¿Su itanké[25]?
El sonido de la tarde le propuso dejarse llevar.
Las aves lo tenían por uno más y
Alenk descubrió en la laguna su refugio.
Nadaba despacio y cada tanto solo se mantenía a flote; con la mirada a ese maravilloso cielo celeste, en su necesidad de obtener respuestas. Se dijo que no estaba preparado para conocer su destino, menos aún para hacerse cargo de «los dones» traspasados por su madre al nacer. Cuando Huennec le contó de ellos, se sintió poderoso; con la imperiosa urgencia por llevarlos a la práctica. Sin embargo, hoy los veía como una pesada herencia que en algún momento se cobraría el derecho que lo consagraba a predecir el futuro con solo leer sus manos. Y eso lo convertía en alguien que muchas personas trataban de rehuir.
El recuerdo del extraño que lo miraba a través de la mirilla le revolvió las tripas. Quería y no quería saber al mismo tiempo. Suponía que la verdad traería a la luz una historia vivida en secreto; algo se tejía entre sus padres, tan oculto y misterioso que los hacía balbucear ante la pregunta. Eso pasó cuando interrogó a su madre:
—¿De qué me hablas, hijo? No sé de quién se trata... ¿Y que se parezca a tu padre?, ¿cristiano, dices? Podría tratarse de alguno de sus parientes del sur, sabes que los tiene a montones...
Estas frases dichas con los ojos entornados y la cara arrebolada delataban por sí mismas que era mentira; que sabía más de lo que negaba. Pero una sospecha cada vez más insidiosa se instaló en su corazón: había algo muy profundo anidado en toda esta historia. Porque estaba claro que se las traía.
Luego pensó que tampoco hubiese nacido la desconfianza si al decirle esto, los ojos de ella, tan expresivos como siempre, no mirasen al piso como contando hormigas. Su cuerpo enterito la delataba: nunca había sido buena mintiendo.
La dejó estar con la total convicción de que sería su padre quien contestaría sus dudas. Siempre lo había hecho. Cangapol le hablaba claro a su gente y poseía una honestidad que el joven admiraba. No le negaría la verdad, y si no, se la sonsacaría. Porque su corazón le decía que algo estaba oculto tras la visión de esos ojos que lo habían hecho huir como a un cobarde.
***
Ya cerca de los toldos, se detuvo al oír el llanto de un bebé y el arrullo suave que le cantaban para calmarlo. Ese sonido le traía gratos recuerdos. Era el mismo que su madre le entonaba de pequeño.
Sintió que Tama venía a completar todos los espacios de su corazón; hermosa y tan dulce, con la boquita rosada como su madre y los ojos tan negros como buena tehuelche. Porque había tenido la suerte de no mostrar su condición de mestiza.
—¿Yam[26]?
—Shhh..., aquí estoy. Tu igou[27] está molesta y no puede dormirse...
—Déjame tenerla...
Huennec primero lo pensó, pero esa sonrisa tan bonita y voluntariosa acabó por decidirla. Con especial cuidado puso a la niña en los brazos de su hermano, para que la acunara contra su pecho. Alenk le habló con palabras cariñosas al oído. Casi al instante logró calmarla, lo que hizo que mirase a su madre con suficiencia. Ella se sonrió admirando su destreza. Tenía una habilidad poco común calmando a los seres de cualquier especie.
—La tienes encantada... —dijo Huennec ni bien logró estirarse después de haber estado hamacando a su hija largo rato. Le dolía la espalda de sostenerla mientras la alimentaba y sus pechos rebosantes de leche la hacían encorvarse.
—Es mi aluen[28] —dijo el muchacho haciendo que su madre lo mirase con ternura. Sentía su gran amor por la pequeña y se alegró de que al menos conociese a su hermana, dado que Cangapol no quería confrontarse con el hecho de la existencia de su hijo José. Le daba pena pensar en ese muchacho, pero a su vez le estaba agradecida al cacique de que no la expusiese a la afrenta ante su pueblo de saberse que había sido traicionada con la cristiana que había ocupado un lugar en la vida de su hombre por una larga temporada.
***
Esa noche Alenk tuvo una pesadilla que le supo premonitoria. Mucha oscuridad y la mirada que lo perseguía hasta la cueva sagrada donde moraba el jahuel.
El suspiro de la sierra lo atrajo a su interior. Y allí, se enfrentó a su muerte. Porque el gato se le enredó y presentó pelea de una manera diferente. Su astucia no le era desconocida, pero sí la maña con que trató de darle caza; una parte le era extraña, como venida de otros tiempos. El animal lo arrinconó y, en lugar de atacarlo, lo abrazó como un hombre; descolocándole el gesto. Por sus venas corrió la shaue[29] mezclada y de varios esplendores. Él supo darse cuenta de que se trataba de un aviso de esos que le mandaban sus madres del cielo. La interpretación siempre resultaba un desafío. Aunque esta vez supo que se trataba del joven hombre al que había ido a buscar a la aldea. La mirada inconfundible del gato no era verde sino oscura, como se imaginaba la muerte.
Se despertó acalorado y con la certeza de que no lo había soñado, sino que el animal aún lo acechaba, empapado en un sudor que lo hizo enderezarse y buscar el cuenco de agua que solía dejar su madre para él cada noche. La sangre le hervía en sus entrañas y alucinó que su sueño tenía una explicación sobre quién era el dueño de esa mirada, pero más todavía: qué tenía que ver con él. Por primera vez se planteó que podía tratarse de alguien de su misma sangre.
***
Cuando Mita empezaba a despotricar, poco se podía hacer para acallarla. Era un sonido constante y simulaba una conversación; como si en lugar de estar sola alguien más le respondiese a cada uno de sus reclamos y cuestionamientos. Al que no estaba acostumbrado se le daba por buscar dónde se hallaba el oponente. Y la mujer, impasible, rezumaba: «¿Qué?, ¡toy hablando sola!».
Si la llegada de Alenk la percibió, no se enteró de entrada. Ella seguía con su procesión a cuesta. Esta vez, porque nadie le hacía caso en relación con la niña. La «mocosita» se había impuesto en su alma como otra hija; como había sucedido con Alenk y antes, con su madre. Su «gurisita»[30], como le decía mientras le besaba los rollitos que se le formaban en el cogote.
Si bien Josefa los quería a todos por igual, la pequeña Tama había venido a cerrar un círculo en su vida de infortunios y soledades, de la misma manera que lo había hecho Alenk. No había vuelto a ver a sus hijas naturales, y los tehuelches representaban todo aquello que le negaran sus hermanos cristianos. Por ahí venía su discurso sobre casi cualquier tema que tuviese por centro a la niña. Se había instituido como su abuela y reclamaba su derecho de la única manera que sabía...
La mujer no entendía qué pasaba por la cabeza de su madre que la dejaba llorar sin auparla como ella decía. ¿Cómo que era una caprichosa? Si tan chiquita iba a saber...
—Ua ingué[31], mi yam[32] —dijo el joven dándole un cariñoso beso en la mejilla. Esa mujer lo había criado como propio, y por más de un motivo le debía la vida y ser quien era. Sabía de la negación de sus amores de sangre, pero él la quería por todos ellos juntos. Se dijo que no permitiría que se pusiera triste, así tuviese que besuquearla a cada rato.
—Hola, m’gurí... ¿juiste e cacerío? —lo saludó mientras doblaba con cuidado las mantas y ponchos de la familia. Cada uno tenía un lugar para yacer, pero el resto era compartido. La mujer se había tomado como tarea mantener cada cosa en su lugar dentro del toldo. Era un espacio ampliado hacia los lados que les permitía cierta intimidad. La comida la mantenían rodeando el fogón general, incluso en días lluviosos, porque tenían la previsión de tener cerca un sitio cubierto; alguna vieja cueva que les sirviera de refugio.
—Ationk[33]... —dijo él tomando una fruta de un cuenco.
—Pué me hablá e cristiano qui no li intendo na —lo apuró la mujer.
—Que fuimos temprano, cuando comenzó a clarear. Pero no es de eso que quiero hablarte...
Josefa lo interrogó con el gesto, y como le solía suceder cuando el niño la miraba tan serio que asustaba, su corazón se comenzó a acelerar. Lo veía nervioso, o como que le daba vueltas a una idea que le rondaba. También ella se alteró al pensar sobre lo que quería saber.
—En el pueblo hay un cristiano que parece uno de los nuestros...
—¿Con eso qui ai? —dijo pronta la mujer—. ¿Y qui hacía osté e il pueblo? —lo interrogó con enojo.
—Curioseando. Me dijeron que lo habían visto y quería saber...
—¿Qui tien qui andá buscando?, ¿eh? Mire si lo agarra lo’ milico...
—No me esconda la verdad, mi Jose, dígale a su hijo qué es lo que sabe —insistió Alenk, zalamero, a su «madre del corazón». Fue a acariciarla y algo dentro le dijo que iba a mentirle.
—Ná. Io no sé na. Prigúntile a Cangapol, ¿escuchó?
—Palabra por palabra, mi yam. No se me enoje que le salen más arruguitas en la frente —dijo abrazándola. Su perspicacia más sus dones le decían que ella sabía más de lo que quería contar. Y bueno, tampoco tenía planeado hacerle pasar un mal rato. Iba a tener que volver al pueblo nomás. Nadie soltaba prenda y era un secreto bien guardado, pero él iba a enterarse de quién se trataba.