a la nueva religión. Pero los sabios cristianos
alejandrinos no se quedaron en la religión y en la Filosofía sino
que, como todos los sabios de la época, abordaron también la
Medicina.
En su afán por levantar el
velo de la misteriosa anatomía femenina, los cristianos
alejandrinos descubrieron también los ovarios y los explicaron como
copias deficientes de los testículos masculinos, señalando, además,
que contienen una pequeña cantidad de semen aguado, un semen que,
naturalmente, no posee ni la décima parte de las virtudes del semen
masculino.
La necesidad de que la mujer
tuviera semen nació probablemente de la idea griega (aprendida de
culturas orientales) de que el semen es la sustancia universal del
alma, aunque ya en tiempos de Aristóteles hubo quien se resistió a
aceptar tal aseveración por la sencilla razón de que opinaba que la
mujer no tiene alma.
Los egipcios, por el
contrario, estaban seguros de que el único que interviene en la
generación del feto es el padre, ya que la madre se limita a
aportar el lugar que lo alberga y la materia que lo alimenta. De
ellos pudo aprender Aristóteles su doctrina.
Pero el esperma femenino, de
cuya existencia dieron fe sabios como Hipócrates, Galeno, Avicena o
Arib ibn Saib, no puede ser tan fecundo ni poderoso como el esperma
masculino y el principal argumento que sostiene esta afirmación es
precisamente el tamaño de los testículos, mucho más pequeños que
los del varón.
Sin embargo, aunque el semen
femenino sea inferior en calidad al masculino, su existencia es un
hecho para los autores que siguen a Hipócrates y a Galeno. La
explicación más clara la ofrece precisamente nuestro médico
cordobés Arib ibn Saib.
El semen masculino es
demasiado espeso para difundirse convenientemente en la matriz y
dar lugar a la generación del feto. Es el semen de la mujer el
auxiliar necesario que, siendo más claro y tenue, lo diluye, lo
alimenta y lo distribuye por los lugares de la fecundación. Tampoco
puede por sí solo el esperma del hombre acceder a los cuernos de la
matriz cuando se dirige a la zona derecha para procrear un varón;
aquí necesita también el auxilio del esperma de la mujer que, más
frío, lo despoja del exceso de calor que lo haría corromper y,
además, lo lleva a todas las prolongaciones.
Tenemos aquí un apunte de
vital importancia. El semen de la mujer que, por sí solo es
inferior, claro y aguado, tiene una función que lo hace
imprescindible, de la misma manera que la mujer, inferior, fría e
imperfecta, tiene un cometido que la hace asimismo indispensable
para la vida. Ella y su esperma son auxiliares vitales del hombre y
de su semen.
En su cueva de Belén y con
gran escándalo, se quejaba Jerónimo, doctor, santo y eremita del
siglo V, de las disipadas costumbres de las mujeres romanas del
Bajo Imperio. Se mantenían viudas sin casarse de nuevo para no
perder la libertad de acción y utilizaban tal libertad para fines
pecaminosos. Según testimonio de este autor, muchas de ellas
tomaban bebedizos que impedían la procreación y, si quedaban
preñadas, mataban al hijo antes de que naciera, incluso
exponiéndose a descender junto con él a los infiernos. Y es que la
práctica del aborto estaba al parecer muy extendida, aunque a
menudo costaba la vida a la madre.
El cristianismo equiparó el
aborto al infanticidio por primera vez en el siglo IV, aunque ya
Augusto lo había prohibido en Roma en el año 81 antes de nuestra
Era, en vista de la baja tasa de natalidad. Fue sin duda una
prohibición transitoria, porque el derecho romano no consideraba el
aborto un delito, a menos que quien abortase fuese una mujer
casada, en cuyo caso, correspondía al marido la decisión sobre la
interrupción de la gestación o su continuidad, ya que él era el
dueño del cuerpo. Se han descrito castigos de destierro aplicados a
mujeres que abortaron en tiempos de Septimio Severo, pero no por
una cuestión moral o religiosa, sino por haber privado a sus
maridos de su derecho a la descendencia.
Uno de los mayores enigmas que los médicos han tratado de
desvelar es el de la generación del feto y su proceso de formación,
algo que en la Edad Antigua y, por consiguiente, en la Edad Media,
se resolvió de forma filosófica y por deducción de los procesos
animales.
Sin embargo, en la Edad Media,
las mujeres abortaban cuando necesitaban abortar o, al menos,
trataban de librarse de un feto no deseado, recurriendo a
innumerables métodos y triquiñuelas, casi todas ellas en manos de
las llamadas "hacedoras de ángeles", mujeres que realizaban
prácticas abortivas, teniendo buen cuidado de bautizar previamente
al hijo dentro del vientre materno. Así, los fetos pasaban
directamente a convertirse en angelitos. Y parece que realizaban el
bautizo utilizando una cánula que insuflaba agua en el interior del
útero.
No obstante, la penitencia que
aplicaba el derecho canónico a los casos de aborto dependía de que
el feto estuviera animado o inanimado. Por tanto, había que tener
en cuenta el tiempo transcurrido desde la concepción, para
verificar si el alma ya había hecho su entrada en el cuerpo. Esto
sucedía, según los teólogos, a los cuarenta días si el feto era
varón y a los ochenta, si era mujer. Por tanto, el delito de
abortar un feto de sesenta días no era igual si se trataba de un
varón que de una hembra. En el caso del varón, era un homicidio, en
el caso de una hembra, no.
Tal idea era, como casi todas,
la herencia de un sistema metafísico aristotélico llamado
hilomorfismo (o hilemorfismo), según el cual, todos los seres
corporales están constituidos por dos principios, materia y forma.
Materia y forma es lo que hemos visto a los médicos buscar en la
generación del feto. Materia y forma son los principios que
constituyen el ser humano. La materia, naturalmente, es el cuerpo
y, la forma, el alma espiritual.
Por tanto, a la hora de
considerar si un aborto voluntario era o no delito o pecado, era
imprescindible conocer en primer lugar el sexo del feto abortado y,
en segundo lugar, el tiempo transcurrido desde la concepción, un
concepto, por cierto, sumamente escurridizo, con el fin de
determinar si el embrión o feto había o no recibido ya su alma
inmortal.
De aquí, naturalmente, la
necesidad de conocer el proceso de formación del feto dentro del
útero materno, el orden y tiempo de su constitución, lo que, como
se supondrá, se llegó a establecer mediante las deducciones
filosóficas pertinentes.
Hipócrates señaló que el
esperma del hombre y de la mujer bajan de los riñones al útero y
allí se mezclan y espesan, lo que significa que son ambas simientes
las que forman el feto.
En el Libro del feto,
la doctrina hipocrática explica que el calor del órgano de la mujer
aumenta con los frotamientos del pene y eso hace que llegue al
útero el semen de ambos, procedente de todo su cuerpo. Cuando el
líquido que vierte el hombre alcanza el útero, se aplaca su calor y
se apaga el placer de la mujer, como se apaga el hervor de un
puchero al echarle agua fría.
En cuanto al placer del
hombre, se apaga cuando su semen se mezcla con el semen de la
mujer, cuya frialdad merma el calor del hombre. En ese momento se
produce la concepción con el concurso de ambos espermas.
Cuando el semen llega al
útero, atrae la humedad que hay en él y así se forman, en primer
lugar, las membranas que envuelven y protegen al embrión, dejando
solamente una hendedura por la que se alimenta.
Al término de la concepción,
el útero alberga el semen que, a los siete días, se convierte en
una clase de espuma. Siete días más tarde (observemos la incidencia
del número mágico 7 y la de la espuma como origen de la vida), la
espuma se va pareciendo a la sangre. Al cabo de veinte días, ya se
forma una especie de cuajarón de sangre, que es el embrión.
A los treinta y dos días se
distingue ya el feto varón y, a los cuarenta y dos, se puede
distinguir el feto hembra. Aquí no se menciona cuándo recibe el
espíritu inmaterial, ya que para Hipócrates el alma es psicofísica,
sino hacia dónde mira el feto según sea varón o hembra. Si es
varón, su cara mira hacia la espalda de la madre y, si es hembra,
hacia la parte delantera.
El argumento que sostiene la
diferencia de días en la formación de varón y hembra es que el
esperma del que se forma el varón es más fuerte, más espeso de
constitución, más viscoso y más maduro que el de la hembra. Por
eso, también el varón se mueve a partir del tercer mes de vida,
mientras que la hembra se mueve al cuarto mes, puesto que tarda más
tiempo en formarse.
A partir de ese momento, el
embrión crece y se infla con el aire procedente de la respiración
de la madre (el neuma, recordemos) que lo alimenta desde el
exterior. También se forma un orificio en el cuerpo del embrión en
el que se acopla el cordón umbilical, que ha de suministrarle
alimento procedente de la sangre materna, por eso se detiene la
menstruación en las mujeres gestantes. La sangre desciende desde
todo el cuerpo de la madre hasta la matriz, para rodear la membrana
que envuelve al feto.
Lo primero que se forma,
según Hipócrates, es el cerebro, que es el lugar en el que se
alojan los sentidos. Después, los ojos.
Sin embargo, el siempre
disidente Aristóteles asegura que lo primero que se forma en el
feto es el corazón, porque es el lugar de la vida y el centro del
calor innato. Después se forma el cerebro, que es el lugar de los
sentidos. Recordemos la incidencia de su doctrina del corazón en la
literatura, en las tradiciones y en las costumbres actuales.
Incluso en la música puede apreciarse la influencia de esta teoría
aristotélica. Por ejemplo, la viola de brazo es conocida como
"viola de amor", traducción de la expresión italiana viola
d'amore. Pero no se llama así porque se haya especializado en
melodías amorosas, sino porque se toca apoyándola en el pecho,
cerca del corazón.
Después del corazón y el
cerebro, se forman los pulmones y, a continuación, las
extremidades, las vísceras y, por último, los ojos.
Quinientos años antes de
nuestra Era, Alcmeón de Crotona había afirmado que el alma racional
del hombre se encuentra en el cerebro. Por tanto, es la cabeza lo
primero que se forma en el embrión.
La alimentación del feto
cuando se encuentra dentro del útero arroja también curiosos
argumentos. Según Alcmeón, se alimenta como una esponja, a través
de todo su cuerpo. Sin embargo, Demócrito y Epicuro están de
acuerdo en que se alimenta por la boca. Una prueba visible de ello
es que, tan pronto nace, aplica ávido su boca al pecho materno. Al
hilo de esto, Galeno mencionó la existencia de una especie de
pechos en la matriz y una especie de bocas en el embrión.
Anaxágoras y, con él
Aristóteles señalaron, con acierto, que el feto se alimenta a
través del cordón umbilical.
A todo esto, Galeno añade un
experimento con varios huevos de gallina en incubación, de los
cuales iba rompiendo uno cada día para observar el progreso de la
formación del embrión y verificar el orden de formación señalado
por Hipócrates.
También aporta la siguiente
explicación: la sangre que fluye de la placenta para nutrir al
embrión es fina y limpia, mientras que la que queda fuera de este
proceso es turbia y espesa. Esta sangre asciende del útero a los
pechos para formar la leche, pero hay una parte de esa sangre
uterina que va a parar al estómago de la mujer y que es la
responsable de los antojos. La mujer gestante puede desear en un
momento dado comer cosas especiales y, dada la conexión del
estómago con el útero, si no satisface su antojo, el feto puede
llevar la marca en su cuerpo.
Galeno habla, en realidad, de
deseos de comer barro o cosas de esa índole, pero la conexión que
establece entre la matriz y el estómago durante la gestación es la
que dio lugar a otra de las muchas tradiciones que rodean el
misterio de la vida. Si la madre gestante, por ejemplo, siente
deseos de comer fresas, es importante que satisfaga ese antojo para
evitar que el niño nazca con una marca en forma de fresa en su piel
o en cualquiera de sus órganos. Esto fundamenta esa antigua
creencia tan extendida todavía en nuestro siglo.
Esta teoría, desde luego,
tiene un trasfondo que no podemos obviar y es que, para los médicos
antiguos y también para los medievales, el embarazo fue una
enfermedad, un proceso que desequilibraba los humores del cuerpo
femenino y que convertía a la mujer en un ser casi monstruoso,
entre su propio sexo y el del embrión. Y era su imaginación, como
hemos visto, la culpable de generar malformaciones al feto y de
parir monstruos o fenómenos, algo de lo que trató de redimirla Fray
Benito Jerónimo Feijoo, como vimos en el capítulo IV.
Pantegni, del que ya
hemos hablado en numerosas ocasiones, explica ampliamente el
proceso de la gestación. En primer lugar, se forman las membranas
fetales; en segundo lugar, se forman los miembros del feto. Hay que
recordar que miembros se llama a los órganos y, en general, a todo
constituyente sólido del cuerpo y que Aristóteles dijo que la
sangre menstrual tiene virtud formativa. Por tanto, el hígado del
feto se forma a partir de la sangre menstrual de la madre. Dentro
de las membranas fetales hay, por cierto, espíritu, como lo hay en
el esperma.
Como hemos dicho que a los
conceptos aristotélicos se sumaban los galénicos, Pantegni
incluye una idea de Galeno como inicio de la gestación. Una vez
realizada la concepción, el cuello de la matriz se cierra de manera
que no permite siquiera el paso de una aguja.
Este libro cita también una
vena que ya mencionaban los Aforismos de Hipócrates y que
tiene dos ramales, uno de ellos va a la matriz y el otro a las
mamas, que es el lugar en el que la sangre se convierte en leche.
Por eso, si a la mujer embarazada se le secan las mamas,
irremediablemente aborta.
En el siglo XIII, Mondino de
Luzzi que ya dijimos que inició la etapa de las disecciones y que
tuvo ocasión de comprobar cuanto de cierto o incierto había en los
asertos de los maestros anteriores, no se atrevió a negar la
existencia de la vena que conecta el útero con las mamas, porque
eso supondría buscar otra explicación al hecho de que la mujer
encinta sea capaz de producir leche. Como entonces nada se sabía ni
siquiera se sospechaba de la existencia de las glándulas, Mondino
mantuvo la teoría de la conexión pero con el consabido retruécano
de decir sin decir y de afirmar sin afirmar. Dijo que la unión de
la matriz con las mamas se realiza, sí, pero a través de otros
vasos que nacen bajo la clavícula.
Para conocer otras enseñanzas
árabes, echaremos un vistazo a la explicación que aporta uno de los
famosos médicos que ya hemos citado anteriormente, Arib ibn Said,
que vivió en Córdoba entre 918 y 980 y nos dejó un inestimable
Libro de la generación del feto.
Siguiendo la doctrina de
Galeno, ibn Saib afirma que tanto el semen del varón como el de la
mujer contribuyen a la formación del feto, mezclándose. Señala que
el mejor momento para concebir es cuando finaliza la menstruación y
se purifica la matriz, no quedando nada del flujo de sangre, porque
si quedan restos, la mezcla de los dos espermas se llega a
corromper. Vemos aquí un esbozo de los ciclos fértiles de la
mujer.
La formación de la leche en
las mamas de la madre se produce al juntarse la sangre con los
humores que se transforman con el aumento del calor que aporta el
corazón gracias a su proximidad. Entonces se convierte la mezcla en
leche por decreto de Dios y cesa la menstruación mientras la madre
amamanta al bebé, con la excepción de algunas mujeres que, mientras
crían a sus hijos, continúan teniendo reglas, debido a la
abundancia de humores y de sangre sobrantes.
Echemos ahora un vistazo a las
explicaciones que Maimónides, el médico judío cordobés a quien
hemos visto anteriormente siguiendo a Averroes y criticando las
supersticiones de su tiempo, escribió para los Aforismos
de Hipócrates, en lo relativo a la leche materna.
Dice Hipócrates que, cuando
una mujer está embarazada, aborta si se le encogen los pechos.
Maimónides lo explica siguiendo la teoría de la relación entre el
útero y las mamas, pues dice que, si se encogen los pechos,
significa que no tiene leche. Si no tiene leche, es porque le falta
el alimento, la sangre, y de la misma manera falta alimento en el
útero, por lo que abortará irremediablemente.
Y como no habían de faltar
anécdotas curiosas, cuenta Arib ibn Saib un caso que él mismo
declara increíble, de no mediar el peso de los testigos
presenciales que le dan su crédito. Se contaba de un hermafrodita
que había tenido un hijo consigo mismo, porque su vientre había
engendrado de su propia espalda. Un acontecimiento, sin duda,
singular, que no vino solo, sino que llegó acompañado de sucesos
normales y también de sucesos detestables.
El hermafroditismo se da en la
naturaleza cuando un ser posee órganos masculinos y femeninos y es
capaz de generar gametos, es decir, de procrear. Pero esta
circunstancia no se da en el ser humano que únicamente puede sufrir
malformaciones en los órganos reproductores que los asemejan al
órgano del sexo contrario, por ejemplo, en el pseudohermafroditismo
femenino, un clítoris exageradamente grande puede evocar la forma
de la verga, pero no es un pene real. Se denomina
pseudohermafroditismo porque, aunque los órganos son similares, no
existe la capacidad de procreación.
Pero el hermafroditismo humano
aparece en numerosas culturas y tradiciones y es que siempre ha
suscitado curiosidad morbosa y cierto fetichismo, algo que va
unido, en muchos casos, a la atracción que generan los travestidos.
El nombre procede del tercer hijo de Hermes y Afrodita,
Hermafrodito. El Libro IV de Las metamorfosis de
Ovidio cuenta cómo la náyade Sálmacis se apasionó de Hermafrodito
al verle bañarse en un río, cuando apenas había cumplido los quince
años de edad. Herida de amor, se aproximó a él y le enlazó
fuertemente con brazos y piernas, pero él la rechazó y pugnó por
desprenderse de su ávido abrazo. Entonces, ella, enardecida,
pronunció estas palabras proféticas: "aunque luches, malvado, ni
aun así escaparás". Y pidió a los dioses que nunca él pudiera
separarse de ella. Accedieron los dioses generosos a su demanda y
ambos cuerpos se fundieron en uno solo, resultando un solo ser con
dos sexos.
Si tenemos en cuenta la idea
generalizada de que la mujer es un varón imperfecto y de que, por
tanto, el ser humano es unisexo, ya que el sexo femenino no es más
que una formación imperfecta del masculino, podemos comprender la
creencia en el hermafroditismo humano, que, para aquellas mentes,
había de ser algo tan sencillo como que una elevación de
temperatura hiciera que los órganos masculinos no desarrollados y
retenidos en el interior del cuerpo salieran al exterior.
El hermafroditismo no existe en el ser humano, sin embargo, aparece
en muchas culturas, como la griega. En la Edad Media se llegó a
suponer que el útero de la mujer tenía una cámara especial impar
dispuesta para alojar un feto hermafrodita.
El cambio de sexo se entendió,
por tanto, como algo espontáneo y natural, puesto que siendo el
hombre el ser perfecto, el ser imperfecto que es la mujer bien
podría tender a la perfección y convertirse en hombre de la noche a
la mañana. Lógicamente, era impensable que sucediera lo contrario
porque la Naturaleza no prevé la vuelta atrás y no facilita el
camino de la perfección a la imperfección.
Para los dolores previos al
parto y también para los que sobrevienen después de dar a luz,
Alberto Magno ofrece una receta inestimable, aunque su preparación
requiere bastante tiempo. Hay que mezclar caracoles rojos y romero
en cantidades iguales, bien molidos, y mantener la mezcla en
estiércol de caballo durante cuarenta días, en una caja de plomo
cerrada herméticamente. Al cabo de ese tiempo, se abre la caja y se
extrae el aceite que se ha formado; ya solamente hay que colocarlo
en una vasija de barro, taparla y colocarla al sol.
Hay también un remedio
puntual en el caso de dificultad para expulsar la placenta tras el
parto, lo que ya sabían que podía causar la muerte a la
parturienta. El remedio, contenido en el Codex
Vindobonensis, consiste en degustar orina, pero es importante
hacerlo en secreto.
El Talmud no condena
a muerte a la madre si hay que elegir entre ella y el feto. Dice
que, si existe un problema que impide realizar el parto, hay que
cortar el feto en trozos y extraerlo, porque la vida de la madre es
antes que la del hijo. Pero, si el feto ha asomado ya al exterior y
la parte más grande de su cuerpo está fuera, no se le puede matar
para salvar a la madre.
Ofrece asimismo este libro
sagrado de los judíos un símil poético que explica la situación del
embrión en el cuerpo de la mujer. Dice que el feto se halla en el
interior de la madre, en sus vísceras, como una nuez en un vaso de
agua.
Entre las numerosas
narraciones y leyendas que se han escrito en torno a las Cruzadas,
encontramos la historia de la infanta Isonberta, que, mientras su
esposo se hallaba en la guerra, parió siete hijos varones y todos
ellos nacieron con un collar de oro al cuello, porque, a medida que
venían al mundo, un ángel se ocupaba de adornarlos.
Pero la suegra de la infanta,
la condesa Ginesa, rígida y dura de corazón, no aceptó que los
infantes fueran realmente sus nietos, porque el hecho de que su
nuera hubiese dado a luz a tantos niños de una sola vez la hacía
sospechosa de adulterio. Según la misma narración, toda mujer que
diese a luz más de una criatura a un tiempo era acusada de comercio
carnal ilícito.
A pesar de los collares de
oro que significaban una señal divina exculpatoria, la malvada
abuela inició una feroz persecución contra sus inocentes nietos, a
los que trató de hacer morir por todos los medios, ya que la muerte
era el castigo reservado a la esposa adúltera y a sus adulterinos
retoños.
La historia no podía terminar
con un castigo inmerecido, sino con una moraleja: la intervención
de un poder sobrenatural que convirtió en cisnes a los niños hasta
que su padre el conde Eustacio regresó de la guerra y recuperó a
sus hijos. A todos menos a uno, que quedó para siempre convertido
en cisne, ya que estaba destinado a crear una estirpe de la que
había de nacer Godofredo de Bouillon, aquel caballero cruzado que
se coronó rey de Jerusalén después de ser el primero que penetró en
la ciudad con su torre de asalto en la primera cruzada.
Sin embargo, Hipócrates
menciona en sus Aforismos la posibilidad de que una mujer
esté embarazada de gemelos, varón y hembra, y que aborte no a
ambos, sino a uno solo de ellos, en el caso de que se le seque un
pecho y no los dos. Si se queda sin leche en la mama derecha,
abortará al gemelo varón y, si la izquierda, abortará a la
hembra.
Pero Hipócrates en ningún
momento dio pie para pensar que, si una mujer llevaba en su vientre
más de un hijo, fueran de distinto padre. Él explico cuidadosamente
la generación de gemelos señalando que, cuando el semen llega a la
matriz, se dispersa por todas partes y se dirige hacia los ángulos.
Si alcanza dos ángulos, se engendrarán dos fetos; si alcanza tres,
serán tres los gemelos.
Arib ibn Said recoge esta
explicación en su Libro de la generación del feto. La
cuestión que aborda la historia de los siete infantes y sus
collares de oro sirve, evidentemente, para fundamentar el toque
sagrado a la estirpe de Godofredo de Bouillon, algo imprescindible
para ser rey de Jerusalén.
La división de opiniones
entre los científicos antiguos y medievales se basó en el hecho de
que la mujer aportase un esperma necesario para la generación o
únicamente produjese un líquido similar a lo que hoy llamamos licor
prostático. En lo que, como hemos dicho, todos estuvieron
totalmente de acuerdo fue en la bondad del esperma masculino, en
sus propiedades y en su calidad. Ahí sí que no hubo
discusión.
En su libro Sobre la
generación de los animales, Aristóteles presentó la larga
nómina de valores insustituibles que posee el esperma del macho y,
como es natural, dio pie a diversas interpretaciones.
Dijo que el cuerpo del
esperma, con el que sale el espíritu, es una virtud de un principio
del alma, una virtud separada del cuerpo, es decir, algo que no es
humano, sino divino.
En el siglo XIII, uno de los
muchos sabios que analizaron, estudiaron e interpretaron las
propuestas de los antiguos, Gil de Roma también llamado Egidio
Romano por aquella costumbre medieval de latinizar los nombres,
escribió una obra titulada Sobre la formación del cuerpo humano
en el útero.
En este libro, Gil de Roma
comparó al esperma con un carpintero y a la sangre menstrual con la
madera, un símil que ilustra a la perfección la tarea de cada uno
de los elementos de la generación del embrión, según se entendía en
aquellos tiempos. El semen da al proceso fuerza y movimiento, como
hace el artesano, pero esa acción de nada sirve si no cuenta con
una materia prima adecuada, que es la sangre menstrual.
Y como la Escolástica recogió
la afirmación de Aristóteles para establecer toda una teología de
la procreación, Gil de Roma se apresuró a explicar dicha afirmación
para que no quedase duda alguna. El poder extraordinario del semen
es obvio, puesto que es capaz de producir seres vivos y completos
semejantes al emisor. La facultad del semen realiza cosas que el
cuerpo no es capaz de producir directamente, por tanto, debe
obligatoriamente de actuar en virtud de un principio distinto del
cuerpo, aparte del cuerpo, y por ello merece que se le conceptúe
como cosa divina.
Aristóteles describió las
cualidades, las virtudes y los poderes del esperma masculino, que
hacen de él una cosa más que humana, divina.
Este autor insiste en que la
cualidad principal del esperma masculino es el calor, puesto que
procede del varón, en el que predomina precisamente esa cualidad,
mientras que la mujer, que por ser de naturaleza fría no alcanza el
grado de cocción final, solo genera productos imperfectos y su
esperma es así de inferior calidad.
Gil de Roma no inventó nada,
pero explicó lo que inventaron los anteriores. Ya hemos visto que
el calor es la cualidad que opone lo masculino a lo femenino y
también hemos sabido que los pitagóricos ya aseguraban que el semen
posee un soplo cálido.
También explicó el
comportamiento del semen como algo similar al del cuajo de la
leche, puesto que el semen es capaz de coagular los líquidos de los
que se forma el embrión en el útero, los líquidos alojados en las
cámaras descritas anteriormente.
Si aceptamos que los cuerpos
celestes tienen, según aquellos sabios, virtudes activas, podemos
estar de acuerdo con Tomás de Aquino, quien asegura que el semen
recibe de los astros su poder, ese poder que tanto asombró a Gil de
Roma. Dios ejerce su poder sobre el mundo precisamente por medio de
los astros.
El calor natural del esperma
se duplica con el calor que recibe del sol y se triplica con el
calor del alma del hombre que lo genera. Aquí conviene señalar que
el número 3 es también un número místico. Un número que, según los
antiguos babilonios y persas, posee en sí mismo el principio, que
es el 1; el medio, que es el 2; y el fin, que es el 3. Así
encontramos trinidades divinas en la mayoría de las religiones y
tríos místicos como los tres reyes magos o las tres Marías. Y la
mayoría de las religiones de dioses redentores sitúan la
resurrección del dios a los tres días de su muerte, como vimos en
el caso de Inanna.
Por tanto, si el semen recibe
su potencia de los astros y mediante estos ejerce Dios su poder, si
es, como dijo Aristóteles y aceptó plenamente la Escolástica, una
cosa divina, necesariamente ha de haber un trío de agentes que
actúen en la generación, dado que el 3 es el número místico
indispensable para la perfección. Los agentes serán, por tanto, el
padre, el cuerpo celeste y el ángel.
El padre proporciona al
futuro ser la individualidad; el cuerpo celeste, el Sol, le
proporciona la pertenencia a la especie humana, porque el Sol
influye en el aspecto general de especie humana; el ángel le
proporciona la capacidad para acoger el alma espiritual e inmortal,
actuando como alianza entre la materia y el espíritu.
Con sus propiedades y
virtudes, el semen debería siempre engendrar un varón, pero si se
da una de las tres causas siguientes, lo que engendrará no será un
varón, sino una mujer. Veamos las tres causas.
La primera es que se debilite
la virtud activa del semen. La segunda es que la materia que lo
recibe tenga mala disposición. La tercera es la intervención de un
agente externo, por ejemplo, un viento austral, húmedo, ya que la
humedad es una cualidad predominante en la mujer. Hemos leído esta
teoría anteriormente en Aristóteles, pero hay que señalar que, en
1468, Martín de Córdoba explicó que los vientos boreales son
masculinos y los australes, femeninos. Eso, dijo, lo saben muy bien
los pastores que esperan la llegada de uno u otro viento, según
quieran que sus ovejas tengan machos o hembras (Juan Cruz Cruz,
Antropología bajomedieval de la mujer).
Algo así debieron hacer Adán
y Eva cuando decidieron tener no solamente hijos varones, sino
hembras, ya que, de lo contrario, la Creación hubiera finalizado
antes de tiempo. Según Tomás de Aquino, la procreación de mujeres
no solamente se debe a los tres factores antes señalados, sino a un
esfuerzo voluntario de los padres en pro de la continuidad de la
especie humana.
Es natural. Viendo como vemos
que el hecho de parir una niña se consideraba la mayor de las
desgracias, obviamente, de haber estado en la voluntad de los
progenitores elegir el sexo del feto, siempre hubieran elegido
varones, con lo cual, se hubiera puesto en peligro la especie
humana. Era por tanto imprescindible ese esfuerzo voluntario por
conseguir hembras de vez en cuando, aunque solamente fuera para que
la estirpe siguiera en el mundo, algo que es uniforme con el orden
de la Naturaleza. Es decir, por grande que sea la desgracia de
traer al mundo un ser del sexo femenino, no hay más remedio que
conseguir alguno que otro, para no contradecir el orden natural.
Esto es al menos lo que opina Tomás de Aquino en su Suma
Teológica.
En la Edad Media, el
hombre era una imitación del Universo en miniatura y todos sus
procesos dependían de los astros, de los elementos y de sus
cualidades.