Viajo en un tranvía de Budapest con una amiga húngara de unos treinta años. Vamos a entrevistar a una señora mayor que sufrió auténtica persecución en la era comunista. Mientras nos movemos con el traqueteo del tranvía, mi amiga habla de lo difícil que es hablar abiertamente con amigos de su edad sobre las dificultades a las que se enfrenta como esposa y madre de niños pequeños.
Sus dificultades son completamente normales para una joven que está aprendiendo a ser madre y esposa; sin embargo, la actitud predominante entre los miembros de su generación es que las dificultades de la vida suponen una amenaza para el bienestar y deben rechazarse. ¿Que discute a veces con su esposo? Entonces debería dejarle. ¿Que sus hijos le estorban? Pues que los meta en la guardería. Le preocupa que sus amigos no comprendan que el sufrimiento es una parte normal de la vida, incluso de una buena vida, en el sentido de que el sufrimiento nos enseña a ser pacientes, amables y amorosos. No quiere que le den consejos sobre cómo escapar de sus problemas; solo quiere que la ayuden a superarlos.
Le digo a mi amiga que este es el debate que John el Salvaje tiene con el controlador mundial hacia el final de Un mundo feliz, de Huxley. El Salvaje, explico a mi amiga, es un paria en un mundo que ve el sufrimiento, incluso la mera infelicidad, como una opresión intolerable.
Él está luchando por su derecho a ser infeliz: «exactamente igual que tú», le digo a mi amiga. Mientras bajamos del tranvía y nos encaminamos hacia el lugar donde vamos a reunirnos, hablamos de la ironía del cambio social que se ha apoderado de la Hungría poscomunista. La mujer que estoy a punto de conocer, como todos los cristianos que había estado entrevistando, dejó que el sufrimiento que le había infligido el régimen comunista hiciera más profundo su amor por Dios y por sus compañeros creyentes perseguidos. Ahora, en libertad y gozando de relativa prosperidad, los hijos de la última generación comunista han caído en una tiranía más sutil y sofisticada: una que les dice que todo lo que les parezca difícil es una forma de opresión. Para estos millennials, la infelicidad es esclavitud y la libertad es la liberación del peso de las obligaciones que no han elegido.
Aunque estos sentimientos decadentes pueden resultar escandalosos porque han surgido en un país poscomunista, de ninguna manera se limitan a los jóvenes húngaros. Según una encuesta de NBC News/Wall Street Journal de 2019, una marcada minoría de jóvenes adultos estadounidenses cree que la religión, el patriotismo y tener hijos son una parte importante de la vida, mientras que casi cuatro de cada cinco dijeron que la «autorrealización» es la clave para vivir bien 103 . De manera similar, el sociólogo de la religión Christian Smith encontró en un estudio sobre esa generación que la mayoría de ellos cree que la sociedad no es más que «una colección de individuos autónomos que buscan disfrutar la vida».
Estas son las personas que darían la bienvenida al Estado policial rosa. Esta es la generación que abrazaría el totalitarismo suave. Estos son los jóvenes feligreses que tienen poca capacidad de resistencia, porque se les ha enseñado que la buena vida es una vida libre de sufrimiento. Si les han enseñado la fe, ha sido un cristianismo sin lágrimas.
El sufrimiento como testimonio de la verdad
Aunque, de nuevo, el totalitarismo al que nos enfrentamos hoy se parece mucho más al de Huxley que al de Orwell, ambos libros enseñan una lección sobre el sufrimiento y la verdad, al igual que los supervivientes que sintieron el azote comunista.
Es importante que llevemos estas lecciones en nuestro corazón. Los días venideros obligarán a los cristianos estadounidenses a enfrentarse a sufrir personalmente por la fe de una manera en que la mayoría de ellos nunca ha hecho antes (los cristianos afroamericanos son la obvia excepción). Además, no se puede enfatizar lo suficiente: el viejo totalitarismo conquistó las sociedades por miedo al dolor; el nuevo conquistará principalmente manipulando el amor que la gente siente por el placer y el miedo que sienten ante cualquier cosa que les incomode.
No deberíamos confundir la marginación social o profesional con los campos de prisioneros y la bala del verdugo, estas últimas demasiado reales para los disidentes anticomunistas. Pero tenemos que saber esto también: si los creyentes de los últimos tiempos no somos capaces y no estamos dispuestos a ser fieles en las pruebas relativamente pequeñas a las que nos enfrentamos ahora, no hay razón para pensar que tendremos lo necesario para soportar una persecución seria en el futuro.
«Sin estar dispuesto a sufrir, incluso a morir, por Cristo, no es más que hipocresía. Se trata solo de buscar consuelo», dice Yuri Sipko, el pastor bautista ruso. «Cuando me encuentro con hermanos en la fe, especialmente con jóvenes, les pido que mencionen tres valores cristianos por los que estén dispuestos a morir. Aquí es donde se ve la línea divisoria entre los que se toman en serio su fe y los que no».
Cuando piensa en el pasado comunista, en los cristianos que enviaron a campos de prisioneros y nunca regresaron, en aquellos a los que se ridiculizó en el mundo, que perdieron sus trabajos, a quienes incluso en algunos casos les quitaron sus hijos debido a su fe, Sipko sabe qué les dio la fuerza para soportar todo esto. Su capacidad para aguantar todo este sufrimiento por la causa de Cristo es lo que dio testimonio de la realidad de su Dios invisible.
«Necesitas confesar tu fe y adorar a Dios de tal manera que la gente pueda ver que este mundo es mentira», dice el anciano pastor. «Es difícil, pero esto es lo que revela al hombre como imagen de Dios».
Mária Komáromi enseña en una escuela católica de Budapest. Ella y su difunto esposo, János, eran disidentes religiosos bajo el régimen comunista y soportaron muchas molestias para mantener viva la fe.
«Tienes que sufrir por la verdad porque eso es lo que te hace auténtico. Eso es lo que hace que esa verdad sea creíble. Si no estoy dispuesta a sufrir, mi verdad bien podría no ser más que una ideología», me dice.
Komáromi desarrolla esta idea:
El sufrimiento es parte de la vida de todo ser humano. No sabemos por qué sufrimos. Pero tu sufrimiento es como un sello. Si pones ese sello en tus acciones, curiosamente, la gente comienza a preguntarse por tu verdad, empieza a plantearse que tal vez tengas razón sobre Dios. En cierto sentido, es un misterio, porque el maligno quiere persuadirnos de que hay una vida sin sufrimiento. Primero tienes que vivirlo, y luego tratas de transmitir el valor del sufrimiento, porque el sufrimiento tiene un valor.
La riqueza, el éxito y el estatus no te escudan realmente del sufrimiento, dice Komáromi. No hay más que ver a todas las personas que tienen todo lo que este mundo es capaz de ofrecer, pero que aún caen en un comportamiento autodestructivo, incluso en el suicidio. Los cristianos deben abrazar el sufrimiento porque eso es lo que hizo Jesús, y porque tienen la promesa, por fe, de que compartir su sufrimiento nos conducirá a la gloria en la próxima vida. Pero a veces, agrega, podemos ver resultados en esta.
«Cuando comencé a tener niños, vinieron unos cuantos», dice Komáromi, cuyos hijos ahora son todos adultos. «Cuando dimos la bienvenida a todos estos niños en aquel entonces, nos trataron como idiotas. Ahora, sin embargo, toda la situación se ha revertido y la gente siente tanta envidia de que tengamos una familia tan grande. Entonces, a largo plazo, hay una especie de prueba». Mária Wittner, que ahora tiene más de ochenta años, es considerada por sus compatriotas como una heroína nacional en la lucha contra los soviéticos cuando invadieron Hungría en 1956. Por aquel entonces no era más que una adolescente. El régimen comunista la arrestó poco después de cumplir veintiún años y después la condenó a muerte. Su sentencia se redujo más tarde debido a su juventud. Pero soportó un dolor y una pena terribles en los ocho meses que pasó en el corredor de la muerte.
«Ejecutaban a alguien en la horca todos los días, o al menos un día sí y uno no», me dice. «Todas las personas decían su nombre en voz alta y dejaban algún tipo de mensaje como últimas palabras ante de que las condujeran al patíbulo. Algunos cantaban el himno nacional, otros elogiaban a su país, había gente que decía: «¡Véngame!».
Había días en los que ahorcaban a varias personas, incluso siete al día. La amiga de Wittner, Catherine, también había sido condenada a muerte. Pasaron la última noche de Catherine juntas en la celda y se despidieron por última vez al amanecer. Wittner explica:
Los guardias se la llevaron. Lo último que vi de ella fue que se enderezó y se fue con la espalda erguida. La puerta se cerró y luego me quedé sola. Empecé a golpear la puerta, gritando: «¡Traedla de vuelta!», aunque sabía perfectamente bien que no importaba cuánto gritara. Luego me desmayé. Cuando recobré el sentido, me juré a mí misma que nunca me callaría lo que he vivido si tengo la oportunidad de dar testimonio.
Ella cree que esta es la razón por la que continuó con vida: para poder contarle al mundo lo que los comunistas hacían a personas como ella.
«He estado pensando mucho en el miedo, como tal», dice. «¿Qué es el miedo? Alguien que tiene miedo será obligado a hacer las cosas más malvadas. Si alguien no tiene miedo de decir que no, si tu alma es libre, no hay nada que puedan hacerte».
La anciana me mira desde el otro lado de la mesa de la cocina con ojos penetrantes. «Al final, los que tienen miedo siempre terminan peor que los valientes».
¿Admiradores o discípulos?
El cineasta Terrence Malick enmarca el conflicto en su obra maestra de 2019, Una vida oculta, quizás la mejor evocación cinematográfica tanto del Evangelio como del drama interior de la resistencia al totalitarismo como un choque de religiones rivales: el nazismo y el catolicismo.
Se basa en la historia real de Franz Jägerstätter, un granjero católico austríaco que se niega a servir en el ejército nazi porque no quiere jurar lealtad a Adolf Hitler. Para él, eso sería un acto de idolatría. Los nazis enviaron a Jägerstätter a prisión y lo ejecutaron en 1943 por su traición. En 2007, el papa Benedicto XVI lo beatificó como mártir.
En la película, casi todos los campesinos de la pequeña aldea alpina de Jägerstätter aceptan el nazismo sin protestar. Algunos lo hacen con entusiasmo. Otros tienen dudas, pero están demasiado asustados para expresarlas. Incluso el párroco le dice que les iría mucho mejor a él, a su esposa y a sus hijos si mantuviera la boca cerrada y obedeciera. Franz y su esposa, Fani, son los únicos que comprenden lo perverso que es el totalitarismo nazi y que están dispuestos a sufrir por dar testimonio de sus convicciones.
Una vida oculta deja claro que la fuente de su resistencia fue su profunda fe católica. Sin embargo, el resto de vecinos de la aldea también eran católicos, y, sin embargo, se ajustaron al mundo nazi. ¿Por qué los Jägerstätter vieron, juzgaron y actuaron como lo hicieron, pero no así ningún otro de sus hermanos cristianos?
La respuesta está en una conversación que Franz tiene con un viejo artista que está pintando imágenes de historias bíblicas en la pared de la iglesia del pueblo. El artista lamenta su propia incapacidad para representar verdaderamente a Cristo. Sus imágenes confortan a los creyentes, pero no los llevan al arrepentimiento y la conversión. Dice el pintor: «Creamos admiradores. No creamos seguidores».
Es muy probable que Malick, quien escribió el guion y se formó en filosofía, haya extraído esta distinción del existencialista cristiano del siglo XIX Søren Kierkegaard, quien escribió que Jesús no proclamaba una filosofía, sino una forma de vida:
Cristo entendió que ser «discípulo» está en la más íntima y profunda armonía con lo que él dijo de sí mismo. Cristo afirmó ser el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Por esta razón, nunca podría estar satisfecho con quienes acepten su enseñanza, especialmente con aquellos que en sus vidas lo ignoraron o dejaron que las cosas siguieran su curso habitual. Toda su vida en la tierra, de principio a fin, estuvo destinada únicamente a tener seguidores y a hacer imposibles los admiradores 104 .
A los admiradores les encanta estar asociados con Jesús, pero, cuando surgen problemas, o se vuelven contra él o de alguna manera tratan de poner distancia entre ellos y el Señor. El admirador quiere el consuelo y la ventaja que conlleva ser cristiano, pero cuando los tiempos cambian y Jesús se convierte en un escándalo o en algo peor, el admirador se rinde. Como escribe Kierkegaard:
El admirador nunca hace verdaderos sacrificios. Siempre juega a lo seguro. Aunque en palabras, frases, cánticos, se cansa de decir cuánto valora a Cristo, no renuncia a nada, no reconstruirá su vida y no dejará que su vida exprese lo que supuestamente admira. No es así para el seguidor. No, no. El seguidor aspira con todas sus fuerzas a ser lo que admira. Y luego, sorprendentemente, a pesar de que vive entre un «pueblo cristiano», incurre en el mismo peligro que corría cuando era peligroso confesar abiertamente a Cristo 105 .
El seguidor reconoce el costo de ser discípulo y está dispuesto a pagarlo. Esto no significa que esté obligado a exponerse al máximo peligro en todo momento, o de declararse culpable de ser un admirador. Pero sí significa que cuando la Gestapo o la KGB se presenten en su aldea y le exijan que se incline ante la esvástica o la hoz y el martillo, el seguidor hará la señal de la cruz y caminará con miedo y temblor hacia el Gólgota.
Sufrir sin amargura
Este es uno de los mandamientos más difíciles de Cristo:
«Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5,44).
A muchos de nosotros nos resulta difícil ser caritativos con un dependiente que es grosero con nosotros o con alguien que impide avanzar en la carretera. Pocos de nosotros seríamos capaces de amar a alguien responsable de que perdiéramos nuestro trabajo o, peor aún, de estar en la lista negra de nuestra profesión. Es muy poco común que alguien guarde un resquicio de amor en sus corazones para su asaltante o su violador.
Pero claro, la mayoría de nosotros no somos Silvester Krč méry.
Recordarás que Krč méry, que murió en 2013, fue una de las figuras más importantes de la resistencia anticomunista católica eslovaca. En su juicio, los fiscales comunistas le llamaron mentiroso por decir que los checoslovacos no tenían libertad religiosa. Se os permite ir a la Iglesia a adorar, ¿no es así?, se burlaban de él con una pulla que los progresistas estadounidenses contemporáneos lanzan a los conservadores que abogan por la libertad religiosa.
Krč méry les devolvió la acusación a la cara. Dijo que Jesús no está satisfecho con la mera asistencia a la iglesia, sino que quiere que los creyentes vivan para Cristo siempre y en todo lugar. Esto es lo que Krč méry había aprendido cuando estudiaba con el padre Kolaković , y esto es lo que primero captó la atención de la policía secreta.
«No tengáis miedo y actuad siempre como creéis que Cristo actuaría en vuestro lugar en una situación determinada», había enseñado el padre Kolaković a sus seguidores. Cuando la policía secreta arrestó a Krč méry, se rió, porque entendió que se le estaba dando el regalo del sufrir por Jesús.
En prisión, a Krč méry se le negó una Biblia y se sintió agradecido por haber pasado los últimos años de libertad memorizando las Escrituras. Como otros presos políticos, Krč méry sufrió repetidas torturas. Le habían entrenado para resistirse al lavado de cerebro. Al final, confió únicamente en la fe para guiar su camino. Cuanto más se abrazaba a ella en su debilidad, más fuerte era su espíritu.
El joven médico decidió unir su sufrimiento al de Cristo y ofrecer su dolor como un regalo a Dios por el bien de otras personas perseguidas. Creía que el Señor le estaba permitiendo soportar esta prueba por una razón, pero tenía que convencerse a sí mismo ante sus agonías.
«Por eso repetía una y otra vez: ‘Soy una auténtica sonda de Dios, el laboratorio de Dios. Estoy pasando por todo esto para poder ayudar a los demás y a la Iglesia’» 106 .
Krč méry decidió que tenía que ser útil. Descubrió que los simples actos de solidaridad con sus compañeros de sufrimiento, tanto dados como recibidos, importaban más de lo que hubiera imaginado. En esa prisión comunista, el mandato bíblico de llevar las cargas de los demás se volvió intensamente real. «Un hermano que ayudaba en tiempos difíciles estaba más unido en el sufrimiento que los parientes y amigos más cercanos, a menudo de forma permanente», escribe. Este laico católico vivió la verdad del consejo del sacerdote ortodoxo Juan de Kronstadt al sacerdote viudo Alexei Mechev: al unir nuestro dolor con el dolor de los demás, nos será más fácil soportarlo.
Tortura, privación, aislamiento: todas esas cosas podrían haber destruido a Silvo Krč méry y haberle convertirlo en un hombre odioso, o al menos en uno desmoralizado. Pero la transcripción de su juicio de 1954 muestra que le refinó, le purificó, le fortaleció en el Señor. En su declaración final de defensa, Krč méry proclamó desafiante al tribunal:
Dios me dio todo lo que tengo y ahora que me enfrento a ser perseguido por su causa, y que estoy llamado a profesar mi fe en Él, ¿debería fingir que no creo? ¿Debería esconder mi fe? ¿Debería negarle? 107 .
Se burló de sus perseguidores comunistas, declarando: «No permitiremos que nos conduzcan al odio, a rebelarnos, ni siquiera a quejarnos… Ahí es donde radican nuestra fuerza y nuestra superioridad».
Pasarían diez años antes de que Silvester Krč méry pisara el exterior de una prisión. Pasó el resto de su vida evangelizando desde su casa en Bratislava y trabajando con los enfermos, especialmente los adictos. El hombre que dijo que la fuerza de los cristianos perseguidos residía en rechazar el odio no buscó venganza, ni siquiera después de la caída del comunismo.
«Bendita seas, prisión»: recibe el sufrimiento como un regalo
«Rezad por los que os persiguen», nos enseñó Jesús. Es más fácil resistirnos a la venganza si tenemos esa mentalidad. En su obra maestra, Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn revela cómo él y sus compañeros de prisión fueron golpeados, humillados, privados de libertad, obligados a vivir en la suciedad y las temperaturas bajo cero y plagados de piojos, y de soportar muchas otras manifestaciones grotescas de lo determinados que estaban los comunistas a crear el paraíso terrenal. Es por eso que nada que se pueda encontrar entre las páginas de ese libro histórico impacta más que estas líneas:
Y por eso vuelvo a los años de mi encarcelamiento y digo, a veces para el asombro de los que me rodean: «¡Bendita seas, prisión!... ¡Bendita seas, prisión, por haber formado parte de mi vida!» 108 .
La audaz afirmación de Solzhenitsyn quería decir que el sufrimiento le había refinado, le había enseñado a amar. Fue solo en ese momento, a partir de aquella experiencia de intenso sufrimiento, que el prisionero comenzó a comprender el significado de la vida y comenzó a sentir el bien que albergaba dentro de sí mismo.
Para ser claros, ni un solo pasaje de los Evangelios exige a los cristianos que salgan al encuentro del sufrimiento. La Palabra de Dios no es una receta para el masoquismo. Pero la vida de Cristo, así como el ejemplo de los profetas del Antiguo Testamento, obliga a los creyentes a aceptar el misterio impenetrable de que el sufrimiento, si se recibe correctamente, puede ser un don.
El padre Kirill Kaleda, el sacerdote ortodoxo ruso que pastorea una iglesia dedicada a la memoria de los mártires de la persecución bolchevique, ofrece una visión prudente del sufrimiento en la vida de un cristiano.
«Tomar tu cruz y cargarla sobre los hombros siempre será incómodo. Podemos decir claramente que la ideología actual de la comodidad es anticristiana en su esencia misma», dice el padre Kirill. «Pero debemos señalar el hecho de que la Iglesia no llama a sus seguidores —ni una sola vez— a buscar el sufrimiento, e incluso se les dejó bien claro que les advierte de que no lo hagan. Pero si una persona se encuentra en una situación en la que sufre, debe soportarlo con valentía».
Alexander Ogorodnikov, a quien conocisteis en capítulos anteriores, es uno de los disidentes más famosos del último período soviético. Nacido en una familia comunista, fue uno de los líderes del movimiento juvenil del Komsomol y su entusiasmo captó la atención de la KGB, que le echó el ojo como uno de sus posibles nuevos fichajes. Pero se convirtió al cristianismo cuando aún era un veinteañero. Su campaña por la libertad religiosa le valió una sentencia de prisión en 1978. Le liberaron nueve años más tarde después de que el presidente estadounidense Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher apelaran al líder soviético Mikhail Gorbachov en su nombre.
Ogorodnikov, que ahora tiene casi setenta años, está tranquilo y serio. Su rostro está parcialmente paralizado a consecuencia de las palizas que recibió en el gulag. Una cosa es leer sobre la tortura de los campos de prisioneros soviéticos en un libro. Otra muy distinta es escuchar un relato de boca de un hombre que los vivió. Más tarde me enteré por mi traductor de que Ogorodnikov estaba ansioso por reunirse conmigo en mi hotel, el Hotel Metropol, porque en la época comunista, era una guarida de la KGB.
Aunque no caía sobre él ninguna sentencia de muerte, las autoridades soviéticas decidieron dar una lección a Ogorodnikov colocándole en el corredor de la muerte en una de las prisiones más duras de la URSS, una instalación a la que, según uno de los captores de Ogorodnikov, el Estado enviaba a personas con el objetivo de destrozarlas, «para desangrarlas, gota a gota».
«Cuando entré en la celda y miré al resto de personas que se encontraban allí, les dije: ‘Escuchen hermanos, me enviaron aquí para ayudarles a enfrentarse a la muerte, no como criminales, sino como hombres con almas que van a encontrarse con su creador, para ir al encuentro de Dios Padre’», me dice. «Dado que siempre llevaban a los reos al paredón muy temprano, muchos de ellos no dormían. Estaban esperando que llamaran a la puerta para ver a quién llamarían. Por supuesto que no dormían. Yo tampoco lo hacía. Les ayudaba a convertir aquella noche de terror en una noche de esperanza».
El joven cristiano, que aún no tenía treinta años, dijo a estos criminales empedernidos que, aunque no era sacerdote, estaba dispuesto a escuchar sus confesiones.
«Les dije que no podía absolverlos, pero que sería testigo de su arrepentimiento cuando muriera y estuviera ante el Señor», dice. «Tendría que tener el talento de Dostoievski para describirte sus confesiones, yo mismo no tengo las palabras. Les decía que Dios es misericordioso y que el hecho de que admitan lo que han hecho y lo denuncien, lavará sus faltas y les purificará. Todos iban a ser fusilados tarde o temprano, pero al menos morirían con la conciencia limpia».
Cuando las autoridades de la prisión se dieron cuenta de que el confinamiento en una celda con lo peor de lo peor no estaba llevando a Ogorodnikov a arrepentirse de sus pecados contra el Estado soviético, le pasaron a un módulo de aislamiento.
«Estaba solo en la celda una noche», recuerda. «Sentí muy claramente que alguien me despertó en medio de la noche. Era suave, pero claro».
Prosigue:
Cuando me desperté, tuve una visión muy, muy clara. Veía el pasillo de la cárcel. Podía ver a la persona que sacaban encadenada; solo les vi desde atrás, pero sabía exactamente quién era. Comprendí que Dios me había enviado un ángel para despertarme y acompañar a ese hombre en oración mientras le sacaban al paredón. Entendí que Dios me estaba mostrando eso.
«¿Quién soy yo para que se me muestre esto?», pregunté a Dios. Entonces comprendí que estaba viendo el alcance del amor de Dios. Comprendí que las oraciones de este prisionero y yo, por su salvación, habían sido escuchadas y que él había sido perdonado. Estaba llorando. Este despertar no ocurría con todos esos prisioneros, solo con algunos de ellos.
Ogorodnikov interpretó esto como una señal de que no todos los prisioneros con quienes oraba habían sido sinceros en su arrepentimiento. Mientras languidecía confinado a solas, los despertares místicos continuaron, mientras una fuerza invisible le sacaba del sueño con delicadeza. El mismo tipo de visión se presentó frente a los ojos abiertos del prisionero: la imagen de los guardias que llevan a un reo encadenado a su ejecución.
Después de que esto sucediera unas cuantas veces, Ogorodnikov se preguntaba por qué, en estas visiones, jamás se le permitía ver las caras de los presos condenados. No cayó en la respuesta a este misterio hasta más tarde, en una prisión diferente, a través de algo que Ogorodnikov considera una revelación divina.
En aquella pequeña prisión, Ogorodnikov era el único cautivo, y le vigilaba un único guardia. Se trataba claramente de un pensionista al que se le permitía trabajar en el turno de noche porque se sentía solo.
Una noche el guardia entró en la celda de Ogorodnikov con una mirada enajenada en el rostro. «Vienen de noche», dijo el anciano al prisionero. Ogorodnikov comprendió que algo estaba conduciendo al anciano al borde de la locura y que necesitaba confesar. Ogorodnikov le instó a hablar. Esto es lo que dijo el guardia de aquella prisión encantada:
Cuando yo era un joven guardia en una prisión diferente, reunieron a veinte o treinta sacerdotes que estaban tras las rejas y les sacaron afuera. Les amarraron a un trineo, como si fueran perros. Les pidieron que tiraran del trineo hacia el bosque. Les hicieron correr todo el día, hasta que les llevaron a un pantano. Y luego les pusieron en dos filas, una detrás de la otra. Yo era uno de los guardias que estaba en el perímetro que rodeaba a los prisioneros.
Uno de los chicos de la KGB se acercó al primer sacerdote. Le preguntó con mucha calma y tranquilidad: «¿Existe Dios?». El sacerdote dijo que sí. Le dispararon en la frente de tal manera que su cerebro cubrió al sacerdote que estaba detrás de él. Serenamente cargó su pistola, se acercó al siguiente sacerdote y preguntó: «¿Existe Dios?». «Sí, existe». El hombre de la KGB disparó a este sacerdote de la misma manera. No les vendamos los ojos. Vieron todo lo que estaba a punto de pasarles.
Ogorodnikov lucha por contener las lágrimas cuando llega al final de su historia. Con voz quebrada por la emoción, el antiguo prisionero dice: «Ninguno de esos sacerdotes negó a Cristo».
Por eso el anciano se ofreció como voluntario para hacer compañía a Ogorodnikov una vez que caía el sol: los recuerdos de los rostros de los sacerdotes en los momentos previos a su ejecución le perseguían por la noche. Este encuentro con el afligido guardia de la prisión hizo que Ogorodnikov entendiera por qué, en sus visiones místicas, no había sido capaz de ver los rostros de los condenados. Aquel horror también le habría enloquecido. Tenía que contentarse con saber que, al haber estado presente allí para compartir el Evangelio con ellos, esas pobres almas, condenadas en esta vida, gozarían de la vida eterna en el paraíso.
Prepárate para lo peor, muestra piedad a los afligidos
A menos que uno haya pasado por la experiencia, es difícil comprender la medida en que la tortura y la reclusión solitaria pueden debilitar la mente de un hombre. En Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn insta a sus lectores a apiadarse de los prisioneros que se venían abajo al ser torturados. Casi todos lo hicieron en algún momento, dice. A menos que lo hayas soportado, escribe, no se puede imaginar cuán grande es la presión para decir algo que pueda detener el dolor físico y psicológico.
En sus años de prisionero político en la Rumanía comunista, el difunto pastor luterano Richard Wurmbrand dio testimonio de ambas verdades. La Rumanía que ocuparon las tropas soviéticas al final de la Segunda Guerra Mundial era un país profundamente religioso. Una vez que los estalinistas rumanos tomaron el control dictatorial en 1947 se desencadenó una de las más violentas persecuciones anticristianas de la historia del comunismo de estilo soviético.
De 1949 a 1951, el Estado llevó a cabo el «Experimento Piteş ti». La prisión de Piteş ti se estableció como una fábrica para rediseñar el alma humana. Sus amos sometieron a los presos políticos, incluido el clero, a métodos demenciales de tortura para destruirlos psicológicamente por completo para que pudieran convertirse en ciudadanos plenamente obedientes de la República Popular.
Wurmbrand, cautivo desde 1948 hasta que fue rescatado y se exilió a Occidente en 1964, estuvo preso en Pitesş ti. En su testimonio de 1966 ante un comité del Senado de los Estados Unidos, Wurmbrand habló de cómo los comunistas rompían huesos, les marcaban con hierros al rojo vivo y les infligían todo tipo de tortura física. También ejercían un sadismo espiritual y psicológico que escapaba a toda comprensión. Wurmbrand contó la historia de un joven cristiano prisionero en Piteş ti que estuvo atado a una cruz durante días. Dos veces al día, tendían la cruz en el suelo, y los guardias obligaban a otros cien reclusos a orinar y defecar sobre el preso.
Entonces la cruz se erigió nuevamente y los comunistas maldecían y se burlaban: «Mira a tu Cristo, mira a tu Cristo, qué hermoso es, adórale, arrodíllate ante él, qué bien huele tu Cristo». Y luego llegó la mañana del domingo y a un sacerdote católico, un conocido mío, le azotaron con un cinturón en el suelo de una celda con otros 100 presos, le dieron un plato con excrementos y otro con orina y le obligaron a decir la santa misa sobre ellos. Y lo hizo 109 .
Wurmbrand le preguntó al sacerdote cómo pudo aceptar cometer tal sacrilegio. El sacerdote católico estaba «medio loco», recordaba Wurmbrand, y le suplicó que mostrara misericordia. Golpeaban a todos los demás prisioneros hasta que aceptaban esta profana comunión mientras los guardias comunistas de la prisión se burlaban de ellos.
Wurmbrand dijo a los legisladores estadounidenses:
Soy un hombre muy insignificante y muy pequeño. He estado en la cárcel entre los débiles y los pequeños, pero hablo por un país que sufre y por una Iglesia que sufre y por los héroes y santos del siglo XX; hemos tenido tales santos en nuestra prisión ante los que no me atrevía a levantar la vista… 110 .
Después de que le liberaran, el pastor Wurmbrand, que murió en 2001, dedicó el resto de su vida hablar de los cristianos perseguidos. «No todos estamos llamados a morir como mártires», escribió, «pero todos estamos llamados a tener el mismo espíritu de abnegación y amor hasta el final que tuvieron estos mártires» 111 .
Deja que la debilidad de los demás te haga más fuerte
Acompañar a otras personas perseguidas en su sufrimiento puede llevarnos a un profundo arrepentimiento y a una mayor fuerza de espíritu. Uno de los compañeros de prisión de Wurmbrand en Piteş ti era George Calciu, un estudiante de medicina cristiano ortodoxo que finalmente fue ordenado sacerdote. En 1985, fue enviado al exilio estadounidense, donde sirvió en una parroquia del norte de Virginia hasta su muerte, acaecida en 2006.
En una larga entrevista que concedió en 1996, el padre George contó su encuentro con un compañero de prisión llamado Constantine Oprisan. Se conocieron cuando Calciu fue trasladado de Piteş ti a Jilava, una prisión construida completamente bajo tierra. Los comunistas pusieron cuatro prisioneros en cada celda. En su celda había un hombre llamado Constantine Oprisan, que estaba gravemente enfermo de tuberculosis. Oprisan tosía líquido de sus pulmones desde el primer día que pisó la cárcel.
El hombre se estaba asfixiando. Puede que saliera un litro de flema y sangre, y se me revolvía el estómago. Estaba a punto de vomitar. Constantine Oprisan se dio cuenta de esto y me dijo: «Perdóname». ¡Estaba tan avergonzado! Como era estudiante de medicina, decidí cuidarlo... y les dije a los demás que me ocuparía de Constantine Oprisan. No podía moverse y hacía todo por él. Le ponía un balde para orinar. Le lavaba. Le daba de comer. Teníamos un plato de comida. Tomaba un cuenco y se lo ponía frente a la boca 112 .
Constantine Oprisan, de quien el padre George decía que «era como un santo», estaba tan débil que apenas podía hablar. Pero cada palabra que decía a sus compañeros de celda era sobre Cristo. Escucharle rezar sus oraciones diarias impactaba profundamente a los otros tres hombres, al igual que lo hacía el mero hecho de ver aquel «torrente de amor en su rostro».
Constantine Oprisan era un despojo humano porque había sido severamente torturado en Piteş ti durante tres años, compartía el padre George. Sin embargo, no maldecía a sus torturadores y pasaba sus días en oración.
Y en todo ese tiempo no nos dimos cuenta de lo importante que era Constantine Oprisan para nosotros. Él daba una razón a nuestra estancia en la celda. Se volvía cada vez más débil en el transcurso de un año. Sentimos que había terminado el tiempo que le quedaba aquí y moriría 113 .
Después de su muerte,
todos sentimos que algo en nosotros había muerto. Entendimos que, enfermo y bajo nuestro cuidado como un niño, había sido el pilar de nuestra vida en la celda 114 .
Después de que los compañeros de celda lavaran su cuerpo y lo prepararan para el entierro, alertaron a los guardias de que Constantine Oprisan estaba muerto. Los guardias sacaron a los hombres de la celda sin ventanas por primera vez en un año. Entonces el guardia ordenó a Calciu y a otro hombre que sacaran el cuerpo y lo enterraran. Constantine Oprisan no era más que huesos y pellejo; su tejido muscular se había consumido. Por alguna razón, la piel tensa sobre su esqueleto demacrado se había vuelto amarilla.
Mi amigo tomó una flor y se la puso en el pecho, una flor azul. El guardia empezó a gritarnos y nos obligó a volver a la celda. Antes de entrar en la celda, nos dimos la vuelta y miramos a Constantine Oprisan, su cuerpo amarillo con flor azul. Esta es la imagen que he guardado en mi memoria: el cuerpo de Constantine Oprisan completamente demacrado y la flor azul en su pecho 115 .
Echando la vista atrás hacia aquel drama casi medio siglo después, el padre George dijo que cuidar al indefenso Constantine Oprisan en el último año de su vida le reveló «la luz de Dios».
Era muy feliz cuando cuidaba de Constantine Oprisan en la celda. Era muy feliz porque sentía cómo su espiritualidad penetraba en mi alma. Aprendí de él a ser bueno, a perdonar, a no maldecir a tu torturador, a no considerar nada de este mundo como un tesoro para ti. De hecho, vivía en otro nivel. Solo su cuerpo y su amor estaban con nosotros. ¿Puedes imaginártelo? Estábamos en una celda sin ventanas, sin aire, húmeda, sucia, pero teníamos momentos de felicidad que nunca alcanzamos en libertad. No puedo explicarlo 116 .
En términos de teología sacramental, un misterio es una verdad que no se puede explicar, solo se acepta. La muerte de Constantine Oprisan, que infundió vida espiritual a quienes le ayudaron a soportar su sufrimiento, es un misterio. El cuitado prisionero se estaba muriendo, pero como ya había muerto para sí mismo por el amor de Cristo, pudo ser un icono para los demás, una ventana a la eternidad a través de la cual pasaba la luz divina para iluminar a los otros hombres en esa celda oscura y sucia.
Un cristianismo para los días venideros
La fe que los mártires y confesores como los cristianos citan aquí está muy lejos de la religión terapéutica de los suburbios de clase media, el sermón de congregaciones politizadas de izquierda y derecha, y el mensaje de salud y riqueza de las iglesias del «evangelio de la prosperidad». Estas y otras débiles formas de fe se evaporarán ante la más mínima persecución. El pastor Wurmbrand escribió una vez que había dos tipos de cristianos: «aquellos que creen sinceramente en Dios y aquellos que, con la misma sinceridad, creen que creen. Puedes distinguirlos por sus acciones en los momentos decisivos» 117 .
La clase de cristianos que seremos en el momento de la prueba depende de la clase de cristianos que seamos hoy. Y no podemos convertirnos en el tipo de cristianos que precisamos ser para prepararnos para la persecución si no conocemos historias como esta y las llevamos en nuestro corazón.
Compartí algunos de estos relatos con un amigo checo que dejó su patria comunista y migró a Estados Unidos cuando tenía veinte años. Este tipo de historia no es una novedad para él y, sin embargo, escribió: «Es difícil de leer. Es aún más difícil darse cuenta de que casi se ha olvidado, o peor aún, que nunca se ha conocido».
Ver, juzgar, actuar
Reconocer el valor del sufrimiento es redescubrir una enseñanza fundamental del cristianismo histórico y ver claramente el camino de peregrinaje que cada generación de cristianos ha recorrido desde los doce apóstoles. No hay nada más importante que esto cuando se trata de construir la resistencia cristiana al totalitarismo venidero. También es declararse una especie de salvaje en la cultura actual, incluso dentro de la cultura de la Iglesia. Requiere mantenerse firme frente a gran parte del cristianismo popular, que se ha convertido en un culto superficial de autoayuda cuyo objetivo principal no es cultivar el apostolado, sino erradicar las ansiedades personales. Pero negarse a ver el sufrimiento como un medio de santificación es rendirse, en la fulminante frase de Huxley, al «cristianismo sin lágrimas».
Sin embargo, ¿cómo se supone que vamos a juzgar el enfoque correcto del sufrimiento? Desafortunadamente, no existe una fórmula clara. Como dice el padre Kirill Kaleda, no debemos salir en su busca. Incluso Cristo, en Getsemaní, oró para que pasara la copa del sufrimiento si esa era la voluntad de Dios. La virtud de la prudencia es fundamental, en parte para ayudarnos a discernir la diferencia entre razonar y racionalizar. Todos preferimos que la copa pase, pero si llega nuestro momento, tenemos que estar preparados para hacer una parada costosa.
No sabremos cómo comportarnos cuando llegue ese momento si no nos hemos preparado para aceptar el dolor y la pérdida por el bien del reino de Dios. La mayoría de nosotros en Occidente todavía no tenemos la oportunidad de sufrir por la fe como lo hicieron los cristianos bajo el comunismo, pero disponemos de sus historias para guiarnos, así como de los relatos del martirio cristiano en todo el mundo a lo largo de los siglos. Familiarízate con sus historias y enséñalas a tus hijos. Estas historias están cerca del núcleo de la experiencia cristiana vivida y forman una parte esencial de la memoria cultural cristiana. Apréndelas, así sabrás cuándo y cómo vivirlas.
Dios no puede querer el mal, aunque, como mostró en su Pasión, puede permitir el sufrimiento por un bien mayor. Juzgar con precisión si él nos está llamando o no a compartir su Pasión en un caso particular requiere tener fe en que nuestro sufrimiento tendrá un propósito, aunque ese propósito puede que no lo tengamos claro en ese momento. Cuando fue a prisión en condición de laico, George Calciu se sintió impulsado a una profunda conversión por el testimonio de sacerdotes que eran sus compañeros de prisión. Cuando regresó a la cárcel años más tarde, Calciu era sacerdote y condujo a otros presos a Cristo como otros le habían conducido a él décadas atrás. El ministerio de Ogorodnikov, confía, llevó a los condenados al paraíso. Krč méry sentó las bases de la Iglesia clandestina. Solzhenitsyn emergió de la asoladora miseria del gulag como un valiente hombre de Dios cuyo testimonio profético del mundo ayudó a derrocar un maligno imperio.
Cuando actuamos, ya sea para abrazar el sufrimiento en soledad o para compartir el sufrimiento de los demás, tenemos que dejar que nos cambie, como cambió a estos confesores del yugo comunista. Podría volvernos amargados, enojados y vengativos, o podría servir como un fuego purificador, como lo hizo con Solzhenitsyn, Calciu, Krč méry, Ogorodnikov y tantos otros, purificando nuestro amor a Dios y a la humanidad víctima de la tortura.
Ningún cristiano es capaz de escapar por completo del sufrimiento. Es condición humana. Lo que sí controlamos es cómo actuamos frente a él. ¿Huiremos de él y traicionaremos a nuestro Señor? ¿O lo aceptaremos como una rigurosa merced? Las decisiones que tomemos cuando se nos someta a la prueba definitiva dependen de las decisiones que tomemos hoy, en tiempos de paz. Esto es lo que comprendió el padre Tomislav Kolaković cuando llegó a Checoslovaquia y se dispuso a preparar la Iglesia para la persecución que se avecinaba. Por eso, cuando la policía secreta vino a buscar a Silvester Krč méry, él supo llevar esa cruz como un verdadero cristiano.