VI. El cultivo de la memoria cultural
El que controla el pasado, controla también el futuro; el que controla el presente, controla el pasado.
– El eslogan del Partido, 1984.
Recientemente, una californiana de veintiséis años, alegre y de ojos brillantes, me dijo que se considera comunista. «El sueño de la igualdad es tan bonito», me dijo efusivamente. Cuando me preguntó qué proyecto tenía entre manos, le hablé de las refriegas de Alexander Ogorodnikov, un disidente cristiano que los soviéticos encarcelaron y torturaron, y a quien yo había tenido la oportunidad de entrevistar recientemente en Moscú. Se quedó callada.
«¿No sabes nada del gulag?», le pregunté ingenuamente.
Por supuesto que no sabía nada. Nadie le habló nunca del gulag. Nosotros —sus padres, sus abuelos— hemos fallado a esta generación. Y a menos que los jóvenes desarrollen curiosidad por el pasado, se fallarán a sí mismos.
Esta chica no es un caso aislado. Cada año, Victims of Communism Memorial Foundation — una organización educativa y de investigación sin ánimo de lucro establecida por el Congreso de Estados Unidos— lleva a cabo una encuesta para recoger la actitud de los estadounidenses hacia el comunismo, el socialismo y el marxismo en general. En 2019, la encuesta reflejó que un número sorprendente de estadounidenses de las generaciones posteriores a la Guerra Fría sostienen opiniones favorables sobre el radicalismo de izquierdas, y solo el cincuenta y siete por ciento de los millennials cree que la Declaración de Independencia ofrece una mejor garantía de «libertad e igualdad» que el Manifiesto Comunista . La religión política que asesinó a decenas de millones, encarceló y torturó a incontables más, y empobreció la vida de la mitad de la humanidad de su tiempo, y cuya derrota requirió una lucha agonizante por parte de aliados a través de fronteras, océanos, partidos políticos y generaciones… los jóvenes ignorantes idealizan esta odiosa ideología 81 .
En un artículo que escribió para The Harvard Crimson en 2017, la estudiante universitaria Laura Nicolae, cuyos padres soportaron los horrores del comunismo rumano, alzó la voz contra la falsificación de la historia que reciben sus compañeros de la Ivy League, tanto en clase como a través de la moda marxista de la cultura intelectual estudiantil.
«Las representaciones del comunismo en el campus pintan la ideología como revolucionaria o idealista, pasando por alto su violencia autoritaria», escribe. «En lugar de profundizar en nuestra comprensión del mundo, la experiencia universitaria nos enseña a reducir una de las ideologías más destructivas de la historia de la humanidad a una narrativa unidimensional y esmerilada» 82 .
Olvidar las atrocidades del comunismo ya es bastante malo. Pero el hábito de olvidar el pasado es aún más peligroso. El novelista checo Milan Kundera observa con sequedad que nadie defenderá hoy los gulags, pero el mundo sigue lleno de fanáticos de las falsas promesas utópicas que dan vida a los gulags. «Si ignoras lo que sucedió antes de que tú nacieras, seguirás siendo un niño para siempre», decía Cicerón. Esto, explica Kundera, es la razón por la que los comunistas hacían tanto énfasis en conquistar las mentes y los corazones de los jóvenes. En su novela El libro de la risa y el olvido, Kundera recuerda un discurso que el presidente checo Gustáv Husák pronunció ante un grupo de jóvenes Pioneros, instándoles a continuar su avance hacia el paraíso marxista de paz, justicia e igualdad.
«¡Niños, no miréis nunca hacia atrás!», grita Husak, el personaje de Kundera, con lo quería decir que nunca debemos permitir que el futuro se derrumbe bajo el peso de la memoria 83 .
Una pérdida colectiva de la memoria histórica en Occidente —no solo el recuerdo del comunismo, sino la memoria de nuestro pasado cultural común— seguramente tendrá un efecto devastador en nuestro futuro. No es que olvidar los males del comunismo signifique que estamos en peligro de recrear precisamente esa forma de totalitarismo. Es que el acto de olvidarnos en sí nos hace vulnerables al totalitarismo en general.
Dicho de otra manera, no solo tenemos que recordar el totalitarismo para erigir la resistencia contra él; tenemos que recordar cómo recordar, punto.
Por qué importa la memoria
Todo en la sociedad moderna está diseñado para hacer que la memoria —histórica, social y cultural— sea difícil de cultivar. Los cristianos deben ser conscientes de esto, no solo para oponer resistencia al totalitarismo blando, sino también para transmitir la fe a las generaciones venideras.
En su libro de 1989 How societies remember [Cómo recuerdan las sociedades], el fallecido antropólogo social británico Paul Connerton explica que existen diferentes tipos de memoria. La memoria histórica es una remembranza objetiva de acontecimientos pasados. La memoria social es aquello que un pueblo elige recordar, es decir, decidir colectivamente qué hechos pertenecientes a acontecimientos pasados cree que son importantes. La memoria cultural constituye las historias, eventos, personas y otros fenómenos que una sociedad elige recordar como los bloques de construcción de su identidad colectiva. Los dioses de una nación, sus héroes, sus villanos, sus hitos, su arte, su música, sus fiestas… todas estas cosas constituyen su memoria cultural.
Connerton dice que «los participantes en cualquier orden social deben presuponer una memoria compartida» 84 . La memoria del pasado condiciona cómo experimentan el presente, es decir, cómo captan su significado, cómo deben entenderlo y qué se supone que deben hacer en él.
Ninguna cultura y ninguna persona es capaz de recordarlo todo. La memoria de una cultura es el resultado de una selección colectiva de hechos para producir un relato, una historia que la sociedad se cuenta a sí misma para recordar quién es. Sin memoria colectiva no tienes cultura y sin cultura no tienes identidad.
Cuanto más totalitaria sea la naturaleza de un régimen, más intentará obligar a la gente a olvidar sus recuerdos culturales. En 1984, el papel de Winston Smith dentro del Ministerio de Información consiste en borrar todos los registros periodísticos de eventos pasados para reflejar las prioridades políticas actuales del Partido. Esto, decía el intelectual polaco excomunista Leszek Kołakowski, refleja «la gran ambición del totalitarismo: la posesión y el control total de la memoria humana».
«Consideremos qué sucede cuando el ideal se ha logrado de manera efectiva», dice Kołakowski. «Las personas recuerdan solo lo que se les ha enseñado a recordar hoy y el contenido de su memoria cambia de la noche a la mañana, si es necesario» 85 .
La historia del totalitarismo comunista nos ha enseñado que esto se puede lograr mediante el monopolio estatal total de la información, incluyendo el control ideológico de la educación y los medios de comunicación. La experiencia de Laura Nicolae en Harvard, donde se capacita a la próxima generación de élites estadounidenses y globales, sugiere cómo esto se puede lograr incluso en países libres: enseñando a quienes aspiran a posiciones de liderazgo lo que es importante que recuerden y lo que no importa.
No es una novedad para los conservadores occidentales que los ideólogos en el poder, tanto en las aulas como en las salas de redacción, manipulen la memoria colectiva para apresar el futuro. Lo que está mucho menos presente en la conciencia de la gente moderna, como afirma Connerton, es cómo la forma de vida capitalista, democrática y liberal hace lo mismo sin pretenderlo.
La esencia de la modernidad es negar que existan historias, estructuras, hábitos o creencias trascendentes a las que los individuos deban someterse y que deban unificar nuestra conducta. Ser moderno es tener libertad para elegir. No importa lo que se elija; el significado recae en la elección misma. No hay orden sagrado, no hay otro mundo, no hay virtudes fijas y verdades permanentes. Solo existen el aquí y el ahora y la llama eterna del deseo humano. Volo ergo sum : quiero, luego soy.
La memoria cultural funciona para legitimar el orden social actual, dice Connerton. Esta es la razón por la que las personas de los «grupos subordinados», es decir, las minorías sociales, tienen tantas dificultades para conservar sus recuerdos culturales. Mantener vivos los recuerdos significa luchar contra el orden dominante.
El comunismo tenía una visión ideológica particular que requería que se destruyeran las tradiciones, incluido el cristianismo tradicional. No se podía permitir que existiera nada fuera del orden comunista. Asimismo, en el capitalismo contemporáneo, la memoria cultural está subordinada a la lógica del libre mercado, cuyos mecanismos responden a la liberación del deseo individual. Los cristianos de hoy tienen dificultades para transmitir la fe a los jóvenes, en gran parte porque todos nos hemos habituado a una forma de vida en la que existen pocas creencias y costumbres compartidas que trasciendan el individualismo. Esto es lo que quiso decir el cardenal Joseph Ratzinger en vísperas de su elección como el papa Benedicto XVI, cuando condenó «la dictadura del relativismo» 86 .
Connerton advierte a aquellos que quieren mantener viva la memoria cultural de que no es suficiente con transmitir información histórica a los jóvenes. Las verdades transmitidas a través de la tradición deben vivirse de forma subjetiva. Es decir, no solo se deben estudiar, sino que también se han de incorporar en prácticas sociales compartidas: con palabras, ciertamente, pero sobre todo con hechos. Las comunidades deben tener «modelos vivos» 87 de hombres y mujeres que representen estas verdades en su vida diaria. Es lo único que funciona.
Tamás Sályi, el maestro de Budapest, dice que los húngaros sobrevivieron a la ocupación alemana y al régimen títere soviético, pero treinta años de libertad han destruido más memoria cultural que las épocas anteriores. «Lo que ni el nazismo ni el comunismo pudieron hacer, lo ha hecho el victorioso capitalismo liberal», reflexiona.
Cree que la idea de que el pasado y sus tradiciones, incluida la religión, es una carga intolerable para la libertad individual, ha sido un veneno para los húngaros. Sályi dice lo siguiente sobre los progresistas de hoy: «Pienso que realmente creen que si borran todos los recuerdos del pasado y convierten a todos en bebés recién nacidos, podrán escribir entonces lo que quieran en esa pizarra en blanco. Si lo piensas, no es tan fácil manipular a las personas que saben quiénes son, que están arraigadas en la tradición».
Cierto. Por eso Hannah Arendt describió la personalidad totalitaria como la propia del «ser humano completamente aislado». Una persona aislada de la historia es una persona prácticamente impotente frente al poder.
El comunismo fue un uso masivo del poder estatal letal para destruir la memoria. De vuelta en los Estados Unidos, Olga Rusanova, una estadounidense naturalizada que creció en Siberia, dice: «En la Unión Soviética, mataron a todas las personas que podían recordar la historia». Esto les facilitó la creación de una historia falsa para satisfacer las necesidades del régimen.
Sí, a finales del período soviético, la mayoría de la gente había dejado de creer en los argumentos comunistas. Pero eso no significa que supieran cuál era la verdad. Como dice el historiador Orlando Figes de aquellos que alcanzaron la mayoría de edad después de la Revolución bolchevique de 1917: «para cualquier persona menor de treinta años, que solo había conocido el mundo soviético o no había heredado otros valores de su familia, era casi imposible dar un paso fuera del sistema de propaganda y cuestionar sus principios políticos» 88 .
Crear pequeñas fortalezas de la memoria
La observación de Figes apunta a una fuente de resistencia: la familia y los recuerdos culturales que transmite. Paul Connerton destaca otra: la religión. Ambos surgen en mi conversación con Paweł Skibiń ski, uno de los principales historiadores de Polonia y director de la Colección del Museo de Juan Pablo II de Varsovia. Estamos hablando de lo que Karol Wojtyła, el gran papa anticomunista, nos puede enseñar para plantar cara al nuevo totalitarismo blando.
Cuando los nazis invadieron Polonia, sabían que podían someter al país con su superioridad armamentística. Pero el plan que Hitler tenía para Polonia consistía en destruir a los polacos como pueblo. Para llevar esto a cabo, los nazis tenían que destruir las dos cosas que conformaban la identidad de los polacos: su fe católica compartida y el sentido que tenían de sí mismos como nación.
Antes de ingresar en el seminario en 1943, Wojtyła era actor en Cracovia. Él y sus compañeros de teatro sabían que la supervivencia de la nación polaca dependía de mantener viva su memoria cultural frente al olvido forzado. Escribieron e interpretaron obras de teatro —el propio Wojtyla fue el autor de tres de ellas— sobre la historia nacional polaca y el cristianismo católico. Interpretaban estas obras en secreto para audiencias clandestinas. Si la Gestapo hubiera descubierto la verdad, los jugadores y su público habrían sido enviados a campos de prisioneros o los habrían fusilado.
No todos los miembros de la resistencia antitotalitaria portan un rifle. Los rifles habrían sido en su mayoría inútiles contra el ejército alemán. La persistencia de la memoria cultural era el arma más poderosa que tenían los polacos para resistir al totalitarismo nazi y al de tipo soviético, que se apoderara de la nación tras la derrota de Alemania.
En Polonia, explica Skibiń ski, las únicas instituciones sociales duraderas que existían eran la Iglesia y la familia. En el siglo XX, los totalitarismos intentaron atrapar y destruir la Iglesia católica polaca. El comunismo intentó separar a la familia manteniendo el monopolio de la educación y enseñando a los jóvenes a depender del Estado. También intentaba alejar a los jóvenes de la Iglesia convenciéndolos de que el Estado sería el garante de su libertad sexual.
«El caso es que ahora esas tendencias provienen de Occidente, al que siempre hemos admirado y considerado un lugar seguro», dice. «Pero ahora muchos polacos empiezan a tomar conciencia de que Occidente ya no es seguro para nosotros».
«Lo que vemos ahora es un intento de destruir las últimas comunidades que aún sobreviven: la familia, la Iglesia y la nación. Aquí confluyen el liberalismo y la teoría comunista». Skibiń ski se centra en el lenguaje como elemento capaz de conservar la memoria cultural. Sabemos que los comunistas prohibían a la gente hablar sobre la historia en formas que desaprobaban. Esta es una táctica que también utilizan los progresistas de hoy, especialmente dentro de las universidades.
Lo que es más difícil de apreciar para la gente contemporánea es cómo estamos repitiendo el hábito marxista de falsificar el lenguaje, vaciar palabras familiares y reemplazarlas con un significado nuevo y altamente ideológico. La propaganda no solo cambia la forma en que pensamos sobre la política y la vida contemporánea, sino que también condiciona lo que una cultura considera que vale la pena recordar.
Menciono la forma en que los liberales de hoy despliegan palabras que suenan neutrales, o incluso positivas, como diálogo y tolerancia para desarmar y finalmente derrotar a los conservadores que no están al tanto. Además, imbuyen otras palabras y frases (jerarquía, por ejemplo, o familia tradicional) de connotaciones negativas.
El profesor continúa recordando la vida bajo el comunismo: «Las personas que vivían solo dentro de esa esfera lingüística, que no conocían otra forma de hablar, realmente podían empezar a creer en este uso de las palabras. Si una palabra lleva consigo un bagaje negativo, se vuelve imposible cualquier discusión sobre este fenómeno».
Dar clase a las generaciones actuales de estudiantes universitarios que crecieron en la era poscomunista es un desafío porque carecen de una inmunidad natural al abuso ideológico del lenguaje. «Para mí es obvio. Recuerdo este falaz uso del lenguaje. Pero a nuestros estudiantes les resulta imposible de entender».
¿Cómo sabían distinguir la realidad bajo el comunismo? ¿Cómo saben, no solo qué recordar, sino cómo recordarlo? La respuesta es creando pequeñas comunidades, especialmente familias y comunidades religiosas, en las que fuera posible tanto hablar con sinceridad como encarnar la verdad.
«Tenían espacios sociales donde se conservaba el significado real de las palabras», dice. «Para mí, es menos importante discutir con tal visión del mundo» —el progresismo, quiere decir— «que describir la realidad tal y como es. Por ejemplo, nuestra tarea es mostrarle a la gente cómo es una familia monógama normal».
Parafraseando a Orwell en 1984, no es ganando una discusión, sino manteniéndote enraizado en la realidad como pasas el testigo de la herencia humana.
Convertir la polis paralela en ciudades santuario
Las familias y las comunidades religiosas eran lugares de retiro. También lo eran los seminarios educativos clandestinos. Estas cosas formaban parte de un concepto comunitario que un destacado disidente llamaba la «polis paralela».
Bajo el comunismo, el matemático checo y activista de derechos humanos Václav Benda sabía que en la plaza pública no cabía que los que no fueran comunistas pudieran opinar sobre cómo se gobernaría el país. Los comunistas tenían el monopolio de la política, los medios de comunicación y las instituciones de la vida checa. Pero Benda se negó a aceptar que los disidentes no tuvieran más remedio que resignarse a rendirse.
Se le ocurrió la idea de una polis paralela: un conjunto alternativo de estructuras sociales dentro del cual la vida social e intelectual podría vivirse sin la aprobación oficial. La polis paralela fue un intento de base para luchar contra el totalitarismo, que ordenaba, en palabras de Benda, «el abandono de la razón y el aprendizaje [y] la pérdida de tradiciones y memoria» 89 .
«El poder totalitario ha ampliado la esfera de la política para llegar a abarcar todo, incluyendo la fe, el pensamiento y la conciencia del individuo», escribe. «La primera responsabilidad de un cristiano y un ser humano es, por tanto, oponerse a una demanda tan inapropiada de la esfera política, ergo oponer resistencia al poder totalitario».
Una institución clave de la polis paralela era los seminarios realizados en domicilios particulares. En estos eventos, los académicos daban conferencias sobre temas prohibidos: historia, literatura y otros temas culturales necesarios para mantener la memoria cultural. La polis paralela de Benda no era simplemente una federación de grupos de discusión que aguardaban su turno hablando de temas intelectuales y artísticos. Más bien, su propósito principal era, en primer lugar, la preservación de la cultura frente a la aniquilación y, al hacerlo, sembrar las semillas de la renovación.
Sir Roger Scruton fue uno de los pocos académicos occidentales que participó en estos seminarios y que incluso ayudó a establecer una universidad clandestina que otorgaba títulos en secreto. Otros intelectuales occidentales prominentes, incluido el filósofo Charles Taylor y el crítico literario Jacques Derrida, se unieron a la lucha. Tanto Derrida como Scruton fueron detenidos una vez por la policía secreta checa y les declararon persona non grata .
Cuando él y sus colegas académicos británicos comenzaron a visitar la Checoslovaquia comunista a finales de la década de 1970, me dice Scruton, se sorprendieron al descubrir que los checos «estaban decididos a aferrarse a su herencia cultural porque pensaban que contenía la verdad, no solo sobre su historia, sino la verdad sobre su alma, sobre lo que son en esencia. Eso es lo que los comunistas no pudieron arrebatarles».
Scruton y sus colegas académicos descubrieron que los estudiantes checos estaban hambrientos de saber, y no solo de conocimientos teóricos. Querían aprender para saber cómo vivir, especialmente bajo una dictadura de mentiras. En este sentido, en Notes from Underground [Notas desde la clandestinidad], su novela de 2014 ambientada en la Checoslovaquia de la década de 1980, el protagonista de Scruton, un joven llamado Jan, se abre camino en los círculos disidentes de Praga. Su guía le cuenta a qué atenerse:
Y agregó que habría seminarios especiales de vez en cuando, con visitantes de Occidente, quienes nos informarían de las últimas becas y nos ayudarían a recordar. «¿A recordar qué?», pregunté. Me miró largo y tendido. «A recordar lo que somos» 90 .
Estos seminarios forjaron lo que Scruton, citando al disidente checo Jan Patoč ka, describió como «la solidaridad de los destrozados». Eran un acto de responsabilidad de los viejos, de aquellos que todavía tenían recuerdos de lo real, para con los jóvenes. Ya no se podía confiar en que las instituciones formales de la vida checa, las universidades en primer lugar, dijeran la verdad y transmitieran los recuerdos culturales que decían a los checos quiénes eran. Pero la tarea había de desempeñarse, o, como dijo Milan Hübl, el pueblo checo desaparecería.
Dar testimonio comunitario a las generaciones futuras
Hay un campo en el extremo sur de Moscú llamado Campo de Tiro de Butovo. Bajo el dominio soviético, pertenecía a la policía secreta, la NKVD, que lo usaba para prácticas de tiro. Durante el apogeo del Gran Terror de Stalin, en un período de catorce meses entre 1937 y 1938, la NKVD mató a 20.761 prisioneros políticos en ese campo, la mayoría de ellos con un tiro en la nuca, y los enterró allí mismo.
En 1995, cuatro años después del colapso de la Unión Soviética, la Iglesia ortodoxa rusa se hizo con el campo Butovo. Hoy en día, hay una pequeña capilla de madera en este lugar y cerca de allí se erige una gran iglesia de piedra dedicada a los mártires del período soviético. El campo en sí es un sitio conmemorativo nacional en el que se halla un monumento a los muertos, con el nombre de cada uno tallado en una pared de granito, con la fecha de su muerte.
El 30 de octubre, toda Rusia observa un día nacional en recuerdo de las víctimas de la violencia política. Aquí, en el campo Butovo, los rusos se reúnen para leer en voz alta los nombres de los asesinados. Y ahí me planto, en un claro rodeado de árboles desnudos en el que la húmeda nieve se posa sobre una multitud sombría de rusos con tantas capas como una cebolla, para observar este ritual de memoria colectiva. Un poco después, mi traductor Matthew Casserly y yo nos acercamos a una exposición situada en la periferia de este lugar, en la que se cuenta la historia del campo Butovo en ruso.
Un anciano con boina oye a Matthew traducir del ruso al inglés. Se acerca sigilosamente, se presenta como Vladimir Alexandrovich y pregunta qué nos trae a Butovo hoy. Matthew le dice que su amigo estadounidense está aquí para aprender más de la era comunista, porque los emigrados en Occidente ven señales de su potencial renacimiento allí.
Qué tipo de señales, pregunta Vladimir Alexandrovich. Le hablo de la gente que teme perder su trabajo por disentir de la ideología de izquierdas.
«¿Perder trabajos?», dice. «Esa es una mala señal. Puede volver a suceder, ya sabes. Los jóvenes no conocen esto y ni siquiera quieren saber nada. La historia siempre se repite, de una forma u otra».
Matthew y yo nos dirigimos a la gran cabaña de madera que hace las veces de oficina del monumento nacional. El padre Kirill Kaleda, a quien os presenté anteriormente en esta historia, es el sacerdote ortodoxo ruso que supervisa el santuario y la iglesia cercana. El padre Kirill es el principal responsable de convencer al Estado ruso de que reservara esta tierra empapada de sangre para erigir un memorial, un lugar para el recuerdo y, —eso espera— para el arrepentimiento. Había pasado la mañana contando la historia del sitio a los estudiantes de una escuela cercana.
Mientras nos preparamos para sentarnos con el padre Kirill alrededor de una mesa de la cocina cargada de arenques, ensaladas, quesos, panes y otras cosas deliciosas para que coman los peregrinos del día, le cuento al sacerdote lo que acabamos de escuchar del anciano: Butovo podría acontecer de nuevo.
«Desafortunadamente, tiene razón», dice el sacerdote. «Veía claramente que los jóvenes a los que hablaba hoy no saben nada de lo que pasó aquí. Les empecé a hablar de cosas muy sencillas y vi que no sabían nada».
Los jóvenes de los que habla viven lo suficientemente cerca del campo Butovo como para haber escuchado el sonido de los disparos en el Gran Terror. Los signos del asesinato en masa han quedado aquí plasmados en granito para que todos los vean. Sin embargo, si no fuera porque el padre Kirill visita las aulas para contar esta historia, la mente de los bisnietos de la generación asesinada seguiría despreocupada, sin albergar el recuerdo de la masacre.
El padre Kirill tenía treinta y tres años cuando cayó la Unión Soviética. Este hombre que creció en la cultura de la mentira oficial, y que ha dado su vida por mantener la memoria histórica de los crímenes bolcheviques, enfatiza que la propaganda no murió con el desmantelamiento de la URSS.
«A pesar de la cantidad de información disponible, vemos que también es mucha la propaganda que tenemos a nuestro alcance. Piense en lo que está sucediendo ahora con Ucrania», dice, refiriéndose al conflicto armado entre los separatistas respaldados por Rusia y el gobierno de Kiev.
«Hemos visto cómo la televisión nos llevó a los rusos de verlos como nuestra familia a verlos como nuestros enemigos», dice. «Se están utilizando los mismos métodos que en la era comunista. Hoy en día, las personas tienen la responsabilidad de buscar más información de la que se les ofrece en la televisión y saber cómo mirar críticamente lo que están leyendo y viendo. Eso es lo que ha cambiado desde entonces».
Se refería a que la propaganda ha difuminado el recuerdo de la cercanía cultural con los ucranianos.
Mientras hablamos, una mujer busca abrigo del frío exterior y se sienta a la mesa. Se trata de Marina Nikonovna Suslova, la funcionaria de la ciudad de Moscú a cargo de rehabilitar los nombres de los presos políticos. Le apasiona el trabajo de preservar la memoria de lo que el comunismo hizo a los oprimidos. Se impacienta visiblemente con la modestia del sacerdote durante la entrevista y se mete en nuestra conversación.
«¡Este monumento no existiría si no fuera por su fe!», exclama al cura, y se vuelve luego hacia mí.
«El padre Kirill es una figura histórica en Rusia y seguirá siéndolo, porque fue su fe la que le permitió crear este conjunto conmemorativo», dice. «Fue su fe la que sirvió de inspiración, para ser exactos. Este complejo histórico no solo da una visión diferente de la historia, sino que también aporta nuevas sensaciones. Cuenta una verdad que hay que contar».
Lo hace, y cuenta esa verdad no solo con palabras, sino también encarnándola en este lugar y a través del rito.
Ver, juzgar, actuar
La memoria, ya sea histórica o no, es un arma de autodefensa cultural. La historia no es solo lo que cuentan los libros de texto. La historia está en los relatos que nos contamos sobre quiénes éramos y quiénes somos. La historia está incrustada en el lenguaje que usamos, las cosas que hacemos y los rituales que observamos. La historia es cultura, como también lo es el cristianismo. Mostrarse indiferente o ser incluso hostil a la tradición es rendirse a los que están en el poder y quieren legitimar un nuevo orden social y político. Percibir la vital importancia de la memoria y el papel que juega la cultura en su conservación y transmisión es esencial para la supervivencia del cristianismo.
Tenemos que contar nuestras historias —a través de la literatura, el cine, el teatro y otros medios—, pero también debemos plasmar la memoria cultural en actos colectivos —en el duelo y en la celebración, en el recuerdo solemne y en la alegría festiva—. Pensemos en la multitud de rusos que permanecían de pie en el campo de Butovo soportando el frío y húmedo clima otoñal para leer los nombres de los asesinados: el suyo fue un conmovedor acto de memoria cultural. También lo eran las representaciones teatrales a puerta cerrada de Wojtyła y su compañía en la Polonia ocupada. Los seminarios sobre literatura, historia, filosofía y teología que los disidentes llevaron a cabo en sus apartamentos para ayudarse unos a otros a recordar quiénes eran; estas son cosas que los cristianos en nuestras sociedades poscristianas deberían revivir. La educación clásica cristiana, impartida tanto en instituciones como en el seno del hogar, es una excelente manera de revivir y preservar la memoria cultural. De manera menos académica, podemos celebrar festivales, hacer peregrinaciones, observar prácticas los días de precepto, rezar letanías, realizar conciertos y bailes, aprender y enseñar cocina tradicional…, cualquier tipo de acto colectivo que conecte a la comunidad con su historia sagrada y secular de una manera viva es un acto de resistencia a un ethos que dice que el pasado no importa.
Los actos cotidianos menos formales dentro del hogar son más poderosos de lo que se puede pensar. La forma en que los cristianos hablan de Dios y entretejen las historias de la Biblia y la historia de la Iglesia en las entretelas de la vida doméstica es de inmensa importancia, precisamente por lo ordinario y común de estas cosas. Se trata de formar tanto a niños como a padres en la memoria cultural. El lenguaje que usan los cristianos —las palabras, las metáforas— importa, al igual que lo hace la forma en que oramos juntos y los símbolos que empleamos para encarnar y transmitir significado de generación en generación.
Puede que no seamos capaces de transmitir ese significado a un mundo que ha perdido el norte, pero como bien sabía Orwell, podemos confiar en ser capaces de pasar el testigo de la herencia humana simplemente al mantenernos cuerdos cuando el resto del mundo se ha vuelto loco.