Capítulo 11

Tiempo de revanchas...

El elixir de los dioses...

Era una tarde cálida de verano y Teshka volvía contenta y extrañando, luego de una semana de haber salido de cacería al monte con un grupo de arrieros. Venían padeciendo hambruna de carne fresca y ella, conocedora del desierto, se había sumado a la partida.

Siete hombres armados con poco y nada y la india con su lanza y su cuchillo; además, las boleadoras calzadas a un costado. La joven pensó que si los atrapaba una patrulla de maloqueo[40], de estos no quedaba ni uno. Ni para defenderse servían, mucho menos para cazar.

Con la habilidad que prestigiaba su raza, se hizo de varias liebres y un pez grande que picó sin titubear con su lanza en el arroyo. Acostumbrada a ser mirada con admiración, se sonrió al escuchar lo que parecía un «gracias» por parte de los restantes que conformaron el corrillo. No es que necesitase del reconocimiento de esta gente, sí de su respeto y, en parte, de alcanzar una posición entre este pueblo de acogida.

Una vez cumplido el encargo, se dispusieron a volver. No era bueno dejar el puesto sin tantos hombres, y a la india le remordía la conciencia haberse ido enojada. Habían discutido por lo mismo de siempre: sus celos. Negros y tan perturbadores que le quitaban la voluntad de no plantarles cara a quienes miraban a su mujer con avaricia. ¿Por qué no se buscaban su propia hembra? «¡Carajo!», se dijo mientras renegaba por no haber intentado un acercamiento antes de irse.

Pensó mucho lo que iba a decir nomás la viera. Le hablaría de su amor y le pediría perdón si la situación lo requería. Desde hacía un tiempo que la venía notando a Nassira como perdida; sus ojos se extraviaban en la inmensidad del llano, lo que la mantuvo preocupada durante los días que no estuvo. ¿Sería distinto de haberse quedado con su hermano?, se preguntó. De haberlo sabido... Pero no se puede tener nada por seguro. Ella conocía de antemano que la mora sería un hueso duro de pelar. Tanta mujer no era fácil de conformar; menos siendo ella una tan pobre y sin posibilidades de mejorar. Su hermano se lo había dicho, pero no quiso escucharlo. La amaba más que a nada y lucharía hasta a morir antes que perderla.

Nomás llegar con los carreteros, caminó sin mirar a ningún lado; derechito a verla. Mientras, un chimango que solía ver cerca de su tienda la espió, esperando que le arrojase algún resto de comida.

—¡Nassira!llamó, asomando la cabeza entre los toldos que cubrían la carreta, lo que era su hogar. No obtuvo respuesta. Sus ojos se entretuvieron observando el desorden que había en el carromato. Un escalofrío le recorrió la espalda como premonición de un anuncio. Su instinto salvaje le anticipaba lo peor, aunque su corazón todavía tenía esperanza.

Salió hecha una fiera y empezó el interrogatorio. Pues que nadie sabía mucho; que se la vio hablando con unos que pensaban irse de nuevo a Buenos Aires; otros, que las tenían entre ceja y ceja por su condición, la hacían fugada con alguno de los gauchos matreros que solían frecuentar la zona. La verdad no estaba clara, y solo restaba que se decidiera por ir en su busca o que por fin aceptase que no se podía perder lo que jamás había sido de uno. Y el sentido prevaleció cuando cedió al enojo y a la desesperación. Y gritó en su lengua y se emborrachó como cualquiera, por lo que muchos se aterrorizaron, hasta que sobrevino una calma que la dejó tan lasa como dormida, desparramada al costado del fuego que se consumía.

***

Nassira iba amontonada entre trastos, mantas y las hijas del dueño de la carreta que se volvía a la aldea donde el gobernador Juan José de Vértiz y Salcedo gestionaba la creación del Virreinato del Río de la Plata; lo que la hacía tentadora para los que llegaron como ella, buscando mejorar su porvenir.

Cerró los ojos intentando pensar mientras oía cómo se peleaban las pequeñas, que habían perdido a la madre en el viaje de ida. El desierto no era para cualquiera. Se acostumbraba a ver a las familias sin posesiones, decididas a hacerse de un sitio propio, avanzar más allá de los límites habitados por los cristianos. El clima riguroso, la presencia de la indiada y la escasez de recursos tendían a desanimarlos. Y los de salud delicada no subsistían. De ahí que Nassira no pensaba ceder; se consideraba a sí misma una sobreviviente.

El recuerdo de Teshka la puso triste y hasta le humedeció los ojos. Era inevitable, se dijo. Su amor la conmovía, eso era cierto, y le había costado decidirse. Sin embargo, Nassira pensaba que tanto esfuerzo por superarse ante todo lo que le había ocurrido a lo largo de su vida no podía ser en vano. Si algún día había abandonado la pobreza en su pueblo natal fue para progresar, dejar atrás la miseria. ¡No derrocharía su existencia en medio de la nada! Mejor muerta...

Sería inútil negar que su convivencia con una mujer le terminara resultando una experiencia enriquecedora; pero no lo suficiente para abandonar sus sueños. Teshka podía ser lo mejor que le diese el amor; aun así, quería ir por más. Lucharía por lograr un mejor pasar. ¿Acaso no tuvo una mala racha...? Primero, la dejó el maestre por una mestiza sin gracia; luego el cacique, mi Dios, ¡qué hombretón! ¿Y el desengaño con el mal nacido de Lara y Silva? Ese sí que se la había hecho bien...

Un movimiento a su lado la hizo gritarle a una de las pequeñas:

Estate quieta, niña... Harás caer a tu hermana dijo a quien la miró sin alcanzar a comprender lo que le decía. Se trataba de una de las familias traídas desde su querida patria, con engañosas promesas, y llegadas hacía poco a las colonias. La fatalidad hizo que varias personas murieran a consecuencia de las altas fiebres. Se volvían con un desánimo evidente y con más ganas de regresar a su tierra que de probar suerte en la Buenos Aires virreinal.

Oye, niña... insistió, al ver que no le hacía caso. Por un momento se lamentó haber dejado la caravana. Pero enseguida se retractó y terminó descansándose contra el montón de cosas que le impedían moverse, tratando de dormir. Como tenía un poco de frío se abrigó con una manta. ¿Qué revuelo causaría la india al ver que se había marchado?, se dijo temerosa de que la buscara sin dar tregua.

Renuente a dormirse, su cabeza elucubraba esos pensamientos que ponían en duda esta decisión de abandonarla, machacando su inseguridad ante el futuro inmediato. Incapaz de hallar respuesta a sus dudas, se decidió por esperar el transcurso de los acontecimientos y ver, como tantas veces antes había hecho, qué le deparaba el destino.

El paisaje seguía siendo tan deprimente que aportaba su cuota a la melancolía que la ponía de este modo. Las rutas secas y el polvo que agrietaba la piel. Los ojos rojos de tanto rascarse para aclarar la visión y, para peor, ni un mendrugo de pan le había quedado.

Se revolvió en el lugar y se tapó la cabeza. No quería escuchar el rugido que hacía el viento ni como las niñas continuaban la pelea. Una cosa trajo la otra y, sin desearlo, su pensamiento volvió a centrarse en su abandonada amante.

El día que la india se marchó habían discutido como siempre, recordó Nassira. Los celos torturaban a Teshka al punto que no la dejaba ni asomarse del carromato si ella no estaba presente. Es más, a veces incluso estando, la obligaba a permanecer oculta cuando algún grupo «entonado» por el alcohol se disputaba un trago con el rasgar de una guitarra que invitaba el payador. La mora se deshacía por ser de la partida, pero no la dejaban. Y todo sumaba...

Por eso se fue. No podía seguir enredada con alguien que le quitaba el respiro. Tampoco sabía lo que iba a hacer. No tenía a dónde ir. Estaba como al principio, pensó. Su idea era llegar al pueblo y ofrecerse como moza. Siempre necesitaban de alguna. O cuidar a alguna anciana, se dijo. Sin recomendación posiblemente le fuera difícil, pero se sabía voluntariosa. Y de algo o «de alguien» acabaría viviendo, terminó resignada.

Se trató de un instante, pero le pareció que todo se detenía. Lo siguiente que escuchó fue un alboroto y el llanto de las niñas pidiendo a gritos por su madre. Nassira no alcanzaba a ver qué ocurría hasta que, justo cuando intentó levantarse, sintió que volaba por los aires cuando la carreta, en la desesperación por escapar al malón, se desbarrancó contra una ladera que serpenteaba el camino. Después vio todo negro y le costó respirar.

El dolor vino un rato más tarde, y cuando llegó se instaló para quedarse. En el momento que dejó de rodar, intentó moverse. De a poco descubrió que su brazo izquierdo estaba en una posición extraña, rotado hacia un costado, y la muñeca le molestaba horrores; la tenía tan hinchada que no se le ocurrió otra cosa que masajearla. Asustada, buscó acomodar su brazo y su cuerpo no lo toleró; terminó cayendo en una inconsciencia salvadora. Más tarde recordaría ese momento como un sueño del que jamás debió despertar.