III. El progresismo como religión
Las personas que están fascinadas por la idea del progreso no advierten que todo camino hacia adelante es al mismo tiempo un camino hacia el fin.
Milan Kundera, El libro de la risa y el olvido 48
En 1905, la alta sociedad moscovita ofreció un banquete en honor al promotor artístico ruso Sergei Diaghilev en el Hotel Metropol de Moscú. Diaghilev había comisariado recientemente en San Petersburgo una exposición épica de retratos que había seleccionado en un exhaustivo recorrido por las casas particulares de los ricos. La cena era para celebrar su éxito. Diaghilev sabía que Rusia estaba al borde de algo grande. Se levantó y ofreció este brindis:
Somos testigos del mayor momento de recapitulación de la historia, en nombre de una cultura nueva y desconocida, una cultura que nosotros crearemos y que terminará barriéndonos. Por eso, sin miedo ni recelo, alzo mi copa a los muros derruidos de los bellos palacios, así como a los nuevos mandamientos de una nueva estética. El único deseo que puedo expresar yo, un sensualista incorregible, es que la lucha venidera no dañe las comodidades de la vida, y que la muerte sea tan hermosa e iluminadora como la resurrección 49 .
Lo que los jóvenes artistas, intelectuales y élites culturales de Rusia esperaban y esperaban era el fin de la autocracia, la división de clases y la religión, y el advenimiento de un mundo de liberalismo, igualdad y secularismo. Lo que obtuvieron en cambio fue una dictadura, gulags y el exterminio de la libertad de expresión. Los comunistas habían vendido su ideología a crédulos optimistas como la versión más completa de lo que toda persona moderna deseaba: el progreso.
La era moderna se basa en el mito del progreso. Por «mito» quiero decir que el concepto de progreso histórico es fundamental para la era moderna y está integrado en la historia que nos contamos para comprender nuestro tiempo y el lugar que ocupamos en él. Los que creen en el mito del progreso sostienen que el presente es mejor que el pasado y que el futuro será inevitablemente mejor que el presente.
Este mito es una herramienta poderosa en manos de aquellos que aspiran al totalitarismo. Proporciona una fuente trascendente de legitimidad a sus acciones y enmarca a la oposición en el atraso y la ignorancia. Es importante comprender cómo los comunistas manipularon el mito del progreso para captar cómo los progresistas de hoy aplastan a la oposición.
La Gran Marcha
Aquellos impregnados de las enseñanzas de Marx creían que el comunismo era inevitable porque la Historia —una fuerza con poderes divinos de determinación— así lo requería. Kundera dice que lo que hace a un izquierdista (de cualquier tipo: socialista, comunista, trotskista, liberal de izquierdas, etc.) un izquierdista es la creencia compartida de que la humanidad avanza hacia el progreso en una «Gran Marcha»: «La Gran Marcha es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los obstáculos, porque ha de haber obstáculos si la marcha debe ser una Gran Marcha» 50 .
En teoría, si el progreso es inevitable y el Partido Comunista es el líder de la Gran Marcha de la sociedad hacia el futuro progresista, entonces, mostrar resistencia al Partido es oponerse al futuro, y, de hecho, a la realidad misma. Los que se oponen al Partido se oponen al progreso y a la libertad y se alinean con la codicia, el atraso, el fanatismo y todo tipo de injusticias. Cuán necesario —en verdad, qué noble— es por parte del Partido derribar estos obstáculos en la Gran Marcha y enderezar y allanar el camino hacia el mañana.
«La propaganda sobre cómo el comunismo estaba mejorando el pueblo era constante», recuerda Tamás Sályi, un profesor de inglés de Budapest, de su juventud húngara. «Siempre había películas del agricultor que aprendía a mejorar su vida con la nueva tecnología. Decían que aquellos que lo rechazaban ponían en peligro a su familia. Hay tantos y tantos ejemplos de cómo todo lo antiguo y lo tradicional era un obstáculo para una vida buena y feliz».
Así, el mito del progreso se convierte en una justificación para ejercer el poder dictatorial para eliminar toda oposición. Hoy, el totalitarismo equivale a una estricta y forzada reglamentación de la Gran Marcha hacia el progreso. Es el método mediante el cual los verdaderos creyentes en el progreso quieren mantener a toda la sociedad marchando hacia la utopía al mismo paso, tanto en sus acciones externas como en sus pensamientos más íntimos.
La modernidad es progreso
Por desgracia, la devoción al ideal del progreso no comenzó con Marx y no se limita a los marxistas. El republicano más ferviente de los suburbios cree tanto en el mito del progreso como el profesor universitario trotskista de ideología más rígida. Como escribe el historiador Yuri Slezkine, «La fe en el progreso es tan fundamental para la modernidad como lo era la Segunda Venida para el cristianismo» 51 .
Lo que separa a los liberales clásicos (incluidos los de derecha) de los socialistas y comunistas es el objetivo último hacia el que avanzan y el grado en el que creen que el Estado debería involucrarse en guiar ese avance. Los liberales clásicos se preocupan más por la libertad individual, mientras que los izquierdistas abrazan la igualdad de resultados. Y los liberales clásicos favorecen un papel más o menos limitado del gobierno, mientras que los izquierdistas creen que lograr su visión de la justicia y la virtud requiere una mano estatal más dura.
El presidente Barack Obama asintió al mito del progreso cuando citó una frase que popularizó Martin Luther King Jr: «El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia». En su segundo discurso inaugural, el presidente George W. Bush expresó su fe en él cuando declaró que Estados Unidos está a la vanguardia de la democracia liberal global.
«Sólo existe una fuerza de la historia que puede acabar con el reinado del odio y el resentimiento, y exponer las pretensiones de los tiranos y reconocer las esperanzas de las personas decentes y tolerantes, y ésta es la fuerza de la libertad humana» 52 .
La guerra que Bush inició para liberar Irak e instaurar una democracia liberal fracasó, pero al estar tan profundamente embriagados de esa retórica, los estadounidenses olvidan fácilmente estas cosas. No es necesariamente porque seamos tontos; el mito del progreso está escrito en nuestro ADN cultural. Quizás ningún país del mundo ha estado más orientado al futuro que los Estados Unidos de América. Somos fanáticos del mito del progreso, pero, siendo justos, tenemos razones para serlo.
Durante el período relativamente corto de la historia de nuestra nación, y después de duras luchas, la democracia liberal y el capitalismo han creado uno de los estándares de vida más altos del mundo y han garantizado los derechos civiles y ampliado la libertad personal de todos. Aún tenemos muy fresco en la memoria que a los estadounidenses negros se les prohibía votar o comer en los mismos restaurantes que los blancos en algunas partes del país. Eso terminó, en gran parte porque el gobierno federal de los Estados Unidos finalmente actuó para hacer que las promesas de la Constitución también se aplicaran a los estadounidenses negros. El progreso es real y tangible.
También creemos en el progreso por sus raíces judeocristianas. La mayoría de las culturas antiguas tienen una visión cíclica de la historia, pero la religión hebrea —y sus retoños, el cristianismo y el islam— describen la historia como un movimiento lineal, desde la creación hasta la redención final. En el cristianismo, esa redención vendrá después del Apocalipsis y el Juicio Final, en los que triunfará la justicia de Dios.
El progreso es factible y, al menos para los cristianos, la historia se dirige hacia un final glorioso (después de un apocalipsis violento), pero esto no significa que todos los cambios conduzcan inevitablemente a la mejora del pasado. Tampoco significa que el «progreso» divorciado de Dios sea progreso en absoluto. De hecho, el progreso puede volverse muy oscuro en un contexto secular, sin una comprensión bíblica de la falibilidad humana y sin el Dios de la Biblia como autor de la historia y juez de la tierra.
El progresismo actual se remonta a la Ilustración del siglo XVIII, cuando sus exponentes continentales más radicales secularizaron la esperanza cristiana sustituyendo la fe en Dios por la fe en el hombre, en particular, en la ciencia y la tecnología. Henri de Saint-Simon (1760-1825) fue un pensador francés que se convirtió en uno de los fundadores del socialismo. Saint-Simon y su camarada Auguste Comte (1798-1857) fueron exponentes del positivismo, una filosofía construida sobre la idea de que la ciencia era la fuente de todo conocimiento acreditado.
Los positivistas creían que la historia era básicamente el avance de la ciencia y la tecnología. Creían que la ciencia terminaría por poner fin a todo sufrimiento material. Y a medida que avanzara la ciencia, también lo haría la moral, porque esta se basaría en el conocimiento científico, no en la religión y las costumbres.
En Inglaterra, el filósofo John Stuart Mill (1806-1873) incorporó el positivismo a la tradición política liberal clásica. En Alemania, Karl Marx lo utilizó para construir una política radical. Marx y sus discípulos reemplazaron la esperanza cristiana de ser recompensados con el cielo por la creencia en que la perfección se podría establecer en esta tierra —e inevitablemente así sería—, después de un apocalipsis salvaje, mediante la puesta en práctica de la ciencia y de una política basada en la ciencia.
Si bien los marxistas llevaron el positivismo a una dirección extremadamente utópica, los valores positivistas se encuentran en los cimientos del liberalismo de libre mercado. Ambas tradiciones creen que la ciencia conduce al progreso y que el progreso se puede medir por la mitigación de las necesidades materiales. El filósofo contemporáneo John Gray dice que la distancia entre los demócratas liberales y los marxistas es mucho menor de lo que nos gusta pensar: «La tecnología, la aplicación práctica del conocimiento científico, produce una convergencia de valores. Este es el mito moderno central que los positivistas propagaron y todos hoy aceptan como un hecho» 53 .
El sueño americano original —el de los colonos puritanos del siglo XVII— era religioso: establecer la libertad como condición que les permitiera adorar y servir a Dios según lo dictaban sus conciencias. En nuestros días, el sueño americano no es un ideal religioso, sino más bien uno que ha moldeado más el positivismo que el cristianismo. Para la mayoría de las personas, el término significa riqueza y estabilidad material y la libertad de crear la vida que uno desea. El ideal puritano era usar la libertad para vivir en virtud, como lo definen las Escrituras cristianas; el ideal estadounidense moderno es usar la libertad para lograr el bienestar, tal como lo define el individuo sagrado, es decir, un Yo que es el producto absoluto de la elección y el consentimiento. El mito del progreso enseña que la ciencia y la tecnología conferirán más poder a las personas, sin las trabas de los límites impuestos por la religión y la tradición, para realizar sus deseos.
En la política moderna, cualquier persona de quien se pueda decir que se opone al progreso se encuentra a menudo en una situación de desventaja. Oponerse al progreso, estar en contra del cambio, es oponerse al orden natural de las cosas. En las democracias liberales, la lucha entre la derecha y la izquierda es en realidad una contienda entre progresistas conservadores y progresistas radicales sobre el ritmo y los detalles del cambio. Lo que no se discute es la creencia compartida de que la buena sociedad es aquella en la que los individuos tienen suficiente dinero y autonomía personal para hacer lo que quieran.
El progreso como religión
Para los clásicos devotos liberales del mito del progreso, la sociedad ideal es aquella en la que todos tienen la misma libertad de elección. Para los radicales, es una en la que todos viven con los mismos resultados. Sin embargo, la creencia de que las circunstancias de uno se pueden mejorar mediante el esfuerzo humano colectivo es una gran motivación política. Es difícil ver esto desde la perspectiva del siglo XXI, pero creer que la pobreza, la enfermedad y la opresión no son irremediablemente el destino del hombre fue un concepto revolucionario en la historia de la humanidad. Imbuía esperanza en el futuro a aquellas personas cuyos antepasados apenas habían conocido otra cosa que deseo y sufrimiento.
Marx comparó la religión con una droga porque mitigaba el dolor de la vida de las masas y, en su opinión, les quitaba la conciencia de que tenían el poder de cambiar el orden social que las empobrecía. A diferencia de los progresistas de la tradición liberal, Marx y sus compañeros radicales prometían que la política radical, valiéndose del poder de la ciencia y la tecnología, realmente podría establecer el cielo en la tierra. Eran ateos que creían que el hombre podía volverse como un dios.
Como una distorsión de la religión, el progreso como ideología habla de manera atractiva a los corazones humanos hambrientos. Como testifican Milosz y otros disidentes, el comunismo respondía a un anhelo esencialmente religioso en las almas de los jóvenes intelectuales inquietos. El progresismo en todas sus formas apela al mismo deseo de los jóvenes inteligentes de hoy, tanto seculares como aquellos dentro de las iglesias que están alienados de las tradiciones eclesiales acreditadas. Es por eso que los cristianos de hoy deben comprender que, fundamentalmente, no se resisten a una política diferente, sino a lo que efectivamente es una religión rival.
El progresismo como religión
Esto fue lo que pasó a los jóvenes rusos de finales del siglo XIX, que abrazaron el marxismo con el fervor de los conversos religiosos. Dio a sus devotos una narrativa que les ayudaba a comprender por qué las cosas son como son y qué deberían hacer ellos, como marxistas, para lograr un mundo más justo. Era una filosofía optimista, que prometía alivio y recompensa a todos los pueblos del mundo.
Para crear la utopía, los marxistas primero tenían que derrotar al cristianismo, que veían como una religión falsa que santificaba a la clase dominante y mantenía a los pobres en la superstición y fáciles de controlar. Los radicales rusos también odiaban a los llamados filisteos, como denominaban a la gente deplorable que viven el día a día sin pensar en nada más elevado o más grande. La intelectualidad radical consideraba que los filisteos eran sus completos antagonistas: rudos y bestiales goliats frente a los avispados davids. Odiaban a los filisteos con una intensidad que los consumía, sin duda en parte porque muchos de ellos procedían de esas familias.
Los acomodados filisteos no eran el tipo de gente dispuesta a sufrir y morir por sus creencias. Los bolcheviques lo eran. El gobierno zarista envió a muchos de sus líderes al exilio siberiano, algo que no les fracturó, sino que les hizo más fuertes.
«El exilio representaba el sufrimiento, la intimidad y la sublime inmensidad de las profundidades celestiales. Ofrecía una metáfora perfecta tanto de lo que estaba mal en el ‘mundo de las mentiras’ como de lo que era crucial para la promesa del socialismo», escribe el historiador Yuri Slezkine 54 . Ser un revolucionario en aquellos días era compartir un sentido de propósito, de comunidad, de esperanza, y un vínculo electrizante de desprecio, un desprecio que vemos en el movimiento de justicia social de hoy hacia cualquiera que difiera de sus reclamos religiosos.
Como ha dicho Slezkine, tanto la fe cristiana como el totalitarismo comparten una preocupación máxima por la vida interior del hombre. El cristianismo y el comunismo —es decir, la forma más radical de progresismo— se entienden mejor como religiones que compiten entre sí. A pesar de los autoengaños de los cristianos teológicamente progresistas, también lo son el cristianismo y el afable nihilismo que caracteriza al progresismo en nuestra era poscristiana.
Los cazadores de herejes que pululan entre nosotros
En 2019, en el que resultó ser el último verano de su vida, fui a ver al intelectual público inglés Sir Roger Scruton para hablar del trabajo que desarrolló en la década de 1980 en apoyo a los disidentes de Europa del Este. Jugó un papel decisivo para ayudar a establecer una universidad clandestina en Praga. Como el académico conservador más conocido de Gran Bretaña, emergió posteriormente como uno de los críticos más agudos y elocuentes de lo que se ha dado en llamar «corrección política», en parte a causa de la frecuencia con que ha sido víctima de ella.
Mientras se acomodaba en la biblioteca de la granja que tiene en la zona rural de Wiltshire, sir Roger se mostró de acuerdo con que que no estamos librando una batalla política, sino que nos batimos en una guerra de religión. «No hay una línea oficial en esto, pero todo se cuaja en torno a un conjunto de doctrinas que no tenemos ningún problema en reconocer».
Explicó que, en el totalitarismo blando emergente, cualquier pensamiento o comportamiento que se pueda identificar como excluyente de miembros de grupos favorecidos por la izquierda está sujeto a una dura condena. Esta «doctrina oficial» no la impone el régimen desde arriba, sino que surge desde abajo por consenso de la izquierda, aplicándose estrictamente con cazas de brujas y chivos expiatorios.
«Si te desmarcas, especialmente si tu profesión se encuentra en el área de la formación de opinión —como periodista o académico—, entonces el objetivo es evitar que se escuche tu voz», dijo Scruton. «Así, te echarán de cualquier puesto de profesor que tengas o, como me pasó a mí recientemente, serás objeto de entrevistas amañadas repletas de mentiras de las que se valen para acusarte de todos los crímenes de pensamiento».
Scruton se refería a una entrevista que había concedido a un periodista de izquierdas, que distorsionó sus palabras en un artículo de la revista. El periodista tergiversó las palabras de Scruton para hacerle parecer intolerante y alardeó en las redes sociales de que se había hecho con la cabellera de un «racista y homófobo». Afortunadamente, surgió una grabación de la entrevista que dio la razón a Sir Roger. Pero muchos otros a los que se les acusa de delitos de pensamiento similares —el término de Orwell para delitos ideológicos— hoy en día no tienen tanta suerte.
Scruton me dijo que los delitos de pensamiento —en otras palabras, herejías— hacen por su propia naturaleza que la acusación y la culpa sean lo mismo. Fue testigo de esto en sus viajes por el mundo comunista, donde el objetivo era mantener el sistema en pie con un mínimo esfuerzo.
«Con ese propósito se inventaban de vez en cuando crímenes de pensamiento con los que atrapar al enemigo del pueblo», dijo. «En mi época era la ‘Conspiración Imperialista Sionista’. Podrían acusarte de ser miembro de eso, ¡y nadie era capaz de defenderse contra tal acusación porque nadie sabía lo que era!».
«Es como ‘homofobia’ o ‘islamofobia’, un par de ejemplos de nuevos crímenes de pensamiento», continuaba Scruton. «¿Qué diablos quieren decir? Y luego todos pueden unirse al lanzamiento de piedras electrónicas al chivo expiatorio de turno y nunca tienen que rendir cuentas por ello, porque no tienen que probar la acusación».
El alcance del crimen de pensamiento contemporáneo se expande constantemente (homofobia, islamofobia, transfobia, bi-fobia, gordofobia, racismo, capacitismo, etc.), lo que hace que sea difícil saber cuándo uno está pisando terreno seguro o cuándo está a punto de entrar en un campo de minas. Sin embargo, Scruton tiene razón: todos estos crímenes de pensamiento se derivan de «doctrinas» —el término que él empleó— que nos son familiares a todos. Estas doctrinas conforman el impulso ideológico que anda detrás del totalitarismo blando de nuestro propio tiempo así como las doctrinas marxistas de la lucha económica de clases hicieron con el totalitarismo duro de la era soviética.
Uno se imagina a un trabajador recién entrado a una firma Fortune 500 o un profesor universitario sin contrato de permanencia sufriendo el enésimo taller sobre diversidad, equidad e inclusión y haciendo todo lo posible para que no sospechen que disiente. De hecho, no tengo que imaginarlo en absoluto. Como periodista que escribe sobre estos temas, a menudo escucho historias de personas, siempre profesionales liberales, como académicos, médicos, abogados o ingenieros, que viven con sus ideas conservadoras o religiosas encerradas en el armario. Saben que disentir del régimen progresista en el trabajo, o simplemente que sospechen que disientes, puede terminar con tu trayectoria laboral en la hoguera.
Por ejemplo, un académico estadounidense que ha estudiado el comunismo ruso me contaba que estaba en la reunión en la que su departamento de humanidades decidió exigir una declaración formal de lealtad a la ideología de la diversidad a todos aquellos que solicitaran un puesto, a pesar de que esto no tiene nada que ver con las dotes para la enseñanza o con la erudición.
El profesor caracterizó esto como una forma mccarthista de eliminar las candidaturas de los disidentes y advertir a los que ya forman parte del personal de que monitorearán sus movimientos en busca de desacuerdos con las filas del partido de la justicia social.
Esa es una forma suave de totalitarismo. Y aquí está la misma lógica establecida por la fuerza: en 1918, Lenin desató el Terror Rojo, una campaña de aniquilación contra aquellos que se oponían al poder bolchevique. Martin Latsis, jefe de la policía secreta en Ucrania, instruyó a sus agentes de la siguiente manera:
No mire en el expediente de pruebas incriminatorias para ver si los acusados se levantaron contra los soviéticos con armas o con palabras. Pregúntele en cambio a qué clase pertenece, cuál es su origen, su educación, su profesión. Estas son las preguntas que determinarán el destino del acusado. Estos son el significado y la esencia del Terror Rojo 55 .
Fijaos en que ni las palabras ni las acciones de un individuo se tienen en cuenta al determinar si es culpable o inocente. Dan por hecho que uno es culpable basándose enteramente en su clase y en su estatus social. Una revolución que comenzó como un intento de corregir las injusticias históricas se convirtió rápidamente en un ejercicio exterminador de poder. Los comunistas justificaban el encarcelamiento, la ruina e incluso la ejecución de personas que se interponían en el camino del progreso como algo necesario para lograr la justicia histórica sobre los presuntos explotadores de privilegios.
En las instituciones estadounidenses se está dando una forma más suave y sin sangre de la misma lógica. Los progresistas de la justicia social promueven su maligno concepto de justicia en parte aterrorizando tanto a los disidentes como cualquier inquisidor en busca de enemigos de la ortodoxia religiosa.
Para entender el culto a la justicia social
En el último capítulo examinaremos brevemente cómo los guerreros de la justicia social de nuestra sociedad desempeñan un papel similar al que desempeñaban los bolcheviques en Rusia del imperialismo tardío, y esbozaremos un perfil del típico GJS. Quizás ningún intelectual público ha pensado tan profundamente en la naturaleza esencialmente religiosa de estos militantes progresistas como James A. Lindsay, un profesor universitario de matemáticas ateo.
Lindsay sostiene que la justicia social satisface las mismas necesidades psicológicas y sociales que la religión alguna vez satisfizo, pero que ya no puede saciar. Y al igual que las religiones convencionales, depende de afirmaciones axiomáticas que no se pueden falsear, sino que deben aceptarse como verdades reveladas. Esta es la razón por la que las conversaciones con estos fanáticos son tan productivas como una disputa teológica con un sínodo de teólogos talibanes. Para los inquisidores de la justicia social, el «diálogo» es el proceso mediante el cual los opositores confiesan sus pecados y se someten con miedo y temblor al credo de la justicia social.
Los guerreros de la justicia social son miembros de lo que Lindsay llama una «comunidad moral con motivación ideológica». Lejos de ser relativistas morales, los GJS son verdaderos rigoristas que se preocupan constante y profundamente por la pureza, y no dudan en hacer cumplir sus sacrosantas creencias. Esas creencias confieren sentido y dirección a sus vidas y les proporcionan una sensación de misión compartida.
¿Cuáles son esas creencias? Esto es lo que diría un tosco catecismo basado en el análisis de Lindsay 56 :
Lo fundamental de la existencia humana es el poder y cómo se utiliza
La política es el arte y la ciencia de cómo se distribuye y ejerce el poder en una sociedad. Para los GJS, todo en esta vida se entiende a través de relaciones de poder. La justicia social es la misión de reordenar la sociedad para crear relaciones de poder más equitativas (justas). Aquellos que se resisten a la justicia social están practicando el «odio» y no se puede razonar con ellos ni tolerarlos de ninguna manera, solo conquistarlos.
No hay tal cosa como verdad objetiva; solo hay poder
¿Quién decide qué es verdad y qué es falso? Aquellos que tienen el poder. Afirmaciones religiosas, argumentos filosóficos, teorías políticas, todos estos son velos que ocultan la voluntad de poder. Son solo racionalizaciones para que los opresores tengan poder sobre los oprimidos. El valor de lo que se afirma verdadero depende de quién lo dice.
La política de identidad clasifica en oprimidos y opresores
En el marxismo clásico, la burguesía es el opresor y el proletariado es el oprimido. En el culto a la justicia social, los opresores son generalmente blancos, varones, heterosexuales y cristianos. Los oprimidos son minorías raciales, mujeres, minorías sexuales y minorías religiosas. (Curiosamente, los pobres ocupan un lugar relativamente bajo en la jerarquía de la opresión. Por ejemplo, un hombre pentecostal blanco que vive discapacitado en un parque de casas rodantes es un opresor; una profesora lesbiana negra de la Ivy League está oprimida). La justicia no es cuestión de resolver lo que se debe justamente a un individuo per se , sino lo que se debe a un individuo como portador de una identidad grupal.
La interseccionalidad es el ecumenismo de la justicia social
Las personas cuyas identidades encajan dentro de la llamada «matriz de la dominación» vinculan sus identidades entre sí mediante la interseccionalidad. El concepto es que todos aquellos que las clases privilegiadas —el patriarcado, la población blanca, etc.— oprimen, están conectados en virtud de su opresión y deben desafiar al poder en un único frente. Si uno no es miembro de un grupo oprimido, puede convertirse en un «aliado» en la lucha por el poder.
El lenguaje crea realidades humanas
Los guerreros de la justicia social creen que la naturaleza humana se construye en gran parte mediante el uso de convenciones lingüísticas. Por eso se centran mucho en los «discursos», es decir, el estilo y contenido de modos de hablar que, en su opinión, legitiman determinadas formas de ser y deslegitimizan otras. Los GJS vigilan muy de cerca la palabra hablada y escrita y tachan el discurso que les ofende de una forma de violencia.
Los conservadores, los liberales de viejo cuño y otros que no se alinean con el movimiento de la justicia social con frecuencia no logran comprender cómo responder a las agresivas afirmaciones de sus defensores. Esto se debe a que asumen que los GJS, que normalmente no son religiosos, operan bajo los estándares establecidos del discurso liberal secular, con el respeto que este muestra al razonamiento discursivo.
Un ejemplo memorable es el enfrentamiento que tuvo lugar en la Universidad de Yale de 2015 entre los profesores Nicholas y Erika Christakis y los enfurecidos estudiantes del colegio mayor que supervisaba la pareja de profesores. Las cosas les fueron muy mal a los Christakis, liberales de la vieja escuela que se equivocaron al pensar que se podrían enfrentar a los estudiantes con las herramientas y procedimientos de la razón. Por desgracia, los estudiantes habían caído en las garras de la religión de la justicia social. Y como devotos de la misma, consideraban que sus creencias subjetivas eran una forma de conocimiento incontestable y que mostrarse en desacuerdo con ellas equivalía a un ataque a su identidad.
Algunos conservadores piensan que se debe hacer frente a los GJS con argumentos superiores y que, si los conservadores se apegan a los procedimientos liberales, terminarán imponiéndose. Este es un error fundamental que no les deja ver la naturaleza radical de la amenaza. Es imposible saber cómo juzgar y cómo actuar ante estos desafíos si no se puede ver a los guerreros de la justicia social como lo que realmente son y si tampoco sabes dónde desempeñan su tarea. Es fácil identificar al estudiante que grita en el patio de la universidad, pero es más importante poder detectar la presencia subversiva de GJS más entrados en años y compañeros de andanzas en las burocracias institucionales, donde ejercen un poder inmenso.
Justicia social y cristianismo
El término justicia social se ha asociado durante mucho tiempo con el cristianismo, especialmente con el cristianismo católico (un jesuita del siglo XIX acuñó el término), aunque ahora ha sido adoptado por evangélicos más jóvenes. En la doctrina social católica, la «justicia social» es la idea de que los individuos tienen la responsabilidad de trabajar por el bien común, para que todos puedan vivir de acuerdo con su dignidad como criaturas modeladas a imagen de Dios. En la visión tradicional, la justicia social trata de abordar las barreras estructurales que suponen un obstáculo a la igualdad entre los grupos de una sociedad determinada. Se basa en gran parte en las enseñanzas de Cristo sobre la importancia de la misericordia y la compasión hacia los pobres y los marginados.
Pero la justicia social cristiana es difícil de conciliar con los ideales seculares de justicia social. Uno de los motivos de esto es que la primera depende del concepto bíblico de lo que es un ser humano, incluyendo el propósito para el cual todos fuimos creados. Esto supone un orden moral trascendente, proclamado en las Escrituras y, dependiendo de la confesión de uno, las enseñanzas acreditadas de la iglesia. Un orden social justo es aquel que facilita que las personas sean buenas.
Peter Maurin, cofundador del movimiento Trabajador Católico, fue un verdadero guerrero cristiano por la justicia social. (Curiosamente, el padre Kolaković dio a conocer los escritos de Maurin a su familia en Bratislava). Maurin distinguía la justicia social cristiana de la visión marxista impía. Para los marxistas, la justicia social significaba una distribución equitativa de los bienes materiales de la sociedad. Por el contrario, la justicia social cristiana buscaba crear condiciones de unidad que permitieran a todos, ricos y pobres, vivir en solidaridad y caridad mutua como peregrinos en el camino de la unidad con Cristo.
En nuestro tiempo, la justicia social secular ha sido despojada de su dimensión cristiana. Debido a que defienden un código particular de moralidad sexual y categorías de género, los progresistas ven a los cristianos como enemigos de la justicia social. El filósofo católico Michael Hanby vincula de manera perspicaz el radicalismo sexual con las raíces científicas del mito del progreso. Ha escrito que «la revolución sexual es, en el fondo, la revolución tecnológica y su guerra perpetua contra los límites naturales aplicados externamente al cuerpo e internamente a nuestra autocomprensión» 57 .
Sin el cristianismo y su creencia en la falibilidad de la naturaleza humana, los progresistas seculares tienden a reordenar sus intolerancias y a llamarlo justicia. El cristianismo enseña que todos los hombres y mujeres, no solo los ricos, los poderosos, los heterosexuales, los blancos y todos los demás supuestos opresores, son pecadores que necesitan al Redentor. Todos los hombres y mujeres están llamados a la confesión y al arrepentimiento. La «justicia social» que proyecta la injusticia únicamente sobre grupos particulares es una perversión de la enseñanza cristiana. Reducir al individuo a su estatus económico o su identidad racial, sexual o de género es un error antropológico. Es falso y, por tanto, injusto.
Además, para los cristianos, ningún orden social que niegue el pecado, erigiendo estructuras o aprobando prácticas que alejen al hombre de su Creador, podrá ser justo. En contra de lo que dicen los activistas laicos a favor de la justicia social, proteger el derecho al aborto es siempre injusto. También lo es cualquier propuesta, como el matrimonio entre personas del mismo sexo, que ratifique el pecado y socave la familia natural. En una encíclica de 1986, el papa Juan Pablo II denunció el «espíritu de las tinieblas» que presenta falsamente a «Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre» 58 .
Los cristianos no pueden respaldar ninguna forma de justicia social que niegue la enseñanza bíblica. Eso incluye esquemas que aplican categorías de políticas de identidad a la vida de la Iglesia. Por ejemplo, responder a los llamamientos a «descolonizar» la Iglesia significa imponer categorías de políticas de identidad a la teología y la adoración, convirtiendo la fe en una ideología de izquierdismo radical que se ha puesto a rezar.
Los fieles cristianos deben trabajar por la justicia social, pero solo pueden hacerlo en el contexto de fidelidad a la visión moral y teológica cristianas plenas a través de las cuales entendemos el significado de la justicia. Cualquier campaña de justicia social que implique que el Dios de la Biblia es enemigo del hombre y de su felicidad es fraudulenta y debemos rechazarla.
¿Regreso al futuro?
Tenemos que deshacernos de esta paralizante nostalgia por el futuro, especialmente la costumbre que los estadounidenses, un pueblo naturalmente optimista, tenemos de asumir que todo saldrá bien en última instancia. Diaghilev y las marejadas en ese banquete de 1905 no tenían idea de que la hermosa muerte por la que brindaban iba a significar el asesinato de millones por la bala del verdugo y el hambre provocada. Diaghilev vivía en el extranjero durante la Revolución rusa, pero después de ver lo que arrasaron los bolcheviques, nunca regresó a casa.
Por otro lado, incluso cuando los hechos nos den pocas razones para el optimismo, los cristianos no debemos renunciar a la esperanza. Ocho décadas después del banquete en el hotel de Moscú, cuando Mikhail Gorbachov llegó al poder en el cercano Kremlin, los pueblos esclavizados de todo el Imperio soviético no sabían que la vasta maquinaria del totalitarismo estaba oxidada hasta la médula y pronto colapsaría. De hecho, Flagg Taylor, un politólogo estadounidense que estudia la clandestinidad checa, me dijo que ni un solo líder disidente que entrevistó para su investigación esperaba que la caída del comunismo ocurriera en el transcurso de sus vidas.
Vlado Palko, un académico eslovaco que se encontraba en la plaza principal de Bratislava desafiando los cañones de agua de la policía en la manifestación de las velas, fue uno de ellos. Tenía miedo esa noche de 1988, y no tenía motivos para creer que la protesta convocada por la iglesia clandestina tuviera algún efecto. Pero, como le dijo a su esposa antes de salir de su piso hacia la plaza, su dignidad como hombre dependía de presentarse para plantarse allí con sus compañeros católicos, vela en mano, y orar abiertamente por la libertad.
«Por aquel entonces pensaba que el comunismo duraría mil años más», me dice. «La verdad es que no fue así. Y eso es algo que debemos esperar hoy, bajo esta suave tiranía de la corrección política. Terminará. La verdad tiene el poder de acabar con toda tiranía».
Palko y los demás estaban en buena compañía. Casi todos los expertos occidentales, eruditos que habían pasado toda su vida estudiando el comunismo soviético, predijeron su rápida desaparición. Nunca sabemos cuándo la historia volverá a producir figuras como las de Lech Walesa, Aleksandr Solzhenitsyn, Karol Wojtyla, Václav Havel y todos los héroes menos conocidos de la resistencia. Defendían la verdad y la justicia, no con la expectativa de una victoria alcanzable en sus vidas, sino porque era lo correcto.
No es necesario ser un canoso participante activo de la Guerra Fría para darse cuenta de que una noción de progreso que depende de campos de trabajo, de chivatos y de hacer que todos sean igual de pobres para lograr la justicia y la igualdad es falsa. Sin embargo, resulta mucho más difícil oponerse a la versión más blanda. Parece fluir de forma natural del mito del progreso tal como se ha vivido en nuestra democracia consumista de masas, que durante generaciones ha definido el progreso como liberar el deseo humano de cualquier tipo de límites. Pero eso es exactamente lo que deben hacer los cristianos tradicionales, aunque para muchos de nosotros significará tener que desaprender los mitos políticos que hemos absorbido acríticamente en una cultura que hasta hace relativamente poco pensaba y razonaba en amplias categorías cristianas. Tengamos en cuenta que el movimiento de derechos civiles de la década de 1960 tenía por líderes a predicadores negros que articularon la difícil situación de su pueblo en lenguaje e historias bíblicas.
Aquellos días son cosa del pasado y no podremos evaluar la larga lucha que tenemos por delante si no entendemos la naturaleza esencial de la oposición.
Esta considera a los cristianos como los obstáculos más importantes que quedan en la Gran Marcha, portadores de las podridas viejas creencias que impiden que la gente sea libre y feliz. Dondequiera que nos escondamos, nos rastrearán, darán con nosotros y nos castigarán si es preciso para hacer que este mundo sea más perfecto. Esto nos lleva al último factor crítico para comprender el desafío radical al que se enfrenta el cristianismo y para discernir las estrategias más eficientes para la resistencia: el poder y el alcance de la tecnología de vigilancia.