FANTASÍA SOBRE GOETHE

(1948)

El niño que el 28 de agosto de 1749, cuando el reloj daba las doce del mediodía en una casa burguesa de Frankfurt, nació con grandes dificultades de una madre de dieciocho años, estaba negro y parecía muerto. Parecía no ver la luz, parecía no querer emprender el camino de una vida que luego sería tan larga y tan desbordante, tan frondosa, tan venturosamente laboriosa, tan colmada humanamente, tan ejemplar, sino estar destinado a regresar del vientre materno inmediatamente a la tierra. Pasó mucho tiempo hasta que la abuela desde detrás de la cama pudo gritar a la anhelante parturienta: «¡Elizabeth, el niño vive!». Fue un grito de mujer a mujer, una noticia doméstica, alegre y animal, nada más. Y sin embargo podía haber estado destinado al mundo, a la humanidad, y aún posee hoy, tras dos siglos, su contenido entero de alborozo, y lo conservará a través de los venideros: mientras haya vida y amor en esta tierra, mientras la vida siga amándose a sí misma, no se aburra de sus dulces penas, no se aparte hastiada de sí misma, este grito femenino, que sin saberlo era una gran anunciación, perdurará y resonará: «¡Él vive!».

Al niño que aquel día fue extraído del oscuro vientre con tanta dificultad, casi asfixiado, le estaba reservada una vida prodigiosa, estaba destinado a llevar con poderoso aguante una vida verdaderamente canónica, a desplegar inmensas fuerzas de desarrollo y de renovación, a alcanzar por completo la medida humana y lograr una majestuosidad de la existencia ante la cual se inclinaron reyes y pueblos, y cuyo origen natural él mismo convirtió, no sin solemnidad, en objeto de su estudio. Ochenta y tres años después de aquella hora de mediodía veraniega de su nacimiento –entretanto habían pasado y asaltado su espíritu verdaderas masas de historia: la guerra de los Siete Años, la guerra de Independencia americana, la Revolución francesa, el ascenso y la caída de Napoleón, la disolución del Sacro Imperio Romano, el cambio de siglo con sus transformaciones fisionómicas y atmosféricas a escala mundial, el comienzo de la época burguesa, la época de las máquinas, la Revolución de Julio–, el anciano superviviente, con el pelo blanco como la nieve y rígido, en torno a las pupilas curiosos anillos de vejez que dan a sus ojos marrones, algo juntos, un aire de pájaro, –se halla delante de su pupitre en su habitación de trabajo intencionadamente austera en Weimar, en la casa que se ha convertido ya hace tiempo en lugar de peregrinación del ansia humana de veneración, y escribe su última carta, escribe con ensoñación esclerótica y lúcida reflexión a un viejo amigo, el lingüista y hombre de estado Wilhelm von Humboldt en Berlín:

 

…El mejor genio es aquel que absorbe todo, el que sabe asimilar todo, sin que eso afecte en lo más mínimo a lo fundamental, a eso que llaman carácter, sino que más bien lo eleva y lo vigoriza en lo posible… Los órganos del ser humano a través de la práctica, la experiencia, la reflexión, el fracaso, el favorecimiento y la resistencia, y siempre de nuevo la reflexión unen, sin conciencia de ello, en libre asociación, lo adquirido con lo innato, de manera que produce una síntesis que admira al mundo.

Su fiel amigo J. W. v. Goethe.

 

¡Magnífico candor, candorosa grandeza de la autoobservación! Tiene algo de infantil y de demoniaco, algo encantador y al mismo tiempo estremecedor. Diecisiete años antes, Goethe se halla inmerso en una pasión amorosa tardía, poéticamente a propósito, en todo caso poéticamente fructífera, hacia una mujer muy joven, recién casada, Marianne von Willemer, la Suleika del Diván occidental-oriental –pero no es, en absoluto, su última pasión, ésta le avasalla increíblemente a los setenta y cuatro años, cuando Su Excelencia, el ministro de estado de más rango del Gran Ducado de Sachsen-Weimar, se convierte en Marienbad, una vez más, en seductor y Seladón, flirtea y ama, coquetea y hace carantoñas y se empeña en casarse con una muchacha en flor de diecisiete años, empeño inútil ya que los familiares de ella se cierran en banda contra el proyecto y también la pequeña prefiere no casarse, sin por ello llegar a desposarse jamás con otro–, con sesenta y seis años, pues, enamorado como un adolescente y amado arrebatadamente, a su vez, bajo la mirada del marido complaciente, da una descripción de su vida en un poema que conmueve y sacude como esa frase sobre el mundo admirado. Goethe versifica así:

 

Sólo este corazón es duradero,

se expande en juvenil floración,

bajo la nieve y los escalofríos de la niebla

te brota enfurecido un Etna.

 

Haces ruborizar como la aurora

la grave roca de aquellas cumbres,

y una vez más Hatem siente

el aliento primaveral y el fuego del verano.

 

El Etna enfurecido es una exageración poética. Así como le conozco, su corazón jamás latió volcánicamente por una mujer; estaba en contra de lo volcánico en general, también científicamente. Pero: «la grave roca de aquellas cumbres» –¡qué vigor, que no es en absoluto jactancioso, sino serena y verídica superioridad del autoentendimiento! Decir de uno mismo, poder decir de uno mismo: soy como un macizo montañoso de altas cumbres, imponente, inasequible y esquivo en su escarpada gravedad, pero tiernamente iluminado por una dulzura que no teme la grandeza hosca sino que la besa la primera, la esclarece y ruboriza –¡la aurora!

Al lector no alemán hay que aclararle lo siguiente. La estructura del poema exige una rima a la palabra Morgenröthe3 en el séptimo verso, sin embargo el nombre oriental Hatem con el que se intenta confundir al oído interno no es tal, la rima traviesamente escamoteada que el oído, divertido y asustado al mismo tiempo, espontáneamente crea y debe crear, es el verdadero nombre, es Goethe, –este curioso nombre de familia, que después de que lo llevaran muchos débiles e indiferentes, se convirtió gracias a ese uno, tardío, gracias a una capacidad incomparable para unir lo adquirido con lo innato, en un paladio de la humanidad, en el nombre de mundos enteros del arte, la sabiduría, la enseñanza, la cultura, y que, después de la evolución semántica que hizo, recuerda al nombre de César–, este nombre en el que el elemento nórdico-gótico (pues de Gothe proviene, sin duda), lo bárbaro, está clarificado por la modificación aflautada de la vocal radical hacia el ámbito de las musas, y cuyo propietario hace rimar con profundo sentimiento con lo más radiante que el mundo de los sentidos puede ofrecer: la aurora.

Tenemos ahí una especie de grandioso narcisismo, una autosatisfacción, demasiado seria y esforzada hasta el final por la perfección, la potenciación y la aceptación de lo dado, para que se pudiera utilizar para definirla una palabra de tan pequeño sentido como «vanidad» –un gran placer en el propio yo y en su crecimiento al que debemos Poesía y verdad. Sobre mi vida, la mejor autobiografía del mundo, y en todo caso la más encantadora, una novela contada por el narrador, que nos relata en un tono amable indescriptible cómo se forma un genio, cómo la suerte y el mérito se concatenan indisolublemente según casual decisión de la gracia, cómo se despliega una personalidad bajo el sol de un favor superior… ¡Personalidad! Goethe la definió como «la mayor ventura de los hijos de la tierra», pero lo que realmente es, lo que significa realmente, cuál es su secreto –pues secreto hay–, eso tampoco lo dijo y lo explicó, como tampoco, a pesar de todo su amor hacia la palabra justa, que expresa exactamente la vida, opinaba que todo había de ser dicho y explicado. Es seguro que con esta palabra, este fenómeno «personalidad», abandonamos la esfera de lo simplemente espiritual, racional, analizable y entramos en la esfera de lo natural, elemental y demoniaco que «admira al mundo» pero no es asequible a mayores elucidaciones.

El citado Wilhelm von Humboldt, un hombre extremadamente sagaz, declaró pocos días después de morir Goethe que lo extraño era que este hombre sin proponérselo, inconscientemente, hubiera ejercido con su simple existencia una influencia tan enorme. «Que está separada de su quehacer espiritual como pensador y escritor –escribió–, y se debe a su personalidad monumental y única.» –Ahí vemos que esa palabra es un simple recurso lingüístico para algo inaccesible al lenguaje, para una irradiación cuyas causas no hay que buscarlas en lo espiritual sino en lo vital: ha de ser el efecto tremendamente llamativo, tremendamente atractivo de una vitalidad especial, intensa y poderosa, pero no tosca, no simple, mezclada peculiarmente de fuerza y debilidad, cuyo surgimiento es un secreto de laboratorio de la naturaleza que trabaja en la oscuridad.

Una obra genética se desarrolla a través de los siglos de la vida alemana, casual, inadvertida, corriente, con la que la Madre original no perseguía seguramente un objetivo determinado, pero que efectivamente sí tiene uno: el hombre único. Éste dejará decir en su Ifigenia:

 

–pues una casa no engendra al instante

al semidiós, tampoco al monstruo;

una serie de malos y buenos

produce por fin el espanto, produce la alegría

del mundo.

 

El semidiós y el monstruo, es decir: el hombre inhumano, –para Goethe van unidos, él toma lo uno por lo otro, y sabe que es ineludible cierto espanto en la alegría, el monstruo en el semidiós. En prosa tersa dice: «Cuando las familias se mantienen mucho tiempo sucede que antes de que se extingan aparece un individuo que reúne en su persona las cualidades de todos sus antepasados, y reúne y expresa por completo todas las capacidades hasta ahora dispersas e insinuadas». –Es una formulación clara y didáctica, para mejor ilustración de los humanos, es ciencia de la naturaleza prudentemente deducida excluye al hombre del propio ser misterioso. ¿Pero cómo sucedió realmente? ¿Cómo se produjo la mezcla? Muy en secreto, sencillamente. Las familias se cruzan y se casan, los artesanos, las generaciones de herreros y carniceros, y el oficial venido de la región vecina toma por mujer, según la costumbre, a la hija del maestro, la chica del lacayo y del guardabosque condal copula con el agrimensor jurado o el funcionario letrado –un quodlibet de vida inofensiva, que se mece sobre la muerte y el nacimiento, que parece poca cosa o ya empieza a tener aspecto de propiedad y cultura, de distinción y patriciado urbanos, de dignidad de alcalde –precisamente como los Lindheimer se emparentaron con los Textor, una familia proveniente de Alemania meridional y afincada en Frankfurt, y como éstos se emparentaron con los Goethe, que tenían su origen más al norte en la zona situada entre la Selva de Turingia y el Harz.

Creo que la sangre de los Lindheimer, procedentes de muy cerca del limes , donde la sangre romana y la de los bárbaros confluía desde tiempos inmemoriales, fue el mejor elemento, el más sano y el más radiantemente decisivo en el carácter del gran escritor: la herencia de la madre de su madre, una Lindheimer casada con un Textor, una mujer natural, fuerte y sencilla, morena y activa. De ella tenía Goethe, a juzgar por los retratos, la frente, la forma de la cabeza y la boca, los ojos de italiano, el color de piel mediterráneo, de este lado provenía sin duda la exigencia de forma y claridad, el ingenio, la ironía y la gracia, también la extraña, a menudo críticamente disgustada, a menudo furiosa, distancia hacia lo alemán; por otro lado, este aspecto alemán era muy fuerte en él, en forma de espíritu popular, rústico y mítico, de patrimonio heredado de Hans Sachs y Lutero, de modo que puede decirse que nunca el enjuiciamiento distanciado y soberano de lo alemán nació de un alma tan alemana, que nunca hubo una actitud contra los bárbaros más alemana…

Por lo demás, la combinación de familias que estaba destinada a producir el fenómeno, el semidiós, no parecía muy prometedora. Su abuelo por parte paterna, el maestro sastre Friedrich Georg Goethe, no andaba muy bien de la cabeza en la vejez. De dos matrimonios tuvo once hijos, que murieron casi todos en edad tierna. De los tres que le sobrevivieron el mayor era a todas luces enfermo mental y murió a los cuarenta y tres años trastornado. El padre del escritor, Johann Kaspar, era el décimo de los once hijos, un vástago tardío de padres entrados en años. Se le notaba. Jurista y «Consejero imperial», por su título comprado, era un hombre extraño, resentido e intratable, solitario y moroso, poco activo profesionalmente, coleccionista empedernido, un pedante pesado, un hipocondríaco obcecado a quien cada corriente de aire estorbaba el orden trabajosamente creado. Con él se casó a los diecisiete años, con la mitad de años que él tenía, Elizabeth, la hija vivaz del alcalde y de la Lindheimer –no precisamente para su dicha, pues pasó sus mejores años como diaconisa de un tirano decrépito. Su progenitor, Johann Wolfgang Textor, debió de ser también una «naturaleza alegre» como Goethe definía a su madre, al menos en su juventud –quiere decir que fue un vividor y un temerario mujeriego, sorprendido alguna vez deshonrosamente por el enfurecido marido, al mismo tiempo era –insólita mezcla– un vidente, que poseía el don de la profecía, y en la vejez (cumplió casi ochenta años) se volvió tanto más serio, lacónico y comedido cuánto más desenfrenado había sido en su juventud. Sus últimos años los pasó con debilidad senil en una silla de inválido.

Elizabeth, la Consejera Goethe, tuvo seis partos, de ellos cuatro sólo para la muerte. Estos hermanos pasaban a los pocos días de nuevo a la oscuridad, y únicamente una hermana sobrevivió junto con Wolfgang los primeros días: Cornelia, una criatura desdichada y áspera, que sufría de una enfermedad neurótica de la piel, tristemente extraña sobre la tierra, frígida, poco femenina, y que según su hermano estaba dotada más para ser abadesa que para el matrimonio, estado que probó, sin embargo, para morir de mala manera en el odiado parto. Goethe vivió, él solo, y vivió por seis, podría decirse, aunque no siempre dispuso de las energías vitales que habían faltado a los otros y que él había atraído hacia sí con avaricia metafísica.

Uno de sus nietos, que no eran más que sombras de seres humanos, solía decir con melancólica autoironía: «Qué quiere usted, mi abuelo era un gigante y yo soy un enano». Pero el gigante era delicado de salud. Por su poderosa vida parece que pasa durante décadas una tuberculosis latente, pues siendo estudiante en Leipzig, donde se excedió y expuso su salud una vez por locura y otra por tristeza abismal, sufrió una hemorragia y tuvo que regresar como joven acabado (y, por cierto, sin éxito académico alguno) a la casa paterna profundamente decepcionada –y al anciano de ochenta y un años le sobreviene nuevamente una hemorragia después de la muerte de su desdichado hijo: aunque parezca increíble, el anciano pierde entonces cinco libras de sangre, incluida la sangría que se juzgó oportuno aplicar –y se recuperó de ello, para llevar a cabo el cuarto acto de Fausto que aún faltaba, sustituyendo en disciplinado trabajo con «tesón y carácter» lo que la «naturaleza espontáneamente activa» ya no podía dar.

El joven restablecido de su prolongada enfermedad, que le llevó varias veces al borde de la tumba –el joven Goethe de veinte-veintitrés años en Estrasburgo, donde siguió estudiando con numerosos desvíos de la carrera jurídica, en parte fantásticos y dedicados a las ciencias ocultas, en parte poéticos y artísticos, luego en Wetzlar, a orillas del Lahn, donde hizo prácticas como «licenciado» (o también «doctor») en derecho en la Cámara Imperial (aunque en realidad no hizo otra cosa que amar, sufrir, soñar, holgazanear y permitirse crecer interiormente)–, este potrillo pura sangre que coceaba constantemente, este genio en ciernes debía de causar una impresión que, en parte, invitaba a la risa irritada, en parte, fascinaba y despertaba el amor en viejos y jóvenes, grandes y pequeños: una impresión irritada por cien extravagancias en el vestido y las maneras, por la insoportable «presunción» y la inmadurez salvaje, una impresión fascinada por el fulgor juvenil, el talento deslumbrante y una carga vital electrizante, casi físicamente perceptible, también por el indescriptible candor y la bondad del corazón de un buen chico un poco consentido por sí mismo y los demás, pero lleno de la mejor y más pura voluntad.

Entonces era muy apuesto, un amigo de los niños y del pueblo, es decir de la naturaleza, al mismo tiempo era «extremadamente ligero y parecido a los gorriones», según la caracterización de Herder, «un joven lord alegre que levanta polvo como un gallo» –eso cuando no estaba sumergido en la más profunda melancolía amorosa, en el más desaforado dolor por el mundo e intentaba hundirse un cuchillo en la región del corazón, un poco más hondo cada día. «No sé lo que tendré de atrayente para los seres humanos», escribe, «hay tantos que me quieren.» Este atractivo, en cualquier caso, debió de estar a su máxima altura cuando el ya famoso autor de Götz von Berlichingen, de Werther, y de unos fragmentos increíblemente frescos y deslumbrantes de una obra sobre Fausto, hizo su entrada en Weimar como favorito del joven duque –en principio para una visita pasajera, en realidad para pasar allí toda su vida. Wieland, preceptor del príncipe en aquella corte y un hombre de ya cuarenta y dos años, es el portavoz del entusiasmo general cuando escribe poco después de la llegada del invitado de Frankfurt: «Desde esta mañana mi alma está tan llena de Goethe como una gota de rocío del sol de la mañana». «Con un par de ojos negros», versifica,

 

Ojos embrujadores llenos de miradas divinas,

poderosos por igual para matar y para embelesar.

¡Así apareció entre nosotros, magnífico y excelso,

un verdadero dios de los ingenios!

 

¡De este modo jamás se nos presentó

en este mundo de Dios un hijo de hombre,

que reúna así toda la bondad y todo el poder

de la humanidad en sí!

¡Que intocado por su peso

abarque tan poderoso toda la naturaleza,

penetre tan a fondo en todo ser

y, sin embargo, viva tan intensamente en la totalidad!

¡Este sí que es un mago!

¿Qué no hace con nuestras almas?

¿Quién puede angustiar y atormentar tan amorosamente?

¿Quién despertar en la más honda profundidad de las almas

con tan encantadora vehemencia

sentimientos que sin él

dormirían en la oscuridad, a nosotros mismos escondidos?

 

Imagínese por esta efusión vehemente el magnetismo vital, la fuerza de vida ardiendo en espíritu, que debía de irradiar este hombre cuando ya había dejado atrás la fase del potrillo y del gorrión, intuía ya la profunda y pesada responsabilidad de su misión en la tierra y empleaba su locura juvenil nada más que para acompañar al joven soberano, que le amaba, mientras subrepticiamente intentaba –con éxito– conducirle hacia la sensatez, la diligencia y la bondad.

El traslado a Weimar, la entrada en el servicio del estado o, más bien, directamente en el gobierno de un pequeño estado fue, visto desde fuera, pura casualidad –una casualidad, sin embargo, que obedecía a un plan de vida interior, a la disposición de lo que Goethe llamaba el «guía supremo». Porque jamás la vida y la obra de un escritor estuvieron tan íntimamente entrelazadas, tan inseparablemente condicionadas la una por la otra, de tal manera que la obra era toda experiencia, declaración y confesión lírica, y la vida servía a la obra que, en cierto modo, estaba preformada y predeterminada aunque dependiente de ciertas vicisitudes de la vida. Cuando a mediados de los años setenta del siglo XVIII Goethe conoció a través de dos aristócratas viajeros que le admiraban, los condes Stolberg de Karlsruhe, al príncipe heredero Carl August, el escritor estaba prometido a Lili Schönemann, una rica y bella muchacha de la burguesía de Frankfurt, prometido por amor o por enamoramiento, era un novio feliz, profundamente desdichado en su alma por la tontería, adversa a su obra, que estaba a punto de cometer, misteriosamente atormentado por remordimientos de conciencia ante la consolidación burguesa que se le avecinaba y la pacificación matrimonial de su vida. Esta conciencia le impulsaba, como en anteriores ocasiones, a la huida, y el viaje a Suiza en el que se unió a aquellos jóvenes aristócratas entusiastas fue una huida. «¡Tengo que escapar al mundo libre!», clamaba en él y clamaba él sobre el papel. Pero quien clamaba con él o incluso a través de él era la persona de su obra preferida y obra de su vida, que se hallaba en la fase del extremadamente inmaduro encanto juvenil pero estaba destinada a poderosa madurez y poderoso crecimiento, la persona que en esta llamada le convertía a él mismo en «persona»: era Fausto que quería ser conducido a la vida activa, al gran mundo, Fausto que entre otras cosas también había de ser introducido en una corte ducal. Y Goethe llegó a una corte ducal.

Carl August de Sajonia-Weimar, dice el biógrafo, se enamoró por partida doble en aquel viaje: de la bella princesa Luise de Hessen-Darmstadt y del Dr. Goethe. Cuando le volvió a ver, en Frankfurt, un poco más tarde, ya era soberano en funciones y se acababa de casar. Los condujo a ambos a su corte, a la amada y al favorito –con el que se dedicó en su pequeña capital y los pueblos, cotos de caza y palacetes de recreo circundantes a pasarlo infinita, soberana y descaradamente bien, amontonando al mismo tiempo sobre él toda su confianza, todos los honores y toda la autoridad, que según sus dignos y muy experimentados consejeros no correspondían en absoluto a un supuesto genio original totalmente inexperto y poco probado como este recién llegado abogado y poeta de Frankfurt.

Afortunadamente ésta no era la opinión de Carl August. «Comprenderéis», escribió a su resentido primer ministro, un tal Von Fritsch, que amenazaba con dimitir de su cargo, «que un hombre como éste no resistiría el trabajo mecánico y aburrido que significaría servir desde abajo en un consejo. No emplear a un hombre de genio en el lugar en el que pueda utilizar sus extraordinarios talentos significa malemplearle». Carl August nombra al joven de veintisiete años consejero de legación privado con voz y voto en el Consejo y un sueldo de 1.200 táleros, a los treinta y tres le nombra ya Wirklicher Geheimer Rat,4 ministro y excelencia, y en el mismo año consigue del emperador el título nobiliario hereditario para él –lo que a Goethe le impresionó poco, ya que «nosotros los patricios de Frankfurt siempre hemos sido iguales a los nobles». Como tampoco hay que pensar que sintiera su «elevación», que recuerda a la de José por el faraón, como algo fabuloso e impresionante. «Jamás he conocido», escribe en una pequeña reflexión sobre sí mismo, «un hombre más presuntuoso que yo, y que yo mismo lo diga muestra lo cierto que es. Nunca creí que tuviera que alcanzar algo, siempre pensé que ya lo poseía. Me podrían haber puesto una corona y habría pensado que era natural… Pero que intentara trabajarme lo conseguido más allá de mis fuerzas, que intentara ganarme lo obtenido más allá de mis méritos, por eso me distinguí simplemente de un verdadero loco.»

Así no habla ni un vanidoso ni un triunfador. Más bien habla así un privilegiado de la naturaleza que por la gracia divina posee ya todo, pero es un ser humano sensato que desea ganarse lo que le corresponda. De uno de sus retratos de vejez alguien dijo que se veía que era un hombre que había sufrido mucho. Él respondió que era mejor expresarlo de una manera más activa y decir más ajustadamente: «Éste también es uno de los que no se lo han puesto fácil».

En efecto, Goethe no se lo puso fácil como ministro-favorito y «segundo hombre en el reino», como él mismo se definió una vez, seguramente pensando en José –como mentor pedagógico y discretamente orientador del duque y alma del gobierno de Weimar. Durante diez años, desde que el soberano con su ilimitada confianza le transfiere la presidencia del consejo, es el factotum del pequeño estado «el meollo de las cosas», como alguien dijo burlón o asombrado –mientras que entretanto su fama literaria había casi empalidecido y él mismo intentaba reprimir su don más poderoso, su actividad más natural. «Quito las aguas, en la medida de lo posible, a estos surtidores y cascadas, y las traslado a los molinos y al riego.» Los molinos, el sistema de irrigación son además: las leyes fiscales, los reglamentos de la manufactura textil, la leva de reclutas, las obras de canales y carreteras, los asilos de pobres, las minas y las canteras, las finanzas y cien cosas más. Goethe se sacrifica a ellas con verdadera furia dirigiéndose a sí mismo órdenes como: «¡Paciencia férrea! ¡Resistencia pétrea!». Consigue bastante: orden y economía en un pequeño estado del siglo XVIII sin duda bastante desorganizado –para llegar a la conclusión: «¡Cuán mejor me sentiría si, lejos de la disputa de los elementos políticos, pudiera dedicar mi espíritu a las ciencias y a las artes, para las que he nacido! Con dificultad me he arrancado de Aristóteles para pasar a asuntos de aparcería y pastos. Estoy hecho para ser un hombre privado, y no comprendo cómo el destino me ha metido en la administración estatal y en una familia de príncipes». La última conclusión es: «El que se dedica a la administración sin ser el príncipe gobernante tiene que ser un mediocre, un pillo o un loco».

Hay una frase espléndida suya que dice: «Que uno se demuestre genial en la ciencia o en la guerra y la administración del estado, o si uno hace una poesía es completamente lo mismo, lo que importa es que la idea, el aperçu, la acción sean vivas y capaces de seguir viviendo». Esto está dirigido contra el concepto del genio unilateralmente esteticista, típico de su tiempo, y es la palabra de un hombre que va por el todo, de un hombre integral que sabe que un gran escritor es sobre todo grande –y solamente luego, escritor. Y sin embargo demuestra que es una equivocación ver el objeto de la actividad abnegada como algo intercambiable-indiferente, «sólo una comparación» –se demuestra que cuando Pegaso se esfuerza en mover el molino surge la melancolía y la enfermedad. Goethe se puso triste y enfermo, no hablaba, decayó físicamente –y huyó, huyó una vez más precipitadamente, impelido y no poco por una relación amorosa seráfica y extenuante con la dama de honor Frau von Stein, una pasión no demasiado transparente, extrañamente extática y nada sana, que aunque parezca incomprensible dominó una década de su vida, una ceguera medio mística de increíble duración, que si se hubiera prolongado más, si él no hubiera escapado corriendo de ella, seguramente habría dañado gravemente su naturaleza, el elemento visionario natural, la inspiración del espíritu de la tierra en él, sin lo cual su talento literario estaba expuesto a la dilución y a la debilitación.

No es que esta curiosa pasión, que probablemente nunca llegó a ser relación amorosa, hubiera sido estéril. Ifigenia, Tasso, incluso las poesías añorantes de Mignon nacieron de ella. Y sin embargo cuando Goethe dice que el objetivo principal de su viaje a Italia, de esta huida maquinada a toda prisa y en secreto, fue «curarle de los males físico-morales que le atormentaban en Alemania» nos está permitido unir, ya que él no lo hizo por discreción, el nombre de Charlotte con estos males, esta tortura, esta sed de curación.

Italia, pues, unas vacaciones de dos años enteros bajo el cielo clásico, entre un pueblo meridional, entregado a la contemplación de la Antigüedad y del gran arte –una experiencia cultural de un carácter mucho más contundente de la que el servicio caballeresco moralizador de Weimar le hubiera podido dar. Comprender por completo el sentido y la esencia de esta experiencia, identificarnos con sus continuas exclamaciones de felicidad, de liberación, de nuevo comienzo –«Vivo un segundo día de nacimiento, un verdadero renacimiento, desde el día en que entré en Roma»; «una nueva juventud, una segunda juventud, un nuevo ser, una nueva vida»; «así creo que estoy cambiado hasta la médula misma», etc., etc.–, exclamaciones que envía a muchos destinatarios, entre ellos también a Charlotte, a la que abandonó sin despedirse, digo que comprender de verdad esta conmoción y este renacer no resulta precisamente fácil para nosotros, hombres de hoy –incluso los historiadores de literatura y los expertos en Goethe saben menos de ello de lo que pretenden. La esencia de la cuestión parece haber sido una planificada, deseada e inmediata reorganización de su persona, de sus talentos heterogéneos, los naturales y los espirituales, los científicos y los artísticos, los sensuales y los éticos –«tan determinada, tan viva, tan coherente», para utilizar sus palabras. Totalidad, eso es lo que él busca y en este tiempo lleva constantemente esa palabra en la boca. «Historia natural, arte, costumbres, etc., todo se amalgama en mí… Siento que ahora culmina la suma de mis fuerzas.» Culminaba en la contemplación de la Antigüedad que Goethe no contemplaba con la mirada del esteta, sino que estudia como una espléndida planta natural y con la que establece una relación mucho más potente, al mismo tiempo más elevada y más voluptuosa, que aquella que había determinado su giro formal hacia lo clásico, o más bien clasicista, en Ifigenia y en Tasso bajo la égida de Charlotte. Aquello había sido educación, sujeción, moralización, la influencia de la delicadeza femenina y, en el fondo, algo muy antipagano y antinatural –mientras que precisamente la interpenetración y la fusión de los conceptos «Antigüedad» y «naturaleza» fue la aventura y el resultado de su estancia en Italia, donde, como dijo más tarde, «el hasta ahora atenazado y atemorizado hijo de la naturaleza respiró profundamente en toda su libertad».

Podemos imaginar lo que significó para él la vivencia de la inocencia pagana, de la naturalidad de la vida popular meridional. Es la felicidad y la totalidad. «Por cierto, he conocido a seres felices que lo son únicamente porque son cabales… Eso es lo que quiero y debo conseguir yo también… Antes que la vida de los últimos años preferiría la muerte.» –Es casi increíble que escriba estas palabras precisamente a la Stein, que debió de presentir la ruptura antes de que se produjera. Cada palabra que escribe está dirigida, en el fondo, contra ella y su esfera etérea. «Mi existencia ha adquirido un lastre que le concede el peso debido; ya no temo a esos fantasmas que han jugado tan a menudo conmigo.» –¿Qué es lo opuesto a lo fantasmal? Lo sólido. «Quien mire aquí en torno suyo y tenga ojos para ver ha de volverse sólido, ha de captar una idea de solidez que jamás le resultó tan viva.» Y sólida, pagana, clásica, ingenua y «total» es ahora su concepción del amor, en el que, para citar las Elegías romanas, «si a la mirada seguía el deseo, al deseo seguía el goce». En 1795 la noble Charlotte tuvo que leer estos versos impresos. Sin duda alzó los ojos al cielo.

Todo lo que contribuyó además a aquella consolidación decisiva, a aquel robustecimiento de su personalidad: el contacto con lo mediterráneo, que de alguna manera le era congenial por la sangre, con lo ajeno a Alemania que le hizo bien liberándole, con la grandeza histórica que salía al encuentro de su instinto de grandeza –podemos intuirlo más o menos, adivinarlo, reconstruirlo a tientas. Pero es un hecho que el genio urbano, el titán civilizado, el alemán europeo, que presenta al mundo un característico rostro alemán, pero presenta a su propia nación un rostro europeo, se pulió en Italia.

De este modo el viajero volvió a los treinta y nueve años a la pequeña corte de Turingia, con la garantía del duque de que ya no tendría más que los honores de su alta posición en el estado y ninguna obligación, es decir, supervisaría un poco el teatro, dirigiría las instituciones culturales, para poder vivir dedicado a su obra. Un curioso señor, este príncipe-faraón, que tenía tanta vista, tanto instinto y tanta sensibilidad para la singularidad de su José –entre los mismos príncipes de Germania una figura singular y eternamente admirable. Constituye un detalle muy simpático que dispusiera que si Goethe deseaba participar en una sesión del Consejo estaba autorizado a tomar asiento en el sillón destinado al duque mismo. ¡Eso que Goethe, siendo ministro, le había quitado 290 de sus 600 soldados!

Regresó entre habitantes de ciudad pequeña y de estado pequeño, cultos o ignorantes, cerriles, cursis, chismorreros, puritanos y nada cosmopolitas –regresó otro del que había huido, consolidado, mejorado, experimentado y centrado en sí mismo, el corazón rebosante de sentimientos de distancia, en el fondo, un solitario de ahí en adelante. Abrirse, comunicarse se ha vuelto muy difícil. La gente opina que o se presenta banal y convencional o se expresa de manera rara, hace molestas disquisiciones y no hay quien le entienda. No encuentra la relación hacia sus viejos amigos, todos notan la frialdad que exhala, y después de una reunión en su casa, en la que rellenó el tiempo mostrando dibujos, se dijo: «Lo pasamos todos muy mal». Su bondad se ha convertido en condescendencia, cortesía reservada. Schiller, que durante su primer invierno en Weimar apenas fue advertido por Goethe, dice: «Posee el talento de fascinar a las personas y atarlas a sí con pequeñas y grandes atenciones, pero él siempre sabe mantenerse libre. Manifiesta benévolamente su existencia, pero como un dios, sin darse a sí mismo». Son las palabras de un hombre cuya observación está agudizada por el desaire.

Ahí tenemos a Madame Herder, Caroline Herder, la mujer del famoso predicador, filósofo de la cultura y coleccionista de canciones populares, mentor de Goethe en Estrasburgo, al que éste invitó a Weimar para ocupar el puesto de superintendente general. Caroline dice: «Se empeña en no ser nada para sus amigos. Para Weimar ya no sirve». También dice, y su tono es típico de Weimar: «¡Oh, si fuera capaz de dar algo de sentimiento a sus criaturas, y si no se viera por doquier una especie de erotismo o, como él suele llamarlo, el espíritu activo en él!». ¡Excelente Caroline! Pero tiene razón. Goethe mismo da a su Egeria de antaño, Frau von Stein, la noticia: «Mis virtudes aumentan, pero mi virtud disminuye». No puede decirse de manera más breve y preocupante. Italia, la Antigüedad, el trato con el gran arte no le habían hecho más tierno. En su carácter se había añadido a lo raro lo chocante: un rasgo de decidida sensualidad, una sensualidad sin la mala conciencia cristiana, llena de desafío soberano contra ella y sus aspavientos sociales, un comportamiento pagano, que inspiró a los cultos cortesanos –¡y todos eran cultos!– el mote de «Príapo» para él.

Fue entonces cuando para desesperación extrema de su abandonada Ifigenia y Princesa de Este, la Stein, y para escándalo de todas las gentes de rango y moral metió en su casa como amante a una vendedora de flores muy bonita y completamente inculta, un bel pezzo di carne, llamada Christiane Vulpius, una relación de libertinaje desafiante que legalizó muchos años más tarde y que la sociedad no les perdonó jamás, ni a él ni a ella. Tuvo con ella varios hijos de los cuales sólo uno, August, alcanzaría edad adulta –no para su dicha o la de su padre, pues fue un ser atormentado, entregado a la bebida y a otros excesos, un pobre diablo, desesperado desde el principio, excesivo, brutal y débil.

El duradero físico de su progenitor pasó por fases cuyo aspecto conocemos a través de retratos, dibujos, siluetas y las descripciones de los contemporáneos. Si en la juventud parecía un Apolo petimetre, o mejor un Hermes (con piernas algo cortas), a principio del siglo, en el que se adentró toda una generación, su cuerpo adquirió una pesada corpulencia que ya había comenzado a desarrollarse en Italia. Hubo años en los que su rostro, tan bello en sus líneas, mostraba una gordura malhumorada con mejillas colgantes. En la vejez su apariencia de nuevo se acercó más a la del joven, sólo que el Apolo o el Hermes era ahora un Júpiter, muy majestuoso, en parte rey, en parte padre, como dijo Grillparzer: una cabeza magnífica con una soberbia frente rocosa bajo cabello fino y aún abundante, con un bello arranque, cuidadosamente rizado y ligeramente empolvado a diario, un par de subyugantes ojos negros, que irradiaban energía espiritual, cuando no estaban mitigados y velados por cansancio desabrido, la vestimenta muy elegante, escogida, discretamente anticuada. En el hombre maduro y en el viejo se volvió más y más acusada la rigidez, que ya había caracterizado como disposición solemne al joven: lo mesuradamente ceremonial, incluso lo maniático, incluso lo convencional estereotipado, que no permitía que su conversación se elevara sobre el nivel de un ministro cultivado y que hacía que más de un entusiástico visitante del autor de Werther y de Wilhelm Meister se despidiera de él profundamente decepcionado y enfriado. Ahí asomaba fantasmalmente la herencia paterna, el viejo Johann Kaspar: con su pedantería rígida y su obsesivo sentido del orden, también su manía coleccionista y su extraña actividad múltiple. No debemos dudar de que él era consciente de esta reaparición, que en él, por supuesto, se producía a un nivel notablemente superior, de que reconocía con fantástico regocijo al viejo en sí mismo y sublimaba con sonrisa callada el modelo paterno.

Entonces, es decir entre los setenta y los ochenta años, hacía mucho tiempo que no era únicamente el autor de Werther y de Fausto –se había convertido en una figura casi mítica, en el primer representante de la cultura de occidente y en histórico para sí mismo, en una figura gigantesca de enorme majestad espiritual a la que se acercaban las gentes de todas partes, de todos los países de Europa e incluso de allende el océano, con veneración y a menudo con las rodillas temblorosas. Personas que llevaban lentes solían depositarlas en la antesala porque era conocido que odiaba ver los cristales espejeantes. A los que habían viajado, habían visto cosas y tenían algo que contar los interrogaba a fondo diciendo: «¡Un momento, quedémonos en este punto!», y se hacía informar con detalle. Pues deseaba enterarse de todo, que le trajeran datos y apropiarse él los conocimientos que otros poseían casualmente. Sin duda en él estaban bien guardados. Si alguien era un poco interesante y útil a su universalismo se le invitaba a la comida, y se le daba muy bien de comer y beber, mientras era sonsacado. Luego podía ver también algo de las colecciones con las que estaba repleta la noble casa en el Frauenplan, un regalo del duque, más tarde gran duque: grabados, medallas, minerales, valiosos objetos arqueológicos. «Poseo», decía el viejo, «las monedas de todos los papas, desde el siglo XV hasta hoy. Sirven para la historia del arte. Conozco a todos los grabadores. La acuñación griega del tiempo de Alejandro y anterior a él no ha sido superada.» –Esa era sólo una pequeña provincia del imperio del saber sobre el que reinaba y cuyos signos mantenía reunidos en torno suyo en carpetas, cajones y vitrinas.

Goethe fue uno de los diletantes más completos y universales que han vivido, un pan-aficionado, y no se inmutaba cuando se le daba a entender que con tantas aficiones, para la física, la biología, la osteología, la mineralogía, la geología, la zoología, la anatomía, etc., sin hablar de las artes plásticas, su verdadero interés, el arte literario, salía malparado. «¿Quién os dice», pensaría, «que no sea la poesía la afición y el verdadero interés el todo?» –Había escrito una Teoría de los colores, en cuyo primer esbozo su amigo Schiller ya encontró «muchas y notables líneas fundamentales de una historia general de la ciencia y del pensamiento humano». En efecto, la parte histórica del libro resultó, completamente de acuerdo con la intención de Goethe, una parábola de la historia de todas las ciencias, la novela del pensamiento europeo a través de los milenios.

El enorme prestigio del hombre sin duda se debía sobre todo a su amplia y magnífica obra literaria. Pero también está claro que las «aficiones» y las menudencias científicas contribuyeron mucho a darle la fama mágica de un sabio, la dignidad imprecisa que buscaba expresión en los encabezamientos de algunas cartas. Admiradores franceses le llamaban «Monseigneur» –que en el fondo es un título de príncipes. Un inglés escribió: «A su excelencia, el príncipe Goethe en Weimar». «Probablemente se debe», explicó el viejo, «a que me suelen llamar el príncipe de los poetas.» Cuando murió, los alemanes –también los que nunca habían leído nada de él– se dijeron los unos a los otros: «¿Te has enterado? Ha muerto el gran Goethe». Como si dijeran: «Ha muerto el gran Pan».

A menudo decía que el talento necesitaba «una buena base física» y seguramente se refería a la suya. Pero también hablaba de «la constitución endeble de los que consiguen cosas extraordinarias», y pensaba de nuevo en sí mismo, cuando aludía a la relación de delicadeza y resistencia que constituye la especial forma de vitalidad del genio. Efectivamente, casi siempre y sin una dolencia concreta su estado de salud era precario, inestable y propenso a los achaques, y de cuando en cuando alguna grave enfermedad le llevaba al borde de la tumba: a los cincuenta y dos años una varicela complicada con terribles ataques de tos que le dejó durante largo tiempo la secuela de una gran debilidad nerviosa, cuatro años más tarde una «fiebre del pecho» (¿pulmonía?), también acompañada de espasmos –sin contar los ataques de gota y los cólicos de riñón que le condujeron pronto a los balnearios bohemios. En el otoño de 1823, a los setenta y cuatro años, su estado de salud era preocupante, se sentía extremadamente fatigado y reconcentrado. Fue la reacción al éxtasis de Marienbad, la despedida del amor, y si la enfermedad que siguió era indefinible, era sin duda casi una enfermedad mortal.

Resumiendo, era una amistad amenazada la que él mantenía con la vida, pero le gustaba mucho presumir de esta amistad, alardear de savia y fuerza, hacer el papel de hijo de la tierra sólidamente plantado, de roble, e insistir sobre su durabilidad. Su modo de vida era robusto. Era un comedor muy voraz e interesado, preocupado por su apetito, con una predilección por pasteles y golosinas, y casi un alcohólico para nuestros conceptos, pues bebía todos los días a mediodía una botella entera de vino, amén de varias copitas de vino dulce para el desayuno y en el postre. En aquel tiempo se consideraba un consumo moderado. También le gustaba hablar con desprecio humorístico de las fuerzas vitales evanescentes o aquellas que no duraban hasta el extremo. Con ochenta y un años dijo: «Ha muerto Sömmering [un afamado médico alemán] con apenas setenta y cinco míseros años. ¡Qué bribones son los seres humanos, que no tienen el valor de resistir más que eso! Qué diferencia con mi amigo Bentham [el economista y utilitarista inglés], este loco radical; se porta bien, y me supera unas semanas en edad».

Aquí habla en broma un curioso aristocratismo vital y natural, que sin embargo es, en serio, un elemento decisivo del sentimiento de sí mismo del escritor. La burla del «radicalismo» de Bentham, que ve como una locura, también forma parte de este sentimiento. El interlocutor opina: nacido en Inglaterra Su Excelencia también hubiera sido un radical y hubiera combatido los abusos en la administración del estado. A esto contesta Goethe con cara de Mefistófeles: «¿Por quién me tomáis? ¿Pretendéis que yo anduviera a la caza de abusos y que encima los denunciara y nombrara, yo que en Inglaterra viviría de esos abusos? Si hubiera nacido en Inglaterra habría sido un rico duque o más bien un obispo con unos ingresos de treinta mil libras esterlinas». Entonces el otro objetó que en la lotería también podría haber sacado un billete no premiado, ¡había tantos! –Y Goethe responde: «No todos están hechos para el gran premio. ¿Creéis que yo hubiera cometido la tontería de sacar un número perdedor?». –Esto es petulancia, fanfarronería de la vida, sentimiento absoluto de la propia excelencia. Se sobreentiende que en el fondo considera su nacimiento y su existencia en Alemania como una mezquindad –comparado con lo que habría sido en Inglaterra. Lo principal es la seguridad metafísica de ser en cualquier caso un hombre del gran premio, en cualquier caso bien nacido, un hombre de suerte y un gran señor, un hombre del mundo, sobre cuya corruptela incumbe a los perdedores indignarse.

Goethe ama una frase que no tiene justificación lógica pero que pronuncia con elegante naturalidad: habla de los «méritos innatos». ¿Cómo? Sería como un hierro de madera. Los méritos no son innatos, son adquiridos, conquistados, y lo innato no es un mérito, a no ser que despojemos a la palabra de toda connotación moral. Pero eso es precisamente lo que él se propone. La frase es una afrenta consciente a la moral, contra todo deseo, pugna, empeño, combate, que es a lo sumo loable pero no distinguido y que en el fondo le parece inútil. «Hay que ser algo para hacer algo», dice. Es decir: el mérito (y la culpa) está en el esse no en el operari, y lo que cuenta no es lo que se opina, dice o, incluso, hace sino lo existencial, la substancia –de modo que uno puede propugnar lo justo, y no resultará lo justo porque uno no es la persona adecuada para ello. La frase más bella, en la que Goethe viste esta creencia suya en una predestinación aristocrática natural dice: «Oigo a la gente quejarse: “¡Si el pensar no fuera tan difícil!” Lo malo es que todo el pensar no ayuda a pensar, hay que ser por naturaleza cabal para que las buenas ideas siempre surjan ante nosotros como hijos libres de Dios y nos griten: ¡aquí estamos!».

Naturaleza. En el fondo Goethe no es un hombre-padre, aunque repita parcialmente el carácter paterno en forma transfigurada, es el hijo de su madre, el hijo de Frau Aja, la radiante Lindheimer –niño querido, niño mimado de la gran madre. A ella la quiere, en ella cree, a ella está agradecido. De ahí su feliz sensibilidad, ya de joven, para la filosofía de Spinoza, esta afectuosa adhesión a la que fue fiel hasta el final. Es la idea de la perfección y necesidad de toda existencia, la que le atrae, la idea de un mundo que está libre de causas y fines últimos, y en el que tanto el bien como el mal tienen sus derechos. «Nosotros luchamos por la perfección de la obra de arte en sí y por sí misma. Aquellos» (los moralistas) «piensan en sus efectos hacia fuera, por los que el artista verdadero ni se preocupa, tan poco como la naturaleza cuando produce un león o un colibrí». La falta de finalidad de la obra de arte y de la obra de la naturaleza es, pues, para él la máxima suprema, y considera su innato talento literario como «por completo natural», como un don de la madre amantísima que abarca tanto el bien como el mal. Aquí radica su temprano entusiasmo por Shakespeare, y avanzando en el tiempo el esteticismo natural y el antimoralismo de Goethe influirá fuertemente en Nietzsche, el inmoralista, que dará un paso más y afirmarán extáticamente la prerrogativa del mal sobre el bien, su importancia preponderante para la conservación y el triunfo de la vida.

En Goethe todo se halla aún en un equilibrio más sereno, más armónico, es un talante objetivo y plástico. Pero así como su bondad, su indulgencia y espíritu conciliante, su tolerancia, su «permisividad» provienen de su divinización de la naturaleza, de este panteísmo espinosiano, así también provienen de ella su frialdad, su falta de entusiasmo y de impulso idealista que muchos le reprocharon, su desprecio de las ideas, su animadversión a lo abstracto que le parece destructor de la vida. «Conceptos generales y gran presunción siempre se hallan en camino de producir horribles estragos», es una de sus frases clave. Éste es el lema para su mala relación con la Revolución francesa que le parecía espantosa, le atormentó como acontecimiento a escala mundial como ninguna otra cosa en su vida y casi le costó su talento –a pesar de que con su sensacional obra juvenil Werther, que sacudía apasionado y sensible los pilares de la vieja sociedad, había estado en contacto profético con el futuro, e incluso había contribuido a prepararlo.

Su postura hacia la Revolución repite con sorprendente paralelismo la de Erasmo frente a la Reforma, a cuya preparación tanto había contribuido y que luego rechazó con desagrado humanista. Goethe mismo citó con desaprobación ambas grandes «convulsiones» en el famoso dístico:

 

El espíritu francés en estos confusos días atropella

como antaño lo hiciera el luteranismo la tranquila cultura.

 

Tranquila cultura –este amor, este quietismo y antivulcanismo, era lo que le unía con el sabio de Rotterdam, y estos dos versos no dejan lugar a dudas –si es que hubiera alguna– de cómo Goethe se hubiera comportado y definido en el siglo XVI: contra la rebelión del súbdito y a favor del lado conservador, del poder objetivo, de la iglesia. Y a pesar de ello también habría rechazado como Erasmo el capelo cardenalicio que el Papa ofreció al eminente pensador y que éste rehusó con elegantes excusas, porque no quería atarse ni a lo viejo en lo que no creía en lo más profundo de su alma, ni a lo nuevo que le resultaba demasiado revuelto. También la postura política tory de Goethe fue, en fin de cuentas, la de un hombre vacilante, y cuando un cierto barón Von Gagern dirigió en al año 1794 una proclama a la inteligencia alemana invitándola a poner su pluma al servicio de la «buena» causa, es decir de la conservadora, más exactamente: de una nueva alianza de príncipes alemanes, destinada a salvar al país de la «anarquía» (hoy se diría: del bolchevismo), el íntimo de Carl August contestó, después de agradecer cortésmente la confianza que se le mostraba, que «le parecía imposible reunir a príncipes y a escritores para la acción conjunta».

Exactamente este escurrir el bulto, este evadirse de las exigencias de ambas partes, lo encontramos en Erasmo. Situar a ambas celebridades de su época la una junto a la otra y observar los paralelismos de su actitud frente al tiempo en el que estaban colocadas tiene un gran interés. Pero la comparación no favorece al encantador ironista del Elogio de la locura. Así como su fineza que se disuelve en lo literario y su elocuente pero delicada espiritualidad pierden ante la contundencia y el apasionamiento, la terrenidad campesina y la tremenda fuerza popular de su contemporáneo Lutero, así pierden ante la naturaleza civilizada de Goethe, que era Erasmo y además Lutero, que representa una fusión de lo urbano y lo demoniaco, como no se ha dado una segunda vez en la historia de la evolución moral con esta atractiva grandeza; en el cual lo alemán-popular y lo mediterráneo-europeo alcanzan una síntesis completamente natural y convincente, una conjunción que en esencia es la misma que la de lo genial y lo razonable en él, del misterio y la claridad, del grito profundo y de la palabra pulida, del poeta y del escritor, de la lírica y de la psicología. De este modo hay en su existencia algo maravillosamente ejemplar a lo que la excelencia cultivada de Erasmo con toda su sublimidad no alcanza; algo modélico sobre todo para los alemanes, pues el ideal del espíritu alemán se realiza en él –y casí nos atreveríamos a añadir: también el ideal del hombre.

Y a pesar de todo se ha sufrido por su culpa, han sufrido con exasperación contemporáneos suyos muy honorables: por su «fuerza tremendamente obstaculizadora», como lo expresó Börne, por su apoliticismo, por la vehemencia con la que su naturaleza se oponía al entusiasmo de la época, a la idea social-demócrata. Goethe estaba contra la libertad de prensa, contra el derecho de intervención de la multitud, contra la democracia y la constitución, estaba convencido de que «toda la inteligencia estaba en la minoría», y apoyaba abiertamente al ministro que ejecutaba sus planes en solitario contra el pueblo y el rey. Sin duda había en él cordialidad para el rostro humano individual, cuya contemplación le podía curar inmediatamente de la melancolía, como reconocía; pero tenía poca o ninguna fe humanitaria en el ser humano, en la humanidad, en su purificación revolucionaria. La razón y la justicia no pueden ser inculcadas a los hombres. Eternamente habrá vaivenes, y la lucha y el derramamiento de sangre no tendrán fin. ¡Si al menos se dijera con pesadumbre pesimista! Pero en el fondo Goethe está de acuerdo, pues tiene poco de pacifista. Por el contrario, hay en él un sentido del poder, de la contienda «hasta que uno confirme la supremacía del otro», que recuerda mucho a la frase wagneriana de Wotan: «Pues donde las fuerzas se agitan osadamente aconsejo abiertamente la guerra». Reconoce que le «pone triste estar a bien con todo el mundo», que «necesita la ira». Desde luego, esto no es amor cristiano de la paz, aunque sí que es luterano, y además bismarckiano. Para caracterizar su afán polémico, su gusto por «intervenir y golpear», su disposición a acallar opiniones contrarias con el uso de la fuerza y «excluir a esas gentes de la sociedad» se podrían aducir muchos ejemplos. Todo ello está, si se quiere, sólo a tres pasos, o menos, de la brutalidad –como también lo estaban su realismo, su negación del entusiasmo ideal, la sensualidad de su ser que le hacían ver como real y digno de compasión el saqueo de una granja campesina y considerar como una frase el «hundimiento de la patria».

Lo malo y lo penoso para los patriotas que deseaban educar a Alemania a la libertad política era que la grandeza indiscutible de Goethe concedía tanto peso autoritario a sus convicciones «obstaculizadoras». En Alemania la grandeza ya tiende de por sí a una hipertrofia nada democrática; existe allí entre ella y la multitud un abismo, un «pathos de la distancia» para citar la frase preferida de Nietzsche, que no se presenta en otros países con esta nitidez: en países donde la grandeza no produce por un lado esclavitud –y por el otro una proliferación de egocentrismo absolutista. De este absolutismo y de este imperialismo personal la vejez mayestática de Goethe tenía mucho; su presión sobre todo lo que aún quería vivir a su alrededor era fuerte, y a su muerte no sólo se oyó el lamento de las ninfas por el gran Pan sino también un clarísimo «¡Uff!».

Si Goethe opinaba que la libertad estaba mal guardada en manos de los esclavos, tanto más libertad se concedió y se tomó –una libertad total, que deriva hacia lo inasible, lo indefinible, la libertad de Proteo que adopta todas las formas y exige saber todo, comprender todo, ser todo, vivir bajo todas las pieles. Hic et ubique: lo romántico y lo clásico, el gótico y Palladio, genio alemán y rechazo aristocrático del patriotismo popular, paganismo y cristianismo, protestantismo y catolicismo, Ancien Régime y americanismo –todo esto se encuentra en él, él lo ejerce todo, y hay en él una especie de infidelidad soberana a la que divierte dejar en la estacada a los seguidores, avergonzar a los partidarios de cada principio cumpliendo éste –y también el opuesto. Sí es algo como dominio universal en forma de ironía y alegre traición de lo uno en favor de lo otro, y un profundo nihilismo, la objetividad del arte –y de la naturaleza– tan reacia a seleccionar y valorar, es ahí verdaderamente algo natural-élfico, que se escapa a toda univocidad, un elemento de incertidumbre, de negación y de duda absoluta que, si damos crédito a los que le rodeaban, le inspiraba frases que ya contenían en sí la contradicción. Sin duda será cierto porque si no, ¿cómo una mujer como Charlotte podría decir de Schiller: «Ha construido sobre la nada»? Aquellos que le escuchaban hablan de aterradora indiferencia y de neutralidad escéptica, de algo malévolo-confusionante, negador-diabólico, en una palabra, de una problemática que él monopolizaba para sí mismo, sin permitir a los demás que se la impusieran. «Si he de escuchar la opinión de otro ha de estar expresada positivamente; yo ya tengo bastante problemática en mí mismo», decreta. –Cuidado, pues, y hablad sencilla y claramente en su presencia. Él sin duda pensará lo que ha pensado toda su vida: «¡Mis buenos niños, si no fuerais tan tontos!», pero os «tolerará».

Probablemente no hay que demonizar de esta manera la riqueza, la amplitud de su ser, que seguramente sólo resultaba aterradora a los poco inteligentes, sino consolarse con que no era, sencillamente, «un libro abierto» sino «un hombre con su contradicción» –un gran ser humano con su gran y abismal contradicción. Le gustaba autodefinirse como un «decidido no-cristiano», y no disimuló su antipatía grecorromana y señorial a la «cruz» –y es cierto: en su naturalidad cándida y resuelta terrenidad hay mucho de ese anticristianismo que culmina en las febriles diatribas de Nietzsche contra la religión de la compasión. Pero así como la persecución vehemente de la moral cristiana por parte de Nietzsche no niega el rasgo ascético, tampoco el tan famoso paganismo de Goethe habla en contra de que estuviera innegablemente determinado por la más profunda revolución o mejor dicho: mutación que la conciencia humana y su sentimiento del mundo han vivido jamás. «Todo sufrimiento tiene algo divino.» Quien ha pronunciado estas palabras es un cristiano, aunque la humildad y la paciencia no sean mil veces su fuerte.

 

Si Alá me hubiera destinado a ser un gusano

me habría creado gusano.

 

Bueno.

 

¿Qué nos hunde en deudas?

¡Aguantar y sufrir!

 

Ya. Y que en la vida había que escoger entre ser «martillo o yunque» también lo proclamó con voz dura. A pesar de ello ensalzó al máximo la heroica virtud de la paciencia y dijo en conversación: «A todos les parece más honroso y deseable ser martillo que yunque, y sin embargo ¡cuánto se necesita para soportar esos interminables y repetidos golpes!». ¿Y qué decir de la «renuncia» que con el tiempo se convierte en el tema general de su creación, como la «libertad» en Schiller y la «salvación» en Wagner? Nos cuidaremos de definir la renuncia como un motivo pagano. Y si no es un pacifista, si es partidario del poder y de la supremacía de la lucha, no cabe duda de que sabe muy bien lo que es la guerra: «La guerra es en verdad una enfermedad, en la que las energías que sirven a la salud y a la conservación sólo se utilizan para alimentar algo extraño, ajeno a la naturaleza».

Su cristianismo, como ingrediente natural de su personalidad, en la medida en que no está ocultado por el humanismo antiquizante y la obstinación germánica, es de matiz protestante. Goethe es protestante por cultura, y una obra como Las penas de Werther es inimaginable sin una larga escuela de introspección pietista. Su afecto por Lutero es profundo y genuino, una afinidad nacional-personal, hay ahí un reconocerse en él. De joven integra la traducción de la Biblia en el Fausto y en todo tiempo veneró la obra literaria de Lutero, cuyo heredero y continuador refinador él fue, precisando: «Yo sólo hubiera hecho mejor la parte tierna». Pero su protestantismo, como todo lo que representa y sabe realizar siendo, no es del todo de fiar: está abierto a la admiración, no tanto a las ventajas estéticas como al poder democrático formador de comunidad, de la vida católica. «Habría que convertirse al catolicismo», exclama, «para participar de la existencia de los seres humanos. Mezclarse entre ellos, como un igual, una vida en el mercado, entre el pueblo. ¡Qué seres más tristes y miserables somos los que vivimos en los pequeños estados soberanos!» Y elogia Venecia como monumento no de un señor, sino de un pueblo. –¿Dónde fue a parar el aristocratismo germánico? ¿Y dónde la fuerza de carácter protestante, cuando al final del Fausto se permite poéticamente, o no se le ocurre otra cosa, montar un cielo de ópera católico oliendo a incienso con Mater gloriosa, penitentes, bienaventurados infantes, coros angelicales, Pater profundus y Pater Seraphicus? No es lo peor, ¡pues qué no se permite en la novela de Las afinidades electivas en la que lleva su tolerancia de lo católico tan lejos como para crear en medio de un ambiente protestante una santa ante cuyo cuerpo acude en masa a la iglesia el pueblo campesino luterano creyendo en milagros! El caso es que el fatalismo natural de esta obra maestra no es en absoluto cristiano, especialmente porque tampoco se pretende que termine en el más allá, en el que por cierto nadie en el libro cree realmente. El recurso final del amable despertar simultáneo de los amantes obsesivos del sueño de la muerte no es más que un arabesco conciliador.

Este espíritu goethiano es imposible de retener en algo, no se sujeta a nada. Incluyámosle, y con razón, en cualquier forma de pensar o existir, e inmediatamente reflexionaremos y encontraremos: no, también es lo contrario. Esto abarca hasta su existencia moral, su relación con el tiempo, por ejemplo, que por una parte es un colosal tomarse-tiempo, una expectación, una dilación, incluso una divagación, un confiarse al él, casi vegetal y pasivo, y por otra parte es un verdadero culto al tiempo, la más cuidadosa vigilancia, sujeción, explotación y cultivo del regalo del tiempo bajo el lema:

 

Mi patrimonio, ¡qué maravilloso a lo ancho y a lo largo!

El tiempo es mi propiedad, mi campo de cultivo es el tiempo.

 

Y bajo este otro: «Le temps est le seul dont l’avarice soit louable». –Frase que también vale paradójicamente para el arte, donde Goethe se presenta como el gran creador objetivo, el autor apolíneo e irónico –y, al mismo tiempo, como el poeta por excelencia que da testimonio, que siempre crea a partir de sí mismo, que siempre se da a sí mismo y que precisamente por este subjetivismo romántico ha influido en Francia más que en ningún otro país. Sin duda podemos hablar de ese aspecto testimonial en un curioso sentido radical y expiatorio. Porque ¿cómo se presenta a sí mismo? Presentando a aventureros y flojos. El suicida Werther, el traidor Clavigo, el histérico Tasso, el disipado Eduard, el ridículo Fernando en Stella, uno se pregunta cómo con estas premisas se atreve a burlarse de la «poesía de lazareto» y a exigir a cambio una poesía que entusiasme. Pues es un lazareto –porque es psicología, confesión, exhibición de lo humano-demasiado humano. Incluso Meister y Fausto carecen en considerable medida de masculinidad ejemplar y de integridad de carácter –para el que le importe eso.

Si esta obra no es excesivamente masculina (la de Schiller lo es mucho más), es, en cambio, humanamente la más honesta, abierta, extrema y lleva además o precisamente por eso en cada punto y en cada giro el sello personal de un encanto que no se encuentra fácilmente dos veces en todas las latitudes y longitudes de la creación espiritual. Como ejemplo me gusta aducir su Egmont, una pieza contra la que se pueden hacer diversas objeciones desde el punto de vista dramático e incluso artístico en general, pero cuya indiferencia ante las leyes del teatro armoniza tan perfectamente con el carácter de su héroe –este gran señor noble y popular, e imperdonablemente negligente, un preferido de los dioses y de los hombres demoniacamente imprudente, en cuya figura el autor concentra todo su interés y en el que para mí culmina el encanto específico de Goethe: especialmente en su relación bien alejada de la pasión, tierna y algo ególatra hacia Klärchen, la pequeña muchacha del pueblo, una verdadera hermana de Gretchen, a la que se muestra un día con el traje de ceremonia español con el Vellocino de oro para disfrutar de sus infantiles ¡ah! y ¡oh! Ahí tenemos el elemento narcisista, un erotismo que siente como máximo aliciente la perdición de la simplicidad dulce a manos de un representante de un brillante y lejano mundo intelectual y amoroso, que desbanca con harta facilidad al honrado novio y pretendiente burgués de la muchacha. El sentido de culpa expiatorio del seductor que no piensa en casarse, que siempre ama y no desea atarse, forma parte del conjunto…

La vida amorosa de Goethe –un extraño capítulo. El conocimiento de sus amoríos es culturalmente obligatorio, en la Alemania burguesa había que saberlos de memoria como los de Zeus. Estas Friederike, Lotte, Minna y Marianne se han convertido en santas de hornacina en la catedral de la humanidad, y quizá las compense de que el genio errante que por un tiempo tuvieron a sus pies estuviera tan poco dispuesto a sacar consecuencias serias para su vida, para su libertad, de estas adorables aventuras, quizá las compense de la recurrente fugacidad de su enamorado y de que su cortejo carecía de objetivo, su sinceridad era infiel y su amor un medio para un fin, un medio para la obra. Cuando la obra y la vida forman una unidad como en su caso, salen perdiendo los que sólo son capaces de tomar en serio la vida, la vida humana. Pero él se lo prohíbe. «¡Werther tiene que ser –tiene que ser!», escribe a Lotte Buff y a su prometido. «Vosotros no le sentís, sólo me sentís a mí y os sentís vosotros… Si pudierais sentir la milésima parte de lo que son mil corazones para Werther no consideraríais los costes con los que vosotros contribuís!» –Todos pagaron los costes, de buena o de mala gana.

Desde el principio Goethe hizo poesías: anacreónticas, de gusto francés juguetón, con talento y convencionales. Se convirtió en poeta en Estrasburgo bajo la influencia de Herder, en el contacto poderosamente ampliador con Homero, con Macpherson-Ossian, con Shakespeare, al que admiró sin límites toda su vida y colocó muy por encima de sí mismo, con la Biblia como obra literaria y, muy especialmente, con la canción popular en cuya frescura matinal, fuerza cordial del lenguaje y del ritmo su poesía tomó un baño de salud. Por sus conocimientos, inteligencia, sentido crítico de lo necesario, Herder habría estado llamado a encabezar los anhelos literario-revolucionarios que entonces, hacia 1770, esperaban en Alemania la llamada creadora. Pero a Herder le faltaba lo que poseía Goethe, su discípulo cinco años más joven, que en su inmadurez estaba dispuesto a considerarse un simple planeta de Herder: la magia, la gracia, el decisivo misterio de la personalidad. Se demostró que el sol en torno al cual giraría la nueva vida espiritual en Alemania era Goethe, y creo que Herder lo percibió muy pronto y nunca pudo superar la amargura por este rumbo de los acontecimientos. En su comportamiento hacia el joven pacientemente admirativo, en esas burlas y sarcasmos constantes e hirientes, esas bromas sobre su nombre que según Herder podría proceder de Kot, o de Gothen o de Götter,5 sobre su falta de perspicacia, de buen gusto, etc., es difícil separar lo pedagógico de lo rencoroso, incluso de un profundo amor-odio, y por fin en la vejez Herder estropea la relación con su protector gracias a un chiste incontrolado: de La hija natural, el drama sobre la revolución, sin duda un poco aburrido, de Goethe, dice: «Prefiero a tu hijo natural», lo que da el golpe de gracia a la vieja amistad.

Hoy apenas podemos imaginar qué sensación, qué entusiasmo intelectual despertaba en aquel tiempo de la primavera de los genios, del Sturm und Drang anímico y formal, un poema como Willkommen und Abschied,6 éste:

 

¡Mi corazón late, pronto, a caballo!

¡Adelante, exaltado como un héroe a la batalla!

El crepúsculo mecía ya la tierra,

y por las montañas descendía la noche;

ya el roble en su vestido de niebla

se erguía como un gigante

allí donde asomaba la oscuridad del matorral

con cientos de ojos negros.

 

¡Qué nuevo, qué audaz, qué maravillosamente libre, melodioso y plástico era este tono, cómo volaban los polvos de las pelucas racionalistas ante el vendaval y el impulso de estos ritmos! Lo mismo podría decirse del drama histórico Götz von Berlichingen, esta proeza al estilo de Shakespeare, esta exuberante vorágine de imágenes del pasado alemán, que aun Federico el Grande tildó de disparate informe, pero que en los países alemanes despertó, además del placer por el cordial desprecio de principios poéticos fosilizados, aquella «satisfacción nacional» que el autobiógrafo describe con donaire en Poesía y verdad. Las primeras escenas de Fausto, recién salidas de la pluma –no cuesta imaginar que los amigos batieran palmas asombrados de «cómo el muchacho crecía a ojos vista». Pero Las penas de Werther, la novela en forma de cartas, no fue desde el principio cosa de una camarilla o de una escuela, tampoco fue un asunto interno alemán: el mundo se apropió de ella, ella emocionó al mundo. La enervante y perturbadora sensibilidad del pequeño libro, que era el horror y el espanto de los moralistas, a pesar de que va unida también a tanto amor de la naturaleza y a tanta añoranza juvenil de lo infinito, levantó un huracán de éxito que traspasó todas las fronteras, provocó una exaltación, una fiebre, un éxtasis que se extendió por toda la tierra habitada y actuó como una chispa que cae en un barril de pólvora liberando en repentina expansión una peligrosa cantidad de energías. Hay que imaginar una predisposición general sobre la que cayó el librito. Como si el público de todos los países hubiera esperado en secreto y sin saberlo precisamente la obra de un joven aún indeterminado de una ciudad imperial alemana que hiciera justicia revolucionariamente emancipadora al anhelo concentrado de toda una civilización –un impacto en el blanco, la palabra liberadora. Napoleón, el sombrío hombre del destino de hierro llevaba en su equipaje la traducción francesa durante su campaña en Egipto. Decía que la había leído siete veces.

Goethe, el escritor, no volvió a vivir un éxito arrollador como éste. Su obra, esta poderosa huella de su vida, nunca volvió a estar acompañada, como lo estuvo al principio, del entusiasmo de la multitud. La frialdad de la opinión pública alemana, producida por el giro neoclásico que tomó su arte con Ifigenia y Tasso, fue total. Porque el fascinante y casi picante contraste entre la forma clásica y la intimidad poética, y lo atrevido de lo formado pasó desapercibido. Wilhelm Meister fue para aquellos tiempos un éxito notable por su extensión y extraordinario por su intensidad, y desde la esfera de la cultura alemana más elevada de entonces, desde el movimiento romántico, pudo oírse la frase: la Revolución francesa, la Teoría de la ciencia de Fichte y Wilhelm Meister eran los tres grandes acontecimientos del siglo. Pero por muy rica que fuera la descendencia literaria que le estaba destinada a esta clásica novela de formación alemana (llega hasta La montaña mágica pasando por Stifter y Keller) –por necesidad le iba a la zaga a Werther en lo que se refiere al efecto incendiario del momento, y aún más rezagada iba la novela psicologizante natural-mística del sexagenario, Las afinidades electivas, cuyos personajes están llenos de vida y son individualmente convincentes, pero son al mismo tiempo símbolos, las figuras de ajedrez de una sublime partida intelectual, agrupadas con ponderación y movidas las unas contra las otras. Precisamente este libro ha dado lugar a una de las caracterizaciones de la prosa de Goethe más agradecidas y atinadas. Proviene de su amigo Zelter, el director de coros y compositor de Berlín, que le escribió después de la lectura: «Hay determinadas sinfonías de Haydn que por su progresión suelta y liberal ponen mi sangre en placentero movimiento… Lo mismo me pasa cuando leo Vuestras novelas, y eso he sentido cuando he leído hoy Vuestras Afinidades electivas. El juego caprichoso, misterioso con las cosas del mundo y con las figuras que allí son instaladas y guiadas, nunca podrá fallaros, aunque se cuele en él todo lo que encuentre sitio o se haga sitio. Para ello, por fin, es adecuada una manera de escribir que es como el elemento transparente cuyos raudos habitantes nadan revueltos, suben y bajan lanzando destellos o escondiéndose sin equivocarse o perderse. Uno podría volverse poeta ante tal prosa, y me lleva el diablo pensar que no soy capaz de escribir una línea de esa calidad». –Le estaba reservado a un músico hacerle justicia con palabras tan ingeniosas y críticas a la precisión y a la destreza de la prosa de Goethe, a su magia rítmica, que es una magia racional, la mezcla más diáfana de eros y logos.

La primera edición del Diván occidental-oriental, que contiene inestimables perlas de la lírica tardía de Goethe, no fue apenas comprado y quedó en las librerías como maculatura. Después de que el viejo finalizó con conmovedor esfuerzo la segunda parte del Fausto, aunque no la había acabado (porque no era posible acabarla), la selló y no quiso ya comunicar en vida «estas muy graves bromas» a los amigos diseminados por todo el mundo y «reconocidos desde luego con agradecimiento» y menos aún al público, pues como dijo, «el momento es en verdad tan absurdo y confuso que estoy convencido de que mis sinceros, largo tiempo perseguidos esfuerzos por este extraño edificio serían mal recompensados, y arrastrados a la playa yacerían en ruinas como un barco naufragado, cubiertos por los despojos de las dunas del tiempo». –¡Obsérvese la manera de expresarse del viejo, que ha conservado por completo la fuerza juvenil de las imágenes y ha adquirido además un halo fantasmal, la conmovedora dignidad de la fuerza creadora vetusta que ya se desvanece, que ya se despide del tiempo!

Y así fue. Mal pagados siempre estuvieron sus desvelos de toda una vida por este «extraño edificio», pues si a la parte primera y juvenil se le deparó entre la burguesía alemana cultivada una especie de popularidad de las citas, –la segunda fue venerada, incluso admirada y estudiada filológicamente, pero fue poco amada, siempre se la tuvo por un engendro de helado y alegórico secreteo y por un «patrimonio nacional» de indigesta extravagancia. ¿Por qué? Nunca lo he comprendido –o quizá no lo comprendo en absoluto desde hace tiempo. Porque por mucha crítica que sea posible desde un punto de vista moral e incluso artístico en este producto «inconmensurable» (pero ¡qué es interesante si no lo inconmensurable!), en esta excrecencia del tiempo colosal y al mismo tiempo absolutamente abarcable, medio revista, medio poema universal, que comprende en su interior tres mil años de historia de la humanidad, desde la caída de Troya hasta el sitio de Missolonghi, y en la que corren todas las fuentes del lenguaje –es en cada línea tan extraordinaria, tan espiritual, tan maravillosamente exacta de palabra y abundante en sabiduría e ingenio, tan inspirada artísticamente, tan alegre y ligera en la profundidad y en la grandeza, en el tratamiento humorístico del mito, por ejemplo, en los campos farsálicos y a orillas del Peneo, y en el tratamiento del misterio de Elena, que todo contacto con ella entusiasma, admira, anima, incita al arte, que merece amor, esta eternamente extraña creación, más aún que veneración, sí, que incluso uno tendría el mayor deseo de escribir un comentario a Fausto completamente fresco, nada filológico y llanamente afectuoso, que enseñara a más de un lector supersticioso el temor de Dios ante un poema que es sugestivo también ahí donde apenas sabe adónde va.

Por cierto, algunos fragmentos del segundo Fausto fueron publicados en vida de Goethe: el episodio de Elena apareció y el autor pudo leer solemnes reseñas de la novedad en grandes revistas del extranjero francés, escocés, ruso, Weltliteratur, literatura universal, –desde hacía tiempo prácticamente todo lo que él publicaba era entendido y aceptado como tal por la crítica competente, y él crea el término, lo coloca en el tiempo mitad como un hecho, mitad como una exigencia –no en último lugar como expresión de su predilección personal por la amplitud del mundo, que se fue acentuando más y más con la edad –muy comprensible en un autor cuya carrera comenzó con un éxito tan expansivo como el de Werther–, pero también como reconvención pedagógica para sus alemanes. «En lugar de limitarse en sí mismo», les amonesta, «el alemán ha de adoptar el mundo para actuar sobre él… Por eso me gusta asomarme a las naciones extranjeras y le aconsejo a cada uno que lo haga también. La literatura nacional tiene poco que decir en este momento, ahora está a la orden del día la época de la literatura universal y todos tienen que colaborar en acelerar esta época.» Cómo él adoptó el mundo y actuó sobre él, lo que Inglaterra, Italia, España, el lejano Oriente, América le dieron, y lo que, a su vez, su obra inspiró y movilizó en la vida espiritual de estos países y en los del norte y del este, sobre esta sístole y diástole ha escrito recientemente un libro, que no puede ensalzarse más, el estudioso de las letras de Berna Fritz Strich: Goethe und die Weltliteratur,7 una obra de envergadura verdaderamente panorámica, que depara un placer tan penetrante precisamente porque nos muestra el europeísmo de Goethe en su subjetividad y en su objetividad, como sensibilidad receptora y como misión.

Está muy claro que el concepto de «literatura universal» es un resultado de ambas cosas, que la conciencia de la propia formación y de las propias deudas culturales no bastaban para ello, sino que era necesaria la percepción de un valioso efecto recíproco para completar la idea. Además es sencillamente un término del vocabulario de la grandeza, –aquella grandeza para la que nacer y la que alcanzar fue el destino del hijo de burgueses del Hirschgraben de Frankfurt y sobre la que el autor a los setenta años confiesa que la «ha tenido que aprender con esfuerzo»: la grandeza, de buscar en amplios círculos nacionales e históricos el marco suficiente para su cometido. En una de sus máximas de vejez dice:

 

El que no sabe responder de tres mil años

queda en la oscuridad inexperto,

y vive al día.

 

El Fausto es el asombroso producto de esta espaciosidad interior, de este dominio enciclopédico del mundo, y de nuevo fue el episodio de Elena de la segunda parte del que dijo Emerson: «Lo maravilloso es la magnífica inteligencia que alberga. La mente de este hombre es un disolvente tan potente que las épocas pasadas y la presente, sus religiones, políticas y modos de pensar se disuelven allí en arquetipos e ideas». Sin embargo, esta «magnífica inteligencia», esta mente que todo lo abarca, lo organiza y lo funde poéticamente, en absoluto sirve exclusivamente a la sinopsis de pasado y presente, también es igualmente audaz en el presentimiento del futuro, en la intuición y anticipación de lo venidero, de aquello a lo que «le ha llegado su momento» y para lo que «literatura universal» no es más que una sigla y un símbolo –él la describe ocasionalmente también como «libre intercambio de conceptos y sentimientos», lo que equivale a una característica transposición de principios liberales económicos a la vida espiritual.

Eso es siglo XIX, el siglo de la economía y de la técnica, en el que el hijo del siglo XVIII se adentró más de una generación, y que «entendió» mucho más allá de los límites de su vida personal, incluso de los límites del mismo siglo hasta llegar a los tiempos postburgueses, y anunció visionariamente. Es muy curioso e incluso conmovedor cómo precisamente los últimos años de su vida estuvieron marcados por esta búsqueda, que desafiaba a la muerte, que ignoraba vitalmente la propia muerte, de aquello a «lo que le ha llegado su momento», que se avecinaba tanto en el terreno moral como en el externo técnico y cuya aceleración debía ser cosa de todos, aunque fuera a costa de ideales largamente acariciados pero pertenecientes a tiempos pretéritos. Verdaderamente hay mucha «renuncia» en la novela tardía Los años de peregrinaje de Wilhelm Meister8– el autodominio de una humanidad individualista se produce en beneficio de principios más humanos y más pedagógicos, que en el fondo pertenecen ya a nuestros días. En este libro relampaguean ideas que conducen muy lejos de todo lo que entendemos por humanidad burguesa, lejos del concepto de cultura clásico y burgués, a cuya creación y definición había contribuido en primera línea Goethe mismo. Se abandona el ideal de la universalidad del hombre privado y se proclama una época de la especialización. Ahí está esa insatisfacción en el individuo que hoy predomina: sólo todos los hombres componen lo humano, el individuo se convierte en función, lo que cuenta es lo que él ha de contribuir a la cultura, el concepto de colectividad, de «nexo», de comunidad, pasa al primer plano, y el espíritu militarista-jesuita de la «provincia pedagógica», aligerado como está por las musas, apenas si deja algo del ideal individualista, «liberal», burgués.

¡Qué vejez! A pesar de toda la respetabilidad no hay en ella nada de sequedad, de fosilización, todo es pura sensibilidad, curiosidad, sentido de la vida y de anticipación de lo nuevo. En la mesa de este grand seigneur del siglo XVIII se habla más de barcos de vapor y primeros experimentos con una máquina de volar, de problemas y proyectos utópicos-técnicos que de literatura y de poesía –¿puede extrañarnos del creador del último Fausto, que ve su momento supremo en la realización de un sueño utilitarista, el desecamiento de un pantano? El viejo no se cansa de especular sobre posibilidades para comunicar el golfo de México con el océano Pacífico, de imaginar los resultados increíbles que una obra de esta índole produciría para toda la humanidad civilizada y todavía por civilizar. Aconseja a los Estados Unidos tomar el asunto en sus manos y fantasea sobre florecientes ciudades comerciales que tendrían que surgir poco a poco en esa costa del Pacífico, donde la naturaleza ya se ha adelantado felizmente con espaciosos puertos. Apenas si podía esperar a ver realizadas todas estas cosas, éstas y la conexión entre el Danubio y el Rin, que sería sin duda una empresa gigantesca más allá de todas las expectativas, y aún una tercera cosa, algo muy grande, el canal de Suez para los ingleses. «¡Para llegar a ver todo esto», exclama, «valdría la pena aguantar en la tierra aún cincuenta años más!»

Su interés por el futuro era absoluto, exigía el espacio del mundo entero, y hay algo de magnífica sensatez en este entusiasmo por lo técnico-racional a escala mundial, la intuición de la necesidad de sobriedad en un mundo enfermo de densos sentimentalismos que obstaculizan la vida.

 

América, tú eres más afortunada

que nuestro continente, el viejo

no tienes castillos decrépitos

ni basaltos.

 

Las ruinas de castillos y las fosilizaciones demasiado venerables son la «materia muerta» de la que habla en otro lugar, y a la que el ser humano debe «sustraerse» para, a cambio, amar lo vivo. Son el símbolo de una carga sentimental que este poeta equipara casi a la necedad asesina y contra la cual se puso pronto del lado de la razón luminosa. «La manada humana –dice ya en Los años de aprendizaje–,9 no teme a nada tanto como a la razón; deberían temer la necedad si comprendieran lo que es temible; pero aquélla es incómoda y hay que aniquilarla, ésta es sólo perjudicial y podemos esperar a que se manifieste.»

Esperar el perjuicio sin tener el valor de conceder mano libre contra él a la razón: ¿acaso esta propensión de la humanidad no ha alcanzado hoy su culmen? Goethe la conocía, la vio crecer, y fue ella, la omnipotencia de la necedad, contra la que actuó su grandeza –mucho más que contra la Revolución, la constitución, la libertad de prensa, la democracia. Cuentan que sus últimas palabras antes de expirar fueron: «¡Dejad que entre más luz!». No es del todo seguro. Pero lo que verdaderamente dijo, sus verdaderas últimas palabras, son éstas:

 

Al final lo único que vale es avanzar