Capítulo 18

Como una bestia

¡Conocía tanto a su mujer!,

pensó Cangapol.

¿De qué se iba a asombrar

cuando se enteró de su huida?

La tranquilidad de saberla con su hijo al cacique no le alcanzaba, pero le daba un cierto respiro. Alenk era hábil con la lanza y las boleadoras, como el mejor. No les faltaría alimento y las protegería del llano. Pero igual, no se conformaba...

Poco después de su arribo el día anterior, se había dado cuenta de que algo ocurría cuando la única que salió a recibirlo fue su actual prometida. Otilkel hizo amague de acercarse, pero al captar la mirada torva del cacique, prefirió abstenerse. Los ojos del jefe tehuelche no la estaban buscando a ella y daban miedo: dos hendijas por las que solo se alcanzaba a ver una ira que bullía en su interior a punto de rebalsar. Así fue como entendió que solo despertaría su furia aunque su única intención fuese hablarle.

—¿Huennec? —gritó mientras se escuchaba el revoleo de cosas dentro de su kau[49]. Casi nada quedaba en el lugar. Solo sus pertenencias y un par de mantitas de Tama que tal vez le habrían ocupado espacio para llevarlas, porque era lo único que lo acompañaba de sus adoradas mujeres. Ni el olor de su princesa quedaba, y creyó que se volvería loco.

No entendía por qué no lo había esperado como le prometió... Lo primero que haría cuando la encontrara sería hacerla jurar por «sus madres del cielo» que nunca más volvería a separarse de su lado. ¿Por qué no lo esperó? ¿Acaso él no le había jurado, antes de irse, que hallaría la solución? ¿Cómo se le ocurría dejarlo? ¡A su rey, quien más la amaba! Una tristeza bien honda se instaló en su pecho. Se sintió un extraño en el que hasta ese momento consideraba su hogar. Una tienda solitaria y tan muda de berreos y reclamos lo hizo desesperar. Sin su mujer ni sus hijos, era otra vez alguien sin alma.

—¡Huennec! —aulló como perro malo. Nadie lograría convencerlo de que podía continuar su vida sin ellos. Un hombre sin tierra perdía el camino, pero uno sin sus amores... Erraría por el tiempo que le quedase de vida. Se maldijo por incauto. ¿Cómo se había dejado atrapar tan dócilmente por los ancianos? Casi que lo hicieron creer que era lo que debía hacerse. Y eso le transmitió a su mujer. Y lo bien que hizo en dejarlo por desorejado; por no salir a defenderla. Si ella bien podía darle otro machito nomás se lo propusiera... Los lamentos hacían batallar en su cabeza las más terribles conjeturas. ¿Dónde estarían tan solos y en un desierto tan hambriento?

Allí fue nomás cuando un grupo de jefes, encabezado por el fiero Lorenzo Calpisqui, lo encaró buscando resolver «un asunto de negociado». Así como llegaron se fueron, ya que el cacique los sacó carpiendo y se atrincheró en su toldo con mucho alcohol para ahogar las penas. La noche se prestaba a que se perdiera en un ensueño donde su princesa no se había ido; en el que estaba aún con él apretujada en sus brazos.

***

Entretanto, la familia de la futura esposa, no aceptaba un «no» por respuesta. Y mientras Cangapol se emborrachaba hasta decir basta, ellos reclamaban ante el gran Consejo de los hombres más antiguos la falta de cumplimiento de un juramento hecho ante todos; debía contraer matrimonio nomás volver. El grupo de ancianos se reunió a parlamentar para darles una respuesta. Los plazos se estaban terminando, y el cacique que no cumplía con lo pactado.

En honor a la verdad, nadie se atrevía a confrontar la situación con el jefe tehuelche. Ni siquiera el padre de su prometida, quien era considerado por todos de carácter mal arriado. Pero era sabido que cuando el rey se emborrachaba le salía el Elel de adentro y se convertía en una bestia a la que mejor no molestar.

Y la respuesta fue que debía esperar hasta que se le pasase el encono y lo abandonase la modorra de la bebida para hacerlo entrar en razón. No podían obligarlo por las buenas, mucho menos borracho. Por las malas era enfrentarse al mismísimo demonio, resolvieron los ancianos. La familia de la devenida en «esposa en algún momento» se quejaba abiertamente a quien quisiera escuchar. Sin demasiadas explicaciones, los habían mandado a su tienda a esperar que el tema se resolviera. El gran temor era que, como venía la mano, desconfiaban de que el cacique se dejase desposar sin emitir reclamo. Estaba visto que la tehuel lo seguía torturando, más todavía, con su ausencia.

Aun así, si algo estaba claro en este pueblo era lo que les gustaba a los tehuelches armar festejo, y los preparativos siguieron su curso mientras la gente aguardaba que cambiase la mala disposición del tan esquivo marido.

—No voy a dejar que se malogre el acuerdo por culpa de esa chakanmé[50] que no se conforma... —dijo una tía de Otilkel. La jovencita lloraba en silencio el desprecio del cacique. Creyó que el buen trato que le había dado Huennec hasta la fecha daba por hecho su conformidad ante la elección del jefe. Ella tampoco quería casarse con él y, sin embargo, se resignaba. Lo que nunca llegó a saber la muchacha era que ninguna resultaba buena para Huennec. La reina de la llanura objetaría lo mismo fuera cualquiera. Pero si ella tampoco quería y se tenía que conformar...

—Tenga calma, mi niña —le destacó en un susurro uno de los ancianos—. No le quedará otra que ceder. El cacique, con una esposa, no se asegura el linaje. La decisión no es de él, por lo que tendrá que ajustarse...

Sus palabras, en lugar de alentarla, la llevaron a comprender que jamás sería aceptada de buena fe por el cacique. Y lo peor era que Alenk, su amado Alenk, la odiaría para siempre.

***

—Cangapol... —dijo la voz del gaucho Madero a su jefe—, que no si e diga e osté no juera varón cumplidó. —La sordidez de su estampa lo lastimaba. Desmañado y mugriento; el más malo del desierto sería necesario que tocara fondo para surgir ungido de una coraza que ocultase su dolor.

Los ojos rojos de poco descanso y unas ganas de llorar como un crío. Su amigo lo miraba desolado. Lo había visto en más de una mala, pero jamás tan abatido.

—Tenga pacencia, ia va a pasá... —le objetó el hombre inquieto. No estaba preparado para brindar consuelo a un ser al que había idealizado. Por eso él tenía una china[51] por cada rincón. «No e cuestió di aparijarse y perdé la cordura», pensó con total convicción.

—Me tienen acorralado, mi amigo —habló el cacique encrespado—, ¡la pucha si sé qué hacer! —Se lamentó refregándose para quitarse las lagañas y parte del sueño.

—Diga, entó, ¿acaso la buscó? —preguntó el paisano interesado. Iba a ayudar a su amigo con todo lo que pudiera. Si él mesmo debía internarse en el desierto p’traerle noticias lo haría por «el mejor».

—¡Cuando se emperra...! —dijo el indio. Huennec no se había ido a la ligera. La presunción de que se trató de una decisión desesperada, pero empecinada al fin, no lo dejaba pensar. Aun así... En un instante de lucidez, supo que debía encontrarla.

—¿Sabe qué, Madero? Tiene razón. La tengo que recuperar. Y después voy a convencer al Consejo de que habrá otro modo de lidiar con esta queja.

—¿Y digo al otro? —preguntó el baqueano con entusiasmo.

—Prepare todo, nomás. Voy hasta el arroyo a sacarme la porquería de encima, y hasta que no la traiga de regreso, no vuelvo...

***

El agua tan fría lo avivó de golpe. Despejada la cabeza, solo tuvo rencor hacia la mujer que tanto amaba. Sintió en la carne su desconfianza; el no creerlo capaz de encontrar una manera de arreglar las cosas. Pero él no era el mismo si ella no estaba. Porque la necesitaba tanto como respirar...

Sin querer le vino a la mente el día que decidió mostrarle el jono kuinekon, la orilla del gran mar:

«—¿A dónde me lleva? —le preguntó cuando lo vio dirigir los caballos hacia el este. No visitarían ni el monte ni el arroyo. Él la había mirado divertido, pero no le contestó. Quería maravillarla como ella hacía con él nada más existiendo...

Lo próximo que hizo fue llevarla cerca de un peñasco hasta que se hiciese de día. Su mujer debía descansar, llevaba a su precioso hijo en sus entrañas.

—Pasaremos aquí la noche. —Fueron sus únicas palabras. La vio por demás enojada, presa de la inquietud de no saber hacia dónde irían.

—¿No piensa decirme cuál será nuestro destino? —lo interrogó con curiosidad. Y él, como no pensaba largar prenda, le contestó «que no, que era una sorpresa».

Cuando la vio que sacudía las trenzas hacia atrás, se enteró de su disgusto. Con paciencia trató de calmarla, con su hablar más tierno y su mirada que daba cuenta de lo mucho que la quería.

—Quiero mostrarte algo que nunca has visto antes. Tus ojos verán la belleza del poder del sol naciendo desde el fondo del agua. Es mi regalo, es tuyo, solo para ti, la mujer que amo».

Sus ojos se humedecieron con la nostalgia de los viejos tiempos. Llevaba a su hijo en las entrañas, y él ya la adoraba con la perdición que solo da el afecto. ¿Por dónde andarían su mujer y sus hijos?, se preguntó atontado por el desconocimiento. No podía ser que otra vez la perdiera. El miedo lo hizo apurarse a salir del agua para enfrentarse a lo que fuese con tal de recuperarla.