Capítulo 9
Cuando la ciencia desbancó a la religión

Se cuenta que Paracelso, célebre alquimista suizo del Renacimiento, llegó a crear un ser humano en miniatura, de unos treinta centímetros de alto que, no sabemos si como castigo a su osadía o porque no se encontró otro final mejor, un buen día se reveló contra su creador y huyó.
El mismo Paracelso escribió la receta empleada para la creación de aquel ser que recibió el nombre de homúnculo: mézclese en una bolsa una cantidad de huesos, esperma humano, fragmentos de piel de cualquier animal (da igual, al fin y al cabo se trata de un híbrido) y algunos pelos. Entiérrese durante cuarenta días (recordemos el número mágico 40), bien recubierto de estiércol de caballo y se formará el embrión del nuevo ser.
Otros alquimistas utilizaron raíz de mandrágora. La mandrágora es una planta cuya raíz tiene una forma que recuerda el cuerpo humano, lo que la ha rodeado de mitos y leyendas. La más conocida es la que asegura que esta planta crece en la tierra que recibe el semen de la eyaculación espontánea que se produce durante las últimas convulsiones de los ahorcados. El Deuteronomio (21,22) manda enterrar a los ahorcados el mismo día de su ejecución para evitar que su semen mancille la tierra que Dios ha dado en herencia, puesto que el ahorcado es una maldición divina y su esperma es contaminante.
La mandrágora se ha utilizado desde tiempos muy antiguos en todo tipo de rituales mágicos y forma parte de la farmacopea de todos los pueblos que la han conocido.
La receta para crear un homúnculo empleando una raíz de mandrágora no incluye el semen humano, puesto que, si la planta nace de él, ya lo tiene en su interior. Es preciso recoger la raíz un viernes por la mañana, pero no debe recogerla cualquiera, sino que hay que encargar a un perro negro de su recolección. Los perros negros representaron al demonio en el Renacimiento. Sabemos que una de las leyendas que ensucian la historia del papa Borgia menciona la presencia de grandes perros negros en el Vaticano, que aterrorizaron a las monjas durante la agonía del pontífice.
Una vez lavada la raíz de la mandrágora, hay que alimentarla, es decir, sumergirla durante un tiempo para que se nutra, en una mezcla de miel, leche y sangre. A partir de ahí se iniciará el desarrollo de un nuevo ser, un ser humano en miniatura cuyo cometido será proteger a su amo.
En el siglo XVIII, cuando parecía que ya el pensamiento mágico había dado paso al pensamiento científico, surgió otra receta de un nigromante llamado David Christianus, perteneciente a la Universidad de Giessen, en Alemania. Se trataba de crear un homúnculo pero utilizando un huevo de gallina negra, en cuya cáscara había que practicar un orificio para extraer una porción de clara del tamaño de una alubia y reemplazarla por esperma humano. Después, era necesario sellar la abertura con pergamino virgen y enterrar el huevo en estiércol el primer día del ciclo lunar de marzo. A los treinta días había que desenterrarlo para dejar salir al humanoide.
Todas estas ideas delirantes surgieron de las leyendas hebreas del Golem, un ser animado fabricado a partir de materia inanimada. Ya en el siglo XVI, el rabino Judah Bezalel, del ghetto de Praga, dijo haber averiguado la manera de dar vida a una figura humana de arcilla de tamaño natural, para convertirla en sirviente gratuito y defensor del pueblo. La animación no consistía esta vez en una receta, sino en escribir el nombre secreto de Dios en la frente de la figura. Lo más curioso es que el nombre secreto a escribir era emeth, que significa "verdad", lo que permitía, en caso de necesidad, matar al golem simplemente borrándole de la frente la primera letra, para convertir la palabra emeth en meth, que significa "muerte".
La alquimia fue una ciencia o pseudociencia, según se mire, precursora de la química, uno de cuyos objetivos medievales fue la obtención de la piedra filosofal. En el Renacimiento, el célebre alquimista Paracelso declaró haber creado un ser humano en miniatura, lo que dio lugar a la teoría del homúnculo.
Crear vida es otro de los sueños del ser humano que ha dado pábulo a las leyendas del Golem, a las novelas de Frankenstein y a las teorías del homúnculo, que veremos próximamente, porque tuvieron una gran importancia y dieron lugar a un nuevo debate médico a partir del siglo XVII.
Las leyendas del homúnculo de Paracelso y otros alquimistas, como Cornelio Agripa que, en el mismo siglo XVI publicó un libro titulado Sobre la filosofía oculta interesándose por la creación de seres vivos a partir de materia inerte, fructificaron en el siglo XVII con la invención del microscopio y la observación de seres unicelulares, calificados de animálculos.

LA TRIPLE MISIÓN DEL ESPERMA FEMENINO

Salvado el derecho al orgasmo, continuó el debate entre partidarios de una u otra facción, aunque se moderó en gran manera durante los siglos XIV y XV, durante los cuales los sabios parecieron ponerse de acuerdo para admitir el galenismo, unánime y moderadamente. La disputa llegó al Renacimiento y a la Revolución Científica con la postura reforzada de la doctrina de Galeno y Avicena o, lo que es lo mismo, con el derecho de las mujeres al placer sexual sin anatemas ni amenazas infernales.
Iniciándose el siglo XIV, un filósofo, médico y astrólogo italiano y profesor de la Universidad de Padua llamado Pedro Abano consiguió conciliar a Aristóteles con Galeno. Hemos citado a este autor anteriormente junto con su obra Conciliador. La Universidad de Padua fue, durante los años que Pedro de Abano ejerció allí su docencia, un centro de averroísmo, doctrina filosófica que hemos mencionado en anteriores ocasiones, de la que este autor fue partidario y que se difundió por Europa merced a la acogida que le dispensaron los franciscanos de París.
Desgraciadamente, Pedro de Abano tuvo que enfrentarse a duras acusaciones de practicar la magia, por haber contribuido a difundir la entonces llamada magia de Salomón, como más tarde hicieron Paracelso o Giordano Bruno, al publicar un tratado titulado Heptameron sep elementa magica. Fueron precisamente los dominicos de París, enemigos siempre de los franciscanos, quienes le acusaron de brujería, de ateísmo, de racionalismo religioso y de diversas herejías que le condujeron al banquillo de la Inquisición, muriendo en la prisión antes de que llegase a celebrarse el juicio.
En lo que a nuestro tema interesa, Pedro Abano señaló no una función de mayor o menor importancia, sino una misión triple al esperma de la mujer. En primer lugar, dijo, participa en la concepción y transmite al embrión los caracteres maternales, que es la doctrina de Galeno y Avicena. En segundo lugar, facilita la recepción del esperma masculino, según la doctrina de Arib ibn Said. En tercer lugar, pone de manifiesto el placer de la mujer.

EL DINERO, DE GOLPE; LA MUJER, A PLAZOS

Margarita de Navarra cuenta la historia de un gentilhombre que no tenía más fortuna que su apellido. Con el fin de salir de la negra ruina y mejorar su posición, buscó una esposa rica y pronto la encontró. Celebradas las bodas con gran pompa y algazara, el marido se sintió muy a sus anchas una vez que pudo disponer del capital de su esposa y hacer y deshacer a su antojo. Y, como ya tenía el dinero, la mujer empezó a sobrarle, de manera que la desatendió totalmente, no prestándole atención más que muy de tarde en tarde.
Este relato, uno de los muchos que componen el Heptameron de Margarita de Navarra, pone de manifiesto la realidad de un refrán de la antigua provincia francesa del Béarn, el lugar donde se escenifican los relatos, que dice: el dinero de golpe y la mujer, a plazos. Pero lo que en realidad quiso la autora poner de relieve fue la inconveniencia de los matrimonios desiguales.
Margarita, que fue reina de Navarra durante la segunda mitad del siglo XVI y hoy muy conocida por el nombre de "la reina Margot", escribió numerosos cuentos profanos, eróticos, irrespetuosos y anticlericales, publicados al principio como Cuentos de la reina de Navarra y, más tarde, como Heptameron. Al igual que el Decamerón de Bocaccio en el que, al parecer, se inspiró la autora, los relatos tienen una moraleja que envía un mensaje social.
Entre ellos podemos encontrar historias que describen todo tipo de relaciones amorosas, desde el incesto entre un clérigo y su hermana, descubierto cuando ella quedó preñada, hasta la astucia que empleó un enamorado contra la hipocresía de su dama. Pero en lo que Margarita de Navarra hizo hincapié fue en denostar el matrimonio, al que considera enemigo del amor y una feria de engaños. Un concepto, por cierto, muy frecuente y recurrido en aquella y en muchas otras épocas.
La moraleja que quiere transmitir esta escritora culta y refinada es que el matrimonio es, al fin y al cabo, un estado que ha de durar largo tiempo y que, por esa razón, no conviene iniciarlo a la ligera, sino tras meditación y consejo.
Además, en lo que a nuestro tema interesa, Margarita de Navarra insiste en advertir a los padres que no deben entregar a sus hijas a un matrimonio sin amor, porque el matrimonio sin amor está condenado a la esterilidad.
Su advertencia viene a corroborar la aceptación generalizada que hubo durante el Renacimiento de la teoría propicia al orgasmo femenino. De la misma época, encontramos textos de diversas comadronas, como Madame de la Manche, Louise Bourgeois o Jane Sharp, que abogan por el placer sexual de la mujer y lo asocian a la generación.
Esta doctrina no solamente tuvo el reconocimiento de escritoras y comadronas. El cirujano más importante del Renacimiento, Ambroise Paré, a quien muchos han considerado padre de la cirugía francesa, publicó en 1568 los resultados de un trabajo que vino a avalar todo lo anterior. Afirmó que, la mayoría de las veces, la esterilidad se debe al escaso placer que experimenta la mujer en el coito, lo que hace no solamente que no produzca su propio esperma, sino que rechace el esperma del marido debido a la crispación que se produce en el orificio uterino. Tenemos aquí, por cierto, un anticipo de la noción del vaginismo, la contracción del esfínter vaginal que provoca un reflejo suscitado por el temor o rechazo de la mujer a la penetración.
Coinciden, por tanto, varias autoridades en recomendar a los padres que no casen a sus hijas en contra de su voluntad. Esto sumó una etapa de felicidad nunca antes sospechada a los largos días de vino y rosas que venían ya gozando las mujeres desde la Edad Media.
Naturalmente, cuando hablamos de tiempos felices y de derecho al orgasmo, nos referimos exclusivamente a la sociedad cristiana. Ni los musulmanes ni los judíos se opusieron en ningún momento a la satisfacción sexual de las mujeres, ya que no existe libro sagrado alguno en el que se haga mención a semejante cosa. Ya dijimos que la idea del pecado sexual se produjo en el cristianismo del siglo V, con la irrupción de los textos de la Patrística y la adopción del neoplatonismo.
Viene esto a colación para señalar que no faltaron en el Renacimiento moralistas, como Lluis Vives o Jean Bouchet, que publicaron tratados encaminados a regular las relaciones sexuales dentro del matrimonio, señalando actos cuya pecaminosidad variaba de venial a mortal. Recordemos el Cuento del mercader, uno de los Cuentos de Canterbury citado anteriormente, en el que Geoffrey Chaucer ponía en boca de uno de sus protagonistas que nada de lo que sucediera en la alcoba entre un marido y su mujer podría ser pecado. En solo dos siglos, la Humanidad había perdido mucho.

ENTONCES, LA FILOSOFÍA SE ATREVIÓ CON TODO

La Revolución Científica volvió a poner en peligro la doctrina de las dos semillas, porque su principal característica fue terminar con la especulación y analizar los procesos a la luz de la experiencia. De todas formas, la ciencia no dio un salto cualitativo de un día para otro, sino que realizó una secuencia de saltos cuantitativos que fueron apareciendo día tras día con la puesta en funcionamiento de nuevas filosofías que enseñaban a experimentar, a no observar pasivamente la naturaleza, sino a averiguar cuál era su comportamiento en condiciones inducidas por la intervención humana, a lo que Francis Bacon denominó "retorcerle la cola al león."
Este movimiento se fraguó a finales del siglo XVI y cristalizó en el XVII cuando los grandes racionalistas como Descartes, Spinoza o Leibniz iniciaron el camino para separar la religión del pensamiento científico, un largo proceso que culminó en el siglo XVIII con la Ilustración.
Fue un periodo en el que el racionalismo de los filósofos se sumó a una situación social que quebró la autoridad de la Iglesia y que fue el resultado de una secuencia de frustraciones y desencantos. El sueño de conquistar los Santos Lugares para el cristianismo se rompió al comprobar que los musulmanes los retomaban una y otra vez y que no había forma de vencerlos [29] . De hecho, la última cruzada no intentó recuperar Jerusalén, sino que se dirigió a la conquista y saqueo del Imperio Bizantino con otra ilusión frustrada: la de unir a los cismáticos con los católicos. Esta ilusión, naturalmente, no fue más que el maquillaje del verdadero objetivo de aquella expedición militar, que fue arrebatar a Constantinopla sus inmensos tesoros, los cuales, junto con el harén del rey de Edesa, poblaban los sueños de los caballeros francos desde que emprendieron la primera cruzada siglos atrás.
El espejismo de expandir el cristianismo por toda la superficie de la Tierra también desapareció al comprobar que el mundo era mucho más grande de lo imaginado, que existían muchos más pobladores que profesaban diferentes religiones de los supuestos y que tales pobladores no estaban dispuestos a abandonar sus creencias para abrazar la fe de Cristo. Allí estaban los mongoles, los turcos, los árabes, los chinos, los hebreos, los indios y tantos otros. Se llegó a la conclusión de que, si no era posible convertirlos, lo mejor sería comerciar con ellos y compartir negocios y culturas, una empresa que habían iniciado siglos atrás comerciantes como la familia de Marco Polo.
Nadie creía ya en las promesas y amenazas escatológicas de la Iglesia. Ni llegaba el fin del mundo, ni se establecía el reino universal cristiano con su capital en Jerusalén, ni aparecía el Anticristo a anunciar la Parusía. A esto hay que añadir las luchas sangrientas que los papas venían organizando desde el siglo XI para disputar a reyes y emperadores el dominio de Occidente, que no solamente dividieron al mundo cristiano en dos bloques partidarios uno del emperador y otro del Papa [30] , sino que pusieron de manifiesto el interés del papado por los bienes materiales, algo que venían reprochando Bernardo de Claraval y Francisco de Asís entre otros muchos, a pesar de la hostilidad de la Inquisición. También se hizo patente el empleo indigno que se hacía de los valores místicos, como la administración de la sangre de Cristo en forma de indulgencias, como denunciaron Juan Hus, Jerónimo de Praga y Martín Lutero y cuyo resultado fue la Reforma Protestante.
Por tanto, en el siglo XVII, la Filosofía se atrevió con todo. Baruch Spinoza, filósofo holandés de origen hebreo, tuvo el valor de proclamar que la ciencia era irreconciliable con las Escrituras. El filósofo francés Richard Simon fue mucho más lejos al publicar una Historia del Antiguo Testamento en la que criticaba abiertamente las afirmaciones de la Biblia.
En el terreno científico, las cosas cambiaron radicalmente. Hemos visto a los sabios medievales copiar las ideas de los maestros griegos, sumarlas, comentarlas y, como mucho, disentir de uno para adherirse a otro, empleando argumentos filosóficos para demostrar lo indemostrable.
En el Renacimiento, el individualismo se irguió para dar a cada uno la capacidad de pensar por sí mismo, de opinar y de experimentar. Todo el mundo se dedicó a buscar los manuscritos de aquellos textos clásicos traducidos en los monasterios. Ya no valían las adaptaciones de la Escolástica, había que beber directamente en la fuente original.
Llegaron los inventos y los descubrimientos, pero la ciencia se quedó en casa, porque cada maestro se limitó a transmitir sus enseñanzas a sus hijos o a sus discípulos, manteniendo en secreto los métodos y procedimientos utilizados para llegar a tal o cual conclusión o resultado.
El cambio radical que impuso la Revolución Científica fue el descubrimiento de un valor irreemplazable: el trabajo en equipo. Se formaron agrupaciones intelectuales y científicas en las que los sabios compartían y debatían conocimientos, experiencias y descubrimientos. Además, el saber ya no se limitó a la inmovilidad de los libros, sino que la comunicación se hizo dinámica con la invención de las revistas.
Las revistas científicas ofrecieron al mundo la posibilidad de conocer las novedades que surgían y, además, las modificaciones y correcciones que se aplicaban a medida que se iban descubriendo cosas nuevas. Ya no hacía falta esperar años a que otro científico publicase otro libro corrigiendo o modificando una teoría, sino que el siguiente número de la revista podía ampliar, criticar o desmentir lo dicho en el anterior.

En el siglo XVII, la Filosofía y las ciencias se atrevieron a oponerse a la religión, porque hombres como Lutero y Juan Hus denunciaron la corrupción de la Iglesia, derrumbando su autoridad secular.
El debate, por tanto, se dinamizó y las discusiones se hicieron más fluidas. Afortunadamente, siguió en pie aquella técnica de la disputa que mencionamos en el capítulo II y que la ciencia medieval heredó de los griegos. Y, naturalmente, dio lugar a nuevas querellas y disensiones, aunque ya no tan prolongadas como las anteriores, toda vez que, como hemos dicho, la comunicación se agilizó y la investigación ofreció argumentos y resultados comprobables.
El racionalismo de Descartes había empezado por considerar falso todo aquello de lo que no fuera absolutamente imposible dudar. Situó, eso sí, la existencia de Dios fuera de toda duda y concibió al ser humano como una máquina regida por un alma racional que se sitúa en un lugar preciso: la glándula pineal.
Entre unos y otros contribuyeron a hacer caer, de uno en uno, los mitos de la Antigüedad, al ir poniendo de relieve los errores de Hipócrates, de Galeno y del propio Aristóteles. No fue, sin embargo, un proceso fácil ni rápido.

UNA NUEVA TEORÍA MÉDICA

En el siglo XVII, Descartes se puso, como la mayoría de los sabios y por fortuna para las mujeres, del lado de los dos espermas, asegurando que la mezcla de ambos produce una fermentación de la que se origina el embrión, es decir, lo mismo que se venía diciendo desde tiempos de Hipócrates y Galeno.
Dado que la Medicina había tomado una orientación química, los naturalistas afirmaron que el semen masculino es ácido y que el semen femenino es alcalino y que la mezcla de los dos produce una sal química. Hoy conocemos acciones de los estrógenos, algunas de las cuales acidifican la vagina.
Fue precisamente un químico belga, Jan Baptiste van Helmont, el mismo cuyo nombre latinizado Helmoncio vimos al padre Feijoo rebatir en el capítulo IV, quien se atrevió a romper con la teoría humoral, la herencia griega que perduró durante toda la Edad Media y el Renacimiento y que, no obstante, se mantuvo hasta el siglo XIX, porque los médicos volvieron a dividirse en facciones y a discutir nuevos y antiguos principios.
Van Helmont propuso que la enfermedad existe por sí misma y que no depende exclusivamente de la constitución humoral de cada individuo, sino que cada una de las enfermedades tiene su agente específico que se introduce en el organismo vivo, humano o animal, desde el exterior. Una vez dentro, ese agente es capaz de producir cambios en la anatomía del cuerpo que son los síntomas sensibles de la enfermedad. Además, los cambios no tienen lugar debido al calor, como se venía creyendo hasta ahora, sino que se deben a fuerzas que están ocultas en los objetos naturales, fuerzas que son portadoras del mensaje de Dios, como espíritus o gases. Por ejemplo, la histeria se produce debido a uno de estos gases o espíritus que reacciona dentro del cuerpo a las influencias nocivas, cerrando los bronquios, lo que dificulta la respiración del enfermo. Recordemos el concepto erróneo que llamaba histeria a lo que hoy llamamos ataque o crisis de pánico o de ansiedad.
Los aciertos y errores de este científico se contaminaron en gran parte con sus tendencias a lo que entonces se consideró ocultismo, como la alquimia o el magnetismo animal. Hoy les llamamos respectivamente química e hipnosis y sabemos que nada tienen de ocultismo, pero a él le costaron la pérdida de su reputación como científico y, con ello, el olvido de su nueva teoría médica.
En todo caso, van Helmont realizó una gran aportación a la Medicina que fue abrir la puerta al diagnóstico de las enfermedades individuales. Por otro lado, propagó el error del esperma femenino, al afirmar que la hembra es la encargada de aportar la materia seminal y que el macho aporta el espíritu vital.
Si van Helmont se pronunció en contra de Galeno y la teoría humoral de las enfermedades, la invención del microscopio, que veremos a continuación, dio lugar al enfrentamiento con la teoría de la generación espontánea de Aristóteles.

LOS MISTERIOSOS ANIMÁLCULOS

Antonie van Leeuwenhoek, un comerciante holandés del siglo XVII, fue lo que los norteamericanos llaman un hombre que se hizo a sí mismo, a selfmade man. Sin tener estudios, llegó a asombrar a los miembros de las asociaciones científicas con sus hallazgos y consiguió enfrentar al mundo médico con el mismo Aristóteles. Sus dotes de observación, su curiosidad y su atrevimiento le llevaron a contemplar bacterias, protozoos, infusorios y otros seres unicelulares, por primera vez en la historia de la Medicina. Por falta de conocimientos para proseguir investigando, ni siquiera fue consciente de que había puesto la primera piedra para la teoría del contagio.
Unos años antes, un jesuita alemán llamado Athanasius Kircher que, como todos los sabios de entonces acumulaba talentos y conocimientos y fue filósofo, políglota y teólogo, había investigado sobre la peste y había publicado una obra titulada Physico-Medicum Contagiosae Luis, quae dicitur Pestis, en la que explicaba que la enfermedad es una podredumbre animada. La peste es, según este autor, una corrupción de los humores que engendra en la sangre gusanos microscópicos capaces de pasar de un cuerpo a otro. La teoría del contagio, como vemos, estaba ya esbozada pero partiendo de un error aristotélico: la generación espontánea.
Tampoco fue el sabio jesuita el primero en mencionar la existencia de seres invisibles al ojo humano relacionados con las enfermedades. En el siglo XI, Avicena mencionó en su Canon la existencia de cuerpos extraños que, en gran número, infectaban el cuerpo antes de que se declarase la enfermedad. Pero como entonces imperaba la teoría humoral, el médico persa no asoció la presencia de los cuerpos extraños con el mal. También en el siglo XIV, dos médicos andalusíes que citamos en el capítulo III, ibn Jatima en Almería e ibn al-Jatib en Granada, escribieron sobre seres contagiosos que infectaban el cuerpo humano. Fue durante la terrible epidemia de peste que asoló Europa en tiempos de Bocaccio.
Pero no hay que restarle méritos a Leeuwenhoek quien, como ya dijimos, sin estudios, sin conocer el latín, que era la lengua culta en la que entonces se comunicaban los científicos y los intelectuales, y sin base cultural, fue capaz de fabricar un microscopio rudimentario y simple, pero suficiente para observar cosas hasta entonces nunca vistas. En 1674 pudo ver, por ejemplo, glóbulos rojos en la oreja de un conejo.
Aquello debió animarle extraordinariamente y le decidió a seguir observando materia orgánica, empezando por la suya propia. Observando sus propias heces, encontró seres vivos, organismos unicelulares que más tarde se llamarían protozoos. Analizando una infusión de heno descubrió otros microorganismos que, por el medio en que fueron observados, recibieron el nombre de infusorios. En el sarro de sus dientes fue donde vio las bacterias ya en 1683.
Para él, todos aquellos seres eran animales pequeñísimos que solamente podían observarse a través del microscopio, como miniaturas. Los llamó animálculos.
Todos estos descubrimientos pusieron asimismo la primera piedra para rebatir la teoría aristotélica de la generación espontánea. La observación le permitió averiguar que las pulgas, los gorgojos y otros pequeños insectos no nacían espontáneamente en los granos de trigo y avena, merced al calor y a la humedad, como había afirmado Aristóteles, sino a partir de pequeñísimos huevos.
Pero ya dijimos que uno de los descubrimientos más importantes que trajo consigo la Revolución Científica del siglo XVII fue el valor del trabajo en equipo. Antonie van Leeuwenhoek no trabajó solo, sino en colaboración con un estudiante de la Universidad de Leiden llamado Johann Ham, a quien algunos autores han atribuido la observación de los primeros microorganismos. Lo mismo sucede con el siguiente hallazgo que vamos a describir. Cuando hay un trabajo en equipo, huelga el debate sobre quién consiguió antes uno u otro objetivo, pero, dado que el nombre de Leeuwenhoek se hizo más célebre que el de Ham, es posible que hayan surgido vindicaciones a favor del último. También parece que hubo disputa entre ellos y que probablemente llegaron a competir por la autoría de los hallazgos.
Este debate no nos interesa. El que nos interesa es el que se entabló a partir de un descubrimiento de suma importancia que realizó el equipo Leeuwenhoek-Ham, cuando observaron animálculos nadando en esperma humano. Habían descubierto los espermatozoides.

LA MINIATURA HUMANA

El microscopio fue un invento del siglo XVII, pero los sabios de la Revolución Científica no fueron los primeros en observar los objetos con lentes de aumento, que se conocían ya en la Antigüedad. En 1352, Tomás de Módena pintó un retrato del cardenal Hugo de Provenza y en él representó por primera vez unas gafas, que el prelado utilizaba para leer las Sagradas Escrituras.
La teoría del homúnculo obsesionó a muchos sabios de los siglos XVI al XVIII. Para unos, fue un hombrecillo creado por medios alquimistas a partir de semen humano. Para otros, fue un adulto en miniatura que ocupaba la cabeza del espermatozoide. La figura representa el homúnculo de Hartsoeker.
Sin embargo, el siglo XVII fue el de los grandes inventos. No en vano vivieron en él Galileo, Newton, Pascal, Leibniz y Malpighi, probablemente el microscopista más famoso de la historia.
Se ha atribuido a Leeuwenhoek la invención del microscopio, pero no es cierto. Lo que sí es cierto es que fue el primero en observar vida microscópica a través de los lentes que él mismo fabricó. Fue ciertamente un holandés quien diseñó, montó y construyó el primer microscopio: Zacharias Jansen, en 1595.
Los primeros microscopios utilizaron lentes imperfectas, aunque nuestro curioso comerciante holandés se esmeró en pulir al máximo las de los aparatos que fabricó. En realidad, empleó diferentes microscopios con distintas calidades a lo largo de su carrera como observador y descubridor, pero parece que nunca publicó el método que utilizó para mejorar sus lentes.
Para observar los objetos con uno de aquellos primeros microscopios de mano, era necesario colocarlo en posición vertical, muy pegado al ojo y contra la luz. Es probable que estas dificultades dieran lugar al siguiente debate que dividió a los médicos en dos nuevas facciones: los partidarios de la epigénesis frente a los partidarios de la preformación.
La epigénesis fue una teoría ya formulada por Aristóteles, según la cual, cada individuo se forma a partir de estructuras básicas que desarrolla durante su crecimiento y que le van diferenciando de los demás seres de su especie. Por el contrario, la preformación supone que el germen de un ser contiene ya al ser completo en miniatura o partes de ese ser completo que deben reunirse. Después, solo tiene que crecer para adquirir el tamaño normal.
Johann Ham, el estudiante de Leiden que colaboraba con Leeuwenhoek, estaba tratando a un paciente que padecía gonorrea y creyó interesante observar al microscopio una muestra de su semen, para averiguar algo sobre esa enfermedad. Entonces descubrieron aquellos animálculos que nadaban agitando una larga cola y supusieron que se trataba de cuerpos extraños que infectaban el esperma.
Para contrastar con una muestra sana, observaron sus propios espermas y, para su sorpresa, volvieron a encontrar los extraños seres que ondulaban su larga cola transparente. De semejante movimiento, Leeuwenhoek dedujo que la cola tendría nervios, músculos, tendones y articulaciones.
Cuando se difundió esta suposición, surgieron toda clase de interpretaciones, pero las de algunos estudiantes recordaron aquellas teorías esotéricas de Paracelso sobre los seres humanos en miniatura y comenzó a propagarse el rumor de que el microscopista había encontrado homúnculos en el interior del esperma.
Con este mal entendido se inició la corriente que devolvió a la actualidad científica y social el mito del homúnculo. Parece ser que hubo dos científicos que contribuyeron en gran manera a propagar la teoría. Uno fue Jan Swammerdam, un naturalista y biólogo holandés de la Universidad de Leiden que describió por primera vez los glóbulos rojos; le hemos visto en el capítulo II inyectando cera en un útero disecado. Y, otro, el que más difusión le dio, Nicolaas Hartsoeker, un físico holandés profesor en la Universidad de Düsseldorf, discípulo, por cierto de la escuela de Leeuwenhoek, que observó fluido seminal humano y animal con un microscopio dotado de una lente de mala resolución y después publicó lo que había visto, incluyendo un dibujo que se hizo famoso desde entonces y que se conoce como el homúnculo de Hartsoeker.
En su esquema, Hartsoeker dibujó una persona en miniatura dentro de la cabeza del espermatozoide y escribió que, si fuera posible ver con el ojo humano lo que se observa al microscopio, todo el mundo podría contemplar un hombrecillo de gran cabeza encogido en postura fetal.
Una vez que el dibujo se difundió, corrió como la pólvora el nuevo rumor que vino a sumarse al anterior. A los que decían que Leeuwenhoek había descubierto homúnculos en el semen del hombre, se añadió la certeza de que Hartsoeker los había visto con todo lujo de detalles. Incluso hubo quien observó a su vez el esperma en el microscopio y aseguró haber visto al hombrecillo completo con brazos y con piernas. También hubo quien lanzó la pintoresca teoría de que homúnculos y animálculos tenían diferentes hábitos según su especie. Por ejemplo, los contenidos en el esperma del cordero, avanzaban en apretado rebaño hacia el seno de la futura madre.
Así surgió la nueva doctrina que afirmaba que el organismo, tanto humano como animal, está previamente formado dentro de una célula germinal. Es decir, el espermatozoide del macho no contiene una simiente, sino un ser completo en miniatura que solamente tiene que desarrollarse dentro del útero de la hembra, para alcanzar el tamaño suficiente como para que la matriz lo expulse y salga a la luz.
La literatura se hizo pronto eco de semejante teoría y Goethe recreó el Golem en un homúnculo creado por el doctor Fausto con la receta de Paracelso. Incluso parece que el propio Arnau de Vilanova, tan racional, se había ufanado tiempo atrás en uno de sus textos de haber conseguido crear, utilizando medios químicos, un hombre dentro del alambique, pero que finalizó el experimento por temor religioso. Si aquel ser llegaba a nacer, Dios tendría quizá que darle un alma.
Así surgió la polémica entre los partidarios de la epigénesis, es decir, de la formación del ser vivo a partir de una estructura no especializada contenida en el germen, y los partidarios de la preformación, es decir, del homúnculo.
El argumento que refutó definitivamente esta última teoría resultó también muy curioso y pintoresco, porque fue como una vuelta atrás a los tiempos medievales en que todo se resolvía con la especulación, la religión y la filosofía. Merece la pena comentarlo, porque llegó nada menos que en el siglo XVIII. Hasta allí se prolongó la polémica del hombrecillo. Quienes pusieron en circulación el famoso argumento fueron Leibniz y un naturalista, matemático y cosmólogo francés llamado Georges Louis Leclerc, conde de Buffon. Veámoslo.
Si el esperma del hombre contiene un hombre en miniatura que se desarrolla dentro de la matriz y si ese hombrecillo en miniatura está completo, es evidente que contiene a su vez el germen de los futuros seres que engendrará cuando crezca, es decir, su propio esperma con sus propios homúnculos. Y esta secuencia tiene que haberse originado indefectiblemente en Adán y Eva.
Como entonces el mundo científico estaba dividido en partidarios del óvulo y partidarios del espermatozoide como elementos iniciales de la vida, para los unos Eva tendría en sus ovarios y, para los otros Adán tendría en sus espermatozoides los homúnculos de todos los individuos que habrían de nacer hasta el fin de los tiempos.
Cada uno de los homúnculos tendría, por tanto, sus homúnculos dentro y estos serían cada vez más pequeños, algo similar a las muñecas rusas llamadas Matrioscas, cada una de las cuales contiene a la siguiente. Dado que este autor fue también matemático, acompañó su argumento de los cálculos necesarios, llegando al siguiente resultado: en seis mil años, el germen tendría el tamaño de 10 elevado a -30.000 veces la estatura de un adulto, lo que arroja un 1 con treinta mil ceros delante. Con ello, Buffon redujo la teoría del homúnculo al absurdo (Pablo Capanna, La guerra de los homúnculos).
Este argumento venía a refutar la idea, aún más espectacular, del naturalista suizo Abbot Senebier, quien, en el prólogo del texto que recoge el experimento de Spallanzani que veremos más adelante, aseguró que Dios dejó de crear al sexto día y que todo cuanto existe quedó creado entonces, por lo cual, todo existe desde la Creación y todo vive y se ha desarrollado o ha de desarrollarse, pero no se crea nada nuevo. La Creación, según cálculos basados en la interpretación bíblica, había tenido lugar hacía seis mil años (Francisco González Crussí, Cómo somos).
Como era de esperar, no todos los partidarios del homúnculo aceptaron tales argumentos y la polémica se mantuvo hasta el siglo XIX, en que la teoría de la preformación fue descartada definitivamente y reemplazada por la contraria, la que conocemos como epigénesis. Esto no significa que los científicos se pusieran de acuerdo en todo. Precisamente en aquellos momentos se inició la nueva querella que dividió a los científicos en vitalistas y mecanicistas. Para los vitalistas, hay una fuerza vital que anima a los seres vivos y que los diferencia de los seres inanimados, por tanto, no es posible fermentar la levadura, por ejemplo, sin que intervenga levadura viva, una teoría que se derrumbó al descubrirse la acción de las enzimas. Los mecanicistas, por su parte, redujeron al ser vivo a una máquina física o química.

OVISTAS FRENTE A ESPERMISTAS

Otras muchas polémicas dividieron el mundo de la ciencia y agruparon a médicos y científicos bajo diferentes banderas, pero, en lo que ahora nos interesa, la querella del esperma femenino se mantuvo vigente, aunque los debates se centraron en nuevos e interesantísimos descubrimientos sobre el origen de la vida y el objeto a debatir pasó de llamarse esperma masculino frente a esperma femenino a llamarse espermatozoide frente a óvulo.
Al iniciarse el siglo XVII, las mujeres seguían teniendo testículos, más pequeños y de menor utilidad que los del hombre, pero, al fin y al cabo, testículos. Recordemos el manual mencionado en el capítulo V, según el cual las mujeres deberían guardarse de mostrar arrogancia al saber que también ellas tenían testículos.
Los esquemas de Leonardo da Vinci que muestran disecciones de úteros con feto arrojaron luz, ciertamente, sobre las dudas, pero ninguna sobre la función de los llamados testículos femeninos. Andrés Vesalio, al que vimos en el capítulo II demostrando ante Silvius los errores de Galeno, publicó en 1543 su célebre De fabrica humani corporis, ilustrada, por cierto, por Tiziano, en la que aparecen los testículos femeninos que segregan aquel semen aguado que descubrieron los médicos de la Escuela de Alejandría trece o catorce siglos atrás.

TODO PROCEDE DEL HUEVO

En busca de desvelar el enigma de la generación, los científicos del XVII empezaron por estudiar embriones de pollo y corzo, observándolos con lentes de aumento o microscopios rudimentarios. En 1651, William Harvey, un médico inglés que seguía los pasos de Descartes y Miguel Servet, estudió la formación de los embriones del pollo y trasladó sus hallazgos a los animales mamíferos, formulando su teoría de que todo animal procede del huevo, lo ponga o no. Y afirmó que era el semen del macho el que penetraba en el útero para producir allí un embrión.
Estuvo muy cerca de la verdad, pero no consiguió encontrar esperma del macho en el útero de las ciervas que estudiaba, aprovechando su posición de médico de Carlos I Estuardo, lo que le daba acceso al coto real de caza. Además, tampoco fue capaz de observar las primeras etapas de la formación del embrión porque estaba convencido de que el óvulo nacía en el útero. Por tanto, su teoría sufrió una importante laguna que él rellenó con una suposición: es el útero el que segrega los embriones y allí reciben el soplo seminal.
Como vemos, los métodos especulativos de la Edad Media se prolongaron muchos siglos después, aunque los recursos técnicos avanzaron lo suficiente como para comprobarlo todo de forma objetiva. El caso es que la teoría de Harvey no tuvo demasiada oposición y se mantuvo muchos años como cierta, hasta que el siguiente observador descubrió otra cosa muy distinta.
El siguiente fue otro holandés, Reignier de Graaf, quien descubrió lo que parecían unas pequeñas cámaras en el útero de una coneja. Entendió que aquellas pequeñas estructuras procedían de los "testículos" y no del útero. Y, como tenían que ver con el huevo, decidió cambiar el nombre de los testículos de la hembra y denominarlos con el nombre por el que hoy los conocemos: ovarios. En cuanto a las pequeñas estructuras que localizó, recibieron el nombre de "folículos de Graaf". En ellos es donde se producen las células humanas.
Aquello dio un vuelco a las teorías de la generación. Graaf formuló su teoría y la publicó sumada a los descubrimientos de Harvey: todos los animales, incluido el hombre, proceden de un huevo, pero no de un huevo que se forme en el útero por la cocción de las dos semillas, como hasta entonces se venía opinando, sino de un huevo que existe en el ovario de la mujer, incluso antes del coito.
Reignier de Graaf describió el óvulo y su recorrido desde el ovario al útero, al que viaja atraído por el olor del esperma, ese soplo seminal que en latín se llamó aura seminalis.
Esto sucedió en 1672, cinco años antes de que Leeuwenhoek y su ayudante Ham descubrieran, accidentalmente, por cierto, los espermatozoides. Cinco años en los que el hombre perdió su papel protagonista en la generación. El hallazgo de los espermatozoides se lo devolvió.

EL RESULTADO DEL COITO CONYUGAL

A pesar de su falta de estudios y titulación, Leeuwenhoek terminó por formar parte de la Royal Society de Londres, una de aquellas asociaciones científicas que se formaron para unir esfuerzos y conseguir resultados en equipo.
Fue Graaf quien le presentó, avalando su excelente disposición para observar y extraer conclusiones en un campo tan importante como el del origen de la vida, pese a su carencia de formación académica.
Y como todavía no se había extendido por el mundo la exigencia de titulación académica para recibir aceptación del mundo científico, no solamente le animaron a que escribiera sus comentarios a los miembros de la Royal Society interesados en tales experimentos, sino que terminaron por admitirle en ella como miembro.
Tras su descubrimiento de los espermatozoides, Leeuwenhoek publicó su hallazgo y escribió a William Bounker, de la Royal Society, acompañando el texto con dibujos realizados por él mismo. Como no sabía inglés, escribió con frecuencia en holandés, lo que precisó de los servicios de un traductor. Pero en aquella ocasión, Leeuwenhoek consiguió con ayuda escribir en latín el texto que acompañaba las ilustraciones que representaron dos espermatozoides humanos y cuatro de perro. Se publicaron en noviembre de 1678.
En ninguno de los dibujos, por cierto, aparece la forma humana que dio pie a la teoría del homúnculo, algo que él declaró reiterada y airadamente no creer en absoluto. Lo que sí detalló fue su apreciación del número de animálculos con cola transparente que contenía el equivalente de su propio semen con un grano de arena: veintisiete millones.
Un año después, el intrépido observador escribió a otro miembro de la asociación londinense, Nehemias Grew, con un dibujo que representaba los animálculos observados en las huevas de un bacalao. A ese dibujo siguió otro con animálculos similares nadando en el útero de una coneja. Su comentario a este último hallazgo fue que era lo que naturalmente se produce como resultado del coito conyugal.

OTRO NOMBRE PARA LA VIEJA QUERELLA

Cien años después de la invención del microscopio, el mundo científico se había dividido en dos bandos que mantuvieron una nueva polémica durante todo un siglo.
Para los unos, el óvulo es el elemento de la generación. El espermatozoide se limita a excitarlo. Para los otros, por el contrario, el elemento importante es el espermatozoide. El óvulo se limita a nutrirlo.
En el fondo de la polémica estaba, como vemos, la vieja querella del esperma femenino, pero ahora adaptada a los nuevos tiempos y a los nuevos instrumentos científicos. Los ovistas u ovulistas concedieron a la mujer todo el honor de la generación, lo cual relegó al hombre a un papel secundario. Los espermistas, por el contrario, dieron al hombre todo el protagonismo. Habría que esperar al siglo XIX para averiguar que tanto los óvulos como los espermatozoides son indispensables para la generación.
Leeuwenhoek no participó en la polémica que dividió a los científicos en dos bandos enfrentados: ovulistas (ovistas según otros) frente a espermistas. De nuevo, la concesión de importancia a uno u otro sexo fue determinante a la hora de decidir de cuál de los dos depende la formación del nuevo ser.
Los ovistas, con Reignier de Graaf en cabeza, proponían que el huevo contiene ya un ser humano diminuto completo y que el semen se limita a estimular su crecimiento. Por tanto, todas las características del embrión proceden de la madre, que es quien aporta los huevos.
Los espermistas, encabezados por Leibniz y Boerhave, proponían que la madre únicamente incuba el homúnculo y que todas las características proceden del padre. No les parecía de recibo otorgar a las mujeres el papel preponderante en la generación.
Para Leeuwenhoek, según una carta que dirigió a Leibniz, existen varias clases de espermatozoides, machos y hembras, que se diferencian en su tamaño y en su movilidad. Especuló con la inseminación artificial, poniendo un huevo fertilizado en el útero de otra hembra, para comprobar si era posible obtener resultados como los mulos, nacidos de caballo y burra.
Pero quien realmente llevó a cabo con éxito estos experimentos fue Lazzaro Spallanzani, el llamado biólogo de biólogos, que estudió el origen de la vida en las universidades italianas del siglo XVIII. Lo hemos citado anteriormente a propósito de la polémica del homúnculo de Adán y Eva. Tras numerosos trabajos con ranas, demostró que la única manera de formar un embrión es contar con el mismo número de óvulos que de espermatozoides. Llegó incluso a realizar un experimento de inseminación artificial con una perra, de la que nacieron tres cachorros.
En 1785, el cirujano escocés John Hunter realizó el primer intento de inseminación artificial con seres humanos y logró el nacimiento de un niño sano. El padre, un rico comerciante de tejidos, se prestó al experimento, consistente en recoger su semen con una jeringa caliente e inyectarlo directamente en la vagina de la esposa.
Los científicos siguieron discutiendo, pues, durante otros cien años. Unos apostaron por el mayor protagonismo del hombre y otros, por el de la mujer. Hubo que esperar al siglo XIX para comprobar que ambos sexos participan por igual. En 1854 se observó por primera vez la fusión del óvulo con el espermatozoide. Hasta entonces, se sucedieron los debates y las especulaciones, algunas de las cuales resultaron también bastante pintorescas.
Por ejemplo, el fisiólogo suizo Albrecht von Haller describió, ya a finales del siglo XVIII, la fetidez del semen, cuyo olor nauseabundo era el causante de las nauseas de la mujer encinta. Procedía, por cierto, de partículas fétidas que estaban encargadas de conferir al macho su fuerza y su vigor.
Este autor se planteó, además, la utilidad de la larga cola ondulante de los espermatozoides. Como aún no se conocía su función de competir por alcanzar a fecundar el óvulo lo antes posible, aseguró que servían para batir el licor seminal y evitar que espesara en exceso.
En la misma época, Buffon, el naturalista que vimos anteriormente refutando la teoría del homúnculo, quitaba importancia al flagelo de los espermatozoides e invertía su tiempo en tratar de localizar el esperma femenino. Partió de una premisa antigua: si el semen masculino sale del testículo, el femenino ha de salir forzosamente del ovario. Solo era preciso observar los espermatozoides en el semen de la mujer.
Pero su intento de experimentación tropezó con el mismo inconveniente con el que habían tropezado muchos de los estudiosos que hemos visto de épocas anteriores, el pudor. Una cosa era examinar el semen propio o ajeno, pero masculino, y otra, muy distinta, atreverse con el femenino.
Buffon no se atrevió a examinar al microscopio el humor segregado por la mujer porque, según sus propias palabras, "hay experimentos que no están permitidos ni siquiera a los filósofos".
Por tanto, recurrió, como los antiguos, a examinar animales. Observó el humor vaginal de una perra y aseguró haber visto en él cuerpos similares a los espermatozoides. Pronto se le unieron otros estudiosos como John Needham, un bioquímico británico, y Louis Daubenton, médico y naturalista francés, amigo de la infancia de Buffon. Todos afirmaron, unánimemente, haber observado espermatozoides en el humor vaginal de una hembra animal.

EL ARTE DE PECAR CON REFINAMIENTO

La polémica científica terminó cuando se descubrió que el llamado semen de la mujer carecía en absoluto de espermatozoides y que su composición nada tenía que ver con la del esperma masculino.
Entonces se hizo patente que el orgasmo de la mujer no tenía incidencia alguna en la generación. No era imprescindible. Para algunos, incluso se convirtió en pecaminoso, como todo acto placentero que no se relacionase directamente con la procreación y como ya comentamos que sucedió en algunas épocas de la Edad Media.
Esto tuvo dos aspectos. Por un lado, si no era necesario que la mujer experimentara placer, el hombre se libraba de su obligación y, por tanto, de su aprendizaje. Se acabaron los textos y tratados que mostraban a los maridos los numerosos caminos que llevan a la mujer al orgasmo. Se dejó de hablar, al menos oficialmente, de la satisfacción sexual de la mujer. Recordemos que todavía en los años sesenta y setenta del siglo XX, las mujeres luchaban por reconquistar su derecho al orgasmo y surgían movimientos encaminados a recordar a los varones que el sexo es cosa de dos, a concienciarles y a enseñarles las técnicas necesarias para proporcionar placer a las mujeres.
Por otro lado, es indudable que muchas mujeres continuaron experimentando placer sexual durante el coito, con o sin la voluntad del marido y del confesor. Como ya hemos dicho, el clítoris nada tiene que ver con la procreación ni con ninguna otra función del organismo, su única misión es el placer sexual y la biología nunca entendió de pecados ni prohibiciones.
En cuanto a aquel ingenioso invento de Alberto Magno de "la mano que cura", que liberó en su día a las vírgenes (monjas o seglares) de la culpa y autorizó la masturbación femenina para eliminar esperma corrompido, una vez se averiguó que los llamados síntomas histéricos no tenían la base fisiológica del semen no eliminado, sino la base psicológica que describieron Charcot y Freud, también pasó a formar parte de la nómina de pecados sexuales.

El siglo XIX trajo un movimiento represor y puritano que demonizó el placer sexual incluso dentro del matrimonio, llamando a los esposos a la castidad y relegando el orgasmo al ámbito de la prostitución. El modelo imposible que presentó la Iglesia fue el del matrimonio antinatural de María y José.
La Iglesia no llegó a establecer un dogma a propósito de la sexualidad femenina, es decir, ningún Papa se ha pronunciado ex-cathedra en contra del orgasmo de la mujer, cuando se produce durante el coito y con la finalidad de procrear. Sin embargo, durante el siglo XIX hubo movimientos represores puritanos que determinaron la pecaminosidad de cualquier asomo de placer sexual para la mujer honesta. El orgasmo quedó relegado al mundo de las cortesanas.
Surgieron encíclicas papales que recordaron a los matrimonios cristianos su obligación de mantenerse al margen de las nuevas corrientes modernistas y de hacer oídos sordos a las voces de los expertos en sexualidad, una nueva plaga impulsada por el Maligno que, con el pretexto de enseñarles el camino hacia el matrimonio perfecto, lo único que hacían era mostrarles el arte de pecar con refinamiento, algo diametralmente opuesto al Magisterio de la Iglesia que propugnaba la virtud de vivir castamente.
Si echamos un vistazo a la encíclica Arcanum Divinae Sapientiae, que el papa León XIII publicó el 10 de febrero de 1880 o a la encíclica Casti Connubi que publicó Pío XI el 31 de diciembre de 1930, encontramos discursos similares que alaban la llamada dignidad del matrimonio y arremeten contra los perniciosos errores y las depravadas costumbres que cundían entonces entre los fieles, propagadas por los naturalistas y que profanaban el matrimonio, negando que fuera algo sagrado y arrojándolo al montón de la podredumbre humana, despojado de la santidad que le confiere el hecho de ser un sacramento.
Mientras la Iglesia se esforzaba por mantener a los católicos bajo su potestad para librarlos de la tiranía de las pasiones, filósofos y escritores denunciaban el intrusismo del confesor en el lecho matrimonial, espiando actitudes, controlando actos y pensamientos y dirigiendo en la sombra la sexualidad de solteros y casados [31] . La justificación religiosa fue la necesidad de regir la sexualidad para evitar que los hombres se conviertan en animales, olvidando que los animales practican el coito exclusivamente en periodos fértiles, pues las hembras rechazan la cópula fuera de la época de "celo".
La culpa sexual siempre permitió a la Iglesia dominar al mundo cristiano, porque pone en la misma mano, la del sacerdote, la capacidad de condenar y la de perdonar. Por eso, en un intento por aferrar con mayor fuerza las riendas de la intimidad humana, la Congregación del Santo Oficio publicó en mayo de 1943 un texto titulado Preguntas que pueden emplearse en la confesión para obtener la integridad necesaria, cuyo epígrafe VI y IX Mandamiento: Pensamientos, palabras, obras malas, se inicia con la pregunta "¿Ha pecado contra la castidad?" Las preguntas que este texto permitía a los confesores plantear sonrojaron e incluso indignaron a muchas penitentes y causaron no pocos conflictos en el seno de los matrimonios.
La Iglesia, por tanto, retomó las doctrinas de todos aquellos santos medievales que, obsesionados por la sexualidad que pretendían reprimir, propugnaron ideas tan disparatadas como despojar al acto conyugal de erotismo, suspiraron por aquel estado imposible de la maternidad virginal y plantearon un nuevo modelo antinatural de matrimonio casto, como el de María y José.

Pío XII "permitió" a los esposos gozar del matrimonio, dentro siempre de las enseñanzas de la Iglesia. De algún modo, fue una nueva vía libre al derecho de la mujer al orgasmo. Bien entendido, la mujer casada y con ánimo de procrear.
Voces como la de la teóloga feminista Christine Gudorf, de la Universidad de Columbia, recordaron al mundo cristiano que si Dios hubiera querido que la mujer no experimentara placer sexual, no la habría dotado del clítoris, ese órgano cuya única función es proporcionárselo. Y, además, si el Creador hubiese pretendido que el coito humano se redujera a la fecundación, no hubiera independizado el deseo sexual de los ciclos reproductores, como sucede en las hembras animales, ni hubiera extendido el deseo de la mujer a todas las épocas del año.
El único que pareció escuchar, aunque a medias, las protestas del rebaño fue el papa Pío XII, quien, en su discurso del 29 de octubre de 1951, recordó que el Creador estableció que la función reproductora fuera acompañada de placer y de satisfacción del cuerpo y del espíritu y señaló que, por tanto, los esposos no hacen nada malo procurando ese placer y gozando de él, aunque deben mantenerse en los límites de una justa generación.
El Catecismo, editado ya en tiempos de Juan Pablo II, puntualiza que la única vía de penetración moralmente honesta, pura y santa es la vía vaginal que culmina en el orgasmo y la eyaculación dentro de esa vía, que puede dar origen a una nueva vida o no darlo, si no se dan las condiciones de fertilidad necesarias.
Algo es algo. En la Edad Media se había llegado a prohibir el coito entre matrimonios estériles o ancianos incapacitados para la procreación.