Capítulo 19

Otilkel

Apenas supo

que el cacique sería su prometido

tuvo la alocada idea

de escapar.

En la kaienk[52], las tolderías tehuelches...

¿Pero a dónde? ¿Qué sería de ella sola en el monte? Había quedado huérfana de madre de muy pequeña. Un padre muy corajudo, pero con pocas ganas de cuidarla. Se la dejó a las hermanas de su mujer para que se hicieran cargo. Y se crio sin demasiado cariño. Salvo el amor de su amigo, su compañero de aventuras, su oreja cuando lo necesitaba... Alenk fue más que su enamorado; lo era todo.

Los mandamientos del Consejo se cumplían sin chistar. Y si habían decidido que ella sería la esposa de Cangapol, no quedaba mucho por hacer más que aceptarlo. Luego, con el sondeo del trato que le brindaba su primera esposa, creyó que solo era cuestión de ponerle voluntad. Como mujer, jamás podría decidir su destino. Y a pesar de que su corazón ya tenía dueño, un escudo de impotencia la había aislado de lo que significaría ser la madrastra del hombre a quien amaba con toda el alma.

Obcecada como nadie, se impuso no pensar más en él, pero unos recuerdos traviesos hicieron mella en sus disciplinados pensamientos... Y así fue, entonces, que se vio corriendo tras ese mirar aguado que la tenía a mal traer. Le tiraba de sus bien armadas trenzas, para que luego su tía terminase retándola por desprolija. Trepaban juntos a los árboles más altos, y en una cueva que les guardó el secreto, le dio su primer beso, que la mantuvo en vilo por días. Le pidió ser su kepaieshk, su novio, y ella aceptó. Luego vinieron otras cosas, más íntimas y vergonzosas. Ellos sabían que no debían hacerlo, pero era más fuerte que todo; un sentimiento que los llenaba de dicha y de placer por igual.

Cuando tuvo su primera atpech[53], su tía le recomendó especialmente que se cuidara porque ya podía traer hijos al mundo. A Alenk lo tomó desprevenido y hasta se puso furioso con la pobre muchacha. Después de averiguar por ahí y saber que era cierto, calmó sus ánimos porque de verdad la quería demasiado como para perderla.

Hasta que su tía le dijo que debía casarse con Cangapol, ella siempre creyó en un futuro junto a su amor. Y ahí, el mismo día que la mujer le abriera los ojos con lo signado por el Consejo, dejó de soñar para enfrentarse con la obligación. Sin padres que la defendieran, ella debía responder con gratitud al alto honor que se le había impuesto: ser la segunda esposa del jefe.

¿Niña, qué haces? la interrogó su tía al verle la mirada perdida.

Nada respondió con inocencia.

Entonces ve y atiza el fuego para que no se apague. ¿Has visitado la tienda del cacique como te dije? la interrogó no sin cierto descaro—. La otra se fue. Debes insistir si quieres que se te tome en cuenta.

Otilkel la miró, reconociendo de inmediato la artimaña urdida para atrapar al hombre. Se sabía que, borracho, el jefe no era dueño de sus actos. Y una vez que pasara lo que se esperaba de él, no habría forma de que se echase atrás. Era terrible imaginarse por lo que debía atravesar para cumplir con lo que se le ordenaba. Deseó con vehemencia que Alenk no se hubiera marchado con su madre. Incluso, aunque sabía que no tenía posibilidades de ser correspondida dado que la habían prometido a su padre, el joven escucharía lo que le dijese y quizás hasta la ayudaría a huir. Se los hizo fugándose juntos, y sus latidos se desbocaron.

Volviendo a la realidad, sola como estaba, tuvo que responder: «Está bien», y encaminarse hacia donde se preparaba la comida. Un fuego que se avivaba de a ratos para lograr el cocimiento lento de la carne de ievu[54] la mantuvo entretenida y alejada del lugar donde sabía se jugaría su porvenir.

Mirando alrededor, se halló observada de reojo; como si supieran cuál sería el final de su truncado matrimonio. ¡Cómo extrañaba ser una niña! Sin los problemas que llegaron con la edad de tomar pareja. Con la esperanza de que algo sucediera que le devolviese el alma al cuerpo, se amodorró frente al fuego. Todavía quedaba algo de tiempo para que su suerte cambiase, se dijo, y no iba a desperdiciar ninguna oportunidad.

***

Esa noche, Alenk se sintió por primera vez en paz desde el día en que abandonó su pueblo. Nunca dudó de que tuviera que hacerlo. Por ella, y por él también. Su corazón no soportaría verla en brazos de otro hombre, pensó con dolor, y mucho menos si se trataba de su padre.

A esta altura temía que ya debía de haberse convertido en la esposa del gran rey del desierto. Con la tristeza a flor de piel, tomó la dura decisión de olvidar. Nunca mejor que en esta ocasión compartía los sentimientos de su yam[55].

Sería otra la historia si en lugar de ser la prometida de su padre... Sacudió la cabeza para despejar la idea. Una locura, pensó. Debía preocuparse por «sus mujeres», como las llamaba en silencio. Y su amor quedaría atado para siempre a una piedra grandota que, luego de ser arrojada al río, no le permitiría volverlo a sacar a flote.

Contempló a su madre dormir abrazada a su hermanita. Josefa se había tapado hasta las orejas y roncaba con suavidad. Entendió contra lo que luchaba, porque hasta a él le resultaba un calvario abandonar la seguridad de la tolderías. El desierto se presentaba como un enemigo más al que combatir si querían salir airosos de este entuerto que los obligó a la fuga.

Se ubicó con su manta cerca de los caballos. Él no dormiría, velaría por ellas, se prometió. Su padre era muy paciente, pero no le perdonaría si algo les ocurriera por su descuido. Cuando su hermanita comenzó a llorar, fue a buscarla. El cansancio de su madre se notaba porque no había reaccionado.

Ven, pequeña... Shhh, no llores dijo hamacándola para calmarla, y lo logró. Sabía que no duraría mucho tiempo. Tenía hambre.

Dámela, hijo... Huennec tendió los brazos, esperando que le acercara a Tama para darle de su pecho. La niña se prendió al pezón con la avidez propia de un cuerpo sano y fuerte; la leche de su madre la satisfacía a pleno, por los rollitos que se descubrían al sostenerla. La escena lo complació y se las quedó mirando. Su vida había cambiado para siempre.

***

Otilkel caminó insegura hasta el toldo del cacique. Los ojos anegados de lágrimas que no terminaban de dejarse ver. Sabía que se trataba de una acción sin vuelta atrás. Su tía le había ordenado que se lavara y se peinara, se acicalara la piel con hojas de romero y menta fresca; que se pusiera bonita y se presentase ante el cacique para que por fin se diese cuenta de que existía... Y la verdad era que ella prefería que no la reconociese. Porque no quería pertenecerle cuando amaba a su hijo locamente.

Sus pasos fueron tan lentos que la mujer que la acompañó para que no se arrepintiera le dio un empujón y masculló una protesta por lo bajo.

Deberías estarme agradecida...dijo tomándola por el brazo para que se apurara.

Ay, que me hace daño gritó la jovencita cuando la fuerza de la otra la instaba a correr—. ¿No ve que hará que me caiga?

Lo que veo es que te haces la desentendida cuando te digo que debes interesar a ese hombre o terminará haciéndolo otra argumentó la mujer descargando su rabia en el brazo que apretaba.

Ay, basta, tía, que ya entendí le remarcó resignada. Estaban a muy poca distancia, por lo que la mujer le puso el dedo sobre los labios para que hiciera silencio.

Tú ahora te vas y te le metes en la tienda y ves qué más puedes hacer... como ya te he dicho, lo que él te ordene estará bien.

En la boca de Otilkel se marcó un puchero, y a punto de sollozar se las aguantó al ver la cara de enojo de su tía y que se haría su voluntad. Ella bien sabía de lo que ocurría entre un hombre y una mujer. El cacique esperaba recibir a una joven que no hubiera yacido con nadie. Jamás se le ocurriría contarle a su tía que había estado con Alenk. El miedo le hizo contraer el gesto. Tal vez, después de todo, esta podría ser la solución. Al cacique, tan borracho como estaba, le podía decir que habían compartido el lecho y había sido suya. Al menos solucionaría una parte del problema. Pero no se sentía muy bien con ese comportamiento taimado...

Con cuidado, levantó el cuero del toldo ante la atenta mirada de su parienta. La oscuridad la sobrecogió. Alcanzó a escuchar unos ronquidos profundos que venían desde el fondo y, despacio, se le fue acercando. Lo último que deseaba era despertarlo. Cuanto más descansado mayor probabilidad habría de que recuperase la sobriedad para hacerlo entrar en razón. Era una buena persona, y estaba convencida de que si lograba hablar con él, si al menos entendiera por qué no podía ser su mujer, la ayudaría a encontrar la solución. Con mucha suavidad, tomó la manta que había traído y se acomodó en el rincón que solían usar los hijos. Cuando el cansancio la venció, terminó dormida en la tienda del jefe de todos.

Horas después, Cangapol se despertó con el sacudón de Madero. La cabeza le dolía de la mala bebida, pero el descanso le había hecho bien. Su mirada buscó aquello que había hecho al gaucho quedarse tieso. Entonces la vio. La jovencita acurrucada en donde solía yacer Alenk. Tapada con una manta, solo le veían las trenzas.

¿Quién le dio permiso?preguntó el cacique enojado. Entendió bien lo que pretendían y lo hizo encenderse todavía más. Una cosa era cumplir con la palabra dada y otra era aprovecharse de su estado. El hecho le recordó a la cristiana y al hijo no reconocido que andaba por vaya a saber dónde.

La cara de Madero lo convenció de que, el hombre, ni enterado. Le preocupó que hubiese dormido allí. Le iba a costar persuadir a más de uno de que entre ellos no había sucedido nada.

Los muy ladinos...habló bajito para no despertarla. De todas maneras, se dijo, sería un problema para su vuelta. Por el momento, su única preocupación era encontrar a su mujer y traerla de regreso. Con prontitud, tomó sus cosas y marchó tras su amigo.

***

Por la mañana, Otilkel despertó acongojada; ojerosa y con ganas de no levantarse. Dormir en el lecho de Alenk y haber respirado su aroma la llevó a soñar con su amado. Pero la realidad se imponía. Al darse cuenta de dónde estaba, buscó la figura del cacique, a quien había visto durmiendo en los fondos de la tienda.

Se levantó y se acercó cautelosa. No estaba. El lugar se hallaba vacío, y un temor reverencial se apoderó de ella. ¿Qué les diría a sus tías cuando supiesen que nada había ocurrido entre ella y el cacique?

Sin animarse a salir, se asomó para ver si lo hallaba, cuando alcanzó a distinguir un grupo de jinetes que al tranco se alejaba. De lejos divisó la figura del rey de los tehuelches. Se sintió perdida y, a la vez, con una sensación de liberación que la hizo sollozar de alegría. Contra lo que pudiera esperarse, supo que nada lograría que el hombre la desposase. El jefe iba, seguramente, tras el rastro de Huennec, la mujer que amaba...