—Y así —dijo Mari, girando el grifo— se cambia la temperatura.
Didier asintió. Vicky se había marchado a atender una llamada, pero Mari, viendo los efectos del golpe, había preferido quedarse y explicar lo que fuese necesario. Y era mucho. El sargento había olvidado hasta los detalles más obvios. Le observó mirar la bañera, fascinado.
—¿Seguro que está tibia?
Mari se encogió de hombros:
—Puede probarla.
—No conseguirás que se meta dentro ni con agua caliente —comentó Vicky, ya de vuelta—. Y eso lo digo de manera literal.
Vicky miró al sargento, que le respondió con una mueca de enfado.
—Es usted un fastidio, señora. Ya le dije que me meto porque quiero, por cortesía.
La joven sonrió.
—Claro, claro, nos ha convencido. Pero, oiga, si quiere un consejo, no se acerque tanto al váter. Da la impresión de que tiene más miedo de la cuenta.
Didier, que ya había aprendido el funcionamiento del retrete, se levantó como un resorte. Vicky se echó a reír, y ni siquiera Mari pudo evitar una sonrisa. Se acercó al francés, rojo de furia y vergüenza.
—No le haga caso, monsieur. Y tú, Vicky, déjale en paz —dijo—. Quítese la casaca y las botas, y ya encontraremos algo para el vendaje. Eso sí que no puede mojarlo.
—¿En paz? Prefiero verle hacer el ridículo.
Pero en cuanto Didier se descalzó, y el particular aroma empezó a invadir el cuarto de baño, Vicky se puso de un tono verdoso y musitó algo sobre «compromisos ineludibles», «mucho que trabajar», y los dejó solos. Mari se acercó a él. Pese al olor, la escena resultaba extrañamente íntima.
—¿Quiere…? Ya sabe. Los… los botones. El hombro —dijo con… ¿tartamudeo? Hacía siglos que no tartamudeaba.
—No hace falta —dijo Didier con amabilidad—. Solo necesito ayuda en la zona del cuello, y un poco más después, cuando me quite la guerrera. Tampoco soy un lisiado, madame.
Mari asintió y, al hacerla aproximarse, Didier pudo percibir un leve perfume que solo había captado en un monasterio español: vainilla, la especia de América. Resultaba muy dulce, y apetecible. Aprovechando que Mari no podía notarlo, al ser más bajita que él, la examinó a conciencia. Tenía el pelo oscuro, como muchas españolas, y su textura fina a la par que abundante hacía que se le desbaratase en todas direcciones. Y los rasgos… Didier miró sus cejas, tan bien formadas, y recordó el color del iris. Había… había algo.
—Tenéis muchas imágenes en casa —comentó como quien no quiere la cosa—. Son retratos muy fieles.
—Lo sé. ¿Le gustan?
—Sin duda. ¿Todos son de guerrilleros?
Mari se detuvo. Por algún motivo, la voz del francés le había sonado extraña, como si estuviese intentando indagar algo de forma discreta. Pero, ¿indagar el qué? Llevaban doscientos años de paz. Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Tengo cosas de la Grande Armée en los libros: no sería una buena recreadora si no las tuviese. Pero, ya sabe… la patria, la familia… Al final colgué esos cuadros. También tengo otros —repuso—, los habrá visto: la torre Eif…
—Sí —respondió Didier—, muy bonita.
Aunque en realidad, lo dijo por ser amable. Si los españoles habían sido capaces de construir semejante monstruo de hierro, dudaba de su cordura. Tenían el gusto en los pies, como mínimo.
—Mire… ya está.
Mari le quitó casaca y chaleco, y después se quedó mirando la camisa, de un color semioscuro que alguna vez debía haber sido blanco. Decidió ayudarle también. El sargento se sintió un poco incómodo, pues en su tiempo aquella cercanía hubiese sido considerada muy indecorosa, pero aceptó los nuevos hábitos con pragmatismo. Hizo caso a lo que se decía: «allá donde fueres, haz lo que vieres» o «il fait suivre la mode ou quitter le pays». Mari le retiró la tela y quedó sorprendida.
—¡Caramba! —dijo.
No era solo que el francés estuviese sucio, eso era de prever, había visto su ropa. Era el aspecto. Didier estaba fuerte, sin un gramo de grasa; pero su torso no era el de un culturista que tuviese acceso a toda clase de proteínas, después de un duro día de entrenamiento. Se le veía exhausto, cansado. Sus músculos, bien esculpidos por lo demás, tenían un aura de desgaste.
—¿Y bien? —preguntó el sargento con buen humor, sin fijarse en la expresión de Mari—. ¿Hay algo más que tenga que saber?
—No, no. Bueno, sí —repuso.
La imagen la distraía. Acababa de ver que, bajo la pátina de sudor y mugre, el francés tenía unos costurones inmensos, unas cicatrices horribles que dejaban en muy mal lugar a la Sanidad Pública Francesa. Y luego se atrevían a decir que era peor la española. ¡Ja!
—Señorita… —llamó Didier. Para una época tan descocada, era extraño que el torso de un hombre le produjese semejante embeleso.
Mari sacudió la cabeza, mientras se prometía no volver a fijarse en sus costillas demasiado prominentes, ni en sus cicatrices, ni en nada.
—Sí, sí… el albornoz —dijo ya más segura—. Lo tiene sobre el calienta-toallas, para cuando quiera salir. Así lo notará más agradable. Y el champú… utilice el que le he dicho.
Mari sintió alivio al verle asentir. Nunca hubiese pensado que tener de visita a un sobrinito con piojos iba a resultarles tan útil. Porque, susto aparte, todavía conservaban los productos. Y benditos fueran. El francés podía no estar mugriento hasta esos extremos, pero más valía prevenir que curar.
—Si me deja… —dijo.
Didier alargo el brazo y Mari colocó sobre las vendas un plástico impermeable, tal como habían convenido. Lo hizo con trocitos de algunas bolsas, de manera que quedó bastante rústico, pero el francés pareció satisfecho. Pobre… ¡si supiese cuánto le iba a doler retirarlo…! Lo había ajustado con cinta, y él tenía unos brazos velludos, viriles. Aunque quizás la humedad ayudase.
—En fin, pues ya está. Me llevo la ropa. Después puede darme el resto —agregó, mirando los pantalones—. Y… monsieur, disfrute de su baño. Está en su casa, tómese el tiempo que quiera. Y relájese.
Didier le dio las gracias y Mari acabó por irse. A puerta cerrada, el militar se quedó solo. Miró la bañera, con la prevención que le habían impedido mostrar las circunstancias. El vapor ascendía formando círculos, espirales y nubecillas. Probó la temperatura: estaba caliente. Aquel era el milagro que lo admiraba y al que temía al mismo tiempo. Bueno, a ese y a los patos. Recordó su época (¿podía llamarla así?, sonaba tan irreal), en la que muchos hogares españoles guardaban colecciones de mártires, todos fabricados en yeso y con distintas muecas de tortura. Las cosas eran ahora diferentes, pero ¿mejores? Mirando aquellos monstruitos, Didier se permitió dudarlo. Había uno que incluso llevaba un bicornio, además de un abrigo azul y el ala metida en el chaleco. Se preguntó quién narices sería. Entre eso y la torre de hierro, iban a acabar por hacerle sucumbir.
Sin embargo, el agua se veía cálida y olía bien, a reposo y hedonismo. Terminó de desvestirse y, con cierta cautela, metió el pie dentro. El calor le produjo un alivio inmediato. Dejándose seducir por las costumbres de aquel nuevo siglo, Didier abandonó todos sus temores y se sumergió en la bañera.
—Vaya, ¿así que has conseguido que Rambo se lave?
—Vicky, como no te pongas las pilas, tu jefe va a tener el programa no para el martes, sino para navidad.
Vicky hizo una mueca y volvió al trabajo. En cierto sentido Mari la comprendía, porque «jiu jitsu» y «burocracia» no sonaban muy bien juntos. Pero quería estar sola, bajo la ducha, y encontrar un modo de adecentarle la ropa al francés sin que Vicky le dirigiese constantes pullas. Después de las recreaciones se está cansado, y más si se ha tenido que perseguir a otro, ponerle la zancadilla, retenerlo, descubrir que no era un psicópata asesino y hablar su idioma por el resto de la tarde. Además, se dijo, quizás encontrase algo en la casaca. A veces tenían bolsillos en el forro interior, y eso Pedro no lo sabía. Estaría muy bien encontrar el DNI, o el carnet (¿tendría carnet? Viendo cómo manipulaba los cinturones, Mari sospechaba que aquel no era su primer golpe). Se fijó en que junto al uniforme había recogido también la bolsa de costado. Interesante.
Ya en el baño del primer piso, Mari dejó correr el agua tibia, hasta recordar que la casa de sus abuelos solo tenía un depósito. Salió de la ducha, muy rápido. Por suerte, Bonhomme contaba con la calidez de la bañera y ella ya estaba limpia. Se secó al momento y, después de vestirse y preparar algo, volvió a intentar resolver el misterio de la casaca.
Los bolsillos estaban vacíos. En la bolsa encontró pan, algo que hubiese sido lógico y que en la práctica, nadie hacía: era una prenda demasiado valiosa para guardar el móvil. A la rebanada daba pena verla. Debía de haber sido un buen tentempié, oscuro y jugoso, pero ahora podría utilizarse para colgar cuadros. También había una pipa y unas hebras de tabaco, que Bonhomme había envuelto con mucho mimo, además de… ¿yesca? Menudo recreador tan detallista. De nuevo, aquella arcaica intuición la sacudió. Y… c’est fini, había llegado al fondo. Con dudas iguales a las de cualquiera.
Pero entonces Mari notó un engrosamiento en el interior, lejos de donde deberían estar las costuras. Qué raro. ¿Se habría cometido algún fallo al coserla? Parecía un parche, pero sobre el tejido no tenía ningún roto. Sacó las cosas con cuidado y le dio la vuelta. Una pequeña dosis de pólvora y arenilla se deslizó hasta el suelo, y Mari pudo palpar el ingenioso escondite, porque eso era, un doble fondo.
«¡Qué astuto!» ¿Sería por eso por lo que Bonhomme no quería desprenderse de su bolsa de costado? ¿Por lo que había insistido en tenerla cerca en el coche y en pasearla por el pasillo, después?, hasta que el miedo al agua le había hecho olvidar sus preocupaciones, claro. Con un puntito de curiosidad, Mari se preguntó qué habría dentro que mereciera la pena esconder. ¿Condones talla mini? ¿Fortasec? ¿Un carnet de afiliación a un… (Mari tragó saliva) partido nazi? Rodeando los contornos de la cosa pudo notar que era dura, quizás metálica. Tal vez fuese un llavero. Su esperanza renació. Algunos tenían impresos nombres de negocios y, si había suerte, hasta del propietario. Sin pensárselo, cogió unas tijeras y se dispuso a romper la costura.
Lo que encontró en el escondite la dejó boquiabierta. Para empezar, el peso hizo que golpease con un sonoro «toc» la mesa de la cocina. Por lo que sí, era metálico, pero no de cualquier material. Mari cogió la cruz, estupefacta, observando el oro y los cabujones con rubíes. No podía ser. Era imposible. Y sin embargo…
«Puede que sea una reproducción», pensó. Aunque entonces, ¿para qué esconderlo? Sabía lo bastante de historia como para comprender que aquella era una joya sacra muy antigua, al menos por su manufactura. Recordó los grandes saqueos de los franceses, y también episodios menores como el desvalijamiento de la iglesia de Arroyuelos. Un destrozo cobarde llevado a cabo por… sí, por dragones del sexto regimiento. Sacudió la cabeza. Definitivamente, iba a acabar tan loca como Don Quijote. Pero si no, ¿qué otra explicación había? Fue hacia uno de sus libros y lo sacó del estante, dispuesta a resolver aquel puzle.
La obra era vieja, un estudio sobre el arte y el patrimonio de la región. Mari lo había adquirido por las descripciones que hacía de sus pueblos en una época en la que el transporte a caballo estaba más próximo que el automóvil. Incluía citas a autores que eran cercanos para el escritor, pero exóticos para un estudioso del siglo XXI. Uno de ellos era un monje, un hombre de la Iglesia que a finales del XVIII había peregrinado por la zona recorriendo algunos lugares sacros. Arroyuelos era entonces célebre por el tesoro que guardaba su ermita, y el religioso había pasado por allí. La información y los grabados eran muy fieles. Ofrecían un inventario de todo lo que se había perdido durante la guerra, apenas veinte años después. Mari pasó las hojas, pensando en el autor y en sus compatriotas, que no podían saber lo que se les venía encima; y por fin encontró la ilustración que buscaba. La puso cerca de la cruz; eran idénticas. Volvió a fijarse en los cabujones, en las perlas y en los rubíes. ¿Ese tomo habría sido traducido al francés? A Mari no le constaba. Y si no le constaba, era difícil que Bonhomme hubiera encontrado documentos para realizar una copia perfecta. Aunque, pensándolo bien, tal vez la joya original estuviese en algún museo de Francia. Sí, eso era. Pero entonces, ¿por qué los expertos, que siempre andaban a la caza y captura de las piezas perdidas, no la habían encontrado? La conclusión de muchos era que los objetos se habían fundido. Y todavía quedaba el detalle de que el francés se hubiese esforzado tanto en esconder la cruz. ¿Y si bajo su techo tenía a un ladrón?
No, había más. Mucho más. Mari pensó en Bonhomme, confuso hasta producir lástima, en su cuerpo desgastado y en su actitud cortés. Y también, en un recuerdo difuso, absurdo de tan remoto. Tenía un presentimiento, pero no se atrevía a expresarlo. Colocó el libro en su lugar y recogió la joya.
—¿Adónde vas? —preguntó Vicky.
—A comprar —repuso Mari—. El francés no tiene ropa interior limpia y habrá que traérsela para cuando decida salir. No querrás que el pobre se pasee medio desnudo por casa.
—Dios me libre —dijo Vicky—. Tengo camiseta y unos vaqueros, de mi ex. ¿Seguro que quieres salir? Si busco un poco, puede que encuentre algo. El muy imbécil se dejó también su bañador.
Mari negó con la cabeza.
—No va a dormir en bañador, Vicky: necesita un pijama y a estas horas el súper está abierto. Además, tengo que pasarme a ver al cura. Toma… su ropa —dijo—. Pon la casaca fuera para que se oree y mete la camisa a lavar.
—¿Al cura? Pero oye, ¿tú formas parte del coro, o qué? Creía que allí solo iban los viejos. Y no pienso lavarle nada —precisó—. El tío es un machista y está como una chota. No sé cómo te atreves a dejarme aquí con él —dijo haciendo pucheros—. ¿Y si es un violador en serie?
—Vicky, la última vez que un hombre se atrevió a meterte mano salió en camilla y con cinco dientes rotos. Creo que podrás resistir media hora junto a Didier. Tú eres la campeona nacional de jiu jitsu y él está lleno de heridas.
—Ah, ¿pero ahora lo llamas Didier? —comentó ella, malintencionada.
Pero Mari ya estaba saliendo y no le hizo mucho caso.
Vicky se quedó sola y de mal humor. Oía cantar al francés: Amis! Il faut faire une pause; J’aperçois l’ombre d’un bouchon; Buvons à l’aimable Fanchon![13] Y por si fuese poco, le pareció ver saltar un bichito de la casaca. Beej… ¡qué asco! Después de todo, puede que sí se la lavase. Resopló. Mari siempre había sido igual: perros callejeros, lagartijas, gatitos… Era ella quien había traído a Frida. Y ahora, hombres. Menudo marrón. Pero… tal vez pudiese hacer algo para entretenerse. Escuchó de nuevo al francés en el agua y esbozó una sonrisa diabólica.
—¡Oh! Bonsoir, mademoiselle.
Didier acababa de abrir la puerta y la miró, sorprendido y sin rencores. El baño había resultado una delicia. Nunca se lo había pasado tan bien en el agua, las españolas tenían razón. Los dramáticos recuerdos de tinas a medio congelar quedaban lejos, y él, con el pelo húmedo y ya sin roña, se sentía otro hombre. Había frotado, había cantado y, salvo un pequeño e inexplicable momento en el que el grifo había escupido hielo, había estado muy a gusto. Eso y una mínima dosis de champú en los ojos, habían sido los únicos inconvenientes de la experiencia. Miró a Victoire, que sonreía de un modo muy amable, demasiado amable. Tal vez ahora le gustase más su olor. O tal vez (sintió vergüenza), sí que cobrara.
—Bonsoir, monsieur —saludó Vicky, pensando: «¡Dios mío, sí puede quitarse la peste!»—, ¿qué tal el albornoz?
Didier la miró agradecido, pero un poco incómodo. Al fin y al cabo, bajo la tela estaba desnudo.
—Muy bien, mademoiselle. Lo de dejarlo sobre esa máquina fue una gran idea —dijo refiriéndose al calentador.
Vicky asintió, sin mucho interés.
—Ajá… Oiga, mi prima se ha ido. Quiere comprar algunas cosas. Me ha encargado que le diga que tiene ropa en su cuarto. Pero antes, no se olvide de apagar la luz —repuso señalando al techo—. Ya sabe, a nosotras nos cuesta más.
—La… la lumière? —preguntó sorprendido.
—Por supuesto, monsieur —contestó Vicky. Se había colocado delante del interruptor, en un sitio que le permitiera manipularlo sin que Bonhomme se diese cuenta. Y continuó—: somos mujeres… gente bajita. Necesitamos la ayuda de un hombre fuerte para esto. Apáguela, pero con ganas ¿eh?, que a veces se vuelve a encender. Hala: ¡sople, sople!
Didier miró la bombilla y Vicky volvió a sonreír. Dios, qué bien se lo iba a pasar.
[13] ¡Amigos! Hagamos una pausa; veo la sombra de un corcho; ¡brindemos por la amable Fanchon! Canción popular francesa. Se cree que su origen data del siglo XVIII.