Ernest Dichter ciertamente pudo haber sido el creador de las formas ocultas de la propaganda, pero su método de persuasión ahora formaba parte de un mercado de investigación mucho más competitivo. El consumidor estadounidense, que ahora tenía controles remotos, videocaseteras y decenas de nuevos canales que ver en televisión por cable, resultaba ser más esquivo que nunca para el anunciante, lo que empujaba a los publicistas a probar distintas clases de metodologías de investigación. Muchos publicistas decidieron combatir la tecnología con la tecnología misma, utilizando escáneres de códigos de barras, audímetros y computadoras ahora mucho más pequeñas que una máquina expendedora, con el fin de compilar toda clase de datos acerca de los consumidores. La cantidad de información que se reunió fue verdaderamente impresionante. Una firma de investigación, JFY Audit America, monitoreó qué productos se estaban utilizando en 24 millones de los 84 millones de hogares que existían en el país, mientras que otra, Claritas, utilizó los datos obtenidos a partir de los censos para segmentar cada uno de los 240 000 barrios en 40 grupos demográficos. Y con su servicio BehaviorScan, Information Resources vinculó el comportamiento de compra de las personas a sus hábitos televisivos. Estos datos procedentes de una sola fuente permitían a los publicistas saber, por ejemplo, si a los usuarios asiduos de la crema batida Cool Whip les gustaba ver El show de Bill Cosby.1
Justo a la par del aumento en la investigación del consumidor de alta tecnología se encontraba la segmentación psicográfica, que había estado merodeando de una u otra forma desde finales de la década de 1960. Sin embargo, la segmentación psicográfica alcanzó su máximo nivel en los ochenta, cuando los publicistas voltearon la mirada cada vez más hacia los valores y las actitudes como los mayores determinantes del comportamiento del consumidor. Impulsando el interés en la segmentación psicográfica, se encontraba el creciente número de vendedores minoristas y productos especializados dirigidos a mercados nicho, y esta clase de esfuerzos se encontraba más allá de las estadísticas y de las estadísticas demográficas básicas que se obtenían por medio de la tecnología. «Las estadísticas demográficas te dicen cómo es el consumidor y lo que hace, pero no te dicen por qué hace las cosas», dijo Peter Stisser, vicepresidente de Yankelovich Clancy Shulman: algo que sonaba familiar. También llamada investigación del estilo de vida, la segmentación psicográfica consistía en clasificar a las personas en compartimentos según sus actitudes, donde SRI llevaba la delantera con su programa Valores y Estilos de Vida (VALS, por sus siglas en inglés). ¿Acaso un anunciante debía ir tras los realizadores, los satisfechos, los triunfadores, los experimentadores, los creyentes, los buscadores, los hacedores o los luchadores? SRI tenía la respuesta, y decía a sus clientes qué botón oprimir de acuerdo con cada tipo de consumidor.2
Claramente influenciada por el movimiento psicológico pop de los años setenta, la segmentación psicográfica llevó el complejo universo de los sentimientos, las emociones y las percepciones a un nivel fácil de comprender y de sentido común, y fue utilizado por las agencias de publicidad tanto para atraer y mantener clientes, como para moldear sus estrategias. La cantidad cada vez mayor de productos parecidos entre sí estaba impulsando a los publicistas a apelar al conjunto de emociones de los consumidores, y la imagen de una marca era considerada más comercializable que sus características. Del mismo modo, al haber una amplia afluencia de consumidores, las necesidades físicas de muchos estadounidenses (especialmente las de los aspirantes a baby boomers) habían sido satisfechas, lo cual significaba que estaban listos para ascender en la jerarquía de Maslow a través de la satisfacción de necesidades psicológicas no satisfechas. Para finales de la década de 1980, los beneficios emocionales se consideraban no solo tan importantes como los físicos, sino igualmente reales, lo cual implicaba que, en muchos casos, la publicidad era el producto a ser consumido, y no el producto mismo.3 De manera muy parecida a lo que Packard había argumentado treinta años antes, los publicistas estaban «mostrando los productos como soluciones simbólicas a los profundos anhelos emocionales de las personas», según Jonathan Rowe escribió en el Christian Science Monitor en 1987, donde el ruido era tan importante como las nueces.4
Con la segmentación psicográfica, los publicistas verdaderamente creían que el ruido se había convertido en una ciencia. En 1986, más de doscientos clientes estaban pagando de 7 500 a 20 000 dólares o más por acceder a los reportes y seminarios VALS, lo cual muy bien valía la pena considerando la cantidad de investigación que incluía el programa VALS. El programa tuvo sus orígenes en un libro de 1983 escrito por Arnold Mitchell, The Nine American Lifestyles [Los nueve estilos de vida estadounidenses], donde el científico social se basó en las bien conocidas teorías de Maslow y en una encuesta cuantitativa. Al cabo de unos cuantos años, SRI estaba pidiendo a 20 000 estadounidenses al año que describieran su vida con todo detalle, confirmando la cautivadora idea de que existían nueve tipos básicos de personas en la nación, y cada tipo justificaba su propio enfoque hacia el marketing. (El número y la descripción de los tipos se perfeccionaban continuamente). Yankelovich Clancy Shulman utilizó una metodología distinta para su Lifestyle Monitor [Monitor de Estilo de Vida], y midió las actitudes cambiantes de los estadounidenses año tras año desde 1971. Independientemente de la metodología, ahora se aceptaba que eras lo que comprabas, y la principal meta de la investigación de mercados consistía en comprender las necesidades internas de los consumidores.5
Una vez que la segmentación psicográfica plantó la semilla para metodologías de investigación de mercados más psicológicas, los acontecimientos dieron un giro inesperado: Freud comenzó a regresar a Madison Avenue. La segmentación psicográfica estaba bien, pero se trataba de un enfoque masivo que ignoraba a los individuos y, en consecuencia, a su inconsciente, lugar donde alguna vez muchos habían llegado a creer que residía el verdadero porqué de la toma de decisiones. Desde la muerte de Dichter en 1991, otros investigadores –obviamente influenciados e inspirados por su obra– aparecieron en escena dispuestos a reclamar el título del persuasor oculto. Clotaire Rapaille definitivamente es el que más se ha acercado, al utilizar su teoría de los códigos culturales para analizar por qué hacemos las cosas que hacemos e, igualmente importante, por qué compramos lo que compramos. Rapaille ha descifrado códigos culturales para decenas de compañías de la lista Fortune 100 a lo largo de las dos décadas pasadas, y su lista de clientes –Chrysler, Procter and Gamble, GE, AT&T, Boeing, Honda, Kellogg, L’Oréal y muchos otros– es tan impresionante como la de Dichter en sus comienzos. Si nos «ponemos un nuevo par de anteojos con el cual observar nuestras acciones y motivaciones», como escribió en su libro de 2006, El código cultural, todo, desde por qué sufrimos desilusiones en el amor hasta por qué la grasa es una solución y no un problema, se vuelve tan claro como el agua. Su proceso de decodificación (sin mencionar su teoría sobre nuestro cerebro reptiliano) «revela las claves ocultas para entenderlo».6
Como sugiere la anécdota que incluí en mi Introducción, mi experiencia personal con una de las sesiones de descubrimiento de Rapaille fue algo menos que milagroso. En algún lugar en el cielo de la investigación motivacional, Ernest Dichter está, o bien riéndose a carcajadas, o llorando a mares debido a la forma como algunas de sus teorías han sido convertidas en semejantes bobadas, ninguna de ellas reconocida como tal, por supuesto. (Freud y Jung fueron mencionados, cada uno, una sola vez en su libro, pero sus respectivas teorías sobre el inconsciente individual y colectivo fueron rechazadas de manera sumaria). Afortunadamente, otros aspirantes a persuasores ocultos han hecho más justicia a la obra de Dichter y de otros investigadores motivacionales del pasado. Olson Zalman Associates orgullosamente ha seguido –de forma destacada– con la tradición de la investigación motivacional con su Método de Elicitación Metafórica Zaltman (ZMET, por sus siglas en inglés), la primera herramienta de investigación de mercados patentada en los Estados Unidos. El confundador Gerald Zaltman, profesor de Marketing en Harvard y miembro de la Iniciativa Mente, Cerebro y Conducta, comenzó a juguetear con la técnica a principios de la década de 1990, combinando la neurociencia con grandes porciones de semiótica y con la teoría junguiana. Al igual que Dichter, Zaltman estaba convencido de que los consumidores no decían lo que pensaban porque, simplemente, no lo sabían, y sus pensamientos más profundos residían en el inconsciente. De manera individual o a través de su empresa consultora, para el año 2002 Zaltman había completado más de doscientos estudios ZMET para compañías como DuPont, GM, Reebok, AT&T, P&G, Coca-Cola y Hallmark. Aunque el ingrediente secreto de la técnica era y sigue siendo tan celosamente guardado como la receta de KFC, Zaltman reconoce que utilizar imágenes visuales y no palabras es la clave para revelar los pensamientos ocultos de las personas acerca de los productos que utilizan.7
No es de sorprender, dado el éxito de Olson Zaltman, que muchos otros profesores de Marketing en el país ahora estén utilizando metodologías inspiradas en el ZMET para sondear el inconsciente de los consumidores para los clientes. «Hay un enorme interés en las nuevas técnicas de investigación de mercados […] que tratan de descubrir la motivación detrás de las acciones de las personas», dijo en 2008 Tim Calkins, catedrático de Marketing en la Universidad Northwestern, confirmando que los modelos psicoanalíticos han ganado terreno frente a los grupos de enfoque y la investigación cuantitativa, a medida que más publicistas se han dado cuenta de que, como otro practicante actual del método ZMET lo expresó, «No puedes medir lo que no puedes comprender».8
Aunque la investigación motivacional ha pasado por un renacimiento en las últimas dos décadas, la publicidad subliminal está más desacreditada que antes. Por ejemplo, «Engaño subliminal» fue el título de un artículo de 1985 que se publicó en Psychology Today, seguido, un año después, por «Estupidez subliminal», en Los Angeles Times, y unos años más tarde, por «De lo subliminal a lo ridículo», que apareció en el New York’s. El exprofesor William Bryan Key (quien abandonó su trabajo como maestro en 1975 para escribir más libros y trabajar en el circuito de charlas universitarias después de su éxito unos años atrás con Seducción subliminal) no quitaba el dedo del renglón, y seguía argumentando que los publicistas estaban utilizando la técnica, insertando imágenes de cráneos en cubos de hielo y colocando por separado las letras S-E-X-O en las galletas saladas. Aunque no había duda de que algunos publicistas, particularmente quienes estaban en el negocio del alcohol y el tabaco, estaban apelando al inconsciente de los consumidores en su publicidad a través de lenguaje e imágenes cargados de emociones, para principios de la década de 1990 la idea del subliminalismo se había convertido primordialmente en una broma permanente, a pesar del encanto populista de Key. De hecho, algunos anunciantes habían comenzado a parodiar la publicidad subliminal en su publicidad real, convirtiendo la totalidad del concepto en objeto de burla. Por ejemplo, con ayuda de flechas podían detectarse imágenes sexuales vagas –¿una pareja bailando?, ¿una mujer flotando en una tina?– entre las burbujas y la ginebra en una serie de anuncios de Seagram, y las connotaciones subliminales eran una referencia cultural humorística y no un arma propagandística peligrosa. (La campaña se tituló Placer oculto, repitiendo la fórmula del título de Packard, y fue una respuesta a la afirmación de Key de que la palabra sexo estaba plasmada en los cubos de hielo de un anuncio de ginebra de Gilbey). Los comerciales de 1992 del Toyota Paseo hacían destellar imágenes de bikinis y las palabras salvaje, ardiente y sexy, mientras el anunciante hablaba de forma divertida acerca de cuán práctico era el auto. Esto era un falso homenaje al fenómeno que alguna vez aterrorizó a los estadounidenses. Mr. Subliminal, de Kevin Nealon, que apareció en Saturday Night Live en los noventa, llevó la broma aun más lejos, ya que el personaje insertaba lo que realmente pensaba o quería (por ejemplo, «Ten sexo») en una conversación normal.9
No obstante, y de manera paradójica, muchas personas siguen creyendo que los publicistas están utilizando (y no lo digo con ironía) técnicas subliminales y, lo más sorprendente, creen que funcionan. (Casi dos terceras partes de los estadounidenses creían en 1991 que la publicidad subliminal existía, según una encuesta telefónica de Ogilvy & Mather, y más de la mitad de los encuestados sentían que podía hacerlos comprar cosas que no querían). Aunque resultó ser ineficaz hace más de cuatro décadas, y a pesar de que las nuevas investigaciones no han probado lo contrario, el subliminalismo ha resultado un mito bastante resistente, al menos para los más ingenuos. Desde mediados de la década de 1980, los promotores de los productos de autoayuda han explotado con gran ingenio estas creencias persistentes, empalmando mensajes subliminales de afirmaciones positivas en formato de audio y video supuestamente con el fin de mejorar la salud mental o psicológica de su audiencia. «¿Tiene usted baja autoestima? ¿Tiene mala memoria? ¿No es lo suficientemente exitoso, rico o popular? Simplemente meta un CD o un DVD en un reproductor y permita que los mensajes ocultos obren milagros haciéndolo pensar con mayor creatividad». Esto es lo que han dicho estos publicistas a los consumidores que desean hacer todo, desde bajar de peso hasta dejar de fumar: una propuesta atractiva a pesar de que hay muy pocas evidencias de que los mensajes funcionen.10
Aun si funcionara, la publicidad subliminal palidecería frente a la siguiente generación de mercadotecnia que rápidamente está tomando forma. A medida que los científicos exploran los recovecos profundos del cerebro humano, se vuelve posible leer biológicamente la mente de las personas, lo cual constituye un salto cuántico en la comprensión de qué y cómo piensan los consumidores. Los estudios de resonancia magnética de la corteza prefrontal, junto con la biometría, están revelando nuestros pensamientos y sentimientos mismos: el Santo Grial para quienes trafican con el negocio de la información y el conocimiento. A principios de la década de 2000, el neuromarketing surgió como un campo legítimo cuando los científicos del cerebro comenzaron a defender de modo convincente que ahora eran ellos los mejores investigadores de mercados. La exploración de «la dinámica neural de la percepción y la producción de patrones sensoriomotores rítmicos», como lo expresó un neuromarketer en 2003, se está utilizando cada vez más como base para la toma de decisiones en los negocios, y la actividad en la corteza prefrontal medial quizá sea la llave maestra para el éxito en el marketing.11 En la actualidad, los investigadores se preguntan por qué habrían de molestarse en hablar con los consumidores, cuando pueden acudir directamente a la fuente: una muy buena pregunta a medida que dicha tecnología mejora y su práctica es más aceptada. Y así como pasó con la investigación motivacional hace medio siglo, se están promocionando los encefalogramas como una forma de evitar la deshonestidad y la falta de conclusión que a menudo vienen con las encuestas de mercado y los grupos de enfoque tradicionales; nuevamente, un caso de déjà vu.12 No obstante, no ha de sorprendernos que las mismas inquietudes que acosaron a la investigación motivacional y a la publicidad subliminal rodeen al neuromarketing: que husmear en nuestro cerebro es una orweliana invasión de la privacidad y algo potencialmente peligroso. Mientras estos miedos no se apacigüen y el IIM tome la batuta, tendrán que hacerlo medios más convencionales, lo cual significa que es probable que Freud siga en Madison Avenue durante los tiempos venideros.13
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