II. La cultura pretotalitaria

Todos los jóvenes aspiran a las soluciones del comunismo o el fascismo cuando no hay alternativas a la desesperación o la disipación 19 .

Nadine Gordimer

Durante una cena en el apartamento de una familia ortodoxa rusa en los suburbios de Moscú, me estremeció lo que contaban a la mesa sobre la opresión soviética bajo la que habían crecido el padre y la madre de la casa. «No entiendo cómo alguien pudo tragarse lo que prometían los bolcheviques», solté sin pensar.

«¿No lo entiendes?», dijo el padre desde el extremo de la mesa. «Pues te lo voy a explicar». Y se lanzó a ofrecernos un repaso histórico de trescientos años hasta desembocar en la Revolución de 1917. Fue una cruda narración de élites ricas y poderosas, incluyendo a los burócratas de la Iglesia, que trataban a los campesinos poco mejor que a animales.

«Los bolcheviques eran perversos», dijo el padre. «Pero ahora puedes ver de dónde salieron».

Aquel ruso tenía razón. Salí escarmentado. La crueldad, la injusticia, la implacabilidad y, a veces, la pura estupidez del gobierno imperial y el orden social rusos no justifican de ninguna manera todo lo que vino después, pero sí explica por qué la generación revolucionaria rusa ansiaba tanto depositar su esperanza en el comunismo. Este prometía una vía para salir del lodazal y la miseria que el victimizado campesino ruso había tenido por suerte desde tiempos inmemoriales.

La historia de aquella Rusia al borde de la Revolución izquierdista tiene más relevancia para la América contemporánea de lo que la mayoría de nosotros creemos.

La Rusia en la que apareció el comunismo se había convertido en una potencia mundial bajo el reinado de la dinastía Romanov, pero el Imperio se desmoronaba a medida que se movía renqueante hacia el siglo XX. A pesar de que el proceso de industrialización de sus rivales daba pasos agigantados, la economía agrícola de Rusia y su población campesina seguían sumidos en el atraso. La nación se vio sacudida hasta la médula por una severa hambruna en 1891, y reveló la debilidad del sistema zarista, al fracasar este miserablemente en responder a la crisis. Un joven monarca, Nicolás II, llegó al poder en 1894, pero demostró ser incapaz de hacer frente a los atroces desafíos que su gobierno tenía delante.

Los intentos anteriores de radicalizar al campesinado no llegaron a ninguna parte al toparse con su profundo conservadurismo. Pero para finales de siglo, la industrialización había dado lugar a una gran subclase urbana de trabajadores que estaban aislados de sus pueblos y, por lo tanto, de las tradiciones y creencias religiosas que los unían. Los trabajadores habitaban en míseras condiciones en las ciudades, explotados por los dueños de las fábricas y sin encontrar ningún tipo de alivio en la figura del zar. Se ignoraron todos los llamamientos a la reforma de la estructura imperial, incluyendo la osificada Iglesia ortodoxa rusa.

Pocos en la sociedad rusa, fuera de la burbuja de la corte imperial, creían que el sistema podría continuar. Pero el zar Nicolás II y sus asesores más cercanos insistían en que apegarse a las formas de la autocracia tradicional les ayudaría a superar la crisis. Los líderes de la Iglesia también ignoraron los llamamientos internos de reforma que emitían los sacerdotes capaces de ver cómo se desvanecía la influencia de la Iglesia. Las clases intelectual y creativa de Rusia cayeron bajo el dominio del prometeísmo, la creencia de que el hombre ostenta ilimitados poderes divinos para hacer que el mundo se adapte a sus deseos.

En retrospectiva, esto parece casi increíble. ¿Cómo es posible que los rusos estuvieran tan ciegos? En cierto sentido, lo suyo era un problema de imaginación. Al reflexionar sobre la velocidad a la que los sueños utópicos se convirtieron en una espeluznante pesadilla, Solzhenitsyn observó:

Si a los intelectuales de las obras de Chéjov que dedicaron todo su tiempo a adivinar lo que sucedería en veinte, treinta o cuarenta años, se les hubiera dicho que en cuarenta años se practicaría en Rusia el interrogatorio mediante tortura; que a los prisioneros les apretarían el cráneo con aros de hierro; que un ser humano sería sumergido en un baño de ácido; que les amarrarían desnudos para que les picaran hormigas y chinches; que les insertarían por el conducto anal una baqueta calentada antes en una estufa (la «marca secreta»); que les pisarían lentamente los genitales con las botas; y que, con suerte, les torturarían sin dormir durante una semana, pasando sed y golpeándoles hasta hacer de su cuerpo una pulpa ensangrentada, ninguna de las obras de Chéjov habría llegado a su fin porque todos los héroes habrían acabado en el manicomio 20 .

Pero los zaristas no fueron los únicos que no lo vieron venir: tampoco lo hicieron los líderes intelectuales del liberalismo ruso. Es algo que simplemente estaba más allá de lo que podían concebir.

Por qué el comunismo atraía a los rusos

El marxismo es un conjunto de doctrinas abstractas y sumamente teóricas que no se pueden comprender fácilmente si no eres un experto en el tema. Asombró a los intelectuales rusos porque sus evangelistas presentaban el marxismo como una religión secular para la era posreligiosa.

Si bien Karl Marx, el profeta del comunismo nacido en Alemania, despreciaba la religión, alumbró una visión de la economía política que sorprendentemente se asemejaba a las promesas del cristianismo apocalíptico. La filosofía política que acabaría llevando su nombre interpretó la historia como la historia de la lucha entre clases. Marx creía que la desigualdad de clases —provocada por los ricos que explotaban a las masas trabajadoras— era la responsable de la desgracia del mundo. La religión era, en palabras de Marx, «el opio del pueblo», y funcionaba como una especie de droga que atenuaba su sufrimiento y les impedía ser conscientes de su verdadera condición. Marx predicó una revolución que arrebataría el control a los ricos (capitalistas) en nombre del proletariado (trabajadores) y establecería un gobierno todopoderoso que redistribuiría los recursos justo antes de desaparecer. De manera crucial, Marx y sus seguidores pronosticaron la revolución como un enfrentamiento sangriento entre el Bien (los trabajadores) y el Mal (los capitalistas) y profetizaron la victoria de la justicia y el establecimiento de un paraíso terrenal.

Marx creía que sus enseñanzas se basaban en la ciencia, que, en el siglo XIX, había desplazado a la religión como la fuente más importante de autoridad entre los intelectuales. El siglo XIX fue la edad de oro del liberalismo europeo, en la que las naciones que habían sido gobernadas por reyes y aristócratas luchaban por reformarse adhiriéndose a líneas constitucionales y republicanas. Rusia rechazó firmemente la reforma. El liberalismo ruso se hundió ante la autocracia zarista y la indiferencia de las masas campesinas.

Los rusos educados fueron siendo conscientes a medida que avanzaba el siglo de hasta qué punto su país agrario estaba quedándose atrás en la carrera por la modernización e industrialización de Europa, tanto política como económicamente. A los rusos más jóvenes también les hacía mucha pupa la vergüenza de los fracasos de sus padres liberales para cambiar el sistema. En medio del declive de Rusia, el marxismo atraía a jóvenes intelectuales inquietos que estaban hartos del viejo orden, habían perdido la fe en reformarlo y estaban desesperados por derribar el sistema y reemplazarlo por algo completamente diferente.

El marxismo representaba el futuro. El marxismo representaba el progreso. El evangelio del marxismo incendió las mentes de los radicales rusos prerrevolucionarios. Sus sacerdotes y profetas eran los intelectuales, que «vivían el secularismo con celo religioso». El historiador Yuri Slezkine escribe: «Convertirse al socialismo era convertirse a la intelectualidad, a una fusión de fe milenaria y aprendizaje permanente» 21 .

El radicalismo de extrema izquierda comenzó difundiéndose entre los intelectuales, principalmente a través de grupos de lectura. Una vez que uno adoptaba la fe marxista veía todos los demás aspectos de su vida con más claridad. Los intelectuales se lanzaron a predicar esta seudoreligión a los trabajadores. Estos misioneros, dice Slezkine, compartían lo que los creyentes religiosos llamarían revelaciones proféticas y llamaban a la conversión a sus oyentes apelando al odio que albergaban en su corazón.

Los radicales llevaron su evangelio a las fábricas una vez que se hubieron hecho con las universidades. Eran muy pocos los trabajadores capaces de comprender la doctrina marxista, pero los misioneros se la enseñaron a aquellos dotados de la habilidad necesaria para traducir lo esencial de la misma a una forma que la gente común pudiera comprender. Estos proselitistas hablaban del sufrimiento del pueblo, de su sentido de la justicia, de su resentimiento —a menudo justificado— hacia sus explotadores. La gran hambruna de 1891-1892 había puesto al descubierto la incompetencia de las clases dominantes rusas. Los evangelistas del marxismo emitieron revelaciones proféticas sobre la tierra que mana leche y miel que aguardaba a las masas una vez que la revolución barriera a los burócratas dominantes.

La mayoría de los revolucionarios procedían de las clases privilegiadas. Sus padres deberían haber sabido que esta nueva fe política que predicaban sus hijos significaría, de llegar a culminarse, el colapso del orden social. Aun con esas, no rechazarían a sus hijos. Escribe Slezkine, «Casi siempre se instigaba a los ‘estudiantes’ en casa mientras aún estaban en la escuela y casi nunca se les maldecía cuando se volvían revolucionarios» 22 . Quizás aquellas madres y aquellos padres no querían alienar a sus hijos. Quizás también ellos habían perdido la fe en el sistema tras la experiencia de la terrible hambruna y de que el incompetente Estado demostrara ser incapaz de cuidar a los hambrientos.

En 1905, Rusia se vio barrida por olas de disturbios civiles. La derrota del Imperio en una guerra con Japón el año anterior había desestabilizado aún más el trono y había fomentado el descontento dentro del ejército. La pobreza generalizada y la inestabilidad económica agitaron tanto al campesinado como a los trabajadores industriales, que finalmente escucharon a aquellos estudiantes intelectuales radicales. El «problema de la nacionalidad» —la incapacidad del Estado para tratar de manera justa a las muchas minorías no rusas que vivían sujetas al gobierno imperial— elevó el conflicto interno a un punto febril. Nicolás II respondió inicialmente con represión, pero la escala de la violencia antiestatal pronto le obligó a aceptar ciertas reformas liberales, incluida la creación de un débil parlamento.

La dinastía Romanov ganó algo de tiempo con la Revolución de 1905, pero el destino de la monarquía rusa se selló con la llegada de la Primera Guerra Mundial en 1914. La humillante derrota de Rusia desembocó en el apocalipsis que llevaba tanto tiempo profetizándose, y que adoptó la forma de la Revolución de Octubre de 1917, dirigida por Vladimir Lenin y el Partido bolchevique. Entre las facciones de extrema izquierda de la Rusia revolucionaria, los bolcheviques eran relativamente pocos, pero se mostraron inteligentes, despiadados y decididos bajo el vigoroso liderazgo de Lenin. Su victoria demostró que, bajo ciertas condiciones, una minoría inteligente y dedicada puede hacerse con el poder absoluto sobre una masa desorganizada, indiferente y carente de líderes.

Un año después de la revolución proletaria, los bolcheviques introdujeron la matanza ideológica masiva, a la que llamaron el Terror Rojo. Así, la clase intelectual radical, con la fe de un granito de mostaza, logró mover la montaña que era Rusia y arrojarla a un mar de sangre.

Tampoco se suponía que iba a suceder allí. Hasta los marxistas doctrinarios europeos creían que era imposible que la Rusia agraria estuviera preparada para la Revolución comunista. Pero lo estaba.

Evangelizando a los vecinos de Rusia

Es cierto que el comunismo llegó a Europa Central a punta de bayoneta soviética, pero esto solo es parte de la verdad. La Primera Guerra Mundial también había debilitado dramáticamente a la sociedad civil en esas naciones y había lanzado a los jóvenes intelectuales a los brazos del marxismo.

«En la década de 1930, antes del surgimiento del régimen comunista, ya existían recias fuerzas en el ámbito cultural que allanaron el camino», dice de su Checoslovaquia natal Patrik Benda, consultor político de Praga. «Todos los artistas e intelectuales defendían las ideas comunistas, y si no estabas de acuerdo, te ponían en una lista negra y te excluían. Y hablo de casi dos décadas antes de que los comunistas llegaran de facto al poder».

La catástrofe aún peor de la Segunda Guerra Mundial fortaleció los argumentos del comunismo. Tras haber soportado las agonías de la ocupación nazi, muchos centroeuropeos estaban desesperados por creer en algo que les garantizaba un futuro brillante. Una superviviente checa de los campos de exterminio nazis escribió más tarde que se unió al Partido Comunista porque asumió erróneamente que era el polo opuesto del nazismo.

Cuando los comunistas locales tomaron el poder, respaldados por el poder soviético, no quedaba mucho en aquellas exhaustas poblaciones con lo que oponer resistencia. Escribe la historiadora Anne Applebaum: «Y así, la gran mayoría de los europeos del Este no hicieron un pacto con el diablo ni vendieron su alma para convertirse en chivatos, sino que sucumbieron a la constante y omnipresente presión psicológica y económica diaria» 23 .

Así es como todos los pueblos de Europa del Este cayeron bajo dictaduras comunistas sostenidas por el poder soviético. Para la gente de esas naciones cautivas, el totalitarismo significaba la destrucción casi total de cualquier institución independiente del Estado. Significaba una completa sumisión económica al Estado y un empobrecimiento material generalizado. Significaba la politización de todos los aspectos de la vida, impuesta por la policía secreta, las cárceles y los campos de trabajo. Significaba la dura persecución de los creyentes, el aplastamiento de la libertad de expresión y la eliminación de la memoria histórica y cultural. Y cuando algunos pueblos valientes —húngaros en 1956, checos en 1968— se enfrentaron a sus opresores, las fuerzas armadas soviéticas y aliadas les invadieron para recordarles quién era el amo y quiénes eran los esclavos.

Durante más de cuatro décadas, hasta que el comunismo colapsara en 1989, millones de europeos del Este soportaron este cautiverio del Estado policial. Para el pueblo ruso, esta esclavitud bajo el comunismo duró unas décadas más y fue aún más dura. Es cierto que los comunistas se aferraron al poder mediante el puro terror y ejerciendo el monopolio de la fuerza. Pero no podemos perder de vista el hecho de que el comunismo no salió de la nada, que realmente hubo personas cuyas vidas eran tan duras y que estaban tan desesperadas que las proclamas utópicas de los fanáticos marxistas sonaban a algo así como la salvación.

En las condiciones adecuadas, sí, también puede suceder aquí. No sucedería de la misma manera que en Rusia y Europa del Este —los tiempos han cambiado— pero la tentación totalitaria se presenta con el rostro del siglo XXI. Los paralelismos entre un Estados Unidos en declive y la Rusia prerrevolucionaria no son exactos, pero son inquietantemente cercanos.

El viejo mundo del liberalismo clásico está en las últimas en todo el mundo occidental, pero su sucesor aún está por nacer. El estancamiento económico, el endeudamiento y las brechas cada vez mayores entre los ricos y todos los demás se están moviendo a la vanguardia de la política, y los partidos se están desplazando hacia extremos ideológicos. Este patrón se está repitiendo en toda Europa a medida que los partidos centristas de izquierda y de derecha pierden votantes ante los más radicales de la tradición marxista o los populismos de derecha.

Aparte de los signos sociales, institucionales y económicos de declive que estos países comparten —que las élites estadounidenses parecen no ver y que se muestran incapaces de abordar— la incapacidad del gobierno federal de Estados Unidos para responder de manera efectiva a la pandemia de Covid-19 concuerda terriblemente con la vergonzosa respuesta del régimen zarista a la hambruna de la década de 1890. Ambos desastres naturales causaron sufrimiento masivo y revelaron un deterioro sistémico en los hábitos e instituciones de la autoridad gobernante.

A diferencia de los rusos imperiales, no es probable que nos enfrentemos a disturbios generalizados e insurrecciones armadas. No tenemos a un Lenin en el exilio, a la espera de regresar en un tren sellado a América para tomar el mando de la revolución. Relativamente pocas personas podrían estar convencidas de que Karl Marx tiene la respuesta a nuestros problemas. Por lo que sabemos, no se está gestando una nueva religión política en las cervecerías o en los cafés.

Pero eso no significa que no se den las condiciones para que se dé una forma nueva y diferente de totalitarismo. El término «totalitarismo» fue empleado por primera vez por los partidarios del dictador fascista Benito Mussolini, quienes definieron el totalitarismo de manera concisa: «Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado». Es decir, el totalitarismo es un Estado en el que no se puede permitir que exista nada que contradiga la ideología dominante de una sociedad.

¿Qué tipo de gente puede estar tan desmoralizada para que esto, la sumisión a un programa ideológico totalizador, le resulte atractivo? Recurramos a Hannah Arendt en busca de la respuesta.

Cómo ver venir el totalitarismo

En 1951, después tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, Arendt publicó Los orígenes del totalitarismo, el referente de esta filósofa política sobre lo que había sucedido en Alemania y la Unión Soviética, en un intento por comprender cómo unas ideologías tan radicales se habían apoderado de las mentes de los hombres. Según Arendt, las siguientes condiciones abonaron el terreno y lo prepararon para que brotaran y crecieran las venenosas ideas que habían plantado los activistas ideológicos.

Soledad y atomización social

Los movimientos totalitarios, decía Arendt, son «organizaciones de masas de individuos atomizados y aislados». Y añade:

Lo que prepara a los hombres para la dominación totalitaria en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana de crecientes masas de nuestro siglo 24 .

La teórica política escribió esas palabras en la década de 1950, un período que consideramos una época dorada de cohesión comunitaria. Hoy en día, los científicos reconocen ampliamente la soledad como un problema social, e incluso médico, de gran gravedad. En el año 2000, el politólogo de Harvard Robert Putnam publicó Solo en la bolera 25 , un aclamado estudio que documenta el pronunciado declive de la sociedad civil desde mediados del siglo pasado y la resultante atomización de Estados Unidos.

Desde el libro de Putnam, hemos experimentado el auge de las redes sociales, que ofrecen un facsímil de «conexión». Sin embargo, nos volvemos cada vez más solitarios y aislados. No es una coincidencia que los millennials y los miembros de la Generación Z registren tasas de soledad mucho más altas que los estadounidenses de más edad, así como un apoyo significativamente mayor al socialismo. Es como si aspiraran a una política que pueda reemplazar a la comunidad que desearían tener.

Seguro que tarde o temprano la soledad y el aislamiento tendrán efectos políticos. Las masas que apoyan los movimientos totalitarios, dice Arendt, surgieron «de los fragmentos de una sociedad muy atomizada cuya estructura competitiva y cuya concomitante soledad sólo habían sido refrenadas por la pertenencia a una clase» 26 .

La confianza cívica es otro vínculo que mantiene unida a la sociedad. Arendt escribe que el gobierno soviético, en un esfuerzo por monopolizar el control, hizo que los soviéticos se volvieran los unos contra los otros. En Estados Unidos, no hemos visto nada así como el agresivo desmantelamiento de la sociedad civil a manos del Estado, pero eso no significa que no esté ocurriendo de todos modos.

En Solo en la bolera , Putnam documentó la ruptura de los lazos cívicos desde la década de 1950. Los estadounidenses asisten a menos reuniones de clubes, salen menos por la noche, cenan menos juntos como familia y están mucho menos conectados con sus vecinos. Están desconectados de los partidos políticos y se muestran más escépticos ante las instituciones. Pasan mucho más tiempo a solas viendo la televisión o en Internet. El resultado es que la gente corriente se siente aislada y vulnerable y tiene más ansiedad.

Una organización política llena de individuos alienados que apenas comparten noción de comunidad y metas son los principales objetivos de las ideologías totalitarias y los líderes que prometen solidaridad y sentido.

Perder la fe en las jerarquías e instituciones

Los estadounidenses comenzaron a perder la fe en las instituciones y jerarquías en la década de 1960. En Europa, sin embargo, comenzó inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Al examinar la escena política en Alemania durante la década de 1920, Arendt notó una «aterradora solidaridad negativa» entre personas de diversas clases, que compartían la idea de que todos los partidos políticos estaban repletos de bobos.

¿Somos acaso hoy tan diferentes? Según Gallup, la confianza de los estadounidenses en sus instituciones —políticas, mediáticas, religiosas, legales, médicas, corporativas— se encuentra en mínimos históricos en todos los ámbitos. Solo los militares, la policía y las pequeñas empresas conservan la fuerte confianza de más del cincuenta por ciento. Las normas democráticas están bajo presión en muchas naciones industrializadas, con el apoyo a los principales partidos de izquierda y derecha en declive.

En la Europa de la década de 1920, dice Arendt, el primer indicio del totalitarismo venidero fue que los partidos establecidos fracasaron en atraer a miembros más jóvenes y las masas pasivas se inclinaron por considerar alternativas radicales a los desacreditados partidos dirigentes.

La pérdida de fe en la política democrática es señal de una inestabilidad más profunda y amplia. A medida que el individualismo radical se ha vuelto más omnipresente en nuestra cultura, impulsada por el consumo, las personas han dejado de buscar fuera de sí mismas fuentes fidedignas de significado. Esta es la culminación del objetivo del liberalismo moderno: liberar al individuo de cualquier obligación que no hayan elegido.

Pero esto impone una terrible carga psicológica al individuo, muchos de los cuales pueden buscar la liberación en las certezas y la solidaridad que ofrecen los movimientos totalitarios.

El sociólogo Émile Durkheim observó que muchas de las personas que se habían liberado de los lazos de la religión no prosperaban en aquella libertad. De hecho, perdieron un sentido compartido de propósito, significado y comunidad. Varias de estas personas se suicidaron desesperadas. Según Durkheim, lo que ocurrió a estos individuos también podría sucederles a las sociedades.

Se puede ser igual de destructivo con una bola de demolición como desatendiendo la labor de construcción. Philip Rieff dijo que el colapso de un orden civilizado comienza cuando sus élites dejan de ser capaces de transmitir la fe en sus instituciones y costumbres a las generaciones más jóvenes. El politólogo Yascha Mounk tuiteó lo siguiente al observar el colapso de los valores democráticos liberales entre las élites estadounidenses:

Es revelador que, en el año de 2019, la noción de que uno de los propósitos de la educación cívica podría ser convencer a los estudiantes de que, de hecho, hay algo que vale la pena en nuestro sistema político, parece serles algo extraña a muchos miembros de las instituciones de élite 27 .

El deseo de transgredir y destruir

La generación de escritores y artistas posterior a la Primera Guerra Mundial estuvo marcada por la adopción de filosofías y la celebración de actos anticulturales como una forma de demostrar su desprecio a las jerarquías, las instituciones y las formas de pensamiento establecidas. Arendt dijo de algunos escritores que glorificaba el ansia de poder: «No leyeron a Darwin, sino al Marqués de Sade» 28 .

Se refería a que estos autores no se valían de teorías intelectuales respetables para justificar su transgresión, sino que se sumergían en lo más básico de la naturaleza humana y consideraban esto un acto de liberación. Cómo juzgaba Arendt a las élites de la posguerra que se burlaban imprudentemente de la respetabilidad podría aplicarse fácilmente a aquellos contemporáneos nuestros que hacen a un lado los principios liberales como el juego limpio, la neutralidad racial, la libertad de expresión y la libre asociación al considerarlos obstáculos para la igualdad. Arendt escribió:

Los miembros de la élite no pusieron reparos al hecho de tener que pagar un precio, la destrucción de la civilización, por el placer de ver cómo se abrían camino aquellos que habían sido injustamente excluidos en el pasado 29 .

La revolución sexual no inventó el considerar la sexualidad transgresora un bien social. Al igual que el Occidente contemporáneo, la Rusia imperial tardía también estaba inundada de lo que el historiador James Billington llamó «una preocupación por el sexo que no tiene parangón en la cultura rusa anterior» 30 . La temeridad sexual, las celebraciones de la perversión y toda forma de sensualidad eran algo común entre la élite social e intelectual. Y no solo entre las élites: las masas trabajadoras, solas en la ciudad, sin iglesia que uniera sus conciencias con la culpa, o chismes del pueblo que las avergonzaran, encontraban consuelo en el sexo.

El fin de la censura social después del levantamiento de 1905 abrió las puertas a la literatura erótica, que se vio renovada en la pasión sexual. «La sensualidad de la época era demoníaca en un sentido muy íntimo» 31 , escribe Billington, detallando cómo Satanás se convirtió en un héroe romántico para artistas y músicos. Admiraban la disposición diabólica de no detenerse ante nada para satisfacer los deseos y ejercer la voluntad propia.

La propaganda y la disposición a creer mentiras útiles

Heda Margolius Kovály, una comunista checa desilusionada cuyo marido fue ejecutado después de una farsa de juicio en 1952, reflexiona sobre lo dispuesta que está la gente a dar la espalda a la verdad en favor de una causa ideológica.

Un régimen totalitario no tiene muy difícil mantener a la gente en la ignorancia. Una vez que renuncian a su libertad en aras de «lo que se entiende como necesidad», por la disciplina del Partido, por la conformidad con el régimen, por la grandeza y gloria de la Patria, o por cualquiera de los sustitutos que se ofrecen de manera tan convincente, ceden su derecho a la verdad. Se te escapa la vida lentamente, gota a gota, como si te hubieras hecho un corte en la muñeca; te has condenado voluntariamente al desamparo 32 .

Puedes renunciar a la responsabilidad moral de ser honesto a consecuencia de un idealismo descarriado. También puedes renunciar a ella por odiar a los demás más de lo que amas la verdad. En los Estados pretotalitarios, escribe Arendt, el odio a la «sociedad respetable» era tan narcótico que las élites estaban dispuestas a aceptar «monstruosas falsificaciones de la historiografía» con el fin de contraatacar a quienes, en su opinión, habían «excluido del recuerdo de la Humanidad a los menos privilegiados y a los oprimidos» 33 . Por ejemplo, muchas personas que realmente no aceptaban el revisionismo marxista —que considera la historia una manifestación de la lucha de clases— estaban dispuestos a sostenerlo porque les era una herramienta útil para castigar a aquellos que despreciaban.

A continuación muestro un ejemplo importante de cómo esto sucede aquí y ahora. En 2019, The New York Times, el periódico más influyente del mundo, lanzó el «Proyecto 1619», un intento masivo de «replantear» 34 (la palabra del Times ) la historia estadounidense sustituyendo la Declaración de Independencia de 1776 como tradicional hito fundacional de los Estados Unidos por el año en que llegaron los primeros esclavos africanos a América del Norte 35 .

Ninguna persona seria niega la importancia de la esclavitud en la historia de Estados Unidos. Pero ese no es el objetivo del Proyecto 1619. Su objetivo es revisar la identidad nacional de Estados Unidos haciendo del odio racial un elemento central del mito fundacional de la nación. A pesar de que la afirmación principal del proyecto (que los patriotas lucharon en la revolución estadounidense para mantener la esclavitud) ha sido completamente desacreditada, la élite del periodismo consideró oportuno otorgar al director del proyecto un Premio Pulitzer por su contribución. Equipado con esta incomparable imprimatur de respetabilidad que el establishment otorga, el Proyecto 1619, que ya se ha enseñado en 4500 aulas 36 , llegará a muchas más.

La propaganda contribuye a cambiar el mundo al crear una falsa impresión de cómo este es. Escribe Arendt: «La fuerza que posee la propaganda totalitaria —antes de que los movimientos tengan el poder de dejar caer telones de acero para impedir que nadie pueda perturbar con la más nimia realidad la terrible tranquilidad de un mundo totalmente imaginario— descansa en su capacidad de aislar a las masas del mundo real» 37 .

En 2019, Zach Goldberg, un estudiante de doctorado en Ciencias políticas en Georgia Tech, analizó en profundidad LexisNexis, la mayor base de datos del mundo de documentos abiertos al público, incluyendo artículos de medios de comunicación. Descubrió que, durante un período de nueve años, la tasa de noticias que utilizan jerga progresista asociada con la teoría crítica de izquierdas y los conceptos de justicia social se ha disparado hasta la estratosfera 38 .

¿Qué significa esto? Que los principales medios de comunicación enmarcan la comprensión del público en general de las noticias y los acontecimientos de acuerdo con lo que hasta hace muy poco era una ideología radical confinada a las élites intelectuales de izquierdas. Debe admitirse que los medios de comunicación de derecha, aunque fuera de la corriente principal, a menudo tienen un efecto similar sobre los conservadores: afirmarles que lo que creen sobre el mundo es verdad. Para todos los usuarios de las redes sociales —incluyendo casi las tres cuartas partes de los adultos estadounidenses que usan Facebook y el 22 por ciento que usa Twitter— el sistema viene con el refuerzo de creencias políticas anteriores integrado. Nos condicionan a aceptar que es verdad todo lo que nos parezca correcto. Como escribió Arendt sobre las masas pretotalitarias:

No creen en nada visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en sus ojos ni en sus oídos, sino sólo en sus imaginaciones, que pueden ser atraídas por todo lo que es al mismo tiempo universal y consecuente en sí mismo. Lo que convence a las masas no son los hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino sólo la consistencia del sistema del que son presumiblemente parte 39 .

Maniáticos de la ideología

¿Por qué la gente está tan dispuesta a creer mentiras que se pueden verificar? Lo desesperadas que están las personas alienadas por una historia que les ayude a dar sentido a sus vidas y les diga qué hacer explica esto. Para un hombre desesperado por creer, la ideología totalitaria es más preciosa que la vida misma.

«Pueden incluso mostrarse dispuestos a colaborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mismos la pena de muerte con tal de que no se vea afectado su estatus como miembros del movimiento», escribió Arendt. De hecho, los archivos de los juicios estalinistas de los años 30 están llenos de confesiones falsas de comunistas devotos que estaban dispuestos a morir antes que admitir que el comunismo era mentira.

Los servidores más dedicados del totalitarismo suelen ser idealistas, o al menos lo son al principio. Margolius Kovály testifica que ella y su esposo abrazaron inicialmente el comunismo precisamente porque era muy quijotesco. Daba a los que habían salido del infierno una visión del paraíso en la que creer.

Una de las frases más usadas del progresismo contemporáneo —lo personal es político — captura el espíritu totalitario, que busca infundir conciencia política en todos los aspectos de la vida. De hecho, la izquierda empuja su ideología cada vez más dentro del ámbito personal, dejando cada vez menos áreas de la vida cotidiana sin disputa. Esto, advirtió Arendt, es una señal de que en una sociedad se están gestando las condiciones necesarias para el totalitarismo, porque eso es esencialmente el totalitarismo: la politización de todo.

Infundir ideología en todos los aspectos de la vida era un aspecto estándar del totalitarismo soviético. A principios de la era de Stalin, N. V. Krylenko, un comisario político soviético, arrolló a los jugadores de ajedrez que querían mantener la política fuera del juego.

«Debemos terminar de una vez por todas con la neutralidad del ajedrez», dijo. «Debemos condenar de una vez por todas la fórmula ‘el ajedrez por el ajedrez’, como la fórmula ‘el arte por el arte’. Debemos organizar brigadas de choque de jugadores de ajedrez y comenzar inmediatamente la materialización de un Plan Quinquenal para el ajedrez» 40 .

Una sociedad que valora la fidelidad más que la experiencia

«El totalitarismo en el poder sustituye invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad», escribió Arendt 41 .

Todos los políticos valoran la lealtad, pero pocos la considerarían la cualidad más importante en el gobierno, y menos aún lo admitirían. Pero el presidente Donald Trump rompe las reglas de muchas maneras. Una vez dijo: «Valoro la lealtad por encima de todo lo demás, más que el cerebro, más que la predisposición y más que la energía» 42 .

Su exaltación de la lealtad personal por encima de la experiencia es deshonrosa y viciosa. Pero, ¿cómo pueden quejarse los liberales? La lealtad al grupo o a la tribu es el núcleo de la política de identidad de izquierdas. La lealtad a una ideología sobre la experiencia no es menos inquietante que la lealtad a una personalidad. Esto está en el corazón de la «cultura de cancelación», en la que los transgresores, por nimias que sean sus ofensas, son arrojados a las tinieblas.

A principios de 2020, surgió una asombrosa controversia sobre esta cultura del ninguneo en la que Jeanine Cummins, autora de una novela muy esperada sobre la experiencia de los inmigrantes mexicanos, sufrió un salvaje ataque en los medios de comunicación por parte de algunos escritores latinos progresistas que acusaron a la mujer blanca de apropiarse de las experiencias de los latinos. Algunas latinas prominentes que habían elogiado el libro antes de su publicación, incluida la novelista Erika L. Sánchez y la actriz Salma Hayek, retiraron su respaldo para que no pareciera que eran desleales a su grupo.

Más allá de esta cultura de la cancelación, que es reactiva, las instituciones están incorporando pruebas ideológicas para eliminar a los disidentes de sus sistemas. En las instituciones del sistema de la Universidad de California, por ejemplo, los docentes que deseen postularse para puestos fijos tienen que refrendar su compromiso con la «equidad, diversidad e inclusión», y haberlo demostrado, incluso si no tiene nada que ver con su campo. Se requieren similares juramentos de lealtad a lo políticamente correcto en los principales centros públicos y privados.

Las pruebas de lealtad de facto a la ideología de la diversidad son comunes en las empresas estadounidenses. En su condición de inventor de JavaScript, Brendan Eich era una de las figuras más importantes de los primeros años de Internet. Pero en 2014, se vio obligado a abandonar el timón de Mozilla, la empresa que fundó, después de que los empleados se opusieran a una pequeña donación que hizo a la campaña de 2008 para evitar la aprobación del matrimonio homosexual en California.

Un médico estadounidense nacido en la Unión Soviética me confió —una vez que accedí a no usar su nombre— que nunca publica nada remotamente controvertido en las redes sociales, porque sabe que el departamento de recursos humanos de su hospital monitorea las cuentas de los empleados en busca de pruebas de deslealtad hacia el credo progresista de «diversidad e inclusión».

Ese mismo médico me reveló que la ideología de la justicia social está obligando a médicos como él a ignorar su formación médica y su juicio cuando se trata de la salud de las personas transgénero. Dijo que dentro de su institución no se les permite aconsejar a los pacientes con disforia de género que no se sometan a los tratamientos que desean, incluso cuando un médico cree que va en contra de la salud de ese paciente en particular.

Los intelectuales son la clase revolucionaria

En la era populista que nos ha tocado en suerte, los políticos y polemistas de los programas de radio pueden encolerizar a una multitud denunciando a las élites. Sin embargo, en la mayoría de las sociedades, las élites intelectuales y culturales determinan la dirección de esta a largo plazo. «[E]l actor clave en la historia no es el genio individual, sino la red y las nuevas instituciones que se crean a partir de esas redes», escribe el sociólogo James Davison Hunter 43 . Si bien es posible que una idea revolucionaria surja de las masas, dice Hunter, «no gana tracción hasta que no la adoptan y propagan las élites» que trabajan a través de «sus poderosas instituciones y sus redes bien desarolladas» 44 .

Por eso es de vital importancia vigilar el discurso intelectual, y aquellos que no lo hacen han bajado la guardia. Como dijo el disidente polaco Czesław Miłosz en el exilio, «No fue hasta mediados del siglo XX que los habitantes de muchos países europeos llegaron, en general de manera desagradable, a comprender que su destino podría verse influido directamente por intrincados y abstrusos libros de filosofía» 45 .

Arendt advierte de que la experiencia totalitaria del siglo XX nos muestra cómo una minoría determinada y hábil puede llegar a gobernar a una mayoría indiferente y apática. En nuestra época, la mayoría de la gente no considera digna de atención la locura de lo políticamente correcto de los radicales de los campus universitarios y se burlan de ellos llamándolos cosas como «copos de nieve» (snowflakes) y «guerreros de la justicia social».

Pero esto es un craso error. Los guerreros de la justicia social (GJS) están desempeñando un papel histórico similar al de los bolcheviques en la Rusia prerrevolucionaria al radicalizar la clase más amplia de las élites. Las filas de los GJS están llenas de jóvenes de clase media, laicos y educados, atormentados por la culpa y la ansiedad que les han generado sus propios privilegios, alienados de sus propias tradiciones y desesperados por identificarse con algo, o alguien, que les dé un sentido de plenitud y un propósito. Para ellos, la ideología de la justicia social, definida no por la enseñanza de la Iglesia, sino por los teóricos críticos en la academia, funciona como una seudoreligión. Lejos de limitarse a los campus y a las áridas revistas intelectuales, los ideales de los GJS están transformando las instituciones de élite y los sistemas de poder e influencia.

Los miembros del culto de la justicia social de hoy en día son tenues imitaciones de Lenin y sus ardientes discípulos. Dejando a un lado la implacable facción Antifa, restringen su violencia a las palabras y al acoso dentro de los contextos institucionales burgueses. Prefieren burlarse de los administradores universitarios, profesores y profesionales liberales. A diferencia de los bolcheviques, que eran revolucionarios endurecidos, los GJS se salen con la suya, no derramando sangre, sino derramando lágrimas.

Sin embargo, existen claros paralelismos, paralelismos que pueden identificar aquellos que han pasado parte de su vida en un régimen comunista.

Como los primeros bolcheviques, los GJS están completamente alienados de la sociedad. Ellos también creen que la justicia depende de la identidad de grupo y que hacer justicia significa arrebatar el poder a los explotadores y entregárselo a los explotados.

Los miembros del culto de la justicia social, como los primeros bolcheviques, son intelectuales cuyo evangelio se difunde por medio de la agitación intelectual. Es un evangelio que depende de despertar e imbuir odio en los corazones de aquellos a quienes se les quiere inducir a la conciencia revolucionaria. Por eso es inmensamente importante para ellos haber establecido sus bases dentro de las universidades, donde pueden adoctrinar en su rencorosa ideología a aquellos que trabajarán en las instituciones de la sociedad cuando se marchen de allí.

Al igual que los revolucionarios marxistas de Rusia, nuestros GJS creen que la ciencia está de su lado, incluso cuando sus afirmaciones no son científicas. Por ejemplo, los activistas transgénero insisten en que sus creencias radicales son científicamente sólidas. A los científicos y médicos que no están de acuerdo se les expulsa de sus instituciones o se les intimida para que mantengan la boca cerrada.

Los miembros del culto de la justicia social son utopistas que creen que el ideal del progreso requiere destruir todas las viejas convenciones en aras de la liberación de la humanidad. A diferencia de sus predecesores bolcheviques, no quieren apoderarse de los medios de producción económica, sino de los medios de producción cultural. Creen que una vez que la humanidad se libere de las cadenas que nos unen —nuestra condición de personas blancas, el patriarcado, el matrimonio, el género binario, etc.— experimentaremos una forma de vida radicalmente nueva y mejorada.

Por último, a diferencia de los bolcheviques, que querían destruir y reemplazar las instituciones de la sociedad rusa, nuestros guerreros de la justicia social adoptan una estrategia marxista posterior para lograr el cambio social: se abren paso a través de las instituciones de la sociedad burguesa, las conquistan y las usan para transformar el mundo. Por ejemplo, la causa LGTB se aseguró la victoria definitiva cuando las empresas estadounidenses la abrazaron como parte de su estrategia de marketing.

Fatalismo futurista

Pero que quede claro que ni la soledad, ni la atomización social, ni el surgimiento del radicalismo de la justicia social entre las élites que ostentan el poder… nada de esto ni ningún otro de los factores que mencionamos aquí significa que el totalitarismo sea inevitable. Pero sí significa que las debilidades de la sociedad estadounidense contemporánea concuerdan con las condiciones de un Estado pretotalitario.

Como los rusos imperiales, los estadounidenses bien podemos estar viviendo en una niebla de autoengaño sobre la estabilidad de nuestro propio país. Recapitulemos.

La fe en la mayoría de las instituciones importantes ha disminuido drásticamente. La rigidez de las ideologías tiene tan dividida la política que es difícil que el gobierno federal de Estados Unidos pueda hacer algo. La participación en la vida cívica se está hundiendo. A medida que el Estado se ahoga en océanos de deuda, el reparto desigual de la riqueza alcanza un máximo de casi cien años y la clase media se reduce.

Las generaciones más jóvenes están abandonando la religión, que une y dota a las sociedades de un propósito. Los líderes de la Iglesia no saben cómo lidiar con esta crisis crónica. Ajenos a la realidad, al igual que la jerarquía y el clero ortodoxos del período imperial tardío, muchos no parecen darse cuenta de lo que está sucediendo, y mucho menos saber cómo abordar este declive.

La pornografía está por doquier, pero el matrimonio y la formación de familias se están extinguiendo. La nuestra es también una época intensa en lo sensual, que enfatiza las experiencias sensoriales sobre los ideales espirituales y racionales. No se cuestiona seriamente que el deseo sexual sea el hecho central de la identidad contemporánea (es revelador que, en el conflicto irreconciliable entre la libertad religiosa y los derechos de los homosexuales, este último esté ganando la guerra). La rápida aceptación de la ideología de género es una clara señal de que el prometeísmo y el sensualismo se han unido y han derrocado el antiguo orden. Internet ha hecho que al menos una generación crezca con la pornografía, superando con creces cualquier cosa que pudieran haber imaginado los que anularon la ley de censura de Rusia en 1905.

El prometeísmo que impulsaba a los rusos prerrevolucionarios predomina en los Estados Unidos del siglo XXI. Como habitantes de la nación moderna por excelencia, los estadounidenses siempre han alabado la ciencia, la tecnología y el hombre hecho a sí mismo. Hoy en día, nuestros sueños se fabrican en Sillicon Valley, que genera una riqueza espectacular y la convicción de que el cambio utópico nos llegará a través del avance tecnológico.

El colapso, seguido de la reconstrucción revolucionaria, podría ocurrir mucho más rápido de lo que pensamos. Como expresó el Dr. Silvester Krč méry, uno de los discípulos del padre Kolaković :

Vivimos, contentos y seguros, con la idea de que, en un país civilizado, en el entorno mayoritariamente culto y democrático de nuestro tiempo, un régimen tan coercitivo es imposible. Olvidamos que, en países inestables, una determinada estructura política puede conducir al adoctrinamiento y al terror, donde los elementos individuales y las etapas de lavado de cerebro ya están implementados. Esto, al principio, pasa bastante desapercibido. Sin embargo, a menudo en muy poco tiempo, puede convertirse en un sistema totalitario antidemocrático 46 .

No hace falta más que un catalizador como la guerra, la depresión económica, la peste o alguna otra crisis severa y prolongada que ponga en duda la legitimidad del sistema democrático liberal. Como advirtió Arendt hace más de medio siglo:

Existe una gran tentación de desembarazarse de lo intrínsecamente increíble por medio de racionalizaciones liberales. En cada uno de nosotros acecha un liberal que nos halaga con la voz del sentido común. El camino hacia la dominación totalitaria pasa por muchas fases intermedias, para las cuales podemos hallar numerosos precedentes y analogías […]. Lo que el sentido común y la «gente normal» se niegan a creer es que todo sea posible 47 .

Los guerreros de la justicia social y los teóricos de su causa no son «personas normales» que rigen su vida con sentido común. La creencia ciega en el progreso es la fuerza que impulsa su febril utopía. La ideología del progreso, que nos ha acompañado de diversas formas desde la Ilustración, explica su confiado sectarismo. También explica por qué tanta gente común que no está especialmente comprometida con la política encuentra difícil negarse a las demandas de los GJS. No podemos comprender el hipnótico encanto del totalitarismo de izquierdas o descubrir la mejor manera de ofrecer resistencia a sus defensores a menos que comprendamos que sus más dedicados apologetas no son más que devotos del Mito del Progreso.