Dale suficiente cuerda y se ahorcará él mismo.
–Dicho popular que Ernest Dichter
citaba a menudo
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En 1956, después de muchos problemas para hacerse de un buen nombre, la Ford Motor Company pidió a su agencia de publicidad, Foote, Cone and Belding, que le presentara algunas opciones para su nuevo proyecto, el cual era muy especial. Con un nombre codificado, E-Car (donde E quería decir Experimental), este proyecto no era simplemente otro automóvil para Ford. Era, de hecho, el primer auto que introducía la compañía desde 1938, cuando el Mercury hizo su debut, y este tramo de veinte años fue más que suficiente para que los ingenieros y diseñadores pensaran en cómo construir el auto perfecto para el consumidor estadounidense de los años cincuenta. Igualmente, el E-Car no sería un modelo único sino que habría cuatro series diferentes conformadas por un total de 18 autos: en esencia, una compañía automotriz totalmente nueva. Para muchos norteamericanos, lo que llegó a conocerse como el Edsel sería el primer auto realmente nuevo que tendrían oportunidad de comprar después de la guerra, y su introducción fue un acontecimiento importante en la historia de los automóviles.1
No fue una sorpresa que FC&B, que recientemente había conseguido esta gran cuenta, empeñara todos sus esfuerzos en esta nueva tarea, que incluyó pedir a los empleados de sus oficinas de Chicago, Nueva York y Londres que idearan posibles nombres para el automóvil. El empleado que concibiera el nombre ganador, obtendría un E-Car, y semejante premio, sin duda, explicó la cantidad de sugerencias que la agencia recibió. Llegaron no menos de 18 000 nombres, 6 000 de los cuales fueron presentados en orden alfabético a Ford para su consideración en libros bellamente encuadernados, junto con las asociaciones de palabras para cada nombre. Al no saber qué hacer con una lista tan grande, el director de investigación de mercados de Ford, David Wallace, pidió a una compañía de investigación en Ann Arbor que investigara cuáles eran de mayor agrado para el público, y que agregara algunos otros que parecieran resonar con los consumidores. Cuatro nombres –Corsair, Citation, Pacer y Ranger– encabezaron la lista, pero Wallace y un colega que trabajaba en el proyecto, Bob Young, no estaban satisfechos. Nada que estuviera por debajo de un nombre especial para el auto especial sería aceptable.2
Como el camino lógico no había funcionado, Wallace y Young decidieron pedir a alguien que fuera diestro con las palabras pero que no estuviera familiarizado con la industria automovilística que inventara algo mejor. Resultó que la esposa de Young conocía a una muy buena poeta que ella consideraba que se sentiría muy feliz de ayudar. Marianne Moore –cuya Colección de poemas de 1951 le había permitido ganar el Premio Pulitzer, el Premio Nacional del Libro y el Premio Bollingen– se sentía encantada de aplicar su imaginación al proyecto, y se le ocurrieron nombres tan incuestionablemente imaginativos como Utopian Turtletop, Andante Con Moto, Mongoose Civique, Pastelogram, Intelligent Bullet y Bullet Cloisonne. «Nombre tras nombre fueron enviados desde la florida pluma de la señorita Moore, y cada uno llegaba a alturas insospechadas de imaginación poética», escribió Thomas E. Bonsall en su autopsia definitiva del Edsel, «y ninguno de ellos era remotamente apropiado para el E-Car».3
Como ya se acercaba el lanzamiento del producto y, ciertamente, resultaba claro que nombres como Utopian Turtletop no despegarían, Wallace y Young presentaron los cuatro nombres que encabezaban las pruebas de investigación durante una reunión del Comité Ejecutivo, dirigido por Ernest Breech, vicepresidente de la compañía. «No me gusta ninguno», refunfuñó Breech. «Echemos otro vistazo a los demás». Entre los rechazados que fueron considerados por Breech y otros mandamases de Ford se encontraban Drof (Ford escrito al revés), Benson (así se llamaba uno de los hijos de Henry Ford II) y Edsel (el nombre del hijo de Henry Ford, que había muerto a los 49 años en 1943). «Llamémosle así», dijo Breech, refiriéndose al nombre de Edsel, aunque fue aceptado a regañadientes por Henry Ford y por la viuda de Edsel Ford. La desafortunada decisión, que fue tan solo una de las muchas que rodearon al nuevo auto, hizo que el pobre Edsel se retorciera en su tumba para toda la eternidad, pues su nombre quedó ligado para siempre con lo que Bonsall llamó –y que fue utilizado como el título de su libro– un «desastre en Dearborn».4
El Edsel fue una prueba positiva de que, a pesar de su incuestionable progreso, la investigación de mercados aún tenía mucho camino por recorrer. Al dirigirse a un grupo durante una reunión de la Asociación Americana de Marketing que se llevó a cabo en junio de 1957, el gerente de Planificación de Ventas de Edsel se había mostrado optimista frente al nuevo auto de Ford que habría de presentarse en septiembre de ese año. «Tenemos razones para creer que el ánimo de compra del consumidor será bueno al momento de la presentación», dijo a sus colegas, pensando que la meta de la compañía de vender al menos 200 000 Edsels durante el primer año era fácilmente alcanzable. Gran parte de la confianza del orador tenía que ver con la enorme cantidad de investigación de mercados en la que había invertido Ford; mucho más, de hecho, de lo que alguna vez se hubiera invertido en cualquier producto nuevo. Durante los diez años anteriores, la compañía había hecho pasar al Edsel por todos los pasos de la investigación, explorando cada factor concebible –económico, psicológico, estilístico, etcétera– que pudiera afectar la buena relación del auto con los consumidores. Se dice que la Ford tomó no menos de 4 000 decisiones separadas al diseñar y construir el coche, y que la compañía había gastado la gigantesca cantidad de 250 millones de dólares para hacer que el Edsel fuera una realidad.5
No obstante, seis meses después de la presentación del Edsel, el proyecto consentido de Ford había perdido gran parte de su fuerza. Las ventas eran muy desalentadoras y parecía muy poco probable que Ford pudiera alcanzar siquiera la mitad del mínimo que se había planteado como meta para su primer año. Las campañas de publicidad para el nuevo auto parecían cambiar mes con mes, y la compañía estaba otorgando a sus distribuidores 300 dólares extra por cada Edsel que pudieran sacar de sus atiborrados lotes. El Edsel estaba resultando ser el mayor fracaso desde Fat Man and Little Boy [que en Latinoamérica llevó el título de Arma secreta y en España, Creadores de sombras], cuyo nombre estaba en vías de volverse sinónimo de una metida de pata de proporciones épicas en el terreno del marketing.6
¿En que se equivocó Ford con el Edsel? ¿Cuáles de las 4 000 decisiones que supuestamente tomaron los gerentes y diseñadores fueron, vistas en retrospectiva, decisiones equivocadas? Los críticos se apresuraron a dar algunas respuestas, culpando a un elemento en particular de las calamidades de Ford: una investigación de mercados defectuosa. «Un aborigen en la parte más oscura de Australia no podría haber hecho una proyección económica y de marketing más incorrecta», dijo en marzo de 1958 uno de los críticos más vociferantes, Ed (E.B.) Weiss, que ahora era director de mercadotecnia en Doyle Dane Bernbach, y quien estaba en desacuerdo con muchas de las conjeturas de Ford basadas en las investigaciones. Las investigaciones habían llevado a Ford por el mal camino con el Edsel, pensaba Weiss, y dijo que a Ford le había ido muy bien con su Modelo T sin haber llevado a cabo un solo estudio de mercado. Los comercializadores como Ford claramente tenían que hacer un mejor trabajo a la hora de «convertir las encuestas en ventas», como había expresado Nation’s Business –creían Weiss y otros– y no simplemente llevar a cabo investigaciones por el simple hecho de hacerlas.7
Con tantas culpas que sortear, especialmente en lo relacionado con la investigación de mercados, no era de sorprender que a la investigación motivacional se le asignara un papel estelar en el desastre de Dearborn. «El subsecuente fracaso del Edsel haría retroceder veinte años la causa de la investigación motivacional en Detroit», escribió Bonsall. Wallace mandó traer tanto al Departamento de Investigación de Pierre Martineau en el Chicago Tribune como al equipo de Lazarsfeld en la Oficina de Investigación Social Aplicada en Columbia. Este último llevó a cabo 1 600 entrevistas en profundidad con compradores de autos en Peoria, Illiniois, y en San Bernardino, California.8 Lo que Wallace estaba buscando eran brechas en el mercado desde el punto de vista de la imagen; él quería determinar qué marca de auto otorgaba qué clase de estatus y si había algún gran hueco que el E-car pudiera llenar. «Fue casi sociología pura», recordó Wallace, y estos análisis competitivos basados en la investigación motivacional fueron considerados esenciales para ayudar a decidir cómo debía ser posicionado y publicitado el Edsel.9
¿Qué resultado arrojó toda esta investigación? «El Edsel es el auto para el joven ejecutivo en ascenso», reportó Wallace, y la elegancia y la clase del auto son la razón por la que los jóvenes ejecutivos lo elegirían por encima de los Pontiac y los Dodge (dirigidos sobre todo a la clase trabajadora), el Chevrolet (muy aburrido) y otros modelos Ford (demasiado atrevidos). Sin embargo, el Edsel competiría directamente con el Oldsmobile, el cual, según habían mostrado las investigaciones, era el automóvil actual de elección para el hombre adulto joven aventurero. «Nuestro personal de investigación consideró que esta era la mejor investigación que habían visto», dijo Fairfax Cone, director de FC&B. La inmensa cantidad de información obtenida de los consumidores era verdaderamente impresionante. Sin embargo, Cone no pudo resistir hacer una transformación crucial y muy significativa a lo que él llamo la prescripción de Wallace, cambiando el público meta del joven ejecutivo a la familia de clase media, con la esperanza de atraer grandes ventas para su cliente. Visto en retrospectiva, este cambio resultaría uno de los muchos que haría que los consumidores se preguntaran a quién estaba dirigido realmente el auto y por qué deberían comprarlo, pues el posicionamiento de que el Edsel era todo para todas las personas, de hecho estaba reduciendo considerablemente su atractivo. En esencia, tan solo al agregar lo que las personas decían que querían en el auto ideal y dárselo, Ford descubrió de forma dolorosa que mucho podría significar menos.10 El Edsel jamás se recuperaría de su imagen de marca desdibujada y ambigua, un caso clásico en el que una buena investigación lleva a una mala toma de decisiones.
Aunque, por mucho, fue el peor ejemplo de una buena investigación que salió mal, el Edsel formaba parte de un problema aún mayor. Muchas personas estaban apareciendo de la nada para criticar la investigación de mercados a finales de la década de 1950, y la mayoría decían que la visión y la intuición eran más valiosas en lo tocante a las decisiones de negocios. «La investigación de mercados es un desastre», había observado Joseph J. Seldin en el American Mercury en 1957, pues creía que los empresarios estaban tirando a la basura millones de dólares por «nada más que corazonadas, conjeturas y opiniones, respaldadas por páginas y páginas de estadísticas» que se presentaban y se tomaban como si se tratara del evangelio. Difícilmente era Seldin el único que pensaba que la investigación de mercados era un manojo de tonterías, pues la actividad era cada vez más atacada por académicos destacados. La investigación estaba siendo «enormemente sobrevalorada», opinaba John E. Jueck, decano de la Escuela de Negocios de la Universidad de Chicago, quien consideraba que no se trataba más que de «una mezcla de estadísticas de libro de cocina». Por más que quienes se encontraban en el mundo de los negocios creían o deseaban que la investigación de mercados fuera una ciencia, no lo era, y no podía serlo –consideraba Jueck–. A lo mucho, era prima lejana de un campo cuyos métodos podían ser probados.11
Las causas del desastre en la investigación de mercados eran muchas, señalaban los críticos. Las malas prácticas –tales como cambiar la edad o el género de los encuestados con el fin de llenar la cuota de muestras– eran comunes, lo mismo que el hábito ocasional de los entrevistadores de completar ellos mismos grandes cantidades de encuestas (pues sentían que tenían una buena percepción de cuáles serían las respuestas reales, ahorrándole a todo el mundo mucho tiempo y esfuerzo). Otra queja por parte de los críticos de la investigación de mercados era que los investigadores acudían al mismo pozo con demasiada frecuencia. «Una buena parte de las encuestas de este país se basan en resultados de una muestra enormemente sobrecargada y endogámica de mujeres estadounidenses inactivas», alegaba Paul Gerhold, director de Investigación de FC&B, ¡y vaya que sabía de lo que hablaba! Las mediciones de audiencias –ya sea a través de entrevistas telefónicas, bitácoras (diarios) de espectadores o radioescuchas, recorridos casa por casa o monitoreo electrónico– también fueron criticadas abiertamente ya que, de alguna manera, tenían defectos.12
Ed Weiss –quien parecía estar disfrutando de la paliza y la quemazón que estaba recibiendo el Edsel debido a que se había utilizado demasiada investigación en él– creía firmemente que la intuición era superior a la «palabrería pseudocientífica» a la que estaban atados la mayor parte de los publicistas.13 «No creo que la investigación de mercados valga un solo centavo», opinaba también Benedict Gimbel Jr., presidente de WIP-FM, una estación de radio de Filadelfia. Su opinión era que los empresarios se habían convencido de que estaban trabajando en un ámbito científico cuando no era así. El crédito que los investigadores de mercados habían recibido por ayudar a convertir a Marlboro en una marca popular al emascularla molestaba particularmente a Gimbel. «Todo lo que tenías que hacer era entrar a unos cuantos restaurantes y ahí verías que más mujeres que hombres estaban fumándolos», afirmaba Gimbel, y no era necesario un estudio de investigación para decir a los ejecutivos corporativos que Marlboro era –según sus palabras– un cigarro «afeminado». (Muchos hombres cambiaron a marcas con filtro después de que se reveló que los cigarros provocaban cáncer, y esto tuvo mucho que ver con la decisión de regenerizar la marca Marlboro). Sin embargo, la recomendación de los investigadores a Leo Burnett –su agencia oficial– de que diera a la marca una imagen masculina mostrando un hombre con tatuajes en sus anuncios ya se había convertido en sabiduría popular en la publicidad, algo que hizo enfurecer a Gimbel. En lugar de proseguir con semejantes estudios científicos, Gimbel consideraba que la clave para el éxito en marketing era tener «una sensación de lo que venderá» junto con «una sensación de cuándo venderlo», sin «ninguna investigación o conjunto de principios [que puedan] reemplazar estos dos activos primordiales». «Jueguen con sus corazonadas; confíen en sus instintos», aconsejaba a los publicistas, y «no tengan miedo de depender de la más grande computadora de todas: el cerebro humano».14
Menos mordaces, pero igualmente apasionadas fueron las palabras que pronunció Donald R. Longman, director de Investigación de J. Walter Thompson, durante una reunión de la AAAA en 1958. Longman insinuó que la intensa competencia que estaba dándose en Madison Avenue por obtener clientes estaba llevando a una «evidencia científica que no existe», una acusación audaz que, sin duda, hizo que los asistentes intercambiaran miradas nerviosas. El «trabajo llamativo y vendible» que parecía investigación verdadera pero que era defectuosa o débil era lo que estaba corrompiendo el campo –pensaba Longman–, una tendencia perturbadora y peligrosa para todas las partes involucradas. «Es tiempo de hacer una reevaluación con el fin de traer de vuelta los fundamentos de la investigación», dijo a sus colegas, preocupado –y con razón– porque la investigación estuviera perdiendo rápidamente mucha de su credibilidad.15 Mientras tanto, Andrew Heiskell, editor de Life, regañó a la gerencia por su «profunda falta de entendimiento y mal uso de la investigación de mercados», creyendo que eran ellos quienes principalmente tenían la culpa. Ya sea que «desearan evadir su responsabilidad en la toma de decisiones» o simplemente se tratara de «mera holgazanería» –consideraba Heiskell–, la gerencia debía ser culpada por el desastre que era la investigación de mercados. ¿Podría arreglarse ese desastre?16
Arreglar la investigación de mercados significaría poner orden en la parte más desordenada de la actividad: la investigación motivacional. Con el fiasco de Edsel y el susto de la publicidad subliminal haciendo que la investigación motivacional fuera más controvertida que nunca, quienes trabajaban dentro o alrededor de ella reconocieron la necesidad de tener una perspectiva fresca y lo más objetiva posible frente a esto que estaba provocando tantos problemas. Advertising Agency Magazine, el pariente más débil de la revista oficial del gremio, Ad Age, hizo precisamente eso en su primer número de 1958, intentando dejar las cosas en claro de una vez por todas en un artículo titulado «You Can’t Escape MR». «A pesar de que muchos escritores y sensacionalistas a los que solo les importa el dinero desean hacer creer al público que los misterios de lo oculto y las manipulaciones de la mente son lo que envuelve a la motivación, este tipo de estudio se está utilizando en más y más cuentas por parte de cada vez más y más agencias destacadas de publicidad, con y sin la petición o incluso el conocimiento de sus clientes», comenzaba el artículo. La revista había descubierto a través de una «intensa investigación» que la investigación motivacional era tan común en Madison Avenue como la corbata de moño. «El sexo, el simbolismo y el sensacionalismo», decía el artículo, ciertamente estaban ocupando los titulares en lo referente a la investigación motivacional, pero la auténtica verdad era que la técnica era una forma sensata e incluso lógica de guiar la planeación de mercados y de inspirar a los individuos creativos. Sin duda, la terminología pseudotécnica estaba impidiendo que la investigación motivacional alcanzara su potencial pleno, según descubrió también la revista después de hablar con algunos publicistas. La falsa percepción de que podía ser una panacea para todos los problemas de marketing era otro elemento que estaba dañando más que ayudar. (Algunas agencias incluso evitaban la etiqueta de investigación motivacional, pues creían que el término motivación inmediatamente levantaba sospechas. FC&B, por ejemplo, prefería utilizar el término de estudios sobre el uso de la actitud). La investigación motivacional «no es ni más ni menos que una investigación que está dedicada a obtener las mejores respuestas posibles a la pregunta: «¿Por qué las personas se comportan como lo hacen?», propuso Lyndon Brown, director de Medios, Marketing e Investigación en Dancer Fitzgerald Sample, una definición de la investigación motivacional tan buena como la que cualquiera podría elaborar.17
Al darse cuenta también de que la controversia sobre la investigación motivacional estaba llegando a su punto más alto en 1958, dos profesores de la Universidad de Illinois quienes, sin duda, habían asistido al simposio de 1955 en la universidad, Robert Ferber y Hugh G. Wales, reunieron una serie de ensayos escritos por profesionales de primer nivel en el campo y los publicaron en un libro: Motivation and Market Behavior [Motivaciones del consumo en el mercado]. La originalidad del libro consistía en que incluía ensayos escritos tanto por personas que apoyaban la investigación motivacional –incluyendo a Dichter, Martineau y James Vicary, con un poco de retraso– como por quienes no la apoyaban, particularmente Alfred Politz y L. Edward Scriven, de A.J. Wood and Company. El libro sirvió, y sigue sirviendo, como una buena cápsula del tiempo de opiniones relacionadas con la investigación motivacional en su momento de apogeo, capturando la pasión que tenían hacia el tema, de una forma u otra, quienes estaban vinculados a la investigación de mercados.18
Aquellos que se sentaban a horcajadas en la cerca de la investigación motivacional también fueron invitados a contribuir con el libro como voces de la razón en un debate que seguía siendo acalorado. Por ejemplo, Charles Cantrell, el famoso psicólogo que ahora trabajaba en el Centro de Investigaciones por Encuestas George Katona de la Universidad de Michigan, despejó las dudas al recordar a los lectores que durante mucho tiempo la motivación había sido un área de interés en muy diversos campos, y que el marketing y la publicidad apenas habían descubierto el concepto o, quizás, simplemente, el término. Los psicólogos –ya sean psicólogos sociales como Kurt Lewin, los psicólogos clínicos o los que trabajaban en laboratorios– estaban especialmente convencidos de que todo el comportamiento humano ocurre por una razón, haciendo que la motivación ocupara un lugar preponderante en su pensamiento. Era inevitable que los publicistas acudieran a la psicología para tratar de explicar las razones por las que los consumidores se comportaban como lo hacían, pensaba Cantrell. Él era un fiel creyente en la investigación motivacional siempre que los empresarios entendieran las teorías que estaban detrás de las técnicas (algo que, en definitiva, no debería darse por sentado).19
En su ensayo, Wroe Alderson, socio en Alderson and Sessions, hizo un señalamiento muy necesario de que aunque el conductismo de Watson había sido una teoría perfectamente apropiada en la publicidad una generación atrás, la idea de que los consumidores eran una página en blanco que demandaba una repetición masiva e interminable resultaba ahora exageradamente simplista e inadecuada como plataforma estratégica. Como ocurre con el vino y el queso, quizá, los estadounidenses con gustos más exigentes recurrían a Europa para conocer variedades de psicología más interesantes y complejas con el fin de utilizarlas en sus planes de publicidad y marketing. Alderson también hizo un gran favor a todos rastreando el origen de la investigación motivacional hasta las dos principales escuelas de las cuales él creía que había surgido, la psicología Gestalt y el psicoanálisis, y mostró cómo estas corrientes de pensamiento habían encontrado un hogar acogedor en los Estados Unidos, especialmente dentro del mundo de los negocios. Ya sea que se inclinara hacia el énfasis de la Gestalt en la mente consciente, la toma racional de decisiones y la conducta dirigida a metas, o hacia los impulsos instintivos y el papel dominante del inconsciente en el psicoanálisis, la psicología europea era una piscina mucho más rica donde los publicistas podían zambullirse, comparada con las aguas superficiales del conductismo estadounidense.20
Por supuesto, nadie en el mundo estaría más de acuerdo con eso que Ernest Dichter, quien también contribuyó con un ensayo al libro (basado en la charla que había dado durante el simposio de 1955). No es de extrañar que Dichter hiciera una defensa vigorosa de las técnicas de investigación de mercados basadas en la psicología, pues solo estas (frente a la estadística) eran capaces de llevar –según expresó– «a un entendimiento y a una comprobación científica de las verdaderas causas de la conducta humana en el mercado». Mientras la investigación descriptiva podía decir a alguien cómo fue que muchas personas hicieron algo, la investigación diagnóstica revelaría por qué ocurrió lo que ocurrió, y era verdaderamente útil a la hora de predecir la conducta futura del consumidor. «Estudiar las motivaciones humanas no es distinto al problema de Herodoto de estudiar la razón por la que se desbordaba el Nilo», escribió en un clásico estilo dichteriano. El investigador motivacional del siglo XX d.C. guardaba un parecido con el griego del siglo V a.C., reconocido como el primer historiador en reunir materiales de forma sistemática, poner a prueba su precisión y organizarlos en una narrativa cautivadora. En otras palabras, al enfocarse en la interpretación y no en la simple observación o en los hechos carentes de sentido, los investigadores motivacionales simplemente estaban mejor equipados para encontrar las respuestas correctas a casi cualquier pregunta que involucrara el comportamiento humano. Las ciencias sociales estaban lejos de ser perfectas, y una buena investigación motivacional requería disciplina, concluyó Dichter, aunque solo un verdadero entendimiento del comportamiento presente de los consumidores podría ayudar a los publicistas a descubrir por qué sus propios ríos se habían desbordado.21
En su ensayo, Martineau también respaldaba plenamente el uso de un enfoque psicológico con el fin de obtener nuevas revelaciones sobre la estrategia de marketing, argumentando que el énfasis de la investigación motivacional en la personalidad de los consumidores no significaba que las consideraciones económicas –que a menudo eran el foco de atención de la investigación tradicional– tuvieran que eliminarse de la ecuación. Cuando se llevaba a cabo de forma competente, la investigación motivacional abría caminos de pensamiento que, de otra forma, permanecerían cerrados, ilustró Martineau a través de un estudio de caso en la categoría de automóviles, llevado a cabo por la SRI, repitiendo el llamado persuasivo de Dichter de llevar la psicología a la research mix.22
Sin embargo, igualmente convincente resultó el par intelectual de Dichter y Martineau, Alfred Politz, cuyo ensayo incluido en el libro era «una poderosa crítica hacia la validez de los métodos psicológicos según se aplican en la investigación mercadológica», tal y como los editores lo describieron. Politz no solo insistía en la necesidad de hacer cuantificación, sino que también argumentaba que lo que constituía la esencia misma de la investigación motivacional –la entrevista en profundidad y las técnicas proyectivas– eran metodologías profundamente defectuosas en lo referente a comprender el comportamiento del consumidor. Freud no reconocería la entrevista en profundidad como auténticamente psicoanalítica, aunque su vida dependiera de ello, insinuaba Politz, y las aproximadamente tres horas que pasaban juntos el entrevistador y el entrevistado no eran, ni con mucho, suficientes para que los pensamientos que residían en lo profundo del inconsciente emergieran. Curar una neurosis era una proposición del todo distinta a identificar las motivaciones del consumidor, sostenía razonablemente Politz, quien veía la investigación motivacional como una buena herramienta de preinvestigación para desarrollar ideas y corazonadas, pero era una mala manera de poner a prueba hipótesis firmes.23
Edward Scriven hizo el papel de rudo en Motivation and Market Behavior, logrando que la crítica de Politz hacia la investigación motivacional pareciera una palmadita en la mejilla. Durante los años previos, Scriven, junto con sus colegas en la agencia de publicidad A.J. Wood, con sede en Filadelfia, tuvieron la misión de aplastar a la investigación motivacional como si se tratara de un bicho, plenamente convencidos de que todo el asunto era, en palabras que no me atrevería a parafrasear, una «mezcolanza de galimatías». Incluso la frase «investigación motivacional» estaba equivocada, pensaba Scriven. «Análisis motivacional» era una mejor selección de palabras, si es que había necesidad de utilizarlas. Temiendo que se los etiquetara de anticuados y, posiblemente, los obligaran a jubilarse, muchos investigadores de mercados fueron, en esencia, forzados a utilizar la investigación motivacional –argumentaba– mientras que los ejecutivos de marketing eran timados por psicovendedores superficiales, algo muy parecido a la manera en que las buenas personas de River City, Iowa, fueron estafadas por Harold Hill (The Music Man1* había empezado a proyectarse a unas cuantas cuadras de Madison Avenue, por si no fuera suficientemente raro). Utilizar la psicología para comprender la conducta del consumidor de hecho era bueno, pero «intentar aplicar los métodos del psicólogo clínico a la investigación mercadotécnica era irracional y estaba destinado al fracaso», señaló Scriven, con lo cual quería decir que gran parte –si no es que toda la investigación motivacional– debía ser sacada del pueblo como un estafador que estuviera tratando de vender algo que nadie quería ni necesitaba realmente.24
Como cada facción creía plenamente que sabía mejor cómo obtener respuestas por parte de los consumidores, los cualitativos y los cuantitativos parecían estar al borde de la colisión. Unos meses después de que se publicara Motivation and Market Behavior, un elenco estelar de investigadores de mercado se reunió en Chicago para debatir los pros y contras de la investigación motivacional, con una multitud de más de 350 personas apiñadas en el taller patrocinado por Advertising Edge. En el panel de discusión, moderado por Steuart Britt (que ahora no solo era profesor universitario en el noroeste del país, sino editor en jefe del Journal of Marketing), se encontraban Ernest Dichter, Burleigh Gardner, Alfred Politz y el académico Richard Crisp, hombres de tan alta reputación en el gremio que un observador se refirió a ellos como Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Politz inició con una salva de bienvenida en contra del término investigación motivacional, pensando que la investigación era más una técnica especial y, así, debería ser lingüísticamente degradada (Britt estuvo de acuerdo, y sugirió el término técnicas proyectivas). El reclamo de Crisp tenía que ver más con la tendencia de los usuarios a decir que la investigación motivacional era nueva, cuando ya había estado en circulación de una u otra forma por veinte años; mientras tanto, Dichter y Gardner trataron de desestimar semejante insignificancia y recordaron a todos que la técnica simplemente era una herramienta útil para comprender el comportamiento humano. Por el momento, la batalla entre los cerebritos estaba empatada.25
El creciente antagonismo entre los investigadores tradicionales de mercados y la investigación motivacional era comprensible, dado que quienes estaban versados en la técnica habían logrado invadir la profesión en menos de una década. La reputación de la que gozaban los investigadores de mercados de saber qué preguntas plantear, cómo hacerlas y cómo comprender las respuestas era particularmente molesta, pues se consideraba que sus talentos indagativos estaban mucho más allá de la zona de confort de muchas personas que simplemente sabían a quién preguntar. «Los clientes sienten la frescura y vitalidad de las respuestas a las nuevas y penetrantes preguntas de los investigadores motivacionales», dijo Printer’s Ink en 1958. El romance de los negocios estadounidenses con la técnica sofocó la mayor parte de los quejidos de los críticos. A pesar de las fallas evidentes de la investigación motivacional –raramente era sistemática, a menudo era ambigua, y en ocasiones simplemente se trataba de una pérdida de tiempo y dinero–, los clientes seguían considerando que los descubrimientos eran, cuando menos, estimulantes y provocativos. «Los seguidores de la IM tienden a poner su fe en el hecho de sondear las profundidades de la psique, exponer los principales impulsos del inconsciente, acceder a los poderes irracionales que arrasan con las decisiones meramente conscientes como si se tratara de un montón de paja», describió la situación Printer’s Ink de una forma un tanto poética.26
Debido a que en general se percibía que la investigación motivacional tenía la capacidad de llegar adonde la investigación de mercados no había llegado antes, la primera siguió floreciendo a finales de los cincuenta a pesar de la intensa lucha al interior del gremio. De hecho, las agencias de publicidad que no seguían los caminos trillados, ahora parecían estar recibiendo únicamente noticias de la investigación motivacional. Habían llegado tarde a la fiesta pero, de cualquier forma, estaban intrigadas. Todavía a finales de la década, Advertising Agency Magazine frecuentemente recibió cartas como esta, procedente de una firma de la parte noroeste del Pacífico, la cual se preguntaba si no era demasiado tarde como para subirse al tren de la acción psicológica:
Estamos un tanto inquietos por todo esto que se habla acerca de la investigación motivacional, la publicidad subliminal y ese tipo de cosas. Sentimos que en nuestra región no sabemos mucho sobre psicología. ¿Deberíamos hacer un esfuerzo por estudiar el tema? ¿Consideran ustedes que los clientes están buscándola? Y, por otra parte, ¿qué tanto consideran que deberíamos saber al respecto?
–AGENCIA DE OREGON.27
Un estudio realizado por State Farm Insurance mostraba por qué la investigación motivacional era más que autónoma, ilustrando cómo el uso de técnicas indirectas y proyectivas a menudo arrojaba una serie de descubrimientos completamente distintos a los obtenidos en la investigación tradicional. Además de su estudio de investigación motivacional, State Farm llevó a cabo una encuesta estándar de mercado, la cual mostró información ciertamente importante. Por ejemplo, la compañía descubrió que los consumidores estaban menos conscientes de sus tarifas bajas que lo que los ejecutivos pensaban; que los esposos tomaban las decisiones de compra en lo referente al seguro de los autos y que una gran parte de los clientes dejaban que sus pólizas expiraran porque simplemente no tenían dinero suficiente para renovarlas.28
Sin embargo, un estudio de investigación motivacional que llevó a cabo State Farm puso al descubierto un conjunto muy diferente de revelaciones. La compañía descubrió que los seguros eran paternalistas, lo cual significaba que los emisores de pólizas desempeñaban un papel un tanto paternal con los clientes; que los seguros estaban cargados de ansiedad, porque comprar una póliza parecía implicar que se admitía que algo podía salir terriblemente mal; que los seguros eran un tanto mágicos, pues el simple acto de comprarlos servía como herramienta de protección; que los seguros empoderaban, pues permitían a los clientes controlar el futuro de algún modo, y que los seguros eran un desperdicio, pues por lo regular nada malo ocurría y, por tanto, la persona estaba tirando su dinero a la basura. State Farm terminó combinando algunos de los descubrimientos obtenidos a partir de la encuesta (tarifas bajas) con los del estudio de investigación motivacional (soporte emocional) en una nueva campaña de publicidad, y también utilizó la investigación motivacional para capacitar a sus agentes y ajustadores en el tema de las relaciones humanas. Mezclar los descubrimientos de la investigación tradicional y no tradicional era exactamente la clase de enfoque yin-yang con el que soñaban los expertos del ramo.29
Otros publicistas probaron cómo el hecho de combinar la investigación motivacional con el conteo de narices podía llevar a resultados sinérgicos. La Oficina Panamericana del Café había realizado una gran cantidad de investigaciones de mercado para comprender de mejor manera las actitudes de los estadounidenses hacia el café, pero fue un estudio de investigación motivacional el que arrojó la mayor cantidad de luz sobre las posibilidades de la bebida. Una primera ronda de entrevistas en profundidad se llevó a cabo con una barra libre de café; a los encuestados se les pidió que describieran todo, desde cuáles eran sus sentimientos hacia una taza de café (antes y después de beberlo) hasta historias personales sobre la mejor taza de café que he tomado en mi vida. Una segunda ronda de entrevistas de investigación motivacional se adentró en las áreas de oportunidad identificadas en la primera ronda, después de lo cual los investigadores cuantificaron sus descubrimientos mediante un cuestionario. Ya que su copa rebosaba con revelaciones, la Oficina se deshizo de su posicionamiento de coffee break con el fin de convertir su producto –según aconsejó el reporte de los investigadores– en una bebida emocionante. Una nueva campaña de publicidad presentaba al café como parte de un estilo de vida aventurero, incluso glamoroso –muy lejos de la imagen que tenía de no ser muy saludable–, y la bebida se transformó en un producto positivo, amigable con la vida. ¡Olé!30
Estos estudios eran tan solo una gota en el mar de la investigación motivacional, ya que la técnica obtuvo mayores ganancias a pesar de –o debido a– las revelaciones de Vance Packard y la histeria por la publicidad subliminal. El público pudo haberse sentido intranquilo por el hecho de que los investigadores se entrometieran en su inconsciente colectivo, pero quienes más importaban –los clientes– estaban listos para el trabajo de la investigación motivacional. Los investigadores motivacionales muy bien pudieron haberse retirado o haber bajado la cortina por temor a un mayor antagonismo con el público y los medios, pero, en su lugar, continuaron a la ofensiva, sacando plena ventaja del mayor conocimiento que se tenía de su técnica. Una firma de investigación motivacional afirmó en 1958 que ya había ayudado a varias agencias de publicidad con nueve cuentas importantes al señalarles que las actuales campañas de los publicistas eran, en términos psicológicos, defectuosas, lo cual constituía la clase de argumento que les ayudaría a conseguir aún más clientes.31 Los veteranos de las agencias, quienes esperaban que la investigación motivacional simplemente resultara una moda pasajera, estaban desilusionados. «El publicista del pasado, quien llevaba su oficina en el sombrero y se ponía a pensar estando de pie, a menudo en un bar», siguió sintiéndose desconcertado por el ejército de personas con doctorados que había en las agencias de publicidad –según reportó el Washington Post en 1959–, un tanto amargado porque sus impresionantes capacidades para beber, su habilidad para escoger una corbata apropiada y su toque especial para enviar una orquídea a la esposa de un cliente ya no resultaban relevantes.32
Para finales de la década de 1950, incluso algunos clérigos aceptaron la idea de que, si no se puede derrotar a la investigación motivacional, ¿por qué no utilizarla? El reverendo R. Dean Goodwin, director de Comunicación de la Convención Bautista Norteamericana, creía justamente eso, pues veía la investigación motivacional como una forma ideal de presentar a su Iglesia ante los consumidores de la religión. Después de observar que muchos vendedores de café habían decidido poner su producto en un empaque café, basándose en las preferencias de los consumidores, Goodwin se preguntó: «¿De qué color deberían ser las paredes de la iglesia? No lo sé». La respuesta correcta a esa pregunta (igual que lo referente al color de los himnarios y los cojines de los asientos) –pensó– residía en la investigación motivacional. En una escuela de Nebraska, Goodwin había hecho la prueba de poner la ofrenda al final del servicio, y las contribuciones aumentaron, lo cual hizo que se interesara aún más en las revelaciones que podrían obtenerse si se sondeaba el inconsciente de las personas. Goodwin parecía estar siguiendo el ejemplo del publicista Bruce Barton, quien unos treinta años atrás, en The Man Nobody Knows [El hombre a quien nadie conoce], sugirió que Jesucristo era, primordialmente, un extraordinario vendedor. Goodwin incluso estaba abierto a la idea de poner lecciones bíblicas en las envolturas de los chicles si eso hiciera que más personas quisieran ir a la iglesia, pensando que lo sacro podía aprender una que otra cosa de lo secular en lo que respecta a promocionar un producto o servicio.33
El boom de la investigación motivacional a finales de la década de 1950 también fue resultado de que se hubieran descartado gradualmente algunas de las afirmaciones que Packard y otros críticos hicieron. Por ejemplo, cuando escribía para el Harvard Business Review en 1958, Raymond A. Bauer aseguró a los lectores que no había razón para sentir pánico, y que los aspectos más sensacionalistas de la investigación motivacional habían sido exagerados enormemente. La conmoción por la investigación motivacional no difería mucho de la que se presentó una generación atrás, cuando muchos pensaban que personas como George Creel y Ivy L. Lee tenían poderes especiales y de algún modo podían manipular a los medios masivos para beneficio de sus integrantes. La psicología moderna simplemente no permitía que unas personas controlaran a otras, argumentó Bauer; después de todo, los supuestos controlados eran tan inteligentes como los controladores. «A medida que los persuasores se vuelven más sofisticados, ocurre lo mismo con las personas que han de ser persuadidas», explicó, y nuestra capacidad de filtrar la propaganda había avanzado un largo trecho desde el inicio de las transmisiones (de radio) en los años veinte. El miedo a ser manipulados por los integrantes de Madison Avenue –sin estar conscientes de ello– al apelar a motivos profundamente arraigados, era infundado, porque los consumidores tienen el poder de resistirse a las técnicas de persuasión tanto a nivel consciente como inconsciente; este mecanismo de defensa de como veo doy era una herramienta invencible. «Los persuasores ocultos están hechos de paja», insistía Bauer, y no había motivo para alarmarse de que el libro de Orwell, 1984, hubiera llegado un cuarto de siglo antes.34
Aun si estuvieran hechas de paja, según algunos investigadores de mercados, las formas ocultas de la propaganda estaban haciendo más daño que bien a la profesión. Daniel Yankelovich, vicepresidente de Nowland and Company a finales de los cincuenta, fue uno de los que criticó de forma más abierta la investigación motivacional, pues pensaba que simplemente abonaba a la confusión y la sospecha por parte del público en lo relacionado con el marketing y la publicidad. Yankelovich resintió fuertemente el que la profesión que había elegido fuera acusada de hechos siniestros, específicamente de utilizar la técnica psicoanalítica con el propósito de controlar la mente de los consumidores. «Al público se le presenta la idea de una alianza entre manipuladores de símbolos e investigadores de las profundidades», escribió en 1958, denunciando que la investigación motivacional y su secuaz, la publicidad subliminal, fueran acusadas de adoctrinar a los consumidores para que desearan cosas que, de otra manera, no les interesarían.35
Algunas ideas que habían salido de la investigación motivacional y habían entrado en las conversaciones casuales de las reuniones –obviamente influenciadas por la psicología freudiana– probaron, quizás, el argumento de Yankelovich. Los estadounidenses mascábamos chicle –decía un reporte de investigación motivacional sobre la comida– porque éramos «una nación de lactantes frustrados–, y el hábito era «una válvula de seguridad para los impulsos relacionados con el placer que tiene el niño al succionar». La sopa era todavía más regresiva, pues llevaba a quien se la comía de vuelta al útero, puesto que emulaba las «sensaciones prenatales de estar rodeado por el líquido amniótico en el vientre de nuestra madre». Una mujer le prepara un pastel a su esposo no porque al hombre le guste lo dulce, sino, más bien, como un acto simbólico de dar a luz (lo cual llevó a Yankelovich a bromear: «¡Que no les sorprenda si los pobrecitos se molestan mucho cuando el pastel se cae!»). Yankelovich (quien resultaría ser uno de los primeros investigadores de mercado en la historia a través de su monitoreo del zeitgeist* estadounidense) pensaba que semejantes interpretaciones no solo eran ridículas («el lenguaje del psicoanálisis, inventado y desarrollado para lidiar con los problemas emocionales de carácter neurótico, no puede aplicarse con semejante negligencia al consumo de productos», escribió), sino que también estaban provocando un grave daño a la reputación de la investigación de mercado y de sus clientes. «El gran problema del campo de la investigación de mercado es que su verdadero potencial generalmente se subestima y se malentiende», sentía, esperando que toda esta «conversación obsoleta» fuera sofocada de modo que la profesión pudiera manifestar su verdadero potencial.36
Sin embargo, la mayoría de los publicistas creía que la investigación motivacional era mucho más que conversación obsoleta. Gran parte de la comunidad empresarial no pensaba que la investigación motivacional tuviera algo malo, pues la consideraban, simplemente, otra herramienta más –aunque especialmente efectiva– para identificar los deseos y necesidades de los consumidores. Con la investigación motivacional «la información procede de la máxima autoridad del mundo en el tema: el cliente mismo», pensaba Nation’s Business en 1958, que veía a la técnica simplemente como «un mejor medio para una comunicación de dos vías» entre el vendedor y el consumidor. De hecho, si había que culpar a alguien del zafarrancho de la investigación motivacional era a los consumidores, pues el hecho de no decir a los publicistas lo que necesitaban saber forzó, en esencia, a estos últimos a desarrollar una técnica tan poderosa. «En muchos casos, el consumidor no ha sido capaz o no ha tenido disposición para proporcionar respuestas significativas», continuó la revista. Los estadounidenses habían encubierto sus acciones y preferencias o, sencillamente, eran ajenas a ellas.37
Viendo hacia dónde soplaba el viento en esta actividad y, sin duda, ansioso por mantener felices a sus clientes, Elmo Roper, el hombre de los números por excelencia, incursionaba ahora en el acto de la investigación motivacional. Su empresa ayudó a Greyhound a cambiar su publicidad de modo que reflejara el hecho de que las personas que conducían sus autobuses eran de una mejor clase de lo que la gente pensaba. El estudio de investigación motivacional que Roper llevó a cabo para Greyhound también reveló que a los conductores de automóviles les disgustaba el jaleo de los viajes largos, lo cual llevó a que la compañía de autobuses se decidiera a decir a los estadounidenses en su publicidad: «Deje que nosotros conduzcamos». La campaña hizo historia en la publicidad, y no fue una casualidad que esto llevara a que Greyhound tuviera su mejor año hasta ese momento.38 Además de utilizarse en las cuatro P’s del marketing, las aplicaciones de la investigación motivacional se extendieron a finales de la década de 1950 y las compañías descubrieron que la técnica era bastante versátil. Por ejemplo, las áreas de recursos humanos habían adoptado la investigación motivacional para entrenar a los vendedores y evaluar a los empleados como una extensión natural del uso que hacían de los tests psicológicos estándar.39
A medida que la investigación motivacional se arraigó y se sintió cómoda en el mundo corporativo, a finales de los cincuenta la metodología de la investigación de mercados –la cual, típicamente, no era un tema que a la mayoría de los empresarios, y mucho menos al público en general, les pareciera de especial interés– logró cierta distinción conforme sus enormes implicaciones económicas se hicieron evidentes. «El actual debate sobre las pruebas subjetivas de profundidad versus los cuestionarios objetivos por medio de encuestas constituye el más reciente conflicto en el rápidamente cambiante ámbito de la investigación de mercados», escribió Avron Fleishman en Management Review en 1958, bastante seguro de que «el argumento es de enorme importancia para la gestión empresarial». El asunto de profundidad vs. amplitud se había vuelto una preocupación central no solo por el fenómeno de la publicidad subliminal, sino debido a que los consumidores de finales de los cincuenta parecían ser de una raza muy distinta de los consumidores de diez o, incluso, cinco años antes. «Los patrones de compra nunca habían sido tan complejos y cambiantes», concluyó Fleishman, y «nunca los responsables de tomar las decisiones necesitaban tanto la guía brindada por una investigación de mercados confiable».40
Ciertamente, después de diez años de prosperidad y abundancia para muchos estadounidenses, la euforia del consumismo –la cual, en parte, fue una respuesta a década y media de frugalidad y sacrificios durante la Depresión y la guerra– parecía haber aminorado. Simplemente, los estadounidenses se estaban saciando, y muchos economistas y sociólogos destacados creían que nuestro cuerno de la abundancia ahora estaba desbordándose. «Sugiero que hay una tendencia a que las personas –una vez que se acostumbran a las normas de la clase media alta– pierdan el entusiasmo por gastar de forma generosa en bienes de consumo», explicó David Riesman en 1958, pensando que el consumo «ya no tiene ese viejo atributo evidente». Riesman creía que la era de los mercados masivos estaba terminando y comenzaba una nueva era de mercados especializados, lo cual significaba que los negocios tenían que pensar de forma distinta si querían sobrevivir. Desarrollar perfiles de consumidores era la respuesta –sugería Riesman–, y empatar las marcas con la personalidad de los clientes era la mejor forma de mantener a los estadounidenses comprando, y a la economía, en crecimiento. Otro destacado sociólogo, Rolf Meyersohn, de la Universidad de Chicago, coincidió en que la simple demografía ya no era la forma adecuada de dividir el pastel estadounidense. «Nosotros, los científicos sociales, al igual que los publicistas, quizá debamos clasificar a los consumidores en categorías más sutiles, tales como las clases psicológicas», dijo Meyersohn con el sombrero mercadológico puesto, una idea que resultó venirle como anillo al dedo a la investigación motivacional.41
De hecho, en las más grandes agencias de publicidad de los Estados Unidos, clasificar a los consumidores en categorías más útiles basándose en los descubrimientos de la investigación motivacional estaba convirtiéndose en una prioridad máxima. Por ejemplo, Arthur Koponen, el psicólogo de la agencia J. Walter Thompson, estaba utilizando las necesidades psicológicas como base para clasificar a las 5 000 familias que componían el Panel de Consumidores de la agencia, y era justo la clase de enfoque «sutil» que Meyersohn recomendaba. «Al crear imágenes de marca deseamos una expresión de marca que resulte atractiva y compatible con la personalidad de nuestro cliente potencial», dijo Koponen, quien descubrió que las necesidades de los consumidores, tales como logro, cumplimiento, orden, autonomía y dominio resultaban más útiles que la edad y el ingreso del consumidor.42 Al otro extremo del país, Donald David, supervisor de textos en Campbell-Ewald en Detroit, también trataba de empatar la personalidad corporativa del cliente y la personalidad de marca con la personalidad de los consumidores, y esta aplicación de la investigación motivacional finalmente fue algo que entusiasmó a los creativos. Para él, identificar los rasgos de personalidad dominantes del consumidor como agresivo, benévolo, meticuloso, atrevido y alocado a través de la investigación motivacional ofrecía una extraordinaria oportunidad para lo que él describió como construcción de la imagen, que ahora es un enfoque comúnmente aceptado para posicionar productos y servicios en el mercado, lo que hace medio siglo se consideraba una idea bastante revolucionaria.43
Sin embargo, resultaba interesante que mientras la industria de la publicidad rápida y firmemente se había aferrado a la investigación motivacional, la gente de relaciones públicas había tardado en aceptarla, ya que no vio de forma inmediata su valor para el ramo. A primera vista, esto resultaba raro, debido a que, por supuesto, las relaciones públicas tienen todo que ver con la psicología del consumo, como décadas antes mostró Edward Bernays. En especial era sorprendente que los publirrelacionistas no se entusiasmaran con la investigación motivacional, pues ya no estaban tan inclinados a la estadística como quienes operaban en el campo de la publicidad. Sin embargo, a diferencia de la publicidad, el área tenía que ver principalmente con las relaciones, y el mecanismo de la publicidad era una propuesta muy distinta a la del arte de la persuasión. «En general, la gente de relaciones públicas ha preferido apoyarse en sus intuiciones y su experiencia o utilizar las viejas técnicas de encuestas», según explicó Mackarness H. Goode en el Public Relations Journal en 1958. No obstante, hubo una excepción notable. SRI dijo a una grande y poderosa organización comercial que un estudio de investigación motivacional había revelado que los estadounidenses sentían que las grandes compañías eran esenciales para mantener su modo de vida, y esta buena noticia llevó a que la industria abandonara su imagen pública de pedir perdón e incursionara en la ofensiva de las relaciones públicas.44
Animados por semejantes historias de éxito, los investigadores motivacionales vieron su técnica como lo más grande y lo mejor que había llegado a la actividad desde las encuestas de opinión de Gallup y Roper. Quizá la investigación motivacional había sido menos que científica, pero no había duda de que era una buena imitación, y sus estrellas se alineaban perfectamente con la obsesión que había en los Estados Unidos de la posguerra por todo lo psicológico. Para bien o para mal, el público estaba hablando ahora de la investigación de mercado; algo que, ciertamente, no sucedió cuando la industria estaba compuesta casi en su totalidad por números y se encontraba dominada por los chicos de las reglas de cálculo, que era como algunas veces se los conocía. Si contribuía al crecimiento general del ramo y ofrecía a los clientes una alternativa frente a los datos poco relumbrantes, ¿acaso la investigación motivacional no era buena para la investigación de mercados?45
El hecho de que el Departamento de Teatro de la Universidad del Sur de California estuviera coqueteando con la investigación motivacional era una clara señal de que resultaba atractiva para las personas que, de otra forma, no tendrían nada que ver con la investigación de mercados. A través de algo que él llamó M-R Theater (que no debe confundirse con el teatro motivacional de Dichter), James H. Butler, jefe del departamento, pensaba que posiblemente podría cerrar la brecha entre las artes y las ciencias si un psiquiatra analizaba las reacciones de la audiencia ante una obra representada por la Art Linkletter Playhouse en dos noches diferentes. El 6 de junio de 1958, y nuevamente el 13 de junio frente a la misma audiencia, un elenco profesional de Hollywood (que incluía a Marion Ross, que posteriormente hizo el papel de la Sra. Cunningham en la serie de televisión Días felices, y a Ben Wright, quizá mejor conocido como el nazi Herr Zeller en La novicia rebelde), representó Mesa número siete, una de las dos obras de Mesas separadas de Terence Rattigan. Se documentaron las reacciones por parte de la audiencia durante y después de cada representación a través de fotografías infrarrojas, grabaciones de audio y cuestionarios, y al Dr. Barnet Sharrin se le pidió que «diera a los actores y al director su interpretación psicoanalítica de la obra y sus personajes», según explicó Butler. La sorpresa fue que Sharrin ofreció su evaluación al grupo después de la primera representación, lo cual significaba que los actores y el director podrían utilizar –y de hecho lo hicieron– esa información en la segunda representación.46
¿Cuál fue el diagnóstico? «Un estudio limitado de los datos obtenidos muestra un cambio estadísticamente significativo en favor de la segunda representación», declaró Butler en un lenguaje no muy artístico, donde el segundo espectáculo fue «superior al primero, y más efectivo». ¿Acaso el diván del psiquiatra se convertiría en un artículo permanente en escena debido a semejantes descubrimientos? De acuerdo con Philip K. Scheuer, un reportero de Los Angeles Times que había formado parte del experimento, no. «¿Qué hay de los imponderables involucrados: que los actores estuvieran más seguros de sí mismos, que los espectadores estuvieran más receptivos, etcétera, etcétera?», preguntó con gran escepticismo hacia el hecho de que la investigación motivacional se dirigiera hacia Broadway en muy poco tiempo. «Supongo que puede aplicarse provechosamente a la industria, a la publicidad y a otros medios de comunicación», escribió Scheuer, pero «se requerirá mucho más para convencerme de que puede utilizarse con éxito para reglamentar las artes, controlar emociones, condicionar reflejos, ganar amigos e influir en las personas en lo general».47
La investigación motivacional incluso llegó a Hollywood en 1959, saltando a la pantalla grande en Ask Any girl [Todas las mujeres quieren casarse], un largometraje estelarizado por Shirley MacLaine. Todas las mujeres quieren casarse, una «frívola parodia de la investigación motivacional» según lo describió Mae Tinee del Chicago Tribune en su sorprendentemente positiva reseña, era un filme clásico donde la chica inocente llega a la gran ciudad, con la típica hilaridad, y que, principalmente, incluía hombres y martinis. La investigación motivacional entra en escena cuando el personaje de MacLaine, Meg Wheeler, observa cómo las apelaciones al inconsciente pueden persuadir a las personas de comprar cosas en las que realmente no están interesadas, y luego aplica el mismo principio a su mercado objetivo: Evan Doughton, personificado por Gig Young. Lo más interesante de todo –al menos en términos de cómo representó Tinseltown a la investigación motivacional– es cuando el hermano mayor de Evan, Miles (interpretado casi inevitablemente por David Niven), investiga un poco y planea una campaña para unir al consumidor (MacLaine) y al producto (Young), y todo este caos mercadológico era un «entretenimiento inteligente y relajado para los adultos».48
De hecho, muchos creían que cualquier cosa que ayudara a cambiar la imagen de los investigadores como los aguafiestas del marketing y la publicidad sería un paso en la dirección correcta. Una parte de esta imagen negativa tenía que ver con el papel de los investigadores de mercados a la hora de evaluar el trabajo de los redactores publicitarios; en el proceso a menudo se los culpaba de debilitar gran parte de la creatividad de las futuras campañas. Dada la bien merecida reputación de los investigadores como los aguafiestas de la publicidad, «¿habría de sorprendernos que la totalidad del gremio de la investigación de mercados a menudo fuera vista como un obstáculo chistoso, mecánico y poco imaginativo en el camino de la verdadera expresión?», se preguntaba Irving White, supervisor de investigación motivacional de la Paper Mate Company. White astutamente ubicó la tensión entre investigadores y redactores publicitarios dentro de la larga división histórica entre las artes y las ciencias, pero argumentó que la brillantez de hombres como Freud y Jean Piaget ilustraba que, de ningún modo, ambos campos eran excluyentes. Del mismo modo –sentía White–, los investigadores motivacionales, con su «sensibilidad basada en teorías y su pensamiento inductivo», ayudaron a poner «en la mesa una publicidad fresca, emocionante y válida»; un conjunto de habilidades de lo mejor de ambos mundos que los redactores debían apreciar en lugar de evitar.49
Para ciertos productos –como los que se vendían en los supermercados–, el pensamiento de los investigadores motivacionales se consideraba especialmente útil debido a que la mayoría de los compradores no tomaban sus decisiones de compra sino hasta que se encontraban en la tienda. Las investigaciones mostraron que 16% de las personas compraban basándose en el precio (bajo) y que otro 16% se inclinaba por marcas fuertemente publicitadas que conocían y en las cuales confiaban. Sin embargo, el restante 68% era «un blanco perfecto para los investigadores motivacionales –según describió la situación la revista Time–, quienes tienen en la mira todos los artilugios analíticos bajo el sol del supermercado». Estos dos de tres consumidores no eran simplemente neutrales o indecisos en lo relacionado con comprar en los supermercados –decía el pensamiento de la investigación motivacional–, sino emocionalmente inseguros y, por tanto, eran los más abiertos a la persuasión. De este modo entraron en escena dos grandes factores para enganchar a los emocionalmente inseguros en el punto de compra: envoltura y ubicación de anaqueles. Más que el precio o la publicidad, apelar a los impulsos de estos compradores a través de una envoltura emocionalmente positiva y una ubicación fácil de ver y de leer en el anaquel eran elementos clave para captar su atención y concretar la venta.50
La radio era otro negocio que tenía un interés particularmente entusiasta en la investigación motivacional, más por motivos de desesperación que por cualquier otra cosa. Como se encontraban luchando por sobrevivir a medida que la televisión se volvía cada vez más popular a finales de la década de 1950, las estaciones de radio en todo el país reclutaron en masa a investigadores motivacionales para tratar de mantener a flote sus barcos, que estaban a punto de hundirse. La meta entre los gerentes de las estaciones consistía en encontrar una personalidad bien definida que a los radioescuchas les pareciera atractiva; esto es, determinar si una emisora debería ser joven o vieja, confiable o divertida. Si bien formaban parte de una red, las estaciones se enfrentaban con el desafío adicional de encontrar un formato que lograra un balance entre la marca nacional y los gustos locales, lo cual no era fácil de hacer. Afortunadamente, la investigación motivacional estaba ahí para salvar la situación, pues se creía que su enfoque en las emociones de los radioescuchas era exactamente lo que había prescrito el doctor, algunas veces de manera bastante literal. Estaciones como la KPRC de Houston salieron a la búsqueda de lo que el gerente Jack Harris llamó el mundo espacial de la investigación motivacional. Específicamente buscaron al Dr. Dichter y al equipo del Institute for Motivational Research, para la Investigación Motivacional, con el fin de encontrar la imagen correcta. «Hemos descubierto en nuestro trabajo que cuando las personas sintonizan un programa de radio o televisión se guían por necesidades psicológicas básicas o por constelaciones de necesidades», dijo el Dr. Tibor Koeves, vicepresidente del IIM en 1959, afirmando que «no es la historia y ni siquiera la estrella de un programa lo que atrae a los espectadores, sino la necesidad de satisfacer un impulso interno». Las películas de vaqueros permitían a la audiencia liberar «sentimientos reprimidos de agresión en una sociedad competitiva llena de estrés», por ejemplo, mientras que las noticias brindaban orientación, y las artes, «un alto sentido de la vida en medio de una existencia rutinaria». Satisfacer las necesidades psicológicas de los consumidores era la mejor oportunidad que tenía la radio no solo de sobrevivir sino incluso de prosperar en los años venideros, creían investigadores motivacionales como Koeves; esta era la clave para lograr que los radioescuchas se sintonizaran.51
En el caso de las industrias que se encontraban en situaciones menos desesperadas, la investigación motivacional era más un lujo, un bonito agregado a un programa de investigación de mercados que ya era robusto. Mucho del atractivo de la investigación motivacional para los gerentes de productos de consumo era su capacidad de producir ideas e hipótesis, a diferencia de la investigación tradicional que trabajaba a posteriori (y, a menudo, demasiado tarde). En 1958, A.R. Graustein, Jr., director de Marketing de Lever Brothers, explicó cómo su compañía utilizó la investigación motivacional como una especie de plataforma de lanzamiento:
Hemos llegado a pensar que la investigación motivacional es, en esencia, una fuente de ideas. […] Una vez que hemos desarrollado una idea a través de la investigación motivacional, podemos turnarla a la gente de marketing y decir, en efecto: «A ver, muchachos, ¿esta idea les intriga lo suficiente como para hacer que deseen emprender una nueva acción de marketing? Si es así, dígannos lo que les gustaría hacer y cómo lo harían, y luego pondremos a prueba la efectividad para ustedes con técnicas antiguas de conteo de narices».52
Intrigados después de leer sobre el método en revistas de negocios y revistas de temas generales, a finales de los años cincuenta cada vez más publicistas industriales y gente de recursos humanos cayeron bajo su poderoso hechizo. «A primera vista, puede resultar difícil ver cómo las motivaciones que están por debajo de la superficie pueden influir en la venta de químicos industriales, en el desarrollo de productos nuevos, en la mejora de productos o en la productividad de los empleados», escribió Chemical Week en 1958, pero luego brindó toda una letanía de ejemplos sobre cómo se estaba aplicando en la práctica la investigación motivacional a dichas áreas. Dow Chemical había tenido éxito utilizando la investigación motivacional para su anticongelante; GE, para sus motores; DuPont, para su pulidor de automóviles, y Corn Products Refining, para sus almidones industriales, y todos ellos ilustraban cómo la técnica se había extendido hacia el lado menos sexy del marketing. Otros campos industriales como el acero, el hierro y los pigmentos también estaban entusiasmados con la investigación motivacional, y sin duda, esta segunda ola llevaba a los hombres muy masculinos no solo a confrontar sino, de hecho, a hablar de sus sentimientos durante las entrevistas en profundidad, todo un suceso en la época de la posguerra en los Estados Unidos.53
Si consideramos el mayor costo de la investigación motivacional comparado con la investigación regular, los gerentes de todas las industrias debieron de haber sentido que realmente traían a su mesa algo nuevo y diferente. Una sola entrevista para un estudio de investigación motivacional llegaba a costar hasta 30 dólares en 1958, en comparación con los entre 3 y 10 dólares que costaba una entrevista tipo encuesta, lo cual significaba que los chicos del marketing elegirían utilizar la investigación motivacional solo si no podían descubrir lo que deseaban a través de técnicas antiguas de conteo de narices. La demanda de los clientes hacia la investigación motivacional –sin mencionar las cuotas mucho más elevadas que debían cobrarse– hizo que las firmas más tradicionales de investigación la ofrecieran como servicio, pero su personal a menudo carecía de la chispa de la que gozaban los especialistas en investigación motivacional. Una razón era que los hombres de las muestras realmente no creían en la técnica, pues su pasión residía en las pruebas fehacientes de los números; del mismo modo, simplemente no sabían cómo manejar las muchas complejidades y peculiaridades que conllevaba. Los especialistas en investigación motivacional, con sus equipos interdisciplinarios de científicos conductistas como parte de su personal, no solo podían hacerse cargo de los asuntos psicosociales más desafiantes, sino que también ofrecían a los clientes procedimientos de ventanilla única, lo cual era algo que inmediatamente señalaban a los clientes, comparándolo con los servicios entre las grandes empresas de investigación y las agencias de publicidad.54
Para finales de la década, la investigación motivacional se había vuelto tan familiar al interior de los círculos industriales, que era motivo de sátira, aun entre quienes pagaban grandes cantidades de dinero por ella. Por ejemplo, Sam Jones habló sobre el tema para Printer’s Ink en 1959, al contar su historia a E.F. Schmidt, gerente de comercialización de Anheuser-Busch. «Estoy aquí para advertirles a ustedes, gente de opinión e investigación motivacional, que han estado metiendo demasiado las narices en mi inconsciente para su propio beneficio», dijo Jones, un hombre promedio en todos los sentidos. «Cuando un joven brillante con una libreta en mano comienza a tratar de embaucarme para que ponga al descubierto mis más profundos anhelos, motivos, prejuicios y temores […] yo le digo: tenga cuidado mi hermano, porque tengo un inconsciente tan engañoso como un viejo zorro». Jones (un portavoz autoelegido del consumidor promedio) estaba dando a las grandes agencias como Anheuser-Busch una justa advertencia sobre la naturaleza camaleónica de personas como él. «Otra cosa que me hace un personaje tan escurridizo para ustedes, probadores del id, es que cambio de parecer algunas veces más rápido de lo que ustedes pueden hacer sus cálculos», les advirtió, pues su inconsciente no solo era engañoso, sino «tan leal como un gato callejero».55
Ningún «probador del id» era mejor conocido que Ernest Dichter, quien estaba más ocupado que nunca metiendo las narices en el inconsciente colectivo de los consumidores. Para finales de la década de 1950, Dichter había alcanzado un estatus casi mítico, y muchos estaban asombrados –si no es que un tanto temerosos– por el superpsiquiatra. En 1959, Dorothy Diamond, escritora para la revista de la industria de la publicidad, Tide, deseaba ver por sí misma de qué se trataba todo el escándalo de la investigación motivacional, y se dirigió a las oficinas del IIM para echar un vistazo personalmente. Mientras conducía por el camino sinuoso (al que se dio el nombre de Prickly Pear Hill Road [El escabroso camino a la montaña], por la irritación que Dichter y su Instituto habían provocado) que llevaba al imponente castillo, Diamond no estaba muy segura de lo que le esperaba, sintiéndose un poco como personaje de un cuento de los hermanos Grimm. A su llegada, fue recibida no por un ogro devorador de periodistas, sino por Colin Kempner, el coordinador de investigación de la compañía, quien rápidamente condujo una breve entrevista en profundidad con ella. En lugar de que fuera una sesión terapéutica llena de angustia, o algo peor, Diamond sintió que la entrevista (acerca de vajillas) no fue desagradable en lo más mínimo. «No había absolutamente nada siniestro en todo el asunto», escribió más tarde, pensando, de hecho, que el cuestionamiento que le hizo Kempner no era muy distinto al que hacía un reportero. La única diferencia era que, en la entrevista en profundidad, los sentimientos eran tan importantes como los hechos –conjeturó–, y la conversación permitía, e incluso alentaba, que la persona se saliera del guion. «Si tiene algo de malo descubrir lo que las personas piensan sobre tu producto o poner al descubierto sus resentimientos y satisfacer sus necesidades, entonces no entiendo nada», concluyó Diamond, mitad aliviada y mitad desilusionada por haber salido ilesa de su encontronazo con la investigación motivacional.56
Dichter, quien adquirió fama internacional después de ser el protagonista de Las formas ocultas de la propaganda de Packard, comenzó un lanzamiento agresivo de los servicios de su compañía en Europa, confiando en que su obra sería bien recibida al otro lado del océano. El IIM tenía en su bolsillo a compañías gigantescas como General Foods, General Mills, Lever Brothers y American Airlines como clientes (quienes ahora pagaban 500 dólares por una sesión de consultoría que solo duraba algunas horas), pero para Dichter el mundo no podía ser y no sería su ostra en lo relacionado con la investigación motivacional. «Cada vez más países en el mundo están cambiando a los valores psicológicos estadounidenses que ponen énfasis en la buena vida», dijo a un grupo de periodistas en un almuerzo en el restaurante neoyorquino 21 a finales de diciembre de 1958, y él estaba quizá más capacitado que cualquier otro para exportar dichos valores a Europa. Dichter afirmaba que su compañía ya estaba estudiando a los consumidores en 15 países, y que esta investigación intermotivacional no solo era una poderosa herramienta de venta, sino algo que «ayudaría a acercar al mundo a las Naciones Unidas psicológicas».57
La compañía de Dichter formaba, por supuesto, parte de una enorme oleada de compañías norteamericanas que saldrían al extranjero en búsqueda de nuevos mercados, pues la necesidad de diseñar productos y comunicaciones que se adaptaran a los gustos extranjeros era toda una oportunidad para los investigadores de mercados.58 «El aumento de la participación por parte de las compañías estadounidenses en operaciones multinacionales a finales de la década de 1950 y 1960 fue espectacular», observó Mira Wilkins en The Maturing of Multinational Enterprise [La maduración de la empresa multinacional], donde se enlistaban 2 800 negocios estadounidenses con inversiones en alrededor de 10 000 empresas en el extranjero en 1957.59 Y como consultor estadounidense, Dichter mismo parecía encontrarse en el lugar correcto y en el momento correcto. «Las empresas estadounidenses de consultoría administrativa sirvieron como los principales conductores institucionales para la transferencia de los modelos organizacionales norteamericanos hacia Europa en los años sesenta y principios de los setenta», escribió Christopher McKenna en The World’s Newest Profession [La profesión más nueva del mundo], considerando que esta era la más reciente oleada de exportación de know-how para negocios de tipo estadounidense. En casa, Dichter y sus competidores disfrutaban de la bonanza de lo que McKenna llamó la Era Dorada de la consultoría, donde las consultoras administrativas estadounidenses (especialmente Booz Allen Hamilton, Cresap, McCormick and Paget, y McKinsey and Company) alcanzaron la cúspide de su poder alrededor de 1960. De acuerdo con el Wall Street Journal había 2 500 compañías independientes y alrededor de 30 000 consultores administrativos activos en los Estados Unidos en 1962, y su gama de clientes y tareas era verdaderamente extraordinaria.60
Naturalmente, resultaba irónico que Europa tuviera que importar a expertos en investigación motivacional desde los Estados Unidos a finales de la década de 1950, pues fue en Europa donde todo comenzó un cuarto de siglo atrás. Como sus carreras y, a menudo, sus vidas, se encontraban en peligro, los científicos sociales habían dejado en masa las universidades europeas antes y durante la guerra, y después de que el conflicto terminó muchos más estudiosos fueron reclutados por universidades estadounidenses. Al haber una escasez de psicólogos conductistas, y debido a que quedaban pocas personas en el continente que dominaran el campo de la investigación motivacional, las organizaciones europeas de investigación de mercados ahora estaban alineándose con las organizaciones norteamericanas. El Institut für Absatzpsychologie, con sede en Hamburgo, por ejemplo, se asoció en 1959 con el SRI de Burleigh Gardner, y llevaron estadounidenses para ayudar a la compañía alemana a descubrir los complejos y altamente regionales hábitos de compra de los europeos. Más de doscientas marcas de cigarros se vendían en Alemania en esa época, por ejemplo, pero solo unas cuantas se distribuían a escala nacional, lo cual significaba que las preferencias locales desempeñaban un papel sumamente importante en la elección de marca. La categoría de cerveza estaba fragmentada de una forma parecida, y los alemanes esperaban que Gardner, con su experiencia en asuntos de clase, pudiera encontrar una forma de salvar las diferencias geográficas.61 Al igual que Dichter, Gardner pensaba que la investigación motivacional podía despegar en Europa tanto como lo había hecho en los Estados Unidos a medida que el Mercado Común alentaba el desarrollo de una gran clase media orientada al consumo.62
Aunque, sin duda, Dichter era el campeón de peso completo de la investigación motivacional, Gardner era un digno contendiente. Gardner, un texano de voz suave, se veía a sí mismo no tanto como investigador de mercados sino, más bien, como un científico social que trabajaba en el ámbito de la comunicación de masas. A diferencia de su más famoso colega, no tenía conexiones europeas ni psicoanalíticas. Gardner y los otros 15 antropólogos de su plantilla «exploraron los tabúes, los tótems y los ritos vudú de los ejecutivos de las empresas estadounidenses, de amas de casa y de otros indígenas bizarros», según expresó Printer’s Ink, ayudando a negociantes como Sears, CBS y Fortune a «entender más acerca de las esperanzas, las aspiraciones, las inseguridades, las fantasías y los diversos impulsos emocionales» que influían en el comportamiento del consumidor. A partir de sus entrevistas no dirigidas, en las que el entrevistador no trataba de guiar o controlar la conversación al estilo clásico de la investigación motivacional, Gardner y sus colegas en antropología social pudieron obtener información sobre cómo se sentía el entrevistado acerca de su situación de vida: la principal materia prima para determinar cómo posicionar un producto en el mercado. Utilizando los descubrimientos de SRI, los clientes a menudo promocionaban el mismo producto de forma distinta para distintos consumidores; por ejemplo, al posicionar algo como ofreciendo validación para la clase trabajadora, sofisticación para la clase media, y elegancia para la clase alta. Esta clase de estrategia de marketing de estratificación social era el talento particular de Gardner.63
No obstante, fue Dichter quien mejor pudo capitalizar la popularidad de la investigación motivacional. Después de reconocer que ahora tenía la oportunidad de cumplir su sueño de toda la vida de hacer una labor misionera proclamando el poder y la gloria del consumismo, Dichter aprovechó esa oportunidad estableciendo más de una docena de oficinas satélite en los Estados Unidos y en el extranjero. Sus cuotas por proyecto se dispararon de 20 000 a 60 000 dólares, y las facturas anuales, a la friolera de un millón de dólares, lo cual le permitió ampliar su plantilla a alrededor de 65 empleados de tiempo completo y de 1 500 a 2 000 entrevistadores de medio tiempo. Su Laboratorio Viviente –en el cual grababa de 12 a 16 personas mientras veían televisión en un escenario diseñado para que pareciera una sala de estar– debió de ser para Dichter un sueño hecho realidad; una oportunidad de estudiar el comportamiento del consumidor en un universo contenido y controlado, totalmente propio. De hecho, todos los sueños de Dichter parecían haberse hecho realidad para 1960, y el libro de Packard fue el golpe de suerte que convirtió al pobre emigrante austríaco en el más famoso investigador de mercados del mundo. Dichter mantuvo un diván de piel en su oficina, lo cual intensificaba el efecto de lo que posteriormente un reportero describió, de forma muy apropiada, como «el consultorio de un próspero psiquiatra».64
Aunque era psiquiatra y a menudo se referían a él como psicoanalista de las masas, Dichter prefería considerarse como un doctor que aplicaba sus habilidades a los productos que estaban –a falta de un término mejor– enfermos. «Algo no está funcionando, o vendiendo», dijo en 1959, así que «yo lo curo».65 De hecho, más de un cuarto de siglo después, Dichter seguía utilizando la metáfora médica para describir su enfoque. «Como buen médico puedo hacer un diagnóstico muy rápidamente», dijo cuando su carrera ya estaba muy avanzada, y el siguiente paso era prescribir un remedio.66 En realidad, la incapacidad por parte de los consumidores de responder con precisión a las preguntas directas de los investigadores –lo cual constituía la base de la investigación motivacional– era equivalente a cuando, en general, un paciente hacía un intento fallido por automedicarse. Dichter era especialmente experto en brindar recetas para productos que sufrían de fuertes asociaciones con la culpa, como los cigarros, los dulces y el licor, prescribiendo una cucharada de aprobación moral para hacer que la medicina bajara por la garganta. Al igual que otros observadores de la escena social a finales de los cincuenta, tales como Riesman, Russell Lynes y William H. Whyte, Jr., Dichter consideraba a los estadounidenses una población particularmente solitaria con una imperiosa necesidad de apoyo emocional. El complejo puritano del país era una consecuencia desafortunada de su prosperidad –pensaba– y muchos, si no es que todos los estadounidenses, eran incapaces de disfrutar plenamente las cosas buenas de la vida por las que habían trabajado tanto (incluyéndose a sí mismo, irónicamente). A partir de esta perspectiva de inmigrante y de sus antecedentes de pobreza, Dichter veía a los estadounidenses como un grupo de personas del todo inseguras y necesitadas, con un ego frágil y una autoestima todavía más tambaleante. Por ejemplo, las mujeres utilizaban barniz de uñas no solo para verse atractivas, sino –según Dichter– para impedir el acceso a sus situaciones críticas con el fin de mantenerse en su pequeño mundo privado. Envolver a las marcas con semejantes impulsores de la identidad como el poder, el amor, la creatividad, la inmortalidad y, especialmente, la seguridad, era la mejor oportunidad con que contaban las empresas para tener éxito, argumentaba consistentemente Dichter. Era la mejor terapia para un grupo de pacientes bastante enfermizo.67
La labor de Dichter tenía mucho que ver con la deconstrucción, y solía descomponer un producto en sus partes operativas como si se tratara de un experto en literatura que descifra una novela de James Joyce. Dichter a menudo era convocado por las agencias de Madison Avenue para una sesión de medio día o un día entero por esta misma razón, pues un grupo de publicistas estaba interesado en los posibles significados de un significante específico. Para Freud un cigarro ocasionalmente podría haber sido tan solo un cigarro, pero no para Dichter, pues su forma y su color eran indicadores clave de cómo debía publicitarse. El contexto en el que se utilizaban los cigarros –que se fumaran con una copa de brandy en la otra mano, digamos, o frente a una ardiente chimenea– sería, para Dichter, otra forma de descifrar el código del producto, lo cual llevaba al sentimiento apropiado para una campaña publicitaria. Al igual que los estudiantes que escuchan la conferencia de un brillante profesor sobre los significados incorporados en Retrato del artista adolescente, los hombres de traje gris de mediana edad y lentes oscuros devoraban los análisis de Dichter, recibiendo educación gratis en lo que después se llamaría teoría posmoderna.68
Dichter aprovechó plenamente su nueva fama a finales de la década de 1950, y su nombre al parecer se encontraba en el Rolodex de cada periodista que buscaba una cita sobre algún aspecto de la publicidad o el marketing. «Lejos de ser un lujo, están involucrados en la lucha del hombre por la supervivencia, la estabilidad y la seguridad», dijo al Wall Street Journal en 1958, y no hablaba, digamos, de alarmas contra robo o cinturones de seguridad, sino de los cigarros, pues su firma era una de las muchas que llevaban a cabo investigación motivacional para las compañías tabacaleras. (Los estadounidenses fumaban «para probar que son viriles, para demostrar su energía, vigor y potencia», argumentó SRI, y era «una satisfacción psicológica, una censura moral, una ridiculez, o incluso, la debilidad paradójica de la esclavitud hacia un hábito»).69 Las tarjetas de crédito, otro negocio que su compañía estaba estudiando, eran mágicas –pensaba Dichter–; eran artículos que «proporcionan al consumidor estadounidense un símbolo de potencia inagotable» pues las tarjetas eran tan buenas como el dinero, pero podían utilizarse cuando, de forma temporal, la persona no contaba con él.70 El mismo año Dichter también investigaba el presuntamente triste mundo de las aspiradoras, y sacó a la luz algunos descubrimientos bastante interesantes. A las mujeres les gustaban las labores del hogar –mostraban sus investigaciones–, desafiando el pensamiento común de que entre más modernas fueran las comodidades para hacer que las labores domésticas fueran más fáciles, mejor. «No tiene nada de creativo presionar un botón», dijo a un grupo de reporteros que se habían reunido en el Hotel Drake en Chicago para escuchar sus sorprendentes noticias; la mujer estadounidense «moderna» (55% de la población adulta femenina, según él estimaba) consideraba que el trabajo en el hogar era una actividad interesante y emocionante.71
Por supuesto, algunos de los dichterismos de Dichter se perdían por completo en los administradores que estaban más preocupados por los resultados de su marca que en su semiótica. Como su interpretación de las labores domésticas sugería, los clientes descubrieron que los pensamientos de Dichter relacionados con las mujeres eran sumamente desconcertantes y exasperantes, pues en general, él limitaba la verdadera razón de gran parte de su conducta como consumidoras a algún aspecto de la sexualidad o la fertilidad. («El consumidor [masculino] está atrapado en un harem», dijo en una ocasión Dichter, «tentado y seducido por veinte mujeres atractivas»72). Su explicación de por qué las mujeres hacían pasteles –un acto de fertilidad, dijo– fue ampliamente ridiculizada, y era un típico ejemplo de por qué algunas personas sentían que la investigación motivacional era, simplemente, una sandez. No obstante, Dichter se mantuvo firme en sus convicciones sobre la metáfora de que el pastel era un bebé, insistiendo en que la repostería estaba indisolublemente ligada a la reproducción. Tal y como las mujeres preguntaban inmediatamente después de dar a luz a su bebé si había sido niño o niña –pensaba (antes de que existiera el ultrasonido)–, las primeras preguntas que ellas hacían después de sacar un pastel del horno eran: «¿Está listo? ¿Sabe bien o mal?». Para Dichter, este era un momento fértil. «Una vez que el pastel se encuentra sobre la mesa, ya no es suyo, sino que pertenece a su familia», explicó posteriormente, «así que recomendé [a los clientes] que pusieran énfasis en este momento creativo y fértil en sus anuncios». De hecho, aplicó esta idea del momento fértil a toda clase de situaciones y para categorías de productos muy distintas, recomendando cotidianamente a sus clientes que primero lo identificaran y luego lo explotaran en su publicidad.73
Entre quienes sentían que cada palabra que Dichter pronunciaba era una perla de sabiduría única y quienes escuchaban todas sus palabras con mirada de asombro, se encontraban aquellos que aplicaban de forma selectiva sus revelaciones. La clave con Dichter era –como un cliente anónimo expresó en 1959– «saber cómo utilizarlo», pues este cliente estaba consciente de que «puede ser una valiosa mina de oro si sabes qué preguntarle y cuáles de sus contribuciones escoger». Lo más importante era comprender que, en ocasiones, ni siquiera Dichter tomaba demasiado en serio lo que decía. «Algunas de las tonterías psicológicas que él recita de memoria pueden salir de su boca simplemente porque él espera que esto sea lo que su cliente desea escuchar», pensaba este mismo cliente. «Puede utilizar esta clase de jerga irónica». Además de que le gustaba escucharse a sí mismo hablar poéticamente sobre cualquier tema imaginable, en ocasiones Dichter simplemente estaba equivocado por completo (lo cual era comprensible, dado lo mucho que hablaba). Una metida de pata notable fue la recomendación que hizo a los ejecutivos de Japan Air Lines de que utilizaran solo pilotos estadounidense para los vuelos desde y hacia los Estados Unidos, pues eso era con lo que los estadounidenses «se sentían más cómodos». No obstante, las investigaciones (¿o algunas?) posteriores revelaron que lo cierto era exactamente lo opuesto, algo que Dichter admitió sin reparos. «La mayor parte de los estadounidenses van a Oriente porque les gusta, y eso engloba todo lo oriental», opinó después, dando un giro total, y recomendando: «Entre más oriental […], mejor».74
En una época en la que los negocios estadounidenses estaban fuertemente poblados por el hombre de organización, la capacidad de Dichter de pensar fuera de la caja –como actualmente lo llamamos– debe de haberse considerado una bocanada de aire fresco (o helado). Incluso desde la perspectiva actual, su capacidad de desafiar el pensamiento establecido era excepcional, y ningún aspecto de la cultura de consumo era demasiado sagrado como para dejarlo tal y como estaba si él consideraba que podía mejorarlo de alguna manera. Por ejemplo, en una típica exageración de 1959, Dichter dijo al gobierno australiano que su famoso apodo, Down Under [Allá abajo], estaba totalmente equivocado («mala semántica», dijo), y que el país debía ser renombrado como El eje del Pacífico Sur. Durante este mismo período, Dichter estuvo trabajando con las tiendas Greenbelt Cooperative Stores en Maryland, y dijo a los propietarios de la cadena de supermercados que debían pensar en poner sillas cómodas junto a las cajas registradoras, porque había descubierto (a través de una técnica de lluvia de ideas a la que llamó Operación Fantasía) que las amas de casa se sentían cansadas mientras esperaban pagar sus compras. (También les dijo que colocaran un mostrador del derroche lleno de artículos lujosos y un mostrador de la economía, donde únicamente se ofrecieran productos de bajo costo). Dichter también continuaba su labor con la industria automotriz, tratando de que una compañía ofreciera modelos más leales y más honestos, consejo que se basaba en su descubrimiento de que los estadounidenses querían autos que los entendieran y que no revelaran demasiado de su personalidad. «Desde que comenzó, Dichter ha provocado más tormentas, ira y convicción que cualquier otro investigador de mercados», declaró con firmeza Business Week cuando trabajaba con estos y muchos otros proyectos. Sus ideas a menudo eran difíciles de digerir, pero nunca insípidas.75
Mientras Dichter y sus competidores estaban montados en la ola del interés por la investigación motivacional y expandían sus imperios en todo el mundo a finales de los cincuenta, comenzaron a aparecer señales de problemas en el horizonte para ellos y su técnica. Por un lado, a pesar del fantástico interés en la investigación motivacional entre los gerentes de todo tipo de industrias, pocos de ellos realmente podían explicar la técnica. En 1958, la revista Tide preguntó a un grupo de altos ejecutivos de marketing y de agencias qué sabían acerca de la investigación motivacional, y solo 5% afirmó que la entendían perfectamente (76% dijo que sabía algo sobre ella). Y en otro estudio que llevó a cabo la Universidad de Long Island, 74% de las personas involucradas en el ámbito de la publicidad y, sorprendentemente, 88% de aquellos que tenían en sí relación con la investigación de mercados dijeron que los altos ejecutivos en sus respectivos campos no tenían la más mínima idea de lo que era la investigación motivacional. De acuerdo con quienes la utilizaban de forma regular, la investigación motivacional era lo mejor desde el pan rebanado, aun si no tenían idea de cómo o por qué funcionaba.76
Quizá como su novedad estaba desapareciendo, la investigación motivacional comenzó a mostrar grietas en su armadura. Cada vez más hombres de muestras aparecieron de la nada para atacarla a medida que el aura mágica que la rodeaba comenzó a disiparse. Irving Penner, otro detractor en A.J. Wood, comenzó a dar pláticas para convencer a los empresarios de que aunque la investigación motivacional era, ciertamente, «espectacular» y «entretenida», también era obra de «curanderos».77 Penner tenía la sensación de que, como la investigación motivacional no era medible, simplemente no era suficiente para que los empresarios la utilizaran por sí misma; algunos de ellos incluso dijeron que era «equivalente a una mala praxis». Una buena investigación era, simple y sencillamente, una combinación de información cualitativa y cuantitativa, y que no se requería más que un método simplificado para llevar a los responsables de la toma de decisiones por el camino equivocado. «No puedo culpar a un reportero por ignorar el tipo más pragmático de investigación, por más lógico que sea, cuando puede escribir acerca de las implicaciones sexuales de comprar comida para perros», dijo Penner a un grupo de empresarios en una conferencia en la Universidad del Estado de Michigan en 1959, pero señaló también que no había excusa para que los publicistas se mostraran tan despectivos ante los datos duros.78
Otros que habían sido neutrales o que incluso habían apoyado la investigación motivacional comenzaron a tener serias dudas acerca de la validez de la técnica. Steuart Britt ahora estaba convencido de que «algunos empresarios son unos incautos por comprar la así llamada investigación solo porque un hombre tiene el título de doctor»; esto lo dijo alguien que, de hecho, tenía un doctorado (en Psicología, por la Universidad de Yale).79 De manera similar, S.I. Hayakawa, un destacado semantista, creía que quienes eran fieles a la investigación motivacional, eran «como aquellas personas aisladas en áreas subdesarrolladas, que creen fervientemente en el vudú», especialmente quienes estaban en el negocio de los automóviles. Aunque abunda la irracionalidad en el mundo real –sentía Hayakawa–, la mayoría de las personas «están razonablemente bien orientadas a la realidad», lo cual hacía que la investigación motivacional fuera una técnica con defectos. La publicidad de cigarros estaba repleta de descubrimientos hechos por la investigación motivacional («A algunas personas les gusta el ENORME placer que dan», decía una de las frases), pero los anuncios de automóviles (e, incluso, los nombres de los modelos) estaban igualmente atiborrados, por así decirlo, de la técnica, a pesar de la creencia de que el desplome del Edsel sacaría a la investigación motivacional de Detroit para bien. La línea Marauder de Mercury, por ejemplo, «puso 5 500 kilos de confianza detrás de cada motor», justo lo necesario para cumplir con el tema de campaña del fabricante: Candente, guapo, todo un dulce para manejar. Una cosa era que las ventas de autos estuvieran creciendo; pero, de hecho, eran débiles, con lo cual sugería que la investigación motivacional no era muy efectiva cuando las llantas tocaban el asfalto.80
Quizá dolido todavía por las consecuencias de la desafortunada experiencia que su agencia tuvo con la investigación motivacional en el caso Edsel, Cornelius Du Bois, director de Investigación de FC&B, aprovechó la oportunidad para criticar la técnica. Du Bois sostenía que aun si los investigadores motivacionales afirmaban que era cierta –que las actitudes de los consumidores hacia las marcas eran producto de sentimientos arraigados a menudo forjados a una edad temprana–, había muy poco que los publicistas pudieran hacer por cambiarlas. Era mejor «contratar a los doctores Spock y Gesell para desarrollar desde ahora actitudes hacia el modelo 1985», dijo Du Bois en 1959, considerando que se trataba de una pérdida del tiempo y el dinero de los empresarios el tratar de lidiar con asuntos de tanto peso como los complejos de inferioridad que surgieron por haber tenido acné durante la adolescencia, o con los sentimientos de culpa e inadecuación resultado de los celos entre hermanos o de un entrenamiento temprano para ir al baño, o con el anhelo de regresar a la seguridad y calidez del vientre.81
Del mismo modo, un número significativo de ejecutivos simplemente no estaban dispuestos o eran incapaces de poner su fe en Sigmund Freud y sus seguidores. Como lo sabe cualquier persona que alguna vez haya trabajado en una compañía grande, cualquier nueva clase de investigación o de pensamiento, en general, constituye una difícil batalla en muchas organizaciones, donde la resistencia al cambio es un tema cotidiano. Trabajar con científicos del comportamiento (u ólogos, como se refirió a ellos Joseph W. Newman en un artículo de 1958 publicado en el Harvard Business Review) era un desafío especial para muchos gerentes, debido «a sus a menudo extrañas y perturbadoras teorías sobre el comportamiento humano y a sus ideas sobre las mejores formas de estudiarlo». La resistencia hacia las formas aceptadas de pensar y de hacer las cosas, la amenaza percibida por traer extranjeros con todo y su jerga extranjera, las expectativas irreales y el bajo estatus de la investigación de mercados eran, tan solo, algunos de los obstáculos que boicotearon la investigación motivacional aun en la cúspide de su popularidad.82
De repente, la investigación motivacional de algún modo se volvió vulnerable, y probablemente era inevitable que se materializaran las nuevas metodologías que prometían ser el nuevo gran descubrimiento en la investigación de mercados. Una de estas era la investigación de la percepción, concebida por Saul Ben-Zeev e Irving S. White, directores de Creative Research Associates. Cuando se trataba de comprender a los consumidores, el qué era más importante que el porqué, afirmaban Ben-Zeev y White, pues ambos psicólogos argumentaban que su técnica era, en ese sentido, superior a la investigación motivacional. BenZeev y White no tenían el más mínimo interés en el misterioso funcionamiento del inconsciente humano, pues la investigación de la percepción se enfocaba, más bien, en cómo experimentaban los consumidores los productos que elegían utilizar. «Es más importante saber que una mujer disfruta la sensación de aplicarse una loción facial, por ejemplo, que saber que tiene la fantasía de identificarse con una estrella de cine cuando utiliza el producto», explicó Ben-Zeev en 1959. Del mismo modo –él y White insistían–, en cierto nivel, cuando alguien fumaba pipa esto podía tener que ver con satisfacer necesidades dependientes de afirmarse a sí mismo, pero eran los elementos de la experiencia misma –digamos, encender la pipa, dar la calada– los que ofrecían a los publicistas mayores elementos con los cuales trabajar. Los impulsos emocionales eran variados e indefinidos, mientras que las percepciones y las experiencias eran específicas y controlables – razonaban ambos–, y su lógica era otra piedra arrojada a la casa de la investigación motivacional.83
Un nuevo invitado a la investigación de mercados –la investigación de operaciones– comenzó a tomar impulso en 1959, representando otra amenaza para la investigación motivacional. «La investigación motivacional, como moda de la industria y como consentida de sus practicantes más avanzados, ya ha visto pasar sus mejores días», pensaba Martin Mayer en 1959, ya que la investigación de operaciones era la nueva moda que estaba pisándole los talones. La investigación de operaciones (que, naturalmente, se abrevia IO) ciertamente estaba ganando terreno en los círculos empresariales, y sus adeptos (que incluían a Y&R) estaban intrigados por la posibilidad de convertir los problemas de marketing en fórmulas matemáticas, mismos que, entonces, podían ser resueltos. Utilizando la teoría de juegos, la agencia Arthur D. Little se estaba convirtiendo en pionera en el campo, y los físicos, matemáticos e ingenieros de la empresa consultora tenían la confianza de poder predecir el resultado de un esfuerzo de marketing, como una campaña publicitaria. Si esto era cierto, las improvisaciones psicológicas y sociológicas de la investigación motivacional podían quedar destruidas por la certidumbre matemática de la investigación operativa: un partido injusto entre la especulación y el cálculo. Uno de los sabelotodos de Little ya predecía que la redacción publicitaria un día sería escrita por máquinas electrónicas, convirtiendo el arte en una ciencia (y mandando jubilar a todos esos tipos creativos malhumorados).84 ¿Acaso la investigación motivacional estaba condenada a medida que métodos de investigación más nuevos y precisos aparecían en escena? Ciertos acontecimientos de principios de los sesenta definitivamente responderían esa pregunta.
NOTAS
Notas al pie