Las albóndigas de Herminia y la obligatoria parada en el frigorífico estuvieron a punto de estropear sus planes. Mari era una persona tranquila, pero por una vez, agradeció que la zona tuviese una densidad poblacional tan baja. El asfalto estaba expedito, una línea negra sobre la inmensidad dorada de la Meseta. Al principio serpentearon por comarcales, entre álamos y bosquecillos con los que, de vez en cuando, les obsequiaba la provincia de Burgos. Didier miraba entusiasmado por la ventana, viendo pasar lugares a los que reconocía. Mari lo miró sonriendo. Debía de ser la primera vez que Bonhomme hacía turismo.
Didier le preguntó por todo, desde las torres de alta tensión (con sus nidos de cigüeña), hasta la crisis, la ausencia de cultivos y los pueblos abandonados, un tema bien triste. Mari le respondió con gusto, y después entablaron una charla más amena sobre Herminia, Nicomedes y sus posibles ancestros. Didier averiguó así la genealogía de buena parte de Arroyuelos, aunque no la de Mari Paz, que supuso de forma inocente que ya debía saberlo. Tomaron el carril de aceleración y, en pocos kilómetros, estaban en la ciudad.
El ruido, los edificios y los pasos de peatones, mantuvieron a Didier tan perplejo como la primera vez que lo había llevado en coche. Mari sintió compasión cuando tuvo que aparcar en un subterráneo porque no había otro sitio. Didier no parecía cómodo. Aquella penumbra no era muy acogedora, sobre todo para alguien que se hubiese criado en el campo. Pero, como buen soldado, el francés disimuló su malestar. Mari lo admiró en secreto. Aunque Vicky disfrutase atormentándole, lo cierto es que Bonhomme era muy valiente. ¿Hubiese sabido ella abrirse paso en un nuevo mundo? Resultaba dudoso. Pensó en las películas, donde la gente de otras épocas era descrita como irracional, llena de miedos. Didier no era así. Se esforzaba por comprender. Quizás porque (se recordó), en realidad pertenecía al siglo XXI. Pero, por algún motivo, la cruz volvió a rondar por su mente. Bueno, fuera lo que fuese, enseguida iba a averiguar su patología o la falta de ella. Para eso estaban allí.
Didier y Mari Paz salieron a la calle y ella tuvo que contenerlo en el paso de peatones, explicarle el porqué de semáforos y líneas. A Bonhomme le pareció un buen invento, aunque un poco déspota, tal vez. En su época la policía se encargaba de rendir cuentas sobre rebeldes y enemigos políticos, pero consideraba a sus ciudadanos lo bastante adultos como para evitar hacerse puré contra un carruaje. En aquel nuevo milenio no era así: todo estaba pautado y previsto. Mari y él obedecieron las normas y, en apenas dos minutos, la clínica les dio la bienvenida. La novedad de aquel entorno hizo que Didier dejara de preocuparse por agentes y otros detalles del tráfico. Mari se dirigió hacia el mostrador.
—Buenos días —dijo.
La recepcionista continuó con la vista fija en la pantalla (y Mari tuvo un deja vu recordando a Vicky). Después de apretar un par de teclas, levantó los ojos.
—Ya estoy con usted. ¿Qué necesita?
Mari habló como si fuera una criminal. En cierto modo, sentía que estaba traicionando a Didier.
—Tengo cita con el doctor Arlanza —dijo—. Mi acompañante sufrió un golpe hace poco y me gustaría descartar cualquier tipo de enfermedad previa.
—¿Tiene seguro? ¿Tarjeta sanitaria? —repuso la joven mirando a Didier, que acababa de emplear un Excusez-moi con otro cliente.
—No. Pero yo se lo pago todo —contestó Mari.
Había formas peores de emplear los ahorros que ayudando a alguien. Ya tendría unas buenas vacaciones en otra ocasión.
Mari y Didier pasaron a la sala de espera. Los carteles, el olor a desinfectante y la seria atmósfera provocaron que las preguntas de Didier no se hicieran esperar.
—¿Y ese niño? —dijo.
—Va a vacunarse, monsieur. Por eso no se le ve muy feliz.
Ambos hablaban en voz baja por respeto a otros pacientes. Mari, afable como siempre, ya le había explicado el contenido de algunos gráficos, y ahora pasó a describirle los pormenores de la vacunación. Didier escuchaba con mucho interés. Había oído hablar sobre pruebas similares en su propio ejército, pero las había desechado como meras fantasías. Ahora se sintió inculto y supersticioso. Según Mari, la viruela no era la única enfermedad a la que la medicina había conseguido derrotar. También al sarampión, la difteria, el tétanos…
—Estas últimas son más recientes. De principios del siglo pasado, creo —dijo.
Didier negó con la cabeza. Parecía triste.
—Mi hermano murió de tétanos. A los cuatro años.
Mari no supo qué contestar. Estaba conmocionada.
—Pero… pero… quiero decir, es horrible. ¿Cómo puede…?
El sargento se encogió de hombros, como quien se resigna ante lo peor porque no puede cambiarse.
—Ya sabe, lo de siempre: éramos diez, pero ahora quedamos cinco. Michel fue el que primero, por eso me acuerdo tanto. Bueno, por eso y porque su muerte fue inhumana —dijo lleno de impotencia—. Luego se marchó Clémentine, por neumonía, y François, de meningitis. Joseph y Bertrand eran muy pequeños, no llegaron a aprender a andar. Y mi madre tuvo varios abortos, claro —repuso—. En el fondo es por ella por quien más lo siento. De pequeño uno lo asimila todo. Pero ahora que soy adulto… No sé, debe de ser terrible perder un hijo. Aunque es ley de vida, ¿no? —dijo con tristeza—. Tener muchos bebés para que solo sobrevivan la mitad.
Mari guardó silencio. Nunca había deseado tanto que Didier se lo inventase todo. Tenía el corazón encogido. ¿Cómo podía nadie soportar algo así? Pensó en sus propios hermanos que habían superado una apendicitis y varias gripes fuertes. De haber vivido en otro tiempo, ¿los hubiese visto bajo tierra? El pasado estaba muy bien para recrear y fantástico como objeto de estudio, pero decir que había sido mejor no solo era una falacia, sino un insulto a los muertos.
—¿Y su familia, señorita? —preguntó Didier.
—Es más pequeña —dijo Mari—. Todos… todos están bien.
—Me alegro —afirmó Bonhomme con sinceridad. Seguía siendo una persona amable pese a todo lo que había vivido. Mari sintió un renovado respeto.
—¿El señor Bonhomme? ¿Puede pasar monsieur Bonhomme, s’il vous plaît?
Mari Paz miró a Bonhomme.
—Vamos —dijo—, te acompaño.
—¿Tiene que estar ella aquí? Esto es confidencial.
—Quiero que se quede —respondió Didier taxativo.
—Como quiera. Siéntese, entonces. Puede ayudarme a traducir, no soy nada del otro mundo en esta lengua —repuso—. Así que es usted Didier Bonhomme, natural de ¿Francia?
—Sí. De Saint-Joachim, en Borgoña —contestó él muy serio. Mari lo miró. Qué forma más extraña de enterarse.
—Sus papeles, sus documentos, su carnet… todo se ha extraviado. El mismo día que recibió ese golpe. Y no se acuerda, por ejemplo, del número del DNI.
—Sí. Creo que pudieron robarme. En Francia se dice que la seguridad de las carreteras españolas es muy dudosa —dijo.
Mari Paz y el doctor levantaron las cejas; ella más que él. O Bonhomme les había estado tomando el pelo o había decidido aprovechar los comentarios de Vicky para disimular su ignorancia. Mari sabía que Vicky siempre criticaba todo lo suyo, pero de ahí a la realidad mediaba un trecho. Decir que España era insegura… ¡Ja! Ya le gustaría verlos a los dos en las áreas desiertas de la A-7, donde los maleantes desvalijaban autocaravanas, o en ciertas zonas de Marsella o París.
No obstante, el apunte sirvió para que el psiquiatra fuese menos agresivo.
—Estamos en Burgos, no en Barcelona —dijo. Pero después rebajó el tono—. Dice que… que no se acuerda de documentos básicos.
—Bueno, me llevé un buen golpe hace poco tiempo. Creen que tengo una conmoción. ¿Se le ha caído un pedrusco medieval encima, alguna vez?
Mari tradujo la pregunta.
—Eh… no —reconoció Arlanza, un tanto apurado.
—Pues eso.
Arlanza carraspeó.
—Del accidente ya estoy al tanto, Bonhomme. No dudo de que el golpe debió de ser intenso, ni de que sus análisis de sangre, salvo por la falta de hierro y alguna vitamina, están bien. No es usted un toxicómano. Pero hay detalles que me preocupan en las declaraciones de mis colegas. Dígame, ¿sigue creyendo que es un militar del periodo napoleónico?
Didier contestó con desenfado:
—Oh, non. Fue cosa de un momento. Si usted hubiese recibido un golpe fuerte y después se hubiese despertado con uniforme de dragón, ¿no se sentiría confuso? No es tan raro. Hay recreadores que se meten demasiado en el papel, y eso sin accidentes de por medio.
Arlanza manipuló indeciso el boli. Bonhomme aparentaba una gran seguridad, pero los hechos eran graves.
—Entonces, ¿usted ya no se considera un soldado?
—Para nada —dijo. Pese a su falsa entereza, Didier tenía miedo. No deseaba que ningún médico lo tomase por loco.
—Bueno, pues, si es así… —dijo Arlanza, sacando unos papeles— vamos a salir de dudas. Yo necesito dar un diagnóstico y no me importa decir que usted está bien. Es más, lo prefiero, pero es mejor asegurarse. Me he tomado la libertad de buscar estos test en su idioma, para que se encuentre más cómodo. Así no necesitará que nadie se los traduzca. Verá, el texto describe situaciones que pueden resultarle comunes o no. Tendrá que otorgar una categoría a cada una, como por ejemplo: «me pasa a menudo», «nunca me pasa», «es muy frecuente», etcétera. ¿Ha comprendido?
Didier asintió. Ante la imagen de los papeles (un camino de hormigas negras sobre fondo blanco), empezó a sudar frío. Tenía que mantener las apariencias pero, ¿cómo, si no sabía leer? Igual que había hecho tras el golpe, se acercó al folio en un desesperado intento por disimular.
—Lo lamento —dijo imitando a sus oficiales—, pero la vista no perdona. No tengo anteojos y la letra es muy pequeña.
—No… ¿no tiene «anteojos»? Y, ¿sufre de presbicia? ¿¡A su edad!?
—No es presbicia, hombre —Mari negó con la cabeza—. Parece mentira que no conozca mejor esas enfermedades. Yo soy miope y Didier seguro que es hipermétrope —explicó, rogando porque no pusiera el texto del revés—. Se lo puedo leer, si él está de acuerdo.
—Lo estoy, lo estoy.
—Veamos, ¿cuánto tiempo dedica a pensar en sus delirios?
—¿Delirios? —respondió Didier confuso— ¿Qué delirios?
—Vale, o sea que nada —dijo Mari tachando la pregunta—. En su día a día, ¿escucha voces?
—Con la de Victoire tengo más que suficiente —dijo Didier de mal humor.
Mari tachó la frase. A su lado el doctor Arlanza se sentía un cero a la izquierda. Los dos visitantes fueron rellenando el test hasta que no quedó ninguna pregunta por responder. Bonhomme se lo alargó con gesto confiado.
—Bon… c’est fini —dijo.
Arlanza lo tomó.
—Pues, según esto, todo está bien. Espero que haya contestado de manera sincera, Bonhomme, hago esto en su propio beneficio. El golpe le causó una amnesia pasajera, pero me ha dicho de dónde viene. ¿Recuerda más cosas?
—Uy, sí: el nombre de todos mis hermanos, hermanas, mis padres…
—¿Cuál es su oficio?
—Soy militar —El médico lo miró como un ave de presa—. Quiero decir, soy militar literalmente.
—¿En qué sección del ejército?
Didier tragó saliva.
—Infantería. —La infantería tenía que existir, ¿verdad?, siempre había estado presente. Por favor, ¡que siguiera estándolo!
—¿Y el cuartel está en…?
—Ras le bol, monsieur[18]. Esas son cosas de la seguridad francesa. No tengo por qué contestar. Francamente, está siendo un poco entrometido. Yo no le pregunto a usted dónde vive.
Arlanza calló, incómodo.
—Bueno, solo intentaba ayudarle. Si se encuentra bien ya puede volver a Francia. Seguro que a su familia le inquieta no recibir noticias, puede que hayan llamado al cónsul. De todas formas —añadió—, me gustaría pedirle que me deje ser un buen profesional. El compañero que le trató por primera vez dijo que tal vez fuese adecuado hacer una resonancia, para descartar posibles lesiones. La señorita está dispuesta a ello, ¿no es así?
Mari asintió. Didier miró a uno y a otro, confundido. ¿Qué cuernos sería una resonancia? Esperaba que al menos no le provocase dolor. Los matasanos no se distinguían por su delicadeza.
—Está bien —dijo—. Acepto. ¿Tengo que pincharme? —repuso. No le gustaba el uso de sanguijuelas, pero estaba dispuesto a aceptarlo si no había más remedio.
—No. No necesitamos contraste, ni bebido, ni inyectado —Didier intentó que no se notara su perplejidad—. ¿Tiene claustrofobia? —Al ver su gesto, Arlanza pensó que Mari no había traducido bien—: ¿le agobian los espacios cerrados?
—Hombre, si me meten en una celda, sí.
—No es una celda, pero sí resulta un poco angosto. No se preocupe, puede comunicarse con el técnico a través del sistema de sonido. Si me esperan… debo ir a hablar con él.
Arlanza se levantó dejando a Didier en un mar de dudas. Quería preguntar, pero no se atrevía. Mari vino en su auxilio.
—Un tubo de resonancia es como un túnel en el que la persona se tiende durante bastante tiempo —dijo cuando el doctor los dejó solos—. Hay luces y ruidos, pero no es peligroso. Oiga, Bonhomme —preguntó—, ¿no habrá exagerado un poco ante el médico?
—No quiero que me tomen por loco, señorita —dijo Didier.
—No lo harán —coincidió Mari—. Los procedimientos de ahora no son como los de hace siglos. Pero, tengo que pedirle disculpas, no sabía que el psiquiatra iba a portarse así. Un poco más y se mete a inquisidor.
Didier la miró amablemente.
—No hay nada que perdonar, señorita. Usted intenta ayudarme —dijo.
Era lógico que Mari tuviese dudas. Intentó imaginarse cómo hubiese obrado él si se le hubiera aparecido un loco con pinta de centurión, y no pudo. Probablemente hubiese sido menos amable. Se miraron con timidez.
—En fin —dijo Mari—. Pronto le harán la prueba, y es importante, aunque esté cuerdo. El golpe fue muy fuerte y así descartamos cualquier herida. Y como ahora nos toca esperar, ¿por qué mientras tanto no nos distraemos con… con… ¿¡con test de lógica!? Ni que me hubiesen estado escuchando, caramba —dijo, y sacudió la cabeza.
—Test de logique?
—Sí, son muy entretenidos. En mi trabajo los utilizan a veces para seleccionar personal. Y también se usan en pruebas de inteligencia. Supongo que por eso lo tiene Arlanza aquí. Mire, son series con dibujos. Hay que averiguar cuál es el siguiente. ¿Puede usted hacerlo?
—Mais si… es muy fácil, mademoiselle.
Mari sonrió, pero Didier no lo decía a modo de juego, sino con sincera ingenuidad.
Cuando Arlanza volvió, los había resuelto casi todos.
—La máquina ya está lista. Si vienen por aquí…
Mari Paz siguió a Didier y a su psiquiatra. El médico seguía tratándoles con cierta displicencia, un gran error, no solo por lo reprochable del comportamiento en sí, sino por la equivocación que implicaba. Mari se lo había pasado muy bien junto a Didier. Si Arlanza lo hubiese visto, quizás se le hubiesen bajado un poco los humos.
—Aquí es. Síganme.
Didier miró el círculo de metal con una entereza que estaba lejos de sentir. No le agradaba su aspecto, pero se había enfrentado a cosas mucho peores. Obedeció al doctor que, para ser justos, no parecía un maniático. Después de tenderse y de una odiosa espera, la máquina se puso en marcha y lo arrastró al interior del aquel féretro.
No fue tan terrible como había temido. Para él, unos ruidos extraños no suponían mayor problema; y aguantó, con malestar pero sin excesiva angustia. Solo cuando le dieron permiso, volvió a levantarse.
—Bien. Pues ya está —dijo Arlanza—. No parece que haya nada peligroso, pero averiguarlo será tarea de un especialista. Les enviaremos su diagnóstico con la mayor brevedad —Era una de las parejas más raras que había pasado por su consulta—. En cuanto al pago, Carolina les atenderá si no tienen seguro.
Mari negó con la cabeza.
—No. Antes me gustaría añadir otra tarifa a la factura. Dígame, ¿quedan dosis de antitetánica?
[18] «Hasta aquí, señor»; o también: «esta es la gota que colma el vaso».