Capítulo 21

El Holandés

Con el correr de los días

la mora

se iba adaptando

a una secuencia diaria

de costumbres enraizadas

en el alma de los infieles.

Como eran inmunes al frío, amanecían temprano, y si el sol no se decidía a aparecer, lo mismo daba. Nassira, esos días, ni se levantaba. El frío la acorralaba y las más de las veces se las tenía que aguantar tiritando. Por más que una gruesa manta la cobijaba, la temperatura acobardaba a cualquiera. Si a eso se le sumaba la diferencia que había entre el día y la noche, era difícil acostumbrarse a un sitio tan tórrido unas veces como con una friolera que cortaba la cara antes de la llegada de la mañana.

Ese despertar le pareció distinto. El calor comenzó a darle ganas de salir de su escondite; aunque más no sea, asomar la cara. Tampoco se olvidaba de las recomendaciones del hombre. El aviso debía bastarle a cualquier otra hembra no tan predispuesta a meterse en líos como ella y con sus ansias de conocerlo todo. De ahí que se le dio por hacer una prueba y, despacito, sacó su rostro a través de una de las hendijas que le permitió espiar.

Lo que vio le causó cierta impresión. Su conocimiento de esta gente lo había vivido con Teshka. Su india se había salteado algunas tradiciones que la hicieron lamentarse por desconocer lo que se cocinaba en los fogones. No se parecía en nada a las picanas de avestruz. Por lo que escuchó decir, se trataba de un chaki, un guanaco viejo, algo que normalmente no comían por ser una carne dura. Pero como no tenían para andar eligiendo...

También llamó su atención que, sin distinción de sexo, tuvieran el cabello ondulado y no del lacio habitual en los de su raza. Se trataba de salvajes, pero no del mismo grupo que su india. Por lo que distinguió, tenían muchas semejanzas, salvo que además de comer carne, se alimentaban de las piñas provenientes de un árbol muy alto y con palmas enormes cuyo fruto escuchó llamarlo, en la lengua que ellos usaban, pehuén. De ahí seguramente provenía su nombre como pueblo.

De repente y sin aviso, una mano la empujó hacia adentro, llevándola a que se golpee contra uno de los sostenes del toldo. El grito le salió más por el susto que por otra cosa.

Le dije que no saliera... Escuchó decir al grandote que le habló el primer día. Su mente trató de interpretar las señales que venían de su mirada. Algo le hizo sospechar que no estaba todo bien. Le rehuía los ojos y estaba como nervioso. Era como si no estuviera en sus planes el mantener este encuentro, el que lo había sorprendido tanto como a ella.

No has hecho nada para que Teshka venga por mí... ¿No es cierto?lo interrogó reflexiva. El gesto del hombre confirmó su teoría. Agachó la cabeza y no la miró.

La mora estaba que trinaba. Llevaba tiempo esperando en vano. Se convenció, entonces, de que para ella debían de tener otros planes. Fue en el mismo instante que tomó la decisión de huir sin siquiera medir las consecuencias, y así también que se vio retenida por unas manos que la presionaron hasta hacerla aullar de dolor.

¡Déjame ir! gritó con la angustia de saberse prisionera sin poder esperar la liberación a través de su india.

Tranquila... Le prometí que la hermana del cacique vendría a buscarla y mantendré mi palabra dijo clavándole los dedos con decisión pero sin saña.

Nassira estaba indecisa. No sabía si creerle. Aunque bien podría ser que quisieran lograr algo con su rescate. ¡Eso era! Un rescate. Sin importarle cuánto le dolía lo que le hacía a sus brazos, intentó una vez más zafarse.

¡Basta ya, mujer!... O me obligará a que la ate dijo el grandote tratando de hacerla entrar en razón.

¿Qué le pedirás por mí? preguntó altanera. Intuía que lo que deseaban él y los suyos era darle caza a Teshka. Como tenía bien en claro que, al saberla en sus manos, su mujer haría lo que fuese por rescatarla.

Ya veo que comienza a entenderme respondió el joven—. Tengo un viejo entredicho con Cangapol. Y bien se puede saldar la deuda si me la desquito con su hermana.

La cosa se complicaba si el pleito era con el cacique. Nassira enloqueció. Teshka no dudaría un instante en morir para lograr su libertad. ¿Cómo no se dio cuenta antes de las malas intenciones de este bruto? ¿Por qué se tomaría tanto trabajo de ir a buscar a su india si no fuera por su propio interés mezquino?

Ella no se dejará atrapar... dijo resuelta. Y no iba a ser por su culpa que su amada se convirtiese en presa fácil.

Ya lo veremos concluyó él soltándola bruscamente—. Y si no espera lamentar su suerte, mejor no vuelva a aparecer, porque podría arrepentirse como nunca.

La amenaza causó el efecto deseado, porque Nassira no volvió a abandonar su toldo. Ni siquiera se asomó...

***

Caminó tan solo unos pasos y el gigantón, Rochus Visser, más conocido como «el Holandés», soltó una profunda carcajada que inquietó hasta a las aves, que levantaron vuelo. La mujer le caía bien. Lo que no significaba que se pelearía por ella con aquellos que le brindaron su amistad por tantos años. Si los pehuenches veían la belleza que permanecía oculta entre los cueros, iniciarían una disputa sobre quién se la quedaría. Era ese el único motivo que lo obligaba a ser duro con ella, cuando, la verdad sea dicha, sus ojos se perdían en la sinuosidad de sus caderas. Bonita era poco decir. De las mujeres más hermosas que había visto en su vida. Y eso que su recorrida por lugares donde las había compitiendo con el exótico paisaje lo tuvo como viajero incansable.

Hacía ya varios años que vivía junto a los salvajes. Tenía una mujer de la parcialidad y le gustaba su vida actual. Por eso no pensaba estropearla discutiendo por una desconocida.

Se decía que la familia Visser habría llegado a principios del siglo pasado, en una nave que recorrió la costa del río que orillaba la aldea de Buenos Aires. Solo una pequeña embarcación que con gran riesgo se adentró en la playa de agua dulce. Entre sus bienes traían escritos que les valieron la denuncia ante el Tribunal Inquisidor de Lima.

Mientras que sus abuelos eran llevados para ser juzgados, una de sus hijas, embarazada de un marinero del barco que los había traído, cayó en manos de un malón que atacó la caravana que conducía a los prisioneros.

Hasta que el niño nació, fue atendida con clemencia. Una vez acaecido el parto, pasó a pertenecer al grupo de mancebas del cacique, además de ser menos que una criada de sus esposas. Sin embargo, al niño lo respetaron. Lo trataron como a uno más y, al crecer, descubrieron las ventajas de poseer a un gigante como amigo.

Con los años y la complicidad de un capitán que recorría los pueblos del desierto, quien lo tuvo bajo su ala y al que acompañó en varias incursiones hasta las «Islas Inútiles»[60], logró hacerse de un porvenir distinto que el de los pehuenches a quienes reconocía como su familia. Su último periplo lo realizó en un barco con patente de corso, lo cual le permitió acceder a una incalculable riqueza. Su mundo se achicó por su propia voluntad. Era feliz entre la simpleza de esta gente que lo aceptaba al punto de permitirle salir con ellos a batallar contra los soldados del gobernador.

***

Si había algo que Rochus tenía en claro era que su pueblo eran los pehuenches, y que las predicciones de la curandera se cumplían a rajatabla. Puestos a escoger, la bruja jamás se equivocaba, y cuando la consultó ya hacía un tiempo, le habló de «un tórrido amor al que debía sucumbir sin miedo; que sería un antes y un después en su vida si se permitía el misterio. Porque era un amor de esos para mantener en secreto...». Cuando él le arrojó las chucherías con las que pagaba su sortilegio, la mujer lo sorprendió riendo. «Piensa lo que deseas, que hoy es tu día bueno...».

***

Rochus elevó la pelvis al encuentro de la bella mujer que, subida a sus caderas, lo recibía con la primitiva inocencia de los de su raza. A través de los años, Ralco[61] continuaba acuñando entre sus virtudes la rapidez con que aprendía sus ocurrencias sexuales, sin perder ese candor propio de una mente sana que se entregaba sin guardarse nada.

Todo comenzó mientras dormía. Lo supo porque al principio creyó que estaba con la mora. El sueño había sido con ella; sus pechos, sus ojos de gata y esa pasión que lo llevaba a relamerse. Se imaginó esa boca carnosa a su merced y, entredormido, le nació un jadeo. Atenta a sus necesidades, la india se había despertado, y al ver su empalme supo qué hacer. Pronta a satisfacerlo, lo montó y dio inicio a un movimiento que el propio Rochus marcó conteniéndole las nalgas con las manos. Su impronta le permitió llegar al éxtasis en poco más, y con el último envión recobró la cordura y supo ver que no era en la prisionera donde estaba enterrada su hombría. Notó que algo tenía que ver su deseo de la tarde. Alzó con suavidad a su mujer y acarició su mejilla sintiéndose culpable. Ella le sonrió como hacía siempre. Luego, él se levantó y salió al aire fresco de la madrugada. No sabía bien qué pasaba, pero sentía el aroma almizclero de la cautiva alojado en sus sentidos.

Esa misma noche, Nassira también soñó con él. Fue tan vívido el momento que cuando se despertó lo buscó a su lado. Sus grandes manos que la recorrían con la avaricia propia de quien desea algo de manera obsesiva. Sus ojos la miraban escrutadores y con el desenfreno que ella misma compartía. Tanto fue así que el calor la llevó a desarroparse de la manta que la cubría. Lo sintió lamerle los pechos, y hasta con un movimiento certero, enterrarse en su cuerpo. Ella, absorbida por ese fuego, comenzó a gemir bien alto, y se descubría en su sueño convulsionando de placer.

Las manos de una mujer de la parcialidad la trajeron de vuelta. La imaginaron afiebrada como consecuencia de sus huesos quebrados y no por otra cosa. La mora se incorporó y tomó agua hasta cansarse. Tan agotada estaba que se sentía como si de verdad hubiese tenido el encuentro con el Holandés. Volcó el cuenco sobre un paño y comenzó a refrescarse. Por algún motivo que no llegaba a entender, aún lo sentía en su cuerpo. Un pánico desconocido le hizo erizar la piel. Se trataba de algo tan poderoso que tuvo miedo de que, en el camino, se perdiera su alma.

***

El Holandés, siguiendo su instinto depredador, se internó en la espesura del monte. Llegó hasta un río que atravesaba el llano y que por su caudal tendría una naciente poderosa, porque jamás escaseaba de agua. Se remojó la cabeza y los sobacos. Con el pañuelo que desató de su cuello, y al que había humedecido en esa frescura, se recorrió el resto del cuerpo.

Se dijo que tenía que hacer algo y pronto, o terminaría cometiendo una locura. Su mujer no se merecía lo que había ocurrido hoy, y se estaba transformando en una obsesión. Rato después, regresó a su tienda. Sin que pudiera evitarlo, sus ojos se perdieron en la tienda de la mora...