IX. Resistiendo en solidaridad

Ahora, por primera vez, estaba a punto de ver personas que no eran sus enemigos. Ahora, por primera vez, estaba a punto de ver a otros que estaban vivos, que seguían su mismo camino, y a quienes se podía unir con la alegre palabra «nosotros».

– Aleksandr Solzhenitsyn, al llegar a la primera celda de prisión, en el Archipiélago Gulag 102

La casa es como cualquier otra casa de esta calle sin nada de particular de los suburbios de Bratislava. Caminamos por el jardín trasero, dejamos atrás los muebles del patio y los juguetes de los niños. Ján Šimulč ik, historiador eslovaco de la Iglesia clandestina, llama a la puerta. Ha quedado con la madre que comparte esta casa con su esposo y sus hijos para mostrarle a este visitante estadounidense qué hace que esta casa sea diferente del resto de las viviendas del vecindario.

En la década de 1980, esta casa fue la sede de la impresión y distribución de samizdat cristiano, literatura clandestina prohibida por el régimen comunista. Šimulč ik, ahora en la cincuentena, formó parte del movimiento en sus años universitarios. Un sacerdote católico encubierto vivía en la casa por aquel entonces, haciéndose pasar por un trabajador. Šimulč ik y un puñado de otros estudiantes católicos acudían a la casa a intervalos planificados para clasificar y empaquetar los documentos samizdat para su distribución.

Šimulč ik me conduce al sótano por una escalera desmoronada de hormigón. Es sencillo, húmedo y un poco frío, como cualquier otro sótano de cualquier otra parte del mundo. Me pregunto de qué va esto.

Y entonces el académico quita una baldosa del suelo que había pasado completamente desapercibida. El piso del sótano tiene un agujero lo suficientemente grande para que un hombre pueda trepar, y peldaños de hierro incrustados en la pared de hormigón. Šimulč ik se da la vuelta y desciende por el agujero, indicándome que le siga.

El agujero va a dar a un corto túnel. Agachándome para abrirme paso a través del estrecho espacio, sigo a Šimulč ik por los peldaños de hierro del conducto de salida. Desembocamos en una habitación diminuta, no mucho más grande que un armario. Hay una mesa contra la pared, sobre la que descansa maquinaria de impresión offset de 1980.

En esta habitación secreta, debajo de la casa y detrás de una pared secreta del sótano, accesible solo por un túnel oculto, los cristianos disidentes imprimían evangelios, libros de oraciones y lecciones de catecismo para su distribución clandestina en toda la Eslovaquia comunista. La impresora fue un regalo que los católicos recibieron de manos de los cristianos evangélicos de los Países Bajos, que la introdujeron de contrabando por partes en el país y enviaron un segundo equipo para volver a montarla en la sala subterránea.

Tras la caída del comunismo en 1989, la operación terminó y el sacerdote encubierto se mudó. Pero los propietarios posteriores han mantenido la habitación secreta como recordatorio de lo que era preciso hacer para salvar la fe bajo el yugo totalitario.

«Había un hombre en mi universidad que trabajaba como reparador de ascensores», me dice Šimulč ik mientras estamos en la habitación, con las cabezas prácticamente rozando el techo. «A menudo tenía manchas en las manos. Yo pensaba que era por la grasa y la suciedad de la reparación de ascensores, pero en realidad era por la tinta que usaba para imprimir samizdat . Su trabajo era la tapadera perfecta».

En sus años de estudiante, Šimulč ik sabía que el reparador de ascensores tenía algo que ver con la clandestinidad cristiana, pero no estaba seguro de qué. Y es que de eso se trataba. La clandestinidad solo compartía información de ese tipo cuando era necesario, para que aquellos a quienes interrogara la policía secreta no pudieran poner en peligro las operaciones si no podían aguantar más durante los interrogatorios. De lo que Šimulč ik no se enteró hasta que cayó el comunismo fue que durante todos esos años, mientras él compilaba samizdat en el primer piso de la casa, aquel reparador de ascensores estaba abajo, horas y horas en aquella habitación que más bien parecía una tumba, imprimiendo las palabras de vida y poniendo su libertad en gran riesgo al hacerlo.

De hecho, todos los involucrados en el proyecto samizdat cristiano habrían dado con los huesos en la cárcel si la policía secreta hubiera descubierto la red. Mientras Šimulč ik me explica detalladamente las complejas partes que componían la operación, subraya el extraordinario riesgo que corrían los cristianos clandestinos al publicar estos documentos. ¿Por qué te involucraste en esto?, le pregunto. Podrías haberlo perdido todo.

«Cuando haces esa pregunta, realmente estás preguntando en qué reside el sentido de la Iglesia clandestina», responde Šimulč ik. «Era una comunidad pequeña. Uno solo puede sentirse libre en comunidades pequeñas».

Prosigue:

Cuando estabas con tus amigos en estas comunidades, tenías libertad. Sabías que afuera te esperaba el totalitarismo, que lo controlaba todo y te oprimía. Personas como yo, que querían aprender y ser libres, y que querían saber más sobre nuestra fe, dependíamos de estas pequeñas comunidades. Estaban bien organizadas y teníamos líderes fuertes. Este era el único lugar donde se podía encontrar esto. Primero, lo hice porque quería experimentar la libertad personal, pero esto estaba conectado con Cristo. Una vez que probamos la libertad dentro de estas comunidades, gradualmente llegamos a querer luchar por la libertad de todos.

Šimulč ik me dice que él y su célula de varios otros jóvenes católicos tenían miedo. Sería de locos no tenerlo.

«La pregunta es, ¿qué va a ganar: el miedo o el coraje?», dice. «Al principio, era básicamente una cuestión de miedo. Pero una vez que comenzamos a experimentar la libertad —y la sentíamos, sentíamos la libertad a través de las cosas que hacíamos—, su valor se acrecentó. Experimentamos todo esto juntos. Nos ayudábamos los unos a otros para acumular gradualmente el coraje necesario para hacer cosas más importantes, como unirnos a la Manifestación de las Velas», la masiva manifestación cristiana de 1988 que fue precursora de la Revolución un año después que derribó pacíficamente el comunismo.

«Con este coraje también desarrollamos nuestro sentido del deber y la necesidad de ponernos al servicio de otras personas», continúa el historiador. «Podíamos ver el fruto de nuestro trabajo. Podíamos sostener estos libros samizdat en nuestras manos, y ver que la gente realmente los leía y aprendía de ellos. Veíamos lo que hacíamos como servicio a Dios y servicio a los demás. Pero nos llevó años ver el fruto de nuestro trabajo y ver crecer nuestras comunidades».

Las pequeñas comunidades pueden salvar al individuo solitario

František Mikloško, ya septuagenario, fue un líder clave de la segunda ola de la Iglesia clandestina eslovaca. Cuando nos reunimos para almorzar en un restaurante de Bratislava, se apresuró a ofrecer consejos a la generación actual de cristianos, quienes, en su opinión, se enfrentan a un tipo de desafío muy diferente al que él enfrentó a su edad. «Cuando hablo con los jóvenes de hoy, les digo que lo tienen más difícil que nosotros en cierto sentido: es más difícil saber quién es el enemigo. Les digo que lo fundamental es mantenerse fiel a uno mismo, fiel a su conciencia, y también estar en comunidad con otras personas de ideas afines que compartan la fe. Nos salvaron las pequeñas comunidades».

Mikloško, que en su juventud colaboraba estrechamente con el obispo católico clandestino Ján Chryzostom Korec, atribuye al obispo encubierto —nombrado cardenal por el papa Juan Pablo II después de la caída del comunismo— recalcar la importancia de las pequeñas comunidades. «Nos dijo que ellos» —los comunistas— «podían quitarnos todo. Podían quitarnos el samizdat. Nos podían quitar la posibilidad de hablar en público. Pero no podíamos permitir que nos arrebataran nuestras pequeñas comunidades».

Mikloško comenzó sus estudios universitarios en Bratislava en 1966 y conoció a los prisioneros Krč méry y Jukl, que habían sido recientemente liberados. Formaba parte de la primera pequeña comunidad que los dos discípulos de Kolaković fundaron en la universidad. Cristianos como Krč méry y Jukl aportaron a la nueva generación, no solo su experiencia en la resistencia cristiana, sino también el testimonio de su carácter. Eran como imanes con un gran poder de atracción para los jóvenes idealistas.

«Es como la parábola de los diez justos en la Biblia», dice Mikloško. «Es cierto que en Eslovaquia había muchas más de diez personas justas. Pero diez hubieran sido suficientes. Puedes construir todo un país apoyándote sobre diez justos que son como pilares, como monumentos».

Estos primeros conversos corrieron la voz sobre la comunidad a otras ciudades de Eslovaquia, tal como lo había hecho la generación Kolaković . Pronto hubo cientos de jóvenes creyentes, sostenidos por encuentros de oración, samizdat y la comunión de unos con otros.

«Finalmente, en 1988, la policía secreta me citó y me dijo: ‘Sr. Mikloško, hasta aquí hemos llegado. Si no dejan de hacer lo que están haciendo, nos obligarán a actuar’», dice. Pero para entonces, había tanta gente y la red era tan grande que no podían detenerla.

«Puede que hubieran tenido éxito si hubieran venido a por nosotros en los años setenta. Pero siempre teníamos presente que nuestro objetivo era convertir convertir nuestros pequeños números en una cifra tan grande que no pudieran detenernos», dice Mikloško. «Gracias a Dios, teníamos líderes que nos enseñaban a ser pacientes».

«La mayoría de nosotros tenía miedo, pero algunos actuaron con auténtico valor. Estoy pensando en Silvo Krč méry, Vlado Jukl y el obispo Korec, pero había cientos, incluso miles más», dice el historiador Ján Šimulč ik. «Los jóvenes como yo vimos su ejemplo y nuestro valor pudo acrecentarse con su ejemplo. La lección aquí es que cuando ves a alguien actuar con valentía, tú también te llenarás de coraje».

En muchas iglesias litúrgicas tradicionales, la congregación permanece en total oscuridad, sosteniendo velas apagadas, en la noche de la celebración de la Pascua. El sacerdote toma la llama del cirio pascual, enciende con ella las velas que sostienen los fieles, y estos se vuelven hacia los que les rodean para difundir la llama. En cuestión de minutos, las luces de decenas, incluso cientos de velas, tal vez, —e incluso miles en las catedrales— iluminan lo que antes era una habitación sepulcral. Esta es la luz que precede al anuncio de la Resurrección.

Y así, en 1988, los líderes de la Iglesia clandestina, los nietos espirituales del padre Kolaković , organizaron la Manifestación a la luz de las velas en Bratislava, la mayor protesta en Checoslovaquia desde la década de 1960. La policía utilizó cañones de agua para dispersar a los miles de cristianos que se habían reunido pacíficamente en la plaza principal de la ciudad para orar por las libertades religiosas y civiles. Pero ya era demasiado tarde para los comunistas: el pueblo había tomado impulso. El comunismo cayó en dos años.

«Mi ascenso fue el más rápido de la política europea moderna», bromea el abogado eslovaco Ján Č arnigurský, ex preso político y líder de la manifestación de la vela. «Me sacaron de la cárcel y, dos semanas después, estaba sentado a la mesa con Václav Havel negociando el traspaso de poder con los comunistas».

Los pequeños grupos pueden ser un salvavidas pastoral

El padre Kolaković tuvo el instinto de fortalecer al laicado católico como fuente de resistencia y resultó ser un golpe de genialidad.

«La Iglesia católica oficial y reconocida se limitaba solo a las iglesias», dice Ján Č arnigurský, quien defendía a los disidentes en la corte. «Si descubrían a un sacerdote de camino al apartamento de alguien para rezar juntos, por ejemplo, le mandaban a la cárcel. Estaba en contra del código penal. Pasaron quizás veinte años antes de que la Iglesia católica descubriera cómo mantener viva la fe en estas condiciones, pero fue la Iglesia clandestina la que lo logró».

En la Rusia soviética, los evangélicos habían aprendido y puesto en práctica estas estrategias de supervivencia unas décadas antes. El pastor bautista Yuri Sipko, que ahora tiene sesenta y ocho años, recuerda el mundo en el que nació, un mundo en el que sus padres y amigos habían vivido durante un tiempo bajo la despiadada persecución de las iglesias por parte de Stalin.

«El golpe más duro se lo llevaron los predicadores y pastores, en primer lugar. Los encarcelaron. Otros hombres se alzaron rápidamente para cubrir su puesto», me dice Sipko. «Luego fueron a por las casas de oración. Y fue en ese momento cuando comenzó la práctica de los pequeños grupos, personas que vivían cerca las unas de las otras y se reunían en pequeñas comunidades. No había una estructura formal de pastores y diáconos. Solo había hermanos y hermanas que leían la Biblia juntos, oraban juntos y cantaban juntos».

«Cuando encarcelaron a mi padre, mi madre se quedó sola», continúa. «Varias hermanas se quedaron sin marido. Nos juntamos todos. Encontramos la Biblia que habían escondido. Las mujeres nos leían la Biblia a todos. Nos decían cómo debería vivir la gente, dónde debíamos poner nuestra esperanza. Oraban y lloraban juntos».

Estos pequeños grupos continuaron la vida de la Iglesia bautista durante décadas, hasta que Gorbachov liberó a los últimos presos de conciencia evangélicos.

«Sesenta años de terror, y no pudieron deshacerse de la fe», reflexiona el pastor. «Se preservó en grupos pequeños. No había literatura, no había organizaciones para la enseñanza, y hasta los desplazamientos estaban prohibidos. Los creyentes reescribían los textos bíblicos a mano. Hasta las canciones que cantábamos. Recuerdo haber escrito estos cuadernos para mí mismo. Pero preservaron la verdadera fe».

El pastor reflexiona con palpable emoción mientras sorbemos unas humeantes tazas de té negro.

«Muchos de nosotros ni siquiera teníamos Biblias. El simple hecho de vernos en un grupo en el que una persona leía la Biblia en voz alta era la mayor de las motivaciones», dice Sipko. «Aquel era nuestro pequeño nicho de libertad. Ya estuvieras trabajando en la fábrica, en la calle o en cualquier otro lugar, todo era impío».

Hoy en día es fácil hacerse con una Biblia en Rusia, es fácil reunirse en servicios de adoración y fácil encontrar enseñanzas religiosas en Internet. Sin embargo, los cristianos contemporáneos han perdido algo, dice el viejo pastor, algo que valoraban mucho aquellos pequeños grupos.

Sipko continúa:

El cristianismo se ha convertido en un pilar secundario de la vida, no en el cimiento. Eso ahora es la carrera, el éxito material y la posición social. En estos pequeños grupos, cuando la gente se reunía en aquellos tiempos, el centro era Cristo y su palabra, que se leía e interpretaba para aplicarla a nuestra vida. ¿Qué se supone que debo hacer como cristiano? ¿Qué estoy haciendo como cristiano? Yo, junto con mis hermanos, comprobaba cómo iba mi propio cristianismo.

Los pequeños grupos no solo nos hacían rendir cuentas ante los demás, dice, sino que también nos proporcionaban a los creyentes una mayor conexión tangible con el Cuerpo de Cristo. «Esto era tan maravilloso. Era el verdadero cristianismo».

Era sorprendente escuchar a Sipko decir que en la Rusia actual hay evangélicos que han vuelto a los patrones de vida que sus antepasados mantenían bajo el comunismo, a pesar de que hay mucha más libertad (de religión y todo lo demás) desde que desapareciera la Unión Soviética en 1991. «Entienden mucho mejor que su fe en Cristo significa que van a tener que rechazar este mundo secular», dice. «Tenemos que vivir en la clandestinidad, incluso con las condiciones de libertad que tenemos hoy».

Aunque es poco probable que se amenace a los cristianos estadounidenses por ir a la iglesia, no solo es posible, sino muy probable, que las iglesias institucionales y sus ministros continúen mostrándose ineficaces ante el reto de formar a sus congregaciones para resistir de manera efectiva. Aquí es donde los pequeños grupos fuertes y comprometidos, al estilo de los de la era soviética, podrían ser indispensables.

Los grupos pequeños no son nada nuevo. En Estados Unidos, las congregaciones evangélicas y carismáticas llevan mucho tiempo reuniéndose en grupos pequeños fuera del culto formal para la oración y el apostolado. Lo que nos dice la experiencia de la Iglesia bajo el comunismo, y una lectura perspicaz de los signos de los tiempos de hoy, es que los cristianos de todas y cada una de las iglesias deben comenzar a formar estas células, no solo para profundizar la vida espiritual de sus miembros, sino para entrenarles en la resistencia activa.

La solidaridad no es exclusivamente cristiana

Por importante que sea para los cristianos fortalecer sus lazos entre sí, no deben dejar de cultivar amistades con personas de buena voluntad fuera de las iglesias. En la parte checa de Checoslovaquia, los disidentes cristianos tuvieron que mantenerse en estrecho contacto con los disidentes seculares porque había muy pocos creyentes dentro de los círculos de la resistencia.

Como dice el abogado Ján Č arnigurský, «En general no había mucha gente que quisiera hacer frente al comunismo. Tienes que hacerte con aliados allá donde puedas. La policía secreta trató de mantener separados a los liberales seculares y cristianos, y quería mantener divididos a checos y eslovacos. No tuvieron éxito porque los líderes del movimiento se habían hecho amigos de líderes de otros círculos».

En la región eslovaca, František Mikloško se acercó a los liberales, no porque tuviera que hacerlo, sino porque realmente quería hacerlo.

«Comunicarme con el mundo liberal secular sigue enriqueciendo mi punto de vista hoy en día», dice. «Es importante para mí tener mi hogar y ser consciente de que sé cuál es mi posición. Conozco mis valores. Pero tengo que estar en contacto con el mundo liberal, porque de lo contrario corro el riesgo de degenerar».

La estrecha conexión de Mikloško con escritores y artistas liberales seculares le ayudó a comprender el mundo más allá de los círculos eclesiásticos y a pensar críticamente sobre sí mismo y sobre otros activistas cristianos. Y, dice, los artistas liberales eran capaces de percibir y describir la esencia del comunismo mejor que los cristianos, una habilidad que ayudó a todos a sobrevivir, incluso a prosperar, bajo la opresión.

En el pasado comunista, los liberales seculares compartían con los cristianos la convicción de que el comunismo era una mentira destructiva. Pero hoy, le digo a Mikloško, la mayoría de los liberales parece pensar que el tipo de opresión que se ejerce contra los creyentes religiosos está justificado, es incluso necesario, a pesar de su intolerancia.

Consideremos, dice, que los liberales de buena fe tienen algo que aprender de nosotros, y que solo podrán hacerlo si nos mantenemos en contacto con ellos.

«He pasado toda mi vida en el entorno de los liberales», dice Mikloško. «Llegaba un momento en las vidas de estas personas en el que querían hablar de algo más profundo. Se daban cuenta de que estaban buscando algo y necesitaban tener a alguien con quien hablar. Los cristianos tenemos que estar presentes en el mundo y estar preparados para cuando esto suceda».

Bajo el comunismo, un famoso intelectual liberal que era conocido por su ateísmo, pidió discretamente a Mikloško que lo llevara a la iglesia. «Me confesó que había tratado de orar en su casa, pero que no había funcionado. Quería intentarlo en la iglesia. Me dijo: ‘Intentaré hacer lo que sea que hagas y veré si funciona’».

El punto del activista cristiano: sé amable con los demás, porque nunca sabes cuándo los necesitarás o ellos te necesitarán a ti.

¿Qué haces en un mundo en el que no puedes estar seguro de quién es digno de confianza? Una solución es retirarse a círculos de confianza. Otra respuesta —una arriesgada, hay que decirlo— es no preocuparse al respecto, y ser amable de todos modos.

«El padre Jerzy sabía que los agentes comunistas estaban infiltrados en toda la sociedad. Su vecino sacerdote era un agente comunista. El sacerdote que anunció su muerte aquí mismo, en la iglesia, era un agente comunista», dice Paweł Kę ska, comisario del museo Popiełuszko. «Pero el padre Jerzy dijo una cosa importante: ‘No podéis andar inquietos por saber quién es agente y quién no. Si lo hacéis, destrozaréis la comunidad’».

Kę ska cuenta la historia de un extraño que se acercó al padre Jerzy para traerle un paquete. Terminó quedándose con el padre Jerzy durante tres años, hasta su muerte. Era ateo, pero con el tiempo llegó a interesarse por la fe. Una vez le preguntó al padre Jerzy algo sobre la Biblia. El padre Jerzy le respondió, pero mantuvo el enfoque en aquel hombre como ser humano, no como un converso en potencia.

«Cuando se trata de supervivencia, quizás lo más importante es la simple fidelidad: no evangelizar a las personas directamente, sino desarrollar relaciones honestas entre nosotros, sin mirar si aquel es bueno o malo, sin juzgar a nadie por su ideología», dice Kę ska. «La policía secreta le observaba constantemente desde un vehículo aparcado enfrente de su casa. Les llevaba té caliente para que se calentaran en aquellos inviernos de temperaturas extremadamente bajas. Porque eran personas, decía. Tal que así».

Hacer más llevadero el duelo

Vakhtang Mikeladze es un conocido realizador de documentales de Georgia —el país—. A su avanzada edad, sigue lleno del estilo teatral del viejo mundo. Visitarle en su apartamento de Moscú conlleva alzar unas cuantas copas de brandy georgiano en emotivos brindis. También conduce a un visitante estadounidense a un mundo de sufrimiento casi incomprensible.

El padre de Mikeladze, Evgeni, era un famoso director de orquesta en Tbilisi cuando de alguna manera chocó con Stalin. En 1937, fue arrestado, torturado y fusilado por la NKVD, la predecesora de la KGB. Detuvieron a Vakhtang, que entonces tenía quince años, y su hermana de diecisiete años, en virtud de una ley que ordenaba castigar a los familiares de los «traidores a la patria».

Durante nuestra larga y emotiva conversación, Vakhtang habló de la vergüenza que todavía lleva consigo, pero no reveló por qué hasta el final, cuando, entre lágrimas, me contó la historia de la noche en que la policía secreta vino a buscar a los adolescentes Mikeladze.

«Cuando nos arrestaron a mi hermana y a mí, estábamos terriblemente asustados», dice. «Nos metieron en la parte trasera de un camión. Metieron a mi tía en un taxi, con un soldado. Tenían esta especie de patio cerrado cuando salían del edificio para ir a la camioneta. Todos estaban plantados ahí afuera, mirando y llorando».

«Mientras nos llevaban en la camioneta, mi hermana y yo estábamos sentados uno frente al otro mirándonos. Había un soldado a cada lado de nosotros. Más camiones se nos unieron en la carretera. Acabamos formando parte de una larga caravana de detenidos. Cuando nos dimos cuenta de que todos estos otros camiones estaban llenos de gente que había sido arrestada, mi hermana me miró y sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Nos dimos cuenta de que al menos no estábamos solos».

Las lágrimas le corren ahora mejilla abajo. El anciano murmura en voz baja: «Me avergüenzo de haberme alegrado en ese momento».

Por doloroso que sea ese recuerdo para Mikeladze, que pasaría muchos años en el gulag, da testimonio de la importancia de la camaradería en medio de las tribulaciones. El padre Kirill Kaleda cuenta una historia sobre san Alexei Mechev, un sacerdote de Moscú que murió en 1923. Al principio de su vida, la esposa del padre Alexei murió de una enfermedad, lo que le dejó con seis hijos que criar. Despojado de su esposa y paralizado, el padre Alexei buscó el consejo del padre John de Kronstadt, un conocido sacerdote ortodoxo ruso que fue canonizado después de su muerte en 1909. El padre John le dijo al sacerdote en duelo: «Une tu dolor al dolor de los demás, y verás que te resultará más fácil de llevar».

El padre Alexei siguió su consejo. Se convirtió en un pastor de renombre, padre espiritual y consejero de los quebrantados. Cuando murió en 1923, el régimen bolchevique dejó salir de prisión a Tikhon, el patriarca de Moscú, para celebrar el funeral del padre John. Sergei, el hijo del padre John, también se convirtió en sacerdote. En 1944, los soviéticos ejecutaron al padre Sergei en prisión a causa de su fe. Tanto el padre como el hijo son ahora santos canonizados. Tengo un ícono suyo sobre la chimenea de mi salón.

La instructora universitaria Mária Komáromi ve mucha soledad entre los estudiantes de su institución en Budapest. Piensa en los años comunistas, cuando ella y su difunto esposo mantenían reuniones en petit comité con jóvenes cristianos en su apartamento de Budapest. Esas sesiones ayudaron mucho a los jóvenes con dificultades, recuerda. Quizás podría volver a hacer algo.

«El primer paso sin duda es reconocer esta soledad», dice. «Para los jóvenes, el hecho de tener muchos amigos en las redes sociales no les hace ver el problema. Entonces tenemos que contrarrestar esa soledad. Y eso se puede hacer formando pequeñas comunidades alrededor de prácticamente cualquier cosa».

Sir Roger Scruton, que ayudó a los aliados checos a construir la resistencia intelectual, enfatiza la importancia actual de que los disidentes creen y se comprometan con grupos pequeños: no solo comunidades eclesiásticas, sino también clubes, grupos de canto, asociaciones deportivas, etc. El punto es encontrar algo que te saque de ti mismo, descubrir tu propio valor en relación con los demás y aprender a aceptar la disciplina que surge de tener cierta responsabilidad ante los demás y compartir una meta. De hecho, Václav Benda, si bien era cristiano, trabajó duro para unir a sus compatriotas checos de todos los credos cualquiera que fuera el propósito que compartieran, aunque solo fuera para desafiar el miedo y la atomización de los que dependía el régimen totalitario para gobernar.

Komáromi está de acuerdo en que tenemos que partir de algún lugar en nuestra rebelión contra la atomización contemporánea. La apisonadora va a aplastar a quienquiera que se encuentre solo ante ella.

Organízate ahora que puedes

Zofia Romaszewska es una de los verdaderos héroes de la Polonia moderna. Ella y su difunto esposo Zbigniew eran académicos y activistas del movimiento sindicalista Solidaridad. La pareja se unió a la lucha por la libertad y los derechos humanos en la década de 1960, cuando organizaban reuniones de disidentes en su apartamento. Cuando el régimen comunista declaró la ley marcial en 1980 en un intento de aplastar a Solidaridad, Romaszewska y su esposo se escondieron y fundaron la estación de radio clandestina Solidaridad. Finalmente fue arrestada, pero le concedieron la amnistía tras unos meses.

Hoy, a sus ochenta años, Romaszewska, ahora una gran dama de la resistencia anticomunista, aún conserva la chispa y la tenacidad de un luchador callejero. Después de hablar cinco minutos con ella en su piso de Varsovia, está claro que cualquier comisario que se enfrentara a un tizón como esta mujer no tendría ninguna posibilidad de imponerse.

Romaszewska se vuelve más implacable en el tema de, bueno, la solidaridad. Ve que se nos echa encima la amenaza del totalitarismo blando e insta a los jóvenes a que salgan de Internet y se reúnan cara a cara para empezar a formar la resistencia.

«Tal y como yo lo veo, esta es la clave, la esencia de todo en este momento: formar estas comunidades y redes de comunidades», dice. «Cualquier tipo de comunidad que puedas imaginar. La cuestión es que los miembros de esa comunidad se apoyen mutuamente, pase lo que pase. No tienes que estar preparado para dar tu vida por la otra persona, pero tienes que tener algo en común y hacer cosas juntos».

Ver, juzgar, actuar

La atomización de la vida contemporánea nos ha dejado a la mayoría de nosotros vulnerables ante la desmoralización y, por tanto, ante la manipulación. Los cristianos no somos diferentes. Es fácil que los cristianos nos sintamos completamente solos, incluso cuando nos reunimos para adorar. Mostrándonos indiferentes ante la solidaridad y echándonos a los brazos de la desintegración social como la nueva normalidad, los cristianos facilitan el control de los que están en el poder y nos odian.

Necesitamos desesperadamente deshacernos de las cadenas de la soledad y encontrar la libertad que nos espera en el compañerismo. El testimonio de los disidentes anticomunistas es claro: solo en la solidaridad con los demás podemos encontrar la fuerza espiritual y comunitaria para resistir. Cuanto más tiempo permanezcamos aislados en un período de libertad, más difícil nos será encontrarnos los unos a los otros en un momento de persecución. Debemos ver en nuestros hermanos y hermanas no una carga, una obligación, sino la bendición de liberarnos de nuestra propia soledad, de la sospecha y de la derrota.

Discernir los criterios de la fraternidad es un asunto arriesgado cuando confiar en la persona equivocada te puede conducir a la cárcel. Algunos, como el padre Jerzy Popiełuszko, no cerraron los brazos a nadie, pero la mayoría de los disidentes cristianos aprendieron a tener mucho cuidado. No solo estaba en juego su seguridad, sino también el bienestar de todo el movimiento de la Iglesia. Estas líneas deben trazarse de acuerdo con circunstancias particulares. Como enseña el ejemplo del padre Kolaković , los cristianos deben formarse sobre la mecánica de las operaciones de células y redes clandestinas mientras aún tengan libertad para hacerlo.

Los cristianos deben actuar para formar lazos fraternos, no solo entre ellos —cruzando líneas denominacionales e internacionales—, sino también con personas de buena voluntad que pertenecen a otras religiones, y con otras que no son religiosas en absoluto. Cuando sus almas están correctamente ordenadas, los creyentes no solo redundan en el bien de la Iglesia, sino que son asimismo un medio del que Dios se vale para bendecir a todos.

Los líderes de grupos pequeños deben estar dispuestos y ser capaces de desempeñar funciones catequéticas, ministeriales y organizativas que normalmente desempeñan los líderes eclesiásticos institucionales que tal vez no puedan hacerlo por ley o por estar demasiado expuestos en otras facetas como para cumplir adecuadamente su función.

Por último, el compañerismo mantiene alta la moral de los pequeños grupos cuando el desprecio y el tormento del mundo azota con fuerza las espaldas de los creyentes. Los jóvenes cristianos de Moscú en la década de 1970 recuerdan la época que pasaron juntos, adorando, orando y edificándose unos a otros, como la más feliz de sus vidas. El peso del Estado soviético les hizo doblarse, pero no se rompieron gracias a que Dios estaba con ellos, así como sus hermanos y hermanas en Cristo.

Si el amor era la argamasa de su comunión, el sufrimiento compartido fue lo que activó aquel vínculo y lo hizo real. El sufrimiento era la prueba. El amor, como nos dice Pablo, todo lo soporta. Y esto es lo que pasa con el totalitarismo blando: seduce a aquellos —incluso a los cristianos— que han perdido la capacidad de amar de forma duradera, para bien o para mal. Creen que aman, pero simplemente desean. Creen que siguen a Jesús, pero, de hecho, simplemente le admiran.

Todos y cada uno de nosotros pensamos que no seríamos así. Pero si hemos aceptado la gran mentira de esta cultura terapéutica que nos dice que la felicidad personal es el mayor bien, caeremos ante el primer problema que se nos presente.