Capítulo 8

El leal

Creado por ordenanza de 1694 de Carlos III,

el Regimiento de Infantería de Murcia

lo aguardaba sin oponer resistencia.

José entendió desde un comienzo que si no se adaptaba a la vida militar corría el riesgo de acabar desheredado. Y ya sabía lo que era que esto pasase a nivel sentimental desde que fuera un niño; no estaba interesado en perder su buen pasar económico por desatender sus obligaciones. Resignado y a la vez cargado de buenas intenciones, se aprestaba a iniciar la carrera militar, tan hostigada en su memoria por un tío que lo odiaba.

Su existencia, aunque siempre había estado marcada por la cultura del orden, se advendría a un mundo de relaciones jerárquicas: «obediencia al superior»; sin quejas ni reclamos ante un entrenamiento físico y la habilidad en el uso de armas de fuego junto al sable y a otras de tipo «cortas».

Como clamaba el escudo de armas de su regimiento, compuesto por seis coronas de oro y un león: «Priscas Novissima Exsaltat et Amor»[24], José se disponía a afianzarse en un mundo casi recién descubierto para él, ya que poco podía recordar de su vida en España que no se viese empañada por la mirada presencia de su tío. Pero parte de su infancia iba pegada al rostro de su madre, y su corazón jamás dejaría de latir alocado cuando pensaba en ella. Había constituido su lazo invisible con la humanidad que no lo dejaba ser, ante los desplantes de su tío y una severidad que asustaría a cualquier niño.

De más está decir que por todo esto su espíritu, por antonomasia rebelde y conquistador, iba detrás de nuevas experiencias que la vida militar pudiera ofrecerle. Tal era el caso del atractivo que significaba su calidad de novicio en un tan mentado lugar.

El uniforme de cadete, celeste y de una blancura contrastante con la tonalidad de su rostro, acentuaba la dicotomía en la que se hallaba su espíritu. Batallaba en todo momento con ser lo que esperaban de él o lo que el propio José deseaba. Aunque a veces se cruzaban, en algunas, el camino se torcía. Especialmente cuando se trataba de dar el brazo a torcer ante Juan de San Martín.

Otro tema fue el reencuentro con su madre y su pequeña hermana. Nunca pensó que lo afectaría al punto de humedecerle los ojos. Cuando la vio recordó la única vez que se había sentido querido. Lucía, su hermana, era bien distinta a él. Rubia como su padre, Jack Moore. Ella lo seguía con la mirada, atenta a los abrazos y besos que era imposible evitar de una María del Alba que lloraba de felicidad.

—Ayyyy, mi hermoso hijo. ¡Pero si estáis hecho todo un hombre! —dijo Alba, avergonzándolo ante el resto del pasaje que, mientras descendía, era testigo del recibimiento—. Os esperábamos desde hace días. El capitán nos contó que tuvisteis un mal viaje. ¿Estáis bien?, ¿tuvisteis alguna dificultad? —lo inquirió solícita. María del Alba no podía terminar de creer que lo tenía delante. Lo tocaba con manos temblorosas, haciéndolo recular a cada muestra de maternal afecto. Estaba más que claro que no estaba acostumbrado a tantas demostraciones de cariño. Y si no hubiese sido por la intervención de su padrastro no hubiese sabido qué hacer para detener la andanada de arrumacos y caricias:

—Debes dejarlo, mujer. Pero ¡si está muy bien! ¿Acaso no lo ves? —objetó su padrastro ante el aspaviento que hacía su esposa y el silencio del jovencito. Entendió, desde la complicidad de su hombría, su dificultad. Ya no se trataba de un niño, sino de un muchacho, y lo último que este esperaba eran esas demostraciones de cariño; mucho menos en público.

—Es verdad, tenéis razón. Amor de madre, se llama. Venid, iremos en nuestro coche hasta la casa; ya veréis la bonita habitación que os tengo preparada.

José la miró con sorpresa. Le daba cosa saber que ella no estaba enterada de las disposiciones de su tío. Porque sabía que él tenía que ver con su tan rápida incorporación a la milicia.

—Mañana me debo presentar ante mi Regimiento... —le informó tratando de no mostrar que a él también lo molestaba tanta prisa. La maldad de su tío la vio como un espejo, reflejada en el dolor de su madre. Ella también sabía de lo que su hermano era capaz y cuánto había hecho para mantenerlos a distancia.

—¿Ya mañana? —La alegría de Alba se nubló por un instante hasta comprender que no podía hacer nada contra los designios de Juan. Su hermano no iba a dejar que José formase parte de su familia así como así. Su resignación era de antigua data y una vez más se mordería la boca hasta sacarse sangre sin decir aquello que la ahogaba, que le cerraba la garganta al punto de amanecer con la pesadilla absurda de que aun, después de tanto tiempo, se hallaba cautiva en las tolderías...

***

Llegaron pronto a la vieja casa donde José había nacido. Su madre no paraba de hablar y de traerle a la memoria tantas historias sobre el tiempo que estuvieron juntos, como del viaje donde ambos vieran por primera vez a Jack. Lo bueno fue que hizo que José se sintiera por primera vez parte de algo, además de su grupo de amigos, pero que fuese de su sangre.

Luego del almuerzo se vio con la necesidad de estar solo y pidió ir a su cuarto. María del Alba lo acompañó y se ofreció a que le trajesen una jofaina para refrescarse. El día estaba fresco. El otoño se cernía sobre la vieja ciudad dando paso al prendido de los hogares a leña en cada habitación. La suya tenía uno y estaba encendido.

Los pensamientos de José estaban torturados con una idea que no lo dejaba en paz. Preguntarle a su madre algo que, según sospechaba, ella tenía reservado. Noche tras noche lo desveló la intriga por el desconocimiento sobre su origen. Ante tanto silencio, su madre también calló y lo miró interrogante.

—Madre... Quiero saber sobre mi padre —pidió. Si María del Alba se sintió apremiada no lo demostró, pensó el muchacho. O sabía fingir bien o no existía nada que no debiera saberse.

—Siempre os he hablado de él. Era un hombre muy valiente, con el coraje de los grandes. Os parecéis...

—¿Quién era él? ¿Por qué no llevo su nombre? —la interrogó insistente.

Alba se dijo que era el momento que se venía esperando desde hacía años. Lo que no previó, algo por mucho increíble, fue que no había pensado de antemano la respuesta. Como nunca iba a estar preparada para decirle lo sucedido, tendría que haberlo hecho. Las manos iban y venían sin un lugar donde dejarlas quietas. Los ojos exaltados de su hijo la pusieron a temblar, ¿qué le diría para que la dejase en paz con este tema? Pero cómo decirle que era producto de un amor desatendido; su padre jamás había sentido por ella otra cosa que una pasión primitiva, por no decir casi animal. Sería muy duro conocer su realidad. Porque, aunque no fuese precisa y sin entrar en detalles, era el hijo de un indio, si bien cacique tehuelche, no dejaría de ser el bastardo de un hereje. ¿Cuánto habría dado María del Alba porque no llegara este día?, se lamentó. En un estado de total despojo se sentó en la cama sin terminar de decidirse a confesar la verdad.

El sonido de la conversación entre su hija y Jack le permitió pensar que nada había ocurrido, que era ella la que en su cabeza se había formulado la pregunta que no tendría una contestación sincera. Pero volvió a repetirse, ¿qué contestarle ante una pregunta tan directa? ¿Cómo mentirle sobre que su padre había sido el amor de su vida, pero un salvaje al fin? Los minutos pasaban y José se arrebujó en su saco. El cansancio le había quitado la fortaleza o era el miedo a lo que estaba por escuchar, pero se sentía otra vez un niño; como si todos esos años padecidos en soledad no hubieran forjado en él la capacidad para soportar lo que podía decirle.

Lucía apareció desbaratando sus planes:

—Debéis venir. El almuerzo será servido... —dijo con su vocecita cantarina. Sin tener idea sobre la tensión reinante, tomó a su madre de la mano y comenzó a llevarla hacia el comedor.

—No tardéis —le pidió al joven antes de abandonar el cuarto.

José no dijo nada. Pero bastó con ver su rictus amargo para saber que sufría. Su silencio dejó a la mujer trastornada. Estaba convencida de que volvería a la carga y ella tendría que tomar la decisión de contarle su historia.

***

Esa mañana se despertó temprano. El trajinar del viaje y el verse rodeado por tanto afecto lo habían sacado de su habitual y controlada serenidad. También los sueños —más que sueños, las pesadillas— le hacían honor a los pensamientos que poblaban su cabeza detrás de la certeza de que se ocultaba algo y que tenía que ver con su nacimiento.

La casa estaba en silencio, por lo que supuso que su familia dormía. No así la servidumbre que ya al alba daba por iniciadas sus tareas. Bajaba con cuidado las anchas escaleras, y al pasar por la biblioteca que Jack utilizaba para llevar sus papeles de negocios, una conversación lo llevó a detenerse:

—Te noto cansada... —dijo Jack y escuchó a su madre responderle: «No he podido pegar un ojo».

La puerta entornada le permitía, por un espejo ubicado frente a ellos, divisar ambas figuras; su padrastro, con mucha suavidad, comenzó a masajearle el cuello a su madre, quien se veía ojerosa.

—Estás muy tensa. Va siendo hora de que te confieses con él y termines con esta intriga...

—Lo hacéis parecer tan fácil —dijo su madre, pasándose la mano por la frente. Notaba el desánimo en su voz.

—Y «la verdad os hará libres» —la coligió él, citando un versículo de Juan de las Sagradas Escrituras. Jack era de esas personas que aplicaban la practicidad militar a todas las cosas. Si por él hubiese sido, hacía tiempo le habría contado a José todo sobre su origen y desenmascarado esta realidad a la cual su cuñado aportaba su cuota de misticismo. Su mujer sufría horrores mantener este secreto, pero Jack nada podía hacer, porque inmiscuirse era seguirles el juego.

Mientras, Alba analizaba las palabras de su esposo. Hacía ya varios años que su marido sabía toda la verdad. No había querido casarse sin que él conociese toda la historia de su pasado; sin reproches ni arrepentimientos después, cuando nada podría hacerse. Y él concluyó entonces que su amor por ella resistía cualquier situación, por oscura que esta haya resultado, ya que no la hacía parte real de su pasado, sino pura circunstancia. Lo quiso más por eso, y después de aquella confesión de amor nada la detuvo a planear darle el hijo que él tanto deseaba, que resultó una niña; pero aún había tiempo.

—Insisto en que la mejor forma de terminar con este manejo es poniendo las cartas sobre la mesa. De una vez por todas decirle que su padre era un salvaje de las pampas y que abusó de ti, por lo cual terminaste en estado.

La simpleza de ese razonamiento a medias hizo temblar a María del Alba, y a José, trastabillar en el pasillo. Si no se hubiera asido a un mueble cercano se habría conocido su presencia; y bien que no quería. Despacio, comenzó a caminar a paso sigiloso hacia su dormitorio, donde se tiró en la cama ocultando la cabeza bajo la almohada. No podía terminar de creer lo que había escuchado. Siempre supuso que algo oscuro yacía tras su nacimiento. El color de su piel ante la blancura de su familia lo conminaba a pensar que algo no estaba bien. ¡Pero hijo de un indio! ¿Existe algo peor? Su hermosa madre abusada por un salvaje. Más la amó. Si a pesar de todo lo seguía queriendo, era una santa. Se juró que nunca más le preguntaría a nadie sobre su llegada a este mundo. Por fin entendía el desprecio de su tío. Desolado, se dijo que la maldad de su padre se manifestaba en muchas de sus actitudes. También reconoció que su respuesta cicatera muchas veces tenía más del orgullo de ser un San Martín que de la sangre hereje que le corría por las venas. Su tío era tan repudiable como cualquier impío, y eso que había nacido en buena cuna. De lo que estaba seguro era de que esta verdad le marcaría la vida para siempre...

***

Por otra parte, la conversación se detuvo en el salón cuando los que estaban sintieron que la puerta se había movido y, por un segundo, el alma de madre de Alba la impulsó a levantarse en un gesto de sanar la herida que pudiera haberse abierto en el corazón de su hijo. Con un ademán suave pero enérgico a la vez, Jack la obligó a quedarse.

—Si es como pensamos —en alusión a la sospecha que se trataba de José—, debes darle tiempo... —Eran palabras sencillas de decir, pero duras de aceptar para una mujer que guardaba ese secreto como el peor de los pecados y que terminaba de develarse del modo más cruel que se hubiera imaginado.

—No quiero que sufra...

—¿Puedes evitarlo? Ya no es un niño para esconderlo bajo tu falda. Si lo queremos bien formado, un hombre hecho y derecho, tiene que saber de dónde proviene. Parte de su estirpe es gloriosa y así será como hará frente al castigo de un padre hereje; que lleve sangre india no lo hace menos persona.

—¡No lo dudes! —terció la madre, airosa por el comentario.

—¡Claro que no! ¿Qué me dices...? —dijo el esposo a la defensiva.

No quería llorar. Alba sabía que ante el llanto se terminaba debilitando y perdía contundencia su discurso. Pero era imposible contener la inmensa soledad que se enquistó en su corazón al escuchar vilipendiar, con tal soltura, esos viejos sentimientos que su corazón se negaba a soltar.

—Tendré que hablarlo... —dijo resignada.

—Déjamelo a mí. Entre hombres suele ser más fácil... —objetó retomando la lectura de unos papeles que tenía pendientes sobre el escritorio.

Nuevamente, Alba reconoció que la habían vencido; avasallado su derecho de madre a decidir sobre cómo contarle su secreto a la persona que, junto con Lucía, más amaba en el mundo. Lo que temía era que José no volviese a dirigirle la palabra, y eso era algo que ni a Juan ni a su esposo le perdonaría por lo que le quedase de vida.