Hasta encontrarte...
La cruzada.
Por regla general, el jefe tehuelche tenía por costumbre participarle de todo a su mujer. Sin embargo, lo sucedido con la misión de su amigo, el padre Thomas, se lo había ocultado para no amargarla.
Cuando la tierra fue arrasada, los habitantes se trasladaron a la Reducción de la Concepción. La noticia tampoco había llegado a su hijo, para que no se le escapara ante su madre, algo que naturalmente ocurría —lo sabía tan aparejado con ella que no sería nada raro que se lo terminara contando—. Y Huennec no se calmaría hasta que la llevase a ver a su amado curita para que, por sus propios ojos, certificase su bienestar.
Por ahí venía que el cacique esperaba que no se hubiesen aventurado a ir confiados en hallar resguardo en la misión desmantelada. Aunque pensar eso era menospreciar la inteligencia de su terca hembra, se dijo perfilando una sonrisa en su rostro tan viril como hermoso. Ella tenía en claro que sería el primer lugar donde los buscaría.
Los hombres de su tropa lo siguieron sin cuestionarlo. Madero encabezaba la lista, y juntos se habían puesto a decidir el rumbo, por lo que el resto acataba confiado. La pampa, tan extensa como peligrosa, tenía infinitas posibilidades. Si bien la idea de saberlos a la deriva lo tenía a mal traer, una corazonada le decía que estaban bien; que su Alenk velaría por ellos como el gran guerrero que era.
—¿Ta siguro? —lo consultó el gaucho preocupado. La mirada del indio lo decidió a no insistir. Era arriesgado el plan, pero si ellos habían tomado ese camino, no quedaba otra que meterse en territorio enemigo. No sería bien visto su paso y menos el de un grupo tan numeroso.
—No queda otra, mi amigo. Es un presagio que me viene y me hago cargo del lugar donde los hago ir. Pero debo...
—¿No e irá usté a decí qui lo vuamo a dijá solo...? —lo instó el baqueano levantando la mano en un gesto de reproche—. ¡Habrase visto, usté, si l’osotro e pa lo qui mande!
La cara del indio delató la tranquilidad que le daba saber que podía contar con ellos. Tampoco podía dejar sin guarda las tolderías, y eran pocos los que podían seguirlo quién sabe por cuántos días. Por eso le agradecía tanto su lealtad. Porque los otros secundaban a Madero a sol y sombra.
—Para llegar hasta la tierra de los «del este» tendremos que entendernos con los «araucas». Tengo un mal entenado con uno de sus arrimados. Le dicen «el Holandés» y seguro buscará pelea —reflexionó, mirando al hombre a los ojos—. La mayoría de los hombres que vendrán conmigo lo hacen más por usted que por mí. Le dejo la decisión, Madero. Aun sabiendo de su nobleza, no voy a permitir que se sienta un traicionero.
Mientras el gaucho lo observaba, Cangapol despuntaba su lanza y acomodaba lo que iba a acompañarlo en el camino.
—¿Entó partímo mañana il alba? —dijo el hombre, como molesto por el comentario. El viejo arriero le era fiel hasta «los tuétanos»[62]. El cacique lo había salvado de más de una. Sin ir más lejos, «taría colgado si no juese por él», se dijo el hombre.
Cangapol asintió ante sus palabras, y ambos cruzaron las manos en señal de un acuerdo irrevocable. Ya habría manera de pagarle tanta «gauchada», como se decía entre ellos. Llevaba la yerba y el tabaco que no debían faltarle a la tropa y el infaltable kseluen, esa bebida fuerte de algarroba que tanto les gustaba.
***
Amanecía cuando algunos se despertaron al escuchar el carajeo de la tropilla que se alistaba a seguir a su jefe. En un total de veinte hombres, trece eran criollos, baqueanos o simplemente gauchos que le escapaban a la milicia que los quería para luchar en la frontera contra el indio. Y estos se sentían más parte de los pueblos del llano que de los que supuestamente debían defender. Por eso eran incondicionales al cacique, junto con su líder Madero. Los restantes eran primos o parientes de Cangapol; conocedores del suelo y los mejores rastreadores. A pesar del tiempo que había pasado desde que su mujer se había marchado, algún signo de su paso debía quedar, y con eso pensaba orientarse hasta encontrarla. Porque tan solo muerto se volvía sin ella...
No llevaban más que un par de días cuando encontraron una tira que les resultó conocida. Para su asombro, no parecía un enganche sin querer; estaba más bien atada en una mata bastante rala, lo que indicaba que alguien la había puesto con intención de hacerse ver.
Reconoció que las huellas habían sido borradas con una rama y se perdían tras el cauce casi seco de un arroyo, de esos que se solían ver seguido en esta zona de tanta sequía. Con la mirada indolente, trató de hacerse a la idea de dónde seguirían la exploración.
—Alguien está de mi lado... —les dijo el gaucho a sus hombres una vez que descubrió el indicio. Nadie se movió. Cada uno de ellos, de un modo u otro, le debía la vida al arriero, y sabiendo su devoción por el tehuelche, era lo mismo. Si había que morir peleando, lo que Dios quisiera...
—Seguiremos vadeando el riacho porque creo entender su marcha —agregó Madero. Y aunque no dijo nada, se notaba por su cara que estaba orgulloso de su gente.
A medida que se adentraban en terreno peligroso, comenzaron a sentirse observados. Difícil pasar desapercibidos. Los relinchos de los caballos demostraban que se hallaban tan inquietos como ellos. Con un galope corto, se internaron en la espesura de un monte que daba inicio a la tierra de uno de los pueblos más antiguos que poblaron el newen mapu, «la fuerza de la tierra».
Fue cuestión de un pestañeo, pues cuando se quisieron acordar los tenían rodeados, y poco les quedaría por hacer si no les comunicaban sus razones de la visita al que se ocuparía de parlamentar con su jefe.
Como si los estuvieran arriando, los fueron llevando hacia la ladera de una montaña a cuyo pie se levantaba, de un lado, una multitud de tiendas, y del otro, un precipicio que hacía el asentamiento inexpugnable.
Habían llegado muy cerca del pueblo, asegurándoles así que no saldrían vivos sabiendo su ubicación. Conociendo la bravura de esta gente, Cangapol le hizo seña a Madero para que se guardase de cualquier gesto que les cayera inoportuno a los moradores; cuanto más si lo veían a él mantener su lanza en posición de ataque. Para evitar malentendidos, la acomodó bien tiesa, mostrando su condición de líder.
De una de las tiendas alcanzaron a ver la presencia de un extraño. El «bravo», supo apenas distinguió de quién se trataba. No le pareció que les vendría bien encontrarse con el famoso «Holandés», quien se sabía picado contra los de su clan.
—Ua ingue, euken[63] —dijo el hombre en claro tehuelche—. No terminan las sorpresas... —aclaró, con lo que le hizo pensar al cacique que era probable que alguien, además de ellos, anduviese por los pagos.
—Ua ingue —replicó Cangapol sin demasiada simpatía.
Terte, como se lo conocía al gigante; «alacrán», por ser ponzoñoso y de poco fiar. A pesar de su imponencia, tuvo que reconocer que la apariencia del cacique era colosal. Brillaba con luz propia. La piel, tan satinada por el lujurioso sol, le daba el temible aspecto de un dios que impartía justicia. Se hacía cargo de las calamidades que se le atribuían. Así y todo, se le reconocía la honestidad en el cumplimiento de lo convenido.
—¿Qué lo trae por aquí, gran jefe? —preguntó Rochus al indio que lo observaba impasible.
—Ando de paso. Unos parientes que se han internado en el desierto y los hacemos perdidos...
—¿Como cuántos?
—Serán unos tres. Grupo pequeño, pero dos son mujeres. Viajan con una niña...
La preocupación inconsciente del indio hizo que en un ser tan perceptivo como el Holandés surgiera la curiosidad.
—¿Y no se estarán fugando? —lo interrogó risueño el hombre. El cacique, recién entonces, manifestó cierta contrariedad. No pensaba darle más explicaciones que las necesarias. Si le decía que era su familia, corrían peligro. Pero si le decía que eran prisioneros, podían ser maltratados y pedir rescate por ellos, o peor todavía: que no se los quisiera devolver. Por eso prefirió quedarse callado, y le salió al ruedo su fiel Madero.
—Lo mesmo jueran. Lo vua a incontrá. La güella lo marcó il camino y la pacencia no ta presente, ¿vio?
Rochus poco entendió, pero algo de su necesidad de hallarlos le hizo pensar en sacar tajada. Si los ayudaba, pediría algo a cambio. Después vería qué. Tenía que considerar que tenía a la mujer de la hermana del cacique cautiva en una tienda, y los mejor sería llevárselos pronto del lugar. Igual, no se asombró cuando Cangapol replicó:
—Organizaré una partida y los encontraremos. Mi gente sabe rastrillar y podrán descubrir si pasaron cerca de aquí. —Tampoco era que confiara de este ñapango, pensó Madero, pero si debían atravesar el desierto mejor hacerlo con su venia que teniéndolos en contra. La mirada del cacique dijo otro tanto. Ya verían cómo le pagarían el favor que seguro les reclamaría, tanto por dejarlos seguir viaje como por no insistir en acompañarlos. Hoy solo importaba hallar a su familia, señaló Cangapol. Y, asintiendo, todos juntos se acercaron al fogón.
***
Esa noche la pasaron de prestado. Algunos los miraban hostiles e, incluso, los ignoraban. La única persona que les ofreció comida y un lugar donde yacer fue el gigantón. Cangapol se lo agradeció y se acomodaron rodeando un fogón. Un poco que dormitaban y se turnaban las guardias. No había modo de que se sintieran seguros en este pueblo. De ahí que estaban más alertas que en pleno monte.
Por la mañana comenzó a lloviznar. El humor del cacique se agrió, ya que se veía por el fondo que se trataba de una tormenta que asustaba. Si lo que pretendían era hallar algún rastro, la lluvia no iba a colaborar.
—¿Usted qué dice, mi amigo? —lo interrogó el cacique a Madero.
—Io no sé. Al ñudo[64] qui si lo trate encontrá. Véale usté il lao güeno, mal qui li pese il refocilo e pa’to. —Cangapol se dijo que el gaucho, a su manera, tenía razón. Si a ellos los detenía la tormenta, a los otros también. El chistido se le escapó sin querer. ¿Cómo decirle a Madero que su mujer podía cambiar las tornas a su antojo? Hasta dudaba que no fuese obra suya para despistarlos.
—Tiene razón. Será mejor que esperemos hasta que pase lo negro. Venga y tómese un trago de guachakai[65] que me han convidado los del pehuén[66].
Cuando el gaucho se acercó, ambos volvieron la cabeza hacia una de las tiendas que se situaba alejada de las demás. Sin saber por qué, ambos se sintieron avistados, y no por gente del lugar. El indio temió lo peor, que tuvieran entre ellos a su familia oculta y no les quisieran contar. Una furia incontrolable se apoderó de él. Su amigo, conocedor de su carácter, le hizo señas con la mano para que se tranquilizara. El jefe entendió que el hombre tenía razón. No ganaría nada con enojarse, y seguramente no saldrían vivos de ahí si se enfrentaba de ese modo. Se dijo, entonces, que lo que debía hacer era pensar en la mejor manera de llegar hasta ese sitio sin ser descubierto y averiguar la verdad.