V. No valores nada más que la verdad

Solzhenitsyn no fue el único disidente que hizo de «vivir sin mentiras» el núcleo de la resistencia antitotalitaria. La orden más famosa que dio Václav Havel, dramaturgo checo y futuro presidente poscomunista, a los disidentes fue «vivir en la verdad». En su escrito político más importante, que se difundía en secreto a través de la samizdat, Havel hablaba del «poder de los sin poder», que era el título del ensayo.

Havel sabía que se estaba dirigiendo a una nación que no tenía forma de alzarse contra el poder del Estado policial checoslovaco. Pero también sabía algo que la mayoría de ellos ignoraba: no eran del todo impotentes. Consideremos, decía, el caso del encargado de una tienda de verduras que coloca un letrero en su tienda con el conocido lema del Manifiesto Comunista, «¡Trabajadores del mundo, uníos!». No cree en eso. Lo cuelga en su tienda como señal de su propia conformidad. Solo quiere que le dejen en paz. Sin embargo, su acción no carece de sentido: la acción del verdulero no solo confirma que esto es lo que se espera de uno en una sociedad comunista, sino que también perpetúa la creencia de que eso es lo que significa ser un buen ciudadano.

Havel continúa:

Imaginemos ahora que un buen día algo se rebela en nuestro tendero y que deje de exponer los eslóganes solo porque le da la gana; que deje de ir a votar en las elecciones que no son elecciones; que comience a decir en las asambleas lo que piensa de verdad y que encuentre en sí la fuerza para solidarizarse con quienes su conciencia le lleva a hacerlo.

Con esta rebelión el tendero sale de la «vida en la mentira»; rechaza el ritual y viola «las reglas del juego»; reencuentra su identidad y su dignidad reprimidas; realiza su libertad. Su rebelión será un intento de vida en la verdad 78 .

Esto le cuesta. Pierde su tienda, le recortan el salario y no podrá viajar al extranjero. Quizás sus hijos no puedan ingresar a la universidad. La gente le persigue a él y a quienes le rodean, no necesariamente porque se opongan a su postura, sino porque saben que esto es lo que tienen que hacer para mantener lejos a las autoridades. El pobre verdulero, que da testimonio de la verdad negándose a mentir, sufre. Pero su gesto tiene un significado aún más profundo.

Ha violado las «reglas del juego», ha transgredido el juego en cuanto tal. Ha hecho ver que solo es un juego. Ha abatido el mundo de la apariencia, la columna que sostenía el sistema; ha destruido la estructura de poder rasgando su tejido; ha demostrado que la «vida en la mentira» es precisamente vida en la mentira; ha desbaratado la fachada de lo «elevado» y ha relevado los fundamentos reales, «ínfimos», del poder. Y ya que el emperador está desnudo, se ha convertido en algo ante lo que no se tiene ningún miedo. Con su gesto, el tendero ha interpelado al mundo; ha dado a cada uno la posibilidad de mirar detrás del telón, ha demostrado a cada uno que es posible vivir en la verdad. La «vida en la mentira» solo puede funcionar como pilar del sistema si está caracterizada por la universalidad, debe abarcarlo todo, infiltrarse en todo; no es posible ninguna coexistencia con la «vida en la verdad»; cualquier evasión la niega como principio y la amenaza en su totalidad 79 .

Un místico ortodoxo ruso del siglo XIX, san Serafín de Sarov, dijo una vez: «Adquiere el Espíritu Santo, y se salvarán miles de personas a tu alrededor». En este sentido, lo que ha hecho el verdulero es un pequeño acto de rebelión que puede ser como la chispa que prenda toda una revolución.

Una persona que vive solo para su propia comodidad y supervivencia y que está dispuesta a vivir una mentira para salvaguardarla, es, dice Havel, «un hombre desmoralizado ».

«En esta desmoralización se basa el sistema, profundiza en ella y es su proyección social», escribe. «La ‘vida en la verdad’, como rebelión del individuo contra la situación que se impone, es por el contrario un intento de comprender su propia y peculiar responsabilidad» 80 .

Václav Havel publicó este ensayo en 1978. Un año después, el gobierno comunista puso al alborotador escritor de nuevo entre rejas. Diez años después, Havel lideró una revolución que derrocaría pacíficamente al régimen y se convirtió en el primer presidente de la Checoslovaquia libre.

Con el tiempo, un simple escritor que estaba dispuesto a sufrir por la verdad arrebató el poder a los fanáticos totalitarios que habían organizado todo un Estado al servicio de la mentira. En el feliz destino de Havel percibimos la verdad de un antiguo proverbio ruso que le encantaba a Solzhenitsyn: «Una palabra de verdad pesa más que el mundo entero».

De nosotros depende hoy aceptar este desafío, vivir sin mentiras y decir la verdad que derrota al mal. ¿Cómo hacemos esto en una sociedad fundada en la mentira? Aceptando una vida fuera de la corriente principal, defendiendo valientemente la verdad y estando dispuesto a soportar las consecuencias. Estos desafíos son abrumadores, pero tenemos la bendición de contar con ejemplos de santos que nos han precedido.

Opta por una vida al margen de la multitud

Estoy sentado a la mesa del comedor del padre Kirill Kaleda dentro del cálido edificio de madera que le hace las veces de oficina. Una nevada de finales de otoño cayó fuera, sobre el campo de tiro de Butovo, el campo en el extremo sur boscoso de Moscú donde, en un período de catorce meses entre 1937 y 1938, agentes de la NKVD (policía secreta) ejecutaron a alrededor de veintiún mil presos políticos —entre ellos, mil sacerdotes y obispos—. Gracias a la labor del padre Kirill, el campo es ahora un monumento nacional a los muertos. El día que lo visité, un grupo de ciudadanos rusos se reunía afuera en el frío para leer solemnemente en voz alta los nombres de todos y cada uno de sus compatriotas asesinados para honrar su recuerdo y recordar lo que el totalitarismo soviético les había hecho.

«¿Cómo vive un hombre honesto bajo el totalitarismo?», le pregunto al cura, un hombre de anchos hombros, espesa barba castaña y ojos penetrantes.

«Con dificultad», dice riendo. «Por supuesto que es difícil, pero, gracias a Dios, había personas que hacían todo lo posible para construir sus vidas de tal manera que pudieran vivir en la verdad. La gente entendía que, si eso iba a ser una prioridad para vivir en la verdad, entonces iban a tener que autolimitarse en otros frentes, como, por ejemplo, en sus carreras profesionales. Pero tomaron una decisión y decidieron vivir de acuerdo con ella».

El padre Kirill creció en una familia cristiana ortodoxa con seis hijos. Ninguno de ellos se unió a la organización juvenil del Partido Comunista, el Komsomol.

«Cuando era adolescente, quería estudiar historia», dice. «Mi padre me explicó que, en el mundo soviético, es imposible tratar de estar metido en el estudio de la historia y no involucrarse en la ideología política. Entonces me hice geólogo. Muchas familias antibolcheviques enviaron a sus hijos a estudiar ciencias naturales para evitar contaminarse con la ideología comunista tanto como les fuera posible».

Negarse a unirse al Komsomol significaba que no les estaría permitido viajar al extranjero. Una vez, cuando era estudiante, al padre Kirill se le ofreció un emocionante viaje en barco desde Vladivostok, en la costa este de la Unión Soviética, hasta Australia, Singapur, a través del Canal de Suez y de regreso a casa a través del Mar Negro. Era un sueño hecho realidad, pero hubiera tenido que hacerse miembro del Komsomol para poder embarcar en tal viaje. En lugar de traicionar su conciencia, Kirill se negó y propuso que un amigo del Komsomol fuera en su lugar. El viaje por mar cambió la vida de su amigo.

«Aquel amigo sigue surcando muchos mares y océanos hoy día», recuerda el sacerdote. Él, por el contrario, cuida este jardín de recuerdos sagrados y pastorea la iglesia cercana construida recientemente en honor a los mártires del yugo soviético.

Dos días después, me senté en un café en el corazón de Moscú para escuchar a Yuri Sipko, un pastor bautista jubilado. En la década de 1950, Sipko y sus compañeros recibieron una placa con un retrato de Lenin en las aulas de su pueblo siberiano. A los once años, los niños recibían el pañuelo rojo de los Pioneros, una especie de Boy Scouts y Girl Scouts de las juventudes comunistas. Los maestros educaban a los niños en el lema de los pioneros: «Preparaos. Estad siempre listos».

«No me ponía ni el pañuelo rojo ni el broche con la cara de Lenin. Yo era bautista. No iba a hacer eso», recuerda Sipko. «Yo era el único en mi clase que no lo hacía. Se echaron encima de mis profesores. Querían saber qué estaban haciendo mal para tener un niño en clase que no pertenecía a los Pioneros. También presionaron al director de la escuela. Se vieron obligados a presionarme para salvar su propio pellejo».

Ser bautista en la Rusia soviética significaba saber que nunca te verían como uno de ellos. Y soportaron esto porque sabían que Jesucristo encarnaba la verdad, y que vivir separados de él significaría vivir una mentira. Para los bautistas, ceder ante la mentira para vivir en paz significa doblegarse hasta la muerte.

«Cuando pienso en el pasado y en cómo nuestros hermanos dieron con sus huesos en la cárcel para jamás regresar, estoy seguro de que este es el tipo de certeza que tenían», dice el anciano pastor. «Perdieron todo tipo de estatus. La sociedad se burlaba de ellos y les ridiculizaban. A veces incluso perdieron a sus hijos. El Estado estaba dispuesto a llevarse a sus hijos y enviarlos a orfanatos por el mero hecho de ser bautistas. Estos creyentes eran incapaces de encontrar trabajo. Sus hijos no podían ingresar en las universidades. Y, aun así, creían».

Los bautistas eran los únicos que defendían esa posición, pero no se amedrentaron. Si te has adherido a una fe que se toma en serio las palabras del apóstol Pablo de que sufrir por Cristo es ganancia y estás preparado, como la familia ortodoxa Kaleda, para vivir con expectativas reducidas de éxito en el mundo, se te hará más fácil defender la verdad.

Rechaza el «doblepensar» y lucha por la libertad de expresión

Vladimir Grygorenko y Olga Rusanova, marido y mujer, emigraron de Ucrania a Estados Unidos en el año 2000 y ahora viven en Texas. Me dicen que si creces en una cultura de mentiras, como lo hicieron ellos, desconoces que la vida puede ser de otra manera.

«La cultura general te enseñaba a ‘doblepensar’», dice Vladimir. «Ese era nuestro pan de cada día».

«Teníamos que escribir ensayos en el instituto, como hacen los niños normales en la escuela», dice Olga. «Pero nunca podíamos escribir lo que pensábamos realmente del tema. Jamás. Puede que el tema fuera interesante, pero nunca podías decir lo que pensabas de verdad. Tenías que encontrar la manera de relacionarlo con la perspectiva comunista».

Cuando un pueblo se acostumbra a vivir de mentiras, a evitar a los escritores tabú y a ajustarse a la historia oficial, deforma su forma de pensar, dice Vladimir Grygorenko, y es muy difícil salir de ahí. Le preocupan las encuestas que muestran que el apoyo de los estadounidenses a la Primera Enmienda —que garantiza el derecho constitucional a la libre expresión—, está disminuyendo, especialmente entre los estadounidenses más jóvenes, que se muestran cada vez más intolerantes con las opiniones disidentes. Grygorenko ve esto como una señal de que la sociedad prefiere la falsa paz de la conformidad a la tensión de la libertad. Volverse indiferente, incluso hostil, a la libertad de expresión es suicida para un pueblo libre.

«En este país, lo que tenemos que hacer es proteger la libertad de expresión», dice Grygorenko, que está orgulloso de haber obtenido la ciudadanía americana en 2019. «La Primera Enmienda es importante. Para nosotros, la constitución soviética no tenía ningún significado. Todo el mundo sabía que se trataba únicamente de palabras desconectadas de la vida real. En este país, la Constitución es algo muy significativo. Tenemos un poder judicial independiente. Tenemos que protegerlo. No necesitamos inventar nada nuevo, solo necesitamos armarnos de valor para proteger lo que ya tenemos».

Defender el derecho a hablar y escribir libremente, incluso cuando te cueste algo, es deber de toda persona libre. Eso dice Mária Wittner, una heroína del levantamiento húngaro de 1956 contra la ocupación soviética. Un tribunal comunista condenó a muerte a Wittner, que entonces solo tenía veinte años, aunque más tarde se lo conmutó por cadena perpetua.

«Una vez le dije a uno de los guardias de la prisión que mentía. Solo por eso, me llevaron a juicio otra vez», recuerda Wittner. «El fiscal del Estado me dijo: “Wittner, ¿por qué tachó al guardia de mentiroso? ¿Por qué no le dijiste simplemente: ‘No estás diciendo la verdad’?” Le respondí que ‘es importante hablar con claridad’».

Por su insolencia, Wittner fue enviada de regreso a prisión con castigos adicionales. Tuvo que dormir en una cama de madera sin colchón y le daban raciones reducidas. Cuando le conmutaron la sentencia y la pusieron en libertad, Wittner pesaba apenas 45 kilos. Sin embargo, ella insiste en que vale la pena pagar el precio de un cuerpo quebrantado por tener un espíritu fuerte y sin mácula.

«Vivimos en un mundo de mentiras, lo queramos o no. Así están las cosas, pero eso no significa que te debas amoldar a esta situación», me dice mientras me siento a su mesa en los suburbios de Budapest. «Vas a estar rodeado de mentiras, no te queda otra. Pero no te ajustes a esto. Cada cual ha de tomar su propia decisión. Si quieres vivir con miedo, o si quieres vivir con un alma libre. Si tu alma es libre, tus pensamientos y tus palabras también lo serán».

Los disidentes como Wittner pagaron un precio muy alto por su libertad bajo un régimen totalitarismo duro, pero los términos del contrato estaban claros. Bajo un totalitarismo blando, es más difícil ver el coste de comprometer tu conciencia, pero, como insiste Mária Wittner, no puedes rehuir de tomar decisiones. Tienes que vivir en un mundo de mentiras, pero tú decides si ese mundo vive en ti.

Aprecia la verdad, pero sé prudente

Si bien es imperioso luchar contra amoldarnos a las mentiras, hacerles frente no significa rechazar toda concesión. La vida ordinaria, en cada sociedad, requiere evaluar qué luchas vale la pena tener en un contexto dado. Aunque uno debe cuidarse de la racionalización, la prudencia no es lo mismo que la cobardía.

Al ser Boy Scout húngaro, se vinculó el nombre del padre de Tamás Sályi a una máquina de escribir en la que alguien componía propaganda antisoviética. Era el año 1946 y el Ejército Rojo ocupaba Hungría. Todos los scouts conectados a la máquina de escribir sufrieron un castigo: muerte, exilio o, en el caso del mayor Sályi, internamiento sin cargos en un campo de prisioneros.

En 1963, cuando Tamás tenía solo siete años, regresó de la escuela y le contó a su padre cómo el ejército soviético había liberado a su nación.

«Me dijo: ‘Chico, siéntate’», recuerda Tamás. «Comenzó a contarme historias sobre el levantamiento del 56 y la invasión soviética. Me dijo la verdad, y cuando terminó, me advirtió de que nunca debía hablar de esto en la escuela».

Tamás mira cabizbajo el suelo de la sala de estar de su casa en Budapest. «Hoy tenemos tantos problemas porque los padres nunca hablaron con sus hijos como lo hizo mi padre conmigo en 1963».

El maestro se refiere a que los padres tenían tanto miedo a que castigaran a sus hijos por decir la verdad sin darse cuenta que decidieron no contarles absolutamente nada sobre la verdadera historia y el régimen de su país. El padre de Sályi, aunque sabía por experiencia personal lo despiadados que eran los comunistas, creía que su hijo se merecía la verdad, pero también que le tenía que enseñar cómo arreglárselas con ella. Judit Pastor, esposa de Tamás y profesora de literatura en una universidad católica, también fue testigo de la persecución que sufrió su padre, aunque su destino fue mucho más cruel. Le despidieron de su puesto como periodista militar por negarse a prestar juramento de lealtad al gobierno que formaron los soviéticos tras la invasión de 1956.

Luego, en 1968, indignado por la persecución a la que el gobierno comunista sometía a los húngaros en la vecina Rumanía, el padre de Judit fue a una feria comercial en Budapest, rompió un cartel del dictador Nicolae Ceauş escu en la exhibición de Rumanía y lo pisoteó. Le cayeron dieciocho meses de cárcel por esto.

Esto lo destrozó.

«Tachar a los presos políticos de enfermos mentales y darles tratamiento era una práctica habitual, que se basaba en el método soviético», cuenta Judit. «Le dieron cincuenta descargas eléctricas, que resultaron en un infarto por el que nunca recibió tratamiento. Lo suyo no fue un caso aislado».

Cuando el padre de Judit fue liberado, estaba en los huesos. Le diagnosticaron esquizofrenia, le asignaron una pensión médica y le empujaron a vivir marginado. La madre de Judit se divorció de él tras un tiempo. Nunca se habló de eso en la familia. Jamás.

El código de silencio que la familia impuso sobre lo que le hicieron a su padre era una carga que a Judit le parecía insoportable.

Hoy, sin embargo, habla abiertamente sobre lo que el comunismo le hizo a su padre, especialmente a los estudiantes universitarios a los que da clase. Ella también está haciendo campaña para que su nombre se limpie póstumamente. También se trata de decir la verdad.

«Para mí ha sido una lucha constante conseguir que la gente reconozca lo que le sucedió a mi padre. La gente no quiere escuchar. No quieren saber nada sobre eso», dice. «Vivas oprimido o no, es una lucha continua y constante por la verdad». Pastor se consuela con que uno de sus hijos ha asumido la causa por la que su abuelo esencialmente dio su vida: las penurias que pasaron los húngaros perseguidos. Sin embargo, esta mujer que vivió la destrucción de su familia porque su padre tomó la imprudente y valiente decisión de defender la verdad deja ver que hay mucho que decir a favor de la oposición pasiva.

«A veces el silencio es un acto de resistencia. No solo defender la verdad comunicándola en voz alta, sino mantenerte callado cuando nadie espera que guardes silencio. Eso también es decir la verdad».

Ver, juzgar, actuar

La dictadura de palabra y pensamiento que los progresistas están construyendo es un régimen basado en la mentira y la propaganda. La mayoría de los conservadores, cristianos o no, reconocen eso hasta cierto punto, pero muy pocos ven las ramificaciones más profundas que entrañan aceptar esas mentiras. La «corrección política» es un fastidio; estas mentiras corrompen nuestra capacidad para pensar con claridad sobre la realidad.

Una vez que percibas que el sistema funciona a base de mentiras, mantente tan firme como puedas en aquello que sabes que es verdadero y real al hacer frente a estos engaños. No permitas que los medios de comunicación y las instituciones hagan propaganda a tus hijos. Enséñales a identificar las mentiras y a rechazarlas. Haz todo lo posible por no formar parte de la mentira, ni para obtener algún tipo de ventaja profesional, ni por mejorar tu estatus personal, ni por ninguna otra razón. A veces tendrás que actuar a pecho descubierto para confrontar la mentira de manera directa. Otras veces la combatirás permaneciendo en silencio y denegando la solicitud de aprobación que te lanzan las autoridades. Puede que tengas que levantar la voz para defender a alguien a quien los propagandistas están difamando. Juzgar cuándo y cómo oponerse abiertamente a la mentira depende de las circunstancias particulares de cada uno, por supuesto. Como dice el padre Kaleda, la fe no requiere que uno busque activamente oportunidades para el martirio. La mayoría de nosotros nos veremos obligados por las circunstancias y por las responsabilidades familiares a no estar al nivel de Solzhenitsyn. Y eso no nos hace necesariamente cobardes.

Pero anda con cuidado para no dejar que el razonamiento prudencial se convierta en racionalización. Ese es el quid del ketman, y caer en ese tipo de autodefensa, con el tiempo, acabará destruyendo tu alma. Consentir a las mentiras del sistema puede comprarte cierta seguridad, pero a un costo insufrible. Si eres incapaz de imaginar una sola situación en la que actuarías como el tendero ficticio de Havel y y de vivir en la verdad sin que importen el precio a pagar y las consecuencias, la cobardía tiene más empuje en tu conciencia de lo que crees.

Los valores de una sociedad se transmiten a través de las historias que esta elige contar sobre sí misma y de las personas a las que desea honrar. El verdulero de Havel es un mito que nos enseña una lección sobre la importancia de dar testimonio de la verdad, pase lo que pase; las historias de la vida real de héroes nacionales como Mária Wittner, y de resistentes menos conocidos como el pastor Yuri Sipko y el padre Kirill Kaleda, cuentan la misma historia. También es importante que contemos todas estas historias una y otra vez para que ofrecer una guía a los demás, incluyendo las generaciones que están por nacer. Los totalitarios, tanto los blandos como los duros, lo saben, y por eso se esfuerzan tanto por controlar la narrativa.