Siempre está la creencia falaz de que: «aquí no podría pasar lo mismo; aquí es imposible que pasen esas cosas». Ay, el mal del siglo veinte se puede dar en cualquier sitio de la tierra.
Aleksandr Solzhenitsyn 1
En 1989 cayó el Muro de Berlín y con él el totalitarismo soviético. Atrás quedó el Estado policial comunista que había esclavizado a Rusia y a la mitad de Europa. La Guerra Fría que había dominado la segunda mitad del siglo XX llegó a su fin. La democracia y el capitalismo florecieron en las naciones que antes estaban bajo su yugo. La era del totalitarismo cayó en el olvido, para nunca más representar una amenaza para la humanidad.
O eso dicen. Yo, como la mayoría de los americanos, creía que el peligro del totalitarismo era agua pasada. Hasta que en la primavera de 2015 recibí una llamada de un desconocido que parecía alterado.
La persona que tenía al otro lado del teléfono era un eminente médico estadounidense. Me decía que su anciana madre, una inmigrante checoslovaca en Estados Unidos, había pasado seis años de su juventud como prisionera política en su tierra natal. Ella había formado parte de la resistencia católica anticomunista. Ahora, a sus más de noventa años, la anciana vive con su hijo y su familia, y ha contado recientemente a su hijo estadounidense que los acontecimientos de los que son testigos ahora en este país le recuerdan la época en la que el comunismo desembarcó por primera vez en Checoslovaquia. ¿Qué desató su preocupación? Noticias sobre el histérico linchamiento colectivo en redes sociales a una pizzería de un pequeño pueblo de Indiana cuyos propietarios, cristianos evangélicos, dijeron a un periodista que no servirían el encargo de una boda entre personas del mismo sexo. Tan abrumadoras fueron las amenazas de muerte y a su propiedad —incluyendo las de un usuario de la plataforma Twitter, que twitteó un llamamiento a quemar la pizzería— que los dueños del restaurante echaron el cierre por un tiempo. Mientras tanto, las élites liberales, especialmente en los medios de comunicación, normalmente tan atentas al peligro de que las turbas amenacen la vida y el sustento de las minorías, no se preocuparon por el asalto a la pizzería, que se produjo en el contexto del más amplio debate sobre la colisión entre los derechos de los homosexuales y la libertad religiosa.
El médico nacido en Estados Unidos dijo que había escuchado a sus padres inmigrantes advertirle sobre los peligros del totalitarismo durante toda su vida. No se había preocupado; después de todo, estamos en Estados Unidos, la tierra de la libertad, de los derechos individuales, una nación bajo Dios y el imperio de la ley. Estados Unidos nació de la búsqueda de la libertad religiosa y siempre se había sentido orgulloso de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos que la garantizaba. Pero ahora algo de lo que estaba sucediendo en Indiana le hizo plantearse si su madre tendría razón.
Es fácil tomarse este tipo de cosas a risa. Muchos de los que tenemos padres ya mayores estamos acostumbrados a tener que convencerles para que no se tiren desde un cuarto piso, por así decirlo, después de que el telediario avivara su miedo y ansiedad ante el mundo que se abre más allá del umbral de su puerta. Supuse que probablemente este era el caso de la anciana checa.
Pero había algo que me desconcertaba en la tensión que sentía en la voz del médico y en el hecho de que se hubiera sentido obligado a ponerse en contacto con un periodista que ni siquiera conocía, diciéndome, además, que sería demasiado peligroso para mí mencionar su nombre si escribía sobre él. Empecé a preguntarme lo que él mismo se preguntaba: ¿qué pasa si la vieja checa ve algo que el resto de nosotros no vemos? ¿Qué pasa si realmente nos encontramos ante un giro hacia el totalitarismo en las democracias liberales occidentales y no podemos verlo porque toma una forma diferente a la de antaño?
Durante los años siguientes, hablé con muchos hombres y mujeres que alguna vez habían vivido bajo el comunismo. Les pregunté qué pensaban de la declaración de la anciana. ¿Pensaban también que la vida en Estados Unidos se dirige hacia algún tipo de totalitarismo?
Todos dijeron que sí, a menudo de manera enfática. Mi pregunta les sorprendió en muchos casos porque consideran que la ingenuidad de los americanos en este tema no tiene remedio. Al hablar extensamente con algunos de los emigrantes que buscaron refugio en Estados Unidos, descubrí que están realmente enfadados porque sus compatriotas estadounidenses no reconocen lo que está sucediendo.
¿Qué hace que la situación que emerge en Occidente sea similar a aquella de la que huyeron? Después de todo, toda sociedad tiene reglas, tabúes y mecanismos para hacerlos cumplir. Lo que desconcierta a quienes vivieron bajo el comunismo soviético es esta similitud: las élites y las instituciones de élite están abandonando un liberalismo anticuado, basado en la defensa de los derechos del individuo, para reemplazarlo por un credo progresista que considera la justicia en términos de grupos. Anima a las personas a identificarse con grupos —étnicos, sexuales y de otros tipos— y a pensar en el Bien y el Mal como una cuestión de dinámica de poder entre los grupos. Lo que impulsa a estos progresistas es una visión utópica, una que les mueve a tratar de reescribir la historia y reinventar el lenguaje para reflejar sus ideales de justicia social.
Además, estos progresistas utópicos están cambiando constantemente los estándares de las ideas, del discurso y del comportamiento. Uno nunca puede saber con seguridad cuándo los que ostentan el poder le van a perseguir como a un villano por haber dicho o hecho algo que estaba perfectamente bien el día anterior. Y las consecuencias de violar los nuevos tabúes son extremas, e incluyen perder el modo que tienes de ganarte la vida y arruinar tu reputación para siempre.
Hay gente que se está convirtiendo instantáneamente en paria por haber expresado una opinión políticamente incorrecta o haber provocado de alguna u otra forma a una turba progresista, que amplifica su chivo expiatorio a través de las redes sociales y los medios de comunicación convencionales. Bajo el disfraz de «diversidad», «inclusión», «equidad» y otras jergas igualitarias, la izquierda crea poderosos mecanismos de control del pensamiento y del discurso y margina a los disidentes tachándolos de malvados.
Para los estadounidenses que nunca han vivido este tipo de aturdimiento ideológico, es muy difícil reconocer lo que está sucediendo. Sin duda, sea lo que sea, no es un calco de cómo era la vida en las naciones del bloque soviético, con su policía secreta, sus gulags, su estricta censura y su privación material. Ese es precisamente el problema, advierten estos emigrantes. El hecho de que, en relación con las condiciones del bloque soviético, la vida en Occidente siga siendo tan libre y tan próspera es lo que ciega a los estadounidenses ante la creciente amenaza a la que se ve sometida nuestra libertad. Eso, y la forma en que los que nos privan de libertad lo formulan en un discurso de liberación de las víctimas de la opresión.
«Nací y crecí en la Unión Soviética, y me tiene francamente sorprendido lo que se parecen algunos de estos acontecimientos a la forma en que operaba la propaganda soviética», dice un profesor universitario que ahora vive en el Medio Oeste.
Otro profesor emigrado, este de Checoslovaquia, fue igual de directo. Me dijo que comenzó a notar el cambio hace alrededor de una década: sus amigos bajaban la voz y miraban de reojo quién tenían alrededor al expresar opiniones conservadoras. Cuando él manifestaba sus creencias conservadoras en un tono de voz normal, los americanos comenzaban a inquietarse y analizaban cada punto de la sala para ver quién podría captar sus palabras.
«Crecí así», me dice, «pero se suponía que esto no pasaría aquí».
¿Qué está pasando aquí? El papa Benedicto XVI considera que la sociedad está cayendo presa de una militancia progresista —y profundamente anticristiana—. El papa Benedicto la describe como una «dictadura global de ideologías aparentemente humanistas» que empuja sin tregua a los disidentes a los márgenes de la sociedad. Benedicto llamó a esto una manifestación del «poder espiritual del Anticristo» 2 . Este poder espiritual adquiere forma material en el gobierno y las instituciones privadas, en las corporaciones, en la academia y los medios de comunicación, y en las prácticas cambiantes de la vida cotidiana estadounidense. Cuenta con capacidades tecnológicas sin precedentes para vigilar la vida privada. Prácticamente no queda ningún lugar donde esconderse.
El viejo y duro totalitarismo tenía una visión del mundo que requería la erradicación del cristianismo. El nuevo totalitarismo blando también, y no estamos equipados para resistir su más taimado ataque.
Como sabemos, el comunismo era militantemente ateo y declaró la religión su enemiga mortal. Los soviéticos y sus aliados europeos asesinaron al clero y arrojaron a un número incontable de creyentes, tanto ordenados como laicos, a prisiones y campos de trabajo, donde muchos sufrieron tortura.
¿Y hoy? Occidente se ha vuelto poscristiano, y un gran número de los nacidos después de 1980 rechazan la fe religiosa. Esto significa que, no solo se opondrán a los cristianos cuando defendamos nuestros principios, en particular, en defensa de la familia tradicional, de los roles de género masculino y femenino y de la santidad de la vida humana, sino que ni siquiera entenderán por qué deben tolerar la disensión fundada en creencias religiosas.
No podemos esperar hacer frente al totalitarismo suave que se avecina si no tenemos nuestras vidas espirituales en orden. Este es el mensaje de Aleksandr Solzhenitsyn, el gran disidente anticomunista, premio Nobel y cristiano ortodoxo. Creía que el núcleo de la crisis que creó y sostuvo el comunismo no era político sino espiritual.
Después de que la publicación de su Archipiélago Gulag expusiera la podredumbre del totalitarismo soviético y convirtiera a Solzhenitsyn en un héroe global, Moscú acabó expulsándole a Occidente. En vísperas de su exilio forzado, Solzhenitsyn publicó un mensaje final dirigido al pueblo ruso, que llevaba por título «¡Vivir sin mentiras!». En dicho ensayo, Solzhenitsyn lanzaba sus objeciones a la afirmación de que el sistema totalitario es tan poderoso que el hombre y la mujer ordinarios no pueden cambiarlo.
Tonterías, decía. El totalitarismo se basa en una ideología hecha de mentiras. La existencia del sistema depende del miedo que la gente tenga a desafiar esas mentiras. «Este debe ser el camino que tomemos: ¡Jamás apoyemos mentiras a sabiendas de estar haciéndolo!» 3 . Puede que no seas lo suficientemente fuerte como para plantarte en público y decir lo que realmente crees, pero al menos puedes negarte a afirmar lo que no crees. Quizás no puedas derrocar el totalitarismo, pero puedes encontrar dentro de ti y de tu comunidad los medios para vivir revestido con la dignidad de la verdad. Si no nos queda otra que vivir bajo la dictadura de la mentira, dijo el escritor, entonces nuestra respuesta debe ser: «¡Que su dominio no se aferre a mí!».
¿Qué significa para nosotros hoy vivir sin mentiras? Esa es la pregunta que este libro explora a través de entrevistas y testimonios de cristianos (y de otros) de todo el bloque soviético que vivieron el totalitarismo y que comparten las lecciones que aprendieron a través de una experiencia tan dura.
La primera parte de este libro sostiene que, a pesar de su permisividad superficial, la democracia liberal está degenerando en algo que se asemeja al totalitarismo sobre el que se impuso triunfalmente en la Guerra Fría. Explora las fuentes del totalitarismo, revelando los preocupantes paralelismos entre la sociedad contemporánea y las que dieron origen al totalitarismo del siglo XX. También examinaremos dos factores particulares que definen el creciente totalitarismo blando: la ideología de la «justicia social», que domina la academia y otras instituciones importantes, y la tecnología de vigilancia, que se ha vuelto omnipresente, no por decreto del gobierno, sino a través de la persuasión del capitalismo de consumo. Esta sección termina con una mirada al papel clave que jugaron los intelectuales en la Revolución bolchevique y por qué no podemos permitirnos reírnos de los excesos ideológicos de nuestra propia clase intelectual, tan políticamente correcta.
La segunda parte analiza en mayor detalle las formas, los métodos y las fuentes de resistencia a las mentiras del totalitarismo blando. ¿Por qué la religión y la esperanza que esta da se sitúan en el centro de la resistencia efectiva? ¿Qué tiene que ver la voluntad de sufrir con vivir en la verdad? ¿Por qué la familia es la célula de oposición más importante? ¿De qué manera proporciona el fiel compañerismo resistencia frente a la persecución? ¿Cómo podemos aprender a reconocer los falsos mensajes del totalitarismo y luchar contra su engaño?
¿Cómo lo superaron estos creyentes oprimidos? ¿Cómo se protegieron a sí mismos y cómo protegieron a sus familias? ¿Cómo mantuvieron la fe, la integridad, y hasta la cordura? ¿Por qué están tan ansiosos por el futuro de Occidente? ¿Somos capaces de escucharlos o seguiremos descansando tranquilos en la ilusión de que no puede acontecer aquí?
Una inmigrante de origen soviético que enseña en una universidad de lo más profundo del corazón de los Estados Unidos enfatiza la urgencia de que los estadounidenses se tomen en serio a personas como ella.
«Uno no puede anticipar de qué le van a acusar mañana», advierte. «No tienes idea de qué cosa completamente normal que haces o dices hoy van a usar en tu contra para destruirte. Esto es lo que se vivió en la Unión Soviética. Sabemos cómo funciona esto».
Por otro lado, mi amigo el inmigrante checo me aconsejó que no perdiera el tiempo escribiendo este libro.
«La gente tendrá que experimentarlo primero en sus carnes para entenderlo», dice cínicamente. «Cada vez que trato de explicar a mis amigos o conocidos los acontecimientos actuales y lo que estos entrañan, me enfrento a ojos en blanco o a absolutos disparates».
Quizás tenga razón. Pero escribí este libro para demostrar que estaba equivocado, por el bien de sus hijos y de los míos.