IV. Capitalismo, woke y vigilante
Kamila Bendova está sentada en el sillón del apartamento de Praga donde ella y su difunto esposo, Václav, solían realizar seminarios clandestinos para forjar el movimiento disidente anticomunista. Han pasado treinta años desde la caída del comunismo, pero Bendova no está dispuesta a bajar la guardia ante cualquier cosa que amenace su libertad. Le menciono que decenas de millones de estadounidenses han instalado en sus casas los llamados «altavoces inteligentes», que monitorean las conversaciones con el fin de hacer la vida doméstica más cómoda. Kamila retrocede de manera notoria. La expresión de horror de su rostro transmite un mensaje claro: ¿cómo pueden los americanos ser tan crédulos?
Para que uno pueda decir la verdad libremente, me dice, debe crearse una zona en la que su privacidad sea inviolable. Me recordó que la policía secreta había puesto micrófonos en su apartamento y que ella y su familia tuvieron que habituarse a vivir siendo siempre conscientes de que el gobierno escuchaba cada sonido que emitían en casa. Le horroriza la idea de que alguien acoja en su casa un dispositivo comercial que graba conversaciones y las transmite a un tercero. Por mucho que le convenga al consumidor, nada compensa asumir tal riesgo.
«La información es poder», dice Kamila. «Vivir bajo un régimen totalitario nos ha enseñado que puedes manipular a alguien si sabes algo sobre él. Puedes usar esa información en su contra. La policía secreta es una prueba de cosas así. Pueden usar cualquier cosa en tu contra. ¡Cualquier cosa!».
Kamila señaló las marcas que quedaron en la pared del salón de su apartamento de Praga cuando, una vez que cayó el comunismo, su marido y ella arrancaron los cables que la policía secreta usaba para escucharles en casa. Resulta que nadie en la familia Benda usa teléfonos inteligentes o correos electrónicos. Demasiado arriesgado, dicen, incluso hoy.
Puede que algunos piensen que esto roza la paranoia. Pero, a juzgar por lo que Edward Snowden ha revelado, parece mejor llamarlo prudencia. «La gente piensa que está a salvo porque no ha dicho nada controvertido», dice Kamila. «Hay que ser muy ingenuos».
Tras la caída del Muro de Berlín y la reunificación de Alemania en 1990, el gobierno alemán abrió los vastos archivos de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental, a sus víctimas. Ninguno de los estados del bloque soviético tenía un aparato de vigilancia tan complejo como el de la Alemania Oriental, y ningún rival comunista había desarrollado una cultura de denuncia con raíces tan profundas y amplias en la población. Los historiadores descubrieron más tarde que un gran número de ciudadanos de Alemania Oriental ofrecía voluntariamente información negativa sobre sus amigos y vecinos, sin que el gobierno lo solicitara. «La gente buscaba puntos de vista divergentes en todo el país, que luego se tachaban de peligrosos para el Estado», informaba la revista Der Spiegel . Esta práctica otorgó al Estado policial de Alemania Oriental una perspectiva incomparable sobre la vida privada de sus ciudadanos.
Si el totalitarismo, duro o blando, llegara a Estados Unidos, el Estado policial no tendría que establecer una red de informantes para vigilar la vida privada de la gente. El sistema que tenemos ahora ya lo hace, y la mayoría de los estadounidenses apenas son conscientes de su minuciosidad y la ubicuidad de su carácter.
La capacidad que tiene la tecnología de la información para crecer vertiginosamente y su omnipresencia en la vida cotidiana magnifica en gran manera la capacidad de quienes controlan las instituciones para moldear la sociedad de acuerdo con sus ideales. A lo largo de las últimas dos décadas, los cambios económicos y tecnológicos, cambios que ocurrieron bajo el capitalismo democrático liberal, han dado al Estado y a las corporaciones una capacidad de vigilancia que Lenin y Stalin no podrían haber soñado siquiera. En la Alemania del Este, la población se acostumbró a la vigilancia total y convirtió el chivatazo en un comportamiento normal, que formaba parte del plan de desarrollo de lo que el Estado llamaba la «personalidad socialista», que consideraba que la privacidad era algo pernicioso. Hoy, en nuestra época y en nuestro entorno, lo dispuestos que estamos a revelar datos profundamente personales sobre nosotros mismos, ya sea de forma activa, en plataformas como Facebook, o pasivamente, a través de la recolección de datos en línea, está creando un nuevo tipo de persona: «la de las redes sociales», que ni siquiera se plantea por qué la privacidad es relevante.
El auge del capitalismo woke
Para los estadounidenses que vivieron condicionados por la Guerra Fría, el todopoderoso Estado parecía la mayor amenaza a la libertad. Crecimos leyendo a Orwell en la escuela secundaria y escuchando noticias sobre desertores de países comunistas que testificaban sobre los horrores de la vida bajo el total control del gobierno. Además, la cultura estadounidense siempre ha valorado al único individuo que destaca del rebaño. El estadounidense más emblemático, el vaquero, es una muestra de este valor perdurable.
La tradición conservadora estadounidense, a diferencia de la europea, siempre ha sido filosóficamente antagónica al Estado. Sin embargo, al reconocer que la Unión Soviética y sus aliados suponían una auténtica amenaza, los conservadores de la posguerra se resignaron a aceptar un gran gobierno como un mal necesario para proteger la libertad estadounidense.
Pero no tenía por qué gustarles. Para muchos derechistas, especialmente los libertarios educados con las novelas de Ayn Rand, las corporaciones parecían el adversario natural del Estado del Leviatán. Como instituciones de la empresa privada, los conservadores consideraban que las corporaciones eran más virtuosas por naturaleza que el Estado. Puede que la Guerra Fría obligara a los conservadores a hacer las paces con el Gran Gobierno, pero estaban dispuestos a aceptar a las Grandes Empresas como baluarte contra un Estado demasiado poderoso y, en el frente global, como armas primordiales para hacer avanzar el «poder blando» estadounidense frente a la hegemonía soviética.
Aunque los liberales están menos inclinados a santificar los negocios que los conservadores, el fin de la Guerra Fría trajo consigo la conversión de los principales políticos liberales (no hay más que pensar en Bill Clinton y Tony Blair) al evangelio de la globalización del mercado, ya aceptado fervientemente por todos excepto por un grupo de cascarrabias republicanos. Durante el último cuarto de siglo, la globalización y los avances tecnológicos han permitido una asombrosa expansión del poder corporativo.
Ahora, un elitista club de megacorporaciones globales ostenta más poder que muchos países. Walmart tiene más ingresos anuales que España y más del doble que Rusia. ExxonMobil ingresa más que India, Noruega o Turquía. Como dice el estratega internacional Parag Khanna, en un mundo en el que Apple tiene más efectivo disponible que dos tercios de las naciones del mundo, «es probable que las corporaciones superen a todos los Estados en términos de influencia» 59 . En unos Estados Unidos que ahora funcionan en Internet, cinco empresas —Facebook, Apple, Amazon, Microsoft, Google— ejercen una influencia prácticamente incalculable tanto en la vida pública como en la privada.
Al mismo tiempo, las grandes empresas no han dejado de dar pasos hacia la izquierda en cuestiones sociales. La práctica comercial más corriente requirió durante mucho tiempo mantenerse al margen de temas controvertidos con el argumento de que tomar partido en la guerra cultural sería perjudicial para los negocios. Todo esto cambió a lo grande en 2015, cuando el estado de Indiana aprobó un proyecto de ley sobre libertad religiosa que habría brindado cierta protección a las empresas demandadas por discriminación a personas homosexuales. Una poderosa coalición de líderes corporativos, entre los que figuraban los jefes de Apple, Salesforce, Eli Lilly y otros, amenazó con tomar represalias económicas contra el Estado si no cambiaba de rumbo. Y así lo hizo. Desde entonces, los miembros de los lobbies de las corporaciones nacionales e internacionales se han apoyado en gran medida en los gobiernos estatales para aprobar leyes pro-LGTB y oponerse a las leyes de libertad religiosa.
Aquel estereotipo que dice que los estudiantes universitarios aparcan el liberalismo en el campus cuando salen al «mundo real» está muy desactualizado. De hecho, a los graduados de hoy a menudo se les enseña a llevarse consigo los ideales de justicia social y a abogar por lo que se denomina «responsabilidad social corporativa». Es cierto que nadie tiene una buena palabra que decir sobre la irresponsabilidad social empresarial; como «justicia social», la frase es un eufemismo de una política cultural progresista. Como ha escrito la autora Heather MacDonald, «Los graduados del complejo de victimología académica están rehaciendo el mundo a su imagen» 60 .
En su libro de 2018, The diversity delusion [La engañifa de la diversidad], MacDonald exploró cómo los departamentos de recursos humanos corporativos funcionan como un commissariat de la justicia social. Casi el noventa por ciento de las compañías Fortune 500 tienen oficinas de diversidad, informa la autora, y la obsesión corporativa por la «igualdad, la diversidad y la inclusión» moldea la cultura corporativa en muchos niveles, incluyendo la contratación, los ascensos, y las bonificaciones, y rige las normas de interacción en el lugar de trabajo.
Algunas multinacionales imponen políticas culturales progresistas en los lugares de trabajo en países socialmente más conservadores. Varios empleados polacos de las sucursales nacionales de corporaciones de renombre mundial me dijeron que se han sentido obligados a participar en el activismo LGTB dentro de sus empresas. Como cristianos, creían que respaldar el Orgullo atentaba contra su conciencia, pero dadas las condiciones económicas en Polonia, temían que negarse a doblar la cerviz les costara sus trabajos.
Por supuesto, no hay nada de malo en tratar de crear lugares de trabajo donde las personas sean tratadas de manera justa y juzgadas de acuerdo con su desempeño. Eso es lo que llamamos «justicia»; la justicia social, como hemos visto, no es lo mismo. MacDonald encontró poca o ninguna evidencia empírica para apoyar las estrategias de justicia social dentro del mundo empresarial. A pesar de ello, estos supuestamente testarudos ejecutivos ignoran el resultado final cuando se trata de programas de diversidad e iniciativas de responsabilidad social corporativa. Es como si estos ritos y catecismos fueran más una expresión de creencias religiosas que una respuesta a las condiciones del mundo real.
La adopción del progresismo social agresivo por parte de las grandes empresas es una de las historias más subestimadas de las últimas dos décadas. Los críticos lo llaman «capitalismo woke », un robo sarcástico del término del argot de izquierdas que hace alusión al iluminismo progresista. El capitalismo woke es ahora el agente más transformador dentro de la religión de la justicia social, porque une la ideología progresista con la fuerza más poderosa de la vida estadounidense: el consumismo y ganar dinero.
En una carta que dirigió en 2018 a los inversores, Larry Fink, director ejecutivo de la compañía de inversión global BlackRock, dijo que la responsabilidad social corporativa ahora es parte del costo de hacer negocios.
«La sociedad exige que las empresas, tanto públicas como privadas, tengan un fin social», escribió Fink. «Para prosperar con el paso del tiempo, las empresas no solo deben ofrecer buenos resultados financieros, sino también mostrar cómo hacen una contribución positiva a la sociedad» 61 .
Los resultados de la encuesta sobre las expectativas de los consumidores respaldan a Fink. Los clientes millennials y de la generación Z son especialmente propensos a ver sus gastos de consumo como parte de la creación de una identidad de marca personal con conciencia social. Para muchas empresas, entonces, señalar las virtudes progresistas a los consumidores es un inteligente movimiento comercial, de la misma manera que lo hubiera sido señalar el típico patriotismo estadounidense para las corporaciones de la década de 1950.
Pero, ¿qué se considera una «contribución positiva a la sociedad»? A las corporaciones les gusta venderse a sí mismas como a favor de una constelación predecible de causas, todas ellas estrellas que marcan el camino en el cosmos progresista. La marca capitalista woke aprovecha los inigualables recursos de propaganda de la industria publicitaria para enviar su mensaje, tanto explícita como implícitamente: las creencias de los conservadores sociales y los tradicionalistas religiosos suponen un obstáculo para el bien social.
El auge del capitalismo de vigilancia
La politización de la vida corporativa según las directrices de la justicia social se ha producido al mismo tiempo que las grandes empresas han adoptado la acumulación de datos personales como una estrategia clave de ventas y marketing.
En 1984 de Orwell, Winston Smith debe vivir con una telepantalla en su apartamento. Este dispositivo bidireccional transmite propaganda, pero también monitorea a los residentes, lo que permite que el Estado totalitario invada la privacidad de los hogares de las personas.
Dado que generaciones de estudiantes estadounidenses han leído la novela de Orwell, uno pensaría que estarían vacunados contra la aceptación de este tipo de tecnología invasiva.
Pero asumir esto sería un craso error. En el siglo XXI, el Gran Hermano ha encontrado una forma mucho más insidiosa de entrar en nuestros hogares. De hecho, le hemos invitado. Casi setenta millones de estadounidenses tienen uno o más «altavoces inteligentes» inalámbricos, generalmente fabricados por Amazon o Google, en sus residencias 62 . Los altavoces inteligentes son dispositivos de reconocimiento de voz conectados a Internet. Sirven como asistentes digitales, registran órdenes vocales y, en respuesta, ejecutan acciones: obtienen información, hacen pedidos de productos minoristas, controlan luces y música, etc. Para más del veinticinco por ciento de la población, la conveniencia de estos aparatos supera los recelos sobre la privacidad.
El consumismo nos lleva a amar al Gran Hermano. Es más, el Gran Hermano no es exactamente quien esperábamos que fuera —un dictador político—, aunque puede que algún día se convierta en eso. En el momento actual, la principal ocupación del Gran Hermano es el capitalismo. Es un comerciante, un broker , recolecta materias primas y fabrica deseos. Vigila virtualmente cada movimiento que haces para determinar cómo venderte más cosas y, al hacerlo, aprende cómo dirigir tu comportamiento. El Gran Hermano está sentando de este modo las bases para un totalitarismo suave, tanto en términos de crear e implementar la tecnología para el control político y social como de preparar a la población para que lo acepte como normal.
Este es el mundo del «capitalismo de vigilancia», un término acuñado por Shoshana Zuboff, ex profesora de la Escuela de Negocios de Harvard. En su libro de 2019, The age of surveillance Capitalism [La era del capitalismo de vigilancia], Zuboff describe y analiza una nueva forma de capitalismo creada por Google y perfeccionada por Amazon y Facebook. El capitalismo de vigilancia recoge datos personales detallados sobre individuos y los analiza con sofisticados algoritmos para predecir el comportamiento de las personas.
El objetivo, obviamente, es ofrecer bienes y servicios adaptados a las preferencias de cada individuo. No es de extrañar, es mera publicidad. La realidad más profunda del capitalismo de vigilancia, sin embargo, es mucho más siniestra. Quienes controlan esos datos no están simplemente tratando de averiguar lo que te gusta, sino que se esfuerzan en que te guste lo que quieren que te guste, sin que se detecte su manipulación.
Y lo hacen sin el conocimiento ni el consentimiento informado de las personas de cuyas vidas se han apoderado, y que en la actualidad carecen de los medios necesarios para escapar de las redes de vigilancia que ha tejido el capitalismo. Puede que el celo por tu privacidad te haya conducido a salirte de Facebook y que hayas jurado una y otra vez que ni un solo dispositivo inteligente volverá a entrar en tu casa, pero, a menos que seas un ermitaño que viva desconectado, sigues completamente coartado y calado por el sistema capitalista de vigilancia.
«Consentimos esta forma de moldear el comportamiento para el beneficio o poder de otros», dijo Zuboff a The Guardian . «No se fundamenta ni en la legitimidad democrática ni en la moral, ya que usurpa los derechos de decisión y erosiona los procesos de autonomía individual que son esenciales para el funcionamiento de una sociedad democrática. El mensaje aquí es simple: hubo una vez en la que me pertenecía a mí mismo. Ahora soy suyo [la cursiva es mía]» 63 .
La historia del capitalismo acechante comienza en 2003, cuando Google, de lejos el motor de búsqueda de Internet más grande del mundo, patentó un proceso que le permitía utilizar de una manera nueva la gran cantidad de datos que recopilaba de búsquedas individuales. Los científicos de datos de la empresa habían descubierto cómo utilizar el data exhaust (información excedente obtenida de las búsquedas) para predecir el tipo de publicidad que atraería más a cada usuario.
En poco tiempo, la «extracción de datos» se convirtió en la base de una nueva economía que tiene sus cimientos en la tecnología. Google, Facebook, Amazon y otras compañías descubrieron cómo amasar fortunas recopilando, empaquetando y vendiendo datos personales de individuos. A estas alturas, no se trata solo de vender el nombre, la dirección postal y la dirección de correo electrónico a terceros, sino que van mucho más allá. Las webs disponen de conectores que proporcionan constantemente datos e informes sobre ti.
Plantéate este escenario: la alarma del móvil te saca de la cama todas las mañanas. Mientras dormías, las apps del teléfono enviaron al propietario de cada aplicación la información sobre lo que hiciste el día anterior. Te arrastras fuera de la cama, te lavas los dientes, te pones los pantalones cortos y las zapatillas de deporte y corres veinte minutos por tu vecindario. El Fitbit de tu muñeca registra la información de tu entrenamiento y actualiza la base de datos.
De vuelta a casa, te duchas, vas a la cocina para servirte un tazón de cereales y te sientas a la mesa de la cocina para revisar tu cuenta de Gmail, Facebook y tus fuentes favoritas de noticias e información. Todo lo que escribes en Gmail lo procesa Google, que escanea el texto en busca de palabras clave para mostrarte publicidad personalizada. La empresa registra todo lo que publicas, lo que reenvías o te gusta en Facebook para usarlo en publicidad. Los algoritmos de la empresa son ahora tan sofisticados que Facebook puede hacer predicciones detalladas sobre ti con solo asociar ciertas entradas de datos. Cuando echas un vistazo por encima a la página web de un periódico, las cookies de tu navegador envían información sobre las historias que has leído.
Mientras te diriges al trabajo en coche, los sensores de tu automóvil registran y comparten información sobre tus hábitos de conducción, ya que permitiste que tu compañía de seguros captara estos datos a cambio de una tarifa más baja para conductores de menos riesgo. Y, mientras tanto, los sensores de la compañía de seguros registran datos sobre las tiendas en las que te detienes y luego informan de todo eso a la compañía de seguros, que vende esos datos a los especialistas de marketing .
Durante todo el día, el teléfono inteligente que llevas en el bolsillo envía datos sobre su ubicación, y por lo tanto, sobre la tuya, a su proveedor de servicios. Te pueden rastrear en todo momento, y deshabilitar los servicios de ubicación en tu dispositivo no es infalible. ¿Qué pasa con todas las cosas que le pides a Siri, tu asistente digital? Todo queda registrado y todo se monetiza. ¿Todo lo que buscas en Google a lo largo del día? Registrado y monetizado. ¿Sales a almorzar y pagas con tu tarjeta de crédito o débito? Los especialistas en marketing saben dónde has comido y relacionan esos datos con tu perfil personal. ¿Pasas por el supermercado de camino a casa para recoger algunas cosas y pagar con la tarjeta? Saben lo que compraste.
Tu frigorífico inteligente envía datos de tus hábitos alimenticios a alguien. Tu televisor inteligente hace lo mismo con lo que ves. Pronto será él el que no te quite el ojo de encima. Zuboff da a conocer una galardonada investigación llevada a cabo por una empresa llamada Realeyes, que utilizará el reconocimiento de datos faciales para hacer posible que las máquinas analicen las emociones utilizando respuestas faciales. Cuando esta tecnología esté disponible, tu televisión inteligente (tu teléfono inteligente o tu portátil) podrá monitorear tus respuestas involuntarias cuando ves un anuncio o un programa y facilitar esa información a fuentes externas. No hace falta ser George Orwell para comprender el peligro que representa esta tecnología casi ineludible.
Las políticas de vigilancia
¿Por qué las corporaciones e instituciones no deberían usar la información que recolectan para urdir que consintamos determinadas creencias e ideologías y para manipular al público para que rechace otras? En los últimos años, las intervenciones más obvias provienen de compañías de redes sociales que han expulsado a los usuarios de la plataforma por violar los términos de servicio. Twitter y Facebook echan rutinariamente a los usuarios que violan sus estándares, como, por ejemplo, si promueven la violencia, comparten pornografía o cosas por el estilo. YouTube, que tiene dos mil millones de usuarios activos, ha desmonetizado a los usuarios que ganaban dinero con sus canales pero que cruzaron la línea con contenido que YouTube consideró ofensivo. Para ser justos con estos administradores de plataformas, realmente hay personas viles que quieren usar estas redes para abogar por el mal.
Pero, ¿quién decide dónde está la línea? Facebook prohíbe lo que llama «expresión que […] tiene el potencial de intimidar, excluir o silenciar a otros». Considerar eso una definición amplia es quedarse corto. Twitter da la patada a los usuarios que «confunden el género» o «deadname » 64 a las personas transgénero. Llamar a Caitlyn Jenner «Bruce», o usar pronombres masculinos para referirse a la celebridad transgénero, es motivo de expulsión.
No cabe duda de que que te expulsen de las redes sociales no es como que te envíen a Siberia. Pero existen empresas como PayPal que, guiados por el izquierdismo radical del Southern Poverty Law Center, han imposibilitado que usen sus servicios algunos individuos y organizaciones de centro-derecha, entre los que se incluyen los principales defensores de la ley de libertad religiosa Alliance Defending Freedom 65 . Aunque el banco emitió un desmentido general cuando se le preguntó, JPMorgan Chase ha sido acusado de manera creíble de cerrar las cuentas de un activista que asociaban con la extrema derecha 66 . En 2018, Citigroup y Bank of America anunciaron planes para dejar de hacer negocios con los fabricantes de armas de fuego 67 .
No es nada difícil imaginar que los bancos, minoristas y proveedores de servicios que tienen acceso al tipo de datos de los consumidores que extrae el capitalismo de vigilancia decidan castigar a las personas afiliadas a grupos políticos, religiosos o culturales que esas empresas consideran antisociales. Silicon Valley es bien conocido por su extrema izquierda en temas sociales y culturales, una verdadera meca del culto a la justicia social. Los guerreros de la justicia social son conocidos por el rencoroso desprecio que tienen hacia los valores liberales clásicos como la libertad de expresión, la libertad de asociación y la libertad religiosa. Estos son los tipos de personas que tomarán decisiones sobre el acceso a la vida digital y al comercio. La nueva generación de líderes corporativos se enorgullece de su progresiva concienciación y activismo. El capitalismo del siglo XXI no solo está a la expectativa de la vigilancia, sino que también es muy woke .
Tampoco es difícil prever que estos poderosos intereses corporativos utilicen esos datos para manipular a las personas para que piensen y actúen de determinadas formas. Zuboff cita a un anónimo pez gordo de Silicon Valley que dice lo siguiente: «Condicionar a escala es esencial para la nueva ciencia de diseño masivo del comportamiento humano». Él cree que mediante un análisis detenido del comportamiento de los usuarios de la aplicación, su empresa algún día podrá «cambiar la forma en que grandes cantidades de personas toman decisiones a diario» 68 .
Tal vez solo intenten inducir a los usuarios a comprar ciertos productos y no otros. Pero, ¿qué pasa cuando los productos son políticas o ideologías? ¿Y cómo sabrá la gente cuándo está siendo manipulada?
Si una corporación con acceso a datos privados decide que el progreso requiere suprimir las opiniones disidentes, será fácil identificar a los disidentes, incluso si no han dicho una palabra públicamente.
De hecho, pueden silenciar sus voces públicas. El escritor británico Douglas Murray documentó cómo Google pondera silenciosamente sus resultados de búsqueda para devolver hallazgos más «diversos». Aunque Google nos vende sus resultados de búsqueda como desinteresados, Murray muestra que «lo que se revela no es una visión ‘justa’ de las cosas, sino una visión que tergiversa gravemente la historia y la presenta con un sesgo desde el presente» 69 .
Resultado: para el motor de búsqueda preferido por el noventa por ciento de los usuarios de Internet en todo el mundo, el «progreso», tal como lo definen los occidentales de izquierda que viven en Silicon Valley, se nos presenta como algo normativo.
En otro ejemplo demasiado común, se suspendió temporalmente el acceso a Twitter del partido populista Vox en España cuando, en enero de 2020, un político del Partido Socialista acusó al partido Vox de «discurso de odio», por oponerse al plan del gobierno liderado por los socialistas que obligaba a los niños a estudiar ideología de género en la escuela, incluso si los padres no daban el visto bueno.
Sin duda, Twitter, una empresa con sede en San Francisco y con 330 millones de usuarios globales, especialmente entre los medios de comunicación y las élites políticas, no es una empresa de servicios públicos regulada; no tiene ninguna obligación legal de ofrecer libertad de expresión a sus usuarios. Pero considere cómo afectaría las comunicaciones diarias si las redes sociales y otros canales en línea de los que la mayoría de las personas ha llegado a depender (Twitter, Gmail, Facebook y otros) decidieran excluir a los usuarios cuyas opiniones religiosas o políticas fueran calificadas como intolerantes a juicio de los comisarios políticos digitales.
¿Qué impide que el gobierno haga lo mismo? No es por falta de capacidad tecnológica. En 2013, Edward Snowden, el analista renegado de la Agencia de Seguridad Nacional, reveló que el espionaje del gobierno federal de EE. UU. era mucho mayor de lo que se sabía anteriormente. En sus memorias de 2019, Vigilancia permanente, Snowden describe su sorpresa al enterarse de que:
el Gobierno estadounidense estaba desarrollando la capacidad de una agencia eterna para el mantenimiento del orden público. En cualquier momento, el Gobierno podría indagar en las comunicaciones pasadas de alguien a quien quisiera acosar en busca de un delito (y todo el mundo tiene en sus comunicaciones pruebas de alguna cosa). En cualquier momento, a perpetuidad, cualquier nueva administración, o cualquier futuro director sin escrúpulos de la NSA, podría presentarse en su puesto de trabajo y, con solo darle a una tecla, rastrear de inmediato a cualquiera que tuviese un teléfono o un ordenador, fuera quien fuese, estuviera donde estuviese, haciendo lo que fuese con quien fuese, y también lo que fuera que hubiese hecho en el pasado 70 .
Snowden escribe sobre un discurso público que el director de tecnología de la Agencia Central de Inteligencia, Gus Hunt, pronunció ante un grupo tecnológico en 2013 y que apenas causó repercusión. Solo el Huffington Post lo cubrió. En el discurso, Hunt dijo: «Realmente estamos tocando con la punta de los dedos el poder procesar toda la información generada por humanos». Agregó que, una vez que la CIA perfeccione la recopilación de esos datos, tienen la intención de desarrollar la capacidad de guardarlos y analizarlos 71 .
Entiende lo que esto significa: tu vida digital privada pertenece al Estado y siempre será así. Por el momento, tenemos leyes y prácticas que impiden que el gobierno use esa información contra las personas, a menos que sospeche que están involucradas en terrorismo, actividad criminal o espionaje. Pero los disidentes me decían una y otra vez que la ley no es un refugio de confianza: si el gobierno está decidido a sacarte de escena, urdirá un crimen a partir de los datos que ha recopilado, o se valdrá de ellos para destruir tu reputación.
Tanto la expansión del culto a la justicia social como el hecho de que el capitalismo de vigilancia haya llegado a áreas con las que los tiranos orwellianos del bloque comunista ni soñaban, propicia el surgimiento del totalitarismo blando. Bajo este escenario de Estado policial rosa, poderosos agentes corporativos y estatales controlarán a la población dándoles masajes con guantes digitales de terciopelo y convenciéndoles de que renuncien a sus libertades políticas por seguridad y conveniencia.
China. La señal que viene de Oriente
No tenemos que hacer un ejercicio de imaginación para tantear cómo sería la distópica fusión de comercio y autoritarismo político en un Estado de vigilancia total. Ya existe en la República Popular China. Sin duda, el totalitarismo de China se ha vuelto mucho más sofisticado que el crudo chino-estalinismo practicado por su primer líder, Mao Zedong. Incluso en el peor de los casos, es difícil imaginar que Estados Unidos se vuelva tan despiadado como el Estado que ha encarcelado a un millón de sus ciudadanos musulmanes en campos de concentración en un esfuerzo por destruir su identidad cultural 72 .
Sin embargo, China demuestra hoy que es posible tener una sociedad moderna y rica y seguir siendo un Estado totalitario. Estados Unidos podría adaptar con relativa facilidad las técnicas de control social que se han vuelto comunes y corrientes en China. El hecho de que nos parezca impensable la idea de tener campos de concentración en el desierto estadounidense no debería impedirnos comprender qué parte del sistema de vigilancia de China podría rápidamente pasar a ser útil para los controladores corporativos y gubernamentales aquí.
A principios de la década de 1980, cuando Deng Xiaoping abrió China a la reforma del libre mercado, los expertos occidentales predijeron que la democracia liberal estaría al caer. Creían que la libertad de mercado y la de pensamiento eran inseparables. Occidente no tenía más que sentarse a ver cómo el capitalismo liberaba al demócrata liberal en lo profundo del corazón de China.
Cuarenta años después, China se ha vuelto espectacularmente rica y poderosa, creando en una sola generación una sociedad de consumo robusta y colorida a partir de una población masiva que había conocido la pobreza y la lucha desde tiempos inmemoriales. El Partido Comunista Chino, que obró este milagro, no solo se mantiene firme en el poder político, sino que también está convirtiendo a esta nación de 1.400 millones de almas en la sociedad totalitaria más avanzada que el mundo haya conocido.
El uso que Beijing hace de datos de consumidores, información biométrica, coordenadas de rastreo GPS, reconocimiento facial, ADN y otras formas de recolección de datos ha convertido y continúa convirtiendo a China en una bestia nunca antes vista en todo el mundo, ni siquiera bajo Mao o Stalin. China emplea las herramientas del capitalismo de vigilancia para administrar el llamado sistema de crédito social, que determina a quién se le permite comprar, vender y viajar en función de su comportamiento social.
«China está a punto de convertirse en algo nuevo: un Estado tecno-totalitario basado en la inteligencia artificial», escribe el periodista John Lanchester. «El proyecto tiene como objetivo formar no solo un nuevo tipo de Estado, sino un nuevo tipo de ser humano, uno que haya internalizado completamente las demandas del Estado y la integridad de su vigilancia y control. El objetivo de esa internalización es: las agencias del Estado no necesitarán nunca intervenir para corregir el comportamiento del ciudadano, porque el ciudadano se les habrá anticipado» 73 .
Él está hablando del uso pionero que Beijing hace de la inteligencia artificial y otras formas de recopilación de datos digitales para crear un aparato estatal que no solo monitorea a todos los ciudadanos constantemente, sino que también puede obligarlos a comportarse de la manera que exige el Estado sin siquiera desplegar la policía secreta o amenazar con el gulag (aunque existen para los recalcitrantes), y sin sufrir la pobreza generalizada que era el producto inevitable del comunismo a la antigua.
La gran mayoría de los chinos paga por bienes y servicios de consumo utilizando aplicaciones para teléfonos inteligentes o sus rostros, mediante tecnología de reconocimiento facial. Estos brindan comodidad y seguridad al consumidor, lo que facilita la vida de la gente común. También generan una enorme cantidad de datos personales sobre cada individuo chino, que el gobierno rastrea.
El Estado tiene otros usos para la tecnología de reconocimiento facial. Las cámaras de televisión son omnipresentes en las calles chinas y registran las idas y venidas diarias de la gente de la nación. El software de Beijing es tan avanzado que puede comparar fácilmente los escaneos faciales con la base de datos de seguridad central. Si un ciudadano entra en un área que tiene prohibida, digamos una iglesia, o incluso si una persona simplemente camina en la dirección opuesta a una multitud, el sistema lo registra automáticamente y alerta a la policía.
En teoría, la policía no tiene que presentarse en la puerta del sospechoso para hacerle pagar por su desobediencia. El sistema de crédito social de China rastrea automáticamente las palabras y acciones —en Internet y fuera de la red—, de cada ciudadano chino y le otorga recompensas o sanciones basadas en su obediencia. Un chino que hace algo positivo para la sociedad, como ayudar a un vecino anciano con una tarea o escuchar un discurso del líder Xi Jinping, recibe más puntos de crédito social. Por otro lado, alguien que hace algo negativo, como dejar que su perro haga caca en la acera, por ejemplo, o hacer un comentario sarcástico en las redes sociales, ve cómo paga su afrenta con puntos de crédito social.
Debido a que la vida digital, incluidas las transacciones comerciales, se monitorean de forma automática, los chinos con calificaciones sociales altas obtienen privilegios. A aquellos con puntuaciones más bajas la vida se les hace más cuesta arriba. No se les permite comprar billetes de tren de alta velocidad ni tomar vuelos. Se les cierran las puertas de determinados restaurantes. Es posible que a sus hijos no se les permita ir a la universidad. Pueden perder su trabajo y tener dificultades para encontrar uno nuevo. Y el que viva al margen de las normas sociales se verá aislado, ya que el sistema algorítmico degrada a aquellos que están relacionados con el delincuente.
En resumen: un ciudadano chino no puede participar en la economía o la sociedad a menos que tenga la aprobación de Xi Jinping, el todopoderoso líder del país. En una sociedad sin dinero en efectivo, el Estado tiene el poder de arruinar instantáneamente a los disidentes cortando el acceso a Internet. Y en una sociedad en la que todos están conectados digitalmente, el Estado puede convertir instantáneamente a cualquiera en un paria cuando el algoritmo los vuelve radiactivos, incluso para su familia.
El Estado chino también está utilizando métodos totalitarios para garantizar que las generaciones venideras no tengan la capacidad imaginativa para contraatacar.
En su libro de 2019, We have been harmonized [Nos han armonizado], término chino para neutralizar a los ciudadanos que suponen una amenaza para el orden social y político, el veterano periodista Kai Strittmatter, que pasó años en Beijing informando para un diario alemán, revela la tecno-distopía en la que ha convertido la China moderna. Entrevista a un profesor de chino que dice llamarse «David» y que se desespera por el futuro de su país.
«Las personas que han nacido en la década de 1980 y en las posteriores están perdidas sin remedio», dice David. Continúa:
El lavado de cerebro comienza en la guardería. Nuestro caso era diferente. Nos llamaron generación perdida porque las escuelas y las universidades estaban cerradas en ese entonces, y a muchos de nosotros se nos negó la educación. Pero en realidad, probablemente fuimos los afortunados. Nos colamos por las grietas del sistema. No caímos en el lavado de cerebro. Mao estaba muerto y todos estaban desesperados por que China se abriera, por la reforma, la libertad 74 .
El aparato de control de la información del Estado ha demolido la capacidad de los jóvenes chinos para aprender la historia de su nación de forma que contradiga la narrativa del Partido Comunista. La masacre de la plaza de Tiananmen de 1989, por ejemplo, es un agujero negro en la memoria colectiva. Esto es algo que es casi seguro que no tendremos que soportar en Occidente.
Pero el estado en el que se encuentra la juventud en la China consumista es más propio de Huxley que de Orwell. Como dijo una vez el crítico estadounidense de medios de comunicación Neil Postman, Orwell temía un mundo en el que a la gente se le prohibiera leer libros. Huxley, por el contrario, temía un mundo en el que nadie tendría que prohibir los libros, porque nadie querría leerlos en primer lugar. Esto, dice David, es la China de hoy. Aunque los estudiantes siguen teniendo una gran cantidad de información a su disposición, no les importa.
«Mis alumnos dicen que no tienen tiempo. Se distraen con mil otras cosas», cuenta David a Strittmatter. «Y aunque solo soy diez años mayor que ellos, no me entienden. Viven en un mundo completamente diferente. Han sido perfectamente manipulados por la educación que reciben y la propaganda del Partido: mis alumnos dedican su vida al consumismo e ignoran todo lo demás. Ignoran la realidad; se la han dado ya masticada» 75 . Y así, una población a la que un Estado autoritario le ha lavado el cerebro con propaganda y que el consumismo hedonista ha desmoralizado, difícilmente estará en posición de siquiera plantearse hacer frente a sus estrategias de mando y control. E incluso si surgieran algunos disidentes, el sistema de información del gobierno los identificaría y «armonizaría» rápidamente antes de que tuvieran la oportunidad de actuar, o incluso antes de que tuvieran la idea consciente de disentir.
De manera inquietante, los informes de Strittmatter muestran que los funcionarios chinos están aplicando software predictivo a sus selecciones de datos para identificar posibles enemigos del Estado y líderes en potencia antes de que la gente sea consciente.
¿Puede suceder aquí?
Por supuesto que puede. La capacidad tecnológica para implementar tal sistema de disciplina y control en Occidente ya existe. Las únicas barreras que impiden su imposición son la resistencia política de mayorías renuentes y la resistencia constitucional del poder judicial.
La cultura estadounidense es mucho más individualista que la cultura china, por lo que casi seguro que la resistencia política evitará que el totalitarismo duro al estilo chino se afiance aquí. Pero es eminentemente factible que se active el amplio alcance de la tecnología, especialmente la tecnología de recopilación de datos que los consumidores ya han aceptado en su vida diaria, y se ponga al servicio de los objetivos de justicia social.
Si las mayorías democráticas llegan a creer que es necesario transferir el control social a las élites institucionales gubernamentales y privadas para garantizar la virtud y la seguridad, entonces claro que sucederá.
Al escribir este artículo, el sistema global de transferencia de pagos en línea PayPal se niega a permitir que los grupos supremacistas blancos utilicen sus servicios. Es difícil oponerse a eso, aunque los puristas de la Primera Enmienda sentirán algo de angustia. Pero PayPal también estigmatiza a algunos grupos conservadores convencionales. Y, como hemos visto, algunos importantes bancos ahora tienen establecido negar el servicio a los fabricantes y vendedores de armas de fuego, esto, a pesar de que es legal fabricar y poseer armas según la Segunda Enmienda. Tengamos en cuenta que el gobierno no obligó a estos gigantes financieros a adoptar tales políticas. ¿Qué va a impedir que las entidades privadas que controlan el acceso al dinero y los mercados señalen a las personas, iglesias y otras organizaciones que tachen de malos actores sociales y les nieguen el acceso al comercio? China nos muestra que se puede hacer y cómo hacerlo.
Nuestros cambiantes hábitos personales aceleran el peligro. El colapso de la creencia común en la protección de la privacidad en línea elimina la barrera más importante para el control estatal de la vida privada. Esto es algo que alarma a quienes tienen experiencia bajo el comunismo.
En Bratislava, la capital de Eslovaquia, el fotógrafo Timo Križka y su esposa, Petra, son miembros de la primera generación poscomunista de su país. Nacieron alrededor de la época de la Revolución de Terciopelo que derrocó al régimen comunista y el Divorcio de Terciopelo que separó pacíficamente a la República Checa de Eslovaquia. Ninguno de los dos guarda recuerdos personales del comunismo, por supuesto, pero crecieron inmediatamente después, rodeados de sus padres y otros adultos que habían desarrollado sus costumbres bajo el totalitarismo.
Petra se llevó consigo algunas de ellas a Estados Unidos cuando estuvo allí como estudiante de intercambio en 2005. Esto fue poco después del ataque terrorista del 11 de septiembre, cuando invadía al país una mayor sensación de seguridad.
«Vi que la gente estaba dispuesta a sacrificar muchas de sus libertades personales por el bien de la seguridad nacional», dice Petra. «Se decían muchas cosas como: ‘No me importa que escuchen mis llamadas telefónicas o lean mis correos electrónicos o mis mensajes de texto, no tengo nada que ocultar’. Y a mí eso me chocaba mucho porque pensaba que estaban hablando de algo muy personal. Y realmente no importa si tienes o no algo malo que ocultar. Es mi espacio personal y punto».
Qué extraño era para una adolescente venir de una cultura que acaba de emerger de una realidad en la que un simple desliz al hablar o una reunión indiscreta podía destruir la vida de una persona, y verse ahora pasando una temporada en una en la que todo el mundo decía lo que quería, sin ningún tipo de preocupación.
¿Y no es un alivio ese cambio? No para Petra, con sus antecedentes en una sociedad donde la privacidad era un bien precioso. Sus sentimientos encontrados resaltan una dimensión filosófica y psicológica de la escisión entre lo que lo significa vivir en la verdad en la dimensión pública y la privada. En su novela más conocida, La insoportable levedad del ser, el escritor checo Milan Kundera contrasta las actitudes de dos personajes, Sabina, una mujer checa y su amante suizo, Franz, sobre lo importante que es la privacidad personal para ser auténtico.
Para Franz, que siempre había vivido en Occidente, vivir en la verdad significaba vivir con transparencia, sin secretos. Sin embargo, para Sabina, una ciudadana de toda la vida de la Checoslovaquia comunista, vivir en la verdad solo era posible dentro de la esfera privada.
«En el momento en que alguien vigila nuestros movimientos, hacemos concesiones involuntariamente, y ninguna de nuestras acciones es veraz», pone Kundera en boca Sabina. «Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira» 76 .
Las observaciones de Kundera, que surgen de su propia experiencia del comunismo, son tan relevantes como siempre. Durante la última década, desde la invención del teléfono inteligente y las redes sociales y la cultura confesional que estas han creado, hemos adquirido una gran cantidad de conocimiento sobre cómo las personas, adolescentes y adultos jóvenes, en su mayoría, se cincelan unas vidas «instagrameables». Es decir, dicen y hacen cosas, incluyendo compartir información personal constantemente, para construir una imagen de vida que impresione y parezca atractiva y deseable a sus semejantes, ya conozcan personalmente a estos o no. Viven para la aprobación de otros, que se mide en «me gustas» de Facebook o a través de otras señales de afirmación.
La psicóloga Jean Twenge ha estudiado el asombroso aumento de la depresión y el suicidio de los adolescentes de la primera generación que llegó a la mayoría de edad con teléfonos inteligentes y redes sociales. Ella los describe «como al borde de la peor crisis de salud mental en décadas» y dice que «gran parte de este deterioro se puede atribuir a los teléfonos» 77 .
Su profunda infelicidad proviene del aislamiento que sienten, a pesar de estar conectados a través de las redes sociales de sus teléfonos inteligentes con más personas que cualquier generación. La cultura de los teléfonos inteligentes ha aumentado radicalmente la ansiedad social que experimentan, ya que la información que llega a través de sus teléfonos convence a los adolescentes sensibles, especialmente a las niñas, de que están al margen de las emocionantes vidas que otros disfrutan.
Por supuesto, la mayoría de sus compañeros no tienen vidas más alegres e intensas; simplemente son mejores comisarios de las galerías de imágenes que suben. Los jóvenes de hoy viven en una ilusión, quizás ninguna mayor que la de formar parte de una red social real. De hecho, esta tecnología y la cultura que ha surgido de ella está reproduciendo la atomización y la soledad radical que los gobiernos comunistas totalitarios solían imponer a sus pueblos cautivos para hacerlos más fáciles de controlar.
Y habiéndose habituado a compartir una gran cantidad de datos personales con los especialistas en marketing simplemente usando Internet a diario, estos jóvenes se están volviendo muy vulnerables a la manipulación de corporaciones y entidades externas. Para andarnos sin rodeos, estamos condicionados a aceptar una versión occidentalizada del sistema de crédito social de China, que reforzará los principios de culto político a la justicia social. Si esto echa raíces aquí alguna vez, que Dios nos pille confesados. Los cristianos y otros que se nieguen a amoldarse se verán obligados a ser pioneros en una forma de vivir en la verdad, a pesar de todo.
Por eso necesitamos con tanta urgencia los testimonios de quienes vivieron en la verdad bajo un totalitarismo duro.
Refugio para la tormenta que se avecina
Actualmente, en Occidente vivimos en decadentes condiciones pretotalitarias. La atomización social, la soledad generalizada, el auge de la ideología, la pérdida generalizada de la fe en las instituciones y otros factores hacen que la sociedad sea vulnerable ante la tentación totalitaria a la que sucumbieron tanto Rusia como Alemania en el siglo anterior.
Además, las élites intelectuales, culturales, académicas y corporativas están bajo el dominio de un culto político de izquierdas construido en torno a la «justicia social». Es una ideología militantemente antiliberal que comparte alarmantes puntos en común con el bolchevismo, incluida la división de la humanidad en Buenos y Malos. Esta pseudo-religión parece satisfacer una necesidad de sentido y propósito moral en una sociedad poscristiana y busca construir una sociedad justa demonizando, excluyendo e incluso persiguiendo a todos los que se resisten a sus duros dogmas.
Por último, cosas como la adopción y promoción de los valores sociales progresistas por parte de las grandes empresas y el surgimiento del «capitalismo de vigilancia», la extracción de datos individuales recopilados por dispositivos electrónicos y destinada a la venta, están preparando a Occidente para aceptar una versión del sistema de crédito social de China. Nos están programando para que renunciemos a nuestra privacidad y a las libertades políticas en aras de la comodidad, la conveniencia y una armonía social que se nos impone artificialmente.
Este es el nuevo mundo feliz del siglo XXI. Los disidentes cristianos no podrán montar una resistencia efectiva si sus ojos no están bien abiertos y centrados en la naturaleza y los métodos de la ideología de la justicia social y las formas en que la recolección y manipulación de datos pueden y serán utilizados por los capitalistas woke y los ideólogos de la justicia social en cargos institucionales para imponer el control.
Esto se nos está echando encima a una velocidad pasmosa. ¿Cómo le debemos hacer frente? De eso trata la segunda mitad de este libro.