La primera obra de ficción de James Joyce, el volumen de relatos titulado Dubliners, concluida en 1904, tenía que ser publicada por un editor de Dublín, pero por una combinación de razones, que incluyen la supuesta impropiedad de algunas narraciones, la mención por su nombre real de tiendas, restaurantes y tabernas de Dublín y ciertas referencias poco respetuosas a la reina Victoria y a Eduardo VII por parte de uno de los personajes, los editores irlandeses no se atrevieron a publicar el libro hasta que salió por primera vez en Inglaterra en 1914, diez años después de ser escrito. A Portrait of the Artist as a Young Man se publicó primero en Nueva York en 1916. Ambos libros tenían muy poco en común con la narrativa inglesa que por entonces se escribía: los novelistas típicos de aquel tiempo eran H.G. Wells y Arnold Bennett, y Joyce no se parecía en lo más mínimo a ninguno de ellos. En su reciente renacimiento literario los irlandeses se hallaban más próximos al continente que a Londres, y James Joyce, como George Moore, trabajaba en la tradición de la narrativa francesa, no de la inglesa. Dubliners era obra francesa por su objetividad, su sobriedad y su ironía, al mismo tiempo que sus párrafos discurrían con una musicalidad y gracia bastante distintas de la cualidad tensa y metálica de Maupassant y Flaubert. Y A Portrait of the Artist as a Young Man, surgido en una época en que el público ya estaba harto de las tiernas historias de delicados adolescentes —los Edward Ponderevo, los Clayhanger, los Jacob Stahl, los Michael Fane—, no sólo llamó la atención, sino que fue la causa también de que la mayoría de estos libros parecieran psicológicamente superficiales y de bajísima calidad artística.
Ulysses se publicó en París en 1922. Originalmente se había concebido como relato breve para Dubliners y tenía que titularse Mr. Bloom’s Day in Dublin, o algo parecido. Pero esta idea se combinó después con la ulterior historia de Stephen Dedalus, el protagonista del autobiográfico A Portrait of the Artist as a Young Man. Sin embargo, Ulysses, en su forma definitiva como volumen de setecientas y pico de páginas, se perfiló como algo enteramente distinto de cualquiera de los primeros libros de Joyce, y debe ser abordado desde un punto de vista distinto al de si fuera, como los otros, una simple obra de la narrativa naturalista.
La clave de Ulysses está en su título, y esta clave es indispensable si hemos de apreciar la hondura y alcance reales del libro. Ulises, tal como figura en la Odisea, es el griego medio típico en cuanto a inteligencia: entre los demás héroes, se distingue por un saber astuto más que exaltado, y por el sentido común, la rapidez y el nervio, más que, digamos, por la bravura de un Aquiles o la firmeza y corpulencia de un Héctor. La Odisea presenta un hombre así prácticamente en todas las situaciones y relaciones de la vida humana ordinaria: en el curso de sus viajes, Ulises pasa por los peligros de tentaciones y pruebas y sobrevive a todas ellas gracias a su agudeza, hasta volver a su hogar y familia y reafirmarse allí como dueño. La Odisea proporciona así un modelo clásico al escritor que intenta una épica moderna del hombre ordinario, un modelo particularmente atractivo para el escritor moderno a causa de la efectividad calculada, la evidente sofisticación, de su forma. Por un rasgo que trasciende a algunas de las novelas de Conrad, Homero enmarcó los viajes de Ulises entre un grupo introductorio de libros en que nuestro interés por el héroe, previo a su aparición, se suscita por la búsqueda que emprende Telémaco de su padre perdido, y un grupo culminante de libros que ofrece a gran escala y de modo dramático el retorno a casa del viajero.
Ahora bien, Ulysses de Joyce es una Odisea moderna que sigue muy de cerca la Odisea clásica tanto por el tema como por la forma; y la significación de los personajes e incidentes de su narrativa en apariencia naturalista no puede propiamente entenderse sin referencia al original homérico. El Telémaco de Joyce es en los primeros libros Stephen Dedalus, esto es, el propio Joyce. Los Dedalus, según ya se nos revela en A Portrait of the Artist as a Young Man, son una familia apacible y pobre de Dublín. El padre de Stephen, Simon Dedalus, pasó por variados empleos para acabar siendo nada en especial, un bebedor, un deportista en decadencia, un tenor aficionado, un personaje bien conocido de los bares. Pero Stephen recibió una buena educación en un colegio de jesuitas, y al final de la primera novela lo vemos a punto de trasladarse a Francia para estudiar y escribir.
Al comienzo de Ulysses está desde hace un año de regreso en Dublín: volvió a casa desde París al recibir un telegrama con la noticia de que su madre se moría. Y ahora, al cabo de un año de su muerte, la familia Dedalus, ya reducida a la pobreza, se ha desmoralizado y desintegrado por completo. Mientras los hermanos y hermanas jóvenes de Stephen no tienen lo suficiente para comer, Simon Dedalus hace la ronda por las tabernas. Stephen, que estuvo siempre resentido con su padre, siente que en realidad no tienen padre. Se halla más aislado que nunca en Dublín. Es Telémaco en busca de un Ulises. Su amigo, el estudiante de medicina Buck Mulligan, con quien comparte una vieja torre en la costa y que se imagina compartir también los gustos artísticos y los intereses intelectuales de Stephen, en la práctica lo humilla al protegerle y ridiculiza sus aptitudes y ambiciones. Es Antínoo, el más atrevido de los pretendientes de Penélope, que mientras Ulises está ausente, trata de hacerse dueño de la casa y se burla de Telémaco. Stephen anunció al término de la primera novela: «I go… to forge in the smithy of my soul the uncreated conscience of my race»;1 y ahora, de nuevo en Dublín, desorientado y desheredado, lleva con Mulligan una vida disipada e improductiva. Pese a lo cual, así como Telémaco halla amistad y asistencia, a Stephen la mujer que le lleva a la torre la leche para el desayuno le evoca la conciencia increada de aquella Irlanda que es aún su destino por forjar: «Old and secret… maybe a messenger».2 Es Atenea, que, a guisa de Mentor, proporciona a Telémaco el barco; y el recuerdo de Kevin Egan, un exiliado irlandés en Dublín, es el Menelao que le desea un próspero viaje.
Ahora la escena cambia, como ocurre en la Odisea, al propio Ulises perdido. El Ulises de Joyce es un judío de Dublín, un agente de publicidad llamado Bloom. Como Stephen, vive entre extraños: judío e hijo de padre húngaro, se siente poco menos que extranjero entre los irlandeses; y hombre de escasas aptitudes, pero de sensibilidad e inteligencia auténticas, poco tiene en común con el mundo de baja clase media en que vive. Se casó hace dieciséis años con la lozana hija de un oficial del ejército irlandés, cantante profesional, de prodigioso apetito sexual, que le ha sido infiel de modo continuo e indiscriminado. Han tenido una hija, ya mayor, que al parecer va por el camino de su madre; y un hijo, en quien Bloom había puesto esperanzas de que algún día se vería en él mejorado a sí mismo, pero que murió once días después de nacer. Las cosas no fueron igual entre los Bloom desde la muerte del hijo; hace ya más de diez años que Bloom no ha intentado el coito con su mujer, como si el nacimiento del enfermizo Rudy le hubiera desalentado y puesto en duda su virilidad. Sabe que su mujer tiene amantes, pero no se queja ni trata de interferir; hasta se resigna a que acepte dinero de ellos. Es un Ulises sin Telémaco y separado de su Penélope.
Seguimos ahora las aventuras de Bloom del día 16 de junio de 1904 (todo el Ulysses tiene lugar en menos de veinticuatro horas). Le atraen los lotófagos; le horrorizan los lestrigones. Asiste al entierro de un Elpenor y desciende con él imaginativamente a los infiernos; sufre a causa de la estima cambiante de un Eolo. Escapa mediante una treta de la ferocidad de un cíclope y se desliga por prudencia de los encantos virginales de una Nausícaa. Y al fin, del prostíbulo de una Circe que le había transformado en cisne, vuelve al estado humano.
Las idas y venidas de Stephen durante el día se entretejen entre los vagabundeos de Bloom: ambos se encuentran dos veces, pero no se reconocen uno al otro. Advertimos que a ambos los oprimen y arrastran de continuo ideas que han tratado denodadamente de apartar de sus mentes: la respectiva situación familiar los persigue y explica todo lo que hacen ese día.
En el caso de Stephen, hace sólo pocos días que fue el aniversario de la muerte de su madre, y él está obsesionado por su recuerdo: ella le rogó en el lecho de muerte que se arrodillara y rezara por su alma, y, en rebeldía contra la educación católica que había disciplinado y malogrado su conducta, celoso de la independencia que había conquistado y con miedo al pasado al que había vuelto, se negó cruelmente y permitió que ella muriera sin el alivio de creer que él se había arrepentido de su apostasía. Pero ahora que está muerta este incidente le tortura. Por la mañana temprano reprochó a Mulligan —acusándose realmente a sí mismo— algo que este último había dicho sobre la madre de Stephen en los días de su muerte y que Stephen acertó a oír y le ofendió; y, mientras asomado contempla el mar luminoso de la mañana, la pena y el horror de lo que fue la vida de su madre se le tornan súbitamente vívidos y de nuevo revive todo lo que ella había sufrido. Luego, como apartando de sí su memoria, exclama: «No mother! Let me be and let me live!».3 Pero aunque durante todo ese día amargo y sin rumbo se sienta desvalido por el remordimiento de su madre, es el desaliento desesperado y el asco hacia su padre lo que rige todos sus pensamientos y acciones. Cuando enseña en la escuela, concluye la clase con un chiste histérico sobre «the fox burying his grandmother under a hollybush»,4 y en un muchacho estúpido que no puede resolver las sumas él ve ahora su propia descuidada juventud, que su madre había resguardado del mundo. Después del colegio va a pasear por la playa y piensa hacer una visita a la familia de un tío materno al que desprecia, como si de este modo pudiera hacer penitencia por la dureza hacia su madre y compensarla ahora mediante su generosidad con sus parientes; pero de nuevo el contraimpulso que en la anterior ocasión había experimentado con excesiva fuerza entra ahora en juego para bloquear su intención: se abandona mentalmente a otras cosas y se pasea hasta más allá del lugar en que debía haber girado. El artista está aún en pugna con el hijo; los dos son irreconciliables: se dispone a escribir un poema, pero los versos se le resisten, y se queda mirando un barco que avanza en silencioso retorno. Luego, en la biblioteca, improvisa una larga y pretenciosa clase sobre la relación de Shakespeare con su padre, una lección que tiene poco que ver con Shakespeare pero bastante con el propio Stephen.
Y mientras Stephen se libra del recuerdo de sus padres, Bloom se libra del recuerdo de su mujer. Ha visto que Molly recibía durante el desayuno una carta que él sospecha —y con razón— que es de Blazes Boylan, un macho de relumbrón en la ciudad que está arreglando una gira de conciertos a Molly, con la que mantiene una aventura amorosa. Durante todo el día tiene que cambiar de tema cuando se menciona el nombre de Boylan y durante todo el día evita su encuentro por la calle. Al mediodía, mientras Bloom come en el hotel Ormond, Boylan llega a la barra, pide una bebida y se jacta de ir a ver a la señora Bloom, y, cuando se va, Bloom oye que un hombre en la barra habla y se ríe de los favores fáciles de Molly. Y luego, en la taberna, la conversación sobre las ganancias de Boylan en un combate de boxeo, a pesar de los tímidos pero insistentes esfuerzos de Bloom por hacer que se pase a hablar de tenis, es un incidente que suscita un antagonismo entre Bloom y los demás y, a la larga, la disputa entre los ciudadanos-cíclopes y Bloom. Al término del episodio de Nausícaa, la voz del reloj de cuclillo de la casa del cura dice a Bloom que él mismo es ahora un cuclillo.5
Al atardecer, Bloom va a la maternidad para interesarse por la esposa de un amigo que ha tenido un parto difícil; allí encuentra y reconoce a Stephen, que está bebiendo con los estudiantes de medicina. En la Odisea el naufragio final de Ulises y los infortunios subsiguientes son consecuencia de la impiedad de sus compañeros, quienes en contra de todas las prevenciones han matado y comido los Bueyes del Sol. De modo análogo, a Bloom le duele la impiedad de los estudiantes cuando éstos hacen chistes obscenos sobre el parto y la maternidad. Por parte de Stephen, cuya madre murió hace sólo un año, estas risas parecen especialmente chocantes, pero es el mismo sentido de culpa de Stephen lo que le vuelve particularmente blasfemo y brutal. Con todo, el propio Bloom, a su manera, también ha transgredido el principio de fertilidad con su prolongado olvido de Molly: la Calipso que le retuvo desde el naufragio es la ninfa que pende en su dormitorio y a quien hace objeto de sus fantasías amorosas. Es este pecado contra la fertilidad el que, en el momento en que la señora Bloom recibe la visita de Boylan, atrajo a Bloom a la playa feacia, para darse a nuevos ensueños eróticos relativos a la pequeña Gerty MacDowell, la Nausícaa de la playa de Dublín.
Cuando nace al fin el niño de Purefoy, el grupo sale precipitadamente a una taberna; y luego, tras un altercado de borrachos entre Dedalus y Buck Mulligan en la parada del tranvía, en que Antínoo y Telémaco al parecer disputan por la llave de la torre y Telémaco se marcha sin casa ni hogar, Stephen se va a un burdel con uno de sus compañeros y con Bloom, que los sigue a alguna distancia. Ambos están por entonces bastante bebidos, aunque Bloom, con su prudencia invencible, no lo esté tanto como Stephen. Y durante la borrachera, bajo la sórdida luz de gas y al son del piano mecánico del burdel, emergen a su conciencia, por primera vez desde la mañana, sus respectivas preocupaciones; Bloom se ve a sí mismo, en una imagen horrible, mirando a Blazes Boylan y Molly, como un cornudo abyecto, el hazmerreír del mundo; y allí surge de pronto en la imaginación de Stephen la figura de su madre muerta, que vuelve de la tumba para recordarle su inhospitalario y desalentado amor y para implorarle que rece por su alma. Pero de nuevo él no puede condescender, no lo hará; en un gesto de borracho desesperado, intolerablemente desgarrado por el conflicto entre impulsos, por las emociones que le paralizan, alza el bastón y hace pedazos la araña de luces; luego sale deprisa a la calle, donde se enzarza en una disputa con dos soldados ingleses que lo tiran al suelo. Bloom le sigue, y al inclinarse sobre Stephen contempla la aparición de su propio hijo muerto, el pequeño Rudy, como Bloom hubiera querido que fuera en vida —docto, cultivado, sensible, refinado—: en suma, un joven como Stephen Dedalus. Ulises y Telémaco se han unido.
Bloom levanta a Stephen y se lo lleva primero a un café y luego a su casa. Intenta hablarle de artes y ciencias, de las ideas generales que le interesan; pero Stephen está de mal humor y exhausto y apenas le hace caso. Bloom le pide que pase allí la noche, que se vaya a vivir con ellos; pero Stephen se niega y al poco se marcha. Bloom se levanta, se va a acostar con Molly, le describe las aventuras del día y pronto se queda dormido.
Pero el encuentro de Bloom con Stephen afectará por igual a la vida de Stephen como a las relaciones entre los Bloom. El haber rescatado y hablado a Stephen devuelve a Bloom algo de la perdida confianza en sí mismo. Años antes adquirió la costumbre de prepararle cada mañana el desayuno a Molly y llevárselo a la cama —es la primera cosa que le hemos visto hacer al comienzo del día—; pero por la noche, antes de dormirse, le da a entender que espera que sea ella la que prepare el desayuno a la mañana siguiente y se lo lleve a la cama. Esto sorprende y desconcierta a la señora Bloom, y el resto del libro es la relación de sus reflexiones en tanto sigue despierta pensando en el regreso de Bloom al hogar. Se siente perpleja ante su conducta reciente, y su actitud hacia él ahora es al principio una mezcla de celos y resentimiento. Le complace pensar que, si bien Bloom la tiene actualmente olvidada, Blazes Boylan satisface sus exigencias. Pero cuando empieza a ver la posibilidad de que Stephen Dedalus se vaya a vivir con ellos, la grosería de Blazes Boylan le parece intolerable: la idea de Stephen la ha vuelto más delicada; siente mucha ternura hacia él e imagina entre ellos una relación de carácter ambiguo pero íntimo, entre amoroso y maternal. Pero la principal causa de esta revolución en la mente de Molly es el propio Bloom: al hablarle de Stephen le ha impuesto de nuevo sus propios valores; al estar fuera de casa todo el día y volver muy avanzada la noche, y al exigirle que le lleve el desayuno a la cama, ha reafirmado su propia voluntad. Y evoca toda su experiencia con Bloom, el noviazgo, la vida marital. Recuerda ahora, cuando se prometieron, que había sido su inteligencia y naturaleza comprensiva, aquel toque de imaginación que lo distinguía de los demás hombres, lo que la decidió en su favor, «because he understood or felt what a woman is and I knew, I could always get around him»;6 o el día que la besó por primera vez la había llamado «flor de la montaña». Es en la mente de su Penélope donde este Ulises ha matado a los pretendientes que le disputaban el puesto.
En cuanto a Stephen, aunque aparentemente sordo al interés y cordialidad de Bloom, al fin encuentra en Dublín, a pesar de todo, a alguien lo bastante comprensivo para darle el hilo, proporcionarle el tema, que le permitirá entrar con la imaginación —como artista— en la vida común de su raza. Es posible que Molly y Bloom, como resultado del encuentro de Bloom con Stephen, reanuden sus normales relaciones maritales; pero lo cierto es que Stephen, como resultado de este encuentro, se irá y escribirá Ulysses. Según nos dice Buck Mulligan, el joven poeta se propone «escribir algo dentro de diez años». Esto era en 1904; Ulysses se data al final de este año como iniciado en 1914.
II
Ésta es la historia de Ulysses a la luz de su paralelo homérico; pero una descripción así no da realmente una idea suficiente de lo que es este libro, de sus descubrimientos psicológicos y técnicos y de su magnífica poesía.
Calculo que Ulysses es la novela más completamente «escrita» desde tiempos de Flaubert. El ejemplo del gran poeta en prosa del naturalismo ha influido profundamente en Joyce, en su actitud hacia el mundo burgués moderno y en el contraste que implica el paralelo homérico de Ulysses entre nuestro propio mundo y el antiguo, así como en el ideal de objetividad rigurosa y de adaptación del estilo al tema, del mismo modo que la influencia de aquel otro gran poeta del naturalismo, Ibsen, es obvia sobre la única obra teatral de Joyce, Exiles. Pero, en general, Flaubert se había limitado a ajustar la cadencia y la frase precisamente al estado de ánimo u objeto descritos; y, aun así, más le ocupaban la frase que la cadencia, y más el objeto que el estado de ánimo, pues estado de ánimo y cadencia no varían realmente mucho en Flaubert: él nunca se encarna en sus personajes ni identifica su voz con la de ellos, y, como resultado, el propio tono característico de Flaubert, entre sombrío, pomposo e irónico, se vuelve a la larga un poco monótono. Pero Joyce, en Ulysses, no sólo se propuso transmitir, con la máxima exactitud y belleza, las visiones y sonidos entre los que se mueve su gente, sino que, mostrándonos el mundo tal como sus personajes lo perciben, hallar el vocabulario y ritmo únicos que representasen los pensamientos de cada cual. Si Flaubert enseñó a Maupassant a buscar los adjetivos precisos que distinguieran a un determinado conductor de otro conductor de coche de la estación de Ruán, Joyce se propuso la tarea de encontrar el dialecto exacto que distinguiera los pensamientos de un determinado dublinés de los de la otra gente de Dublín. Así, se representa la mente de Stephen Dedalus mediante una urdimbre de brillantes imágenes poéticas y abstracciones fragmentarias y motivos de procedencia libresca, en un tono sobrio, melancólico y arrogante; la de Bloom, mediante una notación rápida en staccato, prosaica pero vívida y alerta, de ideas que se lanzan en todas las direcciones y que son resultado de otras ideas; los pensamientos del padre Conmee, rector del colegio jesuita, mediante una prosa precisa, perfectamente incolora y metódica; los de Gerty-Nausícaa, mediante una combinación de coloquialismos de colegiala con jerga de novela rosa, y las reflexiones de la señora Bloom, mediante un largo e ininterrumpido ritmo propio del acento irlandés, como el oleaje de un mar profundo.
Joyce nos hace así penetrar directamente en la conciencia de sus personajes, y a este fin se valió de unos métodos que Flaubert nunca soñó: los métodos del simbolismo. En Ulysses ha explotado, como ningún otro escritor pudo antes siquiera imaginar, las fuentes del simbolismo y del naturalismo. La novela de Proust, pese a ser genial, tal vez represente un incurrir en la decadencia de la narrativa psicológica: al final permite que el elemento subjetivo invada y hasta deteriore aquellos aspectos de la narración que en realidad debería haber mantenido con estricta objetividad si pretendía que el lector diera lo ocurrido por verídico. Pero la comprensión joyceana de su mundo objetivo nunca decae: su obra está inquebrantablemente fundada sobre bases naturalistas. Si À la Recherche du temps perdu deja muchas cosas vagas —la edad de los personajes y a veces las circunstancias reales de sus vidas, y, lo que es peor, la posibilidad de que ellos no sean sino malos sueños del protagonista—, el Ulysses ha sido ideado con lógica y documentado con exactitud hasta el último detalle: todo lo que ocurre es perfectamente consistente, y sabemos con precisión lo que los personajes llevaban, cuánto pagaron por las cosas, dónde estaban en los distintos momentos del día, qué canciones populares cantaban y qué noticias leyeron en los periódicos el día 16 de junio de 1904. Pese a lo cual, cuando se nos da acceso a la mente de cualquiera de ellos, nos vemos en un mundo tan complejo y especial, un mundo en ocasiones tan fantástico y oscuro, como el de un poeta simbolista —y un mundo trasladado por similares rasgos lingüísticos—. Más a nuestras anchas estamos en las mentes de los personajes de Joyce que lo estaremos probablemente, salvo después de algún estudio, en la mente de un Mallarmé o de un Eliot, porque mayor es nuestro conocimiento de las circunstancias en que ellos viven; pero se nos confronta ante la misma clase de confusión de emociones, percepciones y razonamientos, y es probable que nos sintamos desconcertados a causa de la misma clase de lagunas de pensamiento, cuando ciertos vínculos en la asociación de las ideas caen en el inconsciente de forma que nos obliga a adivinarlos por nosotros mismos.
Pero Joyce ha llevado más lejos los métodos del simbolismo que simplemente el de situar una escena naturalista y entonces, en aquel marco, representar directamente el alma de los distintos personajes, mediante monólogos simbolistas, como los de Mr. Prufrock o L’Après-midi d’un faune. Y es el hecho de que no siempre se detuviera aquí lo que vuelve muy enigmáticas algunas partes de Ulysses cuando las leemos por primera vez. En la medida en que se trata de monólogos interiores dentro de escenas realistas, nos enfrentamos a elementos familiares meramente combinados de un modo novelesco; es decir, en lugar de leer: «Bloom se dijo a sí mismo: “Podría ingeniármelas para escribir un relato que ilustrara tal o cual proverbio. Podía firmarlo así: señor y señora L.M. Bloom”», leemos: «Might manage a sketch. By Mr. and Mrs. L.M. Bloom. Invent a story for some proverb which?».7 Pero a medida que avanzamos en Ulysses vemos que las escenas realistas se van extrañamente distorsionando y disolviéndose y nos sorprende la introducción de voces que no parecen pertenecer ni a los personajes ni al autor.
El punto está en que Joyce se ha propuesto hacer de cada uno de los episodios una unidad independiente que mezclará las distintas series de elementos de cada cual —las mentes de los personajes, el lugar donde se hallan, el ambiente que los rodea, la sensación del momento del día—. En A Portrait of the Artist, Joyce había hecho experimentos, al igual que Proust, de variar la forma y el estilo de las diversas secciones de acuerdo con las diferentes edades y fases del protagonista: de los fragmentos infantiles de impresiones de niñez, pasando por las revelaciones extáticas y las terribles pesadillas de adolescencia, a las serenas notaciones de su juventud. Pero, en A Portrait of the Artist, Joyce lo presentaba todo desde el punto de vista de un personaje único y particular, Dedalus; mientras que en Ulysses se ocupa de varios y distintos personajes —Dedalus ha dejado de ser el centro—, y, además, su método, que nos permite vivir el mundo de dichos seres, no es siempre una mera cuestión de ir cambiando del punto de vista de uno al punto de vista del otro. A fin de entender lo que está haciendo aquí Joyce, hay que imaginar una serie de poemas simbolistas, que en sí mismo suponen personajes cuyas mentes se representan de modo simbolista y que no dependen de la sensibilidad del poeta que habla en nombre propio, sino de la imaginación del poeta que desempeña un papel absolutamente impersonal y que siempre se autoimpone las restricciones naturalistas relativas a la historia narrada, al mismo tiempo que se permite ejercer todos los privilegios simbolistas relativos al modo de contarla. Probablemente no contamos con esto en los primeros episodios de Ulysses: son más sobrios y claros que la luz matinal de la costa irlandesa en que se sitúan: las percepciones que del mundo externo tienen los personajes suelen distinguirse de los pensamientos y sentimientos que aquéllas les suscitan. Pero en la redacción del periódico, por primera vez, un ambiente general empieza a crearse, más allá de la individualidad de los personajes, mediante una puntuación del texto con titulares periodísticos que anuncian en la narración los incidentes. Y en la escena de la biblioteca, que tiene lugar a primera hora de la tarde, la gente y el marco exterior empiezan a disolverse en la percepción de Stephen, realzados y borrosos por el alcohol de la hora de la comida y por la excitación intelectual de la conversación, en la mansedumbre y semioscuridad de la biblioteca: «Eglintoneyes, quick with pleasure, looked up shybrightly. Gladly glancing, a merry puritan, through the twisted eglatine».8 Sin embargo, aquí aún todo lo vemos a través de los ojos de Stephen, a través de los ojos de un único personaje; pero en la escena del hotel Ormond, que ocurre un par de horas después, nuestros ensueños se impregnan progresivamente del mundo circundante, a medida que la luz se extingue y se acumulan las impresiones del día; y la visión y sonidos y las vibraciones emocionales y el deseo de alimento y bebida avanzada la tarde; las risas; el pelo bronce y oro de las camareras, el ruido del coche de Blazes Boylan en su camino a casa de Molly Bloom; el repique de los cascos de los caballos, cuyo estruendo penetra por la ventana abierta; la balada que canta Simon Dedalus; el son de acompañamiento del piano, y la cena confortable de Bloom, todo ello —aunque no lo perciba por completo, del comienzo al fin, el propio Bloom— se mezcla de un modo bastante ajeno a la manera naturalista en una armonía de sonidos intensos, de colores vibrantes, de emociones profundamente confusas y de luz en descenso. La escena en el burdel por la noche, donde Dedalus y Bloom están bebidos, tiene el efecto de imágenes movidas a cámara lenta en las que la visión intensificada de la realidad se torna fantasmagórica; y la decepción que sucede a la emoción de esta escena, el cansancio y la laxitud, en el refugio de la parada del cochero, desde donde Bloom se lleva a Stephen a un café, se expresan en una prosa tan insípida, fatigada y trivial como los incidentes que relata. Joyce logra aquí, por métodos distintos, un relativismo similar al de Proust: reproduce literariamente los distintos aspectos, las distintas proporciones y texturas, que adoptan cosas y gentes en los distintos momentos del día y bajo distintas circunstancias.
III
No creo que el uso por parte de Joyce en Ulysses de todos estos recursos técnicos sea igualmente eficaz; pero, antes de su ulterior discusión, debemos enfocar el libro desde otro punto de vista.
Ha sido siempre característica de Joyce el descuido de la acción, del relato, del drama, según la forma usual, y aun del impacto directo que cada personaje provoca sobre los demás, tal como suele ocurrir en la novela corriente, en favor del retrato psicológico. Hay una tremenda vitalidad en Joyce, pero muy poco movimiento. Como Proust, es más sinfónico que narrativo. Su narración tiene progresión, desarrollo, pero éstas son más musicales que dramáticas. El relato más elaborado e interesante de Dubliners —la historia titulada «The Dead»— es simplemente el informe de la modificación que en una sola tarde se origina en las relaciones entre marido y mujer a causa del descubrimiento, por el efecto producido en la mujer por una canción que ella ha oído en una reunión familiar, de sus relaciones amorosas con otro hombre; A Portrait of the Artist as a Young Man es simplemente una serie de cuadros del autor en los sucesivos estadios de su desarrollo; el tema de Exiles es, como el de «The Dead», la modificación de las relaciones entre marido y mujer como resultado de la reaparición del hombre que fue amante de la mujer. Y Ulysses, de nuevo, pese a sus vastas proporciones, es simplemente la historia de otro pequeño pero significativo cambio en las relaciones de otro matrimonio como resultado del impacto causado en su hogar por la persona de un joven poco menos que desconocido. La mayor parte de estas narraciones cubren sólo un período de pocas horas, y nunca se prolongan más allá. Explorar una de estas situaciones, establecer los mínimos y graduales reajustes, es todo lo que a Joyce le interesa.
Todo, es decir, desde el punto de vista del incidente normal. Pero aunque Joyce carezca casi por completo de afán por los conflictos violentos o la acción vigorosa, su obra es prodigiosamente rica y viva. Su fuerza, en lugar de seguir una línea, se expande por todas las dimensiones (incluida la del tiempo) a partir de un solo punto. Una vida inagotable y compleja anima el universo de Ulysses: retornamos a él como quien vuelve a visitar una ciudad, en la que cada vez reconocemos más caras, entendemos a más personas, establecemos más relaciones, movimientos e intereses. Joyce ha ejercido una considerable inventiva técnica al darnos a conocer los elementos de su historia en un orden que nos permita establecer relaciones; pero dudo que haya una memoria humana capaz de responder, en una primera lectura, a los requerimientos de Ulysses. Y cuando lo releemos entramos por cualquier parte, como si de veras fuera algo sólido como una ciudad que en realidad existiera en el espacio y a la que pudiéramos tener acceso desde cualquier dirección —se dice que Joyce, al componer sus libros, trabaja simultáneamente las distintas partes—. Más que ninguna otra obra de ficción, salvo tal vez la Comédie humaine, Ulysses crea la ilusión de un organismo social vivo. Lo vemos sólo en el plazo de veinte horas, pero conocemos su pasado tanto como su presente. Tomamos posesión de Dublín, por la vista, el oído, el olfato, el sentimiento, la reflexión, la imaginación, el recuerdo.
El manejo joyceano de este inmenso material, su método de dar forma al libro, no tiene paralelo alguno en la narrativa moderna. Los primeros críticos de Ulysses tomaron erróneamente la novela por un «trozo de vida» y le objetaron que era demasiado fluida o caótica. No reconocían un argumento porque no reconocían una progresión, y el título no les decía nada. Ni siquiera podían descubrirle un modelo. Sin embargo, resulta ahora evidente que Ulysses más se resiente de un exceso de diseño que de una falta de él. Joyce trazó un esquema de su novela,9 al que han tenido acceso algunos de sus comentaristas, pero no ha permitido que se publicara en su integridad (si bien es de suponer que el libro que Stuart Gilbert anuncia sobre Ulysses incluya toda la información contenida en dicho esquema); y de él se deduce que Joyce se propuso cumplir hasta el detalle los requisitos de un proyecto sumamente complicado y que apenas podíamos adivinar, salvo en sus rasgos más obvios. Pues aun en caso de conocer su analogía con el relato homérico y de identificar algunas de sus correspondencias —de reconocer sin dificultad a los cíclopes en los fenianos de profesión feroz, o a Circe en la madama del burdel, o a Hades en el cementerio—, nunca habríamos sospechado con cuánta fidelidad y sutileza llevó a cabo dicho paralelo; nunca habríamos supuesto, por ejemplo, que cuando Bloom pasa por la Biblioteca Nacional mientras Stephen discute con los literatos, de un lado elude a Escila —es decir, Aristóteles, la roca del dogma— y del otro a Caribdis —Platón, la vorágine del misticismo—; ni que cuando Stephen se pasea por la playa está reconstruyendo el combate con Proteo —asunto este de primera importancia—, cuyas continuas transformaciones le revelan a Stephen los objetos que absorbe y arroja el mar, pero cuyas formas él será capaz de retener y fijar, como el Proteo homérico fue contenido y sojuzgado, por el poder de las palabras que le otorgan sus imágenes. Ni sabríamos que la serie de frases y sílabas onomatopéyicas situadas al comienzo del episodio de las sirenas —el canto en el hotel Ormond—, y elegidas de la narración que sigue, se supone que son temas musicales y que el episodio mismo es una fuga; y aunque percibamos el efecto irónico de las muestras del hinchado periodismo de Irlanda introducido a intervalos regulares dentro de la conversación con el patriota en la taberna, difícilmente comprenderíamos que ello obedece a una meditada técnica de «agigantamiento», pues, dado que los ciudadanos representan a los cíclopes y los cíclopes eran gigantes, debe hacerlo a escala colosal mediante un alarde de todas las trivialidades de su faramalla patriótica llevada a proporciones gigantescas. Nunca probablemente supondríamos todo esto, y de veras nunca supondríamos la inventiva que ha puesto Joyce en otras partes. No sólo, según nos informa el mencionado esquema, hay un elaborado paralelo homérico en Ulysses, sino que hay también un órgano del cuerpo humano y una ciencia humana del arte representados en cada episodio. Buscamos esto con cierta incredulidad, pero lo encontramos, está ahí en realidad, enterrado y oculto tras la fachada realista, plantado con esmero, explayado de modo inconfundible. Y a poco que se nos insinúe podremos seguir descubriendo toda clase de ornamentos y emblemas encubiertos: en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo, hay incontables referencias a las flores; en el de los lestrigones, a la comida; en el de las sirenas, chistes sobre términos musicales; y en el de Eolo, en la oficina del periódico, no sólo muchas referencias al viento, sino —por ser la retórica el arte representado en este episodio, según Gilbert— centenares de distintas figuras de dicción.
Ahora bien, en general, el paralelo homérico en Ulysses se lleva a cabo con intención y finura y se justifica por sí mismo: contribuye a dotar a la historia de una significación universal y permite a Joyce mostrarnos en las acciones y relaciones de sus personajes sentidos que tal vez no pudiera insinuarles fácilmente de otro modo, puesto que los propios personajes deben ignorar en buena parte dichos sentidos, y puesto que Joyce eligió un método estrictamente objetivo, según el cual el autor no debe inmiscuirse en la acción. Y hasta podemos aceptar que las artes y ciencias y los órganos del cuerpo humano hacen del libro un conjunto completo e integrado, si bien algo laboriosamente sistemático: el conjunto de la experiencia humana en un día. Pero cuando agrupamos todas estas cosas y consideramos el virtuosismo de los recursos técnicos, el resultado es algo desconcertante y confuso. Advertimos, como antes al examinar el esbozo, que cuando avanzábamos por primera vez en la lectura de Ulysses eran estos órganos y artes y ciencias y las correspondencias homéricas lo que a veces más se nos resistía. Sin saberlo, íbamos franqueando estos obstáculos con el propósito de seguir a Dedalus y Bloom. El problema era que, más allá del tema aparente y, como quien dice, bajo la superficie de lo narrativo, se nos proponían demasiados temas y demasiadas categorías distintas de temas.
En mi opinión, es fácil, pues, concluir que Joyce elaboró demasiado Ulysses, que intentó poner en él demasiadas cosas. ¿Qué valor tienen todas las referencias a las flores en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo? No crean en las calles de Dublín un ambiente de comer loto; simplemente nos deja perplejos, si no nos incitan a indagarlo, por qué hizo Joyce que Bloom pensara y viera ciertas cosas cuya explicación final es que son un pretexto para mencionar flores. ¿Y no malogran su objetivo las gigantescas interpolaciones del episodio de Calipso al hacer que nos sea imposible seguir la narración? Las interpolaciones son en sí mismas cómicas, el incidente relatado es una obra maestra de lenguaje y humor, la idea de combinarlas parece feliz; con todo, el efecto es mecánico y fastidioso: al final hay que volver a leerlo, omitiendo las interpolaciones, a fin de averiguar lo que ocurre. El ejemplo más claro de las posibilidades de fracaso de este método demasiado sintético, demasiado sistemático, es, a mi juicio, la escena en la maternidad. Antes he descrito lo que realmente ocurre allí después de trabajarlo en varias lecturas y a la luz del esquema de Joyce. Los Bueyes del Sol son la «fertilidad», el crimen cometido contra ellos es el «fraude». Pero, no contento con esto, Joyce se ha tomado la molestia de llenar el episodio con referencias reales al ganado y de incluir una larga conversación sobre los toros. En cuanto a la técnica adoptada, creo que en este caso no es nada apropiada a la situación, sino que se la ha dictado una pedantería puramente fantástica: Joyce describe aquí su método como «embrionario», en conformidad con el tema, la maternidad, y el capítulo está escrito como una sucesión de parodias de los estilos literarios ingleses, desde el latín macarrónico de los primeros cronicones hasta Huxley y Carlyle; la evolución del lenguaje que corresponde al crecimiento del niño en el útero materno. Ahora bien, en este episodio tiene lugar algo fundamental —el encuentro entre Dedalus y Bloom—, un importante eslabón en la narración. Pero se nos escapa porque bastante tenemos con seguir lo que ocurre en la tertulia de la taberna, un asunto en sí mismo más bien confuso, por medio del lenguaje de la Morte d’Arthur, los diarios del siglo XVII, las novelas del XVIII y otras muchas especies literarias en las que por el momento no tenemos por qué interesarnos. Si atendemos a las parodias, nos perdemos la narración; y si intentamos seguir la narración, nos vemos incapaces de apreciar las parodias. Las parodias echan a perder la narración, y la necesidad de contar la narración por medio de aquéllas resta casi toda la vida de las parodias.
Joyce tiene, como Proust, muy poca consideración por la capacidad de atención del lector; y uno siente, en el caso de Joyce como en el de Proust, que las longueurs que nos agobian, la combinación mecánica de elementos que no logran fundirse, son en parte resultado de un esfuerzo de sobrehumana energía por compensar mediante acumulación su inhabilidad para hacerlos progresar.
Hemos llegado, en la maternidad, a la escena culminante de la narración, y Joyce nos deja allí, más que nunca, atascados. Olvidamos los Bueyes del Sol en la escena siguiente de la noche maravillosa de la ciudad, pero luego aún nos deja más atascados que antes en la decepción interminable de la espera del cochero y en el capítulo de preguntas y respuestas que se encarga de comunicarnos por el medio más opaco y menos atractivo posible la conversación de Dedalus con Bloom. El propio episodio de la noche de la ciudad y el soliloquio de la señora Bloom, que cierra el libro, se cuentan desde luego entre los mejores momentos de éste, pero las dimensiones de los otros tres capítulos últimos y el efecto discordante que produce el estilo de pastiche, al insertarlo dentro del estilo directamente naturalista, me parecen del todo insostenibles desde un enfoque artístico. Es natural que Joyce intentara contraponer los episodios insípidos y fastidiosos a los ricos y vívidos; asimismo, es parte esencial de su punto de vista la representación de las mutaciones más profundas de nuestras vidas como iniciándose de modo natural entre la noche y la mañana, sin que las partes interesadas aprecien por el momento su importancia, pero ciento sesenta y una páginas más o menos deliberadamente aburridas son demasiado peso muerto aun para las otras ciento noventa y nueve por llegar. Además, Joyce ha semienterrado la narración bajo el virtuosismo de sus recursos técnicos. Es casi como si la hubiera elaborado tanto y trabajado en ella tan largo tiempo que se hubiera olvidado, entretenido en escribir las parodias, del drama que inicialmente había intentado representar; o como si pretendiera divertirnos y abrumarnos con funciones y proezas para que no nos decepcionara lo inocuo —salvo por lo que a la escena de los borrachos se refiere— del encuentro final de Dedalus con Bloom; o incluso tal vez como si no quisiera que comprendiésemos totalmente la narración, como si, no del todo él consciente de lo que hacía, hubiera acabado por levantar entre ella y nosotros una muralla de prosa solemne y burlesca; como si se sintiera asustado y solícito por ella, y quisiera protegerla de nosotros.
IV
Pero incluso estos episodios a los que he puesto ciertos reparos aportan algo valioso a Ulysses. En el capítulo de las parodias, por ejemplo, Joyce parece decirnos: «Aquí van muestras de lo que el hombre escribió sobre sí mismo en el pasado: ¡qué ingenuo y presuntuoso resulta! Me he abierto camino por estos supuestos y presunciones y he mostrado cómo él debe reconocerse hoy día». Y en el capítulo de preguntas y respuestas, que está íntegramente escrito desde el punto de vista convencional de la ciencia y en el que se nos proporcionan todos los datos posibles de orden físico, estadístico, biográfico y astronómico sobre la visita de Stephen a Bloom: «Esto es todo lo que el hombre del siglo XX cree conocer de sí mismo y del universo. ¡Qué mecánica y rígida resulta, con todo, esta manera de razonar cuando la aplicamos a Molly y Bloom y qué inadecuada para explicar su conducta!».
Pues la indagación en la naturaleza de la conciencia y conducta humanas constituye uno de los rasgos más notables de Ulysses. Creo que nunca ha sido lo suficientemente apreciada su importancia desde el punto de vista psicológico, aunque su influencia sobre otros libros y, en consecuencia, sobre nuestra idea de nosotros mismos, haya sido ya profunda. Joyce intentó expresar, del modo más exhaustivo, preciso y directo que es posible hacerlo con palabras, cuál es nuestra participación en la vida, o, más bien, cómo nos parece que es, tal como la experimentamos instante tras instante. A fin de completar esta relación se vio obligado a saltarse ciertas convenciones de buen gusto que, sobre todo en los países de lengua inglesa, en tiempos modernos han sido observadas de modo bastante estricto, aun por los escritores que se proponían ser más escrupulosamente veraces. Joyce estudió los elementos que solemos estimar sucios, triviales y bajos de la vida con la implacabilidad de un psicólogo moderno; y también hizo justicia —lo que no hacía un naturalista coetáneo por carecer de visión poética suficiente— a todos aquellos elementos de la vida que hemos dado en describir con nombres como amor, nobleza, verdad y belleza. Es curioso pensar que un buen número de críticos —incluyendo, bastante curiosamente, a Arnold Bennett— acusaron a Joyce de misantropía. Flaubert es misántropo, si quiere, y al reproducir su técnica, Joyce evoca a veces su tono acre. Pero Stephen, Bloom y la señora Bloom no carecen de simpatía y atractivo, y pese a sus infortunios y defectos nos inspiran un respeto considerable. Stephen y Bloom contrastan un poco con la gente insípida e inferior que los rodea; pero aun esta gente apenas puede decirse que sea tratada con amargura, incluso cuando, como en el caso de Buck Mulligan o del viejo Dedalus, sea amargo el sentimiento que de ellos tenga Stephen. Joyce es notable, más bien, por su ecuanimidad: a pesar de la intensidad nerviosa de Ulysses, hay detrás alejamiento y serenidad auténticas: estamos en presencia de un espíritu que tiene mucho de común con el de ciertos filósofos que, en su esfuerzo por entender las causas de las cosas, por interrelacionar los distintos elementos del universo, alcanzan un punto en que los valores ordinarios de bueno y malo, bonito y feo, se han perdido en la excelencia y belleza de la propia comprensión trascendente.
Creo que a los primeros lectores de Joyce les disgustó no sólo el uso que hace de ciertas palabras comúnmente hoy excluidas de la literatura inglesa, sino el modo de representar aquellos aspectos de la naturaleza humana que tendemos a considerar absurdos por estar íntima e inextricablemente mezclados. Con todo, cuanto más leemos Ulysses, más convencidos estamos de su verdad psicológica, y más sorprendidos del genio de Joyce para dominar y presentar, no por el análisis o la generalización, sino por la recreación completa de la vida en el proceso del ser vivo, las relaciones de los seres humanos entre sí y con referencia a su entorno, la naturaleza de la percepción que ellos tienen de cuanto pasa alrededor de ellos y en sí mismos, y la interdependencia que se da en sus vidas de lo intelectual, lo físico, lo profesional y lo emocional. El haber trazado todas estas interdependencias, el haber dado a cada uno de estos elementos su valor correspondiente, sin perder nunca de vista el aspecto moral en aras de la preocupación por lo físico, ni olvidar en lo particular lo general; el haber mostrado a la humanidad común sin satirizarla ni falsearla con sentimentalismos, todo esto sería ya muy notable; pero el haber sabido dominar todo este material para lograr una obra de arte sumamente ambiciosa y acabada es una hazaña difícilmente equiparable en la literatura de nuestro tiempo.
En el diario de Stephen en A Portrait of the Artist hallamos este significativo apunte a propósito de un poema de Yeats: «Michael Robartes remembers forgotten beauty and, when his arms wrap her round, he presses in his arms the loveliness which has long faded from the world. Not this. Not at all. I desire to press in my arms the loveliness which has not yet come into the world».10
Y con Ulysses Joyce aporta a la literatura una nueva y desconocida belleza. Algunos lectores han lamentado la extinción en el último Joyce del encantador poeta lírico de sus dos libritos de poemas y del escritor en prosa de las frases fin de siècle de A Portrait of the Artist as a Young Man (tanto la prosa como el verso del primer Joyce mostraban la influencia de Yeats). Este poeta está aún presente en Ulysses: «Kind air defined the coigns of houses in Kildare Street. No birds. Frail from the housetops two plumes of smoke ascended, pluming, and in a flaw of softness softly were blown».11 Pero las convenciones del lírico romántico, de la prosa «estética» fin de siècle, aun las del naturalismo estético de Flaubert, ya no pueden para Joyce acomodarse a la realidad de la experiencia. Los diversos elementos de la experiencia se perciben en relaciones distintas y deben ser distintamente representadas. Joyce halló un nuevo lenguaje para esta nueva visión, pero un lenguaje que, en lugar de diluir o violentar su genio poético, le permite asimilar más materiales, reajustarse, quizá de un modo más completo y afortunado que el de ningún otro poeta de nuestro tiempo, a una nueva concepción del mundo moderno. Pero al lograr esto, Joyce dejó de escribir en verso. Ya sugerí, a propósito de Valéry y Eliot, que el verso como medio literario va a usarse cada vez menos y para fines cada vez más especiales, y que puede estar llamado a caer en desuso. Y me parece que la evolución literaria de Joyce confirma de modo sorprendente esta opinión. Su obra en prosa tiene tal intensidad artística, tal definitiva belleza de apariencia y forma, que le hacen comparable a los grandes poetas más que al común de los grandes novelistas.
Joyce es realmente el gran poeta de una fase nueva de la conciencia humana. Como el mundo de Proust o el de Whitehead o el de Einstein, el mundo de Joyce cambia siempre según sea percibido por observadores distintos y aun por éstos en distintos momentos. Es un organismo compuesto de «hechos», que puede tomarse como infinitamente completo o infinitamente pequeño; y cada uno de estos hechos supone todos los demás y es a la vez único. Un mundo semejante no puede exponerse en términos de abstracciones artificiales según fue convencional en el pasado: sólidas instituciones, grupos, individuos, que desempeñan las partes de las distintas entidades perdurables, o incluso sólidos factores psicológicos: dualismos de bien y mal, espíritu y materia, carne y espíritu, instinto y razón; claros conflictos entre pasión y deber, entre conciencia e interés. No es que dichas concepciones queden fuera del mundo de Joyce: están todas allí en los personajes; y las realidades que representan también están allí. Pero todo se reduce a términos de «hechos», como los de la física y la filosofía modernas; hechos que componen un continuum, pero que pueden tomarse como infinitamente pequeños. Joyce ha construido con estos hechos un cuadro, sorprendentemente natural y vivo, de nuestro mundo cotidiano; un cuadro cuyo interior nos deja ver, seguir sus variaciones y complejidades, como nunca había sido posible.
Tampoco los personajes de Joyce son meramente la suma de las partículas en que se disocia su experiencia: llegamos a imaginárnoslos como algo sólido, a sentir como inconfundibles sus personalidades, como nos ocurre ante cualquier personaje de ficción: al fin nos damos cuenta de que también son símbolos. El propio Bloom, en uno de sus aspectos, es el típico hombre moderno: es de suponer que Joyce lo ideó en parte a fin de que pudiera concebírsele por igual como habitante de cualquier ciudad provinciana del mundo europeo o europeizado. Vive de insignificantes negocios, lleva una vida común de clase media y mantiene las opiniones ilustradas que son convencionales en su tiempo: cree en la ciencia, en las reformas sociales y el internacionalismo. Pero a Bloom lo sobrepasa e ilumina desde arriba Stephen, que representa el intelecto, la imaginación creadora; y lo sostiene la señora Bloom, que representa el cuerpo, la tierra. Bloom nos da la impresión, a la larga, de que no es ni mejor ni peor que cualquiera de ellos; pues Stephen peca de orgullo, el pecado del intelecto; y Molly se halla a merced de la carne; en cambio, Bloom, aunque sea una personalidad menos vigorosa que la de ellos, tiene la fuerza de la humildad. Es difícil describir el personaje de Bloom tal como al final nos lo hace sentir Joyce: el presentárnoslo requiere precisamente todo Ulysses. No se trata simplemente de que Bloom sea mediocre, que sea inteligente, que sea corriente —cómico o conmovedor—, que sea de una vulgaridad abyecta «que se agacha» —como dice Rebecca West—, que sea a ratos el Cristo —como dice Foster Damon—: es todo esto, es todas las posibilidades de la humanidad corriente, lo cual, al fin y al cabo, es algo no tan corriente; y una prueba de la grandeza de Joyce es que, aun reconociendo la verdad perfecta y el carácter típico de Bloom, no podamos encasillarle dentro de cualquier categoría de tipo familiar, racial, social, moral, literario o incluso —porque realmente tiene mucho de común con el Ulises griego— histórico.
Tanto Stephen como Molly permiten ser descritos con más facilidad por ser ambos representaciones de extremos. Ambos son capaces de alzarse a alturas que Bloom nunca puede alcanzar. Durante el éxtasis de Stephen en la playa, cuando descubre por vez primera su vocación de artista en A Portrait of the Artist as a Young Man, asistimos al éxtasis de la mente creadora. En el soliloquio de la señora Bloom, Joyce nos ofrece otro éxtasis de creación: el éxtasis de la carne. El sueño de Stephen fue concebido en soledad, al apartarse de sus compañeros. Pero la señora Bloom es como la tierra, que da a todos la misma vida: siente una afinidad maternal con todas las criaturas vivientes. Se compadece de los «poor donkeys slipping half asleep»12 en las calles empinadas de Gibraltar, mientras hace «the sentry in front of the governor’s house… half roasted»13 al sol; y se entrega al limpiabotas en la oficina central de correos con la misma disponibilidad que al profesor Goodwin. Pero, a pesar de todo, tiende a engendrar la más alta vida que conoce: vuelve a Bloom, y más allá de él, hacia Stephen. Este cuerpo enorme, el cuerpo de la humanidad, sobre el que descansa toda la estructura de Ulysses —todavía palpitando a un ritmo muy intenso entre la obscenidad, la vulgaridad y la miseria—, se afana por lanzar algún conocimiento y belleza por los que pueda trascenderse a sí mismo.
Estos dos grandes vuelos del espíritu se llevan todas las ignominias y trivialidades por las que Joyce nos ha hecho pasar: a mi juicio, la prosa altísima del uno y el pulso profundamente hincado de la otra cuentan de manera literal entre las expresiones supremas de los poderes creadores de la humanidad: son, respectivamente, justificaciones de la mujer y del hombre.
V
Desde que terminó Ulysses, Joyce se ha estado ocupando en otra obra,14 que ha publicado, en su mitad, la revista transatlántica Transition. No es posible juzgar este libro en la forma imperfecta en que ha aparecido. Está concebido como una especie de complemento de Ulysses; Joyce ha explicado que si Ulysses trata del día y del alma consciente, su nueva obra va a tratar de la noche y de la subconsciencia. Por lo visto, todo el libro va a centrarse en el sueño de una sola noche de un único personaje. Joyce ya ha demostrado en Ulysses un genio único para la representación de estados psicológicos especiales: no recuerdo en literatura, por ejemplo, nada semejante a la escena de la noche ebria de la ciudad, con su asombrosa recreación de todos los delirios, farfulla, aturdimiento, exaltación y alucinaciones de la borrachera. Y el método de Joyce de ir trasladando las fases del sueño es similar a su método en el episodio de Circe. Pero aquí intenta algo aún más difícil, y su procedimiento suscita una importante cuestión que afecta a toda la obra tardía de Joyce. Como he dicho, actualmente Joyce siempre representa de modo directo la conciencia de sus personajes: su método de representación de la conciencia es dejar que sus personajes hablen por sí mismos. La gente de Joyce piensa exclusivamente en términos de palabras, pues también en términos verbales piensa el propio Joyce. Sin duda, esto es debido en parte a su defecto visual, que en los últimos años se le ha agravado hasta el punto de dificultarle el trabajo. Hay un interesante pasaje de A Portrait of the Artist en que el propio Joyce discute este aspecto de su escritura:
He drew forth a phrase from his treasure and spoke it softly to himself:
—A day of dappled seaborne clouds.
The phrase and the day and the scene harmonized in a chord. Words. Was it their colors? He allowed them to glow and fade, hue after hue: sunrise gold, the russet and green of apple orchards, azure of waves, the greyfringed fleece of clouds. No, it was not their colors: it was the poise and balance of the period itself. Did he then love the rhythmic rise and fall of words better than their associations of legend and color? Or was it that, being as weak of sight as he was shy of mind, he drew less pleasure from the reflection of the glowing sensible world through the prism of a language many coloured and richly storied than from the contemplation of an inner world of individual emotions mirrored perfectly in a lucid supple periodic prose.15
Y en Ulysses oímos a los personajes mucho más claramente de lo que los vemos: Joyce nos proporciona descripciones de ellos en frases dispersas, escrupulosas, un trazo aquí, otro allí. Pero el Dublín de Ulysses es una ciudad de voces. ¿Quién tiene una idea clara de cómo son Bloom o Molly Bloom? ¿Y tendríamos una idea clara de Stephen si no hubiéramos visto fotografías de Joyce? Pero el soliloquio continuo de sus voces se convierte para nosotros en un compañero íntimo y nos sigue después por mucho tiempo.
Ya en Ulysses Joyce parece a veces traspasar un poco el límite de las probabilidades léxicas que él pone a disposición de Bloom. Cuando Bloom, en la escena de la borrachera, por ejemplo, se imagina dando luz a «eight male yellow and white children»,16 todos «with valuable metallic faces»17 y cada uno con «his name printed in legible letters on his shirt-front: Nasodoro, Goldfinger, Chrysostomos, Maindorée, Silversmile, Silverselber, Vifargent, Panargyros»,18 nos cuesta creer que supiera lo bastante para ello. No imagino, con todo, que Joyce pretendiera hacernos creer que es realmente Bloom quien por su cuenta formula estas palabras: es el modo que tiene el autor de trasladar en palabras una visión que por parte de Bloom debió de ser mucho menos clara, o al menos mucho menos literaria. Ahora bien, en su nuevo libro Joyce ha intentado que su protagonista expresara directamente, de nuevo mediante palabras, estados mentales que en la realidad no suelen transmitirse con palabras, ya que el subconsciente no tiene lenguaje —la mente humana no habla normalmente en los sueños—, y cuando lo hace es más probable que lo haga en el lenguaje del espejo del Jabberwocky que en cualquier otro modo de hablar parecido al ordinario. La tentativa por parte de Joyce de escribir el lenguaje de los sueños tiene mucho de común con la de Lewis Carroll; pero la diferencia entre su nueva novela y los libros de Alicia estriba en que mientras en éstos se supone que es el autor quien nos cuenta en un inglés sencillo las aventuras que se imagina su heroína y que sólo en un poema que ella lee aparece el lenguaje literario peculiar de los sueños, en aquélla se nos sumerge directamente en la conciencia del propio soñador, que se presenta, sin explicaciones del autor, enteramente en el lenguaje del Jabberwocky. El libro es así más accesible para la gente literaria que para la gente sin «mentalidad verbal», que no suele engendrar palabras en respuesta a sus sensaciones, emociones y pensamientos. Pero vale la pena hacer un esfuerzo de comprensión, porque lo que Joyce trata de hacer es de sumo interés tanto desde el lado artístico como del psicológico y puede ser que constituya la obra de literatura onírica más notable que se haya escrito.
El mejor modo para entender el método de Joyce es registrar cada cual lo que pasa en su propio espíritu a medida que se queda dormido. Las imágenes —o las palabras, si se piensa verbalmente como Joyce—, que estaban ya en la conciencia, adquirirán de pronto un significado amenazador que no tiene nada que ver con sus funciones ordinarias; cierto vívido incidente que nos haya ocurrido inmediatamente, una emoción, que al principio no reconocemos porque procede de las capas sumergidas del espíritu y que intenta ocultarse bajo el ropaje de una experiencia inmediata, por estar disociado de la situación que lo originó. O, inversamente, podemos librarnos de una idea molesta que nos preocupa transformándola en una inocua imagen concreta más fácilmente descartada de la mente: por ejemplo, una página de un libro de filosofía, donde continuamente tropezamos con frases y términos ininteligibles, puede desvanecerse en el umbral del sueño bajo el aspecto de un hombre con granos, los cuales sustituyen a las palabras o frases impenetrables. Y así las imágenes que una mente despierta mantendría independientemente una de otra, en su individualidad, se mezclan de manera incongruente en el sueño con un efecto de lógica perfecta. Una sola frase de Joyce podrá, por tanto, combinar dos o tres sentidos diferentes, dos o tres clases de símbolos; y lo mismo podrá ocurrir con una sola palabra. Al inventar el lenguaje de los sueños, Joyce se ha beneficiado de las investigaciones de Freud sobre los principios que gobiernan el lenguaje realmente hablado en los sueños: por lo visto, hay gente que crea en sueños «palabras híbridas»; pero no hay por qué suponer que el protagonista de Joyce articule necesariamente por su cuenta todas estas frases. Excepto cuando sueña que lee o que entabla una conversación, el lenguaje es meramente un equivalente literario de estados oníricos, que ni siquiera articula con la imaginación. Ni siquiera hay por qué imaginarse que el personaje durmiente de Joyce es en realidad dueño de todo el lenguaje y comprende todas las alusiones que Joyce pone a su disposición en el sueño. Nos hallamos bajo el nivel de los lenguajes específicos, en la región de donde surgen todos los lenguajes y donde tienen su origen todos los impulsos motores de la acción.
Colegimos que el protagonista del sueño nocturno en cuestión es un hombre llamado H.C. Earwicker, noruego o descendiente de noruegos, que vive en Dublín. Parece que probó una serie de empleos: cartero, empleado en la fábrica de cerveza Guinness, vigilante de un hotel y de una tienda. Está casado y tiene hijos, pero, por lo visto, ha tenido amoríos con una muchacha llamada Anna Livia. Esto, junto con otros deslices de respetabilidad a ello asociados, inquieta y turba su reposo. Se nos introduce, desde el mismísimo comienzo, en la conciencia somnolienta de Earwicker, y hemos de vérnoslas como podemos con nombres, formas y sobre todo voces que llenan ese mundo diminuto y cambiante, que se combinan y recombinan, que cambian continuamente de una a otra; pero a medida que avanzamos reinciden los mismos temas y empezamos a comprender y relacionar una cosa con otra, empezamos a familiarizarnos con el carácter de Earwicker, a conjeturar sobre su condición e historia. Identificamos a Maggie y los niños, la casa donde viven, los cuatro viejos con el burro, las faltas cometidas por Earwicker cuando está borracho y su miedo de que lo coja la policía, la lavandera que recoge la ropa, Anna Livia en la ribera del Liffey, la colina de Howth, el árbol y la piedra. Pero ninguno de estos elementos se ve con precisión y objetividad; todos son aspectos, aspectos de la proyección dramática, del propio Earwicker: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, fuertes y débiles, río y montaña, árbol y piedra; en todos ellos es el soñador quien ve o es visto, dice palabras o le dicen. El viejo viene a elogiarle mientras él duerme en la ladera de la montaña, pero enseguida es el propio Earwicker quien está hablando de sí mismo, o se desdobla en dos personalidades, una de las cuales intimida o acusa a la otra. Sale de la taberna a la calle con un grupo de compañeros borrachos; hay mucha gente alrededor, pero a los juerguistas no les importa mucho llamar la atención; incitan a uno del grupo a que cante, pero la canción resulta ser una relación de todos los fracasos y faltas de Earwicker —él mismo se confiesa un loco y un estafador, objeto de las mofas de todo Dublín, y su mujer está a punto de leerle el Decreto del Motín («Riot Act»)—. O se pone a explicar algo con mucha dulzura por medio de una fábula de «Mookse y Gripes»: Mookse se acerca con fanfarronería a Gripes, que está colgado de un árbol; tiene lugar una especie de altercado, que se transforma en una representación algo dolorosa de uno de los encuentros de Earwicker con la policía; pero anochece, y la lavandera sale llevando a Mookse y a Gripes, que ahora son simplemente dos piezas de ropa.
Una de las partes más notables que haya aparecido hasta el momento es el allegro con que concluye la primera de las cuatro largas secciones que han de componer la obra entera. (Joyce ha permitido su publicación independiente en un librito titulado Anna Livia Plurabelle.) En ella, las lavanderas que lavan su ropa en el río, pasan a identificarse con la piedra y el olmo a la orilla de éste: oímos los chismes que cuentan sobre Anna Livia, la cual es a la vez la muchacha de quien está enamorado el protagonista y el río Liffey; y los chismes constituyen la voz del propio río, ligero, rápido, incesante, casi métrico, ya sea discurriendo con monotonía sobre una nota única, ya sea interrumpido y sincopado, pero de un modo vivaz, murmurando interminablemente la disparatada relación, en parte sobrenatural, en parte vulgarmente humana, de una heroína medio legendaria, medio real:
Oh tell me all about Anna Livia! I want to hear all about Anna Livia. Well, you know Anna Livia? Yes, of course, we all know Anna Livia. Tell me all. Tell me now. You’ll die when you hear… Tell me, tell me, how cam she camlin through all her fellows, the neckar she was, the diveline? Linking one and knocking the next, tapting a flank and tipting a jutty and palling in and pietaring out and clyding by on her eastway. Waiwhou was the first thurever burst?… She says herself she hardly knows whuon the annals her graveller was, a dynast of Leinster, a wolf of the sea, or what he did or how blyth she played or how, when, why, where and who offon he jumnpad her. She was just a young thin pale soft shy slim slip of a thing then, sauntering, by silvamoonlake, and he was a heavy trudging lurching lieabroad of a Curraghman, making his hay for whose sun to shine on, as tough as the oaktrees (peats be with them!) used to rustle that time down by the dykes of killing Kildare, that forstfellfoss with a plash across her. She thought she’s sankh neathe the ground with nymphant shame when he gave her the tigris eye!19
Cuando cae la oscuridad entre la piedra y el olmo, las voces se vuelven más roncas y vagas:
And ho! Hey? What all men. Hot? His tittering daughters of Whawk?
Can’t hear with the waters of. The chittering waters of. Flittering bats, fieldmice, bawk talk. Ho! Are you not gone ahome? What Tom Malone? Can’t hear with bawk of bats all the liffeying waters of. Ho, talk save us. My foos won’t moos. I feel as old as yonder elm. A tale told of Shaun or Shem? All Livia’s dughtersons. Dark hawks hear us. Night! Night! My ho head halls. I feel as heavy as yonder stone. Tell me of John or Shaun? Who were Shem and Shaun the living sons or daughters of? Night now! Tell me, tell me, tell me, elm! Night night! Tell me tale of stem or stone. Beside the rivering waters of hitherandthithering waters of. Night!20
Acaba de anochecer en esta primera sección del libro, y la sombra del pasado, recuerdo probablemente del día anterior, oscurece el sueño del protagonista —las vulgaridades de la vida despierta le oprimen y persiguen—; pero pasada la medianoche, al aproximarse el alba, cuando se da confusamente cuenta de las primeras luces, el sueño empieza a animarse y a avanzar sin trabas. Si no me equivoco, Earwicker, de edad madura, se retrotrae al período de juventud; una vez más es alegre, atractivo, bien parecido —se le rejuvenece al nuevo día el espíritu—. ¿Lo dejaremos al borde del despertar o veremos al final que las fantasías del sueño se cierran definitivamente en el destino trivial que ya hemos podido adivinar?
Esta nueva producción de Joyce exagera los rasgos que notábamos en Ulysses. Hay todavía menos acción que en Ulysses. Joyce arranca de unos temas específicos que tendrán su respectivo desarrollo, pero estos desarrollos requieren largo tiempo. Hay progreso —se pasa de la noche a la mañana—, y sin duda, cuando se nos ofrezca el libro en su integridad, veremos que en el espíritu de Earwicker entra en juego cierto drama psicológico; pero, a medida que avanzamos, vamos de círculo en círculo. Y mientras en Ulysses hay sólo un paralelo, en este nuevo libro hay toda una serie: Adán y Eva, Tristán e Isolda, Swift y Vanessa, Caín y Abel, Miguel y Lucifer, Wellington y Napoleón. Es evidene que la multiplicación de las referencias profundiza y amplía la significación de Earwicker: Anna Livia y él son el eterno femenino y el eterno masculino, y, durante las primeras horas de letargo y horror del sueño, Earwicker es Adán caído por la pérdida de la gracia, que será redimido —se dice que así lo anunció Joyce— con el renuevo de la luz matinal. Y se diría que Joyce ha dado razones plausibles para la aparición de todos estos personajes en el sueño del protagonista: Napoleón y Wellington surgen por vía del monumento a Wellington en el parque Fénix, cerca del cual cometió Earwicker una de sus faltas; y por la última entrega publicada, en que a Earwicker le semidespierta el llanto de uno de sus hijos, parece que Miguel y Lucifer proceden de un cuadro colgado de la pared del dormitorio. Con todo, el efecto de superposición, uno tras otro, de estos variados paralelos, más que enriquecer el libro, parece darle una complicación meramente sintética. Llegamos a la conclusión de que Joyce está tratando de nuevo de decir demasiadas cosas a la vez. El estilo ideado para su propósito opera sobre el principio de un palimpsesto: un sentido, una serie de imágenes, se escriben unos encima de los otros. Podemos captar ahora simultáneamente cierto número de estas sugerencias; pero Joyce, con su indiferencia característica hacia el lector, al parecer trabaja una y otra vez cada página, hasta llenarla de alusiones y juegos verbales. Esto resulta evidente en las versiones distintas que en varios lugares ha ido publicando de la sección «Anna Livia Plurabelle» (ofrezco en apéndice tres estadios de un mismo pasaje de dicha sección): Joyce lo ha mejorado, otorgando a su texto mayor densidad, pero este enriquecimiento también oscurece la línea principal y algo excesivamente solidificada y dificulta la fluidez confusa y ambigua del sueño, sobre todo cuando adopta la forma de introducir en la versión última continuos juegos a partir de los nombres de unos quinientos ríos. Y al darnos cuenta de que sistemáticamente Joyce va bordando el texto, de que de manera deliberada crea sus acertijos, se pierde la ilusión del sueño.
En conjunto, sin embargo, esta ilusión se crea y se mantiene con extraordinario éxito. Nos produce una fascinación curiosa el conocimiento gradual de un personaje al que sólo se le ve desde el interior y por sus sueños. Y no cabe duda de que, sin las complicaciones del vocabulario, Joyce nunca hubiera podido pintarnos con mano tan sensible y segura la vida túrbida de ese semimundo mental donde conciencia e inconsciencia se entremezclan, del mismo modo que sin la maquinaria de la historia y el mito no hubiera podido dar al tema una libertad poética de significación más allá del marco realista que lo sostiene con firmeza. H.C. Earwicker es suma de todos los hombres (él se imagina que las iniciales de su nombre representan «Here Comes Everybody» («aquí viene todo el mundo»). Hemos de hallar en su sueño todas las posibilidades humanas, víctima y conquistador, amante y amado, niñez y vejez, todas las formas de la experiencia humana, puesto que historia y mito han surgido de esa naturaleza, de ese plasma psicológico que nada oscuro y profundo bajo la superficie de las pobres palabras, de los actos limitados y la máscara particular de la carrera diurna de un hombre real. ¡Y qué humor, qué imaginación, qué poesía, qué conocimiento psicológico ha puesto Joyce en el sueño de Earwicker! Antes he expuesto algunos reparos provisionalmente y sin mayor seguridad: cuando pensamos en lo que al principio tomamos por defectos en la obra de Joyce, acabamos viéndolos tan íntimamente implicados con la hondura de su pensamiento y la originalidad de su concepción, que nos obliga a concederles cierta necesidad. Y sean cuales sean las dificultades que nos ofrezca este libro en su estado presente, fragmentario e incompleto, no sólo admitiremos que no es indigno —como han dado en afirmar con impaciencia y prontitud quienes mal hablan tras los talones del genio— del gran maestro de las letras que lo escribió, sino que él se halla aún en el cenit de su poder.
1931
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