(1955)
Versión del discurso dado con motivo del 150 aniversario de la muerte de Friedrich Schiller.
En el cielo hay movimiento presuroso,
el viento sacude la bandera de la torre, rauda
pasa la comitiva de las nubes, el gajo de la luna tiembla, y por la noche relampaguea una claridad incierta.
No se vislumbra ninguna constelación–
Así era la noche, la noche de mayo de hace ciento cincuenta años, cuando por las desiertas callejas de Weimar los restos mortales de Schiller fueron llevados a enterrar. No se oía el doblar turbador de las campanas de medianoche, que incrementa sordo y solemne los sonidos de duelo. Las campanas callaban. Callaba la campana de ese poema suyo que abarca toda la vida del hombre, cuyos tañidos fúnebres acompañan a un caminante en su último viaje. No se oía nada más que los pasos lentos de los hombres que se habían reunido para el triste servicio amistoso y que de vez en cuando descargaban su peso, las andas con el féretro de madera barata, para descansar y relevarse.
Así se llegó al viejo cementerio, en cuyo muro, inmediatamente a la derecha de la entrada, se apoyaba la llamada Cámara abovedada; allí el enterrador y sus ayudantes se hicieron cargo del ataúd sobre el que por un instante cayó el fulgor de la luna, que se asomaba entre huidizas nubes para esconderse enseguida.
¿Permanecieron los portadores aún unos minutos reunidos con la cabeza descubierta y en silenciosa oración delante de la puerta del panteón antes de marcharse? Me imagino que sí. En cualquier caso ésa fue toda la ceremonia fúnebre. Leemos que así, sin más formalidades, solían celebrarse normalmente en aquel tiempo los entierros en Wei-mar, y que al día siguiente tenía lugar la despedida del difunto en la iglesia, la llamada Collecte. Tuvo lugar en la tarde de ese día doce, pero no destacó por especial solemnidad ya que no estuvieron presentes ni el duque, ni Goethe que estaba enfermo y al que probablemente le ocultaron durante veinticuatro horas la muerte del amigo. Bien –al menos el lugar de entierro correspondía al rango social del finado, el consejero de corte ducal Von Schiller. En la Cámara abovedada sólo eran admitidos los restos de personas distinguidas. Pero hay que decir que esta morada selecta ofrecía a sus señorías un refugio más sórdido que el que hubiera ofrecido cualquier pedacito de tierra bajo la hierba del camposanto común. La humedad penetraba por los muros y suelos y ocasionaba tal confusión de desintegración que más tarde, cuando se impuso el desalojamiento expeditivo, la piedad tuvo la mayor dificultad para rescatar ciertas reliquias del montón.
Los hombres permanecieron inmóviles unos momentos, suspiraron y se marcharon. ¿Oyeron quizá mezclarse en el silbar y gemir del viento un cántico celestial, las voces élficas de un círculo de espíritus que sobrevolaba el panteón?
Sólo el cuerpo pertenece a aquellas fuerzas
que tejen el oscuro destino;
pero libre de todo poder temporal,
compañera de juegos de las naturalezas bienaventuradas,
pasea arriba en los campos de la luz,
divina entre los dioses, la efigie.
Este dios ya había resucitado. Liberado de la indignidad de la materia, aureolado de idealidad viril, de virilidad ideal, audaz, ardiente y dulce, con la mirada de salvador, mostrando a las estrellas su rostro magnífico, así su efigie ya en esta hora de su sepelio –y para siempre– estaba erigida en transubstanciación para el amor ingenuo de su pueblo, para enternecimiento de la humanidad. Para celebrarla, para homenajear a este espíritu bienhechor que camina en huellas de luz estamos aquí reunidos –¿y cómo así? ¿Quién soy yo para tomar la palabra para una loa, con las montañas de eruditas elucidaciones de su vida y su obra que la investigación científica ha amontonado en siglo y medio ante mis ojos? Es cierto: ningún artista puede sentirse completamente temeroso y tímido, completamente indigno de acercarse con ánimo encomiástico a tal espíritu, pues este espíritu fue y es la apoteosis del arte. Él lo celebró con obras grandiosas, y en palabras eminentemente escogidas, eminentemente precisas, en las que el último de su especie reconoce con modesto orgullo su propia dificultad, su propia dicha.
Cuando para animar lo muerto,
para desposarse con la materia,
emprendedor el genio se incendia,
ahí, ahí ha de tensarse el nervio del afán,
y luchando con porfía sométase
el pensamiento el elemento.
Sólo para la seriedad que ningún esfuerzo empalidece
fluye la fuente escondida de la verdad,
sólo al pesado golpe del cincel
se ablanda el grano reacio del mármol.
Pero penetra hasta la esfera de la belleza
y en el polvo queda la pesantez
con la materia que domina.
No extraída dolorosamente de la masa,
esbelta y ligera, como salida de la nada
se yergue la imagen ante la mirada extasiada.
¡Qué bien está dicho! ¡Qué persuasivamente da voz, patética pero exacta, al empeño y a la experiencia de toda existencia artística! Además, ¡cómo ha celebrado en otra estrofa de su grandioso poema del artista la infantilización, el terrenal volverse accesible lo más alto! –Y quién podría desconocer el elemento infantil en el ser de Schiller, a pesar de toda su exigencia profunda, sagrada y dotada de enorme inteligencia, la noble ingenuidad que hace brotar una sonrisa respetuosa en nuestros labios ya que está indisolublemente unida a su grandeza específica e incomparable –una grandeza generosa, entusiasta, llameante, briosa, embriagada del universo y humana y culturalmente pedagógica, y en todo ello masculina al máximo. Pero la sonrisa que de vez en cuando tenemos que reprimir ante la peculiar grandiosidad de Schiller, se debe a una cualidad de eterna adolescencia que forma parte de ella, a ese gusto por los juegos de indios y vaqueros, por la aventura y lo psicológico sensacionalista, por la virtud descomunal y el crimen noble, por el Pitaval,10 por las intrigas de los jesuitas, la Inquisición, la Bastilla y las víctimas de los juegos del azar. Hay ahí una inclinación fantástica a proyectar grandes asuntos, una constante fermentación de empresas de gran alcance, un trajinar de ideas especulativas. Por fin, ¿no encontramos el elemento infantil grandioso también en la autoflagelación a la que se sometió el gran artista durante años dedicándose a la especulación filosófica, este enterrarse en la metafísica y la crítica estéticas en aras de la libertad –es decir porque sentía el impulso del arte, oscuro y procedente del subconsciente, como algo inhumanamente obsesivo y no quería entregarse a la fuerza creadora antes de haber elevado lo instintivo a ley de la razón claramente consciente?
«Es triste –dijo Goethe, aún apenado a posteriori–, ver cómo un ser tan extraordinariamente dotado se atormentaba con pensamientos filosóficos que no podían resolverle nada.» Para él este autocastigo era una obcecación infantil, algo cargante aunque también conmovedora –cuya potencia básica creadora, por supuesto, sobrevivió triunfal a la penalidad de la especulación y, una vez pasada por ella, se encontró en un nivel superior de la obra en un estado de ingenuidad ennoblecida. Pues los cinco años sacrificados a la teoría y a la crítica le dificultaron al escritor, de momento, la creación, le volvieron más quisquilloso, más exigente, más riguroso consigo mismo, pero lejos de paralizar su poderoso talento lo purificaron, ennoblecieron y elevaron contra sus primeras impetuosas manifestaciones, incluso aún contra su Don Carlos, y le concedieron en lugar de un frenético espíritu de aventura, auténtica soberanía. En el tiempo de la Doncella de Orleans se le oyó decir: «No debe uno dejarse seducir por conceptos generales como veo por esta pieza, sino arriesgarse a reinventar la forma para una nueva materia y mantener siempre flexible el concepto de género».
Esto suena bastante práctico, en estas palabras se expresa una actitud fresca y realista hacia la forma, hacia el arte, –y ya se impone la necesidad de dar al nimbo celeste-idealista que rodea su figura como una aureola convencional un color más fuerte, darle el tono de realismo que es parte de la esencia de su grandeza.
Encontramos en las opiniones de este ideólogo de la li-bertad sobre política y sobre el problema social una clarividencia que asombra. La cosa no queda en la famosa frase «La mayoría es el sinsentido», con la que indignó a la democracia. Schiller sabía manejar las palabras con tanta dureza como en el dístico de la Dignidad del hombre:
«No se hable más de ello, os lo ruego. Dadle de comer, un lugar para vivir; / cuando hayáis cubierto la desnudez, la dignidad se dará por sí misma».
Esto es materialismo socialista. ¡Dios nos guarde! Es en cualquier caso todo menos la palabrería inocua que el error común le atribuye.
No, no tenemos ante nosotros un eterno adolescente que se derrite en añoranza, un iluminado, tenemos un hombre, fortalecido por el estudio de la historia, acostumbrado a lo práctico por el teatro, cuyas exigencias tardó mucho en cumplir como maestro, al menos según su propia opinión. En la época de los Bandidos afirmó «no pretender una voz en el teatro» e insiste en que esta obra genial de un verdadero temperamento teatral no es un drama sino una «novela dramática», y con toda convicción tuvo la pieza por un drama para la lectura, que nunca hallaría su sitio en el escenario ya por su longitud. Pero extensión y aburrimiento son dos cosas distintas, y el teatro alemán parece no haber podido ni querido resistirse a este «drama para leer» que tiene unos papeles tan estupendos y un verso tan maravillosamente grandilocuente –tampoco, por cierto, se ha resistido a la Doncella de Orleans, de la que el duque Carl August opinó después de leerla que sin duda no podría representarse cosa parecida –a lo que Schiller le dio la razón: desde luego, la doncella no era nada para el escenario. Fue uno de sus mayores triunfos teatrales, y el estreno en Leipzig al que asistió el autor a los cuarenta y dos años fue seguramente el momento externo culminante de su vida. Abriéndose paso entre el homenaje de la multitud delante del teatro en Leipzig quizá pensara que siempre sucedía lo mismo, que el entusiasmo que despertaba todo lo que hacía era infalible, y qué misteriosa eficacia tenía en él el instinto de lo teatral que más que él lo poseyera parecía poseerle a él. Quizá pensara en su primerísima obra, Los Bandidos, y en cómo se sucedieron los acontecimientos entonces. La acometió con diecinueve años, siendo un tutelado, reprimido, militarmente tiranizado pupilo del afán pedagógico autocrático, sediento de libertad y de humanidad audaz, en cuya angustia y exasperación personales se concentra y arde como bajo una lupa todo lo que el siglo, lo que una sociedad falsa pueden ofrecer de exasperante. Schiller se escuda en su salud precaria para quedarse a menudo en la enfermería y escribir a escondidas en la cama. El máximo secreto se impone, pues «la inclinación a la poesía ofende las reglas del Instituto» –¡y de qué calidad es su poesía! Su intención que comunica a unos pocos amigos, a un pequeño grupo de compañeros aficionados a las artes, es: «Queremos hacer un libro que ha de ser quemado irremediablemente por el verdugo». Los muchachos, cuando les lee algo del texto, se quedan boquiabiertos de asombro, ¡lo que arriesga este tipo!
Dos años después de haber empezado a escribir –la academia militar le ha licenciado y es médico de regimiento en Stuttgart–, el osado manuscrito está terminado. Nadie, ¡Dios nos guarde!, quiere publicarlo. Schiller tiene que cargar con deudas, ciento cincuenta gulden, que le agobiarán durante mucho tiempo, para imprimirlo a su costa. Envía los pliegos sueltos al librero de la corte Schwan en Mannheim, al que había conocido casualmente. Éste tampoco estaba dispuesto a publicar el libro, pero ahora, cuando lo lee de nuevo, probablemente por primera vez con atención, tiene una sensación rara; el monstruo no le deja tranquilo, le persigue, le roba el sueño, le calienta la cabeza en la que llamea la palabra «¡Genial!». Con los pliegos va a ver a Su Excelencia Von Dalberg, el director del teatro, y se los lee. También se los lee o se los encarece para la lectura a todo aquel cuya opinión cuente para algo. Sobre todo los actores –Iffland y Böck– se muestran encandilados. Von Dalberg es sometido a presión –pero él también ya tiene una sensación rara. El distinguido caballero escribe una carta lisonjera al médico militar en Stuttgart exponiendo que si el señor autor está dispuesto a suavizar las audacias más escandalosas de su notable producto él se atrevería a representarlo.
Schiller nunca había esperado algo parecido. Su corazón exulta. ¡Uno de los escenarios más importantes de Alemania se ofrece con algunas condiciones a encarnar sus ardientes sueños y visiones! Se sienta a reescribir el libro para el teatro. El sacrificio es amargo, el trabajo penoso, y el joven también tiene otras cosas que hacer: en el lazareto hay una epidemia de disentería. Pero hace lo que puede, lo hace tan deprisa como puede, y termina, –cree que ha terminado para descubrir que su esfuerzo sólo es el comienzo de un proceso que nunca había imaginado. Su Excelencia en Mannheim no está nada satisfecho con las concesiones hechas. Hay que hacer más y más. Y como el autor mismo ha asegurado que no «pretende una voz en el teatro» el señor Von Dalberg se toma la libertad de alterar, suavizar y rebajar el texto según sus luces. Entonces, por fin, se puede proceder a la representación. ¿Y qué sucede? En el estreno al que Schiller sin permiso acude en secreto, el teatro repleto (pues corren los más variados rumores sobre la pieza) de puro entusiasmo parece un manicomio. Ojos furiosos, puños cerrados, gritos roncos, desconocidos se abrazan llorando, damas buscan medio desmayadas la salida –esto es lo que ocurre en la sala; es decir: se demuestra que a todo lo que ha sucedido con la pieza se ha opuesto siempre un profundo e íntimo «¡Pues muy bien!», «¡Adelante!», «¡Haced lo que queráis!». Ha sido saqueada, suavizada diez veces, castrada, estropeada, trasladada a una época que no le corresponde, desnaturalizada, pero da el ejemplo de una dinámica inmanente, innata, imposible de destruir, que resiste a las medidas más timoratas y se ha mantenido intacta hasta el día de hoy.
No es exclusiva de los Bandidos. He visto Intriga y amor11 en Munich al terminar la Primera Guerra Mundial –la República de soviets acababa de caer–, en presencia de un público de disposición muy burguesa, muy reaccionaria-conservadora, en una representación mediocre y he visto y vivido cómo este público se exaltaba en una especie de furia revolucionaria gracias al aliento del drama. Se convirtió en un público de Schiller, como siempre han hecho todos los públicos ante sus obras.
La idea de Intriga y amor se remonta aún al tiempo de Stuttgart, concretamente a los días de arresto con el que el autor fue castigado por el duque tras haber abandonado sin permiso su puesto para asistir al estreno de los Bandidos en Mannheim. También desde el arresto de Stuttgart escribió en una carta que Don Carlos, Infante de España sería el próximo tema dramático a tratar.
Don Carlos –¡cómo podría olvidar el primer arrebato verbal de mis quince años provocado por este noble poema!
Dígale
que a los sueños de su juventud
guarde el respeto cuando sea un hombre,
que no abra al insecto asesino
de la tan ensalzada sensatez el corazón
de la delicada flor de los dioses, que no
vacile cuando la sabiduría polvorienta
calumnie a la pasión, la hija del cielo.
Ya se lo he dicho antes…
¿Hay algo más bello, noble y conmovedor? Este hombre no es sólo un retórico y un «trompetista de la moral», es un poeta capaz de hacer llorar al mismo tiempo que subleva el corazón contra lo inhumano… ¡El lenguaje de Schiller! Merecería un análisis propio y un estudio profundo, empezando por sus concisos finales, estos «Para este hombre hay remedio», «Para el Príncipe Piccolomini», «Milord se excusa, ha partido en barco para Francia»12 que están emparentados entre sí y que son tan característicos de él. Por lo demás el virtuosismo supremo con el que Schiller trata el yambo, la armonía y el brillo que le concede, son inigualables. Lo maneja con libertad soberana; no le preocupa darle seis pies en lugar de cinco, o reducirlo a la mitad, o permitir que el número de sílabas se sobrepase, como en el lamento de Thekla por Max:13 Und wirft ihn unter den Hufschlag seiner Pferde («Y le derriba bajo los cascos de sus caballos»). El verso famoso de Talbot:14 Mit der Dummheit kämpfen Götter selbst vergebens («Con la estupidez luchan los mismos dioses en vano») empieza descaradamente con un anapesto. Encontramos expresiones de un realismo drástico que también tienen gran efecto y contradicen eficazmente el tono elevado, por ejemplo cuando Wallenstein dice: «Y –bien pensado, prefiero no hacerlo». O: «¡Praga! Eger, ¡pase! ¿Pero Praga? Imposible». O Max Piccolomini: «¡No puede ser, no puede ser, no puede ser! ¿No ves que no puede?». O la respuesta de Octavio a Max: «¡Max! ¡Sígueme enseguida, es mucho mejor!».
No es casual que estos ejemplos estén extraídos de Wallenstein, pues esta obra colosal, que planteó al autor los más grandes problemas estéticos y sobre cuyo enorme material casi imposible de clarificar y de ordenar caviló interminablemente, posee su estilo y su tono propios completamente diferentes a los de sus otras obras. –Hace cincuenta años mostré en una pequeña novela al escritor enfermo en duro combate nocturno con su gigantesco proyecto, y en su limitación a una sola hora de la vida heroica de Schiller aquélla fue una tarea más fácil que este discurso de ahora que necesariamente está sometido a tanta renuncia. Me es imposible comentar como me gustaría su obra resplandeciente, que en Guillermo Tell consigue lo más raro: la popularidad clásica. Sólo diré que como proeza moral es quizá más admirable todavía que como proeza estética. Pues no era el producto de una vitalidad exuberante, sino que estaba arrancada a la enfermedad y a la debilidad, a las que su pasión por la libertad no permitía influir sobre su espíritu creador. «Leyó pronto la severa palabra. El sufrimiento y la muerte le eran familiares.» Pero en este caso la muerte concedía vida, belleza, satisfacción; la carencia, brillo y fastuosidad; el sufrimiento, elevación y alegría. Tanto más duele leer que un áspero mes de abril le «quita toda la gana de pensar y escribir», que unos días malos de noviembre «avivan todos sus males» hasta el punto de que «ni siquiera el trabajo le anima» –¡el trabajo, que lo es todo para él, el más trabajador de todos los poetas! «Lo más importante», dice en una carta, «es la dedicación; porque no sólo da los medios para la vida sino que le da a ésta también su único valor.» Parece increíble que poco después de terminar Wallenstein retomara el viejo plan de María Estuardo, sin intercalar la menor pausa, y llevara a cabo la pieza en el curso de un año. Cuando también termina ésta escribe: «Nunca me encuentro mejor que cuando mi interés en el trabajo está bien vivo. Por eso ya he tomado disposiciones para uno nuevo». Las disposiciones que toma ahí son para la Doncella de Orleans.
Consuela en cierto modo saber que no sólo conoció la noble servidumbre de producir, sino que también conoció la felicidad humana junto a una mujer amada. «Qué vida tan bella llevo –dice cuando Charlotte von Lengefeld se ha convertido en su esposa–. Miro a mi alrededor con espíritu contento, y mi corazón encuentra una constante y dulce satisfacción fuera de sí mismo… Mi existencia ha entrado en una armónica ecuanimidad; los días pasan no tensos por la pasión sino tranquilos y luminosos…» ¡Cómo tranquiliza leer estas palabras! ¡Cómo alivia ver al eternamente desasosegado, al consumido por el espíritu, al sublime desfavorecido de la vida, por fin distendido, por fin en un estado de contento apacible y risueño! Antes –algunas tentaciones y algunos estremecimientos referidos al otro sexo, en general nada intuitivos y abocados a la desilusión– y luego, a los treinta y un años, la paz con ese otro sexo, el puerto del matrimonio. En esta vida poco lírica el elemento erótico no juega un papel creativo, que define épocas. No encontramos en ella un Sesenheim, un Wetzlar, una Lida, una Marianne o una Ulrike.15 En Schiller la polaridad de los sexos se espiritualiza, como se espiritualizaba todo. La gran aventura de su existencia, su experiencia de la pasión, de la atracción y el rechazo apasionados, del profundo antagonismo, del deseo y la admiración profundos, del dar y tomar, de los celos, de la envidia apesadumbrada y de la autoafirmación orgullosa, de la constante tensión afectiva –fue una cuestión entre hombre y hombre, entre él, el absolutamente masculino, y aquel al que atribuía un carácter femenino –fue su relación con Goethe.
Incomprensible que cuando se habla de la poesía de Schiller casi nunca se cite ese indeciblemente emotivo poema en dísticos en el que, por una vez, es de verdad poeta, y que en su noble resignación es con mucha distancia su mejor poema: La felicidad, esta celebración de aquel al que los dioses amaban desde su nacimiento y al que Venus meció de niño en sus brazos.
¡Aquel al que Febo liberó los ojos, y los labios Hermes
y al que Zeus impuso en la frente el sello del poder!
Un destino excelso, divino le ha caído en suerte,
ya antes de empezar el combate sus sienes están coronadas.
A él ha sido otorgada toda la vida antes de vivirla,
antes de superar el esfuerzo ha conseguido la gracia.
Y luego, él mismo:
Sin duda llamo grande al hombre que siendo su propio
escultor y creador
domina a la misma parca por fuerza de la virtud;
pero no puede forzar la felicidad y lo que la gracia
le niega envidiosa, nunca podrá conquistar el coraje afanoso.
De la indignidad puede guardarle la voluntad, la rigurosa,
pero lo más alto desciende libre de los dioses.
¡No guardes rencor al dichoso porque los dioses le regalan
la fácil victoria, porque de la batalla Venus arrebate al preferido!
No guardes rencor a la belleza porque es bella, porque sin merecerlo luzca como la copa del lirio, gracias al don de Venus.
Deja que ella sea la dichosa, tú la contemplas, tú eres el agraciado,
Así como ella brilla sin mérito, así te embelesa…
Doy antologías enteras de poesía erótica por este poema de amor del espíritu, de la voluntad, del «esfuerzo» y de la virtud, a lo divino inmerecido, del que contempla al que es. ¿Y Goethe? ¡Por supuesto! Respondió con admiración a la admiración y con sentimientos aislados de irritada reserva amó al otro –no cabe duda. Pero a pesar de ello, ¿no parece que en vida de Schiller no supo bien lo que éste significaba para él? No encontramos nada en su poesía de entonces que corresponda en el sentimiento profundo por el amigo al poema de la Felicidad. Sin embargo tarde, en la segunda parte de Fausto, en la escena de Quirón, donde se habla del «excelso círculo de los Argonautas» lo hallamos de pronto, velado, pero imposible de pasar por alto.
Así me reconocerás
que has visto a los más grande de tu tiempo,
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pero entre las figuras heroicas
¿a quién tuviste por el más valiente?
El centauro los nombra a todos, y «todos fueron intrépidos a su manera», y Fausto pregunta:
¿No quieres decir nada de Hércules?
La respuesta:
¡Ay de mí! ¡No despiertes mi anhelo!
Nunca había visto a Febo
ni a Ares, a Hermes, como se llamen;
entonces vi ante mis ojos
lo que todos los hombres ensalzan como divino.
Él era un rey nato…
¿Quién es este Hércules? Creemos saberlo, lo sabemos. Y que Goethe viera al inmortal amigo en la figura de Hércules, el hombre de las doce hazañas elevado al círculo de los dioses, permite suponer que conocía el sueño que Schiller había tenido durante mucho tiempo: el sueño de un ideal olímpico que para el escritor era «el súmmum». En ninguno de sus papeles aparece descrito, según he visto. El tema se sugiere en la estrofa final de El ideal y la vida. Pero la fuerza con que Schiller desea su realización nos la muestra una carta dirigida a Wilhelm von Humboldt, en la que –esta sola vez– habla con efusión arrebatada de aquella obra soñada: en el año 1795, todavía faltaban diez años hasta la muerte del escritor. Para mí es el párrafo más notable, más revelador y más turbador de todas sus cartas. Ahí habla de una fantasía poética –lo mortal está disuelto, todo es luz, libertad, aptitud –ninguna sombra, ninguna traba, ni rastro ya de todo eso… Representar una escena en el Olimpo ¡qué grandísimo placer! No pierdo la esperanza de hacerlo cuando mi ánimo esté libre por completo y bien purificado de las inmundicias de la realidad; entonces reuniré una vez más toda mi fuerza y toda la parte etérea de mi naturaleza, aunque se consuma totalmente en esta empresa».
¡Alma grande y ansiosa de las alturas! ¿Cuándo estaría «libre por completo», «purificada de las inmundicias de la realidad»? ¿Cuándo la parte etérea de su naturaleza se habría separado llameante del ser humano para desparramarse en ese poema? La idea es totalmente trascendente, ajena a la vida, supraterrenal, parece reservada a un espíritu bienaventurado. En los diez años de vida que le quedaban sobre esta tierra este hombre de acción nunca puso su mano artística en el poema de sus sueños, a pesar de que se prometía de ello el «máximo placer». De la parte etérea de su naturaleza entregó algo a cada una de las nobles, aunque terrenalmente limitadas obras que aún regaló al mundo, de modo que todas llevan un halo etéreo. Pero el sueño de una obra supraterrenal, toda luz y libertad, muestra hacia lo que tendía su último deseo: a desnudarse de lo terreno, a transubstanciarse.
Nos abre camino con su esplendor, desapareciendo como un
cometa, que mezcla infinita luz con su luz.
La estrofa que cierran solemnes estos versos fue añadida por Goethe al Epílogo a la Campana diez años después de la muerte de su amigo. Pero ya el famoso:
Pues detrás de él, en apariencia insubstancial
se hallaba lo que a todos nos sujeta, lo común.
responde a la noble sumisión del poema amoroso sobre la «felicidad» de Schiller.
Para el que sobrevive, la relación que antaño fue motivo de más de una irritación se convierte más y más en piedad perfecta, en ese «¡Ay de mí! ¡No despiertes mi anhelo!» y en ese otro «¡No puedo, no puedo olvidar a ese hombre!».
Y de los últimos años de su vida data la respuesta que da a su nuera Ottilie cuando ella se queja de que a menudo Schiller la aburre. Apartando el rostro dijo: «Sois todos demasiado mezquinos y demasiado terrenales para él».
Todos deberíamos temer este gesto, estas palabras desaprobadoras del viejo Goethe y esforzarnos por no mostrarnos demasiado mezquinos y terrenales ante aquel del que Goethe echó de menos la presencia a su lado hasta su muerte.
¡Con qué fuerza he sentido ahora al dedicarme de nuevo a releer su obra que Schiller, el dominador de su enfermedad, podría ser médico del alma para nuestro tiempo enfermo, si éste le recordara de verdad!
Así como un organismo languidece, incluso se consume porque a su química le falta un determinado elemento, una substancia vital, una vitamina, así quizá este algo imprescindible, el elemento «Schiller», es lo que lamentablemente le falta a nuestra economía vital, al organismo de nuestra sociedad. Eso me pareció, en cualquier caso, cuando leí su anuncio público de la revista Die Horen, esta maravillosa pieza en prosa en la que eleva a la más perentoria actualidad lo que también para su época era considerado anacrónico, convirtiéndolo en panacea para todos los que sufren. Cuanto más someta a tensión los ánimos el interés limitado del presente –dice–, y los ahogue y esclavice, tanto más acuciante será la necesidad de liberarlos por medio de un interés general y superior, por aquello que es puramente humano y está por encima de la influencia de los tiempos, y de reunir nuevamente el mundo políticamente dividido bajo la bandera de la verdad y la belleza. Aunque su revista –continúa– renuncia a toda relación con el curso actual del mundo y las inmediatas expectativas de la humanidad, preguntará a la historia sobre el mundo pasado y a la filosofía sobre el venidero, reunirá datos sobre el ideal de la humanidad ennoblecida que la razón propone pero que en la experiencia se aleja tan fácilmente de nuestro campo visual, y trabajará en la construcción tenaz de conceptos mejores, principios más puros y conductas más nobles, de la que en fin de cuentas depende toda mejora de la situación social. «Integridad y orden, justicia y paz serán pues el espíritu y la regla de esta revista.»
Cuidémonos bien de tildar estos propósitos de tímidos y esteticistas, de creer que tienen algo que ver con eso que hoy se llama «escapismo». Afanarse por el espíritu de la nación, su moral y su formación, su libertad espiritual, su nivel intelectual, para darle la posibilidad de comprender que otros seres que viven bajo condiciones históricas diferentes, bajo otro régimen social, también son humanos; afanarse por la humanidad a la que se desea dignidad y orden, justicia y paz en lugar de calumnias recíprocas, mentiras salvajes y odio furibundo –eso no es huir de la realidad hacia lo inútil-bello, es servicio conservador a la vida, es la voluntad de curarla del miedo y el odio a través de la liberación espiritual. Lo que este hombre ambicionaba con la vehemencia del orador, el entusiasmo del poeta: lo universal, total, puramente humano, ha parecido a generaciones enteras un ideal pálido, trasnochado, viejo. Ya Carlyle en su por lo demás afectuosa biografía de Schiller criticó en este punto a su héroe cuyo corazón, como el del marqués de Posa, «latía para toda la humanidad, el mundo y todas las generaciones futuras».
Según Carlyle, Schiller había hablado de «nosotros, los recientes», en oposición a los griegos y romanos, al declarar el «interés patriótico» algo inmaduro y sólo adecuado para la juventud del mundo. «Es un ideal mísero y mezquino escribir para una nación –nos dice–, este límite resulta insoportable para un espíritu filosófico. Éste no puede pararse en una forma tan voluble, casual y arbitraria de la humanidad, en un fragmento (¿y qué otra cosa es incluso la nación más importante?); no podrá entusiasmarse por ella excepto en la medida en que esta nación o empresa nacional sea importante para el progreso de la humanidad». A ese «reciente» Carlyle opone lo «recientísismo». «Exigimos –dice–, un objeto concreto para nuestro afecto. El sentimiento que abarca a toda la humanidad se debilita tanto por esa gran extensión que ya no tiene efecto en el individuo… El amor general al prójimo inspira unas reglas de comportamiento arbitrarias y sumamente vagas… El entusiasmo sublime, visionario que anima la obra (la obra histórica de Schiller) hablaría más a nuestro corazón si estuviera limitado a un espacio más reducido.»
Éste es el lenguaje ahora dominante, el lenguaje de un caudillo, al que toda una época siguió, la época del nacionalismo. Es –el lenguaje de ayer. Pues las olas de la historia del pensamiento van y vienen, y hoy podemos ver cómo el destino hace envejecer lo nuevo y convierte lo supuestamente obsoleto nuevamente en pensamiento del momento, lo reanima a una actualidad candente, vital, y le concede una necesidad a vida o muerte que nunca antes poseyó. ¿Qué pasa hoy? La idea nacional, la idea del «espacio más reducido» se pierde en el ayer. Desde ella –todos lo intuyen– no puede resolverse ya ningún problema, ya sea político, económico o espiritual. El aspecto universal es la exigencia del momento y de nuestro corazón atribulado, y hace mucho que la idea del honor de la humanidad, el concepto de humanidad, la compasión más amplia ha dejado de ser una «regla de comportamiento vaga». Precisamente este sentimiento total es lo que se necesita –se necesita imperiosamente, y si la humanidad como totalidad no se acuerda de sí misma, de su honor, del misterio de su dignidad, está perdida no sólo moralmente sino también físicamente.
El último medio siglo ha visto una regresión de lo humano, una atrofia cultural aterradoras, una pérdida de ilustración, de decoro, de sentido de la justicia, de lealtad y fe, de la más simple honradez que asusta. Dos guerras mundiales excitando la brutalidad y la codicia han hecho descender profundamente el nivel intelectual y moral (ambos van unidos) y han fomentado un desconcierto que es mala garantía contra la caída en una tercera guerra que acabaría con todo. Rabia y miedo, odio supersticioso, terror pánico y manía persecutoria insensata dominan a una humanidad que pretende instalar bases estratégicas en el espacio cósmico y que imita la energía solar para fabricar criminalmente con ella armas letales.
¿Me encuentro así al ser humano,
al que dimos nuestra imagen,
cuyos bien formados miembros
florecen arriba en el Olimpo?
¿No le dimos en propiedad
el regazo divino de la tierra,
y ahora en su reino
vaga mísero y sin patria?
Éste es el lamento de Ceres en Fiesta eleusina; es la voz de Schiller. Sin oído para su llamada a la construcción tenaz de mejores conceptos, principios más puros, conductas más nobles, «de la que en fin de cuentas depende toda mejora de la situación social», una humanidad entontecida y desquiciada corre voceando sensacionalistas records técnicos y deportivos hacia su perdición, al fin y al cabo, no tan indeseada.
Cuando en noviembre de 1859 se celebró el centenario de Schiller se levantó un huracán de entusiasmo unificando Alemania. Entonces se ofreció al mundo, dicen, un espectáculo que la historia aún no conocía: el siempre dividido pueblo alemán en unión indisoluble gracias a él, su poeta. Fue una fiesta nacional, y deseo que la nuestra también lo sea. Que en contra de la aberración política, Alemania dividida se sienta una en su nombre. Pero el tiempo ha de conceder a nuestra conmemoración otro signo, aún más grande: ha de estar bajo el signo de la participación universal según el ejemplo de la generosa grandeza de Schiller, que clamaba por una alianza eterna del hombre con la tierra, su maternal suelo. Que de su voluntad pacífica y poderosa pase algo a nosotros en esta fiesta de su entierro y resurrección: de su voluntad de belleza, verdad y bondad, de virtud, libertad interna, arte, amor, paz, de reverencia salvadora del hombre ante sí mismo.