Capítulo 5
Las dos semillas de la vida

Hace muchos miles de años, cuando la vida y la religión eran lo mismo, cuando los dioses poblaban el mundo y los hombres no eran más que simples espectadores de sus hazañas, dos deidades femeninas habían luchado por la supremacía del cielo y de la tierra. Inanna, la Gran Madre, se había batido en un singular y feroz combate con su malvada hermana, la tenebrosa reina de los infiernos, Ereshkigal. Una lucha, sin duda, desigual, porque tuvo lugar en los oscuros dominios del reino de las tinieblas donde la terrible Ereshkigal consiguió vencer y matar a Inanna.
Pero no hay historia de dioses bondadosos que no tenga un final moral. Inanna, a los tres días de su muerte, resucitó y se irguió poderosa y heroica sobre su enemiga, a la que venció definitivamente y encadenó para siempre en los infiernos, librando a los hombres de su perversa acción.
Conocemos el final porque es el que cuentan todas las religiones. Encadenado el Mal en las profundidades del Averno, se elevó triunfante la Gran Madre para reinar en los cielos con justicia y con bondad.

Inanna es una diosa sumeria que representa una época matriarcal de predominio de la mujer en la sociedad prehistórica. Posteriormente, en la época patriarcal, la primacía pasó a un dios varón.
Es indudable que esto señala la existencia de un culto a la diosa, en una sociedad matriarcal que posteriormente dejaría paso a otra sociedad patriarcal en la que el dios principal sería del sexo masculino, pero, hasta que eso llegó, los dioses fueron hijos de la diosa, incluso el esposo ritual fue su vástago. "Soy la madre de mi padre y la hermana de mi marido, que es mi vástago", declara la Pistis Sofía, la diosa egipcia Isis para los coptos y María Magdalena para los gnósticos cristianos del siglo III, aquellos que rezaron al Padre, al Hijo y a la Espíritu Santa y que hubieron de esconder sus Evangelios en las cuevas cercanas a Alejandría, para preservarlos de la destrucción ordenada por la Iglesia cristiana, cuando declaró que la Gnosis era herética.
En la literatura judeocristiana encontramos dos versiones del Génesis, que narran de manera distinta la creación de Eva, lo que determina la posición social que el autor entendió o quiso dar a la mujer.
En la primera de ellas, Dios creó a la vez al hombre y a la mujer a imagen suya; ambos son, por tanto, iguales. En la segunda, formó a Adán de barro, le mostró todo lo que había creado para él y, finalmente, decidió darle una ayuda y una compañía y formó a la mujer a partir de su costilla, siendo Adán el encargado de darle nombre y de decidir su destino, como antes lo había hecho con el resto de la Creación; aquí tenemos a Eva sometida a Adán desde el principio, aunque formada de una materia, hueso, mucho más noble que la que dio origen al hombre, el barro. (Pilar Iglesias, Mujer y salud, Construcción de sexo y género desde la Antigüedad al siglo XIX).
Esto, junto con la historia de la tentación y el fruto prohibido, dio lugar a complejísimas especulaciones con las que los teólogos han tratado durante siglos de demostrar la situación de inferioridad de la mujer respecto al hombre, algo que vamos a contemplar desde la perspectiva de la anatomía y, como venimos viendo, de la función procreadora.

LA INCÓGNITA DE LA FEMINIDAD

La mejor manera que tuvo Avicena de demostrar que los seres imperfectos, como moscas, gusanos o serpientes, se generan a partir de cuerpos en putrefacción, está recogida en esta receta: póngase un puñado de cabellos de mujer bajo tierra, en un lugar que haya sido estercolero durante el invierno. Cuando llegue el verano y el sol caliente el puñado de cabellos femeninos, se engendrarán serpientes que podrán, a su vez, generar otras serpientes.
Aquí tenemos la famosa teoría de la generación espontánea, contra la que tanto hubieron de luchar los científicos de los siglos XVII y XVIII. Según este error heredado de la Antigüedad, los seres imperfectos se pueden producir sin necesidad de coito, a lo que Alberto Magno apunta que el proceso se lleva a cabo siempre y cuando se dé la influencia de una constelación celeste propicia.
Si consideramos que, por un lado, todos los científicos antiguos fueron hombres y, por otro, observamos las restricciones que tuvieron los médicos y filósofos para estudiar la naturaleza humana, llegaremos fácilmente a la conclusión de que, aunque el estudio de la anatomía y funcionalidad masculinas se pudo completar analizándose entre ellos o cada uno a sí mismo, no sucedió igual con el estudio de la anatomía y la funcionalidad femeninas, que continuaron siendo un misterio para los sabios hasta bien entrado el siglo XX. No olvidemos que, todavía en la Francia instruida del XIX, el neurólogo francés Charcot organizaba representaciones multitudinarias en la Salpetrière alrededor de las sobreactuaciones teatrales de sus pacientes histéricas. Ni él ni Freud ni muchos otros consiguieron librarse de la atracción que sobre el varón ejerce el misterio del llamado "eterno femenino".
En la Antigüedad, ya vimos a Hipócrates, Aristóteles y Galeno haciendo cábalas en torno a la naturaleza de la mujer. Hasta el siglo II no apareció un primer tratado de ginecología que mereciera tal nombre. Lo escribió Sorano de Éfeso, lo tituló Sobre las enfermedades de las mujeres y lo dedicó al público femenino, comadronas y ginecólogas, que precisaba conocer la problemática de la generación, el parto, la lactancia y todo lo que rodea el misterio de la vida, lo que incluye los requisitos que debe cumplir la nodriza adecuada para que el recién nacido se críe sano y robusto; requisitos que, por otra parte, coinciden con los señalados en el Corpus Hippocraticum y que encontraremos posteriormente en el Canon de Avicena y en muchas otras obras de anatomía antigua y medieval.
En el siglo VI, Mustio (otros le llaman Moschion o Mosción) tradujo, comentó y enriqueció la obra de Sorano, que se difundió entre los médicos con el nombre de Gynaecia. A esto se unió la obra anteriormente citada de Isidoro de Sevilla, Etimologías, que explica la anatomía femenina como un conjunto de órganos bien organizados para el fin para el que la mujer fue creada, la procreación. Después vinieron las traducciones de Alfano de Salerno y Constantino el Africano, más las demostraciones salernitanas realizadas, como vimos, sobre cadáveres de cerdas.
Pero todos estos estudios prácticos o especulativos no consiguieron desvelar los misterios femeninos ni pusieron a los médicos en la pista de cómo y por qué están formados de una manera específica los órganos de la mujer, de por qué y para qué funcionan como funcionan y qué participación real tienen en la generación y en la transmisión de caracteres al feto.

La mujer fue, desde antiguo, el mayor enigma para los científicos, prácticamente todos varones, quienes se esforzaron por descifrar sus misterios, sufriendo, en ocasiones, fracasos estrepitosos y cayendo en errores descomunales. En el siglo XIX, Charcot organizaba verdaderos espectáculos con sus pacientes histéricas en el hospital de la Salpetrière.
En vista de lo cual, siguió imperando durante siglos el concepto establecido en la Antigüedad de que la mujer no es más que un varón, pero un varón imperfecto, y que su anatomía y su fisiología son una especie de copia en espejo de la anatomía y la fisiología del hombre.
Grosso modo, esto significa que los órganos reproductores de la mujer son iguales a los del hombre, aunque puestos del revés y, con la diferencia, como apuntó en el siglo IV el médico obispo Nemesio de Emesa, de que el hombre los tiene fuera y la mujer, dentro. Ya en el siglo II, después de mucha observación y mucha cavilación, Galeno había establecido que, en realidad, la mujer es un hombre, pero carece de esa cualidad que logra en el hombre la perfección que es el calor. Como es fría, no consigue la cocción completa y sus resultados se quedan a mitad de camino respecto a los del hombre. Es un varón a medias e imperfecto.

TEORÍA DE LOS DOS ESPERMAS

Hoy se habla de las diferencias genéticas y neurológicas entre el hombre y la mujer, pero en el siglo VII Isidoro de Sevilla había establecido en sus Etimologías una diferencia basada en el origen de las palabras. La palabra "varón", vir, procede de "fuerza", vis, mientras que la palabra "mujer", mulier, procede de "blandura", mollities. Por tanto, la diferencia sustancial entre el hombre y la mujer está, según este autor, en la fuerza de él y la debilidad de ella. Como ya hemos dicho que Isidoro plantea que todo cuanto existe sigue un orden funcional perfecto señalado por Dios, el argumento que soporta el anterior aserto no tiene tampoco desperdicio:
El hombre tiene mayor fuerza que la mujer para que ella no tenga más remedio que someterse a él y deba aceptar el deseo de su marido, ya que, de lo contrario, si la mujer tuviera la misma o mayor fuerza, podría oponerse a él y rechazarle y él, llevado por la lujuria, correría peligro de caer en la homosexualidad.
 Analizado esto a la luz del siglo XXI, vendría a ser no solo el beneplácito, sino la institución de la violación en el orden divino, eso sí, dentro del matrimonio, lo que no la excluye fuera de él. Pero en la Edad Media, cualquier argumento era aceptable con tal de que siguiera los cánones que determinaban los roles del hombre y la mujer en función de la procreación y de la salvaguarda de la moral religiosa. Hoy, a pesar de los avances científicos, todavía la Iglesia no ha aceptado que la homosexualidad sea una opción o una forma de comportamiento sexual ni que la sexualidad pueda formar parte de la actividad humana sin su dimensión reproductora. Si miramos doce o trece siglos atrás, no pueden extrañarnos teorías como la de Isidoro, que fue obispo de Sevilla, y otras que veremos a continuación.
En el siglo X, los científicos seguían convencidos de que ambas naturalezas, la masculina y la femenina, tienen en común la fluidez y la humedad, aunque son fundamentalmente contrarias. Y son contrarias porque en la semilla de la mujer sobresale la naturaleza del agua y la tierra, mientras que en la semilla del varón prevalecen el aire y el fuego. Esto es, al menos, lo que podemos leer en tratados médicos antiguos y medievales, como el mismo Canon de Avicena que, como hemos dicho, es una recopilación estructurada de las teorías médicas de la época.
La naturaleza del agua y la tierra predominan no solamente en la semilla de la mujer, sino también en la sangre menstrual. Lógicamente, estas afirmaciones proceden de la especulación filosófica al hilo de las teorías imperantes.
Pero lo importante en este caso es que la teoría de las dos semillas confiere a la mujer un papel activo en la concepción. El hombre aporta su semilla y, la mujer, la suya, y de la unión de ambas se genera el feto que se forma y nutre con la sangre menstrual.
Esta idea no nació en la Edad Media, sino en la Edad Antigua. Está contenida en los textos de Hipócrates y Galeno. Sin embargo, como los sabios nunca se pusieron de acuerdo y, además, no contaban con más argumentos para convencerse los unos a los otros que la pura especulación, el sofisma o el silogismo, Aristóteles se situó en la facción contraria y aseguró que la mujer solamente aporta a la concepción el lugar y la materia, que son respectivamente el útero y la sangre menstrual.
Pero como ya hemos dicho que, a partir del siglo X, la máxima autoridad médica era Avicena y Avicena se mostró partidario de las dos semillas, quedó establecido que la reproducción tenía lugar mediante la coagulación de ambas simientes, con la cualidad añadida de la humedad.
Para el disidente Aristóteles, el semen de la hembra contiene solamente materia, mientras que el del macho es capaz de producir movimiento y, además, el semen de la hembra es el residuo menstrual. Esto escribió en Sobre la generación de los animales.
Siempre contrario, Galeno aseguró en Usu partium que la sangre menstrual no es el material principal ni el más adecuado para la generación. Por tanto, Constantino el Africano tradujo y escribió también que, en la generación, el esperma es el artífice y la materia, mientras que la sangre menstrual es solamente materia.
Recordemos que lo más importante de la cuestión era, para todos los científicos tanto antiguos como medievales, averiguar cuál era la materia y cuál era la forma en el enigma de la generación, porque la materia sin la forma es algo indeterminado.
Dado que la simiente no era visible y no lo fue hasta el siglo XVII que inventó el microscopio, la cuestión de la materia y la forma se resolvió de manera especulativa. Sin embargo, las disecciones de cerdas que llevó a cabo la Escuela de Salerno y los estudios previos de médicos antiguos como Galeno o Sorano, sí arrojaron cierta luz sobre la configuración de los órganos femeninos de la reproducción, los que, según los científicos, eran el reverso de los masculinos.

El triángulo genital femenino, llamado el yoni en sánscrito, es la puerta de entrada y de salida del útero. Ha sido objeto de adoración, análisis y temor en todas las culturas porque para los hombres, que son los que crean los ritos y los mitos, la sexualidad femenina ha sido siempre un enigma.

UN VARÓN FALTO DE HERVOR

En la Edad Media, por tanto, el cuerpo masculino ya no ofrecía misterio alguno. Incluso las Etimologías de Isidoro de Sevilla explican, como hemos visto, con todo lujo de detalles, el origen de cada uno de los órganos. Por ejemplo, el nombre de "testículo" procede de la palabra "testigo" y por eso es imprescindible que haya dos. Uno solo no puede ser testigo.
En cuanto a la vulva, recibe ese nombre de su analogía con la "valva", nombre que significa algo así como puerta de hoja doble, como las dos conchas que encierran el cuerpo de los moluscos bivalvos como la almeja o el mejillón. Para Isidoro, la vulva es la puerta del vientre que recibe el semen del varón y de ella procede el feto.
La función de la vulva es mezclar el semen y transmitir un movimiento que es el origen de la vida, un movimiento similar al de enrollar, porque el embrión se forma arrollando el semen. Precisamente, la palabra "vulva" viene de volo vis o volvendo, que significa arrollar o enrollar algo.
El Canon de Avicena explica con toda claridad la imagen opuesta y, naturalmente, inferior, de los genitales femeninos respecto a los masculinos. Explica que la matriz es similar al instrumento de la generación del varón, con la diferencia de que el instrumento masculino, es decir, la verga y "lo que la acompaña", es perfecto y está dirigido hacia el exterior, mientras que el instrumento femenino es de tamaño reducido y está recluido en el interior del cuerpo, formando el reverso del miembro viril.
La explicación, por tanto, de la anatomía sexual femenina se lleva a cabo haciendo referencia a la anatomía sexual masculina. No olvidemos que la mujer procede de la costilla del hombre y está hecha a imitación de él, como su complemento y su ayuda. Además, su naturaleza fría le ha impedido llegar a la perfección de que goza el hombre y es, por eso, un hombre imperfecto, frustrado y a medio cocer. Todavía en nuestros días es fácil escuchar la frase "le falta un hervor" para referirse a una persona joven e inmadura.
La falta de calor vital es la que ha impedido que los órganos reproductores femeninos salgan al exterior como los masculinos y los ha relegado al interior. Por tanto, sus miembros generacionales deben acoplarse a los del varón y deben servir para complementar la función que a estos les ha sido encomendada. Si la verga del varón tiene por función verter el esperma en la vagina de la mujer, esta ha de estar conformada de manera conveniente para recibirlo y, dado que el último destino del esperma del varón es la matriz, es imprescindible que esta tenga una boca de entrada y que se cierre herméticamente tras su recepción, de manera que ni una sola gota del precioso líquido se derrame o se desperdicie.
Naturalmente, para que la vagina se adapte al pene, debe contar con la musculatura necesaria que le permita contraerse y dilatarse, como se contrae y dilata el miembro viril. Así la explica el Colliget de Averroes, provista de ligamentos flexibles y musculosos que le facilitan distenderse, dilatarse y contraerse. Avicena compara la membrana que envuelve la matriz al escroto que envuelve los testículos y confronta el cuello de la vagina con la verga.
Según la traducción de Constantino el Africano, la mujer tiene asimismo dos testículos más pequeños y de forma aplanada, situados en el interior de la vulva. Hay quien cita un error de traducción del árabe al latín, que aplicó el mismo término a la vulva que a la matriz, pero de ser cierta la mención de pequeños testículos aplanados en el interior de la vulva, serían lo que hoy conocemos como glándulas de Bartolino, las encargadas de lubricar la vagina y facilitar la entrada del pene durante el coito [15] .
Sin embargo, los otros autores mencionan los pequeños testículos de la mujer sin situarlos en el interior de la vagina, de lo que se deduce que hablan de los ovarios. Sabemos que en el siglo XVI todavía se llamaba testículos a los ovarios, porque un manual los menciona con palabras despectivas, añadiendo que era deseo del autor que las mujeres no se volvieran arrogantes al saber que ellas también tienen testículos.

Al haber sido creada de una costilla de Adán, la mujer fue considerada un varón a medio cocer, es decir, un varón imperfecto que, por falta de calor, no había logrado desarrollar sus órganos por completo.
Afortunadamente, la Ilustración recuperó o, como dicen algunos autores, descubrió el sexo femenino y el mundo supo que la mujer no es un hombre imperfecto con los órganos sexuales puestos del revés.

SIETE CÁMARAS PARA SIETE FETOS

Las demostraciones anatómicas de Salerno y el Pantegni de Constantino el Africano están de acuerdo en que el útero tiene dos cuernos y dos cavidades. En tres de estas demostraciones vemos que el útero posee dos testículos y en cuatro de ellas, se explica que está formado por siete celdas o cámaras.
La noción de las siete cámaras, procede de una obra atribuida a Galeno, Sobre el esperma. Además, no hay que olvidar que el 7 es un número mágico y que, en la Antigüedad y en la Edad Media, las funciones sexuales y reproductivas estaban, como casi todo, ligadas a la Astrología. Siete fueron los astros visibles que conocieron los babilonios y los persas [16] y, de la misma forma, siete son las notas musicales configuradas por Guido D'Arezzo, que la Edad Media asoció a esos siete planetas; siete son los días de la semana y siete fue el número de días que Dios invirtió en la Creación. Siete son los pecados capitales, las virtudes y los sacramentos, siete y siete veces siete fue el número de los demonios en Babilonia [17] , siete son los cuernos del cordero, los ángeles, los sellos y las trompetas del Apocalipsis. Incluso en la literatura encontramos este número mágico y simbólico que se repite en los siete enanos del cuento de Blancanieves y en los siete velos de la danza de Salomé. 7 es también, por tanto, la cifra que rige el cuerpo humano, pues está dividido en siete partes.

Se ha atribuido a Galeno la teoría de que la matriz femenina tiene siete cámaras destinadas a tres varones, tres mujeres y un posible hermafrodita.
En el útero, las tres celdas de la derecha estaban destinadas a los hijos varones, las tres de la izquierda a las hijas hembras y, la del centro, a un posible hijo hermafrodita, probablemente el que hemos señalado en el capítulo anterior que no sería ni masculino ni femenino. Evidentemente, la Naturaleza no tenía ni tiene prevista esa posibilidad, pero ya hemos visto que los científicos se afanaban por justificar todos los asertos de sus maestros.
Pero la explicación anatómica que prevalecerá durante buena parte de la Edad Media es la de Pantegni, de Constantino el Africano, que menciona la matriz con dos cámaras, una a la derecha y otra a la izquierda, las mamas, los testículos, la verga y los vasos espermáticos, pero no cita los ovarios, sino lo que parecen ser las glándulas de Bartolino. Además, en la traducción del árabe al latín, como hemos dicho, Constantino mezcla la matriz con la vulva al utilizar términos latinos similares y habla de pilosidades en el interior de la matriz, algo que el original árabe había mencionado como fibras. Recordemos que Pantegni fue la traducción latina del original del médico árabe Ali ibn Abbas (el original se llamó Al Kunnas al Maliki) que explica la función de las fibras de la matriz que Constantino tradujo por pilosidades. Define tres tipos de fibras, las longitudinales, cuya función es atraer el esperma; las oblicuas, cuya función es retenerlo y retener al feto cuando se genere; las transversales, cuya función es expulsar al feto en el momento del parto.
Sin embargo, las pilosidades de la matriz tendrían su utilidad. Casualmente, los sabios de la Escuela de Salerno que ya vimos que disecaban cerdas, encontraron esas pilosidades en el interior de la matriz del animal. Guillaume de Conches, en su Dragmaticon Philosophiae, señala que tienen la función de retener el esperma que inunda la cavidad, lo cual contribuye a la procreación. Como argumento insoslayable, este autor señala que las prostitutas raramente conciben porque tienen la matriz encenagada de esperma y las pilosidades de su matriz no consiguen retenerlo, porque actúan "como el mármol" haciéndolo resbalar.
Tanto la función de las fibras como de las supuestas pilosidades de la matriz tienen un porqué filosófico y es que Galeno ya había señalado que este órgano femenino tiene la virtud retentiva, es decir, una facultad o potencia que le es inherente, como hemos visto que otros órganos tienen virtud imaginativa o las plantas poseen virtud curativa. Los testículos son, naturalmente, la sede de la virtud generativa.
Como vemos, unos argumentos daban vida a los siguientes sin que nadie se tomara la molestia de verificar su error o su acierto. Cuando, ya en el siglo XIII, Mondino de Luzzi, profesor de la Universidad de Bolonia, realizó disecciones humanas, descubrió obviamente la realidad interna de la matriz pero, en lugar de desestimar el concepto de las cámaras a derecha e izquierda, señaló que se trata de cavidades destinadas a mezclar el esperma con la sangre menstrual y dar lugar a su coagulación.
En cuanto a los ovarios, Galeno conoció su conexión con el útero y dedujo que su función era enviar el semen a través de los cuernos, lo que hoy conocemos como trompas de Falopio. Dedujo esta tarea por su equiparación a los conductos epidídimos que, en el hombre, envían el esperma de los testículos a la verga.
Otros autores reducirían la función ovárica a generar un líquido similar al que generan las glándulas de Bartolino que hemos citado anteriormente. Por ejemplo, Mondino de Luzzi señala en su obra Anatomía, en 1316, que los testículos femeninos no son verdaderos testículos como los masculinos, sino que son como los de las liebres, y su finalidad es generar una humedad similar a la saliva que es causa del placer de la mujer.
Claro es que tampoco podemos fiarnos demasiado de las enseñanzas de Mondino, porque, según los estudiosos, sus modelos son galénicos y sus disecciones se encaminaron a mostrar a los estudiantes de la Universidad de Bolonia la perfección de la obra de Dios y el admirable arte de la Naturaleza en la anatomía humana, es decir, tampoco hizo una labor crítica que descubriera los errores del maestro, como siglos después hiciera Andrés Vesalio.
Arib ibn Saib, el médico cordobés que citamos recientemente, esclareció la función de los "cuernos" uterinos, los que hoy conocemos como trompas de Falopio. Asegura que el útero tiene cuello y una boca por la que sale la sangre menstrual, por la que entra el esperma y por la que sale el feto. Posee además un ventrículo interior del que salen los dos cuernos, que se mueven durante el coito y atraen el semen. Después menciona dos testículos "más pequeños" que deben ser los ovarios.
Señala además que el útero es un recipiente de semen y es el lugar que acoge al embrión y donde este reposa y crece. Esta función es perfecta a menos que la integridad de la facultad reproductiva esté alterada, algo que puede proceder de la debilidad o defecto del semen del varón o bien de una enfermedad del propio útero que le impida acoger al feto.
Para los salernitanos, el útero no solamente tiene una función generativa, sino que también es la cloaca del organismo, el lugar al que se envían todos los residuos. Esta última afirmación es de gran importancia y volveremos sobre ella en varias ocasiones, porque viene a fundamentar un mito medieval que ha llegado prácticamente hasta nuestros días, el mito de la Doncella Venenosa.
Como vemos, el empeño en mostrar la anatomía sexual femenina como un reflejo de la masculina llegó muy lejos porque, siguiendo la costumbre medieval, nadie contradijo a nadie, sino que se añadieron unas explicaciones a otras, sin que llegase a surgir un concepto objetivo.
Por ejemplo, en el siglo XVI, cuando los anatomistas decidieron enmendarle la plana a Galeno y Andrés Vesalio publicó su De humanis corporis fabrica, confirió un toque fálico al dibujo del útero femenino, no obstante haber tomado como modelo el de una mujer a la que había hecho la autopsia. El mismo Gabriel Falopio, a pesar de la revolución que significaron sus descripciones de las trompas que enlazan el útero con los ovarios, insistió en que todo lo que tiene dentro la mujer es copia de lo que tiene el hombre y, si no es así, es que la mujer no es humana (Pilar Iglesias, Mujer y salud, Construcción de sexo y género desde la Antigüedad al siglo XIX).

Los científicos antiguos y medievales describieron el útero como una cabeza de toro, con dos cuernos que servían para atrapar o conducir el semen. Esta ilustración se incluyó en la Gynaecia de Sorano de Éfeso, la primera obra que puede llamarse tratado de ginecología. Obsérvese la forma de botella invertida del útero, relacionada con su facultad para atraer, recibir y retener el esperma.

UN SEMEN AGUADO

La Escuela de Medicina de Alejandría fue tan importante como todo lo que se creó en aquella ciudad ideal, capital durante siglos del helenismo y sede de la sabiduría, del arte y de la belleza.
El cristianismo tuvo también allí un importante núcleo, el que generó los Evangelios Apócrifos que tan de actualidad se encuentran hoy día y el que desarrolló la escuela filosófica gnóstica que atrajo a la élite grecorromana a la nueva religión. Pero los sabios cristianos alejandrinos no se quedaron en la religión y en la Filosofía sino que, como todos los sabios de la época, abordaron también la Medicina.
En su afán por levantar el velo de la misteriosa anatomía femenina, los cristianos alejandrinos descubrieron también los ovarios y los explicaron como copias deficientes de los testículos masculinos, señalando, además, que contienen una pequeña cantidad de semen aguado, un semen que, naturalmente, no posee ni la décima parte de las virtudes del semen masculino.
La necesidad de que la mujer tuviera semen nació probablemente de la idea griega (aprendida de culturas orientales) de que el semen es la sustancia universal del alma, aunque ya en tiempos de Aristóteles hubo quien se resistió a aceptar tal aseveración por la sencilla razón de que opinaba que la mujer no tiene alma.
Los egipcios, por el contrario, estaban seguros de que el único que interviene en la generación del feto es el padre, ya que la madre se limita a aportar el lugar que lo alberga y la materia que lo alimenta. De ellos pudo aprender Aristóteles su doctrina.
Pero el esperma femenino, de cuya existencia dieron fe sabios como Hipócrates, Galeno, Avicena o Arib ibn Saib, no puede ser tan fecundo ni poderoso como el esperma masculino y el principal argumento que sostiene esta afirmación es precisamente el tamaño de los testículos, mucho más pequeños que los del varón.
Sin embargo, aunque el semen femenino sea inferior en calidad al masculino, su existencia es un hecho para los autores que siguen a Hipócrates y a Galeno. La explicación más clara la ofrece precisamente nuestro médico cordobés Arib ibn Saib.
El semen masculino es demasiado espeso para difundirse convenientemente en la matriz y dar lugar a la generación del feto. Es el semen de la mujer el auxiliar necesario que, siendo más claro y tenue, lo diluye, lo alimenta y lo distribuye por los lugares de la fecundación. Tampoco puede por sí solo el esperma del hombre acceder a los cuernos de la matriz cuando se dirige a la zona derecha para procrear un varón; aquí necesita también el auxilio del esperma de la mujer que, más frío, lo despoja del exceso de calor que lo haría corromper y, además, lo lleva a todas las prolongaciones.
Tenemos aquí un apunte de vital importancia. El semen de la mujer que, por sí solo es inferior, claro y aguado, tiene una función que lo hace imprescindible, de la misma manera que la mujer, inferior, fría e imperfecta, tiene un cometido que la hace asimismo indispensable para la vida. Ella y su esperma son auxiliares vitales del hombre y de su semen.

EL ALMA DEL EMBRIÓN

En su cueva de Belén y con gran escándalo, se quejaba Jerónimo, doctor, santo y eremita del siglo V, de las disipadas costumbres de las mujeres romanas del Bajo Imperio. Se mantenían viudas sin casarse de nuevo para no perder la libertad de acción y utilizaban tal libertad para fines pecaminosos. Según testimonio de este autor, muchas de ellas tomaban bebedizos que impedían la procreación y, si quedaban preñadas, mataban al hijo antes de que naciera, incluso exponiéndose a descender junto con él a los infiernos. Y es que la práctica del aborto estaba al parecer muy extendida, aunque a menudo costaba la vida a la madre.
El cristianismo equiparó el aborto al infanticidio por primera vez en el siglo IV, aunque ya Augusto lo había prohibido en Roma en el año 81 antes de nuestra Era, en vista de la baja tasa de natalidad. Fue sin duda una prohibición transitoria, porque el derecho romano no consideraba el aborto un delito, a menos que quien abortase fuese una mujer casada, en cuyo caso, correspondía al marido la decisión sobre la interrupción de la gestación o su continuidad, ya que él era el dueño del cuerpo. Se han descrito castigos de destierro aplicados a mujeres que abortaron en tiempos de Septimio Severo, pero no por una cuestión moral o religiosa, sino por haber privado a sus maridos de su derecho a la descendencia.

 Uno de los mayores enigmas que los médicos han tratado de desvelar es el de la generación del feto y su proceso de formación, algo que en la Edad Antigua y, por consiguiente, en la Edad Media, se resolvió de forma filosófica y por deducción de los procesos animales.
Sin embargo, en la Edad Media, las mujeres abortaban cuando necesitaban abortar o, al menos, trataban de librarse de un feto no deseado, recurriendo a innumerables métodos y triquiñuelas, casi todas ellas en manos de las llamadas "hacedoras de ángeles", mujeres que realizaban prácticas abortivas, teniendo buen cuidado de bautizar previamente al hijo dentro del vientre materno. Así, los fetos pasaban directamente a convertirse en angelitos. Y parece que realizaban el bautizo utilizando una cánula que insuflaba agua en el interior del útero.
No obstante, la penitencia que aplicaba el derecho canónico a los casos de aborto dependía de que el feto estuviera animado o inanimado. Por tanto, había que tener en cuenta el tiempo transcurrido desde la concepción, para verificar si el alma ya había hecho su entrada en el cuerpo. Esto sucedía, según los teólogos, a los cuarenta días si el feto era varón y a los ochenta, si era mujer. Por tanto, el delito de abortar un feto de sesenta días no era igual si se trataba de un varón que de una hembra. En el caso del varón, era un homicidio, en el caso de una hembra, no.
Tal idea era, como casi todas, la herencia de un sistema metafísico aristotélico llamado hilomorfismo (o hilemorfismo), según el cual, todos los seres corporales están constituidos por dos principios, materia y forma. Materia y forma es lo que hemos visto a los médicos buscar en la generación del feto. Materia y forma son los principios que constituyen el ser humano. La materia, naturalmente, es el cuerpo y, la forma, el alma espiritual.
Por tanto, a la hora de considerar si un aborto voluntario era o no delito o pecado, era imprescindible conocer en primer lugar el sexo del feto abortado y, en segundo lugar, el tiempo transcurrido desde la concepción, un concepto, por cierto, sumamente escurridizo, con el fin de determinar si el embrión o feto había o no recibido ya su alma inmortal.
De aquí, naturalmente, la necesidad de conocer el proceso de formación del feto dentro del útero materno, el orden y tiempo de su constitución, lo que, como se supondrá, se llegó a establecer mediante las deducciones filosóficas pertinentes.
Hipócrates señaló que el esperma del hombre y de la mujer bajan de los riñones al útero y allí se mezclan y espesan, lo que significa que son ambas simientes las que forman el feto.
En el Libro del feto, la doctrina hipocrática explica que el calor del órgano de la mujer aumenta con los frotamientos del pene y eso hace que llegue al útero el semen de ambos, procedente de todo su cuerpo. Cuando el líquido que vierte el hombre alcanza el útero, se aplaca su calor y se apaga el placer de la mujer, como se apaga el hervor de un puchero al echarle agua fría.
En cuanto al placer del hombre, se apaga cuando su semen se mezcla con el semen de la mujer, cuya frialdad merma el calor del hombre. En ese momento se produce la concepción con el concurso de ambos espermas.
Cuando el semen llega al útero, atrae la humedad que hay en él y así se forman, en primer lugar, las membranas que envuelven y protegen al embrión, dejando solamente una hendedura por la que se alimenta.
Al término de la concepción, el útero alberga el semen que, a los siete días, se convierte en una clase de espuma. Siete días más tarde (observemos la incidencia del número mágico 7 y la de la espuma como origen de la vida), la espuma se va pareciendo a la sangre. Al cabo de veinte días, ya se forma una especie de cuajarón de sangre, que es el embrión.
A los treinta y dos días se distingue ya el feto varón y, a los cuarenta y dos, se puede distinguir el feto hembra. Aquí no se menciona cuándo recibe el espíritu inmaterial, ya que para Hipócrates el alma es psicofísica, sino hacia dónde mira el feto según sea varón o hembra. Si es varón, su cara mira hacia la espalda de la madre y, si es hembra, hacia la parte delantera.
El argumento que sostiene la diferencia de días en la formación de varón y hembra es que el esperma del que se forma el varón es más fuerte, más espeso de constitución, más viscoso y más maduro que el de la hembra. Por eso, también el varón se mueve a partir del tercer mes de vida, mientras que la hembra se mueve al cuarto mes, puesto que tarda más tiempo en formarse.
A partir de ese momento, el embrión crece y se infla con el aire procedente de la respiración de la madre (el neuma, recordemos) que lo alimenta desde el exterior. También se forma un orificio en el cuerpo del embrión en el que se acopla el cordón umbilical, que ha de suministrarle alimento procedente de la sangre materna, por eso se detiene la menstruación en las mujeres gestantes. La sangre desciende desde todo el cuerpo de la madre hasta la matriz, para rodear la membrana que envuelve al feto.
Lo primero que se forma, según Hipócrates, es el cerebro, que es el lugar en el que se alojan los sentidos. Después, los ojos.
Sin embargo, el siempre disidente Aristóteles asegura que lo primero que se forma en el feto es el corazón, porque es el lugar de la vida y el centro del calor innato. Después se forma el cerebro, que es el lugar de los sentidos. Recordemos la incidencia de su doctrina del corazón en la literatura, en las tradiciones y en las costumbres actuales. Incluso en la música puede apreciarse la influencia de esta teoría aristotélica. Por ejemplo, la viola de brazo es conocida como "viola de amor", traducción de la expresión italiana viola d'amore. Pero no se llama así porque se haya especializado en melodías amorosas, sino porque se toca apoyándola en el pecho, cerca del corazón.
Después del corazón y el cerebro, se forman los pulmones y, a continuación, las extremidades, las vísceras y, por último, los ojos.
Quinientos años antes de nuestra Era, Alcmeón de Crotona había afirmado que el alma racional del hombre se encuentra en el cerebro. Por tanto, es la cabeza lo primero que se forma en el embrión.
La alimentación del feto cuando se encuentra dentro del útero arroja también curiosos argumentos. Según Alcmeón, se alimenta como una esponja, a través de todo su cuerpo. Sin embargo, Demócrito y Epicuro están de acuerdo en que se alimenta por la boca. Una prueba visible de ello es que, tan pronto nace, aplica ávido su boca al pecho materno. Al hilo de esto, Galeno mencionó la existencia de una especie de pechos en la matriz y una especie de bocas en el embrión.
Anaxágoras y, con él Aristóteles señalaron, con acierto, que el feto se alimenta a través del cordón umbilical.

UNA EXPLICACIÓN PARA LOS ANTOJOS

A todo esto, Galeno añade un experimento con varios huevos de gallina en incubación, de los cuales iba rompiendo uno cada día para observar el progreso de la formación del embrión y verificar el orden de formación señalado por Hipócrates.
También aporta la siguiente explicación: la sangre que fluye de la placenta para nutrir al embrión es fina y limpia, mientras que la que queda fuera de este proceso es turbia y espesa. Esta sangre asciende del útero a los pechos para formar la leche, pero hay una parte de esa sangre uterina que va a parar al estómago de la mujer y que es la responsable de los antojos. La mujer gestante puede desear en un momento dado comer cosas especiales y, dada la conexión del estómago con el útero, si no satisface su antojo, el feto puede llevar la marca en su cuerpo.
Galeno habla, en realidad, de deseos de comer barro o cosas de esa índole, pero la conexión que establece entre la matriz y el estómago durante la gestación es la que dio lugar a otra de las muchas tradiciones que rodean el misterio de la vida. Si la madre gestante, por ejemplo, siente deseos de comer fresas, es importante que satisfaga ese antojo para evitar que el niño nazca con una marca en forma de fresa en su piel o en cualquiera de sus órganos. Esto fundamenta esa antigua creencia tan extendida todavía en nuestro siglo.
Esta teoría, desde luego, tiene un trasfondo que no podemos obviar y es que, para los médicos antiguos y también para los medievales, el embarazo fue una enfermedad, un proceso que desequilibraba los humores del cuerpo femenino y que convertía a la mujer en un ser casi monstruoso, entre su propio sexo y el del embrión. Y era su imaginación, como hemos visto, la culpable de generar malformaciones al feto y de parir monstruos o fenómenos, algo de lo que trató de redimirla Fray Benito Jerónimo Feijoo, como vimos en el capítulo IV.

TEORÍA DE LA LECHE MATERNA

Pantegni, del que ya hemos hablado en numerosas ocasiones, explica ampliamente el proceso de la gestación. En primer lugar, se forman las membranas fetales; en segundo lugar, se forman los miembros del feto. Hay que recordar que miembros se llama a los órganos y, en general, a todo constituyente sólido del cuerpo y que Aristóteles dijo que la sangre menstrual tiene virtud formativa. Por tanto, el hígado del feto se forma a partir de la sangre menstrual de la madre. Dentro de las membranas fetales hay, por cierto, espíritu, como lo hay en el esperma.
Como hemos dicho que a los conceptos aristotélicos se sumaban los galénicos, Pantegni incluye una idea de Galeno como inicio de la gestación. Una vez realizada la concepción, el cuello de la matriz se cierra de manera que no permite siquiera el paso de una aguja.
Este libro cita también una vena que ya mencionaban los Aforismos de Hipócrates y que tiene dos ramales, uno de ellos va a la matriz y el otro a las mamas, que es el lugar en el que la sangre se convierte en leche. Por eso, si a la mujer embarazada se le secan las mamas, irremediablemente aborta.
En el siglo XIII, Mondino de Luzzi que ya dijimos que inició la etapa de las disecciones y que tuvo ocasión de comprobar cuanto de cierto o incierto había en los asertos de los maestros anteriores, no se atrevió a negar la existencia de la vena que conecta el útero con las mamas, porque eso supondría buscar otra explicación al hecho de que la mujer encinta sea capaz de producir leche. Como entonces nada se sabía ni siquiera se sospechaba de la existencia de las glándulas, Mondino mantuvo la teoría de la conexión pero con el consabido retruécano de decir sin decir y de afirmar sin afirmar. Dijo que la unión de la matriz con las mamas se realiza, sí, pero a través de otros vasos que nacen bajo la clavícula.
Para conocer otras enseñanzas árabes, echaremos un vistazo a la explicación que aporta uno de los famosos médicos que ya hemos citado anteriormente, Arib ibn Said, que vivió en Córdoba entre 918 y 980 y nos dejó un inestimable Libro de la generación del feto.
Siguiendo la doctrina de Galeno, ibn Saib afirma que tanto el semen del varón como el de la mujer contribuyen a la formación del feto, mezclándose. Señala que el mejor momento para concebir es cuando finaliza la menstruación y se purifica la matriz, no quedando nada del flujo de sangre, porque si quedan restos, la mezcla de los dos espermas se llega a corromper. Vemos aquí un esbozo de los ciclos fértiles de la mujer.
La formación de la leche en las mamas de la madre se produce al juntarse la sangre con los humores que se transforman con el aumento del calor que aporta el corazón gracias a su proximidad. Entonces se convierte la mezcla en leche por decreto de Dios y cesa la menstruación mientras la madre amamanta al bebé, con la excepción de algunas mujeres que, mientras crían a sus hijos, continúan teniendo reglas, debido a la abundancia de humores y de sangre sobrantes.
Echemos ahora un vistazo a las explicaciones que Maimónides, el médico judío cordobés a quien hemos visto anteriormente siguiendo a Averroes y criticando las supersticiones de su tiempo, escribió para los Aforismos de Hipócrates, en lo relativo a la leche materna.
Dice Hipócrates que, cuando una mujer está embarazada, aborta si se le encogen los pechos. Maimónides lo explica siguiendo la teoría de la relación entre el útero y las mamas, pues dice que, si se encogen los pechos, significa que no tiene leche. Si no tiene leche, es porque le falta el alimento, la sangre, y de la misma manera falta alimento en el útero, por lo que abortará irremediablemente.

MORBO HERMAFRODITA

Y como no habían de faltar anécdotas curiosas, cuenta Arib ibn Saib un caso que él mismo declara increíble, de no mediar el peso de los testigos presenciales que le dan su crédito. Se contaba de un hermafrodita que había tenido un hijo consigo mismo, porque su vientre había engendrado de su propia espalda. Un acontecimiento, sin duda, singular, que no vino solo, sino que llegó acompañado de sucesos normales y también de sucesos detestables.
El hermafroditismo se da en la naturaleza cuando un ser posee órganos masculinos y femeninos y es capaz de generar gametos, es decir, de procrear. Pero esta circunstancia no se da en el ser humano que únicamente puede sufrir malformaciones en los órganos reproductores que los asemejan al órgano del sexo contrario, por ejemplo, en el pseudohermafroditismo femenino, un clítoris exageradamente grande puede evocar la forma de la verga, pero no es un pene real. Se denomina pseudohermafroditismo porque, aunque los órganos son similares, no existe la capacidad de procreación.
Pero el hermafroditismo humano aparece en numerosas culturas y tradiciones y es que siempre ha suscitado curiosidad morbosa y cierto fetichismo, algo que va unido, en muchos casos, a la atracción que generan los travestidos. El nombre procede del tercer hijo de Hermes y Afrodita, Hermafrodito. El Libro IV de Las metamorfosis de Ovidio cuenta cómo la náyade Sálmacis se apasionó de Hermafrodito al verle bañarse en un río, cuando apenas había cumplido los quince años de edad. Herida de amor, se aproximó a él y le enlazó fuertemente con brazos y piernas, pero él la rechazó y pugnó por desprenderse de su ávido abrazo. Entonces, ella, enardecida, pronunció estas palabras proféticas: "aunque luches, malvado, ni aun así escaparás". Y pidió a los dioses que nunca él pudiera separarse de ella. Accedieron los dioses generosos a su demanda y ambos cuerpos se fundieron en uno solo, resultando un solo ser con dos sexos.
Si tenemos en cuenta la idea generalizada de que la mujer es un varón imperfecto y de que, por tanto, el ser humano es unisexo, ya que el sexo femenino no es más que una formación imperfecta del masculino, podemos comprender la creencia en el hermafroditismo humano, que, para aquellas mentes, había de ser algo tan sencillo como que una elevación de temperatura hiciera que los órganos masculinos no desarrollados y retenidos en el interior del cuerpo salieran al exterior.

El hermafroditismo no existe en el ser humano, sin embargo, aparece en muchas culturas, como la griega. En la Edad Media se llegó a suponer que el útero de la mujer tenía una cámara especial impar dispuesta para alojar un feto hermafrodita.
El cambio de sexo se entendió, por tanto, como algo espontáneo y natural, puesto que siendo el hombre el ser perfecto, el ser imperfecto que es la mujer bien podría tender a la perfección y convertirse en hombre de la noche a la mañana. Lógicamente, era impensable que sucediera lo contrario porque la Naturaleza no prevé la vuelta atrás y no facilita el camino de la perfección a la imperfección.

LA MADRE O EL HIJO

Para los dolores previos al parto y también para los que sobrevienen después de dar a luz, Alberto Magno ofrece una receta inestimable, aunque su preparación requiere bastante tiempo. Hay que mezclar caracoles rojos y romero en cantidades iguales, bien molidos, y mantener la mezcla en estiércol de caballo durante cuarenta días, en una caja de plomo cerrada herméticamente. Al cabo de ese tiempo, se abre la caja y se extrae el aceite que se ha formado; ya solamente hay que colocarlo en una vasija de barro, taparla y colocarla al sol.
Hay también un remedio puntual en el caso de dificultad para expulsar la placenta tras el parto, lo que ya sabían que podía causar la muerte a la parturienta. El remedio, contenido en el Codex Vindobonensis, consiste en degustar orina, pero es importante hacerlo en secreto.
El Talmud no condena a muerte a la madre si hay que elegir entre ella y el feto. Dice que, si existe un problema que impide realizar el parto, hay que cortar el feto en trozos y extraerlo, porque la vida de la madre es antes que la del hijo. Pero, si el feto ha asomado ya al exterior y la parte más grande de su cuerpo está fuera, no se le puede matar para salvar a la madre.
Ofrece asimismo este libro sagrado de los judíos un símil poético que explica la situación del embrión en el cuerpo de la mujer. Dice que el feto se halla en el interior de la madre, en sus vísceras, como una nuez en un vaso de agua.

EL PARTO MÚLTIPLE

Entre las numerosas narraciones y leyendas que se han escrito en torno a las Cruzadas, encontramos la historia de la infanta Isonberta, que, mientras su esposo se hallaba en la guerra, parió siete hijos varones y todos ellos nacieron con un collar de oro al cuello, porque, a medida que venían al mundo, un ángel se ocupaba de adornarlos.
Pero la suegra de la infanta, la condesa Ginesa, rígida y dura de corazón, no aceptó que los infantes fueran realmente sus nietos, porque el hecho de que su nuera hubiese dado a luz a tantos niños de una sola vez la hacía sospechosa de adulterio. Según la misma narración, toda mujer que diese a luz más de una criatura a un tiempo era acusada de comercio carnal ilícito.
A pesar de los collares de oro que significaban una señal divina exculpatoria, la malvada abuela inició una feroz persecución contra sus inocentes nietos, a los que trató de hacer morir por todos los medios, ya que la muerte era el castigo reservado a la esposa adúltera y a sus adulterinos retoños.
La historia no podía terminar con un castigo inmerecido, sino con una moraleja: la intervención de un poder sobrenatural que convirtió en cisnes a los niños hasta que su padre el conde Eustacio regresó de la guerra y recuperó a sus hijos. A todos menos a uno, que quedó para siempre convertido en cisne, ya que estaba destinado a crear una estirpe de la que había de nacer Godofredo de Bouillon, aquel caballero cruzado que se coronó rey de Jerusalén después de ser el primero que penetró en la ciudad con su torre de asalto en la primera cruzada.
Sin embargo, Hipócrates menciona en sus Aforismos la posibilidad de que una mujer esté embarazada de gemelos, varón y hembra, y que aborte no a ambos, sino a uno solo de ellos, en el caso de que se le seque un pecho y no los dos. Si se queda sin leche en la mama derecha, abortará al gemelo varón y, si la izquierda, abortará a la hembra.
Pero Hipócrates en ningún momento dio pie para pensar que, si una mujer llevaba en su vientre más de un hijo, fueran de distinto padre. Él explico cuidadosamente la generación de gemelos señalando que, cuando el semen llega a la matriz, se dispersa por todas partes y se dirige hacia los ángulos. Si alcanza dos ángulos, se engendrarán dos fetos; si alcanza tres, serán tres los gemelos.
Arib ibn Said recoge esta explicación en su Libro de la generación del feto. La cuestión que aborda la historia de los siete infantes y sus collares de oro sirve, evidentemente, para fundamentar el toque sagrado a la estirpe de Godofredo de Bouillon, algo imprescindible para ser rey de Jerusalén.

UNA COSA DIVINA

La división de opiniones entre los científicos antiguos y medievales se basó en el hecho de que la mujer aportase un esperma necesario para la generación o únicamente produjese un líquido similar a lo que hoy llamamos licor prostático. En lo que, como hemos dicho, todos estuvieron totalmente de acuerdo fue en la bondad del esperma masculino, en sus propiedades y en su calidad. Ahí sí que no hubo discusión.
En su libro Sobre la generación de los animales, Aristóteles presentó la larga nómina de valores insustituibles que posee el esperma del macho y, como es natural, dio pie a diversas interpretaciones.
Dijo que el cuerpo del esperma, con el que sale el espíritu, es una virtud de un principio del alma, una virtud separada del cuerpo, es decir, algo que no es humano, sino divino.
En el siglo XIII, uno de los muchos sabios que analizaron, estudiaron e interpretaron las propuestas de los antiguos, Gil de Roma también llamado Egidio Romano por aquella costumbre medieval de latinizar los nombres, escribió una obra titulada Sobre la formación del cuerpo humano en el útero.
En este libro, Gil de Roma comparó al esperma con un carpintero y a la sangre menstrual con la madera, un símil que ilustra a la perfección la tarea de cada uno de los elementos de la generación del embrión, según se entendía en aquellos tiempos. El semen da al proceso fuerza y movimiento, como hace el artesano, pero esa acción de nada sirve si no cuenta con una materia prima adecuada, que es la sangre menstrual.
Y como la Escolástica recogió la afirmación de Aristóteles para establecer toda una teología de la procreación, Gil de Roma se apresuró a explicar dicha afirmación para que no quedase duda alguna. El poder extraordinario del semen es obvio, puesto que es capaz de producir seres vivos y completos semejantes al emisor. La facultad del semen realiza cosas que el cuerpo no es capaz de producir directamente, por tanto, debe obligatoriamente de actuar en virtud de un principio distinto del cuerpo, aparte del cuerpo, y por ello merece que se le conceptúe como cosa divina.
Aristóteles describió las cualidades, las virtudes y los poderes del esperma masculino, que hacen de él una cosa más que humana, divina.
Este autor insiste en que la cualidad principal del esperma masculino es el calor, puesto que procede del varón, en el que predomina precisamente esa cualidad, mientras que la mujer, que por ser de naturaleza fría no alcanza el grado de cocción final, solo genera productos imperfectos y su esperma es así de inferior calidad.
Gil de Roma no inventó nada, pero explicó lo que inventaron los anteriores. Ya hemos visto que el calor es la cualidad que opone lo masculino a lo femenino y también hemos sabido que los pitagóricos ya aseguraban que el semen posee un soplo cálido.
También explicó el comportamiento del semen como algo similar al del cuajo de la leche, puesto que el semen es capaz de coagular los líquidos de los que se forma el embrión en el útero, los líquidos alojados en las cámaras descritas anteriormente.

TEOLOGÍA DEL ESPERMA

Si aceptamos que los cuerpos celestes tienen, según aquellos sabios, virtudes activas, podemos estar de acuerdo con Tomás de Aquino, quien asegura que el semen recibe de los astros su poder, ese poder que tanto asombró a Gil de Roma. Dios ejerce su poder sobre el mundo precisamente por medio de los astros.
El calor natural del esperma se duplica con el calor que recibe del sol y se triplica con el calor del alma del hombre que lo genera. Aquí conviene señalar que el número 3 es también un número místico. Un número que, según los antiguos babilonios y persas, posee en sí mismo el principio, que es el 1; el medio, que es el 2; y el fin, que es el 3. Así encontramos trinidades divinas en la mayoría de las religiones y tríos místicos como los tres reyes magos o las tres Marías. Y la mayoría de las religiones de dioses redentores sitúan la resurrección del dios a los tres días de su muerte, como vimos en el caso de Inanna.
Por tanto, si el semen recibe su potencia de los astros y mediante estos ejerce Dios su poder, si es, como dijo Aristóteles y aceptó plenamente la Escolástica, una cosa divina, necesariamente ha de haber un trío de agentes que actúen en la generación, dado que el 3 es el número místico indispensable para la perfección. Los agentes serán, por tanto, el padre, el cuerpo celeste y el ángel.
El padre proporciona al futuro ser la individualidad; el cuerpo celeste, el Sol, le proporciona la pertenencia a la especie humana, porque el Sol influye en el aspecto general de especie humana; el ángel le proporciona la capacidad para acoger el alma espiritual e inmortal, actuando como alianza entre la materia y el espíritu.
Con sus propiedades y virtudes, el semen debería siempre engendrar un varón, pero si se da una de las tres causas siguientes, lo que engendrará no será un varón, sino una mujer. Veamos las tres causas.
La primera es que se debilite la virtud activa del semen. La segunda es que la materia que lo recibe tenga mala disposición. La tercera es la intervención de un agente externo, por ejemplo, un viento austral, húmedo, ya que la humedad es una cualidad predominante en la mujer. Hemos leído esta teoría anteriormente en Aristóteles, pero hay que señalar que, en 1468, Martín de Córdoba explicó que los vientos boreales son masculinos y los australes, femeninos. Eso, dijo, lo saben muy bien los pastores que esperan la llegada de uno u otro viento, según quieran que sus ovejas tengan machos o hembras (Juan Cruz Cruz, Antropología bajomedieval de la mujer).
Algo así debieron hacer Adán y Eva cuando decidieron tener no solamente hijos varones, sino hembras, ya que, de lo contrario, la Creación hubiera finalizado antes de tiempo. Según Tomás de Aquino, la procreación de mujeres no solamente se debe a los tres factores antes señalados, sino a un esfuerzo voluntario de los padres en pro de la continuidad de la especie humana.
Es natural. Viendo como vemos que el hecho de parir una niña se consideraba la mayor de las desgracias, obviamente, de haber estado en la voluntad de los progenitores elegir el sexo del feto, siempre hubieran elegido varones, con lo cual, se hubiera puesto en peligro la especie humana. Era por tanto imprescindible ese esfuerzo voluntario por conseguir hembras de vez en cuando, aunque solamente fuera para que la estirpe siguiera en el mundo, algo que es uniforme con el orden de la Naturaleza. Es decir, por grande que sea la desgracia de traer al mundo un ser del sexo femenino, no hay más remedio que conseguir alguno que otro, para no contradecir el orden natural. Esto es al menos lo que opina Tomás de Aquino en su Suma Teológica.

En la Edad Media, el hombre era una imitación del Universo en miniatura y todos sus procesos dependían de los astros, de los elementos y de sus cualidades.