Capítulo 20

Nguenechen[56]: el señor de los indios, el «dueño de la gente».

¡Cuánto tiempo

añorando la vuelta

para tener

que volver a partir!

Me sabía tan conocedora de las penas de ausencia... ¿Cómo iba a hacer para seguir viviendo sin su amor? Si el sol era su sonrisa y mi cobijo, su pecho. Con los ojos arrasados de lágrimas, amanecí añorándolo.

Fue nada más dejar tierra conocida y un nuevo miedo se instaló en mí. El miedo a ser olvidada. A que después de tantas idas y venidas, mi cacique se arreglase con la bonita tehuelche que le habían asignado, ¡y con lo ardiente que era!, ¿la haría a un lado? ¡No! Y la muy... Y él... Mis ojos se me nublaban y los sacudí a ponchazos.

Había olvidado por un momento mi promesa de no llorar por este hombre nunca más. Ya bastante me había hecho sufrir... Pero entonces recordaba que, después de todo, él no tenía la culpa, sino que todo se debía a su condición para los pueblos, y volvía a permitirme llorar con mi pobre alma añorando a su pareja.

La disputa con mi hijo surgió apenas comenzamos el viaje. Él, que me quería llevar con los «curitas», y a mí que se me daba bien entender, de una manera artera, que de ir con ellos su padre me terminaría encontrando. Sobra decir que lo acusé de traidor; y mi pobre hijo que, dividido entre dos lealtades, no tenía muy en claro cuál camino sería el correcto.

—Es el primer sitio donde se le ocurrirá buscarnos...dije rabiosa. ¿Acaso no entendía que no quería volver con su padre? ¿Debía verme arrastrada para asumir mi dolor? La cuestión nos mantuvo enojados por un largo rato. Él, que se sentía insultado al escuchar mis reclamos; creo haberlo tratado de cherro, de piojo chupa sangre, algo tan insultante como infame para mi pobre hijo que solo trataba de ayudarme y de mantener la familia unida.

Alenk no contestó. Serio como nunca, lo vi sentarse junto a un peñasco y otear el horizonte como buscando una respuesta. Luego de un rato, se subió a su montura y partió al galope sin volver ni un instante la mirada. Esta vez me había pasado; debía aclarar con Alenk lo agradecida que estaba de su preocupación por nosotras, pero que no quería enfrentarme con la realidad de ver a su padre con su nueva mujer.

Pero eso había sucedido temprano. Recién lo vimos regresar por la tarde, cuando el sol empezó a ocultarse y el frío se hacía sentir. Muy serio, se tiró de su caballo, al que calmó con un silbido. Lo noté decidido. Seguramente, lo había estado pensando y había pedido sabiduría divina.

Lo mejor será que probemos llegar hasta el sur...habló certero. Lo miré ensimismada. No conocía más que el límite de los ranchos. Recordé que Cangapol había viajado hacía allí en busca de ayuda.

—Los aonikenk[57] están muy lejos —dije desilusionada. Era mucho lo que debíamos andar y no sería fácil para mi niña. Tampoco la dejaría morir por mi negativa a aceptar la realidad de las leyes de mi gente—. No lo creo posible...

—No vamos a llegar tan lejos. Iremos hasta encontrarnos con los «puelches», «los del este» —ratificó Alenk.

—¿Qué dices, hijo? De esos pueblos solo vinieron desgracias... —dije recordando con qué insistencia Cangapol tuvo que negociar la paz con ellos antes que «se nos vinieran al humo». Eran conocidos como «gente del este», lo que en su lengua se los llamaba «mapuche». Los cristianos les decían «araucos» o «araucanos». No importaba el nombre ya que, por lo que me había enterado de ellos, eran tan inclementes para la guerra como los soldados del gobernador. Pero a la milicia siempre le hacían frente, y el maestre los tenía bien calados—. Me asusta lo que me dices. ¿Qué pasará cuando sepan de dónde venimos?

—Pues no lo sabrán. Diremos que somos parte de un asiento de más al sur. A «la isla» solía ir un grupo que moraba cerca de las montañas altas, rodeando el Chaltén[58].

Cuando mencionó «la isla», recordé haber hablado con el cacique sobre los negociados que se llevaban a cabo en ese lugar de la pampa. Tanto había soldados suyos como de los nuestros. La gente se reunía para intercambiar sus bienes. Así era como ponchos y mantas regresaban a los toldos convertidos en yerba, tabaco y cualquier cosa que se pudiese trucar.

La idea de mi hijo no me entusiasmaba, pero no veía otra solución si quería escapar de Cangapol. Me sentí egoísta, aunque tampoco había llegado tan lejos para echarme atrás. También, y no voy a mentir, se me pasó por la cabeza más de una vez la imagen de sus cuerpos entremezclados: las trenzas tan hermosas y su piel virginal, y mi cacique... Y hasta ahí llegaba, porque mi corazón comenzaba a bombear ligerito queriendo salírseme por la boca. Reculaba como la mejor y trataba de distraerme pensando en otra cosa o iba a morir de envidia y de tristeza.

—Está bien —dije resuelta. Por ese día ya habíamos andado lo suficiente. Con una Josefa quejosa y cansados por soportar el viento y el bochorno. Nos aprestamos a descansar cerca de un montículo que nos permitió guarecernos junto a las monturas. La niña lloraba mucho y eso nos ponía de mal humor. La calmaba con el pecho, pero ya no aguantaba más las molestias del viaje. Llevábamos poco más de día y medio de habernos ido y ya nos queríamos volver...

***

Los caballos venían recibiendo un trato especial, se dijo el muchacho para conformarse. Su madre les preparaba una mezcla con plantas que había traído del monte que los hacía descansar y sentirse vigorosos para cuando hacía falta. Pero al igual que ellos, clamaban por llegar. Montar a pelo tenía su parte de beneficio; la energía que les derramaban al tocarlos, los mantenía calmados y con la inquietud de continuar el largo camino.

Al finalizar el tercer día, alcanzaron a divisar un asiento que parecía bastante grande. Alenk las hizo marchar a su madre y a Josefa tras de él, en fila, para que no fueran las primeras en aparecer.

Las miradas recelosas iniciaron al instante de verlos surgir entre una ventisca que arremolinaba polvo y arena cargada de pequeñas piedras que golpeaban sin doler, pero dificultaban el mantener los ojos limpios.

Los primeros en acercarse, como siempre, fueron los niños, y las madres a los manotazos para que se escondieran. Igual les pareció que si hasta ese instante nadie los había ido a correr, era casi seguro que no serían tan hostiles como para echarlos otra vez al desierto. Una mirada entre Alenk y su madre bastó para serenarse e invitarlos a pensar cuál sería la historia más creíble que les permitiría yacer entre esa gente.

—Ua ingue... —saludó el joven a un anciano que se les acercaba. El hombre los observó un rato y les habló en otra lengua a las mujeres que no paraban de curiosear.

Al instante nomás, como si ya lo hubiesen pensado, les trajeron unos cuencos con agua y una buena tajada de tool[59] que les resultó muy sabrosa.

El que parecía ser quien estaba a cargo les contó que, en una redada que los tomara desprevenidos, los soldados habían barrido con gran parte de los hombres de sus tolderías. Su cacique y varios otros fieros guerreros fueron hechos prisioneros por los hombres del gobernador. Parecía ser que un nuevo maestre de campo y jefe de los Blandengues los tenía a mal traer. Con su expedición había cruzado el río Salado que les marcaba la frontera, y dispersado varias tolderías.

Los pocos hombres que quedaban eran muy jóvenes y estaban de cacería desde hacía varios días. Habían creído en un principio, y sin ver mucho por la polvareda, que se trataba de ellos. Pero les quitaron también los únicos caballos que poseían, por lo que las mujeres se asustaron al oír los relinchos.

La preocupación de esta gente terminó siendo también suya. ¿Qué sucedería si volvían los soldados? Era cierto que se habían hecho de todo lo que les servía. Lo más probable era que los dejasen en paz. Aun así, había que decidirse.

Al menos por unos días, descansaremos aquí. Tama necesita dormir tranquila para no enfermar, y tú, madre, estás por desaparecer... dijo el joven concluyendo su comentario con una sonrisa al ver cómo se agrandaban los ojos de Huennec al mencionarle su aspecto. Hacía tiempo que al joven le preocupaba su estado. Se alimentaba poco, y de ahí una parte se la llevaba su hermanita. Si no se cuidaba, morirían las dos, en especial por la falta de agua.

La realidad les caía como un chaparrón de verano, pensó Alenk. No podían seguir en las condiciones que estaban. Por más voluntad que tuvieran, su cuerpo les pedía una tregua, y tenían tiempo ganado al cacique, que estaban casi convencidos que primero iría por los ranchos de los misioneros.

Aceptaron con gratitud los alimentos y el agua y se dispusieron a armar su tienda antes que les llegara la noche.

***

Casi enseguida estuve de acuerdo con mi hijo. Ninguno aguantaba más el golpeteo constante en el cuerpo de cuanto volaba en esta pampa árida, ni el agobiante calor. Daba gracias por haber encontrado un refugio, aunque fuera precario.

Como solía suceder, era Mita la que entraba primero en confianza. Se hizo entender con ademanes y un «mirá vo...» cuando fue necesario. Incluso sin hablar, las mujeres la seguían porque de ella emanaba una actitud dirigente que las ordenaba. Era toda una conquista para la paisana verlas congregadas a su alrededor como abejas con su reina.

Los noté a todos con el miedo a flor de piel. Estaba claro que los soldados no escatimaron en golpes y abusos. Si sabría yo cómo eran. En parte supe que fuimos una respuesta a tanta aberración. Y con mi yam nos propusimos organizar los fogones con lo poco que habían obtenido los jóvenes en el llano. Éramos muchos, pero con un abundante caldo la panza dejaba de aullar. La próxima, mi hijo les prometió acompañarlos, aunque poco conforme de hacerlo, ya que significaba dejarnos a merced de las patrullas.

El temor te pone inquieto, mas el horror te paraliza. Nos dimos cuenta en seguida de que las pobrecitas no sabían qué hacer, y ahí nomás dije que si «las dormidas» nos trajeron hasta aquí, por algo era, y no sabía de saltearme compromisos.

Algunas de ellas desconfiaron de mí al verme quitar la manta que cubría mi cabeza. Las crenchas casi blancas las invitaban a tocarlas, y en un momento, si mi madre no las detenía, creo que terminaba pelada. Igual siempre fui paciente sobre eso, no era por maldad, sino que por curiosas. Más tarde las vería cuchicheando y haciendo gestos hacia donde estaba. Trencé el cabello y le puse un pañuelo que me pasó Mita, para no tentarlas y hacer que se olvidaran... Algo poco probable.

***

Ya más calmo y luego de un buen descanso, Alenk decidió que habían hecho no solo lo correcto, sino lo único que podían hacer. La vida de los cuatro era su responsabilidad. Algo se le removió por dentro al pensar en compromisos. ¿Qué estaría pasando con Otilkel? ¿Sería la nueva esposa de Cangapol? La rabia no lo dejaba en paz; no había dormido bien ninguna noche. Unos celos que orillaban un deseo de atacar a su propio padre, aun sabiendo que él no deseaba esta unión. Él solo quería a su madre. Pero aunque inocente, estaría tomando entre sus brazos a la mujer que Alenk amaba por sobre todo en la vida.

Siguiendo con las cavilaciones, se planteó sobre la idea de asentarse entre este grupo de mapuches. Era un hecho que no podían continuar vagando por el llano sin provisiones y careciendo de más protección que sus armas. Estaban cansados, y la continua zozobra de cruzarse con el cacique o, sin ir más lejos, caer en manos de los soldados de la aldea los inquietaba.

Cayó en la cuenta de que nadie les había hecho demasiadas preguntas y eso había facilitado las cosas. Costaba mentir por demasiado tiempo, y eso podría ocasionar un enfrentamiento entre pueblos sin quererlo...

Se dio vuelta otra vez sin poder conciliar el sueño. Aunque fuese, una duermevela le vendría bien... pero, la pucha si se le iba de la cabeza Otilkel. Cuando se quiso acordar, sintió los gotones deslizarse por sus mejillas. Nada volvería a ser igual. Nunca más. Y otra cosa sería cuando los hallara su padre...