El dueño de mi sombra
Mi cuerpo ansiaba tocarlo y él lo sabía...
La mujer me había dicho lo que debía hacer para no quedar preñada y lo preparé sin vacilar; sabía de «esas cosas».
En un arroyo cercano logré lavarme hasta sentir que mi cuerpo se relajaba de puro goce. Las hojas de menta fresca hicieron agradable mi aliento, y un poco de mejorana pisada en mi mortero perfumó mi piel. El corazón me latía apresurado pensando en lo que haríamos. Lo que le haría yo a él y mi hombre a mí. El placer me recorrió desde la punta de mi pelo hasta los dedos de los pies.
Luego regresé a la tienda y aguardé atenta su llegada desde el monte. Cerré un instante los ojos y me detuve a pensar en cuántas formas nos podíamos amar. Porque la boca amaba, se amaba con la mirada cargada de lujuriosas ansias de posesión. Se amaba con el roce, el deleite de una lengua hambrienta de recorrer... Y supe que las quería a todas. ¡Tanto tiempo sin tenerlo en mi interior!
—¿Qué haces aquí tan sola? —escuché que me decía mi hombre mientras me tomaba de los brazos. Del susto creo haber gritado, y Cangapol se rio con esa carcajada increíble que solo él poseía. Supuse que en todo mi ser se respiraba el deseo que tenía de que yaciéramos juntos, porque sus ojos me recorrieron con esa vieja avidez que me era tan conocida.
Él se dio cuenta pronto, porque en su mirada se instaló la misma urgencia. La mano que me acarició el rostro con dulzura fue la misma que me condujo hacia la parte alta del monte donde un recoveco escondía una gruta que pocos conocíamos. A conciencia convoqué una lluvia que nos aislase por un rato.
Sus besos, que comenzaron siendo amables, perdieron el control a medida que mis manos se dispusieron a palpar el contorno de su cuerpo perfecto. Lo escuché jadear y, sin quererlo, terminé amarrada a él como si tratara de fundirme en tanto hombre. Me solté despacio porque tenía una meta prevista. Acaricié su pecho como si hiciera años que no lo tocara. Sus amplios huesos que lo hacían un gigante. Lamí sus tetillas oscuras vislumbrando ese ceño adusto que mantenía, de cejas juntas, con el que lograba asustar a sus enemigos. Era para mí la mejor muestra de su deleite. Con tiempo y sin apuro fui posando besos suaves en cada lugar al que mis manos habían sobado previamente. A medida que sus ojos se oscurecían, aumentaba mi osadía. Despacio, muy despacio, me iba acercando a su vientre.
De rodillas y con mis labios doloridos pero felices, inicié una recorrida por ese coloso que ardía y se regodeaba con cada una de mis caricias.
En un momento me sostuvo por los hombros y preguntó:
—¿Puedes? —Y con mi asentimiento se desató una tormenta por la pasión contenida desde hacía meses; en reposo y ya difícil de soportar.
Cuando mi boca se posó en su amchue[34], lo sentí sacudirse como si hubiese recibido una descarga de los cielos. Lo recorrí con el cuidado que me había enseñado y palpé su grosor y la humedad en su punta. Levanté mis ojos y se cruzaron con los suyos mientras lo introducía en mi boca. Su cuerpo se arqueó y le salió como una queja, que no era tal sino el suplicio que pasaba al no poder tocarme mientras me veía saciarme de él. O tal vez no, era imposible saber si lo haría alguna vez.
La expresión sombría en su mirada dijo que estaba llegando al extremo de su resistencia. Si mi boca seguía exigiendo tanto, acabaría pronto. Entonces fue su turno...
Previsora, había colocado unas mantas en mi saco, y las desplegó sonriente al descubrir mis pensamientos. Al principio su delicadeza fastidió. Estaba ansiosa y colmada de ambición por haberlo visto gozar de esa manera, quería sentirlo dentro de mí. Pero él tenía otra cosa en la cabeza. Y con un suspiro acepté resignada que iban a ser varias las veces que mi espíritu estallaría como hacían las estrellas al morir; dejando partes de su alma en cada rincón donde había vida.
Cuando su boca aprisionó mis pechos quise moverme, pero no pude. Aunque se sostenía apoyando los brazos, su cuerpo me arrinconó sin derecho más que a respirar. Le tocaba complacerme a él, e iba a hacer uso de ese privilegio. Un pezón se hundió en su boca obligándome a acompañar su gesto con un gemido; estaban muy sensibles ya que amamantaban a su hija. Su rostro continuó el derrotero oliendo mi esencia en la piel que despedía el aroma a hierbas al que lo tenía acostumbrado. Sin darme descanso, su cabeza se interpuso entre mis piernas y comenzó la tortura divina a la que sometía con su boca y su lengua a mi osket[35]; colmando mis sentidos de emociones perversas al punto de enloquecer. Cuando creí que no soportaría más sus atenciones, percibí cómo se izaba sobre mí y entraba en mi carne de esa manera tan suya que me llevaba a jadear acompañando el ritmo cadencioso que nos permitiría, en poco más, alcanzar la cima del placer.
***
Siempre me decía cómo tanta ferocidad no llegaba a embrutecerlo en el acto de querer. Respetuosa de una mente libre, pensé en que lo dejaría hacer, sin imaginarme que él me prodigaba este venerable trato desde que lo conociese. Porque se trataba de un sentimiento que le cambiaba al instante el tenor de la mirada. Era su amor por mí el que lo hacía ponerse tierno como un niño descubriendo la luz divina. Su rostro se acercó a mi oreja y la lamió como un gato del llano, satisfecho luego de una exitosa cacería.
—¿Tienes frío? —me preguntó enroscando mi pelo en su dedo. Ese semental me había poseído de varias maneras como a mí me gustaba. Cumplida hasta la menor fantasía, era una mujer satisfecha.
La sonrisa instalada en la cara de mi hombre me decía lo feliz que se sentía después de tanta necesidad del encuentro de nuestros sexos y las ganas de besarnos sin el llanto de la pequeña, echando por tierra cualquier intención de comprometer las caricias; como preludio ante la idea de volver a amarnos sin reparos.
—Ni un poco si estoy contigo —contesté arrebujándome contra su torso desnudo—. Pero debemos volver, Tama habrá comenzado a llorisquear de hambre...
—Su hermano la atenderá —dijo confiado.
—Cierto. Aunque igual seguirá esperando que su madre la alimente... —aseguré. Un pensamiento que me venía rondando halló el momento justo de salir a la luz—. Alenk estuvo preguntando...
—¿Sobre qué?
—Escuchó por ahí que en la aldea había un joven que se te parecía; incluso a él también... —Se notó que mis palabras lo fastidiaron ya que se enderezó molesto.
—Ya le dije a ese bocazas que no repitiera esas cosas inventadas; menos en presencia de mi hijo...
—Él también es tu hijo —murmuré aun sabiendo la respuesta.
—Es fruto del engaño de una mujer traidora. Un descuido de mi juventud alocada que no pienso reconocer ante nadie... Mucho menos ante Alenk.
—¿Qué le dirás cuando te pregunte? Porque conmigo ya comenzó la tortura. Tengo miedo de que la curiosidad lo haga visitar el pueblo y entonces, ¿qué haremos si se ven? —Supe que a él también lo preocupaba; su piel estaba poniéndose húmeda por el sudor y fría a la vez. Era un hecho que no deseaba que su hijo descubriera su debilidad.
Si lo había visto taimado alguna vez, fue para defender lo suyo; nunca con su gente. Pero esto era diferente. Sabía que mi cacique se comportaba muy torpe cuando no tenía respuesta a un problema tan íntimo como doloroso.
—Quién sabe, por ai se olvida... —dijo levantándose mientras me daba la mano para que hiciera lo mismo.
—¿Alenk? Dejo de ser su madre si mañana mismo no lo tienes averiguando... y mi temor está puesto en Mita; no le niega nada. La hará hablar como una keke[36]. —Algo que nos hizo reír entre tanta preocupación.
—Hablaré con ella —dijo mi hombre.
Después regresamos a nuestro hogar, donde Alenk nos buscaba con la vista mientras acunaba a nuestra hija que lloraba «a moco tendido». Mi muchacho estaba ansioso esperando nuestra vuelta.
—¿Dónde estaban? —me preguntó, y cuando agaché la vista y me subieron los colores a la cara, lo escuché que se reía. «Si será korpén», murmuré haciendo alusión al zorrino macho que anda solo por lo mal que huele. Pero lo peor fue cuando escuché la carcajada de mi hombre ante el apremio.
—¡Basta los dos! —dije enojada, y dejé el lugar con mi niña prendida a mi pecho.
***
Alenk aprovechó el estado de su padre para preguntarle lo que tanto ansiaba saber. Lo tenía ante sí de muy buen humor, lo que le hizo pensar que se trataba de un momento propicio. Aunque no sería fácil, razonó, y era muy probable que despertase su ira. Sin embargo, era una decisión tomada. Pese a todo lo interrogaría. Y su padre quizás comenzaría a mostrarse enojado y a «prepotear». Siempre sucedía cuando se veía en desventaja.
—Yanco[37] —lo llamó el joven buscándole la mirada—. Tengo que hablarte...
Su gesto se ensombreció, y supo que él tampoco respondería con la verdad. Cuando lo miró interrogante, por un instante se arrepintió. Conocía la fiereza de su padre contra una injusticia o el intento de vasallaje sobre su pueblo. Con la esperanza de que tratándose de él se comportara distinto, fue de una inocencia pasmosa. Nomás comenzó a hablar, la mirada del rey tehuelche se oscureció.
—Hay un joven... un cristiano, digo, que vive en la aldea...
—¿Y cómo lo sabes?, ¿acaso fuiste adonde tienes prohibido? —La mirada dura del cacique lo incomodó. El joven las tenía en contra, pero no pensaba aflojarle.
—¡Tú sabes de qué te hablo!
—Te vuelvo a preguntar, ¿te mostraste en la aldea? ¿Y si te tomaban prisionero? No pensaste en tu yam, lo que sufriría si te atrapan...
No le diría nada. Lo supo en el mismo instante que lo vio alborotar las aguas trayendo otro tema como señuelo para verlo claudicar a partir de su falta. Alenk sintió que el tema estaba zanjado. Su padre no quería decirle nada; seguiría hostigándolo con su error al haberse expuesto ante la gente del gobernador. Por supuesto que estaba al tanto del peligro que suponía su osadía, pero era un reto conocer la relación entre su padre y el cristiano.
—Tienes razón —dijo el joven—, pero ¿vas a responderme?
—¡No! —contestó el Elel secamente. Nunca mejor puesto el nombre—. Y te prohíbo que regreses al pueblo de los auek[38] o tendré que castigarte. —Sus palabras le dolieron al muchacho más que nunca, porque escondían una verdad que no cejaría hasta desentrañar.
De todos modos, entendía que sus sospechas se estaban confirmando con su actitud tan esquiva. Ese joven al que había visitado era hijo de su padre; el resto de la historia llegaría a sus oídos tarde o temprano. Sin insistir, porque sabía que de nada serviría, se alejó del kau[39] esperando que alguna vez la verdad saliese a la luz.