No lo dejes...
El viento
le habló al oído
como aquella vez...
Aunque quisiera negarlo, era tan supersticiosa como cualquiera. El revuelo del carancho sobre mi toldo me supo a mala espina; tan agorero como el batir de alas inmensas y tan solo escuchar las voces de siempre. Muy dentro de mí reconocía la verdad absoluta que «las dormidas» me anunciaban, pero no podía soportarlo. En eso estaba segura; me moriría de rabia y pena viéndola mofarse por compartir lo mío. Porque era tan mío como lo eran mis hijos, la tierra donde moraba y el licho[46] con el que me cubría los días frescos.
Cangapol debía contraer matrimonio con su segunda esposa y sentí que todo lo hecho hasta aquí había sido en vano. Desde cruzar ese anchísimo mar que me entretuvo antes de reunirnos, hasta el desierto ardiente que casi me llevó con él. Incluso le hice frente al poderoso Juan de San Martín para recuperarlo. Y lo venía a perder entre mi propia gente. Porque ya no sería mío, tendría noches con otra, hijos con otra y amanecería, más de una vez, en otro lecho. ¡Ay, qué dolor de solo pensarlo! Sangraba por la herida y no tenía consuelo...
La tradición decía que debía ayudarla a engalanarse para la ceremonia. Junto con las otras tenía que colaborar para que se vistiese de princesa con la ropa hecha por sus parientes; los que, de paso, me miraban con la lástima pintada en sus rostros. Las mujeres, en cambio, verdes de envidia porque no les había tocado a ellas.
Se me fundieron los huesos cuando la vi acercarse presidiendo al grupo de los ancianos; tras ellos, los que se preparaban para iniciar los festejos. Tuve un solo pensamiento y fue para mis hijos. ¿Qué sería de ellos si me iba? Porque era lo único que se me venía a la cabeza... Mi cacique no iba a traicionar a su pueblo ni siquiera por mí.
Me dije que Alenk ya era un hombre, en cambio la niña me necesitaba y, por supuesto, yo también a ella. Trataba de mantenerme serena y no se me había ocurrido separarme de Tama ni siquiera por un instante. Por eso mismo, mientras los veía venir pensaba en la manera de fugarme.
Con una sola idea en la cabeza, me dije que no sería yo si aceptaba este destino tan mansamente. La decisión estaba tomada. Me iría como fuese. No iba a compartir a mi esposo con nadie más que con mis hijos. Tenía mucho en que meditar, me dije, mientras seguía la escena con la mirada perdida; aturdida y «con el puñal sobresaliendo por mi espalda». No sería la primera vez que organizase mi escape. Pero nunca con tanta pena...
En eso vi el toldo levantarse y una agitada Mita que me hablaba tan atravesado que no entendí:
—¡Si no te calmas no te entiendo!
—Se... jue...Eso t’igo. El cacique si mandó p’al sú y dijó tuito el casorio pá la vuelta.
Más tarde me contaron bien. Uno de los pueblos al sur estaba siendo cercado por el grueso de la tropa de los soldados del gobernador. Saquearon las viviendas y tomaron presos a los hombres, pero en lugar de marcharse, establecieron posiciones; seguramente esperando el arribo de su cacique. Cangapol, junto a una parte de sus hombres, marchó en su auxilio; posponiendo, en tal caso, lo que sería un hecho consumado nomás volviese. Lo único bueno de todo esto era que me daría tiempo para planear mi huida. Y con otra confianza me desajusté la cintura de mi kau[47] para dar salida a mi pecho goteante y alimentar a mi niña.
***
Cuando mi Josefa entró a la tienda, me encontró justo armando mi bagaje. Estaba tan ensimismada con las últimas noticias que no se le ocurrió mirarme con atención. Mi liche desplegado en el piso recibía las cosas que pensaba llevarme. Otro tanto hacía con las de Tama. Por suerte, aún no comía y con mi pecho le bastaba.
—¿M’ija, qui hay?¿No si vua i? —me preguntó, por fin mirando lo que hacía. Y al ver mi gesto decidido, lo supo—. Entón hay qui dir nomá, po... —La escuché decidida mientras trataba de quitarme las cosas de las manos, con lo que me obligó a arrebatárselas de mal modo. En mi interior hervía de rabia, y que alguien quisiera detenerme lograba hacerme una bruta. Igual traté de serenarme y le dije:
—Cálmate, mi yam[48], me iré de todos modos.
—Entón no iremo —sentenció tomando su manto, y comenzó a imitarme.
Mi vista se nubló al verla tan decidida. Siempre conmigo o cuidando de mis hijos. La quise como nunca. Me culpaba por condenarla a una vida plagada de peligros, pero también me cobijé en su compañía. Sin esperar un instante más, la abracé buscando su consuelo y sintiendo la culpa por el mal trato al que la había sometido por tener tanto odio encima.
El cuero se descubrió otra vez y la aparición de Alenk nos puso a ambas en guardia.
—¿Qué están haciendo? —preguntó mi hijo, aun sabiendo la respuesta.
—Lo que estás viendo... No pienso quedarme para ver cómo casan a tu padre con otra... Lo siento, hijo, pero no puedo —dije dejando escapar un sollozo—. Y no te pido que nos acompañes. Ya eres un hombre... —dije mirándolo a los ojos—. Tienes que cumplirle a tu pueblo y... no voy a quedarme, ¿lo entiendes?
—No van a marcharse solas...
—Alenk... —quise insistir.
—Entiéndeme tú. Aún faltan muchos años para que deba asumir mi lugar. Todavía está mi padre para eso, y no voy a permitir que algo te ocurra; tampoco a mi hermana ni a Mita.
—Tu padre no verá con buenos ojos esta huida... —dije tratando de convencerlo.
—Mi padre entenderá. Y se sentirá más orgulloso de mí porque no las abandoné, porque no las dejé a su suerte. No se habla más, Huennec... —sentenció usando mi nombre como hacía su padre cuando se enfadaba.
Me negué a insistir. Era cierto que me daba miedo lo que iba a hacer, más por ellas que por mí. Sentía que las expondría a un calvario del que no tenía conciencia. Tuve que aceptar, porque era mi tabla de salvación. Y con esta conversación quedó sellado nuestro acuerdo.
***
Esa madrugada, Alenk se despertó antes de lo habitual. Sus sentidos lo habían alertado de que si pensaba dejar las tolderías con dos mujeres y una niña, mejor que se preparase como nunca. Si bien el desierto le era conocido, no era lo mismo viajar solo que con tres mujeres. Su padre iría tras él, y su madre sufriría mucho si la traía de vuelta; eso también lo comprendía.
Por eso, antes de comenzar a juntar cueros y todo lo necesario para armar un toldo allí donde sea por donde anduviesen, le oró a «las dormidas»; les pidió protección y la sabiduría indispensable para cumplir con su cometido. Contaba, además, con los poderes de su madre, y ella haría surgir de él su mayor caudal de energía para hacerle frente a cualquier inclemencia.
Huennec también estaba atenta. La distinguió en movimiento. Su hermanita llorisqueaba y, cuando la puso al pecho, se adormeció.
Dejando de lado la preocupación por irse, estaba lo que su padre sentiría al enterarse. Lo conocía lo suficiente para saber que él vivía a través de su madre; ella lo era todo. ¡Cuántos años la había añorado! Y esto que se les venía encima era como uno de esos soplidos destructivos que azotaban la tierra arrasando con todo a su paso. Algo así se había desatado entre sus seres más amados. Y no veía solución... Salvo que... Una idea loca se le ocurrió, y así como le vino a la mente, la descartó. Su padre no estaría de acuerdo.
Lo cierto era que si quería que tardaran en descubrirlos, debían apresurarse. Cargó todo en su montura y se reunió con las mujeres. Por suerte, la futura esposa de su anke no se había quedado con ellas esa noche. Se sintió muy ofendida cuando supo que Cangapol, al final, no iría ese día. La burla de sus hermanas la tenía resentida. Él no quiso pensar en cuánto le dolía lo que iba a suceder con ella. Sus ojos se habían cruzado por un instante, y con eso le alcanzó para distinguir la desolación en su alma. Pero formaba parte de la tradición tehuelche; del pueblo en el que Alenk era uno más...
—¿Alenk?...
—Sí, mi yam...
—Debemos irnos antes que termine de clarear —dijo Huennec mirando el cielo que comenzaba a recibir el saludo del sol. Solo algunas nubes ocultaban igual la claridad del día. Ella sería capaz de oscurecerlas todavía más con la desilusión que guardaba en su alma.
—¿Tienes todo amarrado? ¿Y Mita? —preguntó el muchacho.
—¡Todito in su lugá! —respondió Josefa de entre las sombras.
—Bien. En marcha, entonces...
Abandonaron los toldos con una pena atragantada. Cada cual con lo suyo. La única inocente era la hermosa niña, que yacía atada contra el pecho de su madre.
***
Huennec se recogió y cubrió el cabello, pues más de una vez había sido su delator, como un reflejo en la negra penumbra. Mita, para variar, rezongaba: «que si cuando el cacique volviese no las vua a buscá, ¡claro qui sí! La pucha, digo...».
—Aun puedes regresar, mi yam, pero no me estorbes con tus «ayes» —la retó Huennec—, bastante tengo con aguantar los sermones de mi hijo. El que quiera regresar, que lo haga... —Su corazón latía deprisa por lo que estaba por hacer. Recién se iba y ya lo extrañaba.
Con expresión decidida, ella puso al trote su caballo y enfiló hacia lo desconocido. Un vez más, como tantas otras...