2 | La venta sofisticada

Este enfoque de profundidad es el primer paso hacia el escalofriante mundo de George Orwell.

–Robert R. Kirsch, en la reseña que hizo en 1957 en Los Angeles Times de Las formas ocultas de la propaganda
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John P. Sisk, profesor inglés de la Universidad Gonzaga que escribía para la revista America en 1957, planteó la idea de que la investigación motivacional era obra del diablo, algo que podía ayudar a los publicistas a explotar el lado pecaminoso de los consumidores. No hay que ser teólogo para respaldar el argumento de que la publicidad en verdad se enfocaba en los rasgos más oscuros de la personalidad de los consumidores, como la codicia, la lujuria, el egoísmo y el narcisismo. «De una u otra forma, los publicistas consideran al pecado original como un statu quo altamente deseable», creía Sisk, quien veía al primer buhonero como el demonio mismo. El profesor inglés fue más allá con su visión infernal de la investigación motivacional, ubicándola, de todos los lugares posibles, en el Paraíso perdido de Milton.1 En el libro IV de este poema épico –de acuerdo con Sisk–, Satanás «utiliza los métodos del investigador motivacional cuando susurra al oído a la Eva durmiente»:

De la esposa de Adán sitia el oído.

Con su hálito mortal durante el sueño

Una ilusión la inspira, con que en pena

Tiene su corazón, y la enajena

La razón, su veneno procurando

Difundir en los más puros

Vapores de la sangre.2

En este pasaje, Satanás estás ablandando a Eva para la venta sofisticada que ocurre en el libro IX del Paraíso perdido –concluyó Sisk–, y su experiencia es muy parecida a la nuestra como consumidores «cuando lo que se nos ha inducido a comprar no logra darnos la satisfacción que un anuncio nos ha llevado a esperar». Al igual que Satanás –quien se acercó a Eva disfrazado (específicamente, como sapo)–, los publicistas que utilizaban la investigación motivacional ocultaban la verdad a través de despliegues publicitarios exagerados, y sus productos se presentaban falsamente como el Cielo en la Tierra.3

No todos los ataques dirigidos contra la investigación motivacional a finales de la década de 1950 eran tan mordaces (o literarios) como los de Sisk, pero quedaba claro que la luna de miel que la técnica había vivido durante el cuarto de siglo anterior mientras tomaba forma había llegado a su fin. Comenzando a mediados de los cincuenta, y cada vez más conforme fue avanzando la década, la investigación motivacional sería acusada y culpada de muy diversos pecados, entre los cuales –y no era el menos importante– se encontraba el de que estaba llevando a los consumidores por un camino descendente. A pesar de la marea creciente de oposición a la técnica, la popularidad de la investigación motivacional habría de crecer a lo largo de estos años, beneficiándose de toda la atención que estaba obteniendo en los medios. Ya sea que una persona estuviera a favor o en contra de ella, era difícil ser indiferente a esto que tenía toda la intención de seguir susurrando en los oídos de los estadounidenses.

Una mejor trampa para ratones

El hombre que susurraba (o gritaba) las palabras más fuertes en los oídos de los estadounidenses era, por supuesto, Ernest Dichter. La importancia de Dichter continuaba en aumento a medida que iba reemplazando el libro de normas del marketing con el suyo, que se basaba en las teorías psicoanalíticas freudiana y adleriana. En cierto sentido, Dichter estaba intercambiando las cuatro p’s esenciales del marketing –producto, precio, promoción y presentación– con cuatro s’s –sustento, sexo, seguridad y status–, pensando que estos eran los impulsos humanos básicos que determinaban la totalidad del comportamiento del consumidor. Dichter también desafió el pensamiento tradicional del marketing rechazando la idea de que había que preguntar a muchas personas (hasta 100 000, decían algunos) para tomar el pulso nacional de cualquier tema. «Una vez que estableces patrones psicológicos universales, ya no es necesaria la repetición ni hacer gastos para cuantificarlo», insistía, y el uso que dio a cerca de 250 entrevistas por cada estudio que realizó fue un anatema para los principios establecidos de la investigación. La utilización de Dichter de otros métodos no ortodoxos (tales como su caja de sombra, con la cual pedía a los consumidores que sintieran productos como el jabón para obtener reacciones no visuales) también impactó fuertemente a la comunidad de investigación de mercados establecida y el hombre algunas veces actuaba más como un mago que como hombre de negocios.4

Los métodos de Dichter pudieron haber sido no ortodoxos, incluso, peculiares, pero regularmente las grandes empresas serias y reacias a tomar riesgos quedaban fascinadas por ellos. A mediados de la década de 1950 fue consultor de los dos «Generales» del negocio de alimentos de la nación –General Mills y General Foods– y les aconsejo cómo apelar de manera más efectiva al lado inconsciente de los consumidores. Dichter había dicho a General Mills, por ejemplo, que la mayoría de las amas de casa consideraban que cocinar no era simplemente otra tediosa tarea doméstica más, sino una actividad satisfactoria que formaba parte integral de su identidad personal. Con base en este jugoso dato, la compañía comenzó a promocionar la harina para hotcakes Bisquick como una especie de socio, donde el producto y el ama de casa participaban en un esfuerzo colaborativo y creativo. Por otro lado, en General Foods, Dichter convenció a los gerentes de marca de Sanka que dejaran de atacar al café regular en su publicidad, algo que –él creía– a los consumidores les parecía una ofensa hacia una de sus bebidas favoritas. Sanka abandonó su publicidad negativa y adoptó un tema novedoso y más positivo («Ahora puedes beber todo el café que quieras»), otro ejemplo de cómo la psicología dichteriana fue traducida exitosamente en una estrategia de marketing.5

Era inusual que Dichter –como otros consultores de investigación de mercados– sugiriera ideas para campañas de publicidad a sus clientes como parte de sus servicios. Por ejemplo, Dichter dijo a los fabricantes de los encendedores Ronson que la flama era un símbolo de sexualidad (particularmente en las culturas «primitivas»), y esta pepita de sabiduría se convirtió en el cimiento de una nueva campaña de publicidad creada por la agencia de la empresa, Norman, Craig and Kummel. (De acuerdo con Dichter, el fuego no solo tenía implicaciones eróticas, sino que invocaba a la Diosa de la Luz quien, a su vez, estaba vinculada a Eros). El descubrimiento que hizo Dichter de que a las mujeres no les gustaba hornear pasteles debido a un miedo al fracaso llevó directamente a la campaña «Yo Garantizo» de General Mills, donde se presentaban pasteles fáciles de preparar producidos por su agencia, BBDO. A los ejecutivos de una compañía que vendía semillas para pasto, Dichter les explicó que «el césped es un medio tapizado para tener una percepción directa de la Madre Tierra; un contacto directo con ella», y el origen de esta revelación en particular fue una obra escrita por un dramaturgo austríaco del siglo XIX de nombre Franz Grillparzer.6

Aunque hasta una obra más bien desconocida escrita por un dramaturgo más bien desconocido constituía un blanco fácil para que Dichter lo utilizara a la hora de interpretar los descubrimientos de sus investigaciones, todos los caminos llevaban al consumidor y, específicamente, a su inconsciente. Además de responder a las preguntas de los entrevistadores de Dichter, a los sujetos a menudo se les pedía que explicaran lo que estaba ocurriendo en una imagen, que completaran globos de conversaciones y terminaran enunciados incompletos, técnicas sacadas directamente de la psiquiatría clínica. Sin embargo, fueron las entrevistas en profundidad –un término que Dichter acuñó– las que fungieron como la esencia de su enfoque hacia la investigación motivacional, otro concepto que tomó prestado de la terapia. Dichter solía analizar las transcripciones textuales (y, a menudo, las grabaciones de video) de estas entrevistas de dos o tres horas, leyendo entre líneas para descubrir dónde merodeaba el id (o ello). La verdadera razón por la que un consumidor compraba cosas era para satisfacer necesidades humanas que él o ella no percibía de forma consciente –afirmaba Dichter–, y solo un psicólogo bien calificado como él podía decodificar el simbolismo de estas necesidades. «El conocimiento de las motivaciones básicas es necesario o, de otro modo, no podrás percibir ningún tipo de significado en un fenómeno importante», insistía, pues los impulsos subyacentes eran, a menudo, tanto sociológicos en naturaleza como psicológicos. Los productos que eran consumidos en público –autos, ropa, incluso casas– tenían que ver más con el estatus que con cualquier otra cosa, ya que la posición social y, por supuesto, las aspiraciones, desempeñaban un papel sumamente importante en la vida diaria de la posguerra en los Estados Unidos. De hecho, Dichter integró a su personal a un grupo de sociólogos para que ayudaran a traducir el análisis freudiano a términos sociológicos, y esta polinización cruzada de las ciencias del comportamiento era algo inusual no solo en los negocios sino en la academia. Gran parte de la psicología freudiana era, de hecho, incompatible –si no es que directamente contradictoria– con los nuevos tipos de pensamiento sociológico que adquirieron fuerza a finales de los cincuenta (especialmente la teoría de David Riesman de la personalidad «dirigida hacia el otro»), pero la investigación motivacional tenía la capacidad única de darle su lugar a cada uno, todo en el nombre de un mejor entendimiento del (y de venderle más productos al) consumidor estadounidense.7

Los seguidores de Dichter lo equiparaban con el pensador supuestamente más brillante en la historia de la publicidad, Claude Hopkins, quien prácticamente gobernó el ramo durante la primera década del siglo y principios de la década de 1920. Dichter es «ampliamente considerado en el gremio como el más grande copy idea man de nuestro tiempo: un verdadero Claude Hopkins del mundo del simbolismo reprimido», observó el periodista y autor Martin Mayer, sentimiento que era compartido por altos ejecutivos de agencias como Norman B. Norman, de Norman, Craig and Kummel. Dichter «no sabe de dónde proceden la mitad de sus ideas, pero está en lo correcto», dijo Kummel. Fue la aguda intuición de Dichter la responsable de gran parte de su poder de atracción en el mar de los hombres muestra. Aun si algunas veces parecía como si no hubiera ni una sola gota de investigación real en su producto final –porque era difícil creer que semejantes cosas pudieran salir de la boca de los consumidores–, siempre se pensaba que Dichter bien valía lo que cobraba. Además, Dichter (Ernie, para sus amigos de las agencias de publicidad) hablaba [inglés] no solo casi como nativo, sino prácticamente sin ningún tipo de argot, pues tenía la confianza suficiente como para no tener que utilizar la clase de researchese* de la cual dependían otros científicos de la conducta (a quienes la gente de Madison Avenue se refería como whiskers [bigotes] para impresionar a sus clientes.8

Dichter se distinguía de sus competidores de otras maneras más importantes. A partir de finales de la década de 1930, cuando entró en escena y dijo a Procter and Gamble y a Chrysler de qué se trataba realmente el negocio del jabón y de los automóviles, Dichter se convirtió en la mayor molestia para los equipos de otros investigadores. No ha de sorprendernos que Dichter no se hubiera visto afectado por el desdén de sus colegas hacia la clase de investigación que él había aportado. «Siento que soy mejor construyendo una trampa para ratones más efectiva y siendo un antagonista para los fabricantes de trampas convencionales para ratón», dijo, sabiendo que muchos clientes preferían su marca de «queso». (Dichter ocasionalmente se refería a sí mismo en tercera persona, una señal, quizá, de que no era tan inseguro como afirmaba). A Dichter le costaba muy poco trabajo reclutar personas para sus entrevistas, discusiones y sesiones de psicodrama (a las cuales le gustaba llamar ahora teatro motivacional), pues su fama relativa atraía a la gente de la localidad de Westchester. (Dichter creía que las personas eran personas –o, al menos, que sus ids eran, simplemente, ids–, lo cual significaba que no era necesaria una muestra nacional a menos que el cliente insistiera en una). Además de la experiencia de formar parte de sus interesantes experimentos sociológicos, los entrevistados recibían un premio de entrada y eran inscritos en una rifa mensual donde el premio consistía en una tarde con todos los gastos pagados en Manhattan que incluía no solo el boleto de tren, una costosa cena y boletos para un espectáculo de Broadway, sino los servicios de una niñera.9

Por supuesto, había otros peces en el mar de la investigación motivacional entre los cuales se podía escoger, y la mayoría también se beneficiaba del aumento de interés en esta técnica. Aunque en términos intelectuales James Vicary se inclinaba por el lado antropológico de las ciencias del comportamiento, él y su personal compuesto por seis personas seguían impulsando sus pruebas de asociación de palabras, especializándose en el nombramiento de marcas y compañías. Vicary también llevó a cabo ocasionalmente algunas encuestas de opinión pública y otros proyectos estándar de investigación de mercados para ayudarse a pagar la renta (en su pequeño conjunto de oficinas en una mansión privada justo junto a la Quinta Avenida en los East Sixties). De vez en cuando utilizaba entrevistas en profundidad en su trabajo, pero admitía que sus versiones no eran muy profundas. «Podrías llamarlas entrevistas en amplitud, si quieres», declaró, ya que él estaba más interesado en cubrir una gran cantidad de terreno que en penetrar en el estrato subterráneo de la mente de los consumidores.10

Vicary tenía bastante con su negocio de nombres. Sus clientes y sus respectivas agencias de publicidad típicamente le enviaban los nombres que estaban considerando –algunas veces 1 000 o más nombres– y él y su equipo solían clasificarlos, eligiendo aquellos que consideraban los más apropiados para el producto o la compañía. Vicary y su equipo también aportaban algunos nombres, y lo mejor del conjunto era enviado al departamento legal del cliente y a la alta gerencia para descartar cualquiera que estuviera prohibido (y añadir los nombres favoritos de alguna persona, lo cual ocurría con mucha frecuencia). Luego se enviaban a investigación con los consumidores para descubrir cuáles eran mejor recibidos y recordados y más fácilmente pronunciados, aunque algunas veces surgían nuevos nombres en las entrevistas. Luego se ponía un grupo final compuesto por entre ocho y diez nombres en una prueba cuantitativa a escala nacional con alrededor de cuatrocientos consumidores, a partir de lo cual surgía el nombre recomendado.11

No solo Vicary, sino todos los pesos pesados de la investigación motivacional –Dichter, Politz y Roper–, así como unas cuantas firmas de investigación más pequeñas, estaban transformando el proceso de nombramiento de productos –una tarea notoriamente subjetiva– en algo más parecido a una ciencia. «Existe un movimiento visible que está alejándose del clima incestuoso donde un nombre es elegido por tres o cuatro ejecutivos de la compañía», dijo Irving Gilman, del Instituto para las Investigaciones Motivacionales de Dichter, elogiando a aquellos gerentes que estaban dispuestos a llevar la psicología y la sociología a la mezcla de nombres. Las agencias de publicidad también habían saltado al juego de los nombres a través de sus departamentos de investigación, como en el caso de BBDO, que dejó 5 500 nombres a las puertas de su cliente Revlon para un nuevo lápiz labial (entre la pila de nombres se encontraba Roja, dispuesta y capaz, Catsup besable y Lista para el amor). Después de seiscientas entrevistas con mujeres, Vicary recomendó Darlan como un nombre para una fibra creada por B.F. Goodrich (rechazando Morex y Dieuna), y marcación directa a distancia para el nuevo servicio de larga distancia de AT&T, el cual no requería una operadora.12

Sin embargo, como era usual, fue Ernest Dichter quien se llevó el pastel, con su proyecto para la Farm Bureau Insurance Company, de Columbus, Ohio, la cual quería cambiar su nombre. Fiel a las formas, la compañía ya había generado una abundante lista de posibilidades, con Town and Country en la cima de la pila de nombres. No obstante, Dichter tenía otras ideas. Basándose en sus entrevistas, Dichter regresó con su cliente con la novedad de que Town and Country sugería «seguro con sobreprecio que solo podía ser pagado por el club de ricos compuesto por tipos elegantes vestidos con traje de fiesta que pasan su tiempo jugando tiro al blanco y ayudando a bajar a sus damas de pretenciosas camionetas». En su lugar se eligió el nombre mucho menos ofensivo de National Insurance como el nuevo nombre para la compañía.13

Otras compañías a las que se les ocurría el nombre perfecto experimentaban dificultades similares y acudían a la investigación motivacional para salvar la situación. Ford estaba pasando un mal rato tratando de nombrar a su nueva línea de autos «E», pues estaban apenas a un año de distancia del lanzamiento de su producto para el otoño de 1957. Propuestas tales como Arrow, Belmont y Saxon fueron rechazadas debido a las asociaciones de los nombres (camisas para hombre, un hipódromo y panecillos ingleses, respectivamente), y Panther en ese momento se encontraba en primer lugar en la lista, aunque a los ejecutivos de la compañía no los emocionaba particularmente. Algunas personas en Ford estaban preocupadas de que la compañía tuviera que pasar por un proceso similar al del lanzamiento de su último producto importante, cuando se consideraron 5 000 posibilidades antes de quedarse con Thunderbird. Más valía prevenir que lamentar en lo referente al área crítica de los nombres. La Socony-Vacuum Oil Company (posteriormente Mobil) consideró abreviar su nombre a Sovac, pero la investigación motivacional reveló que el término «tenía alusiones a la Unión Soviética y, por tanto, al comunismo», ciertamente, un desastre en ciernes en medio de la Guerra Fría.14

Para James Vicary, el negocio relativamente fácil y bastante lucrativo de los nombres no era suficiente. A pesar de su estilo de bajo perfil, Vicary estaba tan interesado en atraer publicidad como lo estaba Dichter y, de hecho, estaba dispuesto a impulsar la investigación motivacional tan lejos como pudiera si eso lograba que fuera mencionado en el gremio y, finalmente, atraer a más empresas. Así pues, Vicary se puso a pensar durante mucho tiempo en distintos artilugios que pudieran atraer la atención de los medios y elevar su perfil público. Su primer truco consistió en contratar a un grupo de observadores entrenados que pudieran proporcionar información privilegiada sobre lo que el público pensaba. Además de utilizar a estos reporteros, a oficiales de policía y a barberos como expertos en el modo de pensar estadounidense (curiosamente no incluyó a los cantineros), Vicary anunció que conformaría un panel especial de niños que informarían sobre los temas de los que sus padres hablaban. La teoría de Vicary era que los niños eran inequívocamente neutrales y, por tanto, estaban mejor equipados para brindar informes sin censura sobre las opiniones de su familia.15

Aunque resultaba interesante –por decir lo menos–, esta idea no logró que el nombre de Vicary se hiciera famoso a escala nacional (ni siquiera en la sala de juntas de la compañía), así que continuó con el Plan B. Trabajando para una revista femenina, Vicary se encontraba un día de 1955 en un supermercado de Nueva York, caminando de un lado a otro por los pasillos con un cronómetro en la mano. Vicary estaba contando los parpadeos de los compradores, creyendo que había descubierto algo sumamente importante. Los compradores parpadeaban alrededor de 14 veces por minuto en los estantes de comida, pero la frecuencia se triplicaba en la caja registradora –afirmaba Vicary–, lo cual lo llevó a creer que cuando elegían sus artículos se encontraban en un estado semihipnótico. Esto ayudaba a explicar por qué los compradores a menudo adquirían cosas que no tenían la intención de comprar –concluyó–, aunque no quedaba claro cómo era que esta información podría resultar útil para su cliente. La prueba de parpadeos de Vicary tuvo gran éxito desde un punto de vista publicitario, ya que la prensa y, presumiblemente, los lectores, estaban fascinados con el supuesto hecho de que las amas de casa normalmente alegres entraban en un estado como de trance cuando compraban Tang y botanas para comer mientras veían la televisión. Sin embargo, una vez pasados sus 15 minutos de fama, en un par de años Vicary sintió la necesidad de recurrir al Plan C, el cual, lamentablemente, haría que fuera mejor conocido como Herr Doktor Dichter.16

Otro pez grande en el mar de la investigación motivacional era Social Research, Inc. (SRI), fundada por Burleigh Gardner, antropólogo social de la Universidad de Harvard y de la Universidad de Chicago. Gardner fue fuertemente inspirado por el libro que Lloyd Warner escribió en 1948, Social Class in America [Las clases sociales en América], el cual inmediatamente se convirtió en un clásico en los círculos académicos. Warner, un colega de Gardner en Chicago, argumentó de forma convincente que Estados Unidos era una sociedad de seis clases. Su libro fue descubierto unos años después por los hombres de negocios, quienes vieron que se trataba de un maravilloso recurso para segmentar el mercado. De hecho, el Journal of Marketing consideraba el libro del sociólogo como «el paso hacia adelante más importante en la investigación de mercados en muchos años», igual que el libro de Lazarsfeld, The Art of Asking Why [El arte de preguntar el porqué], una magistral guía de marketing para el usuario (creada sin intención de serlo). Gardner invitó a Warner a que se hiciera socio de SRI, y fue uno de los muchos científicos sociales que se enlistaría en el creciente ejército de buhoneros con doctorados.17

Una de las principales fortalezas de SRI era su afortunada alianza con Pierre Martineau, director de investigación del Chicago Tribune e investigador motivacional de tan primerísima línea como cualquiera de los consultores o publicistas que estuvieran en el negocio (ciertamente, el mejor del lado del cliente). En 1951, Martineau se hizo de un nombre gracias a un estudio sobre los bebedores de cerveza en Chicago, seguido por un importante trabajo sobre cigarros, detergentes, autos y gasolina. Martineau (quien, al igual que Gardner, era un gran fanático del trabajo de Warner), creía que lo ilógico, y no lo lógico, era la clave para una publicidad efectiva, argumentando que hacer que los consumidores se enamoraran de los productos era una estrategia mucho mejor que tratar de utilizar la razón. Así pues, Martineau veía que el papel del publicista era como una especie de casamentero, donde su labor consistía en alentar una relación amorosa entre los productos y las personas. Al presentar las características o la personalidad de un producto en su publicidad, los consumidores que sintieran afinidad por dichas características se verían atraídos naturalmente hacia él –pensaba Martineau–, y veía el mercado como algo parecido a una gigantesca mezcla de solteros.18

Entre el manojo de investigadores motivacionales más inteligentes, Martineau era, quizás, el más listo, pues regresó a la universidad ya como un hombre de mediana edad para tener una mejor base intelectual en el ramo. Pronto se encontraba haciendo referencia a la teorías semánticas de Alfred Korzybski, a los pensamientos de Alfred North Whitehead sobre lógica simbólica, y a los puntos de vista de Emile Durkheim acerca de la sociología que había expresado en su trabajo de investigación motivacional para el periódico y sus anunciantes, haciendo que incluso las observaciones intelectuales de Dichter se vieran menos que eruditas. Para mediados de la década de 1950, Martineau estaba tratando de formular una metanarrativa de la publicidad moderna que –como solo él podía describir– incorporara la «semántica, la epistemología de las formas simbólicas de Cassirer y Langer [y] la totalidad de la psicología de la estética», algo mucho más adelantado que los diez mandamientos de la publicidad de George Washington Hill (cada uno, una repetición). Además de ocupar el primer lugar en la clase de investigación motivacional, Martineau era, junto con Dichter, «probablemente el misionero más entusiasta de la IM en los Estados Unidos» –de acuerdo con Vance Packard– y «un apóstol mayor de la creación de imagen».19

Edward Weiss, quien dirigía su propia empresa de publicidad en Chicago, era otro investigador motivacional particularmente culto. La biblioteca que tenía en la oficina de su agencia estaba repleta de libros que era más probable hallar en un campus de la Ivy League. Weiss tenía como requisito que sus empleados consultaran de forma regular los libros que había en la biblioteca, misma que incluía obras tales como Análisis del carácter de Wilhelm Reich, El masoquismo en el hombre moderno de Theodor Reik y las Lecciones sobre reflejos condicionados de Ivan Pavlov. Louis Cheskin, cuyo Color Research Institute se enfocaba en el diseño de empaques, también formaba parte de la escuela de investigación motivacional de Chicago. Cheskin era particularmente experto en hacer que los productos masculinos fueran más femeninos, y viceversa, mediante el rediseño de su presentación o su etiqueta. Por ejemplo, después de redondear las esquinas de la etiqueta de la ginebra Fleischman, las ventas del producto a mujeres supuestamente se dispararon. Cheskin también fue reclutado para la regenerización de Marlboro, al cual le aplicó una fuerte inyección de testosterona diseñándolo con su ahora clásica etiqueta de color rojo y blanco, la cual ( junto con la nueva campaña de publicidad de macho de Leo Burnett) hizo de Marlboro quizás el primer cigarro transexual.20

La pequeña y próspera industria

Semejantes hazañas de remozamiento fueron exactamente la razón por la que la investigación motivacional era ahora la técnica elegida por los publicistas que enfrentaban desafíos especialmente difíciles. «Si la investigación motivacional es solo una moda pasajera, se trata de una moda muy potente», pensaba la revista Fortune en 1956, tomando nota de la pequeña y próspera industria que se había desarrollado en los cinco años anteriores, más o menos.21 Al ver que más y más clientes expresaban interés en la investigación motivacional, todo tipo de empresas rápidamente se etiquetaron como expertas en el ramo. A medida que las compañías de investigación y las agencias de publicidad empezaron a competir por los negocios, comenzaron a brotar en masa anuncios en el Wall Street Journal donde se ofrecían servicios de investigación motivacional. «La IM es una herramienta gerencial sumamente moderna y actualizada», afirmaba uno de esos anuncios por parte de Creative Market Research, una compañía con sede en Nueva York que aseguraba a sus clientes potenciales que la técnica tenía una buena y sólida lógica de negocios».22 En su anuncio, Charles L. Rumrill –una agencia de publicidad que se encontraba en Rochester, Nueva York, y que contaba con clientes como Corning Glass, Eastman Kodak y DuPont– explicaba que cada cliente tenía un inconsciente «que puede ser sondeado fructíferamente para descubrir por qué hace lo que hace y cuáles son sus compulsiones internas».23

Como había cada vez más compañías que ofrecían servicios de investigación motivacional, se necesitaron más personas para llevar a cabo el trabajo real. Los anuncios de empleo (principalmente los que se etiquetaron como «Puestos disponibles–Sexo masculino») que ofrecían vacantes en investigación motivacional aparecieron regularmente en el Journal a mediados de los cincuenta, a medida que las compañías a lo largo y ancho del país buscaban investigadores con antecedentes en ciencias sociales. Por ejemplo, en 1957, una compañía de San Francisco estaba a la búsqueda de un «hombre experimentado con un enfoque imaginativo hacia los problemas de empaque para los consumidores», donde el candidato ideal sería capaz de «relacionar los factores psicológicos y sociológicos de las preferencias del consumidor» a través de la investigación motivacional.24 Los universitarios recién egresados interesados en seguir una carrera en el ramo de la investigación motivacional también utilizaban el Journal para tratar de encontrar trabajo en este campo tan actual. «Principiante, licenciatura–Brooklyn College», comenzaba uno de esos anuncios, y el buscador de empleo claramente estaba emocionado por dar buen uso a sus habilidades básicas de «percepción, motivación, estadística y psicología experimental».25

Teniendo en su poder lo más grande que había impactado a la publicidad desde la introducción de la televisión comercial una década atrás, los funcionarios de la industria se apresuraron a aportar recursos adicionales para ayudar a que más publicistas se iniciaran en la investigación motivacional. Como vio que había un gran interés en la bibliografía y los glosarios sobre investigación motivacional entre sus miembros, la Advertising Research Foundation publicó un texto de 230 páginas que describía cómo la ciencia del comportamiento podía ayudar a resolver problemas de marketing, un directorio de 82 empresas de investigación versadas en la técnica, y una lista de 187 psicólogos, sociólogos y antropólogos culturales que ofrecían sus servicios.26 Además de querer leer sobre investigación motivacional –sin duda, para comprenderla mejor–, los empresarios de mediados del siglo estaban ansiosos por escuchar a los expertos explicarla. La investigación motivacional era un tema de moda en el circuito de conferencias sobre publicidad y marketing, y los ejecutivos escuchaban pacientemente a los psicólogos y sociólogos cuando daban conferencias mientras criticaban la comida que les servían. Por ejemplo, en julio de 1955, Wallace H. Wulfeck, presidente del Comité de Investigación Motivacional de la Advertising Research Foundation, impartió lo que él dijo que era su charla número 53 sobre investigación motivacional en cuatro años y medio, siendo la más reciente la que dio frente al Club de Ejecutivos de Ventas de Nueva York, cuyos miembros habían abarrotado uno de los salones del hotel para captar algunas pistas.27

La abundancia de información que había sobre el tema y su popularidad en las reuniones y las conferencias de la industria era sumamente impresionante, dado que no había un solo caso donde pudiera probarse que la investigación motivacional hubiera aumentado las ventas de un producto o marca particular. «El interés en la IM sigue aumentando a pesar del hecho de que la mayoría de los anunciantes y las agencias que la utilizan no son capaces de revelar (o no están dispuestos a hacerlo) ningún resultado concreto que haya alcanzado la IM», informó la revista Fortune, e incluso las compañías que utilizaban de forma regular la técnica se mantenían calladas al respecto. Sin embargo, había innumerables evidencias anecdóticas de que la investigación motivacional había llevado a reposicionamientos exitosos de productos (incluyendo el desafeminamiento del té y de los cigarros Marlboro por parte de Leo Burnett, el trabajo de Dichter para American Airlines que eliminó de los folletos de la compañía los sentimientos póstumos de culpa por haber participado en un accidente aéreo, la recomendación de incluir las palabras «Todo hombre» en la publicidad de cerveza y un sinnúmero de reajustes de imagen para marcas como Ry-Krisp, Pepsodent, Sanka y Buick). Estas historias de casos brindaban suficiente publicidad de boca en boca para hacer que otros publicistas soltaran alrededor de 20 000 dólares por un estudio completo.28

Aunque había docenas de empresas y consultores independientes de entre los cuales podían escoger los clientes, para mediados de la década de 1950 la investigación motivacional se había establecido en tres escuelas básicas. Dichter, que había completado no menos de setecientos estudios para clientes entre 1946 y 1956, era amplia y legítimamente reconocido como el típico ejemplo de la escuela freudiana que casi siempre acudía al pozo psicoanalítico para interpretar los descubrimientos de las investigaciones. Por un lado, el entrenamiento para ir al baño en los niños era un tema recurrente en la presentación de Dichter a sus clientes, un concepto en el que él confiaba como la explicación para el comportamiento adulto incluso más que Freud mismo. (Comprar pasta dental y dar dinero a organizaciones de beneficencia, por ejemplo, estaba de alguna forma vinculado a nuestros encuentros preliminares con la bacinica, según sostenía). Los empresarios solían tomar ese tipo de interpretaciones con gran escepticismo pero, al mismo tiempo, quedaban deslumbrados por Dichter y su capacidad de ir desmenuzando la conducta ordinaria y hacer recomendaciones mercadológicas a partir de lo bello que quedaba. Una segunda escuela de investigación motivacional estaba más interesada en la conducta grupal que en la teoría freudiana clásica, y veía a los consumidores como parte de un organismo cultural más grande. Negocios como SRI, Science Research Associates y la agencia con el nombre fácil de recordar, Psychological Corporation, de Nueva York, eran las firmas mejor conocidas que practicaban esta clase de versión psicosocial de la investigación motivacional, y el hecho de que numerosos académicos destacados como Lloyd Warner estuvieran activos en el ramo abonaba a la reputación de la escuela.29

La tercera escuela de investigación motivacional fue la practicada por McCann-Erickson, dirigida por Herta Herzog desde su llegada a la gran agencia de publicidad de Nueva York en 1945. Al igual que Dichter, y su esposo, Paul Lazarsfeld, Herzog había estado despejando el camino para la investigación motivacional desde finales de la década de 1930, haciendo investigación por medio de encuestas de radio en Princeton y Columbia. Mientras estuvo ahí, Herzog tuvo la oportunidad de trabajar en algunos proyectos interesantes, y su activo adicional –que consistía en tener una perspectiva de mujer– hacía de ella un miembro especialmente valioso en el equipo de Lazarsfeld. Por ejemplo, en 1938, Frank Stanton –el director de investigación de CBS– pidió a Lazarsfeld que descubriera por qué los radioescuchas habían creído que la transmisión de La guerra de los mundos de H.G. Wells era un informe sobre una verdadera invasión marciana. Lazarsfeld, a su vez, pidió a Herzog que dirigiera el proyecto, y ella escribió el ampliamente leído artículo ¿Por qué la gente cree en la «Invasión de Marte»?, el cual se enfocaba en las muchas radioescuchas mujeres. Herzog también llevó a cabo una labor pionera en las radionovelas, y uno de sus descubrimientos clave fue que la enorme popularidad de los melodramas y las historias de amor formaba parte de un mundo femenino que parecía contradecir la mitología central de fuerte individualismo de los estadounidenses. Al igual que sus colegas, Herzog parecía beneficiarse de ser una inmigrante europea, pues su perspectiva como extranjera le daba la ventaja en el negocio de estudiar el comportamiento del consumidor.30

El entrenamiento adleriano de Herzog permeó no solo en su departamento de investigación en McCann, sino en toda la agencia, que ya se encontraba un paso adelante en cuanto a la adopción de un enfoque de comunicación total y no uno centrado únicamente en la publicidad. El compromiso de McCann con la investigación motivacional solo competía con el de Young and Rubicam, que tenía su propio equipo de científicos sociales (continuando con el legado de George Gallup, quien, como profesor de periodismo de la Northwestern University, había establecido el primer departamento de investigación verdadero en una agencia de publicidad).31 El pequeño departamento de Herzog (cinco personas en 1955) era ecléctico, y empleaba a psicólogos de todas las escuelas, pero fue el análisis adleriano –con su énfasis en los deseos de poder y en las posibilidades de cambio para los individuos (una filosofía del incentivo, según la llamaba Dichter)– lo que más influyó en el pensamiento de la agencia. Más que Dichter –quien definitivamente era freudiano en su pensamiento–, Herzog siguió los pasos adlerianos de Lazarsfeld (lo cual hace que uno se pregunte de qué hablaba la pareja a la hora de la cena). Cuando trabajó con Marion Harper antes de que este se convirtiera en presidente de la agencia, Herzog promovió la investigación de Lazarsfeld que había sido diseñada para descubrir las características que compartían las personas que compraban la misma marca. Echando mano de algunas de las mismas técnicas clínicas que se utilizaban para diagnosticar enfermedades mentales –tales como el test de Rorschach–, Herzog y sus colegas en McCann pronto se volvieron expertos en empatar la personalidad de las marcas con la de los consumidores. Empatar la personalidad de las marcas de cigarros con sus fumadores era particularmente fácil a través del test de Rorschach –creía Herzog–, donde los tipos agresivos casi siempre se inclinaban por Lucky Strike, y los hipocondríacos, por Philip Morris.32

A pesar de que Dichter e incluso Lazarsfeld creían que la mayoría de las respuestas que uno podía esperar podían venir de los consumidores individuales, Herzog confiaba fuertemente en las discusiones de grupo, el lazo más directo entre la investigación motivacional de décadas pasadas y los grupos de enfoque de la actualidad. (Sin embargo, se atribuye a Dichter haber acuñado el término grupo de enfoque).33 Herzog también destacó en el ramo al combinar las entrevistas en profundidad y los tests proyectivos con técnicas de investigación cuantitativa más tradicionales, como cuestionarios y pruebas preliminares de publicidad. «La IM jamás debería ser sustituida por la investigación convencional de mercados», dijo. Creía firmemente en el enfoque pero estaba convencida de que los clientes no debían poner todos sus huevos en una sola canasta metodológica.34 Herzog también encabezó el Comité de Investigación Motivacional de la ARF, y su principal misión ahí fue tratar de encontrar una forma de validar los resultados de la investigación motivacional (la ARF concedió becas a aquellos que presentaron un ejemplo convincente de que podían descubrir cómo hacerlo). «Darían un ojo de la cara por poder elaborar técnicas proyectivas que pudieran probar que guardan una elevada correlación con el comportamiento del consumidor», escribió George Christopoulos, hablando acerca de cómo los investigadores motivacionales continuamente eran desafiados sobre la validez de sus descubrimientos.35

Con el gran número de científicos del comportamiento que practicaban la investigación motivacional en la década de 1950 –cada uno con un entrenamiento diferente y con una especialización en distintas áreas del conocimiento–, no era de sorprender que las interpretaciones del comportamiento de los consumidores variaran de manera significativa. Especialmente la SRI –con su perspectiva de orientación hacia las clases–, a menudo iba en una dirección cuando sus competidores más freudianos y adlerianos iban en otra. Por ejemplo, Burleigh Gardner dijo a uno de sus clientes, propietario de una compañía de tabaco, que fumar en Estados Unidos no era una experiencia sustituta del amamantamiento; más bien, en nuestra sociedad, donde impera la ley del más fuerte, fumar un cigarro era una señal de virilidad, potencia y vigor. Sin embargo, para Dichter el hecho de participar en cualquier cosa que representara una indulgencia –tabaco, refrescos, licor, dulces– venía con una buena dosis de culpa, lo cual significaba que semejantes productos tenían que ser presentados en la publicidad como algo moralmente aceptable; como una recompensa bien ganada. Dichter –tan vienés como una tarta Linzer– también se inclinaba a considerar a las instituciones financieras como figuras paternas que preferían no regañar a los clientes por manejar su dinero como niños que habían roto su alcancía. Dichter se había ganado a los fabricantes de autos al decirles que comercializaran autos de capota dura porque engañaban al id; esto es, parecían más divertidos que un sedán pero no llevaban la culpa que se asociaba con un convertible. En algún lugar Freud sonreía, pues sus teorías no solo eran más conocidas que nunca sino que las aplicaban con éxito en el mundo real algunas de las mejores y más brillantes mentes de la época.36

Como las interpretaciones y recomendaciones de la investigación motivacional variaban dependiendo de a qué escuela de pensamiento se suscribía el practicante, se sabía que, ocasionalmente, los clientes contrataban a dos firmas con distintos puntos de vista con el fin de cubrir sus bases. Por ejemplo, los ejecutivos del jabón Dial contrataron tanto a Dichter como a Gardner para que les dijeran si la plataforma de publicidad de la marca –que se enfocaba en las capacidades desodorizantes del jabón– era la adecuada, o no. Dichter regresó con la conclusión de que, con base en su investigación con consumidores, el posicionamiento estaba muy errado y que esta característica, de hecho, los repelía. Las personas tenían miedo de perder su olor corporal distintivo, mismo que constituía una marca de identidad –pensaba él–, lo cual significaba que Dial debía apartarse de sus afirmaciones desodorizantes. En contraste, Gardner –que venía de la perspectiva más sociológica de la SRI– descubrió que a los consumidores les gustaba el jabón por su capacidad de desodorizar, y que Dial debía poner énfasis en este aspecto en su publicidad. Después de escuchar ambas presentaciones, los ejecutivos de la agencia de publicidad de Dial –Foote, Cone and Belding– tuvieron sus reservas en relación con ambos descubrimientos, algo bastante típico de los grandes egos de Madison Avenue y del considerable escepticismo hacia las ideas de otros que ahí prevalecía. Como necesitaban una conclusión, los ejecutivos de Dial finalmente se inclinaron por la recomendación de Gardner de hacer negocios a la manera tradicional, un caso no tan inusual donde se gasta una cantidad importante de tiempo, dinero y energía para llegar, básicamente, a lo mismo.37

Las interpretaciones y recomendaciones de los practicantes de la investigación motivacional no solo diferían entre sí, sino que, de vez en cuando, se contradecían a sí mismos. Dichter, por ejemplo, había dicho en 1955 que a los hombres les gustaba flexionar los músculos después de salir de la cama por la mañana, pues este reflejo simiesco los hacía desear comer algo crujiente (aparentemente, ignorando el gusto de los simios por los plátanos). Sin embargo, un año después, Dichter estaba diciendo a la gente de Quaker Oats que su producto se encontraba en un buen lugar, psicológicamente hablando. El cereal caliente de consistencia suave «se asociaba en el ámbito emocional en la mente del consumidor con una hora del día que implicaba sacrificio, virtud e idealismo», pensaba ahora, y Quaker Oats había «adquirido un carácter virtuoso entre los cereales matutinos». ¡Lo que hace un año de diferencia!, pudieron haber concluido quienes seguían la pista a los pensamientos de Dichter.38

Parte del pensamiento de Dichter pudo haber sido ocasionalmente inconsistente y, a menudo, extravagante, pero era evidente que el hombre estaba loco como una cabra. La visión que tenía del consumidor estadounidense de la posguerra (un tipo totalmente nuevo, creía) resultaba particularmente reveladora, y si volteamos la mirada medio siglo atrás, podemos darnos cuenta de que era un hombre muy adelantado a su época. Los consumidores querían ser tratados como individuos, participar en el proceso de marketing y ser creativos –decía él–, todo ello cosas que en la actualidad son consideradas como elementos de un pensamiento progresista. En marzo de 1956, Dichter comenzó a publicar Motivations, un boletín que le brindaba otro canal de expresión y donde podía volcar sus opiniones acerca de lo que él describía como el gusto estadounidense cambiante. La compañía de Dichter estaba obteniendo tan solo 750 000 dólares al año de sus treinta clientes, cobrando 250 dólares por una sesión de medio día; no obstante, parecía que estaba a punto de hacer su gran jugada, pues recientemente había concretado un estudio de 60 000 dólares para un importante fabricante de autos.39 Al contratar a Dichter, los anunciantes también tuvieron que lidiar de alguna forma con ciertos conceptos, como que se le adjudicara a la comida un género (el arroz, el té y los pasteles eran femeninos, y las papas, el café y el pastel eran masculinos, mientras que otros alimentos, principalmente el pollo asado y las naranjas, eran bisexuales). Otros –los descubrimientos de la investigación motivacional específicos para ciertas marcas; por ejemplo, que quienes usaban Bufferin tenían más «hostilidad hacia la vida» que quienes usaban Anacin– resultaban interesantes pero difíciles de incorporar a la publicidad –según se quejaban algunas personas de las agencias–, lo cual contribuía al argumento de que Freud tenía un lugar en la psicología pero no en Madison Avenue.40

Algunas personas con inclinaciones religiosas definitivamente pensaban que Freud no pertenecía a Madison Avenue, ya que estaban convencidas de que la investigación motivacional era, en el mejor de los casos, teológicamente cuestionable. «¿Con qué propósito están ustedes estudiando la naturaleza humana?», preguntaba Christian Century en 1957 de forma suspicaz en relación con los motivos que estaban detrás de la investigación motivacional. «La curiosidad científica puede ser un juego [o] voyerismo», expresaba la revista, a la cual le preocupaba el hecho de que hurgar en los rincones profundos de la mente de las personas pudiera «servir a objetivos indignos o egoístas». Lo que ocurría entre líneas era que, quizá, los cristianos más comprometidos consideraban a la investigación motivacional como una amenaza potencial para el propio cuestionamiento de la naturaleza humana que hacía la religión, y que esta versión secular pudiera arrojar respuestas que de alguna forma alejaran al rebaño.41 A medida que la investigación motivacional tomó fuerza en los negocios estadounidenses, la revista Fortune pudo ver que podría existir un peligro importante en el futuro debido a sus controvertidos métodos. «La IM es, sin duda, una invasión a la privacidad del consumidor, pero el verdadero problema […] es que a menudo parece recomendar […] que los negocios estadounidenses alimenten […] las debilidades y las solapen» –de acuerdo con la revista– y solo el tiempo dirá si la técnica podrá ser reconocida como una «explotación legítima de los deseos humanos saludables».42

Alicia en el País de las Maravillas

Aun al interior de la investigación de mercados había quienes deseaban que la investigación motivacional simplemente desapareciera. Solo porque usaban corbata de moño y tenían grados académicos avanzados, los investigadores que tenían opiniones distintas respecto a cuál era la mejor forma de reunir e interpretar información no estaban exentos de equivocarse de vez en cuando. Por ejemplo, en 1955 ocurrió una batalla campal cuando dos facciones del ramo discutieron en un simposio patrocinado por la Universidad de Illinois. Los defensores de la investigación motivacional –conocidos en el gremio como los del bando de las muestras pequeñas– estaban en desacuerdo con la forma en la que sus archirrivales –los del bando de las grandes muestras– manejaban su negocio, y viceversa, y las dos sectas se enfrascaron en una pelea de golpes verbales como si se tratara de los Hatfield y los McCoy.* «No es ciencia, no es investigación, y las reglas las acomodan para que se adapten a la ocasión», afirmó Darrell B. Lucas, profesor de Marketing en la Universidad de Nueva York, lanzando una embestida inicial a sus enemigos del bando de las muestras pequeñas, quienes preferían las entrevistas en profundidad por encima de la cantidad. «El uso de técnicas convencionales de investigación de mercados puede carecer de rigor científico y ser algo engañoso», contragolpeó Irving Gilman, del Instituto para la Investigación Motivacional de Dichter, bajándole un poco los humos a los del bando de las grandes muestras que se encontraban al otro lado del salón y que tenían una marcada orientación hacia los números.43

Por supuesto, en este enfrentamiento de investigación de mercados estaba en juego más que la supremacía ideológica, ya que quien saliera victorioso podría enganchar a más clientes y cobrar tarifas mayores en un ámbito que era cada vez más competitivo. Los dos grupos habían sido enemigos desde los inicios mismos de la investigación motivacional, pero habían gozado de una tregua incómoda, la cual se había roto recientemente en una conferencia cuando el rey del bando de las grandes muestras, Elmo Roper –quien había estudiado las preferencias del público desde los días en que trabajaba como joyero en Iowa en la década de 1920– lanzó un desafío a algunos de los soldados del bando de las muestras pequeñas. Las hostilidades crecieron en otras dos conferencias que precedieron al simposio de la Universidad de Illinois, donde se declaró una guerra abierta por parte de ambos bandos. Justo cuando parecía que las escuelas rivales de pensamiento se enfrascarían en una batalla a muerte, el general Gilman, perteneciente al bando de las muestras pequeñas, trajo una rama de olivo de la paz al sugerir que los distintos problemas de investigación requerían distintas soluciones de investigación. Ya mucho más calmado, el general Lucas, del bando de los defensores de las grandes muestras, admitió que el Consejo de Investigación para la Publicidad –del cual él era director técnico– se encontraba «en vías de validar todos los métodos utilizados en la investigación motivacional», lo cual fue un ofrecimiento de paz suficiente para ambos bandos quienes, por el momento, simplemente estuvieron de acuerdo en que tenían discrepancias.44

Aunque cada vez eran más una minoría, los investigadores antimotivacionales expresaron algunos puntos muy importantes. La idea de que los factores conscientes –tales como la necesidad, el uso y el precio– eran menos relevantes que los factores inconscientes –el miedo, la inseguridad y la frustración sexual– era, simplemente, ridícula –argumentaban sensatamente los críticos–, en especial porque los consumidores estaban –no obstante las afirmaciones de James Vicary– aparentemente conscientes cuando compraban. Albert J. Wood, quien desde hacía mucho tiempo había dirigido su propia empresa de investigación e incluso llegó a emplear en sus primeros días las técnicas de investigación motivacional, sintió la necesidad de publicar un anuncio de página completa en el Wall Street Journal para advertir a los empresarios sobre lo que en 1957 consideró un enfoque de Alicia en el País de las Maravillas. Si los consumidores no estaban comprando tu producto –decía Wood a los lectores–, se debía a que, de algún modo, era inferior al del competidor, y no porque «les recordara la época en la que su madre había golpeado a un anciano en la cabeza con la sartén».45

No ayudaba mucho a la causa de los investigadores motivacionales el hecho de que algunos miembros del gremio no dudaban en hacer recomendaciones a sus clientes basándose en investigaciones que, en ocasiones, resultaban cuestionables. Por ejemplo, un psicólogo dijo a una aerolínea que solo debía utilizar sobrecargos de mediana edad porque las entrevistas en profundidad lo habían llevado a creer que esto calmaría los miedos de los pasajeros al acceder a su complejo materno.46 La afición de los investigadores motivacionales por utilizar cualquier herramienta que existiera en el kit del psicólogo clínico algunas veces también resultaba contraproducente. Una agencia de publicidad, Ruthrauff and Ryan, utilizó la hipnosis para poner a prueba las actitudes de los consumidores, lo cual casi universalmente era considerado un acto que traspasaba los límites de la ética. Quienes fueron inducidos a semejante estado aparentemente hicieron algunas revelaciones interesantes, pero la compañía rápido abandonó la técnica, consciente de las críticas que, sin duda, seguiría recibiendo (esto ocurrió antes de que se publicara el libro de Packard).47

Algo más efectivo para impedir que la investigación motivacional dominara por completo la investigación de mercados fue el genio puro de un hombre: Alfred Politz. Los innovadores cuestionarios de Elmo Roper para las empresas en la década de 1930 y para el ejército durante la Segunda Guerra Mundial abrieron el camino para que Politz llevara esta clase de investigación de mercados a un nivel totalmente nuevo en los cincuenta. Politz creía que el comportamiento de compra de los consumidores era demasiado complicado como para que una sola metodología de investigación brindara todas las respuestas, pero tenía fe en la capacidad de los consumidores de responder con honestidad a preguntas directas, sin ninguna necesidad particular de ver sus respuestas simplemente como la punta de un pesado iceberg psicológico. Además de cualquier motivo subyacente y cualquier amplio rango de posibles propósitos sociales que implicara el hecho de comprar algo –sostenían Politz y sus seguidores–, había que considerar los asuntos menos glamorosos y más simples del precio y la conveniencia (sin mencionar el beneficio real de consumir el producto). Y mientras Dichter solía dictar todo un sermón a cualquiera que tuviera un problema de marketing y le cobraba 500 dólares, Politz trabajaba solo para unos cuantos clientes que se encontraban entre las quinientas empresas más importantes de acuerdo con la revista Fortune, como Coca-Cola, Chrysler, DuPont, U.S. Steel, Bristol Myers y Kimberly Clark. (A cambio de un contrato de largo plazo con una de estas compañías de primer nivel –y al menos 200 000 dólares en cuotas anuales–, Politz accedía a no trabajar con un competidor). En 1956, la firma de Politz obtuvo 2.5 millones de dólares limpios a partir de su pequeño portafolios de clientes, mucho más que lo que su archirrival Dichter estaba ganando. Politz era considerado tan importante por su selecto grupo de clientes que no pensarían en aprobar una nueva campaña de publicidad sin su bendición, una señal de confianza de la que pocos consultores externos gozaban.48

Incluso cuando era apenas un niño y vivía en Berlín, quedó claro que Alfred Politz era una extraordinaria persona que muy probablemente lograría grandes cosas. Siendo protegido del famoso físico nuclear Max Planck, Politz escribió su primer ensayo científico cuando tenía 15 años (tan solo el título, La deducción de la gravedad a partir del concepto de masa, indica su sofisticación). Politz obtuvo su doctorado en Física teórica cuando tenía 20 años, pero eligió no ser físico, sabiendo que los nazis querrían utilizar su conocimiento para aplicaciones militares. Aunque no era judío, no era un secreto que Politz formaba parte de un movimiento de resistencia en Alemania y decidió huir a Suecia con su prometida. (Como temían ser descubiertos y regresados a Alemania, Politz y su prometida cambiaban de hotel casi todos los días). Mientras promocionaba un popular remedio alemán para el dolor de cabeza en Suecia, se enamoró de la publicidad, como posteriormente lo expresó, y este romance se intensificó cuando llegó a los Estados Unidos en 1937 y leyó el libro de texto que Claude Hopkins escribió en 1923, Scientific Advertising [Publicidad científica]. (Politz incluso hizo que el libro se volviera a publicar en 1952, creyendo que era más relevante que nunca).49 Sin embargo, en un inicio Politz sentía que su inglés no era lo suficientemente bueno como para trabajar en el ramo y planeó publicitar un remedio para el dolor de cabeza en los Estados Unidos. No obstante, la FDA no aprobó la píldora, lo cual hizo que Politz se preguntara qué debía hacer con su vida. «¿Qué profesión hace más dinero con la menor cantidad de inteligencia?», se preguntó a sí mismo, y la respuesta fue, por supuesto, la publicidad.50

Recomendado por el magnate de las plumas, Kenneth Parker –de quien se había hecho amigo mientras estuvo en Europa–, Politz comenzó a trabajar para el legendario Elmo Roper. A pesar de las incuestionables habilidades de su jefe para la investigación, Politz se unió a Compton Advertising, pero no estaba de acuerdo con la clase de investigación que estaba llevando a cabo el mayor cliente de la agencia, Procter and Gamble. En 1943, Politz –a quien Martin Mayer consideraba un empírico completo y un didáctico por temperamento– abrió su propia compañía de investigación con la misión de eliminar lo ilógico del ramo a través de su diseño de cuestionarios cuidadosamente planeados y sus métodos confiables de muestreo. Con su esposa como secretaria y recepcionista (su prometida había llegado a los Estados Unidos en 1939 con él y pronto se casaron) y Jane Klein, la que fuera su asistente en Roper (quien se había especializado en matemáticas en Bryan Mawr), la compañía de Politz pronto se convirtió en lo que Mayer llamó «la más respetada e incorruptible organización de investigación en el gremio». Era más probable que tanto los colegas del lado del cliente como del lado de la agencia creyeran en los resultados de sus estudios que en los de cualquier otro consultor externo, lo cual era, quizás, el mayor cumplido en el negocio. La compañía de Politz se convirtió en el negocio de investigación de moda de la década de 1950 con un personal que llegó a las 220 personas, donde su condición autoimpuesta de no competencia y de un cliente por industria hizo que trabajar con él fuera una especie de símbolo de estatus.51

Politz logró un éxito prácticamente de la noche a la mañana, en especial, por sus habilidades técnicas sin igual, en particular la técnica de muestreo aleatorio que introdujo en 1944, seguida, unos años más tarde, por lo que fue la primera muestra nacional de probabilidad utilizada en la investigación comercial. Entre sus primeros clientes estuvieron la revista Life y DuPont. Los gerentes de investigación de estas compañías consideraban que estaba muy por delante de todos los demás en cuanto a su capacidad de examinar de forma exacta la efectividad de la publicidad y los medios. Los antecedentes científicos de Politz aparentemente estaban dando frutos, y su habilidad para saber qué preguntas hacer, cómo interpretar las respuestas y qué conclusiones sacar lo situaron en un lugar aparte. Lo que también beneficiaba su carrera era su energía ilimitada, algo que probablemente etiquetaríamos en la actualidad como hiperactividad. Era típico que Politz se fuera corriendo a trabajar desde su departamento en Manhattan, incluidos los ocho pisos de escaleras que llevaban hasta su oficina. En ocasiones también corría a las reuniones que tenía con sus clientes, durante las cuales, se sabía, se paraba de manos. Antes de sus charlas o presentaciones, Politz a menudo caminaba sobre las manos, esta acrobacia era otra forma de quemar la energía nerviosa y llevar a cabo una rápida sesión de ejercicios. Algunos lo consideraban el Bill Bernbach de la investigación de mercados, pero, dada su condición atlética, podría parecerse más al rey del fitness de la posguerra, Jack LaLanne.52

Viendo hacia atrás, resultaba particularmente interesante que una de las mayores batallas en el ámbito empresarial estadounidense de mediados del siglo se librara entre Politz, un físico alemán, y Dichter, un psicólogo exaustríaco. Politz utilizaba la investigación motivacional como la envoltura perfecta para hacer que su tipo de investigación pareciera mucho más creíble, mientras que Dichter, quien ni con mucho era un timorato, atacaba a Politz y su metodología. «Pero, Alfred, 10 000 multiplicado por cero sigue siendo cero», supuestamente le dijo en una ocasión Dichter a Politz después de ser criticado por utilizar muestras pequeñas de encuestados, afirmando que su clase de investigación cualitativa iba mucho más profundo que lo que podrían lograr los números mayores. Para Dichter y otros, la investigación cualitativa era, literalmente, cualitativa, lo cual significaba que ofrecía a los usuarios calidad (versus cantidad). Sin embargo, al ser un estricto defensor de la escuela de anuncios de Hopkins del dime por qué, Politz no estaba particularmente impresionado con el nuevo chico de la cuadra de la publicidad, pues creía que la psicología de masas era una contradicción en sí misma y que la investigación motivacional, prácticamente, era humo; un pequeño fuego. «Las declaraciones cualitativas son simplemente declaraciones cuantitativas hechas a un nivel descuidado de aproximación», dijo en una ocasión, como un ataque directo a Dichter y su escuela de investigación de mercados. Si bien Dichter y Vicary promovían la investigación motivacional en los medios para conseguir clientes, Politz obtenía una gran publicidad criticándola. La investigación motivacional estaba bien como herramienta de investigación, pero difícilmente era la panacea que sus defensores afirmaban que era, dijo Politz una y otra vez tanto en charlas como en artículos y, ciertamente, no era una técnica comprobable. Mientras tanto, Dichter siempre insistía en que sus descubrimientos eran tan comprobables como los de cualquiera, quizá no en términos numéricos, pero sí sustancialmente como resultado de su acercamiento interdisciplinario a las ciencias sociales.53

No obstante, en muchos sentidos estos dos hombres eran mucho más parecidos de lo que podríamos pensar. La muy publicitada brecha ideológica entre ellos era más pequeña que lo que sugerían las apariencias, ya que, sin duda, mucho de lo que se decían era una forma de lograr que cada uno fuera mencionado en el gremio y, cada vez más, en los medios de comunicación convencionales. La realidad era que Politz a menudo incluía en su proceso entrevistas no estructuradas del tipo dichteriano, pues no veía ningún tipo de inconsistencia con su enfoque más bien directo como una flecha. De hecho, en 1956, Politz tenía 18 psicólogos en su equipo, y su firma utilizaba cotidianamente la investigación motivacional para explorar las actitudes de los consumidores y dar forma a sus cuestionarios.54 Y, al igual que Dichter –quien con su palabrería psicológica enloquecía a los empresarios más tradicionales–, Politz no se hizo de muchos amigos con su crítica mordaz hacía el gremio. (En una ocasión sugirió que se disolviera la Advertising Research Foundation, creando una tormenta de controversias). Como en el caso de Dichter, con Politz la magia residía en la interpretación de los descubrimientos de las investigaciones, y sus clientes se apegaban a cada una de sus palabras a pesar de que sabían que probablemente serían criticados por la forma en la que estaban dirigiendo sus negocios. Otra cosa que compartían los dos gigantes de la investigación eran defectos ocultos que afectaban profundamente su vida personal. De acuerdo con su hijo Thomas, Dichter no era un muy buen padre y era un perfecto tacaño que nunca se recuperó plenamente de la pobreza que vivió en su infancia, a pesar del éxito financiero que tuvo después. Por su parte, Politz era alcohólico, lo cual constituyó un factor importante en la caída de su empresa en la década de 1960.55

La ingeniería del consentimiento

Mientras tanto, alguien más estaba decidido a sacar de la jugada a cualquiera que utilizara la investigación motivacional. Con su libro Las formas ocultas de la propaganda, que se publicó el 29 de abril de 1957, Vance Packard se había embarcado en la misión de enviar a Freud y a sus descendientes intelectuales de regreso a Viena. El libro claramente reflejaba los puntos de vista de un niño de campo metodista que creció durante la Depresión, cuando se culpaba a las empresas de los problemas económicos de los Estados Unidos y las reformas sociales de Franklin Delano Roosevelt eran vistas en el ámbito popular como la salvación del país. Después de graduarse de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, Packard escribió para el Boston Herald, para Associated Press y para el grupo de revistas de Crowell-Collier, con las nunca aburridas flaquezas de la conducta humana como su blanco. Como el biógrafo Daniel Horowitz explicó, Las formas ocultas de la propaganda surgió a partir de un artículo que Packard escribió para la revista Reader’s Digest, mismo que nunca se publicó. Los editores de la revista habían leído en el Reporter un artículo de 1953 acerca del uso cada vez mayor que hacían de la psicología los anunciantes, y pidieron a Packard que escribiera sobre «el aumento en el uso de la investigación motivacional por parte de los comerciantes». Sin embargo, poco después de que Packard entregara su artículo, Reader’s Digest decidió comenzar a aceptar publicidad y el escrito se archivó, ya que a la revista le preocupaba que no fuera del agrado de algunas compañías o agencias. (De cualquier modo, Packard recibió su pago). Poco después de eso, por casualidad, una editora de la David McKay Company, una editorial, preguntó a Packard si tenía algunas ideas para escribir un libro, y él le envió el artículo que había sido rechazado. A la editora, Eleanor Rawson, le gustó lo que leyó y lo animó a que convirtiera el artículo en libro. Al tiempo que seguía con su trabajo diurno como redactor en la American Magazine, Packard llevó a cabo investigaciones para el libro y luego lo conjuntó todo en menos de dos meses. (Como parte de su investigación en 1956, Packard pasó algunos días con Ernest Dichter en su castillo, un tiempo invertido que resultaría fructífero para ambos). Packard envió el manuscrito de Las formas ocultas de la propaganda justo cuando perdió su trabajo en la revista, cuando esta cerró, un ejemplo perfecto de que cuando una puerta se cierra, otra se abre.56

La puerta que se abrió para Packard con la publicación de Las formas ocultas de la propaganda resultaría ser una muy grande. Aunque, a toro pasado, un libro que critica a la publicidad y sus efectos podría considerarse un éxito seguro, este no era el caso en 1957. No se había escrito en más de veinte años un libro popular que atacara a la publicidad, una señal clara de que los desafíos al Estilo de Vida Americano no eran particularmente bienvenidos en el negocio editorial. Sin embargo, numerosas películas habían presentado a los publicistas como un grupo especialmente grasiento, y la publicidad misma (especialmente los comerciales de televisión como el anuncio de martillos en la cabeza del analgésico Anacin) había preparado a los estadounidenses para una dura crítica hacia la industria. Para finales de los cincuenta, el buhonero se había convertido en la versión urbana del tipo que llevaba puesto un sombrero negro, y sus intenciones, en el mejor de los casos, eran sospechosas. Con la investigación motivacional, Packard tenía el instrumento perfecto para anunciar que algo olía verdaderamente mal en la publicidad, sacando provecho del miedo de los estadounidenses a las fuerzas externas de todo tipo.57

El poder que los publicistas obtenían a partir de la investigación motivacional era realmente sorprendente, casi de otro mundo, de acuerdo con Las formas ocultas de la propaganda. Los anunciantes sabían cosas que nadie más tenía la capacidad y, quizás, el derecho, de conocer: por qué los estadounidenses amaban los autos grandes, por qué nos dan miedo los bancos y por qué las amas de casa se sumían en un estado mental peculiar tan pronto como entraban en un supermercado; conocimiento que, ciertamente, estaba más allá de las limitaciones de las herramientas que le eran familiares a la investigación de mercados, como las encuestas y los cuestionarios. Algo aún más alarmante era que los consumidores mismos no sabían las respuestas a dichas preguntas –insinuaba el libro– y, aparentemente, solo los anunciantes poseían esta clase de conocimiento gracias a su arma secreta. La razón por la que los hombres fumaban cigarros y cómo elegían las mujeres sus zapatos podía determinarse exclusivamente a través de la bolsa de trucos de los psicólogos, sugería Packard, y la conclusión era que los empresarios conocían a los estadounidenses mejor de lo que la población se conocía a sí misma. Con esa premisa, ¿podría sorprendernos que Las formas ocultas de la propaganda se disparara a la cima de la lista de los libros más vendidos?58

Hay que decir que Packard reconocía las razones legítimas por las que los publicistas originalmente se habían sentido atraídos hacia la investigación motivacional, y era porque la técnica llenaba un enorme hueco en la investigación de mercados. De acuerdo con Packard, la investigación motivacional surgió a partir de la frustración de los publicistas después de haber sido engañados por los consumidores cuando les habían preguntado lo que querían, lo cual era una valoración objetiva de la situación. Un caso clásico fue –según cuenta la historia– cuando a inicios de la década de 1950 un fabricante de autos descubrió a partir de las encuestas que los consumidores querían un auto sensible, lo cual significaba algo que fuera fácil de estacionar, que diera vueltas cerradas y que no tuviera adornos innecesarios. Sabiendo que el cliente siempre tiene la razón, el fabricante produjo un auto así, pero, para su sorpresa, pocas personas lo compraron. En su lugar, los modelos amplios, en tecnicolor y de cola grande se vendían como pan caliente en las agencias, haciendo que los ejecutivos se cuestionaran seriamente la clase de investigación de mercado que estaban llevando a cabo. «Este tipo de errores convencieron a los fabricantes y a los publicistas de que debían comprender las áreas inconscientes de la mente del consumidor» –escribió Packard en un artículo para el Harper’s Bazaar, el cual coincidió con la publicación de su libro–, con el fin de «descubrir las excentricidades y los anhelos ocultos del consumidor y guiar sus campañas de persuasión en consecuencia».59

Paradójicamente, Packard desafió gran parte de la validez de la investigación motivacional, pero también creía que sus técnicas estaban «sujetas al escrutinio de la moralidad» y que el enfoque «hacía que surgieran preguntas éticas de la más perturbadora naturaleza». Específicamente, la investigación motivacional permitía a los publicistas explotar las debilidades de los consumidores, alentaba la conducta irracional y –quizá lo peor de todo– estaba «remodelando nuestro carácter nacional en dirección de un materialismo autoindulgente». Los anunciantes «incorporaban a los productos las mismas características que reconocemos en nosotros mismos –continuaba Packard–, así que ¿por qué no ayudar a las personas a comprar una proyección de sí mismas?». Packard se alineaba con el teólogo Reinhold Niebuhr, quien creía que el ciclo de producción y consumo era un ciclo vicioso, y que el Estilo de Vida Americano tenía más que ver con la esclavitud que con la libertad. A pesar de colocarse a ambos lados de la cerca –la investigación motivacional no funcionaba tan bien como sus usuarios afirmaban y, sin embargo, funcionaba demasiado bien–, Las formas ocultas de la propaganda se convirtió en un fenómeno, tocando una cuerda muy sensible en el público estadounidense.60

Las formas ocultas de la propaganda se convirtió en un bestseller #1, y durante un año permaneció en la lista de libros de no ficción más vendidos del New York Times. (Los siguientes dos libros de Packard, Los trepadores de la pirámide y Los fabricantes de residuos, lograron lo mismo, y esta hazaña de tres bestsellers seguidos fue algo que pocos, si no es que ninguno, de los autores de no ficción había logrado). Personas de todas condiciones leyeron Las formas ocultas de la propaganda, un éxito no solo en los Estados Unidos sino en todo el mundo (especialmente en Alemania, otro país con fama de temer a fuerzas externas de todo tipo). Harry S. Truman era su admirador, lo mismo que el escritor soviético Boris Pasternak, lo cual ilustra el enorme atractivo del libro. Los profesores asignaban el libro en la Universidad, sabiendo que los jóvenes lo leerían con vehemencia para descubrir cómo estaban lavándoles el cerebro. (Todd Gitlin, cofundador de los Estudiantes por una Sociedad Democrática y quien posteriormente se convertiría en un destacado autor y crítico de medios, recordó que el libro era especialmente popular entre los estudiantes más curiosos, como él mismo). Un oficial de policía, cuando supo que Packard se encontraba en el asiento trasero de un auto que había detenido, no le puso la infracción al conductor. Las formas ocultas de la propaganda habría de darle a Packard a lo largo de su vida unos 350 000 dólares (alrededor de la mitad de ese dinero durante el primer año posterior a su publicación), lo cual no estaba nada mal para un redactor de revista desempleado.61

Sería una subestimación decir que el libro que escribió Packard en 1957 (en su portada mostraba una manzana con un anzuelo en ella) provocó una gran sensación. Packard fue directamente tras los intentos de los publicistas de vender commodities y candidatos a través de la investigación motivacional, y sus técnicas eran consistentes con lo que Edward Bernays había denominado en el título de un ensayo de 1947, La ingeniería del consenso. (Bernays –el padre de las relaciones públicas– no era solo un judío vienés como Lazarsfeld, Herzog y Dichter; era también sobrino de Freud y sus puntos de vista intervinieron en la teoría psicoanalítica). Packard ofreció una extensa lista de ejemplos sobre cómo los investigadores motivacionales utilizaban los secretos que habían descubierto para hacer que los estadounidenses compraran cosas que no querían ni necesitaban. La ternura estaba de moda en la publicidad de cosméticos para contrarrestar el aumento de mujeres profesionistas y su supuesta pérdida de femineidad; fumar cigarros era simplemente una versión adulta del acto de chuparse el pulgar y todas sus implicaciones orales; las plumas fuente eran símbolos fálicos, de ahí la popularidad de las más largas; los congeladores ofrecían una cómoda garantía en contra de la Depresión y la escasez de los tiempos de guerra, y los convertibles eran amantes sustitutas que ofrecían a los hombres juventud, romance y aventura sin arriesgar sus matrimonios (bueno, quizás un poco).62

Dicho de forma sencilla, el libro de Packard (que costaba 4 dólares) resultó todo un bombazo, e incluso impactó a algunas personas en los medios de comunicación con la noticia de que se estaba utilizando la psicología en los estadounidenses sin que estos lo supieran. «La psicología profunda probablemente ahora tiene más influencia en los Estados Unidos en general a través de los negocios y la publicidad que a través de las clínicas o los programas de salud mental», reportó Time después de que se publicó el libro, y describió la investigación motivacional como «una especialidad compleja y sólidamente arraigada». A través del psicoanálisis de las masas –informó la revista a los lectores, si no es que ya lo sabían–, la investigación motivacional se estaba usando para condicionar a los consumidores, tanto como los perros de Pavlov fueron entrenados para salivar cuando escucharan una campana. La meta de los publicistas era que los estadounidenses «babearan cuando vieran o escucharan un truco de ventas con un simbolismo que apelara al inconsciente», según lo veía toscamente la revista Time, lo cual era un escenario alarmante si Packard sabía de lo que hablaba.63 Las formas ocultas de la propaganda, un libro tan amigable con los medios como podría imaginarse, pronto se convirtió en un verdadero fenómeno cultural. El nombre del libro rápidamente entró en el léxico de la cultura del consumo, e incluso en ocasiones apareció en anuncios, por irónico que parezca. «Los forros de todas las temporadas son las formas ocultas de la propaganda en estos sombreros de copa que se ven muy bien en el campus», decía un anuncio de abrigos que apareció en el Chicago Daily Tribune en 1958, el cual quizá fue diseñado para atraer la atención de los estudiantes universitarios intrigados por el bestseller.64

Aunque su revelación sobre la publicidad y su diatriba en contra de la investigación motivacional fue toda una hazaña del periodismo de investigación, Packard contó la historia de una forma entretenida, haciendo que el libro resultara bastante ameno. Dos terceras partes de las más grandes agencias de publicidad ya utilizaban la investigación motivacional –informó Packard a sus lectores– y sus mensajes «estaban entrenados para satisfacer las necesidades del id».65 Además de todas las agencias de publicidad que practicaban la investigación motivacional, las pocas docenas de firmas que se especializaban en la técnica estaban aprovechándose también injustamente de los estadounidenses, afirmaba Packard. Los publicistas explotaban de esta forma necesidades humanas básicas como la seguridad, la autoestima y el amor –explicó–, necesidades identificadas a través de técnicas de investigación motivacional y luego convertidas en forraje publicitario. Incluso Liberace fue vendido al público estadounidense con base en la investigación motivacional, afirmaba Packard, ya que el entonces joven pero siempre fabuloso hombre del espectáculo estaba dirigido a las mujeres de mayor edad mediante la utilización de simbolismos edípicos. «Como tiene que ver con el inconsciente, la investigación motivacional probablemente ejerce más influencia que las encuestas Gallup y, potencialmente, es más siniestra», concluyó la revista Time, advirtiendo a los estadounidenses que estuvieran atentos a la persuasión oculta.66 Al ver esta clase de respuesta, la editorial de Packard sacó plena ventaja del pandemónium que creó el libro. «¿Es usted víctima de lavado de cerebro?», preguntaba el encabezado de la «tercera gran impresión» del libro en junio, diciendo a los lectores del Wall Street Journal: «Si está inmerso en el área de la publicidad, la propaganda, el marketing, las ventas, la manufactura, las finanzas o es un consumidor, este libro es para usted o, quizás, ¡acerca de usted!».67

Aunque su estrategia podría ser contraproducente, Packard señaló a un solo hombre en particular como el responsable de los problemas que estaba provocando la investigación motivacional: Ernest Dichter, quien trabajaba con su magia negra desde su mansión de piedra de 26 habitaciones posada a 160 metros por arriba del río Hudson y quien representaba la mayor amenaza para el inconsciente colectivo de la nación. («El castillo es el escenario perfecto para un científico loco: uno espera encontrar a Bela Lugosi trabajando sobre un cadáver en la biblioteca», dijo un visitante).68 Cierto era que Dichter tenía inclinación por observar a los niños mientras veían la televisión en su madriguera montañosa, mirando en secreto y grabando como un ogro equipado con tecnología en un cuento de los hermanos Grimm. Su psicopanel también tenía una intención maligna –de acuerdo con Packard–, ya que se exponían y explotaban las ansiedades y hostilidades de cientos de conejillos de indias. Ya fuera que estuviera manipulando niños, que jugara con nuestras debilidades ocultas, que apelara a nuestro lado ilógico o irracional o que fisgoneara en nuestra sexualidad, o quizás todavía peor, que utilizara «efectos subumbrales para introducir mensajes más allá de nuestra guardia consciente», la investigación motivacional –especialmente la que practicaba su rey, Ernest Dichter– era una mala noticia para el público estadounidense.69

Por supuesto, Dichter sentía que Packard no estaba tomando en cuenta el objetivo de la investigación motivacional, el cual tenía que ver con satisfacer las necesidades y los deseos del individuo y no con impulsar el crecimiento económico de la nación. ¿Acaso los enemigos de la investigación motivacional tenían miedo al cambio o a la independencia –se preguntaba Dichter– o se sentían amenazados por una alternativa al paraíso edénico que los esperaba en otra vida?70 De todas formas, en lugar de hacer que los publicistas se dieran cuenta de lo errado de sus caminos –que convertir a los estadounidenses en consumidores más ávidos a través de la investigación motivacional era algo malo–, Las formas ocultas de la propaganda hizo que el público y los medios se interesaran mucho más en los vínculos existentes entre los negocios y la psicología. El libro era especialmente útil para la persona más responsable de la persuasión oculta. «Irónicamente, el ataque de Packard tuvo más éxito en dar notoriedad y clientes a Dichter que en catapultarlo a él mismo a las filas de los críticos sociales más ampliamente leídos», escribió Daniel Horowitz. La exposición resultó más efectiva que cualquier campaña de relaciones públicas que el propio investigador hubiera orquestado. Dichter había sido relativamente conocido, pero ahora se había convertido en una celebridad, y su oficina estaba inundada de peticiones para entrevistas en los medios e invitaciones para hablar en público por todo el mundo. (De hecho, Dichter escribió una carta a Packard en enero de 1958 agradeciéndole por hacer «que todo el mundo estuviera consciente de la investigación motivacional» y, específicamente, por todo el trabajo que le estaba llegando gracias al libro).71 Más fornido ahora, y con el cabello –que alguna vez fue rojo–ahora de un color más rubio-cobrizo, Dichter, de 50 años de edad, claramente disfrutaba del poder que blandía como el investigador motivacional más famoso (e infame) del mundo. Como un dios, «lanza rayos en la forma de reportes que tienen como propósito influir en los patrones de compra de una nación», decía un artículo en Los Angeles Times seis meses después de que el libro de Packard se publicara, y el análisis que llevó a cabo Dichter de las entrevistas en profundidad («análisis en la mejor tradición freudiana», declaró el reportero del diario) fue lo que lo separó del resto del grupo de investigadores motivacionales.72

Caveat Emptor

No era de sorprender que las reseñas de Las formas ocultas de la propaganda llegaran de forma vertiginosa. A.C. Spectorsky, del New York Times, lo llamó «un libro fascinante […], aterrador, entretenido y, además, que estimula el pensamiento».73 De hecho, la palabra aterrador parecía surgir en varias reseñas. «Es esta investigación lo que está proporcionando la información psicológica exacta que apoya las actuales campañas de publicidad y que es responsable de la aterradora efectividad de muchas de ellas», escribió el Library Journal en su reseña. Los Angeles Times lo llamó el «libro más aterrador del año».74 Algunos críticos consideraban que el libro era mucho más que aterrador. «Esta descripción del papel de los psicólogos y los sociólogos en la planeación de sutiles campañas masivas para manipular las respuestas de los consumidores y los votantes es un informe de avance sobre la marcha del tiempo hacia 1984 que pone los pelos de punta», escribió Jerome Spingarn en el Washington Post, preguntándose si la necesidad de mantener nuestro PIB en aumento valía el precio de incursionar en el «arte negro de la investigación motivacional».75 Muchos críticos reconocieron la capacidad de Packard de enviar una señal de alarma al tiempo que de algún modo lograba mantener cierto sentido del humor. «La venta agresiva ha entrado a una nueva era, en la cual el profeta es el psicólogo», escribió el Atlantic Monthly en la reseña que hizo del libro de Packard, descubriendo que no solo era «a menudo alarmante», sino, también, «muchas veces muy gracioso y continuamente fascinante».76

Mínimo, Las formas ocultas de la propaganda parecía servir como una llamada de alerta para muchos. El Christian Science Monitor sentía que, por decir lo menos, el libro «abría plenamente a los ojos del público un área importante de la vida estadounidense que merece un mayor escrutinio del que está recibiendo», una observación razonable.77 «Parece haber cierta razón para observar muy de cerca las motivaciones de los investigadores motivacionales», coincidía el Springfield Republican, con la actitud de esperar y ver otra voz de la razón.78 Otros sentían que, dado lo que Packard había puesto al descubierto, lo que se requería no era la razón. «No es tan tarde como ustedes podrían pensar, pero es suficientemente tarde», expresó con inquietud Gilbert Seldes en su artículo para el Saturday Review, esperando que su exposición constituyera un recurso para que los estadounidenses más listos resistieran caer bajo semejante persuasión oculta.79

Quienes estaban alineados con los intereses de los negocios quedaron, naturalmente, menos impresionados con el libro de Packard. «¿Cómo puede el lector juzgar cuántos de los descubrimientos deben tomarse literalmente y cuántos deben descontarse como algo que carece de fundamento o que simplemente está equivocado?», preguntaba Leo Bogard del Management Review, una queja que tenían muchos empresarios.80 (Con su estilo periodístico, Packard no incluyó ningún tipo de nota al pie, lo cual hacía difícil rastrear de dónde había obtenido la información). Con Pierre Martineau –uno de los máximos investigadores motivacionales en el país y uno de los más fuertes defensores de la técnica– oculto en el Chicago Tribune, no era de sorprender que el periódico pensara que la persuasión oculta era algo de lo que no había por qué preocuparse. «Nuestra libido puede recibir un empujón a medida que todo esto vaya adquiriendo fuerza, pero como todo el mundo está empujando en una dirección diferente, dudo que nos saquen de balance», pensaba Henry Greene sobre el ensayo, dando a sus lectores un consejo sensato: caveat emptor.81

Además de argumentar que Packard no ofrecía ninguna evidencia real de que lo que escribió en su libro fuera verdad, los críticos de Las formas ocultas de la propaganda también se apresuraron a señalar que no mencionó ninguno de los (muchos) fracasos de la investigación motivacional o, en este sentido, tampoco explicó cómo y por qué la investigación motivacional era tan exitosa cuando el psicoanálisis en sí mismo no lo era. Packard también parecía ignorar el hecho evidente de que él estaba escribiendo –por el amor de Dios– sobre los publicistas: aquellos que estaban en el negocio de hacer afirmaciones exageradas y, algunas veces, sospechosas. Ningún publicista que se preciara de serlo admitiría que había desperdiciado el dinero de los clientes, haciendo que mucho de lo que se decía en Las formas ocultas de la propaganda estuviera sujeto a cierto nivel de escepticismo. En el libro de Packard también se omitió en gran medida que durante mucho tiempo los publicistas habían explotado las necesidades socialmente definidas y no se habían enfocado exclusivamente en rasgos y beneficios racionales. Durante décadas se había vendido cualquier cantidad de cosas de esta forma: cerveza, perfumes, autos, jabón, cigarros. Algunos fueron tan lejos como para decir que el éxito del bestseller probaba el argumento de Packard de forma más convincente que su propio contenido: que la enorme popularidad del libro era resultado directo de apelar a los miedos inconscientes de los consumidores a ser manipulados sin que ellos se dieran cuenta. «Sería interesante ver los resultados de una prueba de asociación de palabras hecha con el título del libro», contempló Henry Greene en su reseña, haciendo que surgiera una pregunta que mucha gente se hacía: ¿Las formas ocultas de la propaganda es el ejemplo por excelencia de la persuasión oculta?82

Quienes se encontraban del otro lado de la acera de la investigación motivacional también estaban sorprendidos por la mucha atención que estaba recibiendo el libro, especialmente entre la intelectualidad. Elmo Roper se sorprendía de cuántas personas inteligentes estaban preocupadas por la capacidad de los así llamados expertos de «diagnosticar la mente de las masas con […] astucia diabólica», haciendo su mejor esfuerzo por mostrar que realmente había muy poco que temer. Roper pensaba que la investigación motivacional era «20% investigación, 30% de coeficiente intelectual elevado y, en algunos casos, 50% de artimañas», y que el libro de Packard había salido «directamente de Orwell», y ambas obras eran ficción pura cuyo propósito era impactar. Y en lugar de estar ocultos, los investigadores motivacionales querían tanta publicidad como pudieran obtener –argumentaba Roper– y sus historias de éxito primordialmente habían sido fabricadas para captar más clientes. Por último, la investigación motivacional ni siquiera se parecía al psicoanálisis –señalaba–, ya que este jamás era manipulador y era incapaz de estar dirigido a las masas, además de que siempre requería mucho tiempo y costaba mucho dinero. «Las técnicas no son tan buenas, y el público no es tan ingenuo como [Packard] piensa», concluyó Roper, rogando a los Chicken Little que tuvieran confianza de que el cielo no se estaba cayendo.83

Al igual que los investigadores de mercados, los ejecutivos de la publicidad naturalmente no estaban contentos con la forma en que Packard presentaba su industria. (Tener un ejemplar del libro en la oficina era el equivalente a tener una copia del Manifiesto comunista). Además de ser sencillamente malicioso, Las formas ocultas de la propaganda había exagerado burdamente los poderes de los publicistas –se apresuraron a señalar los integrantes de la industria–, pues nadie tenía la capacidad de hacer lo que Packard afirmaba. Por lo menos la publicidad se reconocía como propaganda –decían algunos–, mientras que el libro de Packard afirmaba ser la verdad pura. Un escritor sugirió que el mismo Packard había utilizado la investigación motivacional para escribir el libro, y que los miedos que cultivaba estaban diseñados para penetrar en el inconsciente del lector. Aun peor, quizás, era que Packard era considerado por algunos conservadores como marxista y que su libro tenía la intención de debilitar al sistema capitalista.84

Aun si se trataba de un león de papel, al menos en un nivel superficial, Las formas ocultas de la propaganda parecía tener un efecto inmediato. Poco después de que el libro se publicó, el país cayó en una recesión, haciendo que Packard se preguntara si los estadounidenses en verdad estaban resistiéndose a los mejores esfuerzos de los publicistas por convertirse en robots que consumen a toda costa. (Dichter veía la recesión más como un fenómeno psicológico que económico, y consideraba que los culpables eran aquellos que «tenían miedo a la prosperidad continua». En otras palabras, algunos consumidores se sentían culpables por el boom de la posguerra y por su buena fortuna, y dejaron de gastar dinero para poder librarse de la culpa).85 Sin embargo, en octubre de 1957, la URSS lanzó su satélite Sputnik, otra señal de que podríamos estar gastando demasiado tiempo atiborrándonos en el cuerno de la abundancia y que tal vez querríamos reexaminar nuestras prioridades a medida que se intensificaba la Guerra Fría. El amorío de la nación con uno de los principales símbolos de la abundancia material de la posguerra –el automóvil grande como nave espacial y todo incrustado de cromo– también parecía haber llegado a su fin, haciendo que Packard creyera que quizás habían quedado al descubierto las formas ocultas de la propaganda.

No obstante, para Packard la investigación motivacional era simplemente el síntoma de una enfermedad, y el verdadero problema era «el creciente poder de los publicistas», como tituló un artículo que escribió para el Atlantic Monthly en septiembre de 1957. Como «maestros de nuestro destino económico» y como «los principales manipuladores del control social en los Estados Unidos en esta segunda mitad del siglo XX», los integrantes de la industria de la publicidad estaban haciendo todo cuanto podían por mantener a los consumidores comprando. Como es bien conocido que Tocqueville y Emerson habían observado, el consumo está, sin duda, en la sangre de los estadounidenses, pero la capacidad del país en ese momento de producir cosas más rápido de lo que las personas podían utilizarlas era un enorme problema para los publicistas. Con el fin de mantener en marcha el tren de la economía (y mantener intacto su propio poder), el conocimiento que tenían los publicistas sobre el consumidor estadounidense tenía que ser cada vez más profundo, con esfuerzos nuevos y cada vez más ambiciosos. «Esforzándose por ser más persuasivas», las 3 300 agencias de publicidad estadounidenses ciertamente estaban gastando millones de dólares en investigación, y el Panel Nacional de Consumidores de BBDO era un muy buen ejemplo de lo lejos que estaban dispuestas a ir. Las miles de amas de casa incluidas en el panel estaban listas, dispuestas y con la capacidad de decir a la agencia prácticamente cualquier cosa que quisiera saber acerca de su vida y sus hábitos de consumo, y se volvió una ventana para conocer a la mujer estadounidense. El Mirror of America de Gallup era otro recurso que tenía como propósito que los publicistas se familiarizaran íntimamente con los consumidores y era un banco de personas diseñado específicamente para revelar qué factores influían más en sus decisiones de compra.86

Estos métodos eran pequeñeces sociológicas comparados con la investigación motivacional, y Packard veía el uso de la psiquiatría para «entrar en el inconsciente de los consumidores» como un abuso del enorme poder de los anunciantes. La mayoría de las agencias de publicidad más grandes tenían psicólogos, psiquiatras, o ambos, en sus equipos, y algunas de ellas gastaban millones de dólares en un solo estudio de investigación motivacional (McCann-Erickson recientemente había pagado 3 millones de dólares por un solo estudio de este tipo). Poco tiempo atrás, otra agencia, con sede en Chicago, había reunido a no menos de ocho científicos sociales destacados (dos psicoanalistas, un antropólogo cultural, un psicólogo social, dos sociólogos y dos profesores de ciencias sociales) en un cuarto de hotel y los había hecho ver televisión durante 12 horas seguidas. Esta experiencia sartreana tuvo como propósito generar reflexiones brillantes que, de otro modo, no podrían obtenerse. «Cuando nuestros motivos son desentrañados, los expertos dan forma a los ganchos psicológicos que nos llevarán aleteando a sus botes corporativos», escribió Packard en el artículo, el cual ampliaba el argumento del libro: que las expediciones cognitivas de los investigadores motivacionales eran como atrapar peces en un barril.87

Unos meses después, el agente de publicidad Fairfax Cone sintió la necesidad de contestar a Packard, utilizando, también, el Atlantic Monthly como un foro público para exponer sus puntos de vista. Cone admitió que aunque nadie necesitaba realmente una lavadora, una rasuradora eléctrica o cinco tonos de lápiz labial, nadie estaba forzando a los estadounidenses a comprar tales productos, y las agencias difícilmente eran los monstruos omnipotentes que Packard creía que eran. «La publicidad no es un complot», aclaró, y los agentes de publicidad solo son vendedores que hacen su trabajo tratando de comprender a sus clientes lo mejor que pueden. Las herramientas de la investigación motivacional –entrevistas en profundidad, pruebas proyectivas con imágenes y pruebas de asociación de palabras, e incluso el galvanómetro (detector de mentiras)– se utilizaban en muchos campos fuera de la publicidad –explicó Cone–, y las agencias los empleaban con el fin de «conocer más sobre las personas y sobre cómo piensan, lo que quieren y por qué lo quieren». El propósito real de la investigación motivacional era, simplemente, hacer que la publicidad fuera mejor –insistía–, algo que era bueno para todos en los Estados Unidos.88 Sin embargo, tan pronto como vio la respuesta de Cone a su artículo, Packard garabateó una nota dirigida al editor del Atlantic y su réplica se publicó en el siguiente número. Packard se oponía al uso que hacía Cone de la palabra complot y se distanció de semejante alegato. «Yo jamás utilicé esa palabra ni sugerí que semejante complot existiera» –escribió desde su casa en New Canaan, Connecticut–, pero no había duda de que este libro tan popular había creado la idea entre el público de que estaban llevándose a cabo actividades siniestras al interior de los sagrados pasillos de los negocios estadounidenses.89

Ya que contaba con una gran demanda, Packard se lanzó a dar charlas basadas en su bestseller, aprovechando la oportunidad también para rechazar los contraargumentos de Cone, Dichter y otros. Predicando a los convencidos, por así decirlo, Packard impartió una plática a la Asociación de Educación Religiosa en Chicago en noviembre de 1957, y no fue una sorpresa que su reclamo a Madison Avenue funcionara muy bien con esta audiencia en particular. Packard se aseguró de dejar en claro durante el almuerzo que la investigación motivacional era producto no de los extremistas fanáticos de los negocios, sino más bien de las grandes corporaciones, dos terceras partes de las cuales ya la habían utilizado en sus planes de marketing. Todavía más alarmante resultó un reporte de la industria que predecía que para 1965 en todas las grandes campañas de publicidad se consultaría a psicólogos, y estas noticias seguramente hicieron que algunas de las personas piadosas se ahogaran con su despintado café. Packard continuó señalando a su archienemigo, Ernest Dichter, como la cabeza del desfile de la investigación motivacional y como el hombre más responsable de «crear un estado de ánimo en los Estados Unidos que asegurara un mercado más grande para […] los productos». El hilo conductor de Dichter del consumo moral se encontraba en oposición directa a la tesis de Packard de que la nación se estaba volviendo «más autoindulgente, más orientada al placer, más materialista, más pasiva, más conformista», y todos estos más eran una señal del deterioro de la civilización estadounidense.90

De vuelta al tema dominante de su libro, la invasión por parte de los publicistas a la privacidad de nuestra mente a través de la psicología y su estimulación de la conducta irracional ciertamente resultaban preocupantes, pero lo que más preocupaba a Packard era el cambio en el carácter del estadounidense. La presión para que los consumidores se volvieran más grandes y mejores –podría decirse que era la filosofía que guiaba el Estilo de Vida Americano, al menos en los años de la posguerra– le recordaba a Packard los gansos franceses a los cuales se alimentó por la fuerza con granos para engordarlos (y, específicamente, engordar su hígado), ya que la necesidad de mantener nuestra creciente capacidad productiva nos hacía estar «atiborrados de bienes materiales». Economistas destacados como Sumner Slichter, de Harvard, habían respaldado sólidamente la idea de que el crecimiento continuo se basaba en un mayor gasto de los consumidores, y esa política hacía que comer en exceso fuera un acto oficial de patriotismo. ¿Estaba nuestro hígado listo para explotar?, se preguntaba Packard.91

La ciencia que revela tus secretos

Mientras tanto, quienes llevaban a cabo la alimentación tenían otra cosa en mente. Durante la primera convención anual de la ARF, después de la publicación del libro de Packard, era comprensible que los publicistas estuvieran nerviosos por la atención que su industria estaba captando. La publicidad, terreno central para el buhonero, siempre había sido vista con sospecha, si no es que con abierta desconfianza, pero Las formas ocultas de la propaganda había abierto una caja de Pandora completamente distinta. «El público en general está comenzando a agitarse con inquietud», reportó Business Week en su cobertura de la reunión de 1957 de la ARF, haciendo notar que las agencias de publicidad recientemente habían tomado medidas especiales para llevar sus operaciones de investigación motivacional al cuarto trasero, en un esfuerzo un tanto irónico por no ser etiquetados como persuasores ocultos.92

Los defensores de la investigación motivacional se apresuraron a defender a la publicidad y al marketing de las afirmaciones valientes –y quizás irresponsables– que Packard había expresado en su libro. En Motivation in Advertising [La motivación en la publicidad], publicado en el otoño de 1957, Pierre Martineau consideró la idea de que la publicidad era una patraña perversa, y el culto director de investigación del Chicago Tribune dejó en claro que simplemente se trataba de un medio de comunicación.93 El libro de Louis Cheskin, How to Predict What People Will Buy [Cómo predecir lo que las personas comprarán], también publicado durante ese otoño, respaldaba la premisa central de la investigación motivacional de que el comportamiento de los consumidores a menudo era emocional e irracional, y el director del Color Research Institute mostraba cómo las a veces inexplicables decisiones de compra de los consumidores hablaban por sí mismas.94

Sin embargo, Packard no era el único que estaba sacando el máximo provecho de la paranoia estadounidense a finales de la década de 1950 y que hacía que el público se agitara con inquietud en lo referente a la publicidad. Quizás inspirado por la interpretación que hizo Dichter de la ciruela pasa (y por el éxito caído del cielo de Packard), Ernest van den Haag, coautor del libro de 1957 The Fabric of Society [El tejido social], consideraba a la investigación motivacional como la brujería de Madison Avenue, viéndola como parte de los miedos perfectamente justificados de los estadounidenses a que tanto los políticos como los publicistas les lavaran el cerebro. «Este espectro acecha en la reciente publicidad sobre el éxito de los gobiernos comunistas en cuanto a la realización de un lavado de cerebro a algunos presos estadounidenses, así como a sus propios ciudadanos», escribió Van den Haag en un artículo de 1957 en Commonweal, y el hecho de que otros alucinógenos como las lobotomías y los tranquilizantes estuvieran en las noticias solo acrecentaba los temores de las personas. Para Van den Haag, sin embargo, la investigación motivacional estaba por encima de todo, superando a esos otros métodos de reducción de cabezas, pues se utilizaba abiertamente. «El intento por parte de los anunciantes de explotar y manipular los deseos y miedos inconscientes de sus prospectos para venderles mejor atemoriza a cualquier persona que esté atemorizada por sus deseos inconscientes», escribió, lo cual significaba que casi todo mundo tenía motivos para sentirse alarmado.95

Aunque sin duda era de mal gusto, el libro de Van den Haag tenía cierto atractivo populista y, lo más importante, ayudó a convertir la plataforma antiinvestigación motivacional de Packard en un movimiento social. Igualmente, Van den Haag dio lo que debió de ser la definición más interesante de la investigación motivacional: un «drama en el que el público hace el papel de Gretchen frente a un Fausto inspirado por un Mefistófeles de Madison Avenue». No obstante, Van den Haag pensaba que al centrarse en la investigación motivacional, Packard estaba perdiendo de vista el asunto principal. En lo que se refiere a la publicidad, el verdadero problema no era la persuasión oculta –pensaba– sino, más bien, que a menudo resultaba inútil, derrochadora y, lo peor de todo, molesta. «Hace que surjan falsas ambiciones, fomenta la desindividualización y tiende a destruir valores culturalmente importantes al homogeneizar gustos», afirmaba, y estos estragos eran mucho mayores que una estúpida clase de investigación. Sin embargo, otro libro publicado en 1957, Battle for the Mind [Batalla por la mente], de William Sargant, también argumentaba que el control mental constituía una verdadera amenaza, y que casi todos éramos vulnerables al poder de la sugestión si las condiciones eran las correctas (o, más precisamente, las equivocadas). La fatiga inducida o la ansiedad podían hacer que una persona confesara crímenes que no había cometido, podía convertir a una persona a otra ideología o creer en mensajes plantados, explicaba Sargant; incluso el psicoanálisis era algo que podía reemplazar –y en ocasiones lo hacía– la razón con fantasías. Igualmente sensacionalista y escabroso como el libro de Van den Haag –si no es que más–, el de Sargent avivó la idea de que se estaban tramando todo tipo de persuasiones ocultas.96

Con los publicistas y sus caminos potencialmente malvados ahora bajo los reflectores, los editores de las publicaciones que de otra forma tendrían muy poco interés en el funcionamiento de la investigación de mercados pronto se unieron al ataque en contra de la investigación motivacional. Usualmente contenta con explicar cómo funcionan las cosas, la revista Popular Science quedó atrapada en la manía por la investigación motivacional después de la publicación de Las formas ocultas de la propaganda y estos otros libros, ilustrando, así, cómo las preocupaciones respecto a la manipulación del consumidor estaban desbocadas. En el número de noviembre de 1957 de la revista, un artículo titulado «Razones ocultas por las que usted compra un auto», escrito por Gary Shipler, Jr., describía la ciencia que revela tus secretos y, específicamente, cómo «Detroit está utilizando el conocimiento para influir en tu elección entre los nuevos modelos». En el mercado de las necesidades de finales de la década de 1950, los fabricantes de autos tenían que cavar más profundo para que los consumidores compraran autos nuevos –explicó Shipler–, descubriendo que, en lo referente a los automóviles, el transporte había quedado en un segundo plano respecto al estatus social y material. A través de la investigación motivacional, los fabricantes de autos supuestamente habían descubierto que la mayoría de los estadounidenses se sentirían más orgullosos de tener un auto nuevo que de ser elegidos presidentes, y semejante joya de la investigación mostraba cómo funcionaban las emociones fuertes cuando alguien veía lo que iban conduciendo. «Para la persona promedio, el moderno servomecanismo es un sustituto del siervo del palacio que acude a ti con el solo movimiento de tu dedo», dijo en tono de cátedra un investigador motivacional –de acuerdo con Shipler–, y precisamente era ese tipo de cosas lo que los tres grandes fabricantes de autos deseaban escuchar para recordarles que su producto era la expresión más poderosa del estatus social en los Estados Unidos.97

Independientemente del escrutinio del público, la investigación motivacional avanzaba a toda máquina en Madison Avenue. Los ataques eran sopesados contra la técnica, y sus practicantes solo hacían que más empresarios se sintieran intrigados por lo que posiblemente podría hacer a favor de sus marcas. Los investigadores motivacionales, cuyos servicios eran más solicitados que nunca, ahora estaban decididos a refinar sus métodos y a encontrar formas de aplicar sus descubrimientos a nuevos y distintos problemas empresariales. «Para la mayoría de las compañías la pregunta ya no es “¿Utilizaremos la investigación motivacional?”, sino “¿Cómo podemos utilizar de mejor manera la investigación motivacional?”», dijo un investigador motivacional durante la reunión de 1957 de la ARF, insinuando que junto con las mayores oportunidades venían mayores expectativas de que la técnica obraría magia.98

A pesar de la gresca que el libro de Packard y sus imitaciones crearon, los investigadores tenían una buena razón para sentirse confiados en el futuro de la investigación motivacional. Aunque resultaba difícil tener cifras precisas sobre cuántos proveedores y usuarios de la investigación motivacional existían en 1957, un estudio mostró que en los tres años anteriores ambos se habían duplicado. Algo más alentador fue que la investigación motivacional seguía diseminándose más allá de los productos básicos y los bienes de consumo, y clientes de todas las industrias solicitaban cada vez más estudios. Los investigadores motivacionales estaban obteniendo una reputación particular por ser capaces de identificar las asociaciones negativas que los consumidores tenían en relación con un producto o servicio y luego ofrecer un posicionamiento más ventajoso. GE, por ejemplo, estaba poniendo modelos jóvenes en sus anuncios de cobertores eléctricos después de descubrir a través de la investigación motivacional que muchos consumidores pensaban que su producto era solo para personas de edad avanzada y enfermos (y restó importancia a su electrificación, que a algunos les daba miedo). La oficina de turismo de Nuevo México descubrió a través de la investigación motivacional que muchos estadounidenses consideraban que su estado era caliente, desolado y aburrido, lo cual llevó a los funcionarios de turismo a presentarlo en la publicidad como verde, animado y divertido.99 Igualmente, el Club del Libro del Mes había decidido restar importancia –en lugar de poner énfasis– a cuántos libros recibían los miembros cada año, después de que la investigación motivacional reveló que muchos tenían una sensación de inferioridad por su creciente pila de libros sin leer.100 Con las noticias de semejantes giros extraordinarios recorriendo los negocios, no es de sorprender que cada vez más clientes tuvieran la esperanza de que la investigación motivacional pudiera enmendar su producto o servicio debilitado. Sin embargo, otra clase de persuasión oculta mucho más poderosa estaba a punto de ser revelada al público; una tan aterradora que hizo que la investigación motivacional pareciera totalmente inocente.

NOTAS

1

John P. Sisk, «Freud in a Grey Flannel Suit», America, 10 de agosto de 1957, pp. 480-482.

2

Citado en ibidem, p. 480.

3

Ibidem, pp. 480-482.

4

«Inside the Consumer: The New Debate: Does He Know His Own Mind?», Newsweek, 10 de octubre de 1955, pp. 89-93.

5

Idem.

6

Martin Mayer, Madison Avenue, EEUU, Nueva York, Pocket Books, 1958, pp. 123-124, 238, 242.

7

Ibidem, pp. 221-224, 237-239. Consistente con la teoría freudiana que postula que los sentimientos profundamente arraigados pueden extraerse solo a través de un dolor considerable, en ocasiones ni siquiera una sesión de dos o tres horas era suficiente para obtener la clase de respuestas que Dichter estaba buscando, y esta desafortunada situación forzaba al cliente a adoptar otro rumbo mercadológico.

8

Ibidem, pp. 239-240.

9

Ibidem, pp. 235-238.

10

Ibidem, pp. 244, 247.

11

Ibidem, pp. 247-249.

12

Carter Henderson, «Name Game», Wall Street Journal, 24 de agosto de 1956, p. 1.

13

Idem.

14

Idem.

15

Mayer, Madison Avenue, EEUU, pp. 244-245.

16

Ibidem, pp. 245-246.

17

Vance Packard, The Hidden Persuaders, Brooklyn, N.Y., Ig Publishing, 2007, pp. 51, 119.

18

Ibidem, p. 67.

19

Ibidem, pp. 53, 65.

20

Ibidem, pp. 54, 56.

21

Perrin Stryker, «Motivation Research», Fortune, junio 1956, pp. 144-147 ss.

22

Anuncio desplegado 29, Wall Street Journal, 30 de abril de 1956, p. 7.

23

Anuncio desplegado 9, Wall Street Journal, 9 de noviembre de 1956, p. 3.

24

Anuncio clasificado 5, Wall Street Journal, 30 de abril de 1957, p. 16.

25

Anuncio clasificado 8, Wall Street Journal, 16 de octubre de 1956, p. 18.

26

Stryker, «Motivation Research», pp. 144-147 ss.

27

Newman, Motivation Research and Marketing Management, p. 51.

28

Stryker, «Motivation Research», pp. 144-147 ss.

29

Idem.

30

Anthony Heilbut, Exiled in Paradise: German Refugee Artists and Intellectuals in America from the 1930s to the Present, Nueva York, Viking, 1983, pp. 121-122. La perspectiva de una mujer era, ciertamente, algo raro en el gremio. Había muchas mujeres en posiciones menores en la investigación de mercados, pero muy pocas analistas senior y, probablemente, ninguna directora en las corporaciones importantes. Es más, «en todos los niveles, las tasas de retribución estaban muy por debajo de lo que se les pagaba a los hombres», reportó el New York Times, 30 de junio de 1959, p. 41.

31

Packard, The Hidden Persuaders, pp. 50-51, 55; Mayer, Madison Avenue, EEUU, p. 268. McCann y Y&R, por supuesto, no eran las únicas agencias que entre su personal contaban con científicos sociales. «Una agencia que no puede pagarle por lo menos a un psicólogo interno es una agencia pobre», escribió Spencer Klaw para Fortune en 1961. Los ejecutivos clave en Madison Avenue o el Ad Alley también tenían a menudo cierta preparación académica en psicología (Marion Harper, presidente de McCann-Erickson, por ejemplo, contaba con una licenciatura en el tema por la Universidad de Yale), lo cual creaba un clima organizacional amigable prácticamente hacia cualquier cosa que cayera en el ámbito de las ciencias del comportamiento. Spencer Klaw, «What Is Marion Harper Saying?», Fortune, enero de 1961, pp. 122-126 ss.

32

Mayer, Madison Avenue, EEUU, pp. 69, 220-221.

33

Rena Bartos, Qualitative Research: What It Is and Where It Came From, Nueva York, Advertising Research Federation, 1986, p. 3; Lynne Ames, «Tending the Flame of a Motivator», New York Times, 2 de agosto de 1998, WE2.

34

Stryker, «Motivation Research», pp. 144-147 ss.

35

George Christopoulos, «What Makes People Buy?», Management Review, septiembre de 1959, pp. 5-8 ss. Para principios de la década de 1960, Herzog se había vuelto parte de un pequeño grupo de élite compuesto por ejecutivos de McCann-Erickson libres de deberes administrativos, y cuyo objetivo era enfocarse en la resolución de problemas de alto nivel. Este equipo, que trabajaba bajo el nombre de Jack Tinker and Partners (en honor al exjefe de servicios creativos), estaba felizmente instalado en un lujoso departamento dúplex en el Hotel Dorset en el centro de Manhattan, permitiendo que sus grandes ideas causaran menos impuestos. Klaw, «What Is Marion Harper Saying?», pp. 122-126 ss.

36

«Psychology and the Ads», Time, 13 de mayo de 1957, pp. 51-55.

37

Stryker, «Motivation Research», pp. 144-147 ss.

38

Stryker, «Motivation Research», pp. 144-47 ss.

39

Idem.

40

Joseph J. Seldin, «Market Research Is a Mess», American Mercury, abril de 1957, pp. 19-26.

41

«Motivation Research Requires Review», Christian Century, 3 de abril de 1957, p. 412.

42

Stryker, «Motivation Research», pp, 144-147 ss.

43

«Research Rivals Trade Blows», Business Week, 29 de octubre de 1955, pp. 56 ss.

44

Idem.

45

Seldin, «Market Research Is a Mess».

46

«Inside the Consumer: The New Debate: Does He Know His Own Mind?», News Week, 10 de octubre de 1955, pp. 89-93.

47

Stryker, «Motivation Research».

48

Mayer, Madison Avenue, EEUU, pp. 225, 249-251, 256, 279.

49

Stephen Fox, The Mirror Makers: A History of American Advertising and Its Creators, Nueva York, Vintage, 1984, p. 185.

50

Hugh S. Hardy, ed., The Politz Papers: Science and Truth in Marketing Research, Chicago, American Marketing Association, 1990, pp. 1-2.

51

Ibidem, pp. 4, 10; Mayer, Madison Avenue, EEUU, p. 170.

52

Hardy, ed., The Politz Papers, pp. 4-5.

53

Bartos, Qualitative Research, p. 5.

54

Stryker, «Motivation Research».

55

Hardy, ed., The Politz Papers, pp. 9-10; Mayer, Madison Avenue, EEUU, pp. 185, 253-254, 256-257. Dichter también tenía el hábito de llamar equivocadamente a su hijo pequeño, cuyo nombre era Thomas, Oscar, que era como se llamaba su hermano menor (por diez años), lo cual tampoco hizo que se ganara el cariño de Thomas. Posteriormente, Dichter reprendería a Thomas porque le tomó demasiado tiempo terminar su tesis doctoral (se había unido a los Cuerpos de Paz), diciéndole que él había necesitado tan solo unos meses para hacer la suya, y esto, sin duda, creó una situación con la que cualquier analista freudiano habría hecho su agosto. En cuanto a la afirmación de que era tacaño, Dichter defendía su frugalidad diciendo: «Me tranquiliza», y es un recordatorio de que «si fuera necesario, podría arreglármelas». Thomas no pudo resistir desechar los viejos trajes de Dichter cuando él estaba de viaje, algo que el viejo, de hecho, apreció, porque él no podía hacerlo por sí mismo. En 1979 (cuando Thomas tenía 38 años), Dichter consideró su relación como «ni con mucho perfecta, aunque parece estar mejorando continuamente». Dichter se llevaba perfectamente bien con su hija Susie, dos años menor que Thomas. Ernest Dichter, Getting Motivated: The Secret Behind Individual Motivations by the Man Who Was Not Afraid to Ask «Why?», Nueva York, Pergamon Press, 1979, pp. 1, 11, 51, 55, 130.

56

Daniel Horowitz, Vance Packard and American Social Criticism, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1994, pp. 197, 208, 104.

57

Ibidem, p. 105.

58

«Psychology and the Ads». Construida en 1912, la mansión, en la cual vivieron los Dichter durante varios años, tenía 11 dormitorios y un órgano tubular. Como consideraba que la cochera era un desperdicio de espacio, Dichter la convirtió en una alberca techada, y también instaló una silla elevador con la cual las personas podían moverse entre pisos (ahorrándose el dinero y el espacio necesario para una escalera).

59

Vance Packard, «The Ad and the Id», Reader’s Digest, noviembre de 1957, pp. 118-121.

60

Horowitz, The Anxieties of Affluence, pp. 51-53; Packard, The Hidden Persuaders, p. 67.

61

Horowitz, Vance Packard and American Social Criticism, pp. 133-135, 151.

62

Gilbert Seldes, «What Makes the Customer Tick?», Saturday Review, 1 de junio de 1957, pp. 29-30.

63

«Psychology and the Ads».

64

«College Favorites», Chicago Daily Tribune, 10 de agosto de 1958, F24.

65

Packard, «The Ad and the Id».

66

«Psychology and the Ads».

67

Display Ad 47, Wall Street Journal, 3 de junio de 1957, p. 12.

68

Robert H. Boyle, «Not-So-Mad Doctor and His Living Lab», Sports Illustrated, 24 de julio de 1961, pp. 50-56.

69

Vance Packard, «The Growing Power of Admen», Atlantic Monthly, septiembre de 1957, pp. 55-59.

70

Thomas Cudlik y Chirstoph Steiner, «“Rabbi Ernest”: The Strategist of Desire: A Portrait», en Franz Kreuzer, Gerd Prechtl y Christoph Steiner, eds., A Tiger in the Tank, Ernest Dichter, An Austrian Advertising Guru, Riverside, Calif., Ariadne Press, 2007, p. 92.

71

Horowitz, The Anxieties of Affluence, p. 59; Horowitz, Van Packard and American Social Criticism, p. 162; Dichter y Packard consideraron tener un debate mano a mano, pero la batalla entre los pesos completos jamás ocurrió.

72

«Market Motivator», Los Angeles Times, 1 de noviembre de 1957, A4.

73

Spectorsky, A.C., New York Times, 28 de abril de 1957, p. 3.

74

Harold Lancour, Library Journal, 15 de abril de 1957, 1059; Robert R. Kirsch, «The Book Report», Los Angeles Times, 8 de mayo de 1957, B5.

75

Jerome Spingarn, «The “Manipulation” of Buyers, Voters», Washington Post, 28 de abril de 1957, E6.

76

«Ad Men and the Id», Atlantic Monthly, junio de 1957, pp. 97-98.

77

Charles Winick, Christian Science Monitor, 30 de abril de 1957, p. 9.

78

R.F.H., Springfield Republican, 2 de junio de 1957, 7C.

79

Seldes, «What Makes the Customer Tick?».

80

Leo Bogart, Management Review, julio de 1957, p. 89.

81

Henry Greene, Chicago Sunday Tribune, 12 de mayo de 1957, p. 7.

82

Ernest van der Haag, «Madison Avenue Witchcraft», Commonweal, 29 de noviembre de 1957, pp. 230-232; Henry Greene, «Selling Your Subconscious», Chicago Daily Tribune, 12 de mayo de 1957, G7.

83

Elmo Roper, «How Powerful Are the Persuaders?», Saturday Review, 5 de octubre de 1957, p. 19. Otros críticos consideraban la investigación motivacional como una versión ligera del psicoanálisis e indigna de una herramienta de investigación debido a que su tamaño de muestra era demasiado pequeño. Algunos publicistas de agencias no tenían miedo de expresar sus sentimientos hacia los investigadores motivacionales en términos mucho más duros. Charles Brower, de BBDO, por ejemplo, llamaba a los consultores en investigación motivacional curanderos externos y reductores de cabezas, mientras que Charles Adams, de Mac-Manus, John and Adams, los llamaba figuras freudianas felices (dirigidas por Herr Doktor Dichter). Packard, The Hidden Persuaders, pp. 161, 165.

84

Horowitz, Vance Packard and American Social Criticism, p. 202.

85

Carl Spielvogel, «Advertising: Recession? It’s All in the Mind», New York Times, 19 de marzo de 1958, p. 43.

86

Packard, «The Growing Power of Admen».

87

Idem.

88

Fairfax Cone, «Advertising Is Not a Plot», Atlantic Monthly, enero de 1958, pp. 71-73.

89

Vance Packard, «The Advertising “Plot”», Atlantic Monthly, febrero de 1958, p. 28.

90

Vance Packard, «The Mass Manipulation of Human Behavior», America, 14 de diciembre de 1957, pp. 342-344.

91

Idem.

92

«What Sways the Family Shopper», Business Week, 30 de noviembre de 1957, pp. 46-48 ss.

93

Fairfax M Cone, «Advertising Nefarious? That’s Bunk!», Chicago Daily Tribune, 22 de diciembre de 1957, B4.

94

Lucy Key Miller, «Front Views & Profiles», Chicago Daily Tribune, 5 de noviembre de 1957, A3.

95

Van der Haag, «Madison Avenue Witchcraft».

96

Idem.

97

Guy Shipler, Jr., «The Hidden Reasons Why You Buy a Car», Popular Science, noviembre de 1957, pp. 89-92.

98

«What Sways the Family Shopper».

99

Idem.

100

Seldin, «Market Research Is a Mess».

 


Notas al pie